El invierno ha llegado. El cielo y el pavimento forman una misma banda gris inconsútil e inalterable. Pronto nevará. No sé por qué razón hace tres o cuatro días que los camiones que recogen la basura no pasan por este barrio, frente a cada edificio están amontonadas abultadas bolsas de plástico con basura; sin embargo, en el aire no hay olor a basura. Con estas temperaturas, ni siquiera los olores pueden florecer: el frío disipa cada hedor, cada signo de realidad orgánica. Lo único que triunfa aquí es el hormigón. Reina el silencio. Gatos negros y grises, huesudos, inmóviles, estatuas de ellos mismos, se asoman por los callejones. El tráfico es escaso. Desde el metro hasta la casa de Judith camino de prisa por las calles, y aparto los ojos de los rostros de la poca gente con la que me cruzo. Me siento tímido y cohibido entre ellos, como un veterano de guerra que acaba de abandonar el centro de rehabilitación y a quién aún le averguezan sus mutilaciones. Naturalmente no puedo decir qué están pensando; ahora sus mentes están cerradas para mí y pasan junto a mí llevando escudos de hielo impenetrable. Sin embargo, irónicamente, tengo la ilusión de que todos ellos tienen acceso a mí. Pueden mirar dentro de mí y ver en qué me he convertido. Ahí va David Selig, deben de pensar.
¡Qué descuidado fue! ¡Qué mal custodió de su don! El idiota actuó torpemente y dejó que todo se escurriera fuera de él. Aunque me siento culpable por causarles esta desilusión, no me siento tan culpable como pensé que me sentiría. En algún nivel profundo me importa un bledo. Esto es lo que soy, me digo a mí mismo. Esto es lo que seré ahora. Si no les gusta, mala suerte. Traten de aceptarme. Si no pueden hacerlo, simplemente no me hagan caso.
En 1849, en Una semana en los ríos Concord y Merrimack Thoreau dijo: “Así como la sociedad más auténtica está siem-pre cerca de la soledad, el discurso más excelente termina por fin en el silencio. El silencio es audible para todos los hombres, en todo momento y en todo lugar”. Desde luego, Thoreau era un inadaptado que tenía graves problemas neuróticos. Cuando era joven y acababa de salir de la universidad, se enamoró de una chica llamada Ellen Sewall, pero ella le rechazó y él no se casó jamás. Me pregunto si alguna vez se habrá acostado con alguien. Probablemente no. No puedo imaginar a Thoreau haciendo el amor, ¿y ustedes? Es posible que no muriera virgen, pero apuesto a que su vida sexual fue un desastre. Quizá ni siquiera se masturbaba. ¿Pueden imaginarlo sentado junto a ese estanque haciéndolo? Yo no. Pobre Thoreau. El silencio es audible, Henry.
Mientras camino hacia el apartamento de Judith, imagino que encuentro a Toni en la calle. Creo ver una figura alta arropada con un grueso abrigo anaranjado. Cuando tan sólo nos separan un par o tres de pasos, la reconozco. Por extraño que parezca, ante este inesperado encuentro no siento ni excitación ni temor; estoy bastante tranquilo, casi indiferente. En otro momento quizá habría cruzado la calle para evitar un encuentro posiblemente perturbador, pero ahora no: con serenidad me detengo frente a ella, le sonrío, levanto las manos para saludarla.
—¿Toni? —digo—. ¿No me reconoces?
Me estudia, frunce el ceño, por un momento parece desconcertada, pero sólo por un momento.
—¿David? ¡Hola!
Tiene el rostro más delgado, los pómulos más altos y prominentes. Hay algunas hebras grises en su pelo. Cuando yo la conocí tenía un curioso mechón gris en la sien, algo muy inusual; ahora el gris está esparcido en forma más irregular entre el negro. Es normal, ya tiene treinta y tantos años, no es exactamente una muchacha. De hecho, tiene la edad que yo tenía cuando la conocí. En realidad sé que apenas ha cambiado, sólo ha madurado un poco. Se ve tan hermosa como siempre. Aun así, no hay deseo en mí. Toda pasión se ha consumido, Selig. Toda pasión se ha consumido. Y también ella está misteriosamente libre de turbulencias. Recuerdo nuestro último encuentro, el dolor reflejado en su rostro, el enorme montón de colillas de cigarrillos. Su expresión ahora es afable y distraída. Ambos hemos atravesado el reino de las tormentas.
—Te encuentro bien —le digo—. ¿Cuánto hace, ocho, nueve años?
La respuesta ya la conozco. Sólo la estoy probando. Y pasa la prueba, diciendo:
—El verano del sesenta y ocho.
Siento alivio al ver que no lo ha olvidado. Sigo siendo un capítulo de su autobiografía.
—¿Cómo te ha ido, David?
—Nada mal.—La conversación se inicia—. ¿Qué haces ahora?
—Estoy en Random House. ¿Y tú?
—Trabajo por mi cuenta, soy independiente —le digo—. Hoy aquí y mañana allí.
¿Estará casada? Los guantes en sus manos no me ofrecen ninguna respuesta. No me atrevo a preguntar. Me es imposible leerle la mente. Fuerzo una sonrisa y paso de un pie al otro. El silencio que se ha creado entre nosotros parece de repente insalvable. ¿Es posible que tan pronto hayamos agotado todos los temas? ¿No queda ningún punto de contacto salvo aquellos que son demasiado dolorosos para reabrir?
Me dice:
—Has cambiado.
—Estoy más viejo, más calvo, más cansado.
—No es eso. Has cambiado por dentro.
—Supongo que sí.
—Antes me hacías sentir incómoda, tenía una sensación molesta. Ahora ya no la tengo.
—¿Después del viaje, quieres decir?
—Antes y después —me dice.
—¿Siempre te sentías incómoda conmigo?
—Siempre. Nunca supe por qué. Incluso cuando estábamos realmente unidos, sentía… no sé, que estaba en guardia, que no tenía estabilidad, que estaba incómoda contigo. Y ya no lo siento. La sensación ha desaparecido por completo. Me pregunto por qué.
—El tiempo cura todas las heridas —le digo. Sabiduría oracular.
—Supongo que tienes razón. ¡Dios, qué frío! ¿Crees que nevará?
—Sin duda, dentro de poco.
—Odio este tiempo tan frío.
Se ajusta más el abrigo. No la conocí en tiempo frío. Primavera y verano, luego adiós, vete, adiós, adiós. Es extraño lo que ahora siento por ella, si me invitara a su apartamento probablemente le pondría una excusa como que voy a visitar a mi hermana. Claro que es imaginaria; es posible que eso tenga algo que ver. Pero tampoco estoy recibiendo ninguna emanación de ella. No está transmitiendo, o mejor dicho, yo no estoy recibiendo. Es sólo una estatua de ella misma, como los gatos en el callejón. Ahora que soy incapaz de recibir, ¿seré incapaz de sentir? Me dice:
—Me alegro mucho de haberte visto, David. ¿Qué te parece si nos vemos uno de estos días?
—Por supuesto. Tomaremos algo y hablaremos de los viejos tiempos.
—Me encantaría.
—A mí también.
—Cuídate, David.
—Tú también, Toni.
Sonreímos. Me despido con un saludo militar. Nos alejamos; yo sigo caminando hacia el oeste, ella se apresura por una calle ventosa hacia Broadway. Me alegro de haberla encontrado. Todo ha sido tranquilo, amigable, sin emoción entre nosotros. De hecho, todo muerto. Toda pasión se ha consumido. Me alegro mucho de haberte visto, David. ¿Qué te parece si nos vemos uno de estos días? Al llegar a la esquina me doy cuenta de que olvidé pedirle el número de teléfono. ¿Toni? ¿Toni? Pero ha desaparecido. Como si jamás hubiera estado allí.
Es la pequeña grieta en el laúd
que a la música pronto apagará
y al agrandarse lentamente todo acallará.
Esto es Tennyson: Merlín y Viviana. Ya han oído esa línea sobre la grieta en el laúd, ¿no? Pero jamás supieron que era Tennyson. Yo tampoco. Mi laúd está agrietado. Twang. Twing. Twong.
Aquí hay otra joyita literaria:
Todo sonido terminará en el silencio, pero el silencio no muere jamás.
En 1876, Samuel Miller Hageman escribió eso en un poema titulado Silencio. ¿Oyeron hablar alguna vez de Samuel Miller Hageman? Yo no. Quienquiera que fueras, Sam, eras un viejo sabio.
Cuando tenía ocho o nueve años, antes de que adoptaran a Judith, un verano fui con mis padres a pasar unas semanas a un lugar de los Catskills. Había un campamento para los chicos en el que nos enseñaban natación, tenis, béisbol, trabajos manuales y otras actividades, mientras los mayores podían dedicarse a jugar a los naipes y realizar otras actividades productivas tales como beber. Una tarde, el campamento organizó una competición de boxeo. En mi vida me había puesto guantes de boxeo, y cuando había peleas en el colegio había resultado ser un luchador incompetente, así que el asunto no me entusiasmaba. Observé las cinco primeras peleas consternado. ¡Todos esos golpes! ¡Todas esas narices ensangrentadas!
Me llegó el turno. Mi adversario era un chico llamado Jimmy, unos meses más joven que yo pero más alto, más pesado y mucho más atlético. Creo que los organizadores nos hicieron competir juntos a propósito, con la esperanza de que Jimmy me matara: yo no era el favorito.
—¡Primer asalto! —gritó uno de ellos, y ambos nos acercamos.
Con toda claridad oí que Jimmy pensaba golpearme en la barbilla, y justo en el momento en que dirigió su guante hacia mi cara, agaché la cabeza y le golpeé en el estómago. Eso le enfureció. Cambió su táctica y se propuso golpearme en la cabeza, pero también vi venir esa maniobra, me hice a un lado y le di un golpe en el cuello, junto a la nuez de Adán. Hizo arcadas y se volvió, a punto de llorar. Al cabo de un instante volvió al ataque, pero seguí anticipándome a sus movimientos y jamás llegó a tocarme. Por primera vez en mi vida me sentí fuerte, capaz, agresivo. Mientras le golpeaba miré al otro lado del improvisado cuadrilátero y vi a mi padre con el rostro encendido de orgullo y al padre de Jimmy junto a él con una expresión de enojo y perplejidad. Fin del primer asalto. Aunque estaba sudoroso, me sentía alegre y sonriente.
Segundo asalto: Jimmy se acercó decidido a hacerme pedazos. Lanzaba golpes laterales de un modo alocado, frenético, seguía tratando de darme en la cabeza. Pero yo la movía de manera que no pudiera alcanzarla, bailé hacia un lado y volví a golpearle en el estómago, esta vez aún más fuerte. Cuando se dobló en dos, le di un golpe en la nariz y cayó al suelo, llorando. El que se había encargado de organizar la competición de boxeo contó hasta diez muy rápidamente y levantó mi mano.
—¡Oye, Joe Louis!—gritó mi padre—. ¡Oye, Willie Pep!
El organizador me sugirió que me acercara a Jimmy, le ayudara a ponerse de pie y le diera la mano. Cuando se levantó detecté claramente que tenía la intención de darme con la cabeza en los dientes, y yo simulé no estar prestando atención hasta que, cuando vino al ataque, me hice a un lado con toda tranquilidad y le di con los puños en su encorvada espalda. Eso le destrozó.
—¡David hace trampa!—gimió—. ¡David hace trampa!
¡Cómo me odiaron todos por mi destreza! O lo que interpretaron como mi destreza. Mi don astuto de adivinar siempre lo que iba a ocurrir. Bueno, eso no sería un problema ahora. Todos me querrían. Y queriéndome, me molerían a palos.
Judith me abre la puerta. Lleva puesto un viejo suéter gris y unos pantalones azules con un agujero en la rodilla. Extiende sus brazos hacia mí y la abrazo con cariño, apretándola contra mi cuerpo durante unos segundos. Oigo música desde adentro: el Idilio de Sigfrido, creo. Música dulce, apacible, propicia para la aceptación.
—¿Ya está nevando? —pregunta.
—Aún no. Cielo gris y mucho frío, eso es todo.
—Te traeré un trago. Ve a la sala.
Me detengo junto a la ventana, ya están cayendo algunos copos de nieve. Aparece mi sobrino y me estudia desde una distancia más que prudencial. Para mi asombro, me sonríe. Se dirige a mí en tono afectuoso:
—¡Hola, tío David!
Judith debió de haberle dicho que fuera amable. Sé bueno con tío David, debe de haberle dicho. Ultimamente ha tenido muchos problemas, no se siente bien. Así que ahí está el chico, siendo bueno con tío David. Creo que es la primera vez que me sonríe. Ni en la cuna me dedicó gorjeos y risitas. Hola, tío David. Muy bien, jovencito, aprecio tu gesto.
—Hola, Pauly, ¿cómo te va?
—Muy bien —dice.
Y con eso finaliza toda su cortesía social, ni siquiera se digna preguntar cómo me encuentro, se limita a coger uno de sus juguetes y se enfrasca en sus intrincamientos. Sin embargo, de vez en cuando sus grandes y oscuros ojos brillantes siguen examinándome y en su mirada no parece haber hostilidad.
Wagner se acaba. Miro los discos y, de entre todos, selecciono uno que coloco en el giradiscos. Schoenberg. Verklaerte Nacht. Música de angustia tempestuosa seguida de calma y resignación. De nuevo, el tema de la aceptación. Muy bien. Muy bien. Me envuelve el torbellino de cuerdas. Exquisitos y sensuales acordes. Aparece Judith con un vaso de ron en la mano. Ella se ha servido algo suave, jerez o vermut. Aunque está algo demacrada, se la ve muy amistosa, muy abierta.
—Salud —dice.
—Salud.
—Me gusta la música que has puesto. A mucha gente le resultaría imposible creer que Schoenberg podía ser dulce y sensual. Claro que es el Schoenberg de las primeras épocas.
—Sí —digo—. Los jugos románticos tienden a secarse a medida que se envejece, ¿no? ¿Qué has hecho últimamente, Jude?
—Nada en especial, más o menos lo mismo de siempre.
—¿Cómo está Karl?
—Ya no veo a Karl.
—¡Ah!
—¿No te lo había dicho?
—No —le contesto—. Es la primera noticia que tengo sobre eso.
—No estoy acostumbrada a necesitar decirte las cosas, Duv.
—Mejor será que te acostumbres. Tú y Karl…
—Se puso muy insistente y pesado con el tema de la boda. Le dije que era demasiado pronto, muy precipitado, que no le conocía lo suficiente, que me daba miedo estructurar mi vida de nuevo cuando era posible que ésa no fuera la estructura indicada para mí. Eso no le sentó demasiado bien. Comenzó a sermonearme sobre los que retrocedían ante un compromiso, sobre la autodestrucción y cosas como ésas. Mientras hablábamos de eso le miré a la cara y de repente comprendí que le veía como a una especie de padre. Ya me entiendes, grande, pomposo y severo, más que un amante le veía como un mentor, un profesor, y no era eso lo que yo quería. Y empecé a pensar cómo sería dentro de unos diez o doce años. Él tendría más de sesenta años mientras yo sería joven aún. Me di cuenta de que juntos no teníamos ningún futuro. Se lo dije con la mayor suavidad posible. Desde hace más de diez días no tengo noticias suyas, supongo que no me llamará.
—Lo siento.
—No es preciso que lo digas, Duv. Hice lo que creí que era más inteligente, de eso no tengo la menor duda. Karl fue bueno para mí, pero no podría haber sido algo permanente. Mi fase Karl, una fase muy saludable. Cuando se sabe a ciencia cierta que una fase se ha terminado, lo mejor es cortar por lo sano y no dejar que se prolongue inútilmente.
—Sí —digo—. Sin duda.
—¿Quieres más ron?
—Dentro de un rato, ahora no, gracias.
—¿Y tú? —pregunta—. Háblame de ti. Cómo te va, ahora que… ahora que…
—¿Ahora que ha terminado mi fase de superhombre?
—Sí —dice—. Se ha ido de verdad, ¿eh?
—De verdad, por completo. No hay duda.
—Y entonces, Duv, ¿cómo te has sentido desde que ocurrió?
Justicia. Se oye hablar mucho de justicia la justicia de Dios. Él vela por los justos. Castiga a los maivados. ¿Justicia? ¿Dónde está la justicia? O lo que es lo mismo, ¿dónde está Dios? ¿Está realmente muerto, o sólo de vacaciones, o simplemente distraído? Miren Su justicia. Envía una inundación a Paquistán. Zas, un millón de muertos, tanto el adúltero como la virgen. ¿Justicia? Quizá. Es posible que las presuntamente inocentes víctimas no fueran, después de todo, tan inocentes. Zas, la devota monja de la leprosería contrae lepra y sus labios se caen de la noche a la mañana. Justicia. Zas, la catedral que los feligreses han estado construyendo durante los últimos doscientos años queda reducida a escombros por un terremoto la víspera de Pascua. Zas. Zas. Dios se ríe en nuestras caras. ¿Esto es justicia? ¿Dónde? ¿Cómo? Por ejemplo, piensen en mi caso. No estoy tratando de obtener su compasión, me limito a ser simplemente objetivo. Escuchen, no pedí ser un superhombre. En el momento de mi concepción se me entregó ese don. Un incomprensible capricho de Dios. Un capricho que me definió, me moldeó, me deformó, me dislocó, y no me lo gané, no lo pedí, no lo deseé para nada, a no ser que quieran pensar en mi herencia genética en términos del mal karma de otro, y al diablo con eso. Fue algo casual. Dios dijo: Que este chico sea un superhombre, y ¡hete aquí! el joven Selig era un superhombre, en un sentido limitado de la palabra. Pero, de todos modos, sólo por un tiempo. Dios me preparó para todo lo que me ocurrió: el aislamiento, el sufrimiento, la soledad, incluso la compasión de mí mismo. ¿Justicia? ¿Dónde? El Señor da, quién diablos sabe por qué, y el Señor quita. ¿Qué es lo que ha hecho ahora? El poder ha desaparecido. Soy una persona normal y corriente como todos los demás. No me interpreten mal: acepto mi destino, estoy absolutamente resignado. No les estoy pidiendo que sientan lástima por mí. Sólo intento explicarme todo esto.
Ahora que el poder ha desaparecido, ¿quién soy? ¿Cómo me defino a mí mismo ahora? He perdido un aspecto especial de mi persona, mi poder, mi herida, la razón de mi aislamiento. Todo lo que me queda ahora es el recuerdo de haber sido distinto. Las cicatrices. ¿Qué se supone que debo hacer ahora? Ahora que la diferencia no existe y sigo estando aquí, ¿cómo me relaciono con la humanidad? El murió. Yo sigo viviendo. ¡Qué cosa tan extraña me has hecho, Dios! Espero que comprendas que no me estoy quejando, me limito a hacer preguntas, con un tono de voz tranquilo y razonable. Estoy tratando de comprender la naturaleza de la justicia divina. Creo que el viejo arpista de Goethe estaba en lo cierto con respecto a ti, Dios. Nos has conducido a la vida, has dejado que el pobre hombre cayera en el pecado, y luego le has abandonado en su desgracia. Porque todo pecado es vengado en la Tierra. Es una queja razonable. Tú tienes el sumo poder, Dios, pero te niegas a tener la suma responsabilidad. ¿Eso es justo? Creo que yo también tengo una queja razonable. Si hay justicia, ¿por qué tantas cosas de la vida parecen injustas? Si realmente estás de nuestro lado, Dios, ¿por qué nos entregas una vida de dolor? ¿Dónde está la justicia para la criatura que nace sin ojos? ¿La que nace con dos cabezas? ¿La que nace con un poder que se suponía que no debían tener los hombres? Sólo estoy preguntando, Dios. Acepto tu mandato, créeme, me inclino ante tu voluntad, porque da lo mismo: (después de todo, ¿qué alternativa tengo?) pero, aun así, tengo derecho a preguntar, ¿no es así?
Oye, ¿Dios? ¿Dios? ¿Me estás escuchando, Dios?
Creo que no. Creo que te importa un bledo. Dios, creo que me has estado tomando el pelo.
La-la ~ la-ra-la-la. La música se está acabando. Armonías celestiales llenan la habitación. Todo se fusiona y se vuelve unidad. Al otro lado de la ventana los copos de nieve forman remolinos. Sigue adelante, Schoenberg, al menos cuando eras joven tú comprendiste, captaste la verdad y la escribiste en un papel. Te estoy oyendo, viejo. No hagas preguntas, me dices. Acepta. Sólo acepta, ese es el lema. Acepta. Acepta. No importa lo que te ocurra, acepta.
Judith me dice:
—Claude Guermantes me ha invitado a que esta Navidad vaya con él a Suiza a esquiar. Puedo dejar al chico con una amiga en Connecticut, pero no iré si me necesitas, Duv. ¿Estás bien? ¿Puedes arreglártelas?
—Claro que puedo. No estoy paralítico, Jude, ni tampoco he perdido la vista. Si eso es lo que quieres, vete a Suiza.
—Sólo serán ocho días.
—Sobreviviré.
—Cuando regrese, espero que te mudes de ese edificio. Deberías vivir por aquí, cerca de mi casa. Deberíamos vernos más a menudo.
—Quizá.
—Si quieres podría presentarte a algunas amigas mías. Si te interesa.
—Magnífico, Jude.
—No pareces demasiado entusiasmado.
—Conmigo hay que ir poco a poco —le digo—. No me apremies con un millón de cosas. Necesito tiempo para poner en orden mis ideas.
—De acuerdo. Es como una nueva vida, ¿verdad, Duv?
—Una nueva vida. Sí. Eso es, una nueva vida, Jude.
Ahora la tormenta es intensa. Bajo las primeras capas de blancura desaparecen los automóviles. Durante la cena el meteorólogo de la radio ha hablado de una acumulación de veinticinco a treinta centímetros antes de la mañana. Judith me ha invitado a pasar la noche aquí, en el cuarto de servicio. Bueno, ¿por qué no? ¿Por qué rechazarla justamente ahora? Me quedaré. Por la mañana llevaremos al pequeño Pauly al parque con su trineo, a la nieve nueva. Ahora está nevando de verdad. ¡Qué bonita que es la nieve! Lo cubre todo, lo limpia todo; aunque sólo sea por poco tiempo, purifica esta cansada y desgastada ciudad y a sus cansados y desgastados habitantes. No puedo apartar los ojos de ella. Mi rostro está muy cerca de la ventana. Tengo una copa de coñac en la mano, pero me olvido de ella por completo, porque la nieve me ha atrapado con su hechizo hipnótico.
—¡Bu! —grita alguien detrás de mí.
Doy un salto tan grande que el coñac de mi vaso salpica la ventana. Lleno de terror me doy la vuelta, agachado, listo para defenderme; luego el miedo instintivo desaparece y comienzo a reír. Judith también ríe.
—Es la primera vez en mi vida que te sorprendo —dice—. ¡La primera vez en treinta y un años!
—Me has dado un susto tremendo.
—Durante tres o cuatro minutos he estado parada aquí pensando cosas para ti. Esperando recibir una réplica mordaz de tu parte, pero no, no, no has reaccionado, has seguido mirando la nieve. Así que me he acercado sin hacer ningún ruido y te he gritado en la oreja. Te has asustado de verdad, Duv. No estabas fingiendo.
—¿No habrás creído que te estaba mintiendo acerca de lo que me había pasado?
—No, claro que no.
—Entonces, ¿por qué has pensado que podría estar fingiendo?
—No lo sé. Supongo que he dudado un poquito de ti. Pero ya no. ¡Ay, Duv, Duv. lo siento tanto por ti!
—Pues no lo hagas —le digo—. Por favor, Jude.
En silencio, está llorando. ¡Qué extraño me resulta ver llorar a Judith! Y nada menos que por amor hacia mí. Por amor hacia mí.
Ahora hay un gran silencio.
Afuera el mundo es blanco, adentro gris. Lo acepto. Pienso que la vida será más apacible. El silencio se convertirá en mi lengua materna. Habrá descubrimientos y revelaciones, pero ningún trastorno. Es posible que más adelante el mundo vuelva a tener algo de color para mí.
En vida nos consumimos. Al morir vivimos. Recordaré eso. Me regocijaré. Twang. Twing. Twong. Hasta que muera de nuevo, hola, hola, hola, hola.