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Fue una idea absurda, Kitty, una estúpida fantasía. Nunca hubiera podido dar resultado. Te estaba pidiendo lo imposible. Realmente, sólo había una consecuencia concebible: que te irritara, te aburriera y te alejara de mí. Bueno, culpa a Tom Nyquist. Fue idea de él. No, cúlpame a mí. No tenía por qué escuchar sus absurdas ideas, ¿no? Cúlpame a mí. Cúlpame a mí.

Axioma: Tratar de rehacer el alma de un ser amado es un pecado contra el amor, aunque uno crea que amará más a esa persona después de haberla transformado en otra cosa.

Nyquist dijo:

—Quizá ella también lee los pensamientos, y el bloqueo se debe a una simple cuestión de interferencia, un choque entre tu transmisión y la de ella, que anula las ondas en un sentido o en ambos. De modo que no hay transmisión de ella hacia ti y probablemente tampoco de ti hacia ella.

—Lo dudo mucho —le dije.

Era el mes de agosto de 1963, dos o tres semanas después de habernos conocido. Aunque todavía no estábamos viviendo juntos, ya nos habíamos acostado un par de veces.

—No tiene la más mínima habilidad telepática —insistí—. Es absolutamente normal. Eso es lo esencial en ella, Tom, es una chica absolutamente normal.

—No estés tan seguro —dijo Nyquist.

El aún no te había conocido. Quería conocerte, pero yo no había arreglado nada. Jamás había oído tu nombre.

Le dije:

—Si hay algo que sé de ella es que es una chica cuerda, sana, equilibrada y absolutamente normal. Por lo tanto, no lee los pensamientos.

—Porque los que leen los pensamientos son locos, enfermos y desequilibrados. Como tú y yo, ¿no es eso lo que quieres decir? No generalices, viejo.

—El don tuerce el espíritu —dije—. Oscurece el alma.

—Tal vez la tuya, pero no la mía.

En eso tenía razón. La telepatía no le había dañado. Los problemas que yo tenía posiblemente eran los mismos aunque hubiese nacido sin el don. No puedo atribuir todas mis inadaptaciones a la presencia de una habilidad inusual, ¿no? Y Dios sabe la cantidad de neuróticos que hay por ahí que no han leído una mente en su vida.


Silogismo:

Algunos telépatas no son neuróticos.

Algunos neuróticos no son telépatas.

Por lo tanto, la telepatía y la neurosis no están necesariamente relacionadas.


Corolario:

Se puede parecer absolutamente normal y, aun así, tener el poder.


Ante esto, mi postura fue muy escéptica. Nyquist admitió, bastante presionado, que si tenías el poder lo más probable es que ya me lo hubieras revelado a través de ciertos hábitos inconscientes que cualquier telépata reconocería en seguida; y esos hábitos no los había detectado. Sin embargo, me sugirió que podías ser una telépata latente: que el don estaba en ti, no desarrollado, sin funcionar, oculto en el centro de tu mente e impidiendo de algún modo que yo te la pudiera leer. Sólo era una hipótesis, dijo. Pero me tentó.

—Supón que tiene este poder latente —le dije—. ¿Crees que se lo podría despertar?

—¿Por qué no?

Yo deseaba creerlo. Tenía esa visión de ti despertando a una capacidad receptiva total, pudiendo recibir transmisiones con tanta facilidad y claridad como nos sucedía a Nyquist y a mí. ¡Qué intenso sería nuestro amor, entonces! Estaríamos completamente abiertos el uno al otro, despojados de todas las pequeñas simulaciones y defensas que impiden, incluso a los amantes más íntimos, alcanzar realmente la unión de sus almas. Yo ya había puesto a prueba una forma limitada de ese tipo de intimidad con Tom Nyquist, pero está claro que no sentía amor por él, en realidad ni siquiera me gustaba. Por lo tanto, fue un desperdicio, una ironía brutal que nuestras mentes pudieran tener un contacto tan íntimo. ¿Pero tú? ¡Si sólo pudiera despertarte, Kitty! ¿Y por qué no? Le pregunté a Nyquist si le parecía posible. Averígualo por ti mismo, me dijo. Haz experimentos. Cogeos de las manos, sentaos juntos en la oscuridad, utiliza tu energía para tratar de llegar hasta ella. Vale la pena probarlo, ¿no? Sí, le dije, por supuesto que vale la pena.

Parecías estar latente en tantos otros aspectos, Kitty: un ser humano en potencia más que uno verdadero. Te rodeaba un aire de adolescencia. Parecías mucho más joven de lo que en realidad eras; si no hubiera sabido que ya te habías graduado en la universidad, habría dicho que tenías dieciocho o diecinueve años. No habías leído mucho más de lo que estuviera fuera de tus campos de interés (matemáticas, computadoras, tecnología) y, como en esos intereses no coincidíamos, consideraba que no habías leído absolutamente nada. No habías viajado; tu mundo lo limitaban el Atlántico y el Mississippi; un verano en Illinois había sido el gran viaje de tu vida. Ni siquiera habías tenido una gran experiencia sexual: en veintidós años sólo tres hombres, y sólo uno de ellos fue una relación seria, ¿no es así? Así que te veía como un diamante en bruto esperando las manos del tallador. Yo sería tu Pigmalión.

En septiembre de 1963 viniste a vivir a mi apartamento. Pasabas tanto tiempo allí que estuviste de acuerdo en que no tenía ningún sentido tantas idas y venidas. Me sentía un hombre casado: medias mojadas que colgaban de la barra de la cortina de la ducha, dos cepillos de dientes sobre la repisa, largos pelos castaños en el lavabo. Todas las noches, tu calor junto a mí en la cama. Mi vientre contra tus suaves y frías nalgas, hombre y mujer. Te daba libros para leer: poesía, novelas, ensayos. ¡Con qué diligencia los devorabas! Leías a Trilling en el autobús camino del trabajo y a Conrad durante las tranquilas horas después de la cena y a Yeats un domingo por la mañana mientras yo salía a buscar el Times. Aun así, no parecías asimilar nada; no tenías una inclinación natural hacia la literatura; creo que te resultaba difícil distinguir a Lord Jim de Jim, el afortunado, a Malcolm Lowry de Malcolm Cowley, a James Joyce deJoyce Kilmer. Tu mente brillante, tan capaz de comprender el COBOL y el FORTRAN, no podía descifrar el lenguaje de la poesía, y solías levantar la vista de La tierra baldía, desconcertada, para hacerme alguna tonta pregunta de chica de escuela secundaria que me dejaba irritado durante horas. A veces pensaba que eras un caso perdido. Aunque un día en que el mercado de valores estaba cerrado me llevaste a tu trabajo y escuché tus explicaciones sobre el equipo y tus funciones como si me estuvieras hablando en sánscrito. Distintos mundos, distintos tipos de mentes. Sin embargo, siempre tenía la esperanza de crear un puente.

En momentos estratégicamente elegidos, te hablaba en forma elíptica de mi interés por los fenómenos extrasensoriales.

Te hice creer que ese interés mío era un pasatiempo, un estudio frío y desapasionado. Te dije que me fascinaba la posibilidad de conseguir una verdadera comunicación mental entre seres humanos. Tuve mucho cuidado de no dar la impresión de ser un fanático, de no mostrarme excesivamente entusiasmado con respecto a mi caso; mantuve oculta mi desesperación. Como la verdad era que no podía leerte, me fue más fácil simular una objetividad de estudioso contigo que lo que me hubiera resultado con cualquier otra persona. Y tenía que simular. Mi estrategia no me permitía hacer ninguna confesión verdadera. No quería asustarte, Kitty, no quería darte motivos para que te alejaras de mí, pensando que era un fenómeno, o,lo que habría sido más probable, un loco. Sólo un pasatiempo, entonces. Un pasatiempo.

Tú no te resignabas a creer en la percepción extrasensorial.

Si no es posible medirla con un voltímetro o registrarla en un electroencefalógrafo, dijiste, no es real. Te supliqué que fueras tolerante. Existen cosas como los poderes telepáticos. Sé que es así. (¡Cuidado, Duv!) No te podía citar lecturas de electroencefalógrafos: jamás en mi vida estuve cerca de uno, no tengo ni idea de si mi poder quedaría registrado. Y me había prohibido conquistar tu escepticismo llamando a un extraño para hacer el jueguecito de la lectura de pensamientos. Pero te podía dar otros argumentos. Mira los resultados de Rhine, mira toda esta serie de lecturas correctas de las cartas de Zener. ¿De qué otro modo puede explicarse eso si no es con la percepción extrasensorial? Y las pruebas acerca de la telequinesis, la teleportación, la clarividencia…

Tu escepticismo seguía ahí, desdeñando fríamente la mayoría de los datos que te cité. Tu razonamiento era agudo y preciso; no había nada confuso con respecto a tu mente cuando se hallaba en su propio terreno, el método científico. Según dijiste, Rhine falsifica sus resultados realizando pruebas con grupos heterogéneos, luego, para realizar más pruebas, sólo selecciona a los sujetos que muestran una racha de suerte inusual, excluyendo a los otros de su estudio. Y se limita a publicar aquellos resultados que sostengan su tesis. Insiste en que es una anomalía estadística, y no extrasensorial, la que da como resultado esas elecciones correctas de las cartas Zener. Además, el experimentador está predispuesto a creer en la percepción extrasensorial, y no cabe duda de que eso conduce a todo tipo de errores de procedimiento inconscientes, ligeros prejuicios involuntarios que, inevitablemente, falsean el resultado. Con cautela te invité a que juntos hiciéramos algunos experimentos, dejando que fueras tú quien estableciera los procedimientos. Creo que principalmente estuviste de acuerdo porque era algo que podíamos hacer juntos y (era principio de octubre) ya estábamos buscando, de un modo bastante reprimido, otros puntos en común puesto que tu educación literaria se había convertido en una carga para los dos.

De común acuerdo, decidimos (¡con qué habilidad hice que pareciera idea tuya!) concentrarnos para transmitirnos imágenes o ideas. Al principio conseguimos un éxito cruelmente engañoso. Creamos gran cantidad de imágenes y tratamos de transmitírnoslas mentalmente. Aún tengo aquí, en los archivos, nuestras anotaciones sobre esos experimentos:



Aunque no tuviste ningún acierto directo, cuatro de las diez podían considerarse asociaciones estrechas: flores y rosas, el Empire State y el Pentágono, elefante y tractor, locomotora y avión. (Flores, edificios, equipos para trabajos pesados medios de transporte.) Suficiente para darnos falsas esperanzas de verdadera transmisión. Y luego esto:



Tampoco ningún acierto directo para mí, pero tres asociaciones estrechas, o algo así, de diez: playa tropical y paisaje soleado, el puente George Washington y el monumento a Washington, autopista durante las horas punta y colmena. Denominadores comunes: luz de sol, George Washington y actividad intensa en un lugar atestado de seres. Al menos nos engañamos viéndolas como asociaciones estrechas en lugar de coincidencias. Confieso que estaba apuntando a oscuras, adivinaba en lugar de recibir y no tenía mucha fe en la calidad de nuestras respuestas. Sin embargo, esas colisiones de imágenes probablemente accidentales despertaron tu curiosidad, comenzaste a decir que era posible que hubiera algo de cierto en esto. De modo que seguimos adelante.

Variamos las condiciones en las que realizábamos la transmisión de pensamientos. Lo intentamos en la oscuridad absoluta, estando en diferentes habitaciones; lo intentamos con las luces encendidas, cogidos de las manos; lo intentamos borrachos; lo intentamos ayunando; lo intentamos tras muchas horas sin dormir, esforzándonos por permanecer despiertos durante toda la noche con la vaga esperanza de que las mentes embotadas por la fatiga permitieran que los impulsos mentales atravesaran las barreras que nos separaban. De no haber sido porque en 1963 nadie tenía un buen concepto de la marihuana y el ácido, también lo hubiéramos intentado bajo sus efectos. A través de una docena de medios más tratamos de abrir el conducto telepático. Es posible que todavía recuerdes los detalles, la vergüenza los aleja de mi mente. Noche tras noche, durante más de un mes, luchamos por nuestro vano proyecto; mientras tanto tu interés aumentaba, llegaba a su punto más alto y volvía a decrecer. Todo este proceso se exteriorizaba en una serie de fases que iban desde el escepticismo a un interés frío y neutral hasta una fascinación y entusiasmo inconfundibles, después, a la comprensión del inevitable fracaso, una sensación de impotencia ante nuestro objetivo, que conducía luego al cansancio, el aburrimiento y la irritación. No me di cuenta de nada de todo esto: pensaba que te consagrabas al trabajo tanto como yo. Pero para ti había dejado de ser un experimento o un simple juego; te dabas perfecta cuenta de que se trataba de una búsqueda obsesiva. En el mes de noviembre me pediste en varias ocasiones que desistiéramos. Dijiste que todo aquel asunto de la lectura de pensamientos te producía terribles dolores de cabeza. Pero yo no podía desistir, Kitty. Hice caso omiso de tus objeciones y seguí insistiendo. Estaba atrapado, no tenía alternativa, te presioné sin piedad para que cooperaras. Te tiranicé en nombre del amor, viendo siempre a esa Kitty telepática que finalmente produciría. Tal vez cada diez días alguna chispa engañosa de contacto aparente animaba mi estúpido optimismo. Lo lograríamos; nuestras mentes se tocarían. Ahora, cuando estábamos tan cerca, ¿cómo podíamos desistir? Pero jamás estuvimos cerca.

A principios de noviembre Nyquist organizó una de sus imprevisibles comidas servida por un restaurante chino que le gustaba. Sus fiestas siempre eran acontecimientos brillantes; habría sido del todo absurdo rechazar la invitación. Así que por fin tendría que exponerte a él. Más o menos deliberadamente, durante más de tres meses te había estado escondiendo de él evitando el momento de la confrontación debido a una cobardía que no entendía del todo. Llegamos tarde; tardaste en arreglarte. Ya hacía rato que la fiesta había comenzado. Había quince o dieciocho personas, la mayoría celebridades, aunque no para ti, porque ¿qué sabías acerca de poetas, compositores, novelistas? Te presenté a Nyquist. Él sonrió y murmuró una galantería, besándote suave e impersonalmente. Pareciste cohibida, casi temerosa de él, de su desconfianza y afabilidad. Después de estar un rato hablando con nosotros, se alejó bailando para ir a abrir la puerta. Al cabo de un momento, mientras nos ofrecían los primeros tragos, planté un pensamiento para él:

“¿Y bien? ¿Qué te parece?”

Pero estaba demasiado ocupado atendiendo a los demás invitados como para entrar en mi mente, y no recibió mi pregunta. Tuve que buscar mis propias respuestas en su cabeza. Me introduje (me echó un vistazo desde el otro extremo de la habitación, dándose cuenta de lo que estaba haciendo) y le escudriñé para obtener información. Típicas capas triviales de anfitrión cubrían sus niveles superficiales; ofrecía tragos, encauzaba una conversación y simultáneamente hacía señas para que trajeran las bandejas con comida de la cocina e interiormente revisaba la lista de invitados para saber quién faltaba por llegar. Con cierta rapidez atravesé todo ese material y en un instante hallé el lugar de sus pensamientos sobre Kitty. En seguida averigüé lo que quería y temía. Él podía leerte. Sí. Para él eras tan transparente como todos los demás. Por motivos que ninguno de los dos sabíamos, sólo eras opaca para mí. Nyquist había penetrado al instante en tu mente, te había evaluado, se había formado una opinión de ti, y allí estaba para que yo la examinara: te veía desmañada, inmadura, ingenua, pero también atractiva y encantadora. (Así es como realmente te veía. No estoy tratando, por motivos ocultos, de hacerlo parecer más crítico de lo que realmente fue. Eras muy joven, eras muy simple, y él lo veía.) El descubrimiento me dejó aturdido. Me invadieron los celos. ¡Pensar que durante tantas semanas yo había trabajado con tanto ahínco para llegar a ti, sin llegar a ninguna parte, y él podía hundirse con tanta facilidad en lo más profundo de tu mente, Kitty! En seguida tuve una sospecha. Nyquist y sus maliciosos juegos: ¿era éste uno más? ¿Podía leerte? ¿Cómo podía estar seguro de que no había plantado algo ficticio en su mente para mí? Leyó eso en mi mente:

“¿No confías en mí? Claro que la estoy leyendo.”

“Quizá sí, quizá no. ”

“¿Quieres que te lo demuestre?”

“¿Cómo?”

“Observa.”

Sin dejar ni por un momento de interpretar su papel de anfitrión, entró en tu mente mientras yo seguía conectado a la de él. Y así, a través de él, eché mi primer y último vistazo a tu interior, Kitty, reflejado por vía de Tom Nyquist. ¡Ah! Ojalá no hubiera querido echar ese vistazo. Me vi a mí mismo a través de tus ojos y a través de su mente. Al menos físicamente me veía mejor de lo que había imaginado, mis espaldas más anchas de lo que en realidad son, la cara más delgada, las facciones más regulares. No cabía duda de que respondías a mi cuerpo. ¡Pero las asociaciones emocionales! Me veías como un padre severo, un profesor inflexible, un tirano gruñón. ¡Lee esto, lee aquello, mejora tu mente, muchacha! ¡Estudia mucho para ser digna de mí! ¡Ah! ¡Ah! Y ese foco ardiente de resentimiento a causa de nuestros experimentos extrasensoriales: más que inútiles para ti, un terrible fastidio, una excursión hacia la locura un molesto y agobiante peso. Ser fastidiada todas las noches por un monomaniaco como yo. Incluso nuestras relaciones sexuales se veían invadidas por la tonta búsqueda de un contacto mental. ¡Qué harta que estabas de mí, Kitty! ¡Cuán monstruosamente aburrido me creías!

Con aquel instante de semejante revelación tuve más que suficiente. Lleno de dolor, retrocedí, alejándome en seguida de la mente de Nyquist. Recuerdo que me miraste alarmada, como si en algún nivel subliminal supieras que había unas energías mentales que estaban cruzando la habitación como un rayo, revelando las intimidades de tu alma. Parpadeaste, tus mejillas enrojecieron, y rápidamente tomaste un trago de tu vaso. Nyquist me lanzó una sarcástica sonrisa. No me atreví a mirarle directamente a los ojos. Incluso entonces me resistía a creer en lo que me había mostrado. ¿Acaso no había visto en otras ocasiones extraños efectos de refracción en tales transmisiones? ¿No debería desconfiar de la exactitud de su transmisión de tu imagen de mí? ¿No la estaría sombreando y coloreando? ¿Introduciendo distorsiones y magnificaciones disimuladas? ¿De verdad te fastidiaba tanto, Kitty, o era él quien exageraba las cosas para gastarme una broma y convertía una ligera irritación en un intenso desagrado? Decidí no creer que te aburría tanto. Tendemos a interpretar los hechos de acuerdo con el modo en que preferimos verlos. Pero me juré que en el futuro no te presionaría tanto.

Más tarde, después de la comida, tú y Nyquist estabais hablando animadamente en el otro extremo de la habitación. Te mostrabas coqueta y frívola, era el mismo comportamiento que adoptaste conmigo ese primer día en mi oficina. Imaginé que estabais hablando de mí de un modo poco halagador. A través de Nyquist traté de captar la conversación, pero al primer intento me lanzó una mirada furiosa.

“Sal de mi cabeza, ¿quieres?”

Obedecí. Oí tu risa, demasiado fuerte, que se elevaba sobre el murmullo de la conversación. Me alejé para hablar con una escultora japonesa, elástica y pequeña, cuyo pequeño y moreno pecho asomaba poco tentador por el pronunciado escote de su vestido negro ajustado. Le leí la mente, descubrí que estaba pensando en francés que le gustaría que le pidiera que viniera a casa conmigo. Pero regresé a casa contigo, Kitty, sentado en forma desgarbada y de mal humor junto a ti en el metro casi vacío, y cuando te pregunté de qué habíais estado hablando tú y Nyquist dijiste:

—Ah, sólo estábamos bromeando. Nos estábamos divirtiendo un poco.

Al cabo de dos semanas, en una clara y fresca tarde de otoño, el presidente Kennedy fue asesinado en Dallas. El mercado de valores cerró temprano tras una estrepitosa caída; Martinson cerró la oficina, y me echó a la calle aturdido. Me costaba cierta dificultad aceptar la realidad de la sucesión de acontecimientos. Alguien le ha disparado un tiro al presidente… Alguien le ha disparado al presidente… Alguien le ha disparado un tiro al presidente en la cabeza… El presidente está gravemente herido… Han llevado rápidamente al presidente al Hospital Parkland… El presidente ha recibido la extremaunción… El presidente ha muerto. Nunca fui una persona particularmente interesada por la política, pero esta ruptura del orden público me aniquiló. De los que yo había votado, Kennedy fue el único candidato presidencial que había ganado, y lo habían matado: la historia de mi vida es una condensada y sangrienta parábola. Y ahora habría un presidente Johnson. ¿Podría adaptarme? Me aferro a zonas de estabilidad. Cuando tenía diez años y murió Roosevelt, Roosevelt, que había sido presidente durante toda mi vida, probé las poco familiares sílabas de presidente Truman en mi lengua y las rechacé de inmediato diciéndome a mí mismo que también lo llamaría presidente Roosevelt, porque así era como estaba acostumbrado a llamar al presidente.

Mientras caminaba con temor hacia casa, esa tarde de noviembre recibí emanaciones de miedo de todas partes. La paranoia había invadido a todos. La gente se movía furtiva y cautelosamente, uno tras otro, preparados para huir. Pálidos rostros femeninos miraban con curiosidad a través de las cortinas entreabiertas de las ventanas de los inmensos edificios de apartamentos que se elevaban muy por encima de las silenciosas calles. En sus automóviles, los conductores miraban en todas direcciones cuando llegaban a algún cruce, como a la espera de que los tanques de las milicias nazis avanzaran con estruendo por Broadway. (A esta hora del día muchos creían que el asesinato era el primer indicio de un levantamiento de índole derechista.) Nadie se paseaba por las calles; todos corrían a refugiarse. Ahora podía suceder cualquier cosa. Manadas de lobos podrían aparecer por Riverside Drive. Enloquecidos patriotas podrían iniciar un asesinato en masa. Desde mi apartamento (puerta cerrada con llave, ventanas cerradas) traté de llamarte por teléfono al trabajo, pensando que quizá no te habías enterado de la noticia, o quizá porque lo que quería en ese momento traumático era oír tu voz. Las líneas telefónicas estaban sobrecargadas. Al cabo de veinte minutos desistí. Luego caminé sin ningún sentido del dormitorio a la sala y de la sala al dormitorio, cogí con fuerza mi radio a pilas, hice girar el dial tratando de encontrar la única emisora en la que el comentarista me dijera que, después de todo, estaba con vida; me dirigí a la cocina y encontré tu nota sobre la mesa. Me decías que te marchabas, que no podías vivir más conmigo. Según constaba, la nota la habías escrito a las diez y media de la mañana, antes del asesinato, en otra era. Corrí el armario del dormitorio y vi lo que no había visto antes: tus cosas ya no estaban allí. Cuando las mujeres me dejan, Kitty, se van de un modo furtivo y repentino, sin avisarme.

Al anochecer, cuando por fin las líneas estaban libres, llamé a Nyquist.

—¿Está Kitty ahí? —pregunté.

—Sí —dijo—. Un momento. —Y te llamó para que te pusieras al aparato.

Me explicaste que tenías intención de vivir con él durante un tiempo, hasta que pusieras un poco de orden en tus ideas. Él te había ayudado mucho. No, no sentías resentimiento hacia mí, ni ningún rencor. Era sólo que yo parecía bueno, insensible, mientras que él…, él tenía esta capacidad instintiva, intuitiva, para comprender tus necesidades emocionales… Él podía entrar en tu onda, Kitty, mientras yo no podía hacerlo. Así que habías ido a él en busca de amor y consuelo. Me dijiste adiós y me diste las gracias por todo, yo murmuré un adiós y colgué el teléfono.

Durante la noche el tiempo cambió, y un fin de semana de cielos oscuros y fría lluvia acompañó a John Fitzgerald Kennedy hasta su tumba. Me perdí todo: el ataúd en la rotonda, la viuda y los hijos valientes, el asesinato de Oswald, el cortejo fúnebre, todos esos hechos históricos. El sábado y el domingo me levanté bastante tarde, me emborraché, leí seis libros sin asimilar ni una sola palabra. El lunes, día de duelo nacional, te escribí esa carta incoherente, Kitty, en la que te explicaba todo, lo que había querido hacer contigo y por qué, te confesaba mi poder y te describía los efectos que éste había tenido en mi vida, también te hablaba de Nyquist, te advertía de lo que era, que también tenía el poder, que podía leerte y no tendrías secretos para él. Te decía que no debías confundirle con un ser humano real, te decía que era una máquina autoprogramada para obtener los máximos beneficios, te decía que con el poder se había convertido en un ser frío y cruelmente fuerte, mientras que a mí me había hecho débil y nervioso. Insistía en que básicamente era tan enfermo como yo, un hombre que manejaba a la gente, incapaz de dar amor, sólo capaz de utilizar a los demás. Te dije que te haría daño si te volvías vulnerable a él. No obtuve ninguna contestación por tu parte. Nunca volví a tener noticias de ti, nunca te volví a ver, tampoco volví a tener noticias de él ni volví a verle. Trece años. No sé lo que os ocurrió a ninguno de los dos, probablemente nunca lo sabré. Pero escucha, escucha: aunque a mi desatinado modo, jovencita, te amaba. Aún te sigo amando. Y te he perdido para siempre.

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