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Toni. Ahora deberia hablarles de Toni.

Hace ocho años, un verano, viví durante siete semanas con Toni. Ese fue el período más largo que jamás vivi con alguien, a excepción de mis padres y mi hermana, de los que me alejé en cuanto me fue posible, y de mí, de quien no me puedo alejar. Toni fue uno de los dos grandes amores de mi vida, el otro fue Kitty Les hablaré de Kitty en alguna otra ocasión.

¿Puedo reconstruir a Toni? Lo intentaré con unas breves y rápidas pinceladas. Aquel verano tenía veinticuatro años. Una chica vivaracha y alta, entre un metro setenta y uno setenta y cinco, delgada, ágil y desgarbada a la vez. Piernas y brazos largos, muñecas y tobillos delgados. Su pelo color negro brillante, muy lacio, le caía en cascada hasta los hombros. Dulces ojos color castaño de mirada rápida, vivaracha y burlona. Una chica astuta y ocurrente, aunque realmente no era culta, sí extraordinariamente sabia. Desde el punto de vista convencional, su rostro no era en absoluto bonito —boca demasiado grande, nariz prominente, los pómulos demasiado altos—, pero aun así, en conjunto producía un efecto erótico sumamente atractivo, suficiente como para que un montón de cabezas se volvieran cuando entraba en una habitación. Pechos grandes. Me gustan las mujeres de busto grande, frecuentemente necesito un lugar blando donde descansar mi fatigada cabeza, a menudo tan fatigada. Los sostenes que mi madre usaba eran de talla mediana, ninguna almohada cómoda allí. Aunque hubiera querido no habría podido amamantarme, pero tampoco quiso. (¿Llegaré a perdonarla por haberme dejado escapar del útero? ¡Oh, vamos, Selig, por el amor de Dios, muestra alguna devoción filial!)

Salvo en dos ocasiones, nunca examiné la mente de Toni. La primera vez, el día en que la conocí y la otra un par de semanas después; hubo una tercera vez el día en que nos separamos. Esta tercera vez fue un accidente absolutamente desastroso. La segunda también fue más o menos un accidente, aunque no del todo. Sólo la primera fue un escudriñamiento deliberado. Una vez que me había dado cuenta de que la amaba, me cuidé de no espiar jamás dentro de su cabeza. El que espíe por un agujero quizá vea cosas que le disgusten. Una lección que aprendí de muy joven. Además, no quería que Toni llegara a sospechar sobre mi poder, mi desgracia. Temía que eso la asustara y la hiciera alejarse de mí.

Ese verano trabajaba como investigador, ganando 85 dólares a la semana. Aquél era el último de una infinita serie de trabajos ocasionales que hacía para un conocido escritor profesional que estaba escribiendo un inmenso libro sobre las maquinaciones políticas que hubo en la fundación del Estado de Israel. Cada día, durante ocho horas, me dedicaba a examinar los archivos de periódicos viejos en las entrañas de la biblioteca de Columbia. Toni era revisora en la editorial en que aquel escritor iba a publicar su libro. Una tarde, cuando estaba a punto de terminar la primavera, conocí a Toni en el lujoso apartamento que mi jefe tenía en la avenida East End. Fui a entregar un montón de apuntes sobre los discursos de Harry Truman en la campaña de 1948 y dio la casualidad de que ella estaba allí, discutiendo algunas correcciones que había que hacer en los primeros capítulos. Su belleza me estremeció. Desde hacía meses no había estado con una mujer. Automáticamente supuse que era la amante del escritor —me han dicho que en ciertos altos niveles de la profesión literaria es una práctica común acostarse con los revisores— pero mis viejos instintos de fisgón en seguida me proporcionaron la verdadera información. Realicé un rápido sondeo de la mente de él y descubri que era un sumidero de deseo frustrado por ella, ansiaba poseerla y era evidente que ella no lo deseaba en absoluto. Luego husmeé en la mente de ella. Me hundi bien hondo y me encontré en medio de un barro cálido y fértil. En seguida me orienté. Fragmentos aislados de autobiografía me bombardearon, incoherentes, no lineales: un divorcio, algunas relaciones sexuales buenas y otras malas, los días en la universidad, un viaje al Caribe, todo nadando alrededor en la misma forma caótica de siempre. Rápidamente dejé todo eso atrás y verifiqué lo que queria averiguar. No, no se acostaba con el escritor. Físicamente lo consideraba un cero a la izquierda. (Extraño, a mí me parecía atractivo, una figura romántica y atrayente, hasta donde puede juzgar ese tipo de cosas una insulsa alma heterosexual.) Ni siquiera le gustaba su forma de escribir, me enteré. Luego, mientras seguía escudriñando su mente, me enteré de algo más y mucho más sorprendente: yo parecía atraerle. La oración me llegó con toda claridad: Me pregunto si estará libre esta noche. Observó al maduro investigador de unos venerables treinta y tres años y con una calvicie incipiente y no le pareció repelente. Eso me sacudió de tal forma —el encanto de sus ojos oscuros, el erotismo de sus largas piernas dirigidos hacia mí— que salí disparado de su cabeza.

—Aqui están los apuntes sobre Truman —le dije a mi jefe—. Todavía falta material de la Biblioteca Truman en Missouri que aún no ha llegado.

Hablamos durante unos minutos sobre el próximo trabajo que me tenía preparado, y luego hice como que me marchaba. Una rápida mirada cautelosa hacia ella.

—Espere —dijo ella—. Podemos volver juntos, estoy a punto de terminar con esto.

El hombre de letras me lanzó una venenosa mirada de envidia. ¡Dios mío, despedido de nuevo! Pero cortésmente nos dijo adiós a los dos. Mientras el ascensor descendía, permanecimos alejados, Toni en un rincón, yo en el otro, con una vibrante pared de tensión y deseo entre los dos que nos separaba y unía a la vez. Tuve que luchar por no leerle la mente; sentía miedo, terror, no de recibir la respuesta incorrecta sino de recibir la correcta. En la calle también nos mantuvimos alejados, vacilando un momento. Por fin dije que buscaría un taxi para ir al Upper West Side —yo, un taxi, con 85 dólares a la semana— y le pregunté si la podía dejar en algún sitio. Dijo que vivía entre la Ciento Cinco y West End, bastante cerca. Cuando el taxi se detuvo delante de su apartamento me invitó a subir a tomar una copa. Tres habitaciones, amuebladas de un modo bastante sencillo: principalmente libros, discos, alfombras, posters. Cuando se disponía a servir un poco de vino para ambos, la aferré hacia mí y la besé. Tembló contra mi cuerpo, ¿o era yo el que temblaba?

Esa misma noche, un poco más tarde, mientras tomábamos un plato de sopa picante en el Great Shangai, dijo que se mudaría dentro de un par de días. El apartamento pertenecía a su actual compañero, con el que hacía sólo tres días que había roto. No tenía adónde ir.

—Sólo tengo una piojosa habitación —le dije—, pero tiene una cama doble.

Sonrisas tímidas, la suya y la mía. Así que se mudó a casa. Aunque no creía que estuviera enamorada de mi, tampoco se lo iba a preguntar. Si lo que sentía por mi no era amor, era algo bastante bueno, lo mejor que podía esperar; y en la intimidad de mi propia cabeza podía sentir amor por ella. Ella había necesitado un puerto en medio de la tormenta, yo se lo había ofrecido. Si eso era todo lo que yo significaba para ella en ese momento, que así fuera. Que así fuera. Había tiempo para que las cosas maduraran.

Durante nuestras dos primeras semanas dormimos muy poco. No es que las hubiéramos pasado haciendo el amor, aunque hubo mucho de eso; sino que hablábamos. Éramos nuevos el uno para el otro, y ése es el mejor momento de cualquier relación, cuando hay todo un pasado para compartir, cuando todo sale a borbotones y no hay necesidad de buscar cosas para decir. (No todo salió a borbotones. Lo único que le oculté fue el hecho central de mi vida, el hecho que ha moldeado todos y cada uno de los aspectos de mi persona.) Habló de su matrimonio —breve y vacío, cuando era joven, a los veinte— y de cómo había vivido durante los tres años siguientes a su divorcio: una sucesión de hombres, una inmersión en el ocultismo y la terapia de Reich, una nueva dedicación a su carrera en la editorial. Semanas vertiginosas.

Luego, nuestra tercera semana. Di una segunda ojeada a su mente. Una sofocante noche de junio, con una luna llena que enviaba una iluminación fría dentro de nuestra habitación a través de las persianas de listones. Estaba sentada a horcajadas sobre mi —su posición favorita— y su cuerpo, muy pálido, tenia un brillo blanquecino en la espectral oscuridad. Su figura larga y delgada se elevaba muy por encima de mí. Tenia el rostro medio escondido entre su pelo revuelto. Los ojos cerrados. Los labios laxos. Sus pechos, vistos desde abajo, parecían aún más grandes de lo que eran en realidad. Cleopatra a la luz de la luna. Se estaba meciendo y sacudiendo hacia un éxtasis propio, y su belleza y singularidad me abrumaron de tal forma que no pude resistir la tentación de observarla en el momento del clímax, observarla a todos los niveles. Así que abrí la barrera que tan escrupulosamente había erigido y, en el momento en que llegaba al orgasmo, mi mente tocó su alma con un dedo curioso y recibió toda la intensidad torrencial y volcánica de su placer. No hallé ningún pensamiento sobre mí en su mente. Sólo un verdadero frenesí animal que estallaba en cada célula de su cuerpo. He visto eso mismo en otras mujeres, antes y después de conocer a Toni, cuando alcanzan el orgasmo: son islas solitarias en el vacío del espacio, conscientes sólo de sus cuerpos y quizá de esa rígida vara intrusa contra la que empujan. Cuando el placer las invade es un fenómeno curiosamente impersonal, no importa cuán titánico sea su impacto. Eso fue lo que ocurrió aquella vez con Toni. No hice ninguna objeción; sabía qué podía esperar y no me sentí engañado, rechazado o defraudado. De hecho, la unión de almas con ella en ese momento imponente sirvió para provocar mi propio orgasmo y triplicar su intensidad. Entonces perdí contacto con ella. El cataclismo del orgasmo quebranta el frágil vinculo telepático. Después, me sentí algo ruin por haber espiado, pero el sentimiento de culpa no fue excesivo. Qué cosa mágica fue, después de todo, haber estado con ella en ese momento. Haber tenido conciencia de su regocijo no sólo como espasmos impulsivos de su cuerpo, sino también como haces de luz brillante que fulguraban a través del oscuro terreno de su alma. Un instante de belleza y maravilla, una iluminación que jamás podré olvidar; pero que tampoco se podrá repetir. Una vez más, resolví mantener nuestra relación limpia y honesta. No tomar ventajas injustas. No volver a entrar jamás en su cabeza.

Pero a pesar de eso, algunas semanas después me encontré entrando en la conciencia de Toni por tercera vez. Por accidente. Por un maldito y abominable accidente. ¡Ay, esa tercera vez!

Ese mal viaje. … ese desastre…

Esa catástrofe…

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