XII. CÓLERA


20

Y sucedió que Crile Fisher, habiendo dado a la Tierra su primera pista de que había algo peculiar acerca del destino de Rotor, optó por procurarle una segunda pista.

Ahora hacía ya dos años que había vuelto a la Tierra, lo suficiente para que Rotor se disparara cada vez más en su pensamiento. Eugenia Insigna era sólo un recuerdo más bien desconcertante. (¿Qué sentimiento le habría inspirado?) Pero Marlene continuaba significando amargura. El se daba cuenta de que, en su pensamiento, no podía separarla de Roseanne. La hija de un año, a la que recordaba bien, y la hermana de diecisiete años, no menos presente en su memoria, se fundían hasta construir una sola personalidad.

La vida no era dificultosa. Percibía una pensión generosa. Incluso le habían dado trabajo, un sencillo puesto administrativo donde tomaba decisiones ocasionales que no afectaban jamás a nada de importancia. Ellos le habían perdonado (al menos en parte, pensó) por haber recordado esa observación de Eugenia: «Si supieses a dónde nos dirigimos»

Sin embargo, tenía la impresión de que se le mantenía bajo vigilancia pese a todo, lo cual le ofendía cada vez más.

Garand Wyler aparecía de cuando en cuando, siempre amigable, siempre inquisitivo, siempre volviendo de una forma o de otra al tema de Rotor. Ahora, se presentaba una vez más y planteaba el tema de Rotor, como Fisher esperaba que hiciese.

— Han pasado casi dos años — dijo Fisher frunciendo el ceño—. ¿Qué queréis de mí?

Wyler meneó la cabeza.

— No puedo decirte que lo sepa, Crile. Todo cuanto tenemos es esa observación de tu mujer. Por supuesto, no es suficiente. Ella debe de haber dicho algo más en los años que pasaste a su lado. Haz memoria sobre las conversaciones que tuvisteis; las charlas que surgían entre vosotros dos. ¿No hay nada ahí?

— Es la quinta vez que me preguntas eso, Garand. Se me ha interrogado. Se me ha hipnotizado. Se me ha sometido a un análisis de la mente. Se me ha exprimido y no me queda ni gota. Dejadme marchar y acometer otra empresa. O dadme una nueva misión. Ahí fuera hay centenares de Establecimientos con amigos que confían unos en otros, y enemigos que se espían unos a otros. ¿Quién puede decir que alguno de ellos no sepa algo e incluso ignore que lo sabe?

— Para ser franco contigo, viejo amigo — dijo Wyler—, nosotros nos hemos movido en esa dirección, y también nos hemos concentrado en la Sonda Lejana. No la tiene ningún otro Establecimiento. Sólo Rotor está capacitado para ella. Cualesquiera hayan sido los hallazgos de Rotor, deben figurar entre los datos de la Sonda Lejana.

— Bien. Revisa esos datos. Habrá los suficientes para mantenerte atareado durante años. En cuanto a mí se refiere, dejadme en paz. Todos vosotros.

— Es cierto que tenemos ahí suficiente para ocuparnos durante años — admitió Wyler—. Rotor facilitó gran cantidad de datos con arreglo al Convenio de Ciencia Abierta. Sobre todo tenemos sus fotografías estelares en cada campo de longitud de onda. Las cámaras de la Sonda Lejana pudieron alcanzar casi cada área del cielo. Nosotros las hemos estudiado con todo detalle; sin embargo, no hemos encontrado nada de interés.

—¿Nada?

— Hasta ahora nada; pero, según dices, podemos continuar estudiándolo durante años. Desde luego, tenemos ya varios antecedentes con los que los astrónomos están encantados. Los mantienen felices y distraídos, aunque ni un solo antecedente, ni el menor barrunto parece querer ayudarnos a averiguar a dónde se dirigieron. Hasta ahora no. Por ejemplo, me imagino que no hay absolutamente nada que nos induzca a creer que haya planetas siguiendo una órbita alrededor de una gran estrella o del sistema Alpha Centauri. Ni hay tampoco ninguna estrella inesperada semejante al Sol de la que no sepamos en nuestra vecindad. ¿Qué podría ver la Sonda Lejana que nosotros no veamos desde el Sistema Solar? Estaba sólo a dos o tres meses luz. Ello no implica diferencia alguna. Sin embargo, varios de nosotros presienten que Rotor debe de haber visto algo, y además con bastante celeridad. Lo que nos trae otra vez a ti.

—¿Por qué a mí?

— Porque tu ex esposa fue la cabeza del proyecto Sonda Lejana.

— No tanto. Se la nombró astrónomo jefe después de que se recogieran los datos.

— Ella fue más tarde la cabeza, y sin duda una parte importante durante el proceso. ¿No te contó nunca nada de lo que habían encontrado en la Sonda Lejana?

— Ni una palabra. Aguarda. ¿Dijiste que las cámaras de la Sonda Lejana podían alcanzar casi cada área del cielo?

— Sí.

—¿Cuánto significa «casi cada área»?

— Ellos no confían en mí hasta el punto de dejarme darte cifras exactas. Me figuro que será como mínimo un noventa por ciento.

—¿O algo más?

— Tal vez algo más.

— Me pregunto.

—¿Qué te preguntas?

— En Rotor teníamos un tipo llamado Pitt que administraba las cosas.

— Lo sabemos.

— Pero yo creo saber cómo procedería él. Entregaría cada vez unos pocos datos de la Sonda Lejana ateniéndose al Convenio de la Ciencia Abierta; pero apenas lo justo. Y por la causa que fuera, cuando Rotor se marchó, habrá habido algunos datos el diez por ciento o menos que él no tendría tiempo de entregaros. Y ése sería el importante diez por ciento o menos.

—¿Quieres decir la parte que nos diría a dónde fue Rotor?

— Quizá.

— Lo malo es que no lo tenemos.

— Claro que lo tenéis.

—¿Cómo llegas a esa conclusión?

— Hace un momento te preguntaste por qué habríais de esperar ver en las fotografías de la Sonda Lejana algo que no pudieseis ver en los registros del Sistema Solar. Siendo así, ¿por qué desperdiciáis tiempo con lo que ellos os entregaron? Levantad un mapa de la parte del cielo que ellos no os entregaron y estudiad ese sector en vuestros propios mapas. Preguntaos si hay allí algo que podría parecer diferente en un mapa de la Sonda Lejana y por qué. Eso es lo que haría yo — de forma inesperada, levantó la voz hasta convertirla en formidable grito—. Vuelve allá. Diles que examinen la parte del cielo que no tienen.

Wyler murmuró pensativo:

— Embrollado.

— No. No lo es. Clarísimo. Te bastará con encontrar a alguien en la Oficina que haga con su cerebro algo más que sentarse, y llegarás a alguna parte.

— Ya veremos — dijo Wyler.

Y le tendió la mano. Fisher gruñó y no quiso estrechársela.

Pasaron varios meses antes de que Wyler hiciera una nueva aparición, y Fisher no le dio la bienvenida. Él había estado de un talante tranquilo en aquel día de asueto, incluso había leído un libro.

Fisher no era una de esas personas que conceptuaban el libro como una abominación del siglo XX, para las que sólo el medio audiovisual era civilizado. Sostener un libro, pensaba él, la acción de volver sus páginas, la capacidad para perderse en reflexiones sobre lo que acabas de leer e incluso dormitar y despabilarte, sin encontrarte, un centenar de páginas más allá como ocurre con una película, o cerca ya del fin, tenían algo de trascendental. Fisher opinaba que el libro era la más civilizada de las dos modalidades.

Así que le fastidió aún más que le arrancaran de su grato letargo.

—¿Qué ocurre ahora, Garand? — inquirió con poca afabilidad. Wyler no perdió su educada sonrisa, y dijo entre dientes:

— Lo hemos encontrado, exactamente como dijiste.

—¿Encontrado el qué? —dijo Fisher sin conseguir recordar. Luego, dándose cuenta de lo que se trataba, agregó presuroso—: No me digas nada que se suponga no debo saber. No quiero enredarme nunca más con la Oficina.

— Demasiado tarde, Crile. Se te necesita. El propio Tanayama te quiere ante su presencia.

—¿Cuándo?

— En cuanto puedas llegar allí.

— En tal caso cuéntame lo que ocurre. No quiero verme ante él en ayunas.

— Eso es lo que me propongo hacer. Hemos estudiado cada porción del cielo que la Sonda Lejana no nos procuró. Al parecer, los investigadores se preguntaron, como previste, qué era lo que las cámaras de la Sonda Lejana podían ver, y que el Sistema Solar no viera. La respuesta evidente fue un desplazamiento de las estrellas más cercanas y, una vez se metieron eso en la cabeza, los astrónomos descubrieron una cosa inaudita, algo que no pudieron haber predicho.

—¿El qué?

— Encontraron una estrella muy tenue con un paralaje de bastante más de un segundo de arco.

— No soy astrónomo. ¿Es desusado eso?

— Significa que esa estrella está sólo a la mitad de distancia de Alpha Centauri.

— Pero has dicho «muy tenue».

— Está oculta tras una pequeña nube de polvo, según me han dicho. Escucha. Tú no eres astrónomo, pero tu mujer en Rotor sí lo era. Quizá la descubriese ella. ¿No te dijo nunca nada al respecto?

Fisher negó con la cabeza.

— Ni una palabra. Desde luego.

—¡Dime!

— En los últimos meses hubo mucha agitación acerca de ella. Una especie de revuelo.

—¿No preguntaste la causa?

— Supuse que se debería a la partida inminente de Rotor. Ella estaba muy emocionada con la marcha y eso me enloqueció.

—¿Por causa de tu hija? Fisher asintió.

— Esa agitación pudo haber sido causada también por la nueva estrella. Todo encaja. Por descontado, ellos van a esa nueva estrella. Y si tu mujer la ha descubierto, irán a «su» estrella. Eso explicaría parte de su afán por marchar. Tiene sentido ¿no?

— Tal vez. No puedo decir que no lo tenga.

— Pues bien, por eso quiere verte Tanayama. Y está encolerizada No contigo al parecer, pero encolerizado.


21

Más tarde, aquel mismo día, pues no era momento para aplazamientos, Crile Fisher se encontró en la Junta Terrestre de Indagación, conocida entre sus funcionarios por el sencillo nombre de Oficina.

Kattimoto Tanayama, quien había dirigido la Oficina durante más de treinta años, estaba avejentándose a marchas forzadas. Las holografías de él (no había muchas) habían sido tomadas varios años antes, cuando su pelo era todavía suave y negro, su cuerpo recto, su expresión vigorosa.

Ahora el pelo era gris, el cuerpo (nunca alto) estaba algo encorvado y tenía cierto aire de fragilidad. Estaría alcanzando, según pensó Fisher, el punto en que le convendría considerar la jubilación si resultase concebible que intentara hacer algo que no fuera morir con las botas puestas. Fisher observó que sus ojos, entre los contraídos párpados, tenían una mirada tan penetrante y sagaz como siempre.

Fisher encontró cierta dificultad para entenderse con él. La universalidad del inglés en la Tierra era toda la que podía tener un idioma, pero éste tenía sus variedades, y la de Tanayama no era la variedad norteamericana a la que estaba habituado Fisher.

— Bien, Fisher — dijo con frialdad Tanayama—, nos ha fallado usted en Rotor.

Fisher no vio la finalidad de discutir sobre la cuestión; y en cualquier caso no vio la finalidad de discutir con Tanayama.

— Sí, director — respondió sin la menor entonación.

— No obstante, usted podría tener todavía información para nosotros.

Fisher suspiró para sus adentros y contestó:

— He sido sometido una vez y otra al proceso para despojarme de instrucciones.

— Me lo han dicho, y además yo ya lo sé. Sin embargo, no se le ha preguntado todo, y tengo una pregunta a la cual quiero me responda.

—¿Dígame, director?

—¿Durante su estancia en Rotor, ha percibido usted algo que le induzca a creer que la jefatura rotoriana odia a la Tierra? Fisher alzó las cejas cuanto pudo.

—¿Odio? Yo vi muy claro que la gente de Rotor, como la de todos los Establecimientos, creo yo, desdeña a la Tierra, la desprecia por su decadencia, brutalidad y violencia. Pero ¿odio? Francamente, no creo que ellos piensen en nosotros lo suficiente para odiarnos.

— Hablo de la jefatura, no de la multitud.

— También yo, director. Nada de odio.

— No hay otra forma de explicárselo.

—¿Explicarse el qué, director? Si se me permite preguntarlo.

Tanayama levantó la vista para mirarlo incisivo. La fuerza de su personalidad era tal que uno se daba cuenta raras veces de lo menudo que era.

—¿Sabe usted que esa estrella nueva se mueve en nuestra dirección? ¿Absolutamente en nuestra dirección?

Fisher, sorprendido, miró de reojo a Wyler; pero éste, sentado entre sombras, lejos de la luz que entraba por la ventana, no pareció mirar hacia parte alguna.

Tanayama, que estaba de pie, dijo:

— Bueno, siéntese, Fisher, si eso le ayuda a pensar. También me sentaré yo.

Tomó asiento sobre el borde de la mesa dejando colgar sus cortas piernas.

—¿Sabía usted algo sobre el movimiento de esa estrella?

— No, director. Yo no conocía siquiera la existencia de la estrella hasta que el agente Wyler me lo dijo.

—¿Es cierto? Sin duda en Rotor se sabe.

— Si es así, nadie me lo dijo.

— Su esposa estaba emocionada y contenta en el período previo a la marcha de Rotor. Así se lo dijo usted al agente Wyler. ¿Cuál fue la razón?

— El agente Wyler piensa que podría ser porque ella descubrió la estrella.

— Y quizás ella conociera el movimiento de la estrella y se sintiera satisfecha pensando en lo que puede sucedemos.

— No veo por qué hubiera de hacerla feliz ese pensamiento, director. Debo decirle que ignoro en realidad si ella conocía lo del movimiento de la estrella, e incluso si ésta existía. Que yo sepa, nadie en Rotor se hallaba enterado de la existencia de la estrella.

Tanayama lo miró pensativo mientras se frotaba ligeramente un lado de la barbilla como si quisiera aliviar un leve picor.

Luego dijo:

— Según tengo entendido, los ocupantes de Rotor eran todos euros, ¿verdad?

Fisher abrió ojos de asombro. Hacía mucho tiempo que no oía ese vulgarismo y jamás en boca de un funcionario gubernamental. Recordó el comentario de Wyler poco después de su regreso a la Tierra sobre lo de que Rotor era «Blancanieves». Él lo había tomado como una muestra de sarcasmo pueril y no le había prestado atención.

— No lo sé, director — dijo disgustado—, no los estudié a todos ellos. Ignoró quiénes fueron sus ascendientes.

— Vamos, Fisher. No tiene necesidad de estudiarlos. Juzgue por sus apariencias. Durante su estancia en Rotor, ¿encontró usted algún rostro que fuera afro, o mongo o hindo? ¿Encontró alguna complexión oscura? ¿Algún repliegue epicántico?

Fisher explotó:

—¡Se está remontando usted al siglo XX, director! — Si se le hubiese ocurrido una expresión más enérgica, la habría empleado—. Yo no me detengo a pensar cosas, y nadie en la Tierra debiera hacerlo. Me sorprende que usted lo haga, y no creo que eso le ayudase a conservar su cargo si se supiera.

— No se recree con esos cuentos de hadas, agente Fisher — dijo el Director moviendo un nudoso dedo de un lado a otro—. Estoy hablando de realidades. Sé que en la Tierra hacemos caso omiso de toda variación entre nosotros, al menos exteriormente.

—¿Sólo exteriormente? — inquirió Fisher.

— Sólo exteriormente — afirmó Tanayama con frialdad—. Cuando las gentes de la Tierra van a los Establecimientos, se seleccionan a sí mismas mediante la variación. ¿Por qué habrían de hacer eso si aseguran desconocer toda variación? En cualquier Establecimiento, todos son iguales; pero si hay alguna mezcla, aquellos que estén en inferioridad numérica se sentirán incómodos o se les hará sentirse incómodos, por lo cual se trasladarán a otro Establecimiento donde no exista tal inferioridad numérica. ¿No ocurre así?

Fisher comprendió que no podía negarlo. Ocurría así, y por una razón o por otra él lo había considerado natural sin hacerse preguntas.

La naturaleza humana — dijo—. Los afines se apegan a los afines. Ello crea buena vecindad.

— La naturaleza humana, por descontado. Los afines se apegan a los afines porque odian y desprecian a los no afines.

— También hay Establecimientos mo… mongo. Fisher tropezó con la palabra y se apercibió de que podría haber ofendido al director hombre peligroso y muy susceptible. Tanayama no parpadeó siquiera:

— Lo sé bien, pero los euro son quienes dominaron el planeta en épocas recientes y no pueden olvidarlo ¿verdad?

— Quizá los otros no puedan olvidarlo tampoco, y ellos tienen más motivos para odiar.

— Pero fue Rotor el que escapó volando del Sistema Solar.

— Coincidiendo con el hecho de que ellos habían descubierto la hiperasistencia.

— Y fueron a una estrella cercana, conocida sólo por ellos, una que se dirige hacia nuestro Sistema Solar y puede pasar lo bastante cerca para desbaratarlo.

— Ignoramos que ellos lo sepan, o que conozcan siquiera la estrella.

— Claro que la conocen — aseguró Tanayama con lo que pareció casi un gruñido—. Y se marcharon sin advertírnoslo.

— Con todo respeto, director, eso es ilógico. Si se proponen establecerse en una estrella que con su aproximación desbaratará nuestro Sistema Solar, el propio sistema de la estrella quedará también desbaratado.

— Ellos pueden escapar fácilmente, incluso aunque construyan más Establecimientos. Nosotros tenemos que evacuar todo un mundo con ocho billones de personas Una tarea mucho más dificultosa.

—¿Con cuánto tiempo contamos? Tanayama se encogió de hombros.

— Varios miles de años, según me dicen.

— Eso es un plazo muy largo. Podría no habérseles ocurrido, concebiblemente, que fuera necesario advertirnos. A medida que se aproxime la estrella, se la descubrirá sin necesidad de aviso.

— Y entonces tendremos también menos tiempo para la evacuación. Su descubrimiento de la estrella fue accidental. Nosotros habríamos tardado largo tiempo en hallarla si no hubiese sido por la observación indiscreta que le hizo a usted su esposa, y por su propia sugerencia, excelente en verdad, de que analizáramos la parte del cielo que había sido omitida. Rotor contaba con que nuestro descubrimiento tuviera lugar lo más tarde posible.

— Pero, director, ¿por qué habrían de querer ellos semejante cosa? ¿Odio puro y sin motivo alguno?

— No sin motivo. Para que el Sistema Solar con su pesada carga de gente no euro sea destruido. Para que la Humanidad pueda iniciar una nueva partida sobre una base homogénea y exclusiva de gente euro. ¿Qué le parece eso? ¿Eh?

Anonadado y falto de argumentos, Fisher meneó la cabeza.

— Imposible. Inconcebible.

—¿Qué otra cosa podría haberles inducido a no avisarnos?

— Podría ser que ellos no conocieran el movimiento de la estrella.

— Imposible — dijo irónicamente Tanayama—. Inconcebible. No hay ninguna explicación de lo que ellos han hecho, salvo su voluntad de vernos destruidos. Pero nosotros descubriremos también el viaje hiperespacial, y nos moveremos hacia esa nueva estrella y los encontraremos. Y entonces ajustaremos cuentas.

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