Una vez más, Janus Pitt se sentó allí solo, enclaustrado.
La estrella enana roja no era ya una máquina de muerte. Solo una estrella enana roja a la que podría apartar del camino una Humanidad cada vez más arrogante, que iba ganando sin tregua poder.
Pero Némesis existía todavía, aunque no fuera ya la estrella. Durante billones de años, la vida en la Tierra había estado aislada, realizando por separado su experimento, cobrando auge y hundiéndose, floreciendo y sucumbiendo a vastas extinciones. Quizás hubiera otros mundos en los que existiese la vida, cada uno de ellos aislado a lo largo de billones de años.
Todos los experimentos, o casi todos, habían representado fracasos. Uno o tal vez dos fueron éxitos y valieron por el resto.
Pero eso sería sólo si el universo fuese lo bastante grande para aislar todos los experimentos. Si Rotor, su arca, hubiese quedado aislado tal les ocurrió a la Tierra y al Sistema Solar, podría haber sido el que funcionara.
Sin embargo, ahora…
Pitt apretó enfurecido los puños, presa de la desesperación. Pues él sabía que la Humanidad iría de una estrella a otra, al igual que había dio de un continente a otro; y antes de una región a otra. No habría aislamiento, ni experimentos independientes del todo. Su grandioso experimento había sido descubierto y condenado al fracaso.
Continuarían prevaleciendo la misma anarquía, la misma degeneración, los mismos pensamientos irreflexivos a corto plazo, las mismas disparidades culturales y sociales… a lo ancho y largo de la Galaxia.
¿Qué habría entonces? ¿Imperios galácticos? ¿Todos los pecados y las locuras existentes en un mundo diseminados por él en millones de mundos? ¿Con cada infortunio y cada dificultad horriblemente magnificados?
¿Quién sería capaz de hacer imperar el sentido común en nuestra Galaxia cuando nadie lo tenía en un mundo solitario? ¿Quién aprendería a interpretar las tendencias y prever el futuro en toda una Galaxia repleta de humanidad bullente?
En verdad, Némesis había llegado.