Sola en el cuarto, Maruja tomó conciencia de que estaba en manos de los hombres que quizás habían matado a Marina y a Beatriz, y se negaban a devolverle el radio y el televisor para que no se enterara. Pasó de la solicitud encarecida a la exigencia colérica, se enfrentó a gritos con los guardianes para que la oyeran hasta los vecinos, no volvió a caminar y amenazó con no volver a comer. El mayordomo y los guardianes, sorprendidos por una situación impensable, no supieron qué hacer. Susurraban en conciliábulos inútiles, salían a llamar por teléfono y regresaban aún más indecisos. Trataban de tranquilizar a Maruja con promesas ilusorias o intimidarla con amenazas, pero no consiguieron quebrantar su voluntad de no comer.
Nunca se había sentido más dueña de sí. Era claro que sus guardianes tenían instrucciones de no maltratarla, y se jugó la carta de que la necesitaban viva a toda costa. Fue un cálculo certero: tres días después de la liberación de Beatriz, muy temprano, la puerta se abrió sin ningún anuncio, y entró el mayordomo con el radio y el televisor. «Usted se va a enterar ahora de una cosa», le dijo a Maruja. Y enseguida, sin dramatismo, le soltó la noticia:
– Doña Marina Montoya está muerta.
Al contrario de lo que ella misma hubiera esperado, Maruja lo oyó como si lo hubiera sabido desde siempre. Lo asombroso para ella habría sido que Marina estuviera viva. Sin embargo, cuando la verdad le llegó al corazón se dio cuenta de cuánto la quería y cuánto habría dado porque no fuera cierta.
– ¡Asesinos! -le dijo al mayordomo-. Eso es lo que son todos ustedes: ¡asesinos!
En ese instante apareció el Doctor en la puerta, y quiso calmar a Maruja con la noticia de que Beatriz estaba feliz en su casa, pero ella no lo creería mientras no la viera con sus ojos en la televisión o la oyera por la radio. En cambio el recién llegado le pareció como mandado a hacer para un desahogo.
– Usted no había vuelto por aquí -le dijo-. Y lo comprendo: debe estar muy avergonzado de lo que hizo con Marina.
Él necesitó un instante para reponerse de la sorpresa.
– ¿Qué pasó? -lo instigó Maruja-. ¿Estaba condenada a muerte?
Él explicó entonces que se trataba de vengar una traición doble. «Lo de usted es distinto», dijo. Y repitió lo que ya había dicho antes: «Es político». Maruja lo escuchó con la rara fascinación que infunde la idea de la muerte a los que sienten que van a morir.
– Al menos dígame cómo fue -dijo-. ¿Marina se dio cuenta?
– Le juro que no -dijo él.
– ¡Pero cómo no! -persistió Maruja-. ¡Cómo no iba a darse cuenta!
– Le dijeron que la iban a llevar a otra finca -dijo él con la ansiedad de que se lo creyera-. Le dijeron que se bajara del carro, y ella siguió caminando adelante y le dispararon por detrás de la cabeza. No pudo darse cuenta de nada.
La imagen de Marina caminando a tientas con la capucha al revés hacia una finca imaginaria iba a perseguir a Maruja muchas noches de insomnios. Más que a la muerte misma, le temía a la lucidez del momento final. Lo único que le infundió algún consuelo fue la caja de pastillas somníferas que había ahorrado como perlas preciosas, para tragarse un puñado antes que dejarse arrastrar por las buenas al matadero.
En las noticias del mediodía vio por fin a Beatriz, rodeada de su gente y en un apartamento lleno de flores que reconoció al instante a pesar de los cambios: era el suyo. Sin embargo, la alegría de verla se estropeó con el disgusto de la nueva decoración. La biblioteca nueva le pareció bien hecha y en el lugar en que ella la quería, pero los colores de las paredes y las alfombras eran insoportables, y el caballo de la dinastía Tang estaba atravesado donde más estorbaba. Indiferente a su situación empezó a regañar al marido y a los hijos como si pudieran oírla en la pantalla. «¡Qué brutos! -gritó-. ¡Es todo al revés de lo que yo había dicho!» Los deseos de salir libre se redujeron por un instante a las ansias de cantarles la tabla por lo mal que lo habían hecho.
En esa tormenta de sensaciones y sentimientos encontrados, los días se le habían hecho invivibles y las noches, interminables. La impresionaba dormir en la cama de Marina, cubierta con su manta, atormentada por su olor, y cuando empezaba a dormirse oía en las tinieblas, junto a ella en la misma cama, sus susurros de abeja. Una noche no fue una alucinación sino un prodigio de la vida real. Marina la agarró del brazo con su mano de viva, tibia y tierna, y le sopló al oído con su voz natural: «Maruja».
No lo consideró una alucinación porque en Yakarta había vivido otra experiencia fantástica. En una feria de antigüedades había comprado la escultura de un hermoso mancebo de tamaño natural, con un pie apoyado sobre la cabeza de un niño vencido. Tenía una aureola como los santos católicos, pero ésta era de latón, y d estilo y los materiales hacían pensar en un añadido de pacotilla. Sólo tiempo después de tenerla en el mejor lugar de la casa se enteró de que era el Dios de la Muerte.
Maruja soñó una noche que trataba de arrancarle la aureola a la estatua porque le parecía muy fea, pero no lo logró. Estaba soldada al bronce. Despertó muy molesta por el mal recuerdo, corrió a ver la estatua en el salón de la casa, y encontró al dios descoronado y la aureola tirada en el piso como si fuera el final de su sueño. Maruja -que es racionalista y agnóstica-, se conformó con la idea de que era ella misma, en un episodio irrecordable de sonambulismo, quien le había quitado la aureola al Dios de la Muerte.
Al principio del cautiverio se había sostenido por la rabia que le causaba la sumisión de Marina. Más tarde fue la compasión por su amargo destino y los deseos de darle alientos para vivir. La sostuvo el deber de fingir una fuerza que no tenía cuando Beatriz empezaba a perder el control, y la necesidad de mantener su propio equilibrio cuando la adversidad las abrumaba. Alguien tenía que asumir el mando para no hundirse, y había sido ella, en un espacio lúgubre y pestilente de tres metros por dos y medio, durmiendo en el suelo, comiendo sobras de cocina y sin la certidumbre de estar viva en el minuto siguiente. Pero cuando no quedó nadie más en el cuarto ya no tenía por qué fingir: estaba sola ante sí misma La certidumbre de que Beatriz había informado a su familia sobre el modo como podían dirigirse a ella por radio y televisión la mantuvo alerta. En efecto, Villamizar apareció varias veces con sus voces de aliento, y sus hijos la consolaron con su imaginación y su gracia. De pronto, sin ningún anuncio, se rompió el contacto durante dos semanas. Entonces la embargó una sensación de olvido. Se derrumbó. No volvió a caminar. Permaneció acostada de cara a la pared, ajena a todo, comiendo y bebiendo apenas para no morir. Volvió a sentir los mismos dolores de diciembre, los mismos calambres y punzadas en las piernas que habían hecho necesaria la visita del médico. Pero esta vez no se quejó siquiera.
Los guardianes, enredados en sus conflictos personales y discrepancias internas, se desentendieron de ella. La comida se enfriaba en el plato y tanto el mayordomo como su mujer parecían no enterarse de nada. Los días se hicieron más largos y áridos. Tanto, que hasta añoraba a veces los momentos peores de los primeros días. Perdió el interés por la vida. Lloró. Una mañana al despertar se dio cuenta horrorizada de que su brazo derecho se alzaba por sí solo.
El relevo de la guardia de febrero fue providencial. En vez de la pandilla de Barrabás mandaron cuatro muchachos nuevos, serios, disciplinados y conversadores. Tenían buenos modales y una facilidad de expresión que fueron un alivio para Maruja. De entrada la invitaron a jugar nintendo y otras diversiones de televisión. El juego los acercó. Ella notó desde el principio que tenían un lenguaje común, y eso les facilitó una comunicación. Sin duda habían sido instruidos para vencer su resistencia y levantarle la moral con un trato distinto, pues empezaron a convencerla de que siguiera con la orden médica de caminar en el patio, de que pensara en su esposo, en sus hijos, y en no defraudar la esperanza que éstos tenían de verla pronto y en buen estado.
El ambiente fue propicio para los desahogos. Consciente de que también ellos eran prisioneros y tal vez necesitaban de ella, Maruja les contaba sus experiencias con tres hijos varones que ya habían pasado por la adolescencia. Les contó episodios significativos de su crianza y educación, de sus costumbres y sus gustos. También los guardianes, ya más confiados, le hablaron de sus vidas.
Todos eran bachilleres y uno de ellos había hecho por lo menos un semestre de universidad. Al contrario de los anteriores, decían pertenecer a familias de clase media, pero de una u otra manera estaban marcados por la cultura de las comunas de Medellín. El mayor de ellos, de veinticuatro años, a quien llamaban la Hormiga, era alto y apuesto, y de índole reservada. Había interrumpido sus estudios universitarios cuando sus padres murieron en un accidente de tránsito y no había encontrado más salida que el sicariato. Otro, a quien llamaban Tiburón, contaba divertido que había aprobado la mitad del bachillerato amenazando a sus profesores con un revólver de juguete. Al más alegre del equipo, y de todos los que pasaron por allí, lo llamaban el Trompo y lo parecía, en efecto. Era muy gordo, de piernas cortas y frágiles, y su afición por el baile llegaba a extremos de locura. Alguna vez puso en la grabadora una cinta de salsa después del desayuno, y la bailó sin interrupción y con ímpetu frenético hasta el final de su turno. El más formal, hijo de una maestra de escuela, era lector de literatura y de periódicos, y estaba bien informado de la actualidad del país. Sólo tenía una explicación para estar en aquella vida: «Porque es muy chévere».
Sin embargo, tal como Maruja lo vislumbró desde el principio, no fueron insensibles al trato humano. Lo cual, a su vez, no sólo le dio a ella nuevos ánimos para vivir, sino la astucia para ganar ventajas que tal vez los mismos guardianes no tenían previstas.
– No se crean que voy a hacer pendejadas con ustedes -les dijo-. Estén seguros de que no haré nada de lo que está prohibido, porque sé que esto va a terminar pronto y bien. Entonces no tiene sentido que me constriñan tanto.
Con una autonomía que no tuvo ninguno de los guardianes anteriores -ni siquiera sus jefes-, los nuevos se atrevieron a relajar el régimen carcelario mucho más de lo que la misma Maruja esperaba. La dejaron moverse por el cuarto, hablar con la voz menos forzada, ir al baño sin un horario fijo. El nuevo trato le devolvió los ánimos para dedicarse al cuidado de sí misma, gracias a la experiencia de Yakarta. Sacó buen provecho de unas lecciones de gimnasia que hizo para ella una maestra en el programa de Alexandra, y cuyo título parecía llevar nombre propio: ejercicios en espacios reducidos. Era tal su entusiasmo, que uno de los guardianes le preguntó con un gesto de sospecha: «¿No será que ese programa tiene algún mensaje para usted?». Trabajo le costó a Maruja convencerlo de que no. Por esos días la emocionó también la aparición sorpresiva de Colombia los Reclama, que no sólo le pareció bien concebido y bien hecho, sino también el más adecuado para sostener en alto la moral de los dos últimos rehenes. Se sintió mejor comunicada y más identificada con los suyos. Pensaba que ella hubiera hecho lo mismo Corno campaña, como medicina, como golpe de opinión, hasta el punto de que llegó a acertar en las apuestas que hacía con los guardianes sobre quién iba a aparecer en la pantalla al día siguiente. Una vez apostó a que saldría Vicky Hernández, la gran actriz, su gran amiga, y ganó. Un premio mejor, en todo caso, fue que el solo hecho de ver a Vicky y de escuchar su mensaje le provocó uno de los pocos instantes felices del cautiverio.
También las caminatas del patio empezaron a dar frutos. El pastor alemán, alegre de verla otra vez, trató de meterse por debajo del portón para retozar con Maruja, pero ella lo calmó con sus mimos por temor de despertar los recelos de los guardianes. Marina le había dicho que el portón daba a un potrero apacible de corderos y gallinas. Maruja lo comprobó con una rápida mirada bajo la claridad lunar. Sin embargo, también se dio cuenta entonces de que un hombre armado con una escopeta montaba guardia por fuera de la cerca. La ilusión de escapar con la complicidad del perro quedó cancelada.
El 20 de febrero -cuando la vida parecía haber recobrado su ritmo- se enteraron por radio de que en un potrero de Medellín habían encontrado el cadáver del doctor Conrado Prisco Lopera, primo de los jefes de la banda, quien había desaparecido dos días antes. Su primo Edgar de Jesús Botero Prisco fue asesinado a los cuatro días. Ninguno de los dos tenía antecedentes penales. El doctor Prisco Lopera era el que había atendido a Juan Vitta con su nombre y a cara descubierta, y Maruja se preguntaba si no sería el mismo enmascarado que la había examinado días antes.
Al igual que la muerte de los hermanos Priscos en enero, éstas causaron una gran impresión entre los guardianes y aumentaron el nerviosismo del mayordomo y su familia. La idea de que el cartel cobraría sus muertes con la vida de un secuestrado, como ocurrió con Marina Montoya, pasó por el cuarto como una sombra fatídica. El mayordomo entró al día siguiente sin ningún motivo v a una hora inusual.
– No es por preocuparla -le dijo a Maruja-, pero hay una cosa muy grave: una mariposa está parada desde anoche en la puerta del patio.
Maruja, incrédula de lo invisible, no entendió lo que quería decirle. El mayordomo se lo explicó con un tremendismo calculado.
– Es que cuando mataron a los otros Priscos sucedió lo mismo -dijo-: una mariposa negra estuvo pegada tres días en la puerta del baño.
Maruja recordó los oscuros presentimientos de Marina, pero se hizo la desentendida.
– ¿Y eso qué quiere decir? -preguntó.
– No sé -dijo el mayordomo-, pero debe ser de muy mal agüero porque entonces fue que mataron a doña Marina.
– ¿La de ahora es negra o carmelita? -le preguntó Maruja.
– Carmelita -dijo el mayordomo.
– Entonces es buena -dijo Maruja-. Las de mal agüero son las negras.
El propósito de asustarla no se cumplió. Maruja conocía a su marido, su modo de pensar y proceder, y no creía que anduviera tan extraviado como para quitarle el sueño a una mariposa. Sabía, sobre todo, que ni él ni Beatriz dejarían escapar ningún dato útil para un intento de rescate armado. Sin embargo, acostumbrada a interpretar sus altibajos íntimos como un reflejo del mundo exterior, no descartó que cinco muertes de una misma familia en un mes tuvieran terribles consecuencias para los dos últimos secuestrados. El rumor de que la Asamblea Constituyente tenía dudas sobre la extradición, por el contrario, debió aliviar a los Extraditables. El 28 de febrero, en una visita Oficial a los Estados Unidos el presidente Gaviria se declaró partidario decidido de mantenerla a toda costa, pero no causó alarma: la no extradición era ya un sentimiento nacional muy arraigado que no necesitaba de sobornos ni intimidaciones para imponerse. Maruja seguía aquellos acontecimientos con atención, dentro de una rutina que parecía ser un mismo día repetido. De pronto, mientras jugaban dominó con los guardianes, el Trompo cerró el juego y recogió las fichas por última vez.
– Mañana nos vamos -dijo.
Maruja no quiso creerlo, pero el hijo de la maestra se lo confirmó.
– En serio -dijo-. Mañana viene el grupo de Barrabás.
Éste fue el principio de lo que Maruja había de recordar como su marzo negro. Así como los guardianes que se iban parecían instruidos para aliviar la condena, los que llegaron estaban sin duda entrenados para volverla insoportable. Irrumpieron como un temblor de tierra. El Monje, largo, escuálido, y más sombrío y ensimismado que la última vez. Los otros, los de siempre, como si nunca se hubieran ido. Barrabás los dirigía con ínfulas de matón de cine, impartiendo órdenes militares para encontrar el escondrijo de algo que no existía, o fingiendo buscarlo para amedrentar a su víctima. Voltearon el cuarto al revés con técnicas brutales. Desbarataron la cama, destriparon el colchón y lo rellenaron tan mal que costaba trabajo seguir durmiendo en un lecho de nudos.
La vida cotidiana regresó al viejo estilo de mantener las armas listas para disparar si las órdenes no se cumplían de inmediato. Barrabás no le hablaba a Maruja sin apuntarle a la cabeza con la ametralladora. Ella, como siempre, lo plantó con la amenaza de acusarlo con sus jefes.
– No es verdad que me voy a morir sólo porque a usted se b fue una bala -le dijo-. Estése quieto o me quejo.
Esa vez no le sirvió el recurso. Parecía claro, sin embargo, que el desorden no era intimidatorio ni calculado, sino que el sistema mismo estaba carcomido desde, dentro por una desmoralización de fondo. Hasta los pleitos entre el mayordomo y Damaris, frecuentes y de colores folclóricos, se volvieron temibles. Él llegaba de la calle a cualquier hora -si llegaba- casi siempre embrutecido por la borrachera, y tenía que enfrentarse a las andanadas obscenas de la mujer. Los alaridos de ambos, y el llanto de las niñas despertadas a cualquier hora, alborotaban la casa. Los guardianes se burlaban de ellos con imitaciones teatrales que magnificaban el escándalo. Resultaba inconcebible que en medio de la barahúnda no hubiera acudido nadie aunque fuera por curiosidad.
El mayordomo y su mujer se desahogaban por separado con Maruja. Damaris, a causa de unos celos justificados que no le daban un instante de paz. El, tratando de ingeniarse una manera de calmar a la mujer sin renunciar a sus perrerías. Pero los buenos oficios de Maruja no perduraban más allá de la siguiente escapada del mayordomo. En uno de los tantos pleitos, Damaris le cruzó la cara al marido con unos arañazos de gata, cuyas cicatrices tardaron en desaparecer. Él le dio una trompada que la sacó por la ventana. No la mató de milagro, porque ella alcanzó a agarrarse a última hora y quedó colgada del balcón del patio. Fue el final. Damaris hizo maletas y se fue con las niñas para Medellín. La casa quedó en manos del mayordomo solo, que a veces no aparecía hasta el anochecer cargado de yogur y bolsas de papas fritas. Muy de vez en cuando llevó un pollo. Cansados de esperar, los guardianes saqueaban la cocina. De regreso al cuarto le llevaban a Maruja alguna galleta sobrante con salchichas crudas. El aburrimiento los volvió más susceptibles y peligrosos. Despotricaban contra sus padres, contra la policía, contra la sociedad entera. Contaban sus crímenes inútiles y sus sacrilegios deliberados para probarse la inexistencia de Dios, y llegaron a extremos dementes en los relatos de sus proezas sexuales. Uno de ellos hacía descripciones de las aberraciones a que sometió a una de sus amantes en venganza de sus burlas y humillaciones. Resentidos y sin control, terminaron por drogarse con marihuana y bazuco, hasta un punto en que no era posible respirar en la humareda del cuarto. Oían la radio a reventar, entraban y salían con portazos, brincaban, cantaban, bailaban, hacían cabriolas en el patio. Uno de ellos parecía un saltimbanqui profesional en un circo perdulario. Maruja los amenazaba con que los escándalos iban a llamar la atención de la policía.
– ¡Que venga y que nos mate! -gritaron a coro.
Maruja se sintió en sus límites, sobre todo por el enloquecido Barrabás, que se complacía en despertarla con el cañón de la ametralladora en la sien. El cabello comenzó a caérsele. La almohada llena de hebras sueltas la deprimía desde que abría los ojos al amanecer. Sabía que cada uno de los guardianes era distinto, pero tenían t debilidad común de la inseguridad y la desconfianza recíproca. Maruja se las exacerbaba con su propio temor. «¿Cómo pueden vivir así? -les preguntaba de pronto-. ¿En qué creen ustedes?», «¿Tienen algún sentido de la amistad?» Antes de que pudieran reaccionar los tenía arrinconados: «¿La palabra empeñada significa algo para ustedes?». No contestaban, pero las respuestas que se daban a sí mismos debían ser inquietantes, porque en lugar de rebelarse se humillaban ante Maruja. Sólo Barrabás se le enfrentó. «¡Oligarcas de mierda! -le gritó en una ocasión-. ¿Es que se creían que iban a mandar siempre? ¡Ya no, carajo: se acabó la vaina!» Maruja, que tanto le había temido, le salió al paso con la misma furia.
– Ustedes matan a sus amigos, sus amigos los matan a ustedes, todos terminarán matándose los unos a los otros -le gritó-. ¿Quién los entiende? Tráiganme a alguien que me explique qué clase de bestias son ustedes.
Desesperado tal vez por no poder matarla, Barrabás golpeó la pared con un puñetazo que le lastimó los huesos de la muñeca. Dio un grito salvaje y rompió a llorar de noria. Maruja no se dejó ablandar por la compasión. El mayordomo pasó la tarde tratando de apaciguarla e hizo un esfuerzo inútil por mejorar la cena.
Maruja se preguntaba cómo era posible que con semejante desmadre siguieran creyendo que tenían algún sentido los diálogos en susurro, la reclusión en el cuarto, el racionamiento del radio y la televisión por motivos de seguridad. Aburrida de tanta demencia se sublevó contra las leyes inservibles del cautiverio, habló con voz natural, iba al baño cuando se le antojaba. En cambio, el temor a una agresión se hizo más intenso, sobre todo cuando el mayordomo la dejaba sola con la pareja de turno. El drama culminó una mañana en que un guardián sin máscara irrumpió en el baño cuando ella estaba jabonándose bajo la ducha. Maruja alcanzó a cubrirse con la toalla y lanzó un grito de terror que debió oírse en todo el sector. El hombre permaneció petrificado, con una pavorosa cara de muerto y el alma en un hilo por temor a las reacciones del vecindario. Pero no acudió nadie, no se oyó un suspiro. El guardián salió caminando hacia atrás, en puntillas, y con la cara de muerto más pavorosa aún por el rencor.
El mayordomo reapareció cuando menos lo esperaban con una mujer distinta que se tomó el poder de la casa. Pero en vez de controlar el desorden ambos contribuyeron a aumentarlo. La mujer lo secundaba en sus borracheras de arrabal que solían terminar con trompadas y botellazos. Las horas de las comidas se volvieron improbables. Los domingos se iban de farra y dejaban a Maruja y a los guardianes sin nada que comer hasta el día siguiente. Una madrugada, mientras Maruja caminaba sola en el patio, se fueron los cuatro guardianes a saquear la cocina, y dejaron las ametralladoras en el cuarto. Un pensamiento la estremeció. Lo saboreó mientras conversaba con el perro, lo acariciaba, le hablaba en susurros, y el animal regocijado le lamía las manos con gruñidos de complicidad. El grito de Barrabás la sacó de sus sueños.
Fue el final de una ilusión. Cambiaron el perro por otro con catadura de carnicero. Prohibieron las caminatas, y Maruja fue sometida a un régimen de vigilancia perpetua. Lo que más temió entonces fue que la amarraran en la cama con una cadena forrada en plástico que Barrabás enrollaba y desenrollaba como una camándula de hierro. Maruja se adelantó a cualquier propósito.
– Si yo hubiera querido irme de aquí ya me habría ido hace tiempo -dijo-. Me he quedado sola varias veces, y si no me he fugado es porque no he querido.
Alguien debió de llevar las quejas porque el mayordomo entró una mañana con una humildad sospechosa, y dio toda clase de excusas. Que se moría de la vergüenza, que los muchachos iban a portarse bien en adelante, que ya había mandado por su esposa, que ya volvía. Así fue: volvió la misma Damaris de siempre, con las dos niñas, con las minifaldas de gaitero escocés y las lentejas aborrecidas. Con la misma actitud llegaron al día siguiente dos jefes enmascarados que sacaron a empellones a los cuatro guardianes e impusieron el orden. «No volverán más nunca», dijo uno de los jefes con una determinación espeluznante.
Dicho y hecho.
Esa misma tarde mandaron el equipo de los bachilleres, y fue como un regreso mágico a la paz de febrero: el tiempo pausado, las revistas de variedades, la música de Guns n' Roses, y las películas de Mel Gibson con pistoleros a sueldo curtidos en los desenfrenos del corazón.
A Maruja la conmovía que los matones adolescentes las oían y las veían con la misma devoción que sus hijos.
A fines de marzo, sin ningún anuncio, aparecieron dos desconocidos que se habían puesto las capuchas prestadas por los guardianes para no hablar a cara descubierta. Uno de ellos, sin saludar apenas, empezó a medir el piso con una cinta métrica de sastre, mientras el otro trataba de congraciarse con Maruja.
– Encantado de conocerla, señora -le dijo-. Venimos a alfombrar el cuarto.
– ¡Alfombrar el cuarto! -gritó Maruja, ciega de rabia-. ¡Váyanse al carajo! Lo que yo quiero es largarme de aquí. ¡Ahora mismo!
En todo caso, lo más escandaloso no era la alfombra, sino lo que ella podía significar: un aplazamiento indefinido de su liberación. Uno de los guardianes diría después que la interpretación que hizo Maruja había sido equivocada, pues tal vez significaba que ella se iba pronto y renovaban el cuarto para otros rehenes mejor considerados. Pero Maruja estaba segura de que una alfombra en aquel momento sólo podía entenderse como un año más de su vida.
También Pacho Santos tenía que ingeniárselas para mantener ocupados a sus guardianes, pues cuando se aburrían de jugar a las barajas, de ver diez veces seguidas la misma película, de contar sus hazañas de machos, se ponían a dar vueltas en el cuarto como leones enjaulados. Por los agujeros de la capucha se les veían los ojos enrojecidos. Lo único que podían hacer entonces era tomarse unos días de descanso. Es decir: embrutecerse de alcohol y de droga en una semana de parrandas encadenadas, y regresar peor. La droga estaba prohibida y castigada con severidad, y no sólo durante el servicio, pero los adictos encontraban siempre la manera de burlar la vigilancia de sus superiores. La de rutina era la marihuana, pero en tiempos difíciles se recetaban unas olimpiadas de bazuco que hacían temer cualquier descalabro. Uno de los guardianes, después de una noche de brujas en la calle, irrumpió en el cuarto y despertó a Pacho con un alarido. Él vio la máscara de diablo casi pegada a su cara, vio unos ojos sangrientos, unas cerdas erizadas que le salían por las orejas, y sintió el tufo de azufre de los infiernos. Era uno de sus guardianes que quería terminar la fiesta con él. «Usted no sabe lo bandido que soy yo», le dijo mientras se bebían un aguardiente doble a las seis de la mañana. En las dos horas siguientes le contó su vida sin que se lo hubiera pedido, sólo por un ímpetu irrefrenable de la conciencia. Al final se quedó fundido de la borrachera, y si Pacho no se fugó entonces fue porque a última hora le faltaron los ánimos.
La lectura más alentadora que tuvo en su encierro fueron las notas privadas que El Tiempo publicaba sólo para él sin disimulos ni reservas en sus páginas editoriales, por iniciativa de María Victoria. Una de ellas estuvo acompañada por un retrato reciente de sus hijos, y él les escribió en caliente una carta llena de esas verdades tremendas que les parecen ridículas a quienes no las sufren: «Estoy aquí sentado en este cuarto, encadenado a una cama, con los ojos llenos de lágrimas». A partir de entonces escribió a su esposa y sus hijos una serie de cartas del corazón que nunca pudo enviar.
Pacho había perdido toda esperanza después de la muerte de Marina y Diana, cuando la posibilidad de la fuga le salió al paso sin que la hubiera buscado. Ya no le cabía duda de que estaba en uno de los barrios próximos a la avenida Boyacá, al occidente de la ciudad. Los conocía bien, pues solía desviarse por allí para ir del periódico a su casa en las horas de mucho tráfico, y ése era el rumbo que llevaba la noche del secuestro. La mayoría de sus edificaciones debían ser conjuntos residenciales en serie, con la misma casa muchas veces repetida: un portón en el garaje, un jardín minúsculo, un segundo piso con vista hacia la calle, y todas las ventanas protegidas por rejas de hierro pintadas de blanco. Más aún: en una semana logró precisar la distancia de la pizzería, y que la fábrica no era otra que la cervecería de Bavaria. Un detalle desorientador era el gallo loco que al principio cantaba a cualquier hora, y con el paso de los meses cantaba al mismo tiempo en distintos lugares: a veces remoto a las tres de la tarde, a veces junto a su ventana a las dos de la madrugada. Más desorientador habría sido si le hubieran dicho que también Maruja y Beatriz lo escuchaban en un sector muy distante.
Al final del corredor, a la derecha de su cuarto, podía saltar por una ventana que daba a un patiecito cerrado, y después escalar la tapia cubierta de enredaderas junto a un árbol de buenas ramas. Ignoraba qué había detrás de la tapia, pero siendo una casa de esquina tenía que ser una calle. Y casi con seguridad, la calle donde estaban la tienda de víveres, la farmacia y un taller de automóviles. Éste, sin embargo, era quizás un factor negativo, porque podía ser una pantalla de los secuestradores. En efecto, Pacho oyó una vez por ese lado una discusión sobre fútbol con dos voces que eran sin duda de guardianes suyos. En todo caso, la salida por la tapia sería fácil, pero el resto era impredecible. De modo que la mejor alternativa era el baño, con la ventaja indispensable de ser el único lugar donde le permitían ir sin las cadenas.
Tenía claro que la evasión debía ser a pleno día, pues nunca iba al baño después de acostarse -aun si permanecía despierto frente a la televisión o escribiendo en la cama- y la excepción podía delatarlo. Además, los comercios cerraban temprano, los vecinos se recogían después de los noticieros de las siete y a las diez no había un alma en el contorno. Aun en las noches de viernes, que en Bogotá son fragorosas, sólo se percibía el resuello lento de la fábrica de cerveza o el alarido instantáneo de una ambulancia desbocada en la avenida Boyacá. Además, de noche no sería fácil encontrar un refugio inmediato en las calles desiertas, y las puertas de tiendas y hogares estarían cerradas con aldabas y cerrojos superpuestos contra los riesgos de la noche.
Sin embargo, la oportunidad se presentó el 6 de marzo -más calva que nunca- y fue de noche. Uno de los guardianes había llevado una botella de aguardiente y lo invitó a un trago, mientras veían un programa sobre Julio Iglesias en la televisión. Pacho bebió poco y sólo por complacerlo. El guardián había entrado de turno esa tarde, venía con los tragos adelantados y cayó redondo antes de terminar la botella, y sin encadenar a Pacho. Éste, muerto de sueño, no vio la oportunidad que le caía del cielo. Siempre que quisiera ir de noche al baño debía acompañarlo su guardián de turno, pero prefirió no perturbar su borrachera feliz. Salió al corredor oscuro con toda inocencia -tal como estaba, descalzo y en calzoncillos- y pasó sin respirar frente al cuarto donde dormían los otros guardianes. Uno roncaba como un rastrillo. Pacho no había tomado conciencia hasta entonces de que se estaba fugando sin saberlo, y de que lo más difícil había pasado. Una ráfaga de náusea le subió del estómago, le heló la lengua y le desbocó el corazón. «No era el miedo de fugarme sino el de no atreverme», diría más tarde. Entró al baño en tinieblas y ajustó la puerta con una determinación sin regreso. Otro guardián, todavía medio dormido, empujó la puerta y le alumbró la cara con una linterna. Ambos se quedaron atónitos.
– ¿Qué haces? -preguntó el guardián. Pacho le contestó con voz firme: -Cagando.
No se le ocurrió nada más. El guardián movió la cabeza sin saber qué pensar.
– Okey -dijo al fin-. Buen provecho.
Permaneció en la puerta alumbrándolo con el haz de la linterna, sin pestañear, hasta que Pacho terminó lo suyo como si fuera cierto.
En el curso de la semana, vencido por la depresión del fracaso, resolvió fugarse de una manera radical e irremediable. «Saco la cuchilla de la maquinita de afeitar, me corto las venas, y amanezco muerto», se dijo. El día siguiente, el padre Alfonso Llanos Escobar publicó en El Tiempo su columna semanal, dirigida a Pacho Santos, en la cual le ordenaba en el nombre de Dios que no se le ocurriera suicidarse. El artículo llevaba tres semanas en el escritorio de Hernando Santos, que dudaba entre publicarlo o no -sin tener claro por qué- y el día anterior lo decidió a última hora y también sin saber por qué. Todavía, cada vez que lo cuenta, Pacho vuelve a vivir el estupor de aquel día.
Un jefe segundón que visitó a Maruja a principios de abril le prometió mediar para que su marido le mandara una carta que ella necesitaba como una medicina del alma y del cuerpo. La respuesta fue increíble: «No hay problema». El hombre se fue como a las siete de la noche. Hacia las doce y media, después de la caminata por el patio, el mayordomo dio unos golpes urgentes en la puerta atrancada por dentro, y le entregó la carta. No era ninguna de las emisarias que Villamizar le había mandado con Guido Parra sino la que le mandó con Jorge Luis Ochoa, y a la cual había puesto Gloria Pachón de Galán una posdata consoladora. Al dorso del mismo papel, Pablo Escobar había escrito una nota de su puño y letra: «Yo sé que esto ha sido terrible para usted y para su familia, pero mi familia y yo también hemos sufrido muchísimo. Pero no se preocupe, yo le prometo que a usted no le va a pasar nada, pase lo que pase». Y terminaba con una confidencia marginal que a Maruja le pareció inverosímil: «No le haga caso a mis comunicados de prensa que sólo son para presionar». La carta del esposo, en cambio, la desalentó por su pesimismo. Le decía que las cosas iban bien, pero que tuviera paciencia, porque la espera podía ser todavía más larga. Seguro de que sería leída antes de entregarla, Villamizar había terminado con una frase que en ese caso era más para Escobar que para Maruja: «Ofrece tu sacrificio por la paz de Colombia». Ella se enfureció. Había captado muchas veces los recados mentales que Villamizar le mandaba desde su terraza, y le contestaba con toda el alma: «Sáquerne de aquí, que ya no sé ni quién soy después de tantos meses de no mirarme en un espejo».
Con aquella carta tuvo un motivo más para contestarle de su puño y letra que qué paciencia ni que paciencia carajo, con tanta como había tenido y padecido en las noches de horror en que la despertaba de pronto el pasmo de la muerte. Ignoraba que era una carta antigua, escrita entre el fracaso con Guido Parra y las primeras entrevistas con los Ochoa, cuando aún no se vislumbraba ni una luz de esperanza. No podía esperarse que fuera una carta optimista, como lo hubiera sido en esos días en que ya parecía definido el camino de su liberación.
Por fortuna, el malentendido sirvió para que Maruja tomara conciencia de que su rabia podía no ser tanto por la carta como por un rencor más antiguo e inconsciente contra el esposo: ¿por qué Alberto había permitido que soltaran sola a Beatriz si era él quien manejaba el proceso? En diecinueve años de vida común no había tenido tiempo, ni motivo ni valor para hacerse una pregunta como ésa, y la respuesta que se dio a sí misma la volvió consciente de la verdad: había resistido el secuestro porque sabía con seguridad absoluta que su esposo dedicaba cada instante de su vida a tratar de liberarla, y que lo hacía sin reposo y aun sin esperanzas por la seguridad absoluta de que ella lo sabía. Era -aunque ni él ni ella lo supieran- un pacto de amor.
Se habían conocido diecinueve años antes en una reunión de trabajo cuando ambos eran publicistas juveniles. «Alberto me gustó de una», dice Maruja. ¿Por qué? Ella no lo piensa dos veces: «Por su aire de desamparo». Era la respuesta menos pensada. A primera vista, Villamizar parecía un ejemplar típico del universitario inconforme de la época, con el cabello hasta los hombros, la barba de anteayer y una sola camisa que lavaba cuando llovía. «A veces me bañaba», dice hoy muerto de risa. A segunda vista era parrandero, acostadizo y de genio atravesado. Pero Maruja lo vio de una vez a tercera vista, como un hombre que podía perder la cabeza por una mujer bella, y más si era inteligente y sensible, y más aún si tenía de sobra lo único que hacía falta para acabar de criarlo: una mano de hierro y un corazón de alcachofa.
Preguntado qué le había gustado de ella, Villamizar contesta con un gruñido. Tal vez porque Maruja, aparte de sus gracias visibles, no tenía las mejores credenciales para enamorarse de ella. Estaba en la flor de sus treinta años, se había casado por la Iglesia católica a los diecinueve, y tenía cinco hijos de su esposo -tres mujeres y dos hombres-, que habían nacido con intervalos de quince meses. «Se lo conté todo de una -dice Maruja para que supiera que estaba metiéndose en terreno minado». El la oyó con otro gruñido, y en vez de invitarla a almorzar le pidió a un amigo común que los invitara a los dos. Al día siguiente la invitó él con el mismo amigo, al tercer día la invitó a ella sola, y al cuarto día se vieron los dos sin almorzar. Así siguieron encontrándose todos los días con las mejores intenciones. Cuando se le pregunta a Villamizar si estaba enamorado o sólo quería acostarse con ella, dice en santandereano puro: «No joda, era de lo más serio». Tal vez no se imaginaba él mismo hasta qué punto lo era.
Maruja tenía un matrimonio sin sobresaltos, sin un sí ni un no, perfecto, pero quizás le hacía falta el gramo de inspiración y de riesgo que ella necesitaba para sentirse viva. Liberaba su tiempo para Villamizar con pretextos de oficina. Inventaba más trabajo del que tenía, inclusive los sábados desde las doce del día hasta las diez de la noche. Los domingos y feriados improvisaban fiestas juveniles, conferencias de arte, cineclubes de media noche, cualquier cosa, sólo por estar juntos. Él no tenía problemas: era soltero y a la orden, vivía a su aire y comía a la carta, y con tantas novias de sábado que era como no tener ninguna. Sólo le faltaba la tesis final para ser médico cirujano como su padre, pero los tiempos eran más propicios para vivir fe vida que para curar enfermos. El amor empezaba a salirse de los boleros, se acabaron las esquelas perfumadas que habían durado cuatro siglos, las serenatas lloradas, los monogramas en los pañuelos, el lenguaje de las flores, los cines desiertos a las tres de la tarde, y el mundo entero andaba como envalentonado contra la muerte por la demencia feliz de los Beatles.
Al año de conocerse se fueron a vivir juntos con los hijos de Maruja en un apartamento de cien metros cuadrados. «Era un desastre», dice Maruja. Con razón: vivían en medio de unas peloteras de todos contra todos, de estropicios de platos rotos, de celos y suspicacias para niños y adultos. «A veces lo odiaba a muerte», dice Maruja. «Y yo a ella», dice Villamizar. «Pero sólo por cinco minutos», ríe Maruja. En octubre de 1971 se casaron en Ureña, Venezuela, y fue como agregar un pecado más a su vida, porque el divorcio no existía y muy pocos creían en la legalidad del matrimonio civil. A los cuatro años nació Andrés, hijo único de los dos. Los sobresaltos continuaban pero les dolían menos: la vida se había encargado de enseñarles que la felicidad del amor no se hizo para dormirse en ella sino para joderse juntos.
Maruja era hija de Álvaro Pachón de la Torre, un periodista estrella de los cuarenta, que había muerto con dos colegas notables en un accidente de tránsito histórico en el gremio. Huérfana también de madre, ella y su hermana Gloria habían aprendido a defenderse solas desde muy jóvenes. Maruja había sido dibujante y pintora a los veinte años, publicista precoz, directora y guionista de radio y televisión, jefe de relaciones públicas o publicidad de empresas mayores, y siempre periodista. Su talento artístico y su carácter impulsivo se imponían de entrada, con la ayuda de un don de mando bien escondido tras el remanso de sus ojos gitanos. A Villamizar, por su lado, se le olvidó la medicina, se cortó el pelo, tiró a la basura la camisa única, se puso corbata, y se hizo experto en ventas masivas de todo lo que le dieran a vender. Pero no cambió su modo de ser. Maruja reconoce que fue él, más que los golpes de la vida, quien la curó del formalismo y las inhibiciones de su medio social.
Trabajaban cada uno por su lado y con éxito mientras los hijos crecían en la es cuela. Maruja volvía a casa a las seis de la tarde para ocuparse de ellos. Escarmentada por su propia educación estricta y convencional, quiso ser una madre distinta que no asistía a las reuniones de padres en el colegio ni ayudaba a hacer las tareas. Las hijas se quejaban: «Queremos una mamá como las otras». Pero Maruja los sacó a pulso por el lado contrario, con la independencia y la formación para hacer lo que les diera la gana. Lo curioso es que a todos les dio la gana de ser lo que ella hubiera querido que fueran. Mónica es hoy pintora egresada de la Academia de Bellas Artes de Roma, y una diseñadora gráfica. Alexandra es periodista y programadora y directora de televisión. Juana es guionista y directora de televisión y cine. Nicolás es compositor de música para cine y televisión. Patricio es sicólogo profesional. Andrés, estudiante de economía, picado por el alacrán de la política gracias al mal ejemplo de su padre, fue elegido por votación popular, a los veintiún años, edil de la alcaldía menor de Chapinero, en el norte de Bogotá.
La complicidad de Luis Carlos Galán y Gloria Pachón desde que eran novios fue decisiva para una carrera política que ni Alberto ni Maruja habían vislumbrado. Galán, a sus treinta y siete años, entró en la recta final para la presidencia de la república por el Nuevo Liberalismo. Su esposa Gloria, también periodista, y Maruja, ya veterana en promoción y publicidad, concibieron y dirigieron estrategias de imagen para seis campañas electorales. La experiencia de Villamizar en ventas masivas le había dado un conocimiento logístico de Bogotá que muy pocos políticos tenían. Los tres en equipo hicieron en un mes frenético la primera campaña electoral del Nuevo Liberalismo en la capital, y barrieron a electoreros curtidos. En las elecciones de 1982 Villamizar se inscribió en el sexto renglón de una lista que no esperaba elegir más de cinco representantes para la Cámara, y eligió nueve. Por desgracia, aquella victoria fue el preludio de una nueva vida que había de conducir a Alberto y a Maruja -ocho años después- a la tremenda prueba de amor del secuestro. Unos diez días después de la carta, el jefe grande al que llamaban el Doctor -ya reconocido como el gran gerente del secuestro-, visitó a Maruja sin anunciarse. Después de verlo en la primera casa adonde la llevaron la noche de la captura, había vuelto unas tres veces antes de la muerte de Marina. Mantenía con ésta largas conversaciones en susurros, sólo explicables por una confianza muy antigua. Su relación con Maruja había sido siempre la peor. Para cualquier intervención de ella, por simple que mera, tenía una réplica altanera y un tono brutal.
«Usted no tiene nada que decir aquí». Cuando estaban todavía las tres rehenes ella quiso hacerle un reclamo por las condiciones miserables del cuarto a las que atribuía su tos pertinaz y sus dolores erráticos.
– Yo he pasado noches peores en sitios mil veces peores que éste -le contestó él con rabia-. ¿Qué se creen ustedes?
Sus visitas eran anuncios de grandes acontecimientos, buenos o malos, pero siempre decisivos. Esta vez, sin embargo, alentada por la carta de Escobar, Maruja tuvo ánimos para enfrentarlo.
La comunicación fue inmediata y de una fluidez sorprendente. Ella empezó por preguntarle sin resentimientos qué quería Escobar, cómo iba la negociación, qué posibilidades había de que se entregara pronto. Él le explicó sin reticencias que nada sería fácil sin las garantías suficientes para la seguridad de Pablo Escobar y la de su familia y su gente. Maruja le preguntó por Guido Parra, cuya gestión la había ilusionado y cuya desaparición súbita la intrigaba.
– Es que no se portó muy bien -le dijo él sin dramatismo-. Ya está afuera.
Aquello podía interpretarse de tres modos: o había perdido su poder, o en realidad se había ido del país -como se publicó- o lo habían matado. Él se escapó con la respuesta de que en realidad no lo sabía.
En parte por una curiosidad irresistible, y en parte por ganarse su confianza, Maruja preguntó también quién había escrito una carta que los Extraditables habían dirigido en esos días al embajador de los Estados Unidos sobre la extradición y el tráfico de drogas. No sólo le había llamado la atención por la fuerza de sus argumentos sino por la buena redacción. El Doctor no lo sabía a ciencia cierta, pero le constaba que Escobar escribía él mismo sus cartas, repensando y repitiendo borradores hasta que lograba decir lo que quería sin equívocos ni contradicciones. Al final de la charla de casi dos horas, el Doctor volvió a abordar el tema de la entrega. Maruja se dio cuenta de que estaba más interesado de lo que pareció al principio y que no sólo pensaba en la suerte de Escobar sino también en la propia. Ella, por su parte, tenía un criterio bien formado de las controversias y la evolución de los decretos, conocía las menudencias de la política de sometimiento y las tendencias de la Asamblea Constituyente sobre la extradición y el indulto.
– Si Escobar no piensa quedarse por lo menos catorce años en la cárcel -dijo- no creo que el gobierno vaya aceptarle la entrega.
El apreció tanto la opinión, que tuvo una idea insólita: «¿Por qué no le escribe una carta al Patrón?». Y enseguida, ante el desconcierto de Maruja, insistió.
– En serio, escríbale eso -le dijo-. Puede servir de mucho.
Dicho y hecho. Le llevó papel y lápiz, y esperó sin prisa, paseándose de un extremo al otro del cuarto. Maruja se fumó media cajetilla de cigarrillos desde la primera letra hasta la última mientras escribía, sentada en la cama y con el papel apoyado en una tabla. En términos sencillos le dio las gracias a Escobar por la seguridad que fe habían infundido sus palabras. Le dijo que no tenía sentimientos de venganza contra él ni contra los que estaban a cargo de su secuestro, y a todos les agradeció la forma digna con que la habían tratado. Esperaba que Escobar pudiera acogerse a los decretos del gobierno para que lograra un buen futuro para él y para sus hijos en su país. Por último, con la misma fórmula que Villamizar le había sugerido en su carta, ofreció su sacrificio por la paz de Colombia. El Doctor esperaba algo más concreto sobre las condiciones de la entrega, pero Maruja lo convenció de que el efecto sería el mismo sin incurrir en detalles que pudieran parecer impertinentes o que fueran mal interpretados. Tuvo razón: la carta fue distribuida a la prensa por Pablo Escobar, que en ese momento la tenía a su alcance por el interés de la rendición.
Maruja le escribió a Villamizar en el mismo correo una carta muy distinta de la que había concebido bajo los efectos de la rabia, y así logró que él reapareciera en la televisión después de muchas semanas de silencio. Esa noche, bajo los efectos del somnífero arrasador, soñó que Escobar bajaba de un helicóptero protegiéndose con ella de una ráfaga de balas como en una versión futurista de las películas de vaqueros.
Al final de la visita, el Doctor había dado instrucciones a la gente de la casa para que se esmeraran en el trato a Maruja. El mayordomo y Damaris estaban tan contentos con las nuevas órdenes, que a veces se excedieron en sus complacencias. Antes de despedirse, el Doctor había decidido cambiar la guardia. Maruja le pidió que no. Los jóvenes bachilleres, que cumplían el turno de abril, habían sido un alivio después de los desmanes de marzo, y seguían manteniendo con ella una relación pacífica. Maruja se había ganado la confianza. Le comentaban lo que oían al mayordomo y su mujer y la ponían al comente de contrariedades internas que antes eran secretos de Estado. Llegaron a prometerle -y Maruja lo creyó- que si alguien intentaba algo contra ella serían los primeros en impedirlo. Le demostraban sus afectos con golosinas que se robaban en la cocina, y le regalaron una lata de aceite de oliva para disimular el sabor abominable de las lentejas.
Lo único difícil era la inquietud religiosa que los atormentaba y que ella no podía satisfacer por su incredulidad congénita y su ignorancia en materias de fe. Muchas veces corrió el riesgo de estropear la armonía del cuarto. «A ver cómo es la vaina -les preguntaba-. ¿Si es pecado matar por que matan ustedes?» Los desafiaba: «Tantos rosarios a las seis de la tarde, tantas veladoras, tantas vainas con el Divino Niño, y si yo tratara de escaparme no pensarían en él para matarme a tiros». Los debates llegaron a ser tan virulentos que uno de ellos gritó espantado:
– ¡Ustedes atea!
Ella gritó que sí. Nunca pensó causar semejante estupor. Consciente de que su radicalismo ocioso podía costarle caro, se inventó una teoría cósmica del mundo y de la vida que les permitía discutir sin altercados. De modo que la idea de reemplazarlos por otros desconocidos no era recomendable. Pero el Doctor le explicó:
– Es para resolverle esta vaina de las ametralladoras.
Maruja entendió lo que quería decir cuando llegaron los del nuevo turno. Eran unos lavapisos desarmados que limpiaban y trapeaban todo el día, hasta el extremo de que estorbaban más que la basura y el mal estado de antes. Pero la tos de Maruja desapareció poco a poco, y el nuevo orden le permitió asomarse a la televisión con una tranquilidad y una concentración que eran convenientes para su salud y su equilibrio.
La incrédula Maruja no le prestaba la menor atención a El Minuto de Dios, un raro programa de sesenta segundos en el cual el sacerdote budista de ochenta y dos años, Rafael García Herreros, hacía una reflexión más social que religiosa, y muchas veces críptica. En cambio Pacho Santos, que es un católico ferviente y practicante, se interesaba en el mensaje que tenía muy Poco en común con el de los políticos profesionales. El padre era una de las caras más conocidas del país desde enero de 1955, cuando se inició el programa en el canal 7 de la Televisora Nacional. Antes había sido una voz conocida en una emisora de Cartagena desde 1950, en una de Cali desde enero del 52, en Medellín desde setiembre del 54 y en Bogotá desde diciembre de ese mismo año. En la televisión empezó casi al mismo tiempo de la inauguración del sistema. Se distinguía por su estilo directo y a veces brutal, y hablaba con sus ojos de águila fijos en el espectador. Todos los años, desde 1961, había organizado el Banquete del Millón, al cual asistían personas muy conocidas -o que querían serlo- y pagaban un millón de pesos por una taza de consomé y un pan servidos por una reina de la belleza, para recolectar fondos destinados a la obra social que llevaba el mismo nombre del programa. La invitación más estruendosa fue la que hizo en 1968 con una carta personal a Brigitte Bardot. La aceptación inmediata de la actriz provocó el escándalo de la mojigatería local, que amenazó con sabotear el banquete. El padre se mantuvo en su decisión. Un incendio más que oportuno en los estudios de Boulogne, en París, y la explicación fantástica de que no había lugar en los aviones, fueron los dos pretextos con que se sorteó el gran ridículo nacional.
Los guardianes de Pacho Santos eran espectadores asiduos de El Minuto de Dios, pero ellos sí se interesaban por su contenido religioso más que por el social. Creían a ciegas, como la mayoría de las familias de los tugurios de Antioquia, que el padre era un santo. El tono era siempre crispado y el contenido -a veces- incomprensible. Pero el programa del 18 de abril -dirigido sin duda pero sin nombre propio a Pablo Escobar- fue indescifrable. Me han dicho que quiere entregarse. Me han dicho que quisiera hablar conmigo -dijo el padre García Herreros mirando directo a fe cámara-. ¡Oh, mar! ¡Oh, mar de Coveñas a las cinco de la tarde cuando el sol está cayendo! ¿Qué debo hacer? Me dicen que él está cansado de su vida y con su bregar, y no puedo contarle a nadie mi secreto. Sin embargo, me está ahogando interiormente. Dime ¡Oh, mar!: ¿Podré hacerlo? ¿Deberé hacerlo? Tú que sabes toda la historia de Colombia, tú que viste a los indios que adoraban en esta playa, tú que oíste el rumor de la historia: ¿deberé hacerlo? ¿Me rechazarán si lo hago? ¿Me rechazarán en Colombia? Si lo hago: ¿se formará una balacera cuando yo vaya con ellos? ¿Caeré con ellos en esta aventura?
Maruja también lo oyó, pero le pareció menos raro que a muchos colombianos, porque siempre había pensado que al padre le gustaba divagar hasta extraviarse en las galaxias. Lo veía más bien como un aperitivo ineludible del noticiero de las siete. Aquella noche le llamó la atención porque todo lo que tuviera que ver con Pablo Escobar tenía que ver también con ella. Quedó perpleja e intrigada, y muy inquieta con la incertidumbre de lo que pudiera haber en el fondo de aquel galimatías providencial. Pacho, en cambio, seguro de que el padre lo sacaría de aquel purgatorio, se abrazó de alegría con su guardián.