7

Maruja y Beatriz no se habían enterado de las muertes. Sin televisor ni radio, y sin más informaciones que las del enemigo, era imposible adivinar la verdad. Las contradicciones de los propios guardianes desbarataron la versión de que a Marina la habían llevado a una finca, de modo que cualquier otra conjetura conducía al mismo callejón sin salida: o estaba libre o estaba muerta. Es decir: antes eran ellas las únicas que la sabían viva, y ahora eran las únicas que no sabían que estaba muerta.

La cama sola se había convertido en un fantasma ante la incertidumbre de lo que habían hecho con Marina. El Monje había regresado media hora después de que se la llevaran. Entró como una sombra y se enroscó en un rincón. Beatriz le preguntó a quemarropa:

– ¿Qué hicieron con Marina?

El Monje le contó que cuando salió con ella lo habían esperado en el garaje dos jefes nuevos que no entraron en el cuarto. Que él les preguntó para dónde la llevaban, y uno de ellos le contestó enfurecido: «Grandísimo hijueputa, aquí no se hacen preguntas». Que después le ordenaron que volviera a casa y dejara a Marina en manos de Barrabás, el otro guardián de turno.

La versión parecía creíble a primera oída. No era fácil que el Monje tuviera tiempo de ir y volver en tan poco tiempo si hubiera participado en el crimen, ni que tuviera corazón para matar a una mujer en ruinas a la que parecía querer como a su abuela y que lo mimaba como a un nieto. En cambio, Barrabás tenía fama de ser un sanguinario sin corazón que además se vanagloriaba de sus crímenes. La incertidumbre se hizo más inquietante por la madrugada, cuando Maruja y Beatriz se despertaron por un lamento de animal herido, y era que el Monje estaba sollozando. No quiso el desayuno, y varias veces se le oyó suspirar: «¡Qué dolor que se hayan llevado a la abuela!». Sin embargo, nunca dejó entender que estuviera muerta. Hasta la tenacidad con que el mayordomo se negaba a devolver el televisor y el radio aumentaba la sospecha del asesinato.

Damaris, después de varios días fuera de casa, regresó en un estado de ánimo que sumó un elemento más a la confusión. En uno de los paseos de madrugada, Maruja le preguntó dónde había ido, y ella le contestó con la misma voz con que hubiera dicho la verdad: «Estoy cuidando a doña Marina». Sin darle a Maruja una pausa para pensar, agregó: «Siempre las recuerda y les manda muchos saludos». Y enseguida, en un tono aún más casual, dijo que Barrabás no había regresado porque era el responsable de su seguridad. A partir de entonces, cada vez que Damaris salía a la calle por cualquier motivo, regresaba con noticias tanto menos creíbles cuanto más entusiastas. Todas terminaban con una fórmula ritual:

– Doña Marina está divinamente.

Maruja no tenía una razón para creerle más a Damaris que al Monje, o a cualquier otro de los guardianes, pero tampoco la tenía para no creerles en unas circunstancias en que todo parecía posible. Si en realidad Marina estaba viva, no tenían razones para mantener a las rehenes sin noticias ni distracciones, como no fuera para ocultarles otras verdades peores. No había nada que pareciera descabellado para la imaginación desmandada de Maruja. Hasta entonces había ocultado sus inquietudes a Beatriz, temerosa de que no pudiera resistir la verdad. Pero Beatriz estaba a salvo de toda contaminación. Había rechazado desde el principio cualquier sospecha de que Marina estuviera muerta. Sus sueños la ayudaban. Soñaba que su hermano Alberto, tan real como en la vida, le hacía recuentos puntuales de sus gestiones, de lo bien que iban, de lo poco que les faltaba a ellas para ser libres. Soñaba que su padre la tranquilizaba con la noticia de que las tarjetas de crédito olvidadas en el bolso estaban a salvo. Eran visiones tan vividas que en el recuerdo no podía distinguirlas de la realidad.

Por esos días estaba terminando su turno con Maruja y Beatriz un muchacho de diecisiete años que se hacía llamar Joñas. Oía música desde las siete de la mañana en una grabadora gangosa. Tenía canciones favoritas que repetía hasta el agotamiento a un volumen enloquecedor. Mientras tanto, como parte del coro, gritaba: «Vida, hija de puta, mal parida, yo no sé por qué me metí en esto». En momentos de calma hablaba de su familia con Beatriz. Pero sólo llegaba al borde del abismo con un suspiro insondable: «¡Si ustedes supieran quién es mi papá!». Nunca lo dijo, pero ese y otros muchos enigmas de los guardianes contribuían a enrarecer aún más el ambiente del cuarto.

El mayordomo, custodio del bienestar doméstico, debió de informar a sus jefes sobre la inquietud reinante, pues dos de ellos aparecieron por esos días con ánimo conciliador. Negaron una vez más el radio y el televisor, pero en cambio trataron de mejorar la vida diaria. Prometieron libros, pero les llevaron muy pocos, y entre ellos una novela de Corín Tellado. Les llegaron revistas de entretenimiento pero ninguna de actualidad. Hicieron poner un foco grande donde antes estuvo el azul, y ordenaron encenderlo por una hora a las siete de la mañana y otra a las siete de la noche para que se pudiera leer, pero Beatriz y Maruja estaban tan acostumbradas a la penumbra que no podían resistir una claridad intensa. Además, la luz recalentaba el aire del cuarto hasta volverlo irrespirable. Maruja se dejó llevar por la inercia de los desahuciados. Permanecía día y noche haciéndose la dormida en el colchón, de cara a la pared para no tener que hablar. Apenas si comía. Beatriz ocupó la cama vacía y se refugió en los crucigramas y acertijos de las revistas, La realidad era cruda y dolorosa, pero era la realidad: había más espacio en el cuarto para cuatro que para cinco, menos tensiones, más aire para respirar. Joñas terminó su turno a fines de enero y se despidió de las rehenes con una prueba de confianza. «Quiero contarles algo con la condición de que nadie sepa quién se lo dijo», advirtió. Y soltó la noticia que lo carcomía por dentro:

– A doña Diana Turbay la mataron.

El golpe las despertó. Para Maruja fue el instante más terrible del cautiverio. Beatriz trataba de no pensar en lo que le parecía irremediable: «Si mataron a Diana, la que sigue soy yo». A fin de cuentas, desde el primero de enero, cuando el año viejo se fue sin que las liberaran, se había dicho: «O me sueltan o me dejo morir».

Un día de ésos, mientras Maruja jugaba una partida de dominó con otro guardián, el Gorila se tocó distintos puntos del pecho con el índice, y dilo: «Siento algo muy feo por aquí.

¿Qué será?». Maruja interrumpió la jugada, lo miró con todo el desprecio de que fue capaz, y le dijo:

– O son gases o es un infarto».

Él soltó la metralleta en el piso, se levantó aterrorizado, se puso en el pecho la mano abierta con todos los dedos extendidos, y lanzó un grito colosal:

– ¡Me duele el corazón, carajo!

Se derrumbó sobre los trastos del desayuno, y quedó tendido boca abajo. Beatriz, que se sabía odiada por él, sintió el impulso profesional de auxiliarlo, pero en ese momento entraron el mayordomo y su mujer, asustados por el grito y el estropicio de la caída. El otro guardián, que era pequeño y frágil, había tratado de hacer algo, pero se lo impidió el estorbo de la metralleta, y se la entregó a Beatriz.

– Usted me responde por doña Maruja -le dijo.

Él, el mayordomo y Damaris, juntos, no pudieron cargar al caído. Lo agarraron como pudieron, y lo arrastraron hasta la sala. Beatriz, con la metralleta en la mano, y Maruja, atónita, vieron la metralleta del otro guardián abandonada en el piso, y a las dos las estremeció la misma tentación. Maruja sabía disparar un revólver, y alguna vez le habían explicado cómo manejar la metralleta, pero una lucidez providencial le impidió recogerla. Beatriz, por su parte, estaba familiarizada con las prácticas militares. En un entrenamiento de cinco años, dos veces por semana, pasó por los grados de subteniente y teniente, y alcanzó el de capitán asimilado en el Hospital Militar. Había hecho un curso especial de artillería de cañón. Sin embargo, también ella se dio cuenta de que llevaban todas las de perder. Ambas se consolaron con la idea de que el Gorila no volvería jamás. No volvió, en efecto.

Cuando Pacho Santos vio por televisión el entierro de Diana y la exhumación de Marina Montoya, se dio cuenta de que no le quedaba otra alternativa que fugarse. Ya para entonces tenía una idea aproximada de dónde se encontraba. Por las conversaciones y los descuidos de los guardianes, y por otras artes de periodista logró establecer que estaba en una casa de esquina en algún barrio vasto y populoso del occidente de Bogotá. Su cuarto era el principal del segundo piso con la ventana exterior clausurada con tablas. Se dio cuenta de que era una casa alquilada, y tal vez sin contrato legal, porque la propietaria iba a principios de cada mes a cobrar el arriendo. Era el único extraño que entraba y salía, y antes de abrirle la puerta de la calle subían a encadenar a Pacho en la cama, lo obligaban con amenazas a permanecer en absoluto silencio, y apagaban el radio y el televisor.

Había establecido que la ventana clausurada en el cuarto daba sobre el antejardín, y que había una puerta de salida al final del corredor estrecho donde estaban los servicios sanitarios. El baño podía utilizarlo a discreción sin ninguna vigilancia con sólo atravesar el corredor, pero antes tenía que pedir que lo desencadenaran. Allí la única ventilación era una ventana por donde podía verse el cielo. Tan alta, que no sería fácil alcanzarla, pero tenía un diámetro suficiente para salir por ella. Hasta entonces no tenía una idea de adonde podía conducir. En el cuarto vecino, dividido en camarotes de metal rojo, dormían los guardianes que no estaban de turno. Como eran cuatro se relevaban de dos en dos cada seis horas. Sus armas no estuvieron nunca a la vista en la vida cotidiana, aunque siempre las llevaban consigo. Sólo uno dormía en el suelo junto a la cama matrimonial.

Estableció que estaban cerca de una fábrica, cuyo silbato se escuchaba varias veces al día, y por los coros diarios y la algarabía de los recreos sabía que estaba cerca de un colegio. En cierta ocasión pidió una pizza y se la llevaron en menos de cinco minutos, todavía caliente, y así supo que la preparaban y vendían tal vez en la misma cuadra. Los periódicos los compraban sin duda al otro lado de la calle y en una tienda grande, porque vendían también las revistas Time y Newsweek. Durante la noche lo despertaba la fragancia del pan recién horneado de una panadería. Con preguntas tramposas logró saber por los guardianes que a cien metros a la redonda había una farmacia, un taller de automóvil, dos cantinas, una fonda, un zapatero remendón y dos paraderos de buses. Con esos y muchos otros datos recogidos a pedazos trató de armar el rompecabezas de sus vías de escape. Uno de los guardianes le había dicho que en caso de que llegara la ley tenían la orden de entrar antes en el cuarto y dispararle tres tiros a quemarropa: uno en la cabeza, otro en el corazón y otro en el hígado. Desde que lo supo consiguió quedarse con una botella de gaseosa de a litro, que mantenía al alcance de la mano para blandiría como un mazo. Era la única arma posible.

El ajedrez -que un guardián le enseñó a jugar con un talento notable- le había dado una nueva medida del tiempo. Otro del turno de octubre era un experto en telenovelas y lo inició en el vicio de seguirlas sin preocuparse si eran buenas o malas. El secreto era no preocuparse mucho por el episodio de hoy sino aprender a imaginarse las sorpresas del episodio de mañana. Veían juntos los programas de Alexandra, y compartían los noticieros de radio y televisión.

Otro guardián le había quitado veinte mil pesos que llevaba en el bolsillo el día del secuestro, pero en compensación le prometió llevarle todo lo que él le pidiera. Sobre todo, libros: varios de Milán Kundera, Crimen y Castigo, la biografía del general Santander de Pilar Moreno de Ángel. Él fue quizás el único colombiano de su generación que oyó hablar de José María Vargas Vila, el escritor colombiano más popular en el mundo a principios del siglo, y se apasionó con sus libros hasta las lágrimas. Los leyó casi todos, escamoteados por uno de los guardianes en la biblioteca de su abuelo. Con la madre de otro guardián mantuvo una entretenida correspondencia durante varios meses hasta que se la prohibieron los responsables de su seguridad. La ración de lectura se completaba con los periódicos del día que le llevaban por la tarde sin desdoblar. El guardián encargado de llevárselos tenía una inquina visceral contra los periodistas. En especial contra un conocido presentador de televisión, al cual apuntaba con su metralleta cuando aparecía en pantalla.

– A ése me lo cargo de gratis -decía.

Pacho no vio nunca a los jefes. Sabía que iban de vez en cuando, aunque nunca subieron al dormitorio, y que hacían reuniones de control y trabajo en un café de Chapinero. Con los guardianes, en cambio, logró establecer una relación de emergencia. Tenían el poder sobre la vida y la muerte, pero le reconocieron siempre el derecho de negociar algunas condiciones de vida. Casi a diario ganaba unas o perdía otras. Perdió hasta el final la de dormir encadenado, pero se ganó su confianza jugando al remis, un juego pueril de trampas fáciles que consiste en hacer tríos y escaleras con diez cartas. Un jefe invisible les mandaba cada quince días cien mil pesos prestados que se repartían entre todos para jugar. Pacho perdió siempre. Sólo al cabo de seis meses le confesaron que todos le hacían trampas, y si acaso lo dejaron ganar algunas veces fue para que no perdiera el entusiasmo. Eran juegos de mano con maestría de prestidigitadores.

Esa había sido su vida hasta el Año Nuevo. Desde el primer día había previsto que el secuestro sería largo, y su relación con los guardianes le había hecho pensar que podría sobrellevarlo. Pero las muertes de Diana y Marina le derrotaron el optimismo. Los mismos guardianes, que antes lo alentaban, volvían de la calle con los ánimos caídos. Parecía ser que todo estaba detenido a la espera de que la Constituyente se pronunciara sobre la extradición y el indulto. Entonces no tuvo duda de que la opción de la fuga era posible. Con una condición: sólo la intentaría cuando viera cerrada cualquier otra alternativa. Para Maruja y Beatriz también se había cerrado el horizonte después de las ilusiones de diciembre, pero volvió a entreabrirse a fines de enero por los rumores de que serían liberados dos rehenes. Ellas ignoraban entonces cuántos quedaban o si había algunos más recientes. Maruja dio por hecho que la liberada sería Beatriz. La noche del 2 de febrero, durante la caminata en el patio, Damaris lo confirmó. Tan segura estaba, que compró en el mercado un lápiz de labios, colorete, sombras para los párpados, y otras minucias de tocador para el día que salieran. Beatriz se afeitó las piernas en previsión de que no tuviera tiempo a última hora.

Sin embargo, dos jefes que las visitaron el día siguiente no dieron ninguna precisión sobre quién sería la liberada, ni si en realidad habría alguna. Se les notaba el rango. Eran distintos y más comunicativos que todos los anteriores. Confirmaron que un comunicado de los Extraditables había anunciado la liberación de dos, pero podían haber surgido algunos obstáculos imprevistos.

Esto les recordó a las cautivas la promesa anterior de liberarlas el 9 de diciembre, que tampoco cumplieron.

Los nuevos jefes empezaron por crear un ambiente de optimismo. Entraban a cualquier hora con un alborozo sin fundamentos serios. «Esto va como bien», decían. Comentaban las noticias del día con un entusiasmo infantil, pero se negaban a devolver el televisor y el radio para que las secuestradas pudieran conocerlas en directo. Uno de ellos, por maldad o por estupidez, se despidió una noche con una frase que pudo matarlas de terror por su doble sentido: «Tranquilas, señoras, la cosa va a ser muy rápida».

Fue una tensión de cuatro días en los que fueron dando poco a poco los pedazos dispersos de la. noticia. El tercer día dijeron que soltarían sólo un rehén. Que podía ser Beatriz, porque a Francisco Santos y a Maruja los tenían reservados para destinos más altos. Lo más angustioso para ellas era no poder confrontar esas noticias con las de la calle. Y sobre todo con Alberto, que tal vez conociera mejor que los mismos jefes la causa real de las incertidumbres.

Por fin, el día 7 de febrero llegaron más temprano que de costumbre y destaparon el juego: salía Beatriz. Maruja tendría que esperar una semana más. «Faltan todavía unos detañitos», dijo uno de los encapuchados. Beatriz sufrió una crisis de locuacidad que dejó a los jefes agotados, y al mayordomo y su mujer, y por último a los guardianes. Maruja no le puso atención, herida por un rencor sordo contra su marido, por la idea peregrina de que había preferido liberar a la hermana antes que a ella. Fue presa del encono durante toda la tarde, y sus rescoldos se mantuvieron tibios durante varios días.

Aquella noche la pasó aleccionando a Beatriz sobre cómo debía contarle a Alberto Villamizar los pormenores del secuestro, y el modo como debía manejarlos para mayor seguridad de todos. Cualquier error, por inocente que pareciera, podía costar una vida. Así que Beatriz debía hacerle a su hermano un relato escueto y veraz de la situación sin atenuar ni exagerar nada que pudiera hacerlo sufrir menos o preocuparse más: la verdad cruda. Lo que no debía decirle era cualquier dato que permitiera identificar el lugar donde ellas estaban. Beatriz lo resintió.

– ¿Es que usted no confía en mi hermano?

– Más que en nadie en este mundo -dijo Maruja-, pero este compromiso es entre usted y yo, y nadie más. Usted me responde de que nadie lo sepa.

Su temor era fundado. Conocía el carácter impulsivo de su esposo, y quería evitar por el bien de ambos y de todos que intentara un rescate con la fuerza pública. Otro mensaje a Alberto era que consultara si la medicina que tomaba ella para la circulación no tenía efectos secundarios. El resto de la noche se les fue preparando un sistema más eficaz para cifrar los mensajes por radio y televisión, y para el caso de que en el futuro autorizaran la correspondencia escrita. Sin embargo, en el fondo de su alma estaba dictando un testamento: qué debía hacerse con los hijos, con sus antigüedades, con las cosas comunes que merecían una atención especial. Fue tan vehemente, que uno de los guardianes que la oyó se apresuró a decirle.

– Tranquila -le dijo-. A usted no le va a pasar nada.

Al día siguiente esperaron con mayor ansiedad, pero nada pasó. Siguieron conversando durante la tarde. Por fin, a las siete de la noche, la puerta se abrió de golpe y entraron los dos jefes conocidos, y uno nuevo, y se dirigieron de frente a Beatriz:

– Venimos por usted, alístese.

Beatriz se aterrorizó con aquella repetición terrorífica de la noche en que se llevaron a Marina: la misma puerta que se abrió, la misma frase que podía servir por igual para ser libre que para morir, el mismo enigma sobre su destino. No entendía por qué a Marina, como a ella, le habían dicho: «Venimos por usted», en vez de lo que ella ansiaba oír: «Vamos a liberarla». Tratando de provocar la respuesta con un golpe de astucia, preguntó:

– ¿Me van a liberar con Marina?

Los dos jefes se crisparon.

– ¡No haga preguntas! -le respondió uno de ellos con un gruñido áspero-. ¡Yo qué voy a saber de eso!

Otro, más persuasivo, remató:

– Una cosa no tiene nada que ver con la otra. Esto es político.

La palabra que Beatriz ansiaba -liberación- se quedó sin ser dicha. Pero el ambiente era alentador. Los jefes no tenían prisa. Damaris, con una minifalda de colegiala, les llevó gaseosas y un ponqué para la despedida. Hablaron de la noticia del día que las cautivas ignoraban: habían secuestrado en Bogotá, en operaciones separadas, a los industriales Lorenzo King Mazuera y Eduardo Puyana, al parecer por los Extraditables. Pero también les contaron que Pablo Escobar estaba ansioso por entregarse al cabo de tanto tiempo de vivir al azar. Inclusive, se decía, en las alcantarillas. Prometieron llevar el televisor y el radio esa misma noche para que Maruja pudiera ver a Beatriz rodeada por su familia.

El análisis de Maruja parecía razonable. Hasta entonces sospechaba que Marina había sido ejecutada, pero aquella noche no le quedó duda alguna por la diferencia del ceremonial en ambos casos. Para Marina no habían ido Jefes a aclimatar los ánimos con varios días de anticipación. Tampoco habían ido a buscarla, sino que mandaron a dos matones rasos sin ninguna autoridad y con sólo cinco minutos para cumplir la orden. La despedida con tarta y vino que le hicieron a Beatriz habría sido un homenaje macabro si fueran a matarla. En el caso de Marina les habían quitado el televisor y el radio para que ellas no se enteraran de su ejecución, y ahora ofrecían devolverlos para atenuar con una buena noticia los estragos de la mala. Maruja concluyó entonces sin más vueltas que Marina había sido ejecutada y que Beatriz se iba libre.

Los jefes le concedieron diez minutos para arreglarse mientras ellos iban a tomar un café. Beatriz no podía conjurar la idea de que estaba volviendo a vivir la última noche de Marina. Pidió un espejo para maquillarse. Damaris le llevó uno grande con un marco de hojas doradas. Maruja y Beatriz, al cabo de tres meses sin espejo, se apresuraron a verse. Fue una de las experiencias más sobrecogedoras del cautiverio. Maruja tuvo la impresión de que no se hubiera reconocido si se hubiera encontrado consigo misma en la calle. «Me morí de pánico», ha dicho después. «Me vi flaca, desconocida, como si me hubiera maquillado para una caracterización de teatro». Beatriz se vio lívida, con diez kilos menos y el cabello largo y marchito, y exclamó espantada: «¡Ésta no soy yo!». Muchas veces, entre bromas y veras, había sentido la vergüenza de que algún día la liberaran en tan mal estado, pero nunca se imaginó que en realidad fuera tan malo. Luego fue peor, porque uno de los jefes encendió el foco central, y la atmósfera del cuarto se hizo aún más siniestra, Uno de los guardianes sostuvo el espejo para que Beatriz se peinara. Ella quiso maquillarse pero Maruja se lo impidió. «¡Cómo se le ocurre! -le dijo, escandalizada-. ¿Usted piensa echarse eso, con esta palidez? Va a quedar terrible». Beatriz le hizo caso. También ella se perfumó con la loción de hombre que Lamparón le había regalado. Por último se tragó sin agua una pastilla tranquilizante.

En el talego, junto con sus otras cosas, estaba la ropa que llevaba puesta la noche del secuestro, pero prefirió la sudadera rosada con menos uso. Dudó de ponerse sus zapatos planos que estaban enmohecidos debajo de la cama, y que además no le iban bien con la sudadera. Damaris quiso darle unos zapatos de tenis que usaba para hacer gimnasia. Eran de su número exacto, pero con un aspecto tan indigente que Beatriz los rechazó con el pretexto de que le quedaban apretados. De modo que se puso sus zapatos planos, y se hizo una cola de caballo con una cinta elástica. Al final, por obra y gracia de tantas penurias, quedó con el aspecto de una colegiala.

No le pusieron una capucha como a Marina, sino que trataron de vendarle los ojos con esparadrapos para que no pudiera reconocer el camino ni las caras. Ella se opuso, consciente de que al quitárselos iban a arrancarle las cejas y las pestañas. «Espérense -les dijo-. Yo los ayudo». Entonces se puso un buen copo de algodón sobre cada párpado y se los fijaron con esparadrapos.

La despedida fue rápida y sin lágrimas. Beatriz estaba a punto de llorar pero Maruja se lo impidió con una frialdad calculada para darle ánimos. «Dígale a Alberto que esté tranquilo, que lo quiero mucho, y que quiero mucho a mis hijos», dijo. Se despidió con un beso. Ambas sufrieron. Beatriz, porque a la hora de la verdad la asaltó el terror de que tal vez fuera más fácil matarla que dejarla libre. Maruja, por el terror doble de que mataran a Beatriz, y por quedarse sola con los cuatro guardianes. Lo único que no se le ocurrió fue que la ejecutaran una vez liberada Beatriz.

La puerta se cerró, y Maruja permaneció inmóvil, sin saber por dónde seguir, hasta que oyó los motores en el garaje, y el rastro de los automóviles que se perdía en la noche. Una sensación de inmenso abandono se apoderó de ella. Sólo entonces recordó que no le habían cumplido la promesa de devolverle el televisor y el radio para conocer el final de la noche. El mayordomo se había ido con Beatriz, pero su mujer prometió hacer una llamada para que se los llevaran antes de los noticieros de las nueve y media. No llegaron. Maruja suplicó a los guardianes que le permitieran ver el televisor de la casa, pero ni ellos ni el mayordomo se atrevieron a contrariar el régimen en materia tan grave. Damaris entró antes de dos horas a contarle alborozada que Beatriz había llegado bien a su casa y que había sido muy cuidadosa en sus declaraciones, pues no había dicho nada que pudiera perjudicar a nadie. Toda la familia, con Alberto, por supuesto, estaba alrededor de ella. No cabía la gente en la casa.

A Maruja le quedó el reconcomio de que no fuera cierto. Insistió en que le llevaran un radio prestado. Perdió el control, y se enfrentó a los guardianes sin medir las consecuencias. No fueron graves, porque ellos habían sido testigos del trato que le dieron sus jefes a Maruja, y prefirieron calmarla con una nueva gestión para que les prestaran un radio. Más tarde se asomó el mayordomo y le dio su palabra de que habían dejado a Beatriz sana y salva en lugar seguro, y que ya todo el país la había visto y oído con su familia. Pero lo que Maruja quería era un radio para oír con sus propios oídos la voz de Beatriz. El mayordomo prometió llevárselo, pero no cumplió. A las doce de la noche, demolida por el cansancio y la rabia, Maruja se tomó dos pastillas del barbitúrico fulminante, y no despertó hasta las ocho de la mañana del día siguiente.

Las noticias eran ciertas. Beatriz había sido llevada al garaje a través del patio. La acostaron en el suelo de un automóvil que sin duda era un jeep, porque tuvieron que ayudarla para que alcanzara el pescante. Al principio dieron tumbos en los tramos escabrosos. Tan pronto como empezaron a deslizarse por una pista asfaltada, un hombre que viajaba junto a Beatriz le hizo amenazas sin sentido. Ella se dio cuenta por la voz de que el hombre estaba en un estado de nervios que su dureza no lograba disimular, y que no era ninguno de los jefes que habían estado en la casa.

– A usted van a estar esperándola una cantidad de periodistas -dijo el hombre-. Pues tenga mucho cuidado. Cualquier palabra de más puede costarle la vida a su cuñada. Recuerde que nunca hemos hablado con usted, que nunca nos vio, y que este viaje duró más de dos horas.

Beatriz escuchó las amenazas en silencio, y muchas otras que el hombre parecía repetir sin necesidad, sólo por calmarse a sí mismo. En una conversación que sostuvieron a tres voces descubrió que ninguno era conocido, salvo el mayordomo, que apenas habló. La estremeció una ráfaga de escalofrío: todavía era posible el más siniestro de los presagios.

– Quiero pedirles un favor -dijo a ciegas y con pleno dominio de su voz-. Maruja tiene problemas circulatorios, y quisiéramos mandarle una medicina. ¿Ustedes se la harían llegar?

– Afirmativo -dijo el hombre-. Pierda cuidado.

– Mil gracias -dijo Beatriz-. Yo seguiré las instrucciones de ustedes. No los voy a perjudicar.

Hubo una pausa larga con un fondo de automóviles raudos, camiones pesados, retazos de músicas y gritos. Los hombres hablaron entre ellos en susurros. Uno se dirigió a Beatriz.

– Por aquí hay muchos retenes -le dijo-. Si nos paran en algunos les vamos a decir que usted es mi esposa y con lo pálida que está podemos decir que la llevamos a una clínica.

Beatriz, ya más tranquila, no resistió la tentación de jugar:

– ¿Con estos parches en los ojos?

– La operaron de la vista -dijo el hombre-. La siento al lado mío y le echo un brazo encima.

La inquietud de los secuestradores no era infundada. En aquel mismo momento ardían siete buses de servicio público en barrios distintos de Bogotá por bombas incendiarias colocadas por comandos de guerrillas urbanas. Al mismo tiempo, las FARC dinamitaron la torre de energía del municipio de Cáqueza, en las goteras de la capital, y trataron de tomarse la población. Por ese motivo hubo algunos operativos de orden público en Bogotá, pero casi imperceptibles. Así que el tráfico urbano de las siete fue el de un jueves cualquiera: denso y ruidoso, con semáforos lentos, gambetas imprevistas para no ser embestidos, y mentadas de madre. Hasta en el silencio de los secuestradores se notaba la tensión.

– Vamos a dejarla en un sitio -dijo uno de ellos-. Usted se baja rapidito y cuenta despacio hasta treinta. Después se quita la careta, camina sin mirar para atrás, Y coge el primer taxi que pase.

Sintió que le pusieron en la mano un billete enrollado. «Para su taxi -dijo el hombre-. Es de cinco mil». Beatriz se lo metió en el bolsillo del pantalón, donde encontró sin buscarla otra pastilla tranquilizante, y se la tragó. Al cabo de una media hora de viaje el carro se detuvo. La misma voz dijo entonces la sentencia final:

– Si usted llega a decirle a la prensa que estuvo con doña Marina Montoya, matamos a doña Maruja.

Habían llegado. Los hombres se ofuscaron tratando de bajar a Beatriz sin quitarle la venda.

Estaban tan nerviosos que se adelantaban unos a otros, se enredaban en órdenes y maldiciones. Beatriz sintió la tierra firme.

– Ya -dijo-. Así estoy bien.

Permaneció inmóvil en la acera hasta que los hombres volvieron al automóvil y arrancaron de inmediato. Sólo entonces oyó que detrás de ellos había otro automóvil que arrancó al mismo tiempo. No cumplió la orden de contar. Caminó dos pasos con los brazos extendidos, y entonces tomó conciencia de que debía de estar en plena calle. Se quitó la venda de un tirón, y reconoció enseguida el barrio Normandía, porque en otros tiempos solía ir por allí a casa de una amiga que vendía joyas. Miró las ventanas encendidas tratando de elegir una que le ofreciera confianza, pues no quería tomar un taxi con lo mal vestida que se sentía, sino llamar a su casa para que fueran a buscarla. No había acabado de decidirse cuando un taxi amarillo muy bien conservado se detuvo frente a ella. El chofer, joven y apuesto, le preguntó:

– ¿Taxi?

Beatriz lo tomó, y sólo cuando estaba dentro cayó en la cuenta de que un taxi tan oportuno no podía ser una casualidad. Sin embargo, la misma certidumbre de que aquél era un último eslabón de sus secuestradores le infundió un raro sentimiento de seguridad. El chofer le preguntó la dirección, y ella se la dijo en susurros. No entendió por qué no la oía hasta que el chofer le preguntó la dirección por tercera vez. Entonces la repitió con su voz natural.

La noche era fría y despejada, con algunas estrellas. El chofer y Beatriz sólo cruzaron las palabras indispensables, pero él no la perdió de vista en el espejo retrovisor. A medida que se acercaban a casa, Beatriz sentía los semáforos más frecuentes y lentos. Dos cuadras antes le pidió al chofer que fuera despacio por si tenían que despistar a los periodistas anunciados por los secuestradores. No estaban. Reconoció su edificio, y se sorprendió de que no le causara la emoción que esperaba.

El taxímetro marcaba setecientos pesos. Como el chofer no tenía cambio para el billete de cinco mil, Beatriz entró en la casa en busca de ayuda, y el viejo portero lanzó un grito y la abrazó enloquecido. En los días interminables y las noches pavorosas del cautiverio Beatriz había prefigurado aquel instante como una conmoción sísmica que le dispararía todas las fuerzas del cuerpo y del alma. Fue todo lo contrario: una especie de remanso en el que apenas percibía, lento y profundo, su corazón amordazado por los tranquilizantes. Entonces dejó que el portero se hiciera cargo del taxi, y tocó el timbre de su apartamento.

Le abrió Gabriel, el hijo menor. Su grito se oyó en toda la casa: «¡Mamaaaaá!». Catalina, la hija de quince anos, acudió gritando, y se le colgó del cuello. Pero la Soltó enseguida, asustada.

– Pero mamá, ¿por qué hablas así?

Fue el detalle feliz que rompió el tremendismo. Beatriz iba a necesitar varios días, en medio de las muchedumbres que la visitaron, para perder la costumbre de hablar en susurros. La esperaban desde la mañana. Tres llamadas anónimas -sin duda de los secuestradores- habían anunciado que sería liberada. Habían llamado incontables periodistas por si sabían la hora. Poco después del mediodía lo confirmó Alberto Villamizar, a quien Guido Parra se lo anunció por teléfono. La prensa estaba en vilo. Una periodista que había llamado tres minutos antes de que Beatriz llegara, le dijo a Gabriel con una voz convencida y sedante: «Tranquilo, hoy la sueltan». Gabriel acababa de colgar cuando sonó el timbre de la puerta.

El doctor Guerrero la había esperado en el apartamento de los Villamizar, pensando que también Maruja sería liberada y que ambas llegarían allí. Esperó con tres vasos de whisky hasta el noticiero de las siete. En vista de que no llegaron creyó que se trataba de otra noticia falsa como tantas de aquellos días, y volvió a su casa. Se puso la piyama, se sirvió otro Vaso de whisky, se metió en la cama y sintonizó Radio Recuerdos para dormirse al arrullo de los boleros. Desde que empezó su calvario no había vuelto a leer. Ya medio en sueños oyó el grito de Gabriel.

Salió del dormitorio con un dominio ejemplar. Beatriz y él -con veinticinco años de casados- se abrazaron sin prisa, como de regreso de un corto viaje, y sin una lágrima. Ambos habían pensado tanto en aquel momento, que a la hora de vivirlo fue como una escena de teatro mil veces ensayada, capaz de convulsionar a todos, menos a sus protagonistas.

Tan pronto como Beatriz entró en la casa se acordó de Maruja, sola y sin noticias en el cuarto miserable. Llamó al teléfono de Alberto Villamizar, y él mismo contestó al primer timbrazo con una voz preparada para todo. Beatriz lo reconoció.

– Hola -le dijo-. Soy Beatriz.

Se dio cuenta de que el hermano la había reconocido desde antes de que ella se identificara. Oyó un suspiro hondo y áspero, corno el de un gato, y enseguida la pregunta sin una mínima alteración de la voz:

– ¿Dónde está?

– En mi casa -dijo Beatriz.

– Perfecto -dijo Villamizar-. Estoy ahí en diez minutos. Mientras tanto, no hable con nadie.

Llegó puntual. La llamada de Beatriz lo sorprendió cuando estaba por rendirse. Además de la alegría de ver a la hermana y de tener la primera y única noticia directa de la esposa cautiva, lo movía la urgencia de preparar a Beatriz antes de que llegaran los periodistas y la policía. Su hijo Andrés, que tiene una vocación irresistible de corredor de automóviles, lo llevó en el tiempo justo.

Los ánimos se habían serenado. Beatriz estaba en la sala, con su marido y sus hijos, y con su madre y sus dos hermanas, que escuchaban ávidos su relato. A Alberto le pareció pálida por el largo encierro y más joven que antes, y con un aire de colegiala por la sudadera deportiva, la cola de caballo y los zapatos planos. Trató de llorar, pero él se lo impidió, ansioso por saber de Maruja. «Tenga por seguro que está bien -le dijo Beatriz-. La cosa allá es difícil pero se aguanta, y Maruja es muy valiente». Y enseguida trató de resolver la preocupación que la atormentaba desde hacía quince días.

– ¿Sabes el teléfono de Marina? -preguntó.

Villamizar pensó que tal vez lo menos brutal sería la verdad.

– La mataron -dijo.

El dolor ce la mala noticia se le confundió a Beatriz con un pavor retroactivo. Si lo hubiera sabido dos horas antes tal vez no habría resistido el viaje de la liberación. Lloró hasta saciarse. Mientras tanto, Villamizar tomó precauciones para que no entrara nadie mientras se ponían de acuerdo sobre una versión pública del secuestro que no pusiera en riesgo a los otros secuestrados.

Los detalles del cautiverio permitían formarse una idea de la casa donde estaba la prisión. Para proteger a Maruja, Beatriz debía decir a la prensa que el viaje de regreso había durado más de tres horas desde algún lugar de tierra templada. Aunque la verdad era otra: la distancia real, las cuestas del camino, la música de los altoparlantes que los fines de semana tronaba casi hasta el amanecer, el ruido de los aviones, el clima, todo indicaba que era un barrio urbano. Por otra parte, habría bastado con interrogar a cuatro o cinco curas del sector para descubrir cuál fue el que exorcizó la casa.

Otros errores aún más torpes revelaban pistas para intentar un rescate armado con el mínimo de riesgos. La hora debía ser las seis de la mañana, después del cambio de turno, pues los guardianes de reemplazo no dormían bien durante la noche y caían rendidos por los suelos sin preocuparse de sus armas. Otro dato importante era la geografía de la casa, y en especial la puerta del patio, donde alguna vez vieron un guardián armado, y el perro era más sobornable de lo que hacían creer sus ladridos. Era imposible prever si alrededor del lugar no había además un cinturón de seguridad, aunque el desorden del régimen interno no inducía a creerlo, y en todo caso habría sido fácil averiguarlo una vez localizada la casa. Después de la desgracia de Diana Turbay se confiaba menos que nunca en el éxito de los rescates armados, pero Villamizar lo tuvo en cuenta por si se llegaba al punto de que no hubiera otra alternativa. En todo caso, fue tal vez el único secreto que no compartió con Rafael Pardo.

Estos datos le crearon a Beatriz un problema de conciencia. Se había comprometido con Maruja a no dar pistas que permitieran intentar un asalto a la casa, pero tornó la grave decisión de dárselos a su hermano, al comprobar que éste estaba tan consciente como Maruja, y corno ella misma, de la inconveniencia de una solución armada. Y menos cuando la liberación de Beatriz demostraba que, con todos sus tropiezos, estaba abierto el camino de la negociación. Fue así como al día siguiente, ya fresca, reposada y con una noche de buen sueño, concedió una conferencia de prensa en la casa de su hermano, donde apenas se podía caminar por entre un bosque de flores. Les dio a los periodistas y a la opinión pública una idea real de lo que fue el horror de su cautiverio, sin ningún dato que pudiera alentar a quienes quisieran actuar por su cuenta con riesgos para la vida de Maruja. El miércoles siguiente, con la seguridad de que Maruja conocía ya el nuevo decreto, Alexandra decidió improvisar un programa de júbilo. En las últimas semanas, a medida que avanzaban las negociaciones, Villamizar había hecho cambios notables en su apartamento para que la esposa liberada lo encontrara a su gusto. Habían puesto una biblioteca donde ella la quería, habían cambiado algunos muebles, algunos cuadros. Habían puesto en un lugar visible el caballo de la dinastía Tang que Maruja había traído de Yakarta como el trofeo de su vida. A última hora recordaron que ella se quejaba de no tener un buen tapete en el baño, y se apresuraron a comprarlo. La casa transformada, luminosa, fue el escenario de un programa de televisión excepcional que le permitió a Maruja conocer la nueva decoración desde antes del regreso. Quedó muy bien, aunque no supieron siquiera si Maruja lo vio.

Beatriz se restableció muy pronto. Guardó en su talego de cautiva la ropa que llevaba puesta al salir, y allí quedó encerrado el olor deprimente del cuarto que todavía la despertaba de pronto en mitad de la noche. Recobró el equilibrio del ánimo con la ayuda del esposo. El único fantasma que alguna vez le llegó del pasado fue la voz del mayordomo, que la llamó dos veces por teléfono. La primera vez fue el grito de un desesperado:

– ¡La medicina! ¡La medicina!

Beatriz reconoció la voz y la sangre se le heló en las venas, pero el aliento le alcanzó para preguntar en el mismo tono.

– ¡Cuál medicina! ¡Cuál medicina! -La de la señora -gritó el mayordomo.

Entonces se aclaró que quería el nombre de la medicina que Maruja tomaba para la circulación.

– Vasotón -dijo Beatriz. Y enseguida, ya repuesta, preguntó-: ¿Y cómo está? -Yo bien -dijo el mayordomo-. Muchas gracias.

– Usted no -corrigió Beatriz-. Ella.

– Ah, tranquila -dijo el mayordomo-. La señora está bien.

Beatriz colgó en seco y se echó a llorar con la náusea de los recuerdos atroces: la comida infame, el muladar del baño, los días siempre iguales, la soledad espantosa de Maruja en el cuarto pestilente. De todos modos, en la sección deportiva de un noticiero de televisión insertaron un anuncio misterioso: Tome Basotón. Pues le habían cambiado la ortografía para evitar que algún laboratorio despistado protestara por el uso de su producto con propósitos inexplicables.

La segunda llamada del mayordomo, varias semanas después, fue muy distinta. Beatriz tardó en identificar la voz enrarecida por algún artificio. Pero el estilo era más bien paternal.

– Recuerde lo que hablamos -dijo-. Usted no estuvo con doña Marina. Con nadie.

– Tranquilo -dijo Beatriz, y colgó.

Guido Parra, embriagado por el primer éxito de su diligencia, le anunció a Villamizar que la liberación de Maruja era cuestión de unos tres días. Villamizar se lo transmitió a Maruja en una rueda de prensa por radio y televisión. Por otra parte, los relatos de Beatriz sobre las condiciones del cautiverio le dieron a Alexandra la seguridad de que sus mensajes llegaban a su destino. Así que le hizo una entrevista de media hora en la cual Beatriz contó todo lo que Maruja quería saber: cómo la habían liberado, cómo estaban los hijos, la casa, los amigos, y qué esperanzas de ser libre podía sustentar.

A partir de entonces harían el programa con toda clase de detalles, con la ropa que se ponían, las cosas que compraban, las visitas que recibían. Alguien decía: «Manuel ya preparó el pernil». Sólo para que Maruja se diera cuenta de que aún seguía intacto el orden que ella había dejado en su casa. Todo esto, por frívolo que pudiera parecer, tenía un sentido alentador para Maruja: la vida seguía, Sin embargo, los días pasaban y no se veían indicios de liberación. Guido Parra se enredaba en explicaciones vagas y pretextos pueriles; se negaba al teléfono; desapareció. Villamizar lo llamó al orden. Parra se extendió en preámbulos. Dijo que las cosas se habían complicado por el incremento de la masacre que la policía estaba haciendo en las comunas de Medellín. Alegaba que mientras el gobierno no pusiera término a aquellos métodos salvajes era MUY difícil la liberación de nadie. Villamizar no lo dejó llegar al final.

– Esto no hacía parte del acuerdo -le dijo-. Todo se fundaba en que el decreto fuera explícito, y lo es. Es una deuda de honor, y conmigo no se juega.

– Usted no sabe lo jodido que es ser abogado de estos tipos -dijo Parra-. El problema mío no es que cobre o no cobre, sino que la cosa me sale bien o me matan. ¿Qué quiere que haga?

– Aclaremos esto sin más paja -dijo Villamizar-. ¿Qué es lo que está pasando?

– Que mientras la policía no pare la matanza y castiguen a los culpables no hay ninguna posibilidad de que suelten a doña Maruja. Ésa es la vaina.

Ciego de furia, Villamizar se desató en improperios contra Escobar, y concluyó:

– Y usted piérdase, porque el que lo va a matar a usted soy yo.

Guido Parra desapareció. No sólo por la reacción violenta de Villamizar, sino también por la de Pablo Escobar, que al parecer no le perdonó el haberse excedido en sus poderes de negociador. Esto pudo apreciarlo Hernando Santos por el pavor con que Guido Parra lo llamó por teléfono para decirle que tenía para él una carta tan terrible de Escobar que ni siquiera se atrevía a leérsela.

– Ese hombre está loco -le dijo-. No lo calma nadie, y a mí no me queda más remedio que borrarme del mundo.

Hernando Santos, consciente de que aquella determinación interrumpía su único canal con Pablo Escobar, trató de convencerlo de que se quedara. Fue inútil. El último favor que Guido Parra le pidió fue que le consiguiera una visa para Venezuela y una gestión para que su hijo terminara el bachillerato en el Gimnasio Moderno de Bogotá. Por rumores nunca confirmados se cree que fue a refugiarse en un convento de Venezuela donde una hermana Suya era monja. No volvió a saberse nada de él, hasta que fue encontrado muerto en Medellín, el 16 de abril de 1993, junto con su hijo bachiller, en el baúl de un automóvil sin placas.

Villamizar necesitó tiempo para reponerse de un terrible sentimiento de derrota. Lo abrumaba el arrepentimiento de haber creído en la palabra de Escobar. Todo le pareció perdido. Durante la negociación había mantenido al corriente al doctor Turbay y a Hernando Santos, que también se habían quedado sin canales con Escobar. Se veían casi a diario, y él había terminado por no contarles sus contratiempos sino las noticias que los alentaran. Acompañó durante largas horas al ex presidente, que había soportado la muerte de su hija con un estoicismo desgarrador; se encerró en si mismo y se negó a cualquier clase de declaración: se hizo invisible. Hernando Santos, cuya única esperanza de liberar al hijo se fundaba en la mediación de Parra, cayó en un profundo estado de derrota. El asesinato de Marina, y sobre todo la forma brutal de reivindicarlo y anunciarlo, provocó una reflexión ineludible sobre qué hacer en adelante. Toda posibilidad de intermediación al estilo de los Notables estaba agotada, y sin embargo ningún otro intermediario parecía eficaz. La buena voluntad y los métodos indirectos carecían de sentido.

Consciente de su situación, Villamizar g. desahogó con Rafael Pardo. «Imagínese cómo me siento -le dijo- Escobar ha sido mi martirio y el de mi familia todos estos años. Primero me amenaza. Luego me hace un atentado del cual me salvé de milagro. Me sigue amenazando. Asesina a Galán. Secuestra a mi señora y a mi hermana y ahora pretende que le defienda sus derechos». Sin embargo era un desahogo inútil, porque su suerte estaba echada: el único camino cierto para la liberación de los secuestrados era irse a buscar el león en su guarida. Dicho sin más vueltas: lo único que le quedaba por hacer -y tenía que hacerlo sin remedio- era volar a Medellín y buscar a Pablo Escobar donde estuviera para discutir el asunto frente a frente.

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