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El problema era cómo encontrar a Pablo Escobar en una ciudad martirizada por la violencia. En los primeros dos meses del año de 1991 se habían cometido mil doscientos asesinatos -veinte diarios- y una masacre cada cuatro días. Un acuerdo de casi todos los grupos armados había decidido la escalada más feroz de terrorismo guerrillero en la historia del país, y Medellín fue el centro de la acción urbana. Cuatrocientos cincuenta y siete policías habían sido asesinados en pocos meses. El DAS había dicho que dos mil personas de las comunas estaban al servicio de Escobar, y que machos de ellos eran adolescentes que vivían de cazar policías. Por cada oficial muerto recibían cinco millones de pesos, por cada agente recibían un millón y medio, y ochocientos mil por cada herido. El 16 de febrero de 1991 murieron tres suboficiales y ocho agentes de la policía por la explosión de un automóvil con ciento cincuenta kilos de dinamita frente a la plaza de toros de Medellín. De pasada murieron nueve civiles y fueron heridos otros ciento cuarenta y tres que no tenían nada que ver con la guerra.

El Cuerpo Élite, encargado de la lucha frontal contra el narcotráfico, estaba señalado por Pablo Escobar como la encarnación de todos los males. Lo había creado el presidente Virgilio Barco en 1989, desesperado por la imposilidad de establecer responsabilidades exactas en cuerpos tan grandes como el ejército y la policía. La misión de formarlo se le encomendó a la Policía Nacional para mantener al ejército lo más lejos posible de los efluvios perniciosos del narcotráfico y el paramilitarismo. En su origen no fueron más de trescientos, con una escuadrilla especial de helicópteros a su disposición, y entrenados por el Special Air Service (SAS) del gobierno británico.

El nuevo cuerpo había empezado a actuar en el sector medio del río Magdalena, al centro del país, durante el apogeo de los grupos paramilitares creados por los terratenientes para luchar contra la guerrilla. De allí se desprendió más tarde un grupo especializado en operaciones urbanas, y se estableció en Medellín como un cuerpo legionario de rueda libre que sólo dependía de la Dirección Nacional de Policía de Bogotá, sin instancias intermedias, y que por su naturaleza misma no era demasiado meticuloso en los límites de su mandato. Esto sembró el desconcierto entre los delincuentes, y también entre las autoridades locales que asimilaron de mala gana una fuerza autónoma que escapaba a su poder. Los Extraditables se encarnizaron contra ellos, y los señalaron como los autores de toda clase de atropellos contra los derechos humanos.

La gente de Medellín sabía que no eran infundadas todas las denuncias de los Extraditables sobre asesinatos y atropellos de la fuerza pública, porque los veían suceder en las calles, aunque en la mayoría de los casos no hubiera reconocimiento oficial. Las organizaciones de derechos humanos nacionales e internacionales protestaban, y el gobierno no tenía respuestas convincentes. Meses después se decidió no hacer allanamientos sin la presencia de un agente de la Procuraduría General con la inevitable burocratización de los operativos. Era poco lo que la justicia podía hacer, jueces y magistrados, cuyos sueldos escuálidos les alcanzaban apenas para vivir pero no para educar a sus hijos, se encontraron con un dilema sin salida: o los mataban, o se vendían al narcotráfico. Lo admirable y desgarrador es que muchos prefirieron la muerte.

Tal vez lo más colombiano de la situación era la asombrosa capacidad de la gente de Medellín para acostumbrarse a todo, lo bueno y lo malo, con un poder de recuperación que quizás sea la fórmula más cruel de la temeridad. La mayor parte no parecía consciente de vivir en una ciudad que fue siempre la más bella, la más activa, la más hospitalaria del país, y que en aquellos años se había convertido en una de las más peligrosas del mundo. El terrorismo urbano había sido hasta entonces un ingrediente raro en la cultura centenaria de la violencia colombiana. Las propias guerrillas históricas -que ya lo practicaban- lo habían condenado con razón como una forma ¡legítima de la lucha revolucionaria. Se había aprendido a vivir con el miedo de lo que sucedía, pero no a vivir con la incertidumbre de lo que podía suceder: una explosión que despedazara a los hijos en la escuela, o se desintegrara el avión en pleno vuelo, o estallaran las legumbres en el mercado. Las bombas al garete que mataban inocentes y las amenazas anónimas por teléfono habían llegado a superar a cualquier otro factor de perturbación de la vida cotidiana. Sin embargo, la situación económica de Medellín no fue afectada en términos estadísticos. Años antes los narcotraficantes estaban de moda por una aureola fantástica. Gozaban de una completa impunidad, e incluso de un cierto prestigio popular, por las obras de caridad que hacían en las barriadas donde pasaron sus infancias de marginados. Si alguien hubiera querido ponerlos presos podía mandarlos a buscar con el policía de la esquina. Pero buena parte de la sociedad colombiana los veía con una curiosidad y un interés que se parecían demasiado a la complacencia. Políticos, industriales, comerciantes, periodistas, y aun simples lagartos, asistían a la parranda perpetua de la hacienda Nápoles, cerca de Medellín, donde Pablo Escobar mantenía un jardín zoológico con jirafas e hipopótamos de carne y hueso llevados desde el África, y en cuyo portal se exhibía como un monumento nacional la avioneta en que se exportó el primer cargamento de cocaína.

Con la fortuna y la clandestinidad, Escobar quedó dueño del patio y se convirtió en una leyenda que lo dominaba todo desde la sombra. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundían con ella. En la cumbre de su esplendor se erigieron altares con su retrato y les pusieron veladoras en las comunas de Medellín. Llegó a creerse que hacía milagros. Ningún colombiano en toda la historia había tenido y ejercido un talento como el suyo para condicionar la opinión pública. Ningún otro tuvo mayor poder de corrupción. La condición más inquietante y devastadora de su personalidad era que carecía por completo de la indulgencia para distinguir entre el bien y el mal.

Ése era el hombre invisible e improbable que Alberto Villamizar se propuso encontrar a mediados de febrero para que le devolviera a su esposa. Empezó por buscar contacto con los tres hermanos Ochoa en la cárcel de alta seguridad de Itagüí. Rafael Pardo -de acuerdo con el presidente- le dio la luz verde, pero le recordó sus límites: su gestión no era una negociación en nombre del gobierno sino una tarea de exploración. Le dijo que no se podía hacer ningún acuerdo a cambio de contraprestaciones por parte del gobierno, pero que éste estaba interesado en la entrega de los Extraditables en el ámbito de la política de sometimiento. Fue a partir de esa concepción nueva como se le ocurrió cambiar también la perspectiva de la gestión, de modo que no se centrara en la liberación de los rehenes -como había sido hasta entonces- sino en la entrega de Pablo Escobar. La liberación sería una simple consecuencia.

Así empezó un segundo secuestro de Maruja y una guerra distinta para Villamizar. Es probable que Escobar hubiera tenido la intención de soltarla con Beatriz, pero la tragedia de Diana Turbay debió trastornarle los planes. Aparte de cargar con la culpa de una muerte que no ordenó, el asesinato de Diana debió ser un desastre para él, porque le quitó una pieza de un valor inestimable y acabó de complicarle la vida. Además, la acción de la policía se recrudeció entonces con tal intensidad que lo obligó a sumergirse hasta el fondo. Muerta Marina, se había quedado con Diana, Pacho, Maruja y Beatriz. Si entonces hubiera resuelto asesinar a uno tal vez hubiera sido Beatriz. Libre Beatriz y muerta Diana, le quedaban dos: Pacho y Maruja. Quizás él hubiera preferido preservar a Pacho por su valor de cambio, pero Maruja había adquirido un precio imprevisto e incalculable por la persistencia de Villamizar para mantener vivos los contactos hasta que el gobierno se decidió a hacer un decreto más explícito. También para Escobar la única tabla de salvación desde entonces fue la mediación de Villamizar, y lo único que podía garantizarla era la retención de Maruja. Estaban condenados el uno al otro.

Villamizar empezó por visitar a doña Nydia Quintero para conocer detalles de su experiencia. La encontró generosa, resuelta, con un luto sereno. Ella le contó sus conversaciones con las hermanas Ochoa, con el viejo patriarca, con Fabio en la cárcel. Daba la impresión de haber asimilado la muerte atroz de la hija y no la recordaba por dolor ni por venganza sino para que fuera útil en el logro de la paz. Con ese espíritu le dio a Villamizar una carta para Pablo Escobar en la que expresaba su deseo de que la muerte de Diana pudiera servir para que ningún otro colombiano volviera a sentir el dolor que ella sentía. Empezaba por admitir que el gobierno no podía detener los allanamientos contra la delincuencia, pero sí podía evitar que se intentara el rescate de los rehenes, pues los familiares sabían, el gobierno sabía y todo el mundo sabía que si en un allanamiento tropezaban con los secuestrados se podía producir una tragedia irreparable, como ya había sucedido con su hija. «Por eso vengo ante usted -decía la carta- a suplicarle con el corazón inundado de dolor, de perdón y de bondad, que libere a Maruja y a Francisco». Y terminó con una solicitud sorprendente: «Déme a mí la razón de que usted no quería que Diana muriera». Meses después, desde la cárcel, Escobar hizo público su asombro de que Nydia le hubiera escrito aquella carta sin recriminaciones ni rencores. «Cuánto me duele -escribió Escobar- no haber tenido el valor para responderle».

Villamizar se fue a Itagüí para visitar a los tres hermanos Ochoa, con la carta de Nydia y los poderes no escritos del gobierno. Lo acompañaron dos escoltas de DAS, y la policía de Medellín los reforzó con otros seis. Encontró a los Ochoa apenas instalados en la cárcel de alta seguridad con tres controles escalonados, lentos y repetitivos, cuyos muros de adobes pelados daban la impresión de una iglesia sin terminar. Los corredores desiertos, las escaleras angostas con barandas de tubos amarillos, las alarmas a la vista, terminaban en un pabellón del tercer piso donde los tres hermanos Ochoa descontaban los años de sus condenas fabricando primores de talabarteros: sillas de montar y toda clase de arneses de caballería. Allí estaba la familia en pleno: los hijos, los cuñados, las hermanas. Martha Nieves, la más activa, y María Lía, la esposa de Jorge Luis, hacían los honores con la hospitalidad ejemplar de los paisas.

La llegada coincidió con la hora del almuerzo, que se sirvió en un galpón abierto al fondo del patio, con carteles de artistas de cine en las paredes, un equipo profesional de cultura física y un mesón de comer para doce personas. Por un acuerdo de seguridad la comida se preparaba en la cercana hacienda de La Loma, residencia oficial de la familia, y aquel día fue un muestrario suculento de la cocina criolla. Mientras comían, como es de rigor en Antioquia, no se habló de nada más que de la comida.

En la sobremesa, con todos los formalismos de un consejo de familia, se inició el diálogo. No fue tan fácil como pudo suponerse por la armonía del almuerzo. Lo inició Villamizar con su modo lento, calculado, explicativo, que deja poco margen para las preguntas porque todo parece contestado de antemano. Hizo el relato minucioso de sus negociaciones con Guido Parra y de su ruptura violenta, y terminó con su convicción de que sólo el contacto directo con Pablo Escobar podía salvar a Maruja.

– Tratemos de parar esta barbarie -dijo-. Hablemos en lugar de cometer más errores. Para empezar, sepan que no hay la más mínima posibilidad de que intentemos un rescate por la fuerza. Prefiero conversar, saber qué es lo que pasa, qué es lo que pretenden.

Jorge Luis, el mayor, tomó la voz cantante. Contó las penurias de la familia en la confusión de la guerra sucia, las razones y las dificultades de su entrega, y la preocupación insoportable de que la Constituyente no prohibiera la extradición.

– Ésta ha sido una guerra muy dura para nosotros -dijo-. Usted no se imagina lo que hemos sufrido, lo que ha sufrido la familia, los amigos. Nos ha pasado de todo.

Sus datos eran precisos: Martha Nieves, su hermana, secuestrada; Alonso Cárdenas, su cuñado, secuestrado y asesinado en 1986; Jorge Iván Ochoa, su tío, secuestrado en 1983 y sus primos Mario Ochoa y Guillermo León Ochoa, secuestrados y asesinados.

Villamizar, a su turno, trató de mostrarse tan víctima de la guerra como ellos, y hacerles entender que lo que sucediera de allí en adelante iban a pagarlo todos por igual. «Lo mío ha sido por lo menos igual de duro que lo de ustedes -dijo-. Los Extraditables intentaron asesinarme en el 86, tuve que irme al otro lado del mundo y hasta allá me persiguieron, y ahora me secuestran a mi esposa y a mi hermana». Sin embargo, no se quejaba, sino que se ponía al nivel de sus interlocutores.

– Es un abuso -concluyó-, y ya es hora de que empecemos a entendernos.

Sólo ellos hablaban. El resto de la familia escuchaba en un silencio triste de funeral, mientras las mujeres asediaban al visitante con sus atenciones sin intervenir en la conversación.

– Nosotros no podemos hacer nada -dijo Jorge Luis-. Aquí estuvo doña Nydia. Entendimos su situación, pero le dijimos lo mismo. No queremos problemas.

– Mientras la guerra siga todos ustedes están en peligro, aun dentro de estas cuatro paredes blindadas -Insistió Villamizar-. En cambio, si se acaba ahora tendrán a su papá y a su mamá, y a toda su familia intacta. Eso no sucederá mientras Escobar no se entregue a la justicia y Maruja y Francisco vuelvan sanos y salvos a sus casas. Pero tengan por seguro que si los matan la pagarán también ustedes, la pagarán sus familias, todo el mundo.

En las tres horas largas de la entrevista en la cárcel cada quien demostró su dominio para llegar hasta el borde mismo del precipicio. Villamizar apreció en Ochoa su realismo paisa. A los Ochoa les impresionó la manera directa y franca con que el visitante desmenuzaba los temas. Habían vivido en Cúcuta -la tierra de Villamizar-, conocían mucha gente de allá y se entendían bien con ella. Al final, los otros dos Ochoa intervinieron, y Martha Nieves descargaba el ambiente con sus gracejos criollos. Los hombres parecían firmes en su negativa a intervenir en una guerra de la cual ya se sentían a salvo, pero poco a poco se hicieron más reflexivos.

– Está bien, pues -concluyó Jorge Luis-. Nosotros le mandamos el mensaje a Pablo y le decimos que usted estuvo aquí. Pero lo que le aconsejo es que hable con mi papá. Está en la hacienda de La Loma y le dará mucho gusto hablar con usted.

De modo que Villamizar fue a la hacienda con la familia en pleno, y sólo con los dos escoltas que había llevado de Bogotá, pues a los Ochoa les pareció demasiado visible el aparato de seguridad. Llegaron hasta el portal, y caminaron a pie como un kilómetro hacia la casa por un sendero de árboles frondosos y bien cuidados. Varios hombres sin armas a la vista les cerraron el paso a los escoltas y los invitaron a cambiar de rumbo. Hubo un instante de zozobra, pero los de la casa calmaron a los forasteros con buenas maneras y mejores razones.

– Caminen y coman algo por aquí -les dijeron-, que el doctor tiene que hablar con don Fabio.

Al final de la arboleda estaba la plazoleta y al fondo la casa grande y en orden. En la terraza, que dominaba las praderas hasta el horizonte, el viejo patriarca esperaba la visita. Con él estaba el resto de la familia, todas mujeres y casi todas de luto por sus muertos en la guerra. Aunque era la hora de la siesta, habían preparado toda clase de cosas de comer y de beber.

Villamizar se dio cuenta desde el saludo de que don Fabio tenía ya un informe completo de la conversación en la cárcel. Eso abrevió los preámbulos. Villamizar se limitó a repetir que el recrudecimiento de la guerra podría perjudicar mucho más a su familia, numerosa y próspera, que no estaba acusada de homicidio ni terrorismo. Por lo pronto tres de sus hijos estaban a salvo, pero el porvenir era impredecible. Así que nadie debería estar más interesado que ellos en el logro de la paz, y eso no sería posible mientras Escobar no siguiera el ejemplo de sus hijos.

Don Fabio lo escuchó con una atención plácida, aprobando con leves movimientos de cabeza lo que le parecía acertado. Luego, con frases breves y contundentes como epitafios, dijo en cinco minutos lo que pensaba. Cualquier cosa que se hiciera -dijo- se encontraría al final con que faltaba lo más importante: hablar con Escobar en persona. «De modo que lo mejor es empezar por ahí», dijo. Pensaba que Villamizar era el adecuado para intentarlo, porque Escobar sólo creía en hombres cuya palabra fuera de oro.

– Y usted lo es -concluyó don Fabio-. El problema es demostrárselo.

La visita había empezado en la cárcel a las diez de la mañana y terminó a las seis de la tarde en La Loma. Su mayor logro fue romper el hielo entre Villamizar y los Ochoa para el propósito común -ya acordado con el gobierno- de que Escobar se entregara a la justicia. Esa certidumbre le dio ánimos a Villamizar para transmitirle sus impresiones al presidente. Pero al llegar a Bogotá se encontró con la mala noticia de que también el presidente estaba sufriendo en carne propia el dolor de un secuestro.

Así era: Fortunato Gaviria Trujillo, su primo hermano y amigo más querido desde la infancia, había sido raptado en su finca de Pereira por cuatro encapuchados con fusiles. El presidente no canceló el compromiso de un consejo regional de gobernadores en la isla de San Andrés, y se fue la tarde del viernes aún sin confirmar si los secuestradores de su primo eran los Extraditables. El sábado por la mañana madrugó a bucear, y cuando salió a flote le contaron que habían hallado el cadáver de Fortunato con un tiro de fusil en el pecho. Había resistido a los secuestradores -que no eran narcotraficantes- y éstos le habían dado muerte tal vez por accidente.

La primera reacción del presidente fue cancelar el consejo regional y regresar de inmediato a Bogotá, pero los médicos se lo impidieron. No era recomendable volar antes de veinticuatro horas después de permanecer una hora a sesenta pies de profundidad. Gaviria obedeció, y el país lo vio en la televisión presidiendo el consejo con su cara más lúgubre. Pero a las cuatro de la tarde pasó por encima del criterio médico, y regresó a Bogotá para organizar los funerales. Tiempo después, evocando aquel día como uno de los más duros de su vida, dijo con un humor ácido:

– Yo era el único colombiano que no tenía un presidente ante quien quejarse.

Tan pronto como terminó el almuerzo con Villamizar en la cárcel, Jorge Luis Ochoa le había mandado una carta a Escobar para inducir su ánimo en favor de Villamizar. Se lo pintó como un santandereano serio al cual se le podía creer y hacer confianza. La respuesta de Escobar fue inmediata: «Dígale a ese hijo de puta que ni me hable». Villamizar se enteró por una llamada telefónica de Martha Nieves y María lía, quienes le pidieron, sin embargo, que volviera a Medellín para seguir buscando caminos. Esta vez se fue sin escoltas. Tomó un taxi en el aeropuerto hasta el Hotel Intercontinental, y unos quince minutos después lo recogió un chofer de los Ochoa. Era un paisa de unos veinte años, simpático y burlón, que lo observó un largo rato por el espejo retrovisor. Por fin le preguntó:

– ¿Está muy asustado?

Villamizar le sonrió por el espejo.

– Tranquilo, doctor -prosiguió el muchacho. Y agregó con un buen granito de ironía-: Con nosotros no le va a pasar nada. ¡Cómo se le ocurre!

La broma le dio a Villamizar la seguridad y la confianza que no perdió en ningún momento durante los viajes que haría después. Nunca supo si lo siguieron, inclusive en una etapa más avanzada, pero siempre se sintió a la sombra de un poder sobrenatural.

Al parecer, Escobar no sentía que le debiera nada a Villamizar por el decreto que le abrió una puerta segura contra la extradición. Sin duda, con sus cuentas milimétricas de tahúr duro, consideraba que el favor estaba pagado con la liberación de Beatriz, pero que la deuda histórica seguía intacta. Sin embargo, los Ochoa pensaban que Villamizar debía insistir.

Así que pasó por alto los insultos, y se propuso seguir adelante. Los Ochoa lo apoyaron.

Volvió dos o tres veces y establecieron juntos una estrategia de acción. Jorge Luis le escribió otra carta a Escobar, en la cual le planteaba que las garantías para su entrega estaban dadas, y que se le respetaría la vida y no sería extraditado por ninguna causa. Pero Escobar no respondió. Entonces decidieron que el mismo Villamizar le explicara por escrito a Escobar su situación y su propuesta.

La carta fue escrita el 4 de marzo en la celda de los Ochoa, con la asesoría de Jorge Luis, quien le decía qué convenía y qué podía ser inoportuno. Villamizar empezó por reconocer que el respeto de los derechos humanos era fundamental para lograr la paz. «Hay un hecho, sin embargo, que no puede desconocerse: las personas que violan los derechos humanos no tienen mejor excusa para seguir haciéndolo que señalar esas mismas violaciones por parte de otros». Lo cual obstaculizaba las acciones de ambos lados, y lo que él mismo había logrado en ese sentido en sus meses de lucha por la liberación de la esposa. La familia Villamizar era víctima de una violencia empecinada, en la cual no tenía ninguna responsabilidad: el atentado contra él, el asesinato de su concuñado Luis Carlos Galán, y el secuestro de su esposa y su hermana. «Mi cuñada Gloria Pachón de Galán y Yo -agregaba- no comprendemos ni podemos aceptar tantas agresiones injustificadas e inexplicables». Al contrario: la liberación de Maruja y los otros periodistas era indispensable para recorrer el camino hacia la verdadera paz en Colombia.

La respuesta de Escobar, dos semanas después, empezaba con un latigazo: «Distinguido doctor, me da muchísima pena, pero no puedo complacerlo». Enseguida llamaba la atención sobre la noticia de que algunos constituyentes del sector oficial, con la anuencia de las familias de los secuestrados, propondrían no abordar el tema de la extradición si éstos no salían libres. Escobar lo consideraba inapropiado pues los secuestros no podían considerarse como una presión a los constituyentes porque eran anteriores a su elección. En todo caso, se permitió hacer sobre el tema una advertencia sobrecogedora: «Recuerde, doctor Villamizar, que la extradición ha cobrado muchas víctimas, y sumarle dos nuevas no alterará mucho el proceso ni la lucha que se ha venido desarrollando».

Fue una advertencia lateral, pues Escobar no había vuelto a mencionar la extradición como argumento de guerra después del decreto que la dejó sin piso para quien se entregara y se había centrado en el tema de la violación de los derechos humanos por las fuerzas especiales que lo combatían. Era su táctica maestra: ganar terreno con victorias parciales, y proseguir la guerra con otros motivos que podía multiplicar hasta el infinito sin necesidad de entregarse.

En su carta, en efecto, se mostraba comprensivo en el sentido de que la guerra de Villamizar era la misma que él hacía para proteger a su familia, pero insistía y persistía una vez más en que el Cuerpo Élite había matado a unos cuatrocientos muchachos de las comunas de Medellín y nadie lo había castigado. Esas acciones, decía, justificaban los secuestros de los periodistas como instrumentos de presión para que fueran sancionados los policías responsables. Se mostraba también sorprendido de que ningún funcionario público hubiera intentado un contacto directo con él en relación con los secuestros. En todo caso, concluía, las llamadas y súplicas para que se liberara a los rehenes serían inútiles, porque lo que estaba en juego era la vida de las familias y los socios de los Extraditables. Y terminaba: «Si el gobierno no interviene y no escucha nuestros planteamientos, procederemos a ejecutar a Maruja y a Francisco, de eso no le quepa ninguna duda». La carta demostraba que Escobar buscaba contactos con funcionarios públicos. Su entrega no estaba descartada, pero iba a costar más cara de lo que podía pensarse y estaba dispuesto a cobrarla sin descuentos sentimentales. Villamizar lo comprendió, y esa misma semana visitó al presidente de la república y lo puso al comente. El presidente se limitó a tomar atenta nota.

Villamizar visitó también por esos días al procurador general tratando de encontrar una manera diferente de actuar dentro de la nueva situación. Fue una visita muy fructífera. El procurador le anunció que a fines de esa semana publicaría un informe sobre la muerte de Diana Turbay, en el cual responsabilizaba a la policía por actuar sin órdenes y sin prudencia, y abría pliego de cargos contra tres oficiales del Cuerpo Élite. Le reveló también que había investigado a once agentes acusados por Escobar con nombre propio, y había abierto pliego de cargos contra ellos.

Cumplió, El presidente de la república recibió el 3 de abril un estudio evaluativo de la Procuraduría General de la Nación sobre los hechos en que había muerto Diana Turbay. El operativo -dice el estudio- había empezado a gestarse el 23 de enero cuando los servicios de inteligencia de la policía de Medellín recibieron llamadas anónimas de carácter genérico sobre la presencia de hombres armados en la parte alta del municipio de Copacabana. La actividad se centraba -según las llamadas- en la región de Sabaneta, y sobre todo en las fincas Villa del Rosario, La Bola y Alto de la Cruz. Por lo menos en una de las llamadas se dio a entender que allí tenían a los periodistas secuestrados, y que inclusive podía estar el Doctor. Es decir: Pablo Escobar. Este dato se mencionó en el análisis que sirvió de base para los operativos del día siguiente, pero no se mencionó la probabilidad de que estuvieran los periodistas secuestrados. El mayor general Miguel Gómez Padilla, director de fe Policía Nacional, declaró haber sido informado el 24 de enero en la tarde de que al día siguiente iba a realizarse un operativo de verificación, búsqueda y registro, «y la posible captura de Pablo Escobar y un grupo de narcotraficantes». Pero, al parecer, tampoco se mencionó entonces la posibilidad de encontrar a los dos últimos rehenes, Diana Turbay y Richard Becerra.

El operativo se inició a las once de la mañana del 25 de enero, cuando salió de la Escuela Carlos Holguín de Medellín el capitán Jairo Salcedo García con siete oficiales, cinco suboficiales y cuarenta agentes. Una hora después salió el capitán Eduardo Martínez Solanilla con dos oficiales, dos suboficiales y sesenta y un agentes. El estudio señalaba que en el oficio correspondiente no había sido registrada la salida del capitán Helmer Ezequiel Torres Vela, que fue el encargado del operativo en la finca de La Bola, donde en realidad estaban Diana y Richard. Pero en su exposición posterior ante la Procuraduría Nacional, el propio capitán confirmó que había salido a las once de la mañana con seis oficiales, cinco suboficiales y cuarenta agentes. Para toda la operación se destinaron cuatro helicópteros artillados.

Los allanamientos de la Villa del Rosario y Alto de la Cruz se cumplieron sin contratiempos. Hacia la una de la tarde se emprendió el operativo en La Bola. El subteniente Iván Díaz Álvarez contó que estaba descendiendo de la planicie en que lo había dejado el helicóptero, cuando oyó detonaciones en la falda de la montaña. Corriendo en esa dirección, alcanzó a ver unos nueve o diez hombres con fusiles y subametralladoras que huían en estampida:

«Nos quedamos allí unos minutos para ver de dónde salía el ataque -declaró el subteniente- cuando escuchamos muy abajo a una persona que pedía auxilio». El subteniente dijo que se había apresurado hacía abajo y se había encontrado con un hombre que le gritó: «Por favor, ayúdeme». El subteniente le gritó a su vez: «Alto, ¿quién es usted?». El hombre le contestó que era Richard, el periodista, y que necesitaba auxilio porque allí estaba herida Diana Turbay. El suboficial contó que en ese momento, sin explicar por qué, le salió la frase: «¿Dónde está Pablo?». Richard le contestó: «Yo no sé. Pero por favor, ayúdeme». Entonces el militar se le acercó con todas las seguridades, y aparecieron en el lugar otros hombres de su grupo. El subteniente concluyó: «Para nosotros fue una sorpresa encontrar allí a los periodistas puesto que el objetivo de nosotros no era ése».

El relato de este encuentro coincide casi punto por punto con el que Richard Becerra hizo a la Procuraduría. Más tarde, éste amplió su declaración en el sentido de que había visto al hombre que les disparaba a él y a Diana, y que estaba de pie, con las dos manos hacia adelante y hacia el lado izquierdo, y a una distancia promedio de unos quince metros.

«Cuando acabaron de sonar los disparos -concluyó Richard- ya yo me había tirado al suelo».

En relación con el único proyectil que le causó la Muerte a Diana, la prueba técnica demostró que había entrado por la región ilíaca izquierda y seguido hacia arriba y hacia la derecha. Las características de los daños micrológicos demostraron que fue un proyectil de alta velocidad, entre dos mil y tres mil pies por segundo, o sea unas tres veces más que la velocidad del sonido. No pudo ser recuperado, pues se fragmentó en tres partes, lo que disminuyó su peso y alteró su forma, y quedó reducido a una fracción irregular que continuó su trayectoria con destrozos de naturaleza esencialmente mortal. Fue casi de seguro un proyectil de calibre 5.56, quizás disparado por un fusil de condiciones técnicas similares, si no iguales, a un AUG austriaco hallado en el lugar de los hechos, que no era de uso reglamentario de la policía. Como una anotación al margen, el informe de la necropsia señaló: «La esperanza de vida de Diana se calculaba en quince años más». El hecho más intrigante del operativo fue la presencia de un civil esposado que viajó en el mismo helicóptero en que se transportó a Diana herida hasta Medellín. Dos agentes de la policía coincidieron en que era un hombre de apariencia campesina, de unos treinta y cinco a cuarenta años, tez morena, pelo corto, algo robusto, de un metro setenta más o menos, que aquel día llevaba una gorra de tela. Dijeron que lo habían detenido en el curso del operativo, y estaban tratando de que se identificara cuando empezaron los tiros, de modo que tuvieron que esposarlo y llevarlo consigo hasta los helicópteros. Uno de los agentes agregó que lo había dejado en manos de su subteniente, que éste lo interrogó en presencia de ellos y lo dejó en libertad cerca del sitio donde lo habían encontrado. «El señor no tenía nada que ver -dijeron- puesto que los disparos sonaron abajo y el señor estaba arriba con nosotros». Estas versiones descartaban que el civil hubiera estado a bordo del helicóptero, pero la tripulación de la nave confirmó lo contrario. Otras declaraciones fueron más específicas. El cabo primero Luis Carlos Ríos Ramírez, técnico artillero del helicóptero, no dudaba de que el hombre iba a bordo, y había sido devuelto ese mismo día a la zona de operaciones.

El misterio continuaba el 26 de enero, cuando apareció el cadáver de un llamado José Humberto Vázquez Muñoz en el municipio de Girardota, cerca de Medellín. Había sido muerto por tres tiros de 9 mm en el tórax y dos en la cabeza. En los archivos de los servicios de inteligencia estaba reseñado con graves antecedentes como miembro del cartel de Medellín. Los investigadores marcaron su fotografía con un número cinco, la mezclaron con otras de delincuentes reconocidos, y las mostraron juntas a los que estuvieron cautivos con Diana Turbay. Hero Buss dijo: «No reconozco a ninguno, pero creo que la persona que aparece en la foto número cinco tiene cierto parecido con un sicario que yo vi días después del secuestro». Azucena Liévano declaró también que el hombre de la foto número cinco, pero sin bigote, se parecía a uno que hacía turnos de noche en la casa en que estaban Diana y ella en los primeros días del secuestro. Richard Becerra también reconoció al número cinco como uno que iba esposado en el helicóptero, pero aclaró: «Se me parece por la forma de la cara pero no estoy seguro». Orlando Acevedo también lo reconoció. Por último, la esposa de Vázquez Muñoz reconoció el cadáver, y dijo en declaración jurada que el día 25 de enero de 1991 a las ocho de la mañana su marido había salido de la casa a buscar un taxi, cuando lo agarraron en la calle dos motorizados vestidos de policía y dos vestidos de civil y lo metieron en un carro. El alcanzó a llamarla con un grito: «Ana Lucía». Pero ya se lo habían llevado. Esta declaración, sin embargo, no pudo tornarse en cuenta, porque no hubo más testigos del secuestro.

«En conclusión -dijo el informe-, y teniendo en cuenta las pruebas aportadas, es dable afirmar que antes de realizar el operativo de la finca La Bola algunos miembros de la policía nacional encargados del operativo tenían conocimiento por el señor Vázquez Muñoz, civil a quien tenían en su poder, que unos periodistas se encontraban cautivos en esos lugares, y muy seguramente, luego de los acontecimientos, le dieron muerte». Otras dos muertes inexplicables en el lugar de los hechos fueron también comprobadas. La oficina de Investigaciones Especiales, en consecuencia, concluyó que no existían motivos para afirmar que el general Gómez Padilla, ni otros de los altos directivos de la Policía Nacional estaban enterados. Que el arma que causó las lesiones de Diana no fue accionada por ninguno de los miembros del cuerpo especial de la Policía Nacional de Medellín. Que miembros del grupo de las operaciones de La Bola debían responder por las muertes de tres personas cuyos cuerpos fueron encontrados allí. Que contra el juez 93 de Instrucción Penal Militar, doctor Diego Rafael de Jesús Coley Nieto, y su secretaria, se abriera formal investigación disciplinaria por irregularidades de tipo sustancial y procedimental, así como contra los peritos del DAS en Bogotá.

Publicado ese informe, Villamizar se sintió en un piso más firme para escribirle a Escobar una segunda carta. Se la mandó, como siempre, a través de los Ochoa, y con otra carta para Maruja, que le rogaba hacer llegar. Aprovechó la ocasión para darle a Escobar una explicación escolar de los tres poderes del Estado: ejecutivo, legislativo y jurisdiccional, y hacerle entender qué difícil era para el presidente, dentro de esos mecanismos constitucionales y legales, manejar cuerpos tan numerosos y complejos como las Fuerzas Armadas. Sin embargo, le dio la razón a Escobar en sus denuncias sobre las violaciones de los derechos humanos por la fuerza pública, y por su insistencia de pedir garantías para él, su familia y su gente cuando se entregaran. «Yo comparto su criterio -le dijo- de que la lucha que usted y yo libramos tiene la misma esencia: salvar las vidas de nuestros familiares y las nuestras, y conseguir la paz». Con base en esos dos objetivos, le propuso adoptar una estrategia conjunta.

Escobar le contestó días después con el orgullo herido por la lección de derecho público. «Yo sé que el país está dividido en Presidente, Congreso, Policías, Ejército -escribió-. Pero también sé que el presidente es el que manda». El resto de la carta eran cuatro hojas reiterativas sobre las actuaciones de la policía, que sólo agregaban datos pero no argumentos a las anteriores. Negó que los Extraditables hubieran ejecutado a Diana Turbay, o que hubieran intentado hacerlo, porque en ese caso no habrían tenido que sacarla de la casa donde estaba secuestrada ni la hubieran vestido de negro para que los helicópteros la confundieran con una campesina. «Muerta no vale como rehén», escribió. Al final, sin pasos intermedios ni fórmulas de cortesía se despidió con una frase inusitada: «No se preocupe por (haber hecho) sus declaraciones a la prensa pidiendo que me extraditen. Sé que todo saldrá bien y que no me guardará rencores porque la lucha en defensa de su familia no tiene objetivos diferentes a la que yo llevo en defensa de la mía». Villamizar relacionó aquella frase con una anterior de Escobar, en la que dijo sentirse avergonzado de tener a Maruja en rehenes si la pelea no era con ella sino con el marido. Villamizar se lo había dicho ya de otro modo: «¿Cómo es que si estamos peleando los dos a la que tienen es a mi mujer?», y le propuso en consecuencia que lo cambiara a él por Maruja para negociar en persona. Escobar no aceptó.

Para entonces Villamizar había estado más de veinte veces en la celda de los Ochoa. Disfrutaba de las joyas de la cocina local que las mujeres de La Loma les llevaban con todas las precauciones contra cualquier atentado. Fue un proceso de conocimiento recíproco, de confianza mutua, en el cual dedicaban las mejores horas a desentrañar en cada frase y en cada gesto las segundas intenciones de Escobar. Villamizar regresaba a Bogotá casi siempre en el último avión del puente aéreo. Su hijo Andrés lo esperaba en el aeropuerto, y muchas veces tuvo que acompañarlo con agua mineral mientras él se liberaba de sus tensiones con lentos tragos solitarios. Había cumplido su promesa de no asistir a ningún acto de la ida pública, ni ver amigos: nada. Cuando la presión aumentaba, salía a la terraza y pasaba horas mirando en la dirección en que suponía que estaba Maruja, y durante horas le mandaba mensajes mentales, hasta que lo vencía el sueño. A las seis de la mañana estaba otra vez en pie y listo para empezar. Cuando recibían respuesta a una carta, o algo más de interés, Martha Nieves o María Lía llamaban por teléfono, y les bastaba una frase:

– Doctor: mañana a las diez.

Mientras no hubiera llamadas dedicaba tiempo y trabajo a Colombia los Reclama, la campaña de televisión con base en los datos que Beatriz les había dado sobre las condiciones del encierro. Era una idea de Nora Sanín, directora de la Asociación Nacional de Medios (Asomedios) y puesta en marcha por María del Rosario Ortiz -gran amiga de Maruja y sobrina de Hernando Santos-, en equipo con su marido publicista, con Gloria de Galán y con el resto de la familia: Mónica, Alexandra, Juana, y sus hermanos. Se trataba de un desfile diario de estrellas del cine, el teatro, la televisión, el fútbol, la ciencia, la política, que pedían en un mismo mensaje la liberación de los secuestrados y el respeto a los derechos humanos. Desde su primera emisión suscitó un movimiento arrasador de opinión pública. Alexandra andaba con un camarógrafo cazando luminarias de un extremo al otro del país. En los tres meses que duró la campaña desfilaron unas cincuenta personalidades. Pero Escobar no se inmutó. Cuando el clavecinista Rafael Puyana dijo que era capaz de pedirle de rodillas la liberación de los secuestrados, Escobar le contestó: «Pueden venir de rodillas treinta millones de colombianos, y no los suelto». Sin embargo, en una carta a Villamizar hizo un elogio del programa porque no sólo luchaba por la libertad de los rehenes sino también por el respeto a los derechos humanos. La facilidad con que las hijas de Maruja y sus invitados desfilaban por las pantallas de televisión inquietaban a María Victoria, la esposa de Pacho Santos, por su insuperable timidez escénica. Los micrófonos imprevistos que le salían al paso, la luz impúdica de los reflectores, el ojo inquisitorial de las cámaras y las mismas preguntas de siempre a la espera de las mismas respuestas, le causaban unas náuseas de pánico que a duras penas lograba reprimir. El día de su cumpleaños hicieron una nota de televisión en la cual Hernado Santos habló con una fluidez profesional, y luego la tomó a ella del brazo: «Pase usted». Casi siempre logró escapar, pero algunas veces tuvo que enfrentarlo, y no sólo creía morir en el intento sino que al verse y escucharse en la pantalla se sentía ridícula e imbécil. Su reacción contra aquella servidumbre social fue entonces la contraria. Hizo un curso de microempresas y otro de periodismo. Se volvió libre y fiestera por decisión propia. Aceptó invitaciones que antes detestaba, asistía a conferencias y conciertos, se vistió con ropas alegres, trasnochaba hasta muy tarde, hasta que derrotó su imagen de viuda compadecida. Hernando y sus mejores amigos la entendieron, la apoyaron, la ayudaron a salirse con la suya. Pero no tardó en sufrir las sanciones sociales. Supo que muchos de quienes la celebraban de frente la criticaban a sus espaldas. Le llegaban ramos de rosas sin tarjetas, cajas de chocolates sin nombres, declaraciones de amor sin remitentes. Ella gozó con la ilusión de que fueran del marido, que quizás había logrado abrirse un camino secreto hasta ella desde su soledad. Pero el remitente no tardó en identificarse por teléfono: era un maniático. Una mujer, también por teléfono, se le declaró sin rodeos: «Estoy enamorada de usted».

En aquellos meses de libertad creativa Mariavé encontró por azar una vidente amiga que había prefigurado el destino trágico de Diana Turbay. Se asustó con la sola idea de que le hiciera algún pronóstico siniestro, pero la vidente la tranquilizó. A principios de febrero volvió a encontrarla, y le dijo al oído de pasada, sin que le hubieran preguntado nada y sin esperar ningún comentario: «Pacho está vivo». Lo dijo con tal seguridad, que Mariavé lo creyó como si lo hubiera visto con sus ojos.

La verdad en febrero parecía ser que Escobar no tenía confianza en los decretos, aun cuando decía que sí. La desconfianza era en él una condición vital, y solía repetir que gracias a eso estaba vivo. No delegaba nada esencial. Era su propio jefe militar, su propio jefe de seguridad, de inteligencia y de contrainteligencia, un estratega imprevisible y un desinformador sin igual. En circunstancias extremas cambiaba todos los días su guardia personal de ocho hombres. Conocía toda clase de tecnologías de comunicaciones, de intervención de líneas, de rastreo de señales. Tenía empleados que pasaban el día intercambiando diálogos de locos por sus teléfonos para que los escuchas se embrollaran en manglares de disparates y no pudieran distinguirlos de los mensajes reales. Cuando la policía divulgó dos números de teléfono para que se dieran informes sobre su paradero, contrató colegios de niños para que se anticiparan a los delatores y mantuvieran las líneas ocupadas las veinticuatro horas. Su astucia para no dejar pruebas de sus actos era inagotable. No consultaba con nadie, y daba estrategias legales a sus abogados, que no hacían más que ponerles piso jurídico.

Su negativa de recibir a Villamizar obedecía al temor de que tuviera escondido debajo de la piel un dispositivo electrónico que permitiera rastrearlo. Se trataba en realidad de un minúsculo transmisor de radio con una pila microscópica cuya señal puede ser captada a larga distancia por un receptor especial -un radiogoniómetro- que permite establecer por computación el lugar aproximado de la señal. Escobar confiaba tanto en el grado de sofisticación de este ingenio, que no le parecía fantástico que alguien llevara el receptor instalado debajo de la piel. El goniómetro sirve también para determinar las coordenadas de una emisión de radio, o un teléfono móvil o de línea. Por eso Escobar los usaba lo menos posible, y si lo hacía prefería que fuera desde vehículos en marcha. Usaba estafetas con notas escritas. Si tenía que ver a alguien no lo citaba donde él estaba sino que iba él adonde estaba el otro. Cuando terminaba la reunión se movía por rumbos imprevistos. O se iba al otro extremo de la tecnología: en un microbús con placas e insignias falsas de servicio público que se sometía a las rutas reglamentarias pero no hacía caso de las paradas porque siempre llevaban el cupo completo con las escoltas del dueño. Una de las diversiones de Escobar, por cierto, era ir de vez en cuando como conductor.

La posibilidad de que la Asamblea Constituyente acabara de pronunciarse en favor de la no extradición y el indulto, se hizo más probable en febrero. Escobar lo sabía v concentró más fuerzas en esa dirección que en el gobierno. Gaviria, en realidad, debió resultarle más duro de lo que suponía. Todo lo relacionado con los decretos de sometimiento a la justicia estaba al día en la Dirección de Instrucción Criminal, y el ministro de Justicia permanecía alerta para atender cualquier emergencia jurídica. Villamizar, por su parte, actuaba no sólo por su cuenta sino también por su riesgo, pero su estrecha colaboración con Rafael Pardo le mantenía abierto al gobierno un canal directo que no lo comprometía, y en cambio le servía para avanzar sin negociar. Escobar debió entender entonces que Gavina no designaría nunca un delegado oficial para conversar con él -que era su sueño dorado- y se aferró a la esperanza de que la Constituyente lo indultara, ya fuera como traficante arrepentido, o a la sombra de algún grupo armado.

No era un cálculo loco. Antes de la instalación de la Constituyente, los partidos políticos habían acordado una agenda de temas cerrados, y el gobierno logró con razones jurídicas que la extradición no fuera incluida en la lista, porque la necesitaba como instrumento de presión en la política de sometimiento. Pero cuando la Corte Suprema de Justicia tomó la decisión espectacular de que la Constituyente podía tratar cualquier tema sin limitación alguna, el de la extradición resurgió de los escombros. El indulto no se mencionó, pero también era posible: todo cabía en el infinito.

El presidente Gavina no era de los que abandonaban un terna por otro. En seis meses había impuesto a sus colaboradores un sistema de comunicación personal con notas escritas en papelitos casuales con frases breves que lo resumían todo. A veces mandaba sólo el nombre de la persona a quien iba dirigido, se lo entregaba al que estuviera más cerca, y el destinatario sabía lo que debía hacer. Este método, además, tenía para sus asesores la virtud terrorífica de que no hacía distinción entre las horas de trabajo y las de descanso. Gaviria no la concebía, pues descansaba con la misma disciplina con que trabajaba, y seguía mandando papelitos mientras estaba en un cóctel o tan pronto como emergía de la pesca submarina. «Jugar tenis con él era como un consejo de ministros», dijo uno de sus consejeros. Podía hacer siestas profundas de cinco a diez minutos aun sentado en el escritorio, y despertaba como nuevo mientras sus colaboradores se caían de sueño. El método, por azaroso que pareciera, tenía la virtud de disparar la acción con más apremio y energía que los memorandos formales.

El sistema fue de gran utilidad cuando el presidente trató de parar el golpe de la Corte Suprema contra la extradición, con el argumento de que era un tema de ley y no de Constitución. El ministro de Gobierno, Humberto de la Calle logró convencer de entrada a la mayoría. Pero las cosas que interesan a la gente terminan por imponerse a las que interesan a los gobiernos, y la gente tenía bien identificada la extradición como uno de los factores de perturbación social y, sobre todo, del terrorismo salvaje. Así que al cabo de muchas vueltas y revueltas terminó incluida en el temario de la Comisión de Derechos. En medio de todo, los Ochoa persistían en el temor de que Escobar, acorralado por sus propios demonios, decidiera inmolarse en una catástrofe de tamaño apocalíptico. Fue un temor profético. A principios de marzo, Villamizar recibió de ellos un mensaje apremiante: «Véngase enseguida para acá porque van a pasar cosas muy graves». Habían recibido una carta de Pablo Escobar con la amenaza de reventar cincuenta toneladas de dinamita en el recinto histórico de Cartagena de Indias si no eran sancionados los policías que asolaban las comunas de Medellín: cien kilos por cada muchacho muerto fuera de combate. Los Extraditables habían considerado a Cartagena como un santuario intocable hasta el 28 de setiembre de 1989, cuando una carga de dinamita sacudió los cimientos y pulverizó cristales del Hotel Hilton, y mató a dos médicos de un congreso que sesionaba en otro piso. A partir de entonces quedó claro que tampoco aquel patrimonio de la humanidad estaba a salvo de la guerra. La nueva amenaza no permitía un instante de vacilación. El presidente Gaviria la conoció por Villamizar pocos días antes de cumplirse el plazo. «Ahora no estamos peleando por Maruja sino por salvar a Cartagena», le dijo Villamizar, para facilitarle un argumento. La respuesta del presidente fue que le agradecía la información y que el gobierno tomaría las medidas para impedir el desastre, pero que de ningún modo cedería al chantaje. Así que Villamizar viajó a Medellín una vez más, y con la ayuda de los Ochoa logró disuadir a Escobar. No fue fácil. Días antes del plazo, Escobar garantizó en un papel apresurado que a los periodistas cautivos no les pasaría nada por el momento, y aplazó la detonación de bombas en ciudades grandes. Pero también fue terminante: si después de abril continuaban los operativos de la policía en Medellín, no quedaría piedra sobre piedra de la muy antigua y noble ciudad de Cartagena de Indias.

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