Un mes después del secuestro de Maruja y Beatriz se había resquebrajado el régimen absurdo del cautiverio. Ya no pedían permiso para levantarse, y cada quien se servía su café o cambiaba los canales de televisión. Lo que se hablaba dentro del cuarto seguía siendo en susurros pero los movimientos se habían vuelto más espontáneos. Maruja no tenía que sofocarse con la almohada para toser, aunque tomaba las precauciones mínimas para que no la oyeran desde fuera. El almuerzo y la comida seguían iguales, con los mismos frijoles, las mismas lentejas, las mismas piltrafas de carne reseca y una sopa de paquete ordinario. Los guardianes hablaban mucho entre ellos sin más precauciones que los susurros. Se intercambiaban noticias sangrientas, de cuánto habían ganado por cazar policías en las noches de Medellín, de sus proezas de machos y sus dramas de amor. Maruja había logrado convencerlos de que en el caso de un rescate armado era más realista que las protegieran para asegurarse al menos un tratamiento digno y un juicio compasivo. Al principio parecían indiferentes, pues eran fatalistas irredimibles, pero la táctica de ablandamiento logró que no mantuvieran encañonadas a sus cautivas mientras dormían, y que escondieran las armas envueltas en una bayetilla detrás del televisor. Esa dependencia reciproca, y el sufrimiento común, terminaron por imponer a las relaciones algunos visos de humanidad. Maruja, por su temperamento, no se guardaba nada que pudiera amargarla. Se desahogaba con los guardianes, que estaban hechos para pelear, y los encaraba con una determinación escalofriante: «Máteme». Algunas veces se desahogó con Marina, cuyas complacencias con los guardianes la indignaban y cuyas fantasías apocalípticas la sacaban de quicio. A veces levantaba la vista, sin motivo alguno, y hacía un comentario desmoralizador o un vaticinio siniestro.
– Detrás de ese patio hay un taller para los automóviles de los sicarios -dijo alguna vez-. Allí están todos, de día y de noche, armados de escopetas, listos para venir a matarnos.
El tropiezo más grave, sin embargo, ocurrió una tarde en que Marina soltó sus improperios habituales contra los periodistas, porque no la mencionaron en un programa de televisión sobre los secuestrados.
– Todos son unos hijos de puta -dijo.
Maruja se le enfrentó.
– Eso sí que no -le replicó, enfurecida-. Respete.
Marina no replicó y más tarde, en un instante de sosiego, le pidió perdón. En realidad, estaba en un. mundo aparte. Tenía unos sesenta y cuatro años, y había sido de una belleza notable, con unos hermosos ojos negros y grandes, y una cabellera plateada que conservaba su brillo aun en la desgracia. Estaba en los huesos. Cuando llegaron Beatriz y Maruja tenía casi dos meses de no hablar con nadie distinto de sus guardianes, y necesitó tiempo y trabajo para asimilarlas. El miedo había hecho estragos en ella: había perdido veinte kilos y su moral estaba por los suelos. Era un fantasma.
Se había casado muy joven con un quiropráctico muy bien calificado en el mundo deportivo, corpulento y de gran corazón, que la amó sin reservas y con el cual tuvo cuatro hijas y tres hijos. Era ella quien llevaba las riendas de todo, en su casa y en algunas ajenas, pues se sentía obligada a ocuparse de los problemas de una numerosa familia antioqueña. Era como una segunda madre de todos, tanto por su autoridad como por sus desvelos, pero además se ocupaba de cualquier extraño que le tocara el corazón.
Más por su independencia indomable que por necesidad, vendía automóviles y seguros de vida, y parecía capaz de vender todo lo que quisiera, sólo porque quería tener su plata para gastársela. Sin embargo, quienes la conocieron de cerca se dolían de que una mujer con tantas virtudes naturales estuviera al mismo tiempo bajo el sino de la desgracia. Su esposo se vio incapacitado durante casi veinte años por tratamientos siquiátricos, dos hermanos habían muerto en un terrible accidente de tránsito, otro fue fulminado por un infarto, otro aplastado por el poste de un semáforo en un confuso accidente callejero, y otro con vocación de andariego desapareció para siempre.
Su situación de secuestrada era insoluble. Ella misma compartía la idea generalizada de que sólo la habían secuestrado para tener un rehén de peso al que pudieran asesinar sin frustrar las negociaciones de la entrega. Pero el hecho de que llevara sesenta días en capilla tal vez le permitía pensar que sus verdugos vislumbraban la posibilidad de obtener algún beneficio a cambio de su vida.
Llamaba la atención, sin embargo, que aun en sus peores momentos pasaba largas horas ensimismada en el cuidado meticuloso de las uñas de sus manos y sus pies. Las limaba, las pulía, las brillaba con esmalte de color natural, de modo que parecían ser de una mujer más joven. Igual atención ponía en depilarse las cejas y las piernas. Una vez superados los escollos iniciales, Maruja y Beatriz le ayudaban. Aprendieron a manejarla. Con Beatriz sostenía conversaciones interminables sobre gente bien y mal querida, en unos cuchicheos interminables que exasperaban hasta a los guardianes. Maruja trataba de consolarla. Ambas se dolían de ser las únicas que la sabían viva, aparte de sus carceleros, y no podían contárselo a nadie.
Uno de los pocos alivios de esos días fue el regreso sorpresivo del jefe enmascarado que las había visitado el primer día. Volvió alegre y optimista, con la noticia de que podían ser liberadas antes del 9 de diciembre, fecha prevista para la elección de la Asamblea Constituyente. La noticia tuvo un significado muy especial para Maruja, pues en esa fecha era su cumpleaños, y la idea de pasarla en familia le infundió un júbilo prematuro. Pero fue una ilusión efímera: una semana después, el mismo jefe les dijo que no sólo no serían liberadas el 9 de diciembre, sino que el secuestro iba para largo: ni en Navidad ni en Año Nuevo. Fue un golpe rudo para ambas. Maruja sufrió un principio de flebitis que le causaba fuertes dolores en las piernas. Beatriz tuvo una crisis de asfixia y le sangró la úlcera gástrica. Una noche, enloquecida por el dolor, le suplicó a Lamparón que hiciera una excepción en las reglas del cautiverio y le permitiera ir al baño a esa hora. Él la autorizó después de mucho pensarlo, con la advertencia de que corría un riesgo grave. Pero fue inútil. Beatriz prosiguió con un llantito de perro herido, sintiéndose morir, hasta que Lamparón se apiadó de ella y le consiguió con el mayordomo una dosis de buscapina. A pesar de los esfuerzos que habían hecho hasta entonces, las rehenes no tenían indicios confiables de dónde se encontraban. Por el temor de los guardianes a que los oyeran los vecinos, y por los ruidos y voces que llegaban del exterior, pensaban que era un sector urbano. El gallo loco que cantaba a cualquier hora del día o de la noche podía ser una confirmación, porque los gallos encerrados en pisos altos suelen perder el sentido del tiempo. Con frecuencia oían distintas voces que gritaban muy cerca un mismo nombre: «Rafael». Los aviones de corto vuelo pasaban rasantes y el helicóptero seguía llegando tan cerca que lo sentían encima de la casa. Marina insistía en la versión nunca probada del alto oficial del ejército que vigilaba la marcha del secuestro. Para Maruja y Beatriz era una fantasía mas, pero cada vez que llegaba el helicóptero las normas militares del cautiverio recuperaban su rigor: la casa en orden como un cuartel, la puerta cerrada por dentro con falleba y por fuera con candado; los susurros, las armas siempre listas, y la comida un poco menos infame.
Los cuatro guardianes que habían estado con ellas desde el primer día fueron reemplazados por otros cuatro a principios de diciembre. Entre ellos, uno distinto y extraño, que parecía sacado de una película truculenta. Lo llamaban el Gorila, y en verdad lo parecía: enorme, de una fortaleza de gladiador y con la piel negra retinta, cubierta de vellos rizados. Su voz era tan estentórea que no lograba dominarla para susurrar, y nadie se atrevió a exigírselo. Era patente el sentimiento de inferioridad de los otros frente a él. En vez de los pantalones cortos de todos usaba una trusa de gimnasta. Tenía el pasamontañas y una camiseta apretada que mostraba el torso perfecto con la medalla del Divino Niño en el cuello, unos brazos hermosos con un cintillo brasileño en el pulso para la buena suerte y las manos enormes con las líneas del destino como grabadas a fuego vivo en las palmas descoloridas. Apenas si cabía en el cuarto, y cada vez que se movía dejaba a su paso un rastro de desorden. Para las rehenes, que habían aprendido a manejar los anteriores, fue una mala visita. Sobre todo para Beatriz, que se ganó su odio de inmediato.
El signo común de los guardianes, como el de las rehenes, por aquellos días era el aburrimiento. Como preludio de los jolgorios de Navidad, los dueños de casa hicieron una novena con algún párroco amigo, inocente o cómplice. Rezaron, cantaron villancicos a coro, repartieron dulces a los niños y brindaron con el vino de manzana que era la bebida oficial de la familia. Al final exorcizaron la casa con aspersiones de agua bendita. Necesitaron tanta, que la llevaron en galones de petróleo. Cuando el sacerdote se fue, la mujer entró en el cuarto y roció el televisor, los colchones, las paredes. Las tres rehenes, tomadas de sorpresa, no supieron qué hacer. «Es agua bendita -decía la mujer mientras rociaba con la mano-. Ayuda a que no nos pase nada». Los guardianes se persignaron, cayeron de rodillas y recibieron el chaparrón purificador con una unción angelical. Ese ánimo de rezo y parranda, tan propio de los antioqueños, no decayó en ningún momento de diciembre. Tanto, que Maruja había tomado precauciones para que los secuestradores no supieran que el 9 era el día de su cumpleaños: cincuenta y tres del alma. Beatriz se había comprometido a guardar el secreto, pero los carceleros se enteraron por un programa especial de televisión que los hijos de Maruja le dedicaron la víspera. Los guardianes no ocultaban la emoción de sentirse de algún modo dentro de la intimidad del programa. «Doña Maruja -decía uno-, cómo es de joven el doctor Villamizar, cómo está de bien, cómo la quiere». Esperaban que Maruja les presentara a alguna de las hijas para salir con ellas. De todos modos, ver aquel programa en el cautiverio era como estar muertos y ver la vida desde el otro mundo sin participar en ella y sin que los vivos lo supieran. El día siguiente, a las once de la mañana y sin ningún anuncio, el mayordomo y su mujer entraron en el cuarto con una botella de champaña criolla, vasos para todos, y una tarta que parecía cubierta de pasta dentífrica. Felicitaron a Maruja con grandes manifestaciones de afecto y le cantaron el Happy birthday, a coro con los guardianes. Todos comieron y bebieron, y dejaron a Maruja con un conflicto de sentimientos cruzados. Juan Vitta despertó el 26 de noviembre con la noticia de que saldría libre por su mal estado de salud. Lo paralizó el terror, pues justo en esos días se sentía mejor que nunca, y pensó que el anuncio era una triquiñuela para entregarle el primer cadáver a la opinión pública. De modo que cuando el guardián le anunció, horas después, que se preparara para ser libre, sufrió un ataque de pánico. «A mí me hubiera gustado morirme por mi cuenta -ha dicho- pero si mi destino era ése yo tenía que asumirlo». Le ordenaron afeitarse y ponerse ropa limpia, y él lo hizo con, la certidumbre de que estaba vistiéndose para su funeral. Le dieron las instrucciones de lo que tenía que hacer una vez libre, y sobre todo de la forma en que debía embrollar las entrevistas de prensa de modo que la policía no dedujera pistas para intentar operativos de rescate. Poco después del mediodía le dieron unas vueltas en automóvil por sectores intrincados de Medellín, y lo soltaron sin ceremonias en una esquina.
Luego de esta liberación, a Hero Buss volvieron a mudarlo solo a un buen barrio, frente a una escuela de aeróbicos para señoritas. El dueño de la casa era un mulato parrandero y gastador. Su mujer, de unos treinta y cinco años y encinta de siete meses, se adornaba desde el desayuno con joyas caras y demasiado visibles. Tenían un hijo de pocos años que vivía con la abuela en otra casa, y su dormitorio lleno de toda clase de juguetes mecánicos fue ocupado por Hero Buss. Éste, por la forma en que lo adoptaron en familia, se preparó para un largo encierro.
Los dueños de casa debieron pasarlo bien con aquel alemán como los de las películas de Marlene Dietrich, con dos metros d? alto y uno de ancho, adolescente a los cincuenta años, con un sentido del humor a prueba de acreedores y un español sofrito en la jerga caribe de Carmen Santiago, su esposa. Había corrido riesgos graves como corresponsal de prensa y radio alemanas en América Latina, inclusive bajo el régimen militar de Chile, donde vivió una noche en vela con la amenaza de ser fusilado al amanecer. De modo que tenía ya el pellejo bien curtido como para disfrutar el lado folclórico de su secuestro. No era para menos, en una casa donde cada cierto tiempo llegaba un emisario con las alforjas llenas de billetes para los gastos, y sin embargo estaban siempre en apuros. Pues los dueños se apresuraban a gastarse todo en parrandas y chucherías, y en pocos días no les quedaba ni con qué comer. Los fines de semana hacían fiestas y comilonas de hermanos, primos y amigos íntimos. Los niños se tomaban la casa. El primer día se emocionaron al reconocer al gigante alemán que trataban como a un artista de telenovela, de tanto haberlo visto en la televisión. No menos de treinta personas ajenas al secuestro le pidieron fotos y autógrafos, comieron y hasta bailaron con él a cara descubierta en aquella casa de locos donde vivió hasta el final del cautiverio.
Las deudas acumuladas terminaban por enloquecer a los dueños, y tenían que empeñar el televisor, el betamax, el tocadiscos, lo que fuera, para alimentar al secuestrado. Las joyas de la mujer iban desapareciendo del cuello, de los brazos y las orejas, hasta que no le quedaba una encima. Una madrugada, el hombre despertó a Hero Buss para que le prestara dinero, porque los dolores de parto de la esposa lo habían sorprendido sin dinero para pagar el hospital. Hero Buss le prestó sus últimos cincuenta mil pesos.
Lo liberaron el 11 de diciembre, quince días después de Juan Vitta. Le habían comprado para la ocasión un par de zapatos que no le sirvieron porque él calzaba del número cuarenta y seis y el más grande que encontraron después de mucho buscar era del número cuarenta y cuatro. Le compraron un pantalón y una camiseta de dos tallas menos porque había bajado dieciséis kilos. Le devolvieron el equipo de fotografía y el maletín con sus libretas de apuntes escondidas en el forro, y le pagaron los cincuenta mil pesos del parto y otros quince mil que les había prestado antes para reponer la plata que se robaban del mercado. Le ofrecieron mucho más, pero lo único que él les pidió fue que le consiguieran una entrevista con Pablo Escobar. Nunca le contestaron.
La pandilla que lo acompañó en los últimos días lo sacó de la casa en un automóvil particular, y al cabo de muchas vueltas para despistar por los mejores barrios de Medellín lo dejaron con su equipaje a cuestas a media cuadra del periódico El Colombiano, con un comunicado en el cual los Extraditables hacían un reconocimiento a su lucha por la defensa de los derechos humanos en Colombia y en varios países de América Latina, y reiteraban la determinación de acogerse a la política de sometimiento sin más condiciones que las garantías judiciales de seguridad para ellos y sus familias – Periodista hasta el final, Hero Buss le dio su cámara al primer peatón que pasó y le pidió que le hiciera la foto de la liberación.
Diana y Azucena se enteraron por la radio, y sus guardianes les dijeron que serían las próximas. Pero se lo habían dicho tanto que ya no lo creían. En previsión de que fuera liberada sólo una, cada una escribió una carta para sus familias para mandarla con la que saliera. Nada ocurrió para ellas desde entonces, nada volvieron a saber hasta dos días después -al amanecer del 13 de diciembre cuando Diana fue despertada por susurros y movimientos raros en la casa. El palpito de que iban a liberarlas la hizo saltar de la cama. Alertó a Azucena, y antes de que nadie les anunciara nada empezaron a preparar el equipaje.
Tanto Diana en su diario, como Azucena en el suyo, contaron aquel instante dramático. Diana estaba en la ducha cuando uno de los guardianes le anunció a Azucena sin ninguna ceremonia que se alistara para irse. Sólo ella. En el libro que publicaría poco después, Azucena lo relató con una sencillez admirable.
«Me fui al cuarto y me puse la muda de regreso que tenía lista en la silla mientras doña Diana continuaba en el baño. Cuando salió y me vio, se paró, me miró, y me dijo:
– ¿Nos vamos, Azu?
«Los ojos le brillaban y esperaban una respuesta ansiosa. Yo no podía decirle nada. Agaché la cabeza, respiré profundo y dije:
– No. Me voy yo sola.
– Cuánto me alegro -dijo Diana-. Yo sabía que iba a ser así».
Diana anotó en su diario: «Sentí una punzada en el corazón, pero le dije que me alegraba por ella, que se fuera tranquila». Le entregó a Azucena la carta para Nydia que había escrito a tiempo para el caso de que no la liberaran a ella. En esa carta le pedía que celebrara la Navidad con sus hijos. Como Azucena lloraba, la abrazó para sosegarla. Luego la acompañó hasta el automóvil y allí se abrazaron otra vez. Azucena se volvió a mirarla a través del cristal, y Diana le dijo adiós con la mano.
Una hora después, en el automóvil que la llevaba al aeropuerto de Medellín para volar a Bogotá, Azucena oyó que un periodista de radio le preguntaba a su esposo qué estaba haciendo cuando conoció la noticia de la liberación. Él contestó la verdad:
– Estaba escribiendo un poema para Azucena.
Así se les cumplió a ambos el sueño de estar juntos el 16 de diciembre para celebrar sus cuatro años de casados.
Richard y Orlando, por su parte, cansados de dormir por los suelos en el calabozo pestilente, convencieron a sus guardianes de que los cambiaran de cuarto. Los pasaron al dormitorio donde habían tenido al mulato esposado, del cual no habían vuelto a tener noticias. Descubrieron con espanto que el colchón de la cama tenía grandes manchas de sangre reciente que bien podían ser de torturas lentas o de puñaladas súbitas.
Por la televisión y la radio se habían enterado de las liberaciones. Sus guardianes les habían dicho que los próximos serían ellos. El 17 de diciembre, muy temprano, un jefe al que conocían como el Viejo -y que resultó ser el mismo don Pacho encargado de Diana- entró sin tocar en el cuarto de Orlando.
– Póngase decente porque ya se va -le dijo.
Apenas pudo afeitarse y vestirse, y no tuvo tiempo de avisarle a Richard en la misma casa. Le dieron un comunicado para la prensa, le pusieron unas gafas de alta graduación, y el Viejo, solo, le dio las vueltas rituales por distintos barrios de Medellín y lo dejó con cinco mil pesos para el taxi en una glorieta que no identificó, porque conocía muy mal la ciudad. Eran las nueve de la mañana de un lunes fresco y diáfano. Orlando no podía creerlo: hasta ese momento -mientras hacía señales inútiles a los taxis ocupados- estuvo convencido de que a sus secuestradores les resultaba más barato matarlo que correr el riesgo de soltarlo vivo. Desde el primer teléfono que encontró llamó a su esposa.
Liliana estaba bañando al niño y corrió a contestar con las manos enjabonadas. Oyó una voz extraña y tranquila:
– Flaca, soy yo.
Ella pensó que alguien quería tomarle el pelo y estaba a punto de colgar cuando reconoció la voz. «¡Ay, Dios mío!», gritó. Orlando tenía tanta prisa, que sólo alcanzó a decirle que todavía estaba en Medellín y que llegaría esa tarde. Liliana no tuvo un instante de sosiego el resto del día por la preocupación de no haber reconocido la voz del esposo. Juan Vitta le había dicho cuando lo liberaron que Orlando estaba tan cambiado por el cautiverio que costaba trabajo reconocerlo, pero nunca pensó que el cambio fuera hasta en la voz. Su impresión fue más grande aún esa tarde en el aeropuerto, cuando se abrió camino a través del tropel de los periodistas y no reconoció al hombre que la besó. Pero era Orlando al cabo de cuatro meses de cautiverio, gordo, pálido y con un bigote retinto y áspero. Ambos por separado habían decidido tener el segundo hijo tan pronto como se encontraran. «Pero había tanta gente alrededor que no pudimos ese día», ha dicho Liliana muerta de risa. «Ni el otro día tampoco por el susto». Pero recuperaron bien las horas perdidas: nueve meses después del tercer día tuvieron otro varón, y el año siguiente un par de gemelos. La racha de liberaciones -que fue un soplo de optimismo para los otros rehenes y sus familias- acabó de convencer a Pacho Santos de que no había ningún indicio razonable de que algo avanzara en favor suyo. Pensaba que Pablo Escobar no había hecho más que quitarse el estorbo de las barajas menores para presionar el indulto y la no extradición en la Constituyente, y se quedó con tres ases: la hija de un ex presidente, el hijo del director del periódico más importante del país, y la cuñada de Luis Carlos Galán. Beatriz y Marina, en cambio, sintieron renacer la esperanza, aunque Maruja prefirió no engañarse con interpretaciones ligeras. Su ánimo andaba decaído, y la cercanía de la Navidad acabó de postrarlo. Detestaba las fiestas obligatorias. Nunca hizo pesebres ni árboles de Navidad, ni repartió regalos ni tarjetas, y nada la deprimía tanto como las parrandas fúnebres de la Nochebuena en las que todo el mundo canta porque está triste o llora porque es feliz. El mayordomo y su mujer prepararon una cena abominable. Beatriz y Marina hicieron un esfuerzo por participar, pero Maruja se tomó dos barbitúricos arrasadores y despertó sin remordimientos.
El miércoles siguiente el programa semanal de Alexandra estuvo consagrado a la noche de Navidad en la casa de Nydia, con la familia Turbay completa en torno del ex presidente; con familiares de Beatriz, y Maruja y Alberto Villamizar. Los niños estaban en primer término: los dos hijos de Diana y el nieto de Maruja -hijo de Alexandra-. Maruja lloró de emoción, pues la última vez que lo había visto apenas balbucía algunas palabras y ya era capaz de expresarse. Villamizar explicó al final, con voz pausada y muchos detalles, el curso y el estado de sus gestiones. Maruja resumió el programa con una frase justa: «Fue muy lindo y tremendo».
El mensaje de Villamizar le levantó los ánimos a Marina Montoya. Se humanizó de pronto y reveló la grandeza de su corazón. Con un sentido político que no le conocían empezó a oír y a interpretar las noticias con gran interés. Un análisis de los decretos la llevó a la conclusión de que las posibilidades de ser liberadas eran mayores que nunca. Su salud empezó a mejorar hasta el punto de que menospreció las leyes del encierro y hablaba con su voz natural, bella y bien timbrada.
El 31 de diciembre fue su noche grande. Damaris llevó el desayuno con la noticia de que celebrarían el Año Nuevo con una fiesta en regla, con champaña criolla y un pernil de cerdo. Maruja pensó que aquélla sería la noche más triste de su vida, por primera vez lejos de su familia, y se hundió en la depresión. Beatriz acabó de derrumbarse. Los ánimos de ambas estaban para todo menos para fiestas. Marina, en cambio, recibió la noticia con alborozo, y no ahorró argumentos para darles ánimos. Inclusive a los guardianes.
– Tenemos que ser justas -les dijo a Maruja y a Beatriz-. También ellos están lejos de su familia, y a nosotras lo que nos toca es hacerles su Año Nuevo lo más grato que se pueda.
Le habían dado tres camisas de dormir la noche en que la secuestraron, pero sólo había usado una, y guardaba las otras en su talego personal. Más tarde, cuando llevaron a Maruja y a Beatriz, las tres usaban sudaderas deportivas como un uniforme de cárcel, que lavaban cada quince días.
Nadie volvió a acordarse de las camisas hasta la tarde del 31 de diciembre, cuando Marina dio un paso más en su entusiasmo. «Les propongo una cosa -les dijo-: Yo tengo aquí tres camisas de dormir que nos vamos a poner para que nos vaya bien el resto el año entrante». Y le preguntó a Maruja:
– A ver, mijita, ¿qué color quiere?
Maruja dijo que a ella le daba lo mismo. Marina decidió que le iba mejor el color verde. A Beatriz le dio la camisa rosa y se reservó la blanca para ella. Luego sacó del bolso una cajita de cosméticos y propuso que se maquillaran unas a otras. «Para lucir bellas esta noche», dijo. Maruja, que ya tenía bastante con el disfraz de las camisas, la rechazó con un humor agrio.
– Yo llego hasta ponerme la camisa de dormir -dijo-. Pero estar aquí pintada como una loca, ¿en este estado? No, Marina, eso sí que no. Marina se encogió de hombros.
– Pues yo sí.
Como no tenían espejo, le dio a Beatriz los útiles de belleza, y se sentó en la cama para que la maquillara. Beatriz lo hizo a fondo y con buen gusto, a la luz de k veladora: un toque de colorete para disimular la palidez mortal de la piel, los labios intensos, la sombra de los párpados. Ambas se sorprendieron de cuan bella podía ser todavía aquella mujer que había sido célebre por su encanto personal y su hermosura. Beatriz se conformó con la cola de caballo y su aire de colegiala.
Aquella noche Marina desplegó su gracia irresistible de antioqueña. Los guardianes la imitaron, y cada quien dijo lo que quiso con la voz que Dios le dio. Salvo el mayordomo, que aun en la altamar de la borrachera seguía hablando en susurros. El Lamparón, envalentonado por los tragos, se atrevió a regalarle a Beatriz una loción de hombre. «Para que estén bien perfumadas con los millones de abrazos que les van a dar el día que las suelten», les dijo. El bruto del mayordomo no lo pasó por alto y dijo que era un regalo de amor reprimido. Fue un nuevo terror entre los muchos de Beatriz.
Además de las secuestradas, estaban el mayordomo y su mujer, y los cuatro guardianes de turno. Beatriz no podía soportar el nudo en la garganta. Maruja la pasó nostálgica y avergonzada, pero aun así no podía disimular la admiración que le causó Marina, espléndida, rejuvenecida por el maquillaje, con la camisa blanca, la cabellera nevada, la voz deliciosa. Era inconcebible que fuera feliz, pero logró que lo creyeran.
Hacía bromas con los guardianes que se levantaban la máscara para beber. A veces, desesperados por el calor, les pedían a las rehenes que les dieran la espalda para respirar. A las doce en punto, cuando estallaron las sirenas de los bomberos y las campanas de las iglesias, todos estaban apretujados en el cuarto, sentados en la cama, en el colchón, sudando en el calor de fragua. En la televisión estalló el himno nacional. Entonces Maruja se levantó, y les ordenó a todos que se pusieran de pie para cantarlo con ella. Al final levantó el vaso de vino de manzana, y brindó por la paz de Colombia. La fiesta terminó media hora después, cuando se acabaron las botellas, y en el platón sólo quedaba el hueso pelado del pernil y las sobras de la ensalada de papa.
El turno de relevo fue saludado por las rehenes con un suspiro de alivio, pues eran los mismos que las habían recibido la noche del secuestro, y ya sabían cómo tratarlos. Sobre todo Maruja, cuya salud la mantenía con el ánimo decaído. Al principio el terror se le convertía en dolores erráticos por todo el cuerpo que la obligaban a asumir posturas involuntarias. Pero más tarde se volvieron concretos por el régimen inhumano impuesto por los guardianes. A principios de diciembre le impidieron ir al baño un día entero como castigo por su rebeldía, y cuando se lo permitieron no le fue posible hacer nada. Ése fue el principio de una cistitis persistente y, más tarde, de una hemorragia que le duró hasta el final del cautiverio.
Marina, que había aprendido con su esposo a hacer masajes de deportistas, se empeñó a restaurarla con sus fuerzas exiguas. Aún le sobraban los buenos ánimos del Año Nuevo. Seguía optimista, contaba anécdotas: vivía. La aparición de su nombre y su fotografía en una campaña de televisión en favor de los secuestrados le devolvió las esperanzas y la alegría. Se sintió otra vez la que era, que ya existía, que allí estaba. Apareció siempre en la primera etapa de la campaña, hasta un día en que no estuvo más sin explicaciones. Ni Maruja ni Beatriz tuvieron corazón para decirle que tal vez la borraron de la lista porque nadie creía que estuviera viva.
Para Beatriz era importante el 31 de diciembre porque se lo había fijado como plazo máximo para ser libre. La desilusión la derrumbó hasta el punto de que sus compañeras de prisión no sabían qué hacer con ella. Llegó un momento en que Maruja no podía mirarla porque perdía el control, se echaba a llorar, y llegaron a ignorarse la una a la otra dentro de un espacio no mucho más grande que un cuarto de baño. La situación se hizo insostenible. La distracción más durable para las tres rehenes, durante las horas interminables después del baño, era darse masajes lentos en las piernas con la crema humectante que sus carceleros les suministraban en cantidades suficientes para que no enloquecieran. Un día Beatriz se dio cuenta de que estaba acabándose.
– Y cuando la crema se acabe -le preguntó a Maruja-, ¿qué vamos a hacer?
– Pues pediremos más -le respondió Maruja con un énfasis ácido. Y subrayó con más acidez aún-: O si no, ahí veremos. ¿Cierto?
– ¡No me conteste así! -le gritó Beatriz en una súbita explosión de rabia-. ¡A mí, que estoy aquí por culpa suya!
Fue el estallido inevitable. En un instante dijo cuanto se había guardado en tantos días de tensiones reprimidas y noches de horror. Lo sorprendente era que no hubiera ocurrido antes y con mayor encono. Beatriz se mantenía al margen de todo, vivía frenada, y se tragaba los rencores sin saborearlos. Lo menos grave que podía suceder, por supuesto, era que una simple frase dicha al descuido le revolviera tarde o temprano la agresividad reprimida por el terror. Sin embargo, el guardián de turno no pensaba lo mismo, y ante el temor de una reyerta grande amenazó con encerrar a Beatriz y a Maruja en cuartos separados. Ambas se alarmaron, pues el temor de las agresiones sexuales se mantenía vivo. Estaban convencidas de que mientras estuvieran juntas era difícil que los guardianes intentaran una violación, y por eso la idea de que las separaran fue siempre la más temible. Por otra parte, los guardianes estaban siempre en parejas, no eran afines, y parecían vigilarse los unos a los otros como una precaución de orden interno para evitar incidentes graves con las rehenes. Pero la represión de los guardianes creaba un ambiente malsano en el cuarto. Los de turno en diciembre habían llevado un betamax en el que pasaban películas de violencia con una fuerte carga erótica, y de vez en cuando algunas pornográficas. El cuarto se saturaba por momentos de una tensión insoportable. Además, cuando las rehenes iban al baño debían dejar la puerta entreabierta, y en más de una ocasión sorprendieron al guardián atisbando. Uno de ellos, empecinado en sostener la puerta con la mano para que no se cerrara mientras ellas usaban el baño, estuvo a punto de perder los dedos cuando Beatriz -adrede- la cerró de un golpe. Otro espectáculo incómodo fue una pareja de guardianes homosexuales que llegó en el segundo turno, y se mantenían en un estado perpetuo de excitación con toda clase de retozos perversos. La vigilancia excesiva de Lamparón al mínimo gesto de Beatriz, el regalo del perfume, la impertinencia del mayordomo en la Nochebuena eran factores de perturbación. Los cuentos que se intercambiaban entre ellos sobre violaciones a desconocidas, sus perversiones eróticas, sus placeres sádicos, terminaban por enrarecer el ambiente.
A petición de Maruja y Marina el mayordomo hizo venir a un médico para Beatriz, el 12 de enero, antes de la media noche. Era un hombre joven, bien vestido y mejor educado, y con una máscara de seda amarilla que hacía juego con su atuendo. Es difícil creer en la seriedad de un médico encapuchado, pero aquél demostró de entrada que conocía bien su oficio. Tenía una seguridad tranquilizante. Llevaba un estuche de cuero fino, grande como una maleta de viaje, con el fonendoscopio, el tensiómetro, un electrocardiógrafo de baterías, un laboratorio portátil para análisis a domicilio, y otros recursos para emergencias. Examinó a fondo a las tres rehenes, y les hizo análisis de orina y de sangre en el laboratorio portátil. Mientras la examinaba, el médico le dijo en secreto a Maruja: «Me siento la persona más avergonzada del mundo por tener que verla a usted en esta situación. Quiero decirle que estoy aquí por la fuerza. Fui muy amigo y partidario del doctor Luis Carlos Galán, y voté por él. Usted no se merece este sufrimiento, pero trate de sobrellevarlo. La serenidad es buena para su salud». Maruja apreció sus explicaciones, pero no pudo superar d asombro por su elasticidad moral. A Beatriz le repitió el discurso exacto.
El diagnóstico para ambas fue un estrés severo y un principio de desnutrición, para lo cual ordenó enriquecer y balancear la dieta. A Maruja le encontró problemas circulatorios y una infección vesical de cuidado, y le prescribió un tratamiento a base de Vasotón, diuréticos y pastillas calmantes. A Beatriz le recetó sedante para entretener la úlcera gástrica. A Marina -a quien ya había visto antes-, se limitó a darle consejos para que se preocupara más por su propia salud, pero no la encontró muy receptiva. A las tres les ordenó caminar a buen paso por lo menos una hora diaria…
A partir de entonces a cada una les dieron una caja de veinte pastillas de un tranquilizante para tomar una por la mañana, otra al mediodía y otra antes de dormir. En caso extremo podían cambiarlo por un barbitúrico fulminante que les permitió escapar a muchos horrores del encierro. Bastaba un cuarto de pastilla para quedar sin sentido antes de contar hasta cuatro.
Desde la una de aquella madrugada empezaron a caminar en el patio oscuro con los asustados guardianes que las mantenían bajo la mira de sus metralletas sin seguro. Se marearon a la primera vuelta, sobre todo Maruja, que debió sostenerse de las paredes para no caer. Con la ayuda de los guardianes, y a veces con Damaris, terminaron por acostumbrarse. Al cabo de dos semanas Maruja llegó a dar con paso rápido hasta mil vueltas contadas: dos kilómetros. El estado de ánimo de todas mejoró, y con él la concordia doméstica.
El patio fue el. único lugar de la casa que conocieron además del cuarto. Estaba en tinieblas mientras duraban los paseos, pero en las noches claras se alcanzaba a ver un lavadero grande y medio en ruinas, con ropa puesta a secar en alambres y un gran desorden de cajones rotos y trastos en desuso. Sobre la marquesina del lavadero había un segundo piso con una ventana clausurada y los vidrios polvorientos tapados con cortinas de periódicos. Las secuestradas pensaban que era allí donde dormían los guardianes que no estaban de turno. Había una puerta hacia la cocina, otra hacia el cuarto de las secuestradas, y un portón de tablas viejas que no llegaba hasta el suelo. Era el portón del mundo. Más tarde se darían cuenta de que daba a un potrero apacible donde pacían corderos pascuales y gallinas desperdigadas. Parecía muy fácil de abrirlo para evadirse, pero estaba guardado por un pastor alemán de aspecto insobornable. Sin embargo, Maruja se hizo amiga de él, hasta el punto de que no ladraba cuando se acercaba a acariciarlo.
Diana se quedó a solas consigo misma cuando liberaron a Azucena. Veía televisión, oía radio, a veces leía la prensa, y con más interés que nunca, pero conocer las noticias sin tener con quién comentarlas era lo único peor que no saberlas. El trato de sus guardianes le parecía bueno, y reconocía el esfuerzo que hacían para complacerla. «No quiero ni es fácil describir lo que siento cada minuto: el dolor, la angustia y los días de terror que he pasado», escribió en su diario. Temía por su vida, en efecto, sobre todo por el miedo inagotable de un rescate armado. La noticia de su liberación se redujo a una frase insidiosa: «Ya casi». La aterrorizaba la idea de que, aquélla fuera una táctica infinita en espera de que se instalara la Asamblea Constituyente y tomara determinaciones concretas sobre la extradición y el indulto. Don Pacho, que antes demoraba largas horas con ella, que discutía, que la informaba bien, se hizo cada vez más distante. Sin explicación alguna, no volvieron a llevarle los periódicos. Las noticias, y aun las telenovelas, adquirieron el ritmo del país paralizado por el éxodo del Año Nuevo.
Durante más de un mes la habían distraído con la promesa de que vería a Pablo Escobar en persona. Ensayó su actitud, sus argumentos, su tono, segura de que sería capaz de entablar con él una negociación. Pero la demora eterna la había llevado a extremos inconcebibles de pesimismo.
Dentro de aquel horror su imagen tutelar fue la de su madre, de quien heredó quizás el temperamento apasionado, la fe inquebrantable y el sueño escurridizo de la felicidad. Tenían una virtud de comunicación recíproca que se reveló en los meses oscuros del secuestro como un milagro de clarividencia. Cada palabra de Nydia en la radio o la televisión, cada gesto suyo, el énfasis menos pensado le transmitían a Diana recados imaginarios en las tinieblas del cautiverio. «Siempre la he sentido como si fuera mi ángel de la guarda», escribió. Estaba segura de que en medio de tantas frustraciones, el éxito final sería el de la devoción y la fuerza de su madre. Alentada por esa certidumbre, concibió la ilusión de que sería liberada la noche de Navidad.
Esa ilusión la sostuvo en vilo durante la fiesta que le hicieron la víspera los dueños de casa, con asado a la parrilla, discos de salsa, aguardiente, pólvora y globos de colores. Diana lo interpretó como una despedida. Más aún: había dejado listo sobre la cama el maletín que tenía preparado desde noviembre para no perder tiempo cuando llegaran a buscarla. La noche era helada y el viento aullaba entre los árboles como una manada de lobos, pero ella lo interpretaba como el augurio de tiempos mejores. Mientras repartían los regalos a los niños pensaba en los suyos, y se consoló con la esperanza de estar con ellos la noche de mañana. El sueño se hizo menos improbable porque sus carceleros le regalaron una chaqueta de cuero forrada por dentro, tal vez escogida a propósito para que soportara bien la tormenta. Estaba segura de que su madre la había esperado a cenar, como todos los años, y que había puesto la corona de muérdago en la puerta con un letrero para ella: Bienvenida. Así había sido, en efecto. Diana siguió tan segura de su liberación, que esperó hasta después de que se apagaron en el horizonte las últimas migajas de la fiesta y amaneció una nueva mañana de incertidumbres.
El miércoles siguiente estaba sola frente a la televisión, rastreando canales, y de pronto reconoció en la pantalla al pequeño hijo de Alexandra Uribe. Era el programa Enfoque dedicado a la Navidad. Su sorpresa fue mayor cuando descubrió que era la Nochebuena que ella le había pedido a su madre en la carta que le llevó Azucena. Estaba la familia de Maruja y Beatriz, y la familia Turbay en pleno: los dos niños de Diana, sus hermanos, y su padre en el centro, grande y abatido. «Nosotros no estábamos para fiestas -ha dicho Nydia-. Sin embargo, decidí cumplir con los deseos de Diana y armé en una hora el árbol de Navidad y el pesebre dentro de la chimenea. «A pesar de la buena voluntad de todos de no dejar a los secuestrados un recuerdo triste, fue más una ceremonia de duelo que una celebración. Pero Nydia estaba tan segura de que Diana sería liberada esa noche, que puso en la puerta el adorno navideño con el letrero dorado: Bienvenida. «Confieso mi dolor por no haber llegado ese día a compartir con todos -escribió Diana en su diario-. Pero me alentó mucho, me sentí muy cerca de todos, me dio alegría verlos reunidos». Le encantó la madurez de María Carolina, le preocupó el retraimiento de Miguelito, y recordó con alarma que aún no estaba bautizado; la entristeció la tristeza de su padre y la conmovió su madre, que puso en el pesebre un regalo para ella y el saludo de bienvenida en la puerta. En vez de desmoralizarse por la desilusión de la Navidad, Diana tuvo una reacción de rebeldía contra el gobierno. En su momento se había manifestado casi entusiasta por el decreto 2047, en el cual se fundaron las ilusiones de noviembre. La alentaban las gestiones de Guido Parra, la diligencia de los Notables, las expectativas de la Asamblea Constituyente, las posibilidades de ajustes en la política de sometimiento. Pero la frustración de Navidad hizo saltar los diques de su comprensión. Se preguntó escandalizada por qué al gobierno no se le ocurría alguna posibilidad de diálogo que no fuera determinada por la presión absurda de los secuestros. Dejó en claro que siempre fue consciente de la dificultad de actuar bajo chantaje. «Soy línea Turbay en eso -escribió- pero creo que con el paso del tiempo las cosas han sucedido al revés». No entendía la pasividad del gobierno ante lo que a ella le parecieron burlas de los secuestradores. No entendía por qué no los conminaba a la entrega con mayor energía, si había fijado una política para ellos, y había satisfecho algunas peticiones razonables. «En la medida en que no se les exija -escribió en su diario- ellos se sienten más cómodos tomándose su tiempo y sabiendo que tienen en su poder el arma de presión más importante». Le parecía que las mediaciones de buen oficio se habían convertido en una partida de ajedrez en la que cada quien movía sus piezas hasta ver quién daba el jaque mate. «¿Pero qué ficha seré yo?», se preguntó. Y se contestó sin evasivas: «No dejo de pensar que seamos desechables». Al grupo de los Notables -ya extinto- le dio el tiro de gracia: «Empezaron con una labor eminentemente humanitaria y acabaron prestándoles un servicio a los Extraditables».
Uno de los guardianes que terminaban el turno de enero irrumpió en el cuarto de Pacho Santos.
– Esta vaina se jodió -le dijo-. Van a matar rehenes.
Según él, sería una represalia por la muerte de los Priscos. El comunicado estaba listo y saldría en las próximas horas. Matarían primero a Marina Montoya y luego uno cada tres días en su orden: Richard Becerra, Beatriz, Maruja y Diana.
– El último será usted -concluyó el guardián a manera de consuelo-. Pero no se preocupe, que este gobierno no aguanta ya más de dos muertos.
Pacho, aterrorizado, hizo sus cuentas según los datos del guardián: le quedaban dieciocho días de vida. Entonces decidió escribir a su esposa y a sus hijos, sin borrador, una carta de seis hojas completas de cuaderno escolar, con su caligrafía de minúsculas separadas, como letras de imprenta, pero más legibles que de costumbre, y con el pulso firme y la conciencia de que no sólo era una carta de adiós, sino su testamento.
«Sólo deseo que este drama, no importa cuál sea el final, acabe lo más pronto posible para que todos podamos tener por fin la paz», empezaba. Su gratitud más grande era para María Victoria -decía-, con quien había crecido como hombre, como ciudadano y como padre, y lo único que lamentaba era haberle dado mayor importancia a su oficio de periodista que a la vida doméstica. «Con ese remordimiento bajo a la tumba», escribió. En cuanto a sus hijos casi recién nacidos lo tranquilizaba la seguridad de que quedaban en las mejores manos. «Háblales de mí cuando puedan entender a cabalidad lo que sucedió y así asimilen sin dramatismo los dolores innecesarios de mi muerte». A su padre le agradecía lo mucho que había hecho por él en la vida, y sólo le pedía «que arregles todo antes de venir a unirte conmigo para evitarles a mis hijos los grandes dolores de cabeza en esa rapiña que se avecina». De este modo entró en materia sobre un punto que consideraba «aburrido pro fundamental» para el futuro: la solvencia de sus hijos y la unidad familiar dentro de El Tiempo. Lo primero dependía en gran parte de los seguros de vida que el diario había comprado para su esposa y sus hijos. «Te pido exigir que te den lo que nos ofrecieron -decía pues es apenas justo que mis sacrificios por el periódico no sean del todo en vano». En cuanto al futuro profesional, comercial o político del diario, su única preocupación eran las rivalidades y discrepancias internas, consciente de que las grandes familias no tienen pleitos pequeños. «Sería muy triste que después de este sacrificio El Tiempo acabe dividido o en otras manos». La carta terminaba con un último reconocimiento a Mariavé por el recuerdo de los buenos tiempos que vivieron juntos.
El guardián la recibió conmovido.
– Tranquilo, papito -le dijo-, yo me encargo de que llegue.
La verdad era que a Pacho Santos no le quedaban entonces los dieciocho días calculados sino unas pocas horas. Era el primero de la lista, y la orden de asesinato había sido dada el día anterior. Martha Nieves Ochoa se enteró a última hora por una casualidad afortunada -a través de terceras personas- y le envió a Escobar una súplica de perdón, convencida de que aquella muerte terminaría de incendiar el país. Nunca supo si la recibió, pero el hecho fue que la orden contra Pacho Santos no se conoció nunca, y en su lugar se impartió otra irrevocable contra Marina Montoya.
Marina parecía haberlo presentido desde principios de enero. Por razones que nunca explicó, había decidido hacer las caminatas acompañada por el Monje, su viejo amigo, que había vuelto en el primer relevo del año. Caminaban una hora desde que terminaba la televisión, y después salían Maruja y Beatriz con sus guardianes. Una de esas noches Marina regresó muy asustada, porque había visto un hombre vestido de negro y con una máscara negra, que la miraba en la oscuridad desde el lavadero. Maruja y Beatriz pensaron que debía ser una más de sus alucinaciones recurrentes, y no le hicieron caso. Confirmaron esa impresión el mismo día, pues no había ninguna luz para ver un hombre de negro en las tinieblas del lavadero. De ser cierto, además, debía tratarse de alguien muy conocido en la casa para no alebrestar al pastor alemán que se espantaba de su propia sombra. El Monje dijo que debía ser un aparecido que sólo ella veía.
Sin embargo, dos o tres noches después regresó del paseo en un verdadero estado de pánico. El hombre había vuelto, siempre de negro absoluto, y la había observado largo rato con una atención pavorosa sin importarle que también ella lo mirara. A diferencia de las noches anteriores, aquélla era de luna llena y el patio estaba iluminado por un verde fantástico. Marina lo contó delante del Monje, y éste la desmintió, pero con razones tan enrevesadas que Maruja y Beatriz no supieron qué pensar. Desde entonces no volvió Marina a caminar. Las dudas entre sus fantasías y la realidad eran tan impresionantes, que Maruja sufrió una alucinación real, una noche en que abrió los ojos y vio al Monje a la luz de k veladora, acuclillado como siempre, y vio su máscara convertida en una calavera. La impresión de Maruja fue mayor, porque relacionó la visión con el aniversario de la muerte de su madre el próximo 23 de enero.
Marina pasó el fin de semana en la cama, postrada por un viejo dolor de la columna vertebral que parecía olvidado. Le volvió el humor turbio de los primeros días. Como no podía valerse de sí misma, Maruja y Beatriz se pusieron a su servicio. La llevaban al baño casi en vilo. Le daban la comida y el agua en la boca, le acomodaban una almohada en la espalda para que viera la televisión desde la cama. La mimaban, la querían de veras, pero nunca se sintieron tan menospreciadas.
– Miren lo enferma que estoy y ustedes ni me ayudan -les decía Marina-. Yo, que las he ayudado tanto.
A veces sólo conseguía aumentar el justo sentimiento de abandono que la atormentaba. En realidad, el único alivio de Marina en aquella crisis de postrimerías fueron los rezos encarnizados que murmuraba sin tregua durante horas, y el cuidado de sus uñas. Al cabo de varios días, cansada de todo, se tendió exhausta en la cama y suspiró:
– Bueno, que sea lo que Dios quiera.
En la tarde del 22 las visitó también el Doctor de los primeros días. Conversó en secreto con sus guardianes y oyó con atención los comentarios de Maruja y Beatriz sobre la salud de Marina. Al final se sentó a conversar con ella en el borde de la cama. Debió ser algo serio y confidencial, pues los susurros de ambos fueron tan tenues que nadie descifró una palabra. El Doctor salió del cuarto con mejor humor que cuando llegó, y prometió volver pronto.
Marina se quedó deprimida en la cama. Lloraba a ratos. Maruja trató de alentarla, y ella se lo agradecía con gestos por no interrumpir sus oraciones, y casi siempre le correspondía con afecto, le apretaba la mano con su mano yerta. A Beatriz, con quien tenía una relación más cálida, la trataba con el mismo cariño. El único hábito que la mantuvo viva fue el de limarse las uñas.
A las diez y media de la noche del 23, miércoles, empezaban a ver en la televisión el programa Enfoque, pendientes de cualquier palabra distinta, de cualquier chiste familiar, del gesto menos pensado, de cambios sutiles en la letra de una canción que pudieran esconder mensajes cifrados. Pero no hubo tiempo. Apenas iniciado el tema musical, la puerta se abrió a una hora insólita y entró el Monje, aunque no estaba de turno esa noche.
– Venimos por la abuela para llevarla a otra finca -dijo.
Lo dijo como si fuera una invitación dominical. Marina en la cama quedó como tallada en mármol, con una palidez intensa, hasta en los labios, y con el cabello erizado. El Monje se dirigió entonces a ella con su afecto de nieto.
– Recoja sus cosas, abuela -le dijo-. Tiene cinco minutos.
Quiso ayudarla a levantarse. Marina abrió la boca para decir algo pero no lo logró. Se levantó sin ayuda, cogió el talego de sus cosas personales, y salió para el baño con una levedad de sonámbula que no parecía pisar el suelo. Maruja enfrentó al Monje con la voz impávida.
– ¿La van a matar?
El Monje se crispó.
– Esas vainas no se preguntan -dijo. Pero se recuperó enseguida-: Ya le dije que va para una finca mejor. Palabra.
Maruja trató de impedir a toda costa que se la llevaran. Como no había allí ningún jefe, cosa insólita en una decisión tan importante, pidió que llamaran a uno de parte de ella para discutirlo. Pero la disputa fue interrumpida por otro guardián que entró a llevarse el radio y el televisor. Los desconectó sin más explicaciones, y el último destello de la fiesta se desvaneció en el cuarto. Maruja les pidió que les dejaran al menos terminar el programa. Beatriz fue aún más agresiva, pero fue inútil. Se fueron con el radio y el televisor, y dejaron dicho a Marina que volvían por ella en cinco minutos. Maruja y Beatriz, solas en el cuarto, no sabían qué creer, ni a quién creérselo, ni hasta qué punto aquella decisión inescrutable formaba parte de sus destinos.
Marina se demoró en el baño mucho más de cinco minutos. Volvió al dormitorio con la sudadera rosada completa, las medias marrones de hombre y los zapatos que llevaba el día del secuestro. La sudadera estaba limpia y recién planchada. Los zapatos tenían el verdín de la humedad y parecían demasiado grandes, porque los pies habían disminuido dos números en cuatro meses de sufrimientos. Marina seguía descolorida y empapada por un sudor glacial, pero todavía le quedaba una brizna de ilusión.
– ¡Quién sabe si me van a liberar! -dijo.
Sin ponerse de acuerdo, Maruja y Beatriz decidieron que cualquiera que fuese la suerte de Marina, lo más cristiano era engañarla.
– Seguro que sí -le dijo Beatriz.
– Así es -dijo Maruja con su primera sonrisa radiante. ¡Qué maravilla!
La reacción de Marina fue sorprendente. Les preguntó entre broma y de veras qué recados querían mandar a sus familias. Ellas los improvisaron lo mejor que pudieron. Marina, riéndose un poco de sí misma, le pidió a Beatriz que le prestara la loción de hombre que Lamparón le había regalado en la Navidad. Beatriz se la prestó, y Marina se perfumó detrás de las orejas con una elegancia legítima, se arregló sin espejo con leves toques de los dedos la hermosa cabellera de nieves marchitas, y al final pareció dispuesta para ser libre y feliz. En realidad, estaba al borde del desmayo. Le pidió un cigarrillo a Maruja, y se sentó a ñamárselo en la cama mientras iban por ella. Se lo fumó despacio, con grandes bocanadas de angustia, mientras repasaba milímetro a milímetro la miseria de aquel antro en el que no encontró un instante de piedad, y en el que no le concedieron al final ni siquiera la dignidad de morir en su cama.
Beatriz, para no llorar, le repitió en serio el mensaje para su familia: «Si tiene oportunidad de ver a mi marido y a mis hijos, dígales que estoy bien y que los quiero mucho». Pero Marina no era ya de este mundo.
– No me pida eso -le contestó sin mirarla siquiera-. Yo sé que nunca tendré esa oportunidad.
Maruja le llevó un vaso de agua con dos pastillas barbitúricas que habrían bastado para dormir tres días. Tuvo que darle el agua, porque Marina no acertaba a encontrarse la boca con el vaso por el temblor de las manos. Entonces le vio el fondo de los ojos radiantes, y eso le bastó para darse cuenta de que Marina no se engañaba ni a sí misma. Sabía muy bien quién era, cuánto debían por ella y para dónde la llevaban, y si les había seguido la comente a las últimas amigas que le quedaron en la vida había sido también por compasión.
Le llevaron una capucha nueva, de lana rosada que hacía juego con la sudadera. Antes de que se la pusieran se despidió de Maruja con un abrazo y un beso. Maruja le dio la bendición y le dijo: «Tranquila». Se despidió de Beatriz con otro abrazo y otro beso, y le dijo: «Que Dios la bendiga». Beatriz, fiel a sí misma hasta el último instante, se mantuvo en la ilusión.
– Qué rico que va a ver a su familia -le dijo.
Marina se entregó a los guardianes sin una lágrima. Le pusieron la capucha al revés, con los agujeros de los ojos y la boca en la nuca, para que no pudiera ver. El Monje la tomó de las dos manos, con un cuidado de nieto, y la sacó de la casa caminando hacia atrás. Marina se dejó llevar caminando bien y con pasos seguros. El otro guardián cerró la puerta desde fuera.
Maruja y Beatriz se quedaron inmóviles frente a la puerta cerrada, sin saber por dónde retomar la vida, hasta que oyeron los motores en el garaje, y se desvaneció su rumor en el horizonte. Sólo entonces entendieron que les habían quitado el televisor y el radio para que no conocieran el final de la noche.