En la escalinata de la comisaría de policía de Great London Road, en Edimburgo, John Rebus encendió su último cigarrillo diario preceptivo antes de abrir la imponente puerta y entrar en el edificio.
Era una comisaría antigua, con suelo de mármol oscuro y un aire de grandeza venida a menos, de aristocracia marchita. Tenía carácter.
Rebus saludó con la mano al sargento de servicio que en aquel momento sustituía en el tablero anuncios viejos por otros nuevos y subió por la gran escalera curvada hacia su oficina. Campbell estaba a punto de macharse.
– Hola, John.
McGregor Campbell, sargento, como Rebus, se puso el abrigo y el sombrero.
– ¿Cómo está el patio, Mac? ¿Va a ser una noche movida? -preguntó Rebus mirando los avisos que había sobre la mesa.
– No lo sé, John, pero, desde luego, el día ha sido un verdadero desmadre. Tienes una carta del jefe.
– ¿Ah, sí? -inquirió Rebus, abstraído en otra carta que acababa de abrir.
– Sí, John. Agárrate fuerte. Creo que van a destinarte al caso de los secuestros. Que tengas suerte. Bueno, me voy al pub. Tengo ganas de ver el boxeo en la BBC y no quiero llegar tarde -dijo Campbell mirando su reloj-. Ah, bueno, tengo tiempo de sobra. ¿Qué sucede, John?
– ¿Quién trajo esto, Mac? -dijo Rebus agitando en el aire un sobre vacío.
– No tengo la menor idea, John. ¿De qué se trata?
– Es otra carta de un chalado.
– ¿Ah, sí? -dijo Campbell mirando por encima del hombro la nota mecanografiada-. Parece el mismo, ¿no?
– Muy listo, Mac, dado que es un mensaje idéntico.
– ¿Y el cordel?
– Aquí está también -contestó Rebus, y cogió un trocito de bramante de la mesa con un nudo en el centro.
– Qué cosa más rara -comentó Campbell mientras se dirigía a la salida-. Hasta mañana, John.
– De acuerdo, hasta mañana, Mac. -Rebus aguardó a que su colega estuviera en el pasillo-. ¡Oye, Mac!
Campbell se asomó al quicio de la puerta.
– Dime.
– El combate lo ha ganado Maxwell -dijo Rebus sonriente.
– Eres un cabrón, Rebus -replicó Campbell.
Apretó los labios y se largó.
– Uno de la vieja escuela -dijo Rebus para sus adentros-. A ver, ¿qué posibles enemigos tengo?
Volvió a examinar la carta y después el sobre. Sólo llevaba escrito su nombre, mecanografiado con cierta irregularidad. Lo habrían entregado en destino, como la otra carta. Desde luego, era un asunto muy extraño.
Bajó a recepción y se acercó al mostrador.
– Jimmy.
– Sí, John.
– ¿Has visto esto? -preguntó, mostrando el sobre al sargento de guardia.
– ¿Eso? -A Rebus le pareció que, más que el ceño, el sargento frunció el rostro entero. Sólo cuarenta años de servicio podían causar algo semejante en un individuo; cuarenta años de preguntas, problemas y cruces a cuestas-. Lo habrán echado por debajo de la puerta, John. Lo encontré ahí, en el suelo -añadió señalando hacia la puerta-. ¿De qué se trata?
– Oh, no tiene importancia. Gracias, Jimmy.
Pero Rebus sabía que iba a pasarse toda la noche reconcomido por aquella nota recibida unos días después del primer mensaje anónimo. Miró los dos sobres que había sobre el escritorio, con caracteres escritos por una antigua máquina de escribir portátil. La letra S estaba un milímetro más alta que las otras; el papel era barato, sin marcas de agua, y el trozo de bramante con un nudo en medio había sido cortado con un cuchillo o unas tijeras. El mensaje mecanografiado era idéntico:
HAY PISTAS POR TODAS PARTES.
Muy bien; tal vez las hubiera. Era obra de algún chalado, una broma de mal gusto, pero ¿por qué se los enviaban a él? No tenía sentido. En ese momento sonó el teléfono.
– ¿El sargento Rebus?
– Al habla.
– Rebus, soy el inspector jefe Anderson. ¿Ha recibido mi nota?
Anderson. Maldito Anderson. Sólo le faltaba eso. Un chiflado más.
– Sí, señor -contestó Rebus sujetando el auricular con la barbilla y desplegando la nota sobre la mesa.
– Bien. ¿Puede estar aquí dentro de veinte minutos? La reunión es en la sala de operaciones de Waverley Road.
– Muy bien, señor.
La línea se cortó mientras Rebus continuaba leyendo. Así que era cierto, una comunicación oficial. Le destinaban al caso de los secuestros. Dios mío, qué vida. Guardó en el bolsillo de la chaqueta las notas, los sobres y el bramante y, frustrado, echó una mirada a su alrededor. Maldita la gracia. Caso de fuerza mayor: tenía que estar antes de media hora en Waverley Road. ¿Cuándo iba a poder acabar todo lo que tenía pendiente? Le esperaban tres casos ante los tribunales y casi otra docena clamando al cielo porque les faltaba algún trámite, y después podría olvidarse de ellos. Sería estupendo liquidarlos todos; hacer limpieza. Cerró los ojos y volvió a abrirlos. Pero el montón de papeles seguía allí, mayor que nunca. No había nada que hacer. Era el cuento de nunca acabar. Apenas había cerrado un caso le caían otros dos. ¿Cómo se llamaba aquel ser? ¿La hidra? A eso tenía que enfrentarse: cada vez que cortaba una cabeza, caían unas cuantas más en su bandeja de entrada. Volver de vacaciones era un tormento.
Y ahora, además, le tocaba la roca de Sísifo.
Miró al techo.
– Por Dios bendito -musitó antes de salir camino del coche.
El Bar Sutherland era un local muy frecuentado por bebedores. Había dos máquinas de discos, pero nada de vídeo ni de máquinas tragaperras. El local tenía una decoración espartana, con un televisor que parpadeaba imágenes que saltaban. Allí, hasta finales de los años sesenta no habían entrado mujeres. El secreto bien guardado era, por lo visto, que servían la mejor pinta de cerveza de barril de Edimburgo. McGregor Campbell dio un sorbo a la jarra sin apartar la vista del televisor en la pared de detrás de la barra.
– ¿Quién va ganando? -preguntó una voz a su lado.
– No lo sé -contestó él, volviéndose hacia su interlocutor-. Ah, hola, Jim.
Era un hombre fornido, con el dinero preparado en la mano para que le sirvieran, y tampoco apartaba los ojos del televisor.
– Es un buen combate -dijo-. Creo que va a ganar Mailer.
A Mac Campbell se le ocurrió una idea.
– No, va a ganar Maxwell, y de lejos. ¿Apostamos algo?
El hombre fornido metió la mano en el bolsillo para sacar tabaco sin dejar de mirar al policía.
– ¿Cuánto? -preguntó.
– ¿Cinco libras? -dijo Campbell.
– Vale. Tom, ponme una pinta de cerveza, por favor. ¿Tomas algo, Mac?
– Lo mismo, gracias.
Permanecieron en silencio un rato, dando sorbos y mirando el combate. A sus espaldas se escucharon algunos rugidos amortiguados cuando los combatientes encajaban o esquivaban un puñetazo.
– A lo mejor gana el tuyo, si aguanta hasta el final -comentó Campbell, y pidió otra ronda.
– Sí, pero ya veremos. Por cierto, ¿qué tal el trabajo?
– Muy bien, ¿y el tuyo?
– En este momento no paro de bregar, la verdad -dijo imperturbable, con el cigarrillo en los labios, dejando caer ceniza en la corbata-. Una barbaridad.
– ¿Sigues indagando ese asunto de drogas?
– No. Me han asignado al caso de los secuestros.
– ¿Ah, sí? Igual que a Rebus. Procura no sacarle de sus casillas.
– Los periodistas sacan de sus casillas a todo el mundo, Mac. Gajes del… etcétera.
Mac Campbell recelaba de Jim Stevens pero le estaba agradecido por su amistad, porque, por endeble y ardua que ésta hubiera sido a veces, el periodista le había procurado información útil para su trabajo. Stevens se reservaba para sí muchas de las cosas interesantes que sabía, naturalmente, porque se trataba de «exclusivas», pero siempre estaba dispuesto a intercambiar favores, y a Campbell le parecía que, para satisfacer las necesidades de Stevens, bastaba con la información más inocua o el cotilleo más irrelevante. Stevens era una especie de urraca que lo coleccionaba todo indiscriminadamente, guardando mucho más de lo que iba a utilizar después. Pero con los periodistas nunca se sabe. Desde luego, Campbell prefería tener a Stevens como amigo que como enemigo.
– ¿Cómo va tu investigación sobre las drogas?
Jim Stevens se encogió de hombros.
– De momento no tengo nada que os pueda servir. Pero no lo he dejado, si te refieres a eso. No, lo que ocurre es que ese asunto es un avispero de cuidado; lo sigo con los ojos bien abiertos.
Se oyó la campanada para el último asalto del combate y dos cuerpos sudorosos y rendidos chocaron y se convirtieron en una masa de brazos y piernas.
– Mailer sigue teniendo ventaja -dijo Campbell con un ligero mal presentimiento.
No podía ser. Rebus no iba a hacerle eso a él. De pronto, Maxwell, el más pesado y lento de movimientos, recibió un golpe en la cara y se tambaleó retrocediendo. El bar rugió al unísono. Campbell miró su jarra. Maxwell yacía en la lona y el árbitro contaba. Se había acabado. Unos sensacionales últimos segundos de combate, según el locutor.
Jim Stevens tendió la mano abierta.
«Mataré a ese maldito Rebus. Dios mío, lo mato», pensó Campbell.
Más tarde, con las cervezas pagadas con el dinero de Campbell, Stevens le preguntó a propósito de Rebus.
– ¿Así que por fin voy a conocerlo? -inquirió.
– Tal vez sí, tal vez no. Él no es muy amigo de Anderson, así que a lo mejor lo deja relegado todo el día en algún despacho. Claro que John Rebus no es muy amigo de nadie.
– ¿No?
– Bah, no es que sea desagradable, pero es un hombre muy difícil.
Campbell, eludiendo la mirada inquisitiva del periodista, observó su corbata. La ceniza recién caída del cigarrillo era una simple capa sobre manchas más antiguas de huevo, grasa y alcohol. Los periodistas más desaliñados eran siempre los más listos, y Stevens lo era, todo lo que puede llegar a serlo alguien que lleva trabajando diez años seguidos en el mismo diario. Se comentaba que había rechazado empleos en diarios de Londres porque le gustaba vivir en Edimburgo y que lo que más le gustaba de su trabajo era la posibilidad de desvelar los aspectos más turbios de la ciudad, el delito, la corrupción, las bandas y las drogas. Campbell no conocía un detective mejor que él, y quizá por eso no les gustaba a los jefazos de la policía, que lo miraban con prevención; eso demostraba que trabajaba bien. Campbell advirtió que a Stevens le caía una salpicadura de cerveza en los pantalones.
– Ese Rebus -dijo Stevens, limpiándose la boca- es hermano del hipnotizador, ¿verdad?
– Debe de serlo. Yo no se lo he preguntado, pero no habrá muchos con ese apellido, ¿no crees?
– Eso mismo me digo yo -respondió Stevens, asintiendo con la cabeza como si confirmara algo muy importante.
– ¿Por qué?
– Por nada. ¿Y dices que no tiene muchos amigos?
– No he dicho eso exactamente. La verdad es que me da lástima. El pobre ya tiene problemas de sobra. Ahora ha empezado a recibir cartas anónimas.
– ¿Cartas anónimas?
Stevens quedó envuelto en humo unos instantes mientras daba caladas a otro cigarrillo. La neblina azulada del pub se interponía entre los dos interlocutores.
– No debería haberte dicho eso. Que no salga de aquí.
Stevens asintió con la cabeza.
– Por supuesto -dijo-. No era eso lo que me interesaba saber. De todos modos, eso que me acabas de decir no es algo frecuente, ¿verdad?
– No es muy frecuente. Y, desde luego, no suelen ser tan extrañas como las que él recibe. Bueno, quiero decir que no son insultantes ni nada así. Son… extrañas.
– Continúa. ¿Cómo de extrañas?
– Pues que las acompaña un trocito de cordel con un nudo y el mensaje dice «hay pistas por todas partes», o algo así.
– Joder. Sí que es extraño. Son dos hermanos extraños. Uno hipnotizador y el otro recibe cartas anónimas. Sirvió en el ejército, ¿verdad?
– John estuvo en el ejército, sí. ¿Cómo lo sabías?
– Yo lo sé todo, Mac. Es mi oficio.
– Otra cosa curiosa es que nunca habla de eso.
El periodista volvió a mirarle con interés. Cuando algo le interesaba le temblaban levemente los hombros. Miró hacia el televisor.
– ¿No habla nunca del ejército? -inquirió.
– Ni una palabra. Yo le he preguntado un par de veces.
– Ya te digo, Mac, son dos hermanos muy raros. Bebe, bebe, que aún me queda buen dinero tuyo para pagar.
– Eres un cabrón, Jim.
– De tomo y lomo -replicó el periodista sonriendo por segunda vez durante la conversación.
– Caballeros y, señoras, naturalmente, gracias por haber acudido tan rápido. Aquí estará el centro de operaciones durante la investigación. Bien, como todos saben…
El director de la policía, Wallace, interrumpió su discurso al abrirse bruscamente la puerta para dar paso a John Rebus, en quien se clavaron todas las miradas. Rebus, incómodo, miró a su alrededor, dirigió una inútil sonrisa de disculpa a su superior y se sentó en la silla más próxima a la puerta.
– Como iba diciendo… -prosiguió el director.
Rebus, restregándose la frente, miró la sala llena de agentes. Sabía lo que diría el viejo, y en aquel momento precisamente lo que menos necesitaba era un discurso de arenga de la vieja escuela. No cabía un alfiler. Muchos de los presentes tenían aspecto cansado, como si ya llevaran mucho tiempo en el caso. Los rostros más despiertos y más atentos eran los de los nuevos, algunos de ellos venidos desde comisarías de fuera de Edimburgo; había dos o tres con libreta y bolígrafo, muy dispuestos a tomar notas, como en sus tiempos de colegiales. Delante de todos, con las piernas cruzadas, vio a dos mujeres muy atentas a Wallace, que ahora estaba en plena filípica, paseando por delante de la pizarra como un personaje de Shakespeare en una mediocre representación escolar.
– Dos muertes, pues. Sí, eso me temo. -Un escalofrío recorrió la audiencia-. El cadáver de Sandra Adams, de once años, apareció en un solar junto a la comisaría de Haymarket, a la seis en punto de esta tarde, y el de Mary Andrews a las siete menos diez, en una parcela del distrito de Oxgangs. Hay agentes en ambos lugares, y al final de esta reunión se les unirán otros, elegidos entre los aquí presentes.
Rebus advirtió el orden jerárquico habitual: inspectores en las primeras filas, a continuación sargentos, y luego, el resto. Incluso en pleno desarrollo de un caso de asesinato persistía el orden jerárquico. La enfermedad británica. Y él se encontraba al final del montón, porque había llegado tarde. Otra cruz en la calificación mental de alguien.
En el ejército siempre había sido uno de los primeros, en el regimiento de paracaidismo; en el curso de entrenamiento de los SAS, primero de su clase y seleccionado para un cursillo rápido de misiones especiales. Había ganado una medalla y merecidas menciones de honor. Una buena época, pero también la peor de todas; tiempos de estrés y extenuación, de engaño y brutalidad. Al salir de allí no le admitieron tan fácilmente en la policía; ahora sabía que fue la influencia del ejército lo que allanó las dificultades para su ingreso. En el cuerpo había personas que no se lo perdonaban, le buscaban problemas siempre que podían, complicaciones que él supo esquivar, e incluso, como hacía bien su trabajo, no tuvieron más remedio que citarle por actos de servicio. Pero en cuanto al ascenso, se había buscado un obstáculo a sus aspiraciones por hacer comentarios inconvenientes. Además, un día abofeteó a un cabrón rebelde en el calabozo. Que Dios se lo perdonara; fue un minuto de ofuscación; aquello le causó aún más problemas. Ah, qué vida tan perra; perra de verdad. Era como vivir en los tiempos bíblicos, en una tierra de barbarie y venganza.
– Mañana, después de las autopsias, tendremos, naturalmente, más información para que puedan trabajar, pero de momento esto es lo que hay. Ahora les hablará el inspector jefe Anderson, quien les asignará las correspondientes tareas iniciales.
Rebus advirtió que Jack Morton cabeceaba y, si alguien no lo impedía, pronto se escucharían sus ronquidos. Esbozó una sonrisa que se le borró fulminantemente al oír una voz al fondo de la sala: la voz de Anderson, el objeto de sus comentarios inconvenientes. Sintió el malestar de la predestinación. Anderson dirigía el caso. Hizo el firme propósito de dejar de rezar; tal vez si dejaba de rezar, Dios, al darse por aludido, dejaría de ser tan cabrón con uno de sus escasos creyentes en este olvidado planeta.
– Gemmill y Hartley harán el puerta a puerta.
Bueno, a Dios gracias, se había librado de ésta. Sólo había algo peor que el puerta a puerta…
– Y para la búsqueda inicial en los archivos de Modus Operandi, los sargentos Morton y Rebus.
Precisamente eso.
«Gracias, Dios mío, muchas gracias. Eso es justamente lo que yo quería hacer esta tarde: leer los historiales de todos los malditos pervertidos y agresores sexuales de Escocia central-este. Realmente, debes detestarme. ¿Soy acaso una especie de Job? ¿Es eso?»
Pero no respondió ninguna voz etérea. No oyó ninguna voz, excepto la del satánico y quisquilloso Anderson, cuyos dedos pasaban páginas de la lista de relación de servicios; Anderson, de labios húmedos y gruesos, cuya esposa era una adúltera descarada y su hijo poeta ocasional, nada menos. Rebus masculló para sus adentros sucesivas maldiciones contra aquel superior mojigato y delgaducho. Le dio una patada a Morton en la pierna y éste, casi a punto de roncar, se despertó, irritado.
Menudo panorama.
– Menudo panorama -dijo Jack Morton. Aspiró con deleite el cigarrillo con filtro, tosió ruidosamente, sacó el pañuelo del bolsillo y depositó en él lo expectorado-. Ja, ja, nueva prueba trascendente -comentó, aunque hizo un visible gesto de preocupación.
– Deberías dejar de fumar, Jack -comentó Rebus sonriente.
Estaban los dos sentados ante un escritorio sobre el que se amontonaban unos ciento cincuenta expedientes de agresores sexuales fichados en Escocia central. Una joven y guapa secretaria, sin duda encantada por las horas extra que las investigaciones por homicidio le permitían hacer, no dejaba de traerles más expedientes, bajo la fingida mirada indignada de Rebus cada vez que aparecía. Esperaba asustarla; si entraba una vez más, la indignación iba a materializarse.
– No, John, son estos cabrones con filtro, que no puedo fumarlos. De verdad que no puedo. Maldito médico.
Mientras lo decía, Morton se quitó el cigarrillo de la boca, le arrancó el filtro y volvió a ponerlo, ridículamente corto, en sus pálidos labios.
– Así está mejor. Es más cigarro.
A Rebus siempre le habían parecido notables dos cosas. Una, que le cayera bien ese Jack Morton y que el sentimiento fuera mutuo, y la otra, que Morton aspirara con tal fuerza un pitillo y expulsara tan poco humo. ¿Dónde iba a parar aquel humo? No podía imaginarlo.
– Veo que hoy estás de abstinencia, John.
– Estoy reduciéndolo a diez al día, Jack.
Morton sacudió la cabeza.
– Diez, veinte o treinta al día, en definitiva, es lo mismo, John. Te lo digo yo. Lo que cuenta es dejarlo o no, y si no puedes dejarlo, lo mejor que puedes hacer es fumar todos los que te apetezca. Está demostrado. Lo he leído en una revista.
– Sí, pero ya sabemos las revistas que lees tú, Jack.
Morton contuvo la risa, tosió estentóreamente otra vez y buscó el pañuelo.
– Qué tarea de mierda -comentó Rebus cogiendo la primera carpeta.
Estuvieron en silencio unos veinte minutos hojeando hechos y fantasías de violadores, exhibicionistas, pederastas, pedófilos y proxenetas. A Rebus le parecía sentir aquella porquería en la boca; era como si se viera implicado sin remisión, una y otra vez, como si otro yo acechara a espaldas de su conciencia cotidiana; su propio míster Hyde, como en la obra del edimburgués Robert Louis Stevenson. Se avergonzaba de sentir alguna que otra erección; seguro que a Jack Morton también le ocurría. Eran gajes del oficio, igual que el asco, el odio y la fascinación.
En torno a ellos, la comisaría vibraba al ritmo de la actividad nocturna. Agentes en mangas de camisa pasaban adrede por delante de la puerta del despacho que les habían asignado, alejado de todos los otros para que nadie interrumpiera sus reflexiones. Rebus hizo una pausa para pensar en lo bien que le vendría a su oficina en Great London Road disponer de parte de aquel mobiliario: un escritorio moderno (con buenas patas y cajones fáciles de abrir), archivadores (ídem) y una máquina dispensadora de agua allí mismo, en el pasillo. Incluso había moqueta, y no aquel linóleo color rojo hígado con peligrosas puntas levantadas. Aquél era un agradable entorno para localizar pervertidos y asesinos.
– ¿Qué es lo que estamos buscando exactamente, Jack?
Morton lanzó un resoplido, tiró en la mesa una carpeta marrón no muy gruesa, se encogió de hombros y encendió un cigarrillo.
– Porquerías -dijo cogiendo otra carpeta, sin que Rebus tuviera ocasión de saber si era o no una respuesta.
– ¿Sargento Rebus?
En la puerta había un joven agente uniformado, con acné en el cuello y recién afeitado.
– Diga.
– Un mensaje del jefe, señor -dijo mientras le entregaba a Rebus una hoja azul de bloc doblada.
– ¿Buenas noticias? -preguntó Morton.
– Oh, la mejor de las noticias, Jack, la mejor de las noticias. El jefe nos envía el siguiente mensaje fraterno: «¿Alguna pista en los archivos?». Eso es todo.
– ¿Hay respuesta, señor? -inquirió el agente.
Rebus hizo una pelota con la nota y la tiró en una papelera nueva de aluminio.
– Sí, hijo, sí que la hay -contestó Rebus-, pero dudo mucho que te apetezca decírsela.
Jack Morton se echó a reír, limpiándose la ceniza de la corbata.
Menuda noche. Jim Stevens se fue por fin a casa sin obtener nada de interés en la conversación que había iniciado con Mac Campbell cuatro horas antes. Le había comentado a Mac que no pensaba abandonar la investigación sobre el floreciente mercado de la droga en Edimburgo, y ésa era la pura verdad. Se estaba convirtiendo en una auténtica obsesión y, aunque su jefe le había asignado un caso de homicidio, él continuaría la investigación por su cuenta en los ratos libres; a solas, por la noche mientras las rotativas estaban en marcha, dedicaba su tiempo libre a indagar más y más en lugares cada vez más alejados de Edimburgo. Sabía que no andaba lejos de dar con un pez gordo, pero aún no estaba lo bastante cerca como para recurrir a las fuerzas de la ley y el orden. Quería tener la historia bien hilvanada antes de recurrir a la caballería.
También conocía el peligro. El terreno que pisaba podía hundirse de pronto bajo sus pies y acabar bajo algún muelle de Leith una oscura madrugada o aparecer atado y amordazado en el arcén de una autopista a las afueras de Perth. Bah, le daba igual. No era más que un pensamiento pasajero, producto del cansancio y de la necesidad de avivar sus emociones en aquel escenario cutre y gris de la droga en Edimburgo, un escenario de bloques de pisos en creciente expansión y bares que abrían fuera de horas, en vez de las rutilantes discotecas y lujosas residencias de la Ciudad Nueva.
Lo que más le disgustaba era que la gente que en última instancia movía los hilos fuese tan discreta y hermética, tan ajena al asunto. A él le gustaba que los delincuentes se implicaran, que vivieran la vida e hicieran ostentación de su estilo de vida. Le gustaban los gánsters de Glasgow de los años cincuenta y sesenta, que vivían en Gorbals, donde actuaban, prestaban dinero a los vecinos, y a veces apuñalaban a esos mismos vecinos si venía al caso. Como si se tratara de asuntos de familia; no como ahora. Esto era muy distinto, y eso le fastidiaba.
Su charla con Campbell había sido interesante, de todos modos y por otros motivos. Rebus le parecía un tipo sospechoso. Igual que su hermano. Tal vez estuviesen los dos implicados. Si la policía estaba pringada, su tarea sería más difícil y mucho más gratificante.
Lo que necesitaba ahora era un buen descanso, un alto en la investigación; la meta no podía estar lejos. Él tenía buen olfato para eso.
A la una y media hicieron un descanso. En el edificio había una modesta cantina abierta incluso a aquella hora intempestiva. Fuera de allí se cometían en aquel momento la mayoría de los pequeños delitos de la jornada, pero dentro se estaba caliente y cómodo, y había comida caliente y todo el café del mundo para los policías de guardia.
– Esto es desastroso -dijo Morton echando en la taza el café del platillo-. Anderson no sabe ni por dónde empezar.
– Por favor, dame un cigarrillo, que no tengo -dijo Rebus dándose unas elocuentes palmaditas en el bolsillo.
– Por Dios, John -replicó Morton tosiendo como un viejo y tendiéndole la cajetilla-, el día que dejes de fumar me cambio de calzoncillos.
Jack Morton no era viejo a pesar de los excesos que le conducían rápida e inexorablemente hacia la vejez antes de tiempo. Tenía treinta y cinco años, seis menos que Rebus. También él había roto su matrimonio; ahora los cuatro niños vivían con la abuela y la madre andaba disfrutando de unas largas y sospechosas vacaciones con su amante. Todo aquello era lamentable, le había dicho a Rebus, quien le comentó que él tenía una hija que también le preocupaba.
Morton llevaba veinte años en la policía y, a diferencia de Rebus, había ascendido desde el escalón más bajo hasta su actual rango a base de tesón. Le había contado a Rebus su vida un día en que los dos fueron a pescar cerca de Berwick; una magnífica jornada en la que pescaron mucho y se hicieron buenos amigos. Pero Rebus no le había contado su vida a Morton, y éste tenía la impresión de que Rebus vivía encerrado en una celda personal, pues, concretamente sobre su época en el ejército, no hablaba nunca. Morton sabía que la vida militar ejercía a veces esa clase de influencia sobre un individuo y respetaba el silencio de Rebus. Tal vez guardaba algún esqueleto en aquel armario suyo. Se hacía cargo, porque él mismo había realizado algunas de sus detenciones más señaladas sin aplicar los «criterios correctos del reglamento».
A Morton le traían ya sin cuidado los titulares de prensa y las detenciones espectaculares; aguantaba su trabajo, recibía su paga, pensaba de vez en cuando en la pensión y en los años de pesca que tendría por delante y bebía para borrar de su conciencia a la mujer y a los hijos.
– Está bien esta cantina -dijo Rebus mientras fumaba, tratando de iniciar una conversación.
– Sí. Yo vengo de vez en cuando. Conozco a uno que trabaja en la sección de ordenadores. A veces resulta conveniente tener amistad con los informáticos, ¿sabes? Pueden localizar un coche, un nombre o una dirección en un santiamén. Sólo te cuesta invitarles a una copa de vez en cuando.
– Pues pásales todo este material para que lo escaneen.
– Ah, dales tiempo, John. No tardarán en tener todos los archivos en un banco de datos. Y ya verás como poco después se darán cuenta de que no necesitan a los burros de carga como nosotros. Quedarán un par de inspectores y un ordenador.
– Tomo nota -comentó Rebus.
– Es el progreso, John. ¿Dónde estaríamos sin él? Andaríamos todavía por ahí con una pipa, nuestro sentido de deducción y la lupa.
– Supongo que tienes razón, Jack. Pero recuerda lo que dice el diré: «Denme una docena de buenos agentes y devuelvan todas esas máquinas a los fabricantes».
Rebus miró a su alrededor mientras hablaba y vio que una de las dos mujeres que estaban en primera fila en la reunión se sentaba sola a una mesa.
– Y, además, Jack-añadió-, siempre habrá sitio para gente como nosotros. La sociedad no puede prescindir de nosotros. Los ordenadores son incapaces de tener inspiraciones afortunadas. En eso les ganamos.
– Tal vez; no lo sé. En cualquier caso, será mejor que volvamos, ¿de acuerdo?
Morton miró el reloj, apuró el café y apartó la silla.
– Ve tú delante, Jack, que ahora te sigo. Quiero verificar una inspiración afortunada.
– ¿Le importa que me siente?
Rebus, con un nuevo café en la mano, apartó la silla frente a la oficial de policía que leía absorta el periódico. Él advirtió el titular sensacionalista de la primera página. Alguien había filtrado información a la prensa.
– No, ni mucho menos -respondió ella sin levantar la vista.
Rebus sonrió para sus adentros, se sentó y dio un sorbo al café instantáneo.
– ¿Mucho trabajo? -preguntó.
– Sí, ¿usted no? Su amigo se ha ido hace unos minutos.
Lista; muy lista. Realmente lista. Rebus comenzó a sentirse un pelín incómodo. No le gustaban las sabiondas, y ésta tenía todo el aspecto de serlo.
– Pues, sí. Es que él es masoquista. Estamos trabajando con los archivos de Modus Operandi, pero yo haría cualquier cosa por librarme de ese placer.
Ella alzó por fin la vista, como si se hubiera ofendido.
– ¿Así que soy un simple pretexto dilatorio?
Rebus sonrió y se encogió de hombros.
– ¿Qué, si no? -dijo.
Ahora fue ella quien sonrió.
Cerró el periódico y lo dobló en dos, lo dejó en la mesa de fórmica y dio unos golpecitos sobre el titular.
– Parece que salimos en la prensa -comentó.
Rebus volvió el periódico hacia él: secuestros en Edimburgo ¡AHORA SON ASESINATOS!
– Un caso espantoso -dijo-. Espantoso. Y la prensa lo empeora.
– Sí; bueno, dentro de un par de horas llegarán los resultados de las autopsias y tendremos por dónde empezar.
– Eso espero. Al menos podré librarme de esos malditos expedientes.
– Yo creía que a los agentes varones -dijo haciendo particular énfasis en la palabra- les gustaba leer ese tipo de historias.
Rebus extendió las manos hacia delante. Era un gesto que se le había contagiado de Michael.
– Los conoce muy bien. ¿Cuánto tiempo lleva en el cuerpo?
Rebus le echaba unos treinta años. Tenía el pelo castaño, espeso y corto, y una nariz en tobogán. No llevaba anillos, pero hoy en día eso no quería decir nada.
– Bastante -contestó ella.
– Me imaginaba que diría eso.
Ella seguía sonriendo: no era una sabionda.
– Pues es más listo de lo que yo pensaba -dijo ella.
– No lo sabe bien.
Comenzaba a cansarse, viendo que el juego no iba a ninguna parte. Era un terreno intermedio; un partido amistoso, no de copa. Miró el reloj de forma ostensible.
– Tengo que volver -dijo.
Ella cogió el periódico.
– ¿Qué va a hacer este fin de semana? -preguntó.
John Rebus volvió a sentarse.
Salió de la comisaría a las cuatro de la madrugada. Los pájaros hacían esfuerzos por convencer inútilmente a todo el mundo de que amanecía. Aún era de noche y hacía frío.
Decidió no coger el coche y volver a casa caminando los tres kilómetros. Necesitaba sentir el frío, la humedad del aire, la expectativa de un chubasco matutino. Respiró profundamente para relajarse, para olvidar, pero tenía la mente llena de expedientes, con detalles, datos y cifras de horrores que apenas ocupaban un párrafo escueto pero atormentaban su paseo.
La barbaridad de una agresión a una niña de ocho semanas. La canguro había confesado tranquilamente que lo había hecho para tener «un subidón».
Violar a una anciana delante de sus dos nietos y darles después a éstos unos caramelos cogidos de un tarro antes de largarse; un acto premeditado cometido por un soltero cincuentón.
Marcar con cigarrillos el nombre de una banda callejera en los pechos de una chica de doce años y dejarla en una chabola incendiada, dándola por muerta. No se descubrió al culpable.
Y ahora el no va más: secuestrar a dos niñas y estrangularlas sin abuso sexual. Eso era, como había sugerido Anderson hacía media hora, auténtica perversión, y Rebus, curiosamente, sabía a qué se refería; aquello hacía que las muertes fueran más gratuitas aún, más inmotivadas y chocantes.
Bueno, al menos no se enfrentaban a un delincuente sexual; de momento, no. Pero eso -había que reconocerlo- hacía mucho más difícil el caso, porque se enfrentaban a algo parecido a un asesino en serie, alguien que golpeaba al azar sin dejar pistas, buscando un «subidón», batir un récord. ¿O iba a contentarse sólo con dos? No era muy probable.
Estrangulamiento. Era una manera horrible de morir, debatiéndose, pataleando para impedir el final; pánico, ansiosos esfuerzos por respirar, seguramente con el asesino detrás, para que la víctima se enfrente a un absoluto anonimato y muera sin saber quién ni por qué. A Rebus le habían enseñado en los SAS varias maneras de matar, y sabía lo que era sentir el agarrotamiento en el cuello, con la esperanza de que prevalezca la sensatez del adversario. Una manera horrible de morir.
Edimburgo seguía durmiendo, como hacía desde siglos. Había fantasmas en los callejones adoquinados y en las escaleras sinuosas de las casas de la Ciudad Vieja, pero eran fantasmas de la Ilustración, coherentes y educados. No iban a saltar sobre ti desde las sombras con un trozo de bramante en las manos. Se detuvo y miró a su alrededor. Además, ya había amanecido y cualquier alma temerosa de Dios estaría acurrucada en la cama igual que él, John Rebus en carne y hueso, iba a estarlo enseguida.
Cerca de su casa pasó frente a una tiendecita de comestibles ante la cual, en la acera, había cajas de leche y panecillos recién hechos; el dueño le había explicado extraoficialmente que le robaban de vez en cuando algo, aunque no pensaba denunciarlo. No había nadie en la tienda ni en la calle, sólo rompía la soledad del momento el rumor distante de un taxi rodando sobre los adoquines y la persistencia de los trinos de los pájaros. Rebus miró a un lado y a otro, a las numerosas ventanas con las cortinas echadas, cogió rápidamente seis panecillos, se los metió en el bolsillo y se alejó precipitadamente de allí. Instantes después se detuvo y volvió de puntillas a la tienda: el criminal que vuelve al escenario del crimen, el perro que se come su propio vómito. Él no había visto nunca a un perro hacer eso, pero lo sabía por la autoridad de san Pedro.
Volvió a mirar a un lado y a otro, cogió una botella de leche de la caja y escapó silbando por lo bajini.
No había nada que supiera tan rico en el desayuno como unos panecillos robados con mantequilla y jamón y una taza de café con leche. No había nada más agradable que un pecado venial.
En la escalera de su casa olfateó, y sintió el olor de meados de gato; una maldición constante. Contuvo la respiración mientras salvaba los dos tramos de escalera y metió la mano en el bolsillo, buscando la llave por debajo de los panecillos aplastados.
En el piso se sentía y se olía la humedad. Miró el radiador y, claro, había vuelto a apagarse el piloto; volvió a conectarlo lanzando maldiciones, puso el termostato al máximo y entró en el cuarto de estar.
Quedaba aún sitio en las estanterías del mueble y en la repisa de la chimenea, antes ocupada por cachivaches de Rhona, y que ya casi había llenado él con algunos de los suyos: facturas, cartas sin contestar, anillas de abrir latas de cerveza barata y algún libro no leído. Coleccionaba libros no leídos. Antes sí que leía los libros que compraba, pero ahora no tenía tiempo. Además, era ya más exigente que en los buenos tiempos, en los que los leía todos hasta el final, le gustaran o no. Ahora, si no le gustaba un libro lo más probable era que no pasase de la página diez.
Allí estaban los libros, en el cuarto de estar. Los libros de leer solían acabar en el dormitorio, en el suelo, en filas, como enfermos en la sala de espera del médico. Un día de éstos se tomaría unas vacaciones, alquilaría un chalet en las Highlands o en la costa de Fife y se llevaría todos aquellos libros pendientes de leer o de lectura atrasada, todo aquel conocimiento que podía ser suyo nada más abrirlos. Su libro preferido, el que volvía a leer por lo menos una vez al año, era Crimen y castigo. Si al menos los asesinos de hoy en día mostraran remordimientos de conciencia…
Qué va, los asesinos actuales se jactaban de sus crímenes con los amigos, jugaban al billar en su pub habitual y le daban tiza al taco con parsimonia mientras pensaban en el orden en que iban a meter las bolas…
Y mientras, no lejos de ese mismo pub, aguardaría un coche de la policía cuyos ocupantes nada podían hacer salvo infringir montones de reglas y reglamentos o despotricar contra los negros abismos del delito. Había delitos por doquier. Eran la fuerza vital, la sangre de la vida: engañar, eludir, esquivar a la autoridad, matar. Cuanto más alto llega un delincuente, más sutilmente se adapta a la legalidad, de modo que únicamente algunos abogados podrían ponerlo al descubierto, pero siempre estaban dispuestos a recibir sobornos. Dostoievsky lo sabía perfectamente, el puñetero había sentido que se le acababa la vida.
Pero el pobre Dostoievsky estaba muerto y nadie le había invitado a una fiesta aquel fin de semana, mientras que a él, John Rebus, sí. Rehusaba casi siempre las invitaciones, porque aceptarlas implicaba limpiarse un par de zapatos, planchar una camisa, cepillar el mejor traje, darse un baño y echarse colonia. Además, tenía que ser afable, beber y estar contento, hablar con desconocidos con quienes no tenía ganas de hablar y sin cobrar un sueldo por hablar con ellos. En una palabra: le fastidiaba tener que desempeñar el papel del animal humano normal. Pero había aceptado la invitación de Cathy Jackson en la cantina de Waverley. Claro que la había aceptado.
Y mientras pensaba en ello cruzó silbando el cuarto en dirección a la cocina para prepararse el desayuno y llevárselo al dormitorio. Era un ritual después de una noche de servicio. Se desvistió, se metió en la cama, asentó sobre el pecho el plato con los panecillos y se arrimó un libro a la nariz. No valía mucho; trataba de un secuestro. La cama se la había llevado Rhona, pero le quedaba el colchón y así le resultaba más fácil coger la taza de café y cambiar de libro.
Se quedó dormido enseguida, con la lámpara encendida y cuando ya comenzaban a circular coches por la calle.
El despertador sonó, para variar, sacándole del colchón como una flecha. El edredón estaba en el suelo y él, bañado en sudor. Hacía un calor asfixiante y de pronto recordó que había dejado la calefacción central a tope. Fue a desconectar el termostato, pero al pasar ante la puerta se agachó a recoger el correo. Había una carta sin sello ni franqueo, sólo con su nombre mecanografiado en el centro. Sintió un nudo en el estómago. Abrió el sobre y sacó una hoja de papel.
PARA LOS QUE LEEN ENTRE ÉPOCAS
Así que ahora el chalado sabía dónde vivía. Miró con resignación dentro del sobre, esperando encontrar el trozo de cordel con un nudo, pero lo que encontró fueron dos cerillas atadas en forma de cruz con un cordelito.