Los medios de comunicación, conscientes de que «el Estrangulador de Edimburgo» no iba a desaparecer, cogieron la historia por las bravas y crearon un monstruo. En los mejores hoteles de la ciudad se alojaban equipos de televisión, con gran alborozo de la ciudad, ya que aún no había empezado la temporada turística. Tom Jameson era tan astuto como cualquier otro director de periódico y dedicó un equipo de cuatro reporteros a cubrir el caso, pero no se le escapaba que Jim Stevens no estaba rindiendo como era habitual en él; parecía vagamente desinteresado, mala señal en un periodista, y eso le preocupaba. Stevens era su mejor reportero, la marca de la casa. Tendría que hablar con él.
A medida que crecía el interés por el caso, Rebus y Gill Templer vieron reducirse su relación a simples contactos telefónicos y a encuentros en las reuniones convocadas en jefatura o en otras dependencias. Rebus apenas pasaba ya por su comisaría; era, en definitiva, una víctima en un caso de homicidio, obligado a no pensar en otra cosa durante el día. Pero pensaba en muchas otras cosas: en Gill Templer, en las cartas, en el incordio de que su coche no pasara la ITV. Y al mismo tiempo observaba a Anderson, el padre del amante de Rhona. Lo notaba cada vez más ansioso por encontrar alguna pista, una motivación, algo. Era casi un placer ver cómo se desesperaba.
En cuanto a las cartas, Rebus ya había descartado a su mujer y a su hija. Una tenue señal en la última misiva de Knot, examinada por los de la científica (a costa de una pinta de cerveza), había resultado ser sangre. ¿Se habría arañado el asesino en un dedo al cortar el bramante? Era otro misterio. La vida de Rebus estaba llena de misterios y el último de ellos era adónde iba a parar su cuota diaria de reserva de diez cigarrillos. Abría la cajetilla a última hora de la tarde, los contaba y descubría que ya se los había fumado. Era absurdo; no recordaba haber fumado un solo cigarrillo, y menos diez. Pero un recuento de las colillas del cenicero aportaba la evidencia empírica de lo contrario. Qué cosa más rara: era como si estuviera eliminando parte de su vida consciente.
Le habían destinado a la sala de operaciones del caso en jefatura, mientras que el pobre Jack Morton seguía encargándose de las pesquisas puerta a puerta. En su actual posición, Rebus tenía la ventaja de ser testigo de cómo Anderson coordinaba el cotarro; no era de extrañar que el hijo le hubiera salido tonto. También se encargaba de atender las llamadas -desde los que pretendían ayudar hasta los chiflados que llamaban para confesarse autores de los crímenes- y de dirigir los interrogatorios que se llevaban a cabo a cualquier hora del día o de la noche. Había centenares de declaraciones por archivar y ordenar con arreglo a ciertas pautas de relevancia; era una tarea ingente, pero siempre cabía la posibilidad de captar alguna pista y no podía bajar la guardia.
En la atestada cantina se fumó el cigarrillo número once de la jornada, autoengañándose con que formaba parte de la cuota del día siguiente, y leyó el periódico. Ahora los titulares hacían alarde de adjetivos cada vez más impactantes, después de agotar el repertorio habitual. Los crímenes horripilantes y malignos del estrangulador; ese hombre perturbado, el diabólico obseso sexual (prescindían del hecho de que no había agredido sexualmente a las víctimas). ¡Maníaco asesino de colegialas! «¿Qué hace la policía? Ninguna tecnología puede sustituir la confianza que infundían antes los agentes que hacían las rondas urbanas. LOS ECHAMOS DE MENOS.» Era la «Crónica de nuestro corresponsal criminalista Jim Stevens». Rebus recordó al tipo fornido de la fiesta y la cara que puso cuando Gill pronunció el apellido Rebus. Qué raro. Todo era muy raro. Dejó el periódico. Periodistas… Bueno, que le fuese bien a Gill en su trabajo. Escrutó la foto desenfocada en la primera página del tabloide: una niña de pelo corto que sonreía nerviosa, como si la hubieran sorprendido sin previo aviso; tenía una mella en los dientes delanteros. Pobre Nicola Turner, de doce años, alumna de un instituto del sector sur. No guardaba relación alguna con las otras víctimas ni existían vínculos visibles entre ellas y, lo que era más, el asesino había aumentado el parámetro de edad de las víctimas al matar a una estudiante de instituto. Por lo tanto, no había una pauta estrictamente regular en su elección del grupo de edad. Persistían los aspectos aleatorios, para desgracia de Anderson.
Pero Anderson no iba a admitir que el asesino tenía a sus agentes con las manos atadas. Y con buenos nudos. Tenía que haber pistas; tenía que haberlas. Rebus se tomó el café y sintió que la cabeza le daba vueltas; se veía como un detective de novela negra barata, y no deseaba otra cosa que llegar a la última página y acabar con aquella pesadilla, aquel vértigo mortífero que enloquecía sus oídos.
De vuelta al centro de operaciones, agrupó los informes sobre llamadas recibidas mientras él estaba en la cafetería. Los telefonistas trabajaban a tope, y un teletipo imprimía sin cesar datos considerados útiles para el caso y enviados por las fuerzas policiales de todo el país.
Anderson se abrió paso entre el barullo como quien está nadando en melaza.
– Necesitamos localizar un coche, Rebus. Un coche. Quiero tener en mi mesa todos los informes sobre hombres que hayan sido vistos con una niña en un coche. Quiero saber cuál es el coche de ese hijo de puta.
– Sí, señor.
Y volvió a marcharse, abriéndose paso entre aquella melaza capaz de ahogar a cualquier ser humano, menos al incombustible Anderson, inmune a cualquier peligro. Era arriesgarse demasiado, pensó Rebus, manoseando los montones de papeles que se acumulaban en su mesa y que se suponía debía ordenar de algún modo.
Coches. Anderson quería coches, pues tendría coches. Había testimonios jurados sobre la Biblia a propósito de un Escort azul, un Capri blanco, un Mini morado, un BMW amarillo, un TR7 plateado, una ambulancia transformada, una camioneta de helados (el informador tenía acento italiano y deseaba permanecer en el anonimato) y un enorme Rolls-Royce con matrícula británica personalizada. Y con toda aquella información disponible… ¿Qué? Más puerta a puerta, más registros de llamadas telefónicas, más interrogatorios, más papeleo y más chorradas. Daba igual; Anderson se abriría paso a nado, imperturbable en su desquiciado mundo, y al final saldría de aquello limpio y reluciente, indemne, como un anuncio de detergente. Tres hurras.
Hip, hip.
A Rebus no le habían gustado las chorradas durante sus años en el ejército, y eso que había tenido que pasar por unas cuantas. Había sido un buen soldado, un soldado excelente en lo que respecta a lo militar. Pero tuvo un arrebato y se apuntó al escuadrón aéreo de las Fuerzas Especiales, y allí sí que hubo chorradas, y una increíble ración de brutalidad. Allí, le habían hecho correr desde la estación hasta el campamento delante de un sargento en jeep; le habían martirizado con marchas de veinticuatro horas, instructores brutales y Dios sabe qué. Y cuando Gordon Reeve y él se graduaron, los SAS los sometieron a una prueba más, otra vuelta de tuerca, aislándolos, interrogándolos, haciéndoles pasar hambre, envenenándoles, sólo para que dieran alguna información sin valor, unas palabras que sirvieran como prueba de que no habían aguantado. Dos animales desnudos, temblorosos, con una bolsa atada a la cabeza, abrazados para darse calor.
– Quiero esa lista antes de una hora, Rebus -dijo Anderson al pasar por su lado.
Tendría la lista. Tendría su libra de carne.
Jack Morton llegó con cara de pocos amigos y mucho dolor de pies, y pasó cabizbajo junto a Rebus con un montón de papeles bajo el brazo y un cigarrillo en la otra mano.
– Mira esto -dijo levantando una pierna; tenía un desgarrón en el pantalón.
– ¿Qué te ha pasado? -preguntó Rebus.
– ¿Qué crees? Me persiguió un puñetero alsaciano enorme; eso es lo que me ha pasado. ¿Me van a indemnizar? Una mierda.
– De todos modos, puedes solicitarlo.
– ¿Para qué? Sólo serviría para quedar como un imbécil.
Morton arrastró una silla hacia la mesa.
– ¿Qué estás haciendo? -preguntó, sentándose con alivio.
– Busco coches. Muchos coches.
– ¿Te apetece tomar una copa después?
Rebus miró el reloj, pensativo.
– Me apetecería, Jack, pero estoy pendiente de concertar una cita.
– ¿Con la encantadora inspectora Templer?
– ¿Cómo te has enterado?
Rebus se sentía genuinamente sorprendido.
– Venga, John. Con un policía no funcionan esa clase de secretos. Pero ve con cuidado. Ya conoces el reglamento.
– Sí, claro. ¿Lo sabe Anderson? ¿Ha comentado algo?
– No.
– Pues será que no sabe nada, ¿no crees?
– Serías un buen policía, hijo. Pierdes el tiempo en el cuerpo.
– Y que lo digas, papá.
Rebus encendió el cigarrillo número doce. Era cierto, no se podían guardar secretos en una comisaría, al menos ante los otros agentes, pero esperaba que Anderson y el dire no se enterasen.
– ¿Has tenido suerte con el puerta a puerta? -preguntó.
– ¿Tú qué crees?
– Morton, tienes la molesta manía de contestar a una pregunta con otra.
– ¿Ah, sí? Debe ser porque me paso todo el día haciendo preguntas, ¿no?
Rebus miró los cigarrillos que tenía. Se estaba fumando el número trece. Era absurdo. ¿Dónde había ido a parar el número doce?
– John, te digo que no vamos a averiguar nada. Nadie ha visto nada, nadie sabe nada. Es como una conjura.
– A lo mejor es que es una conjura.
– ¿Y ha quedado establecido que los tres homicidios son obra de un solo individuo?
– Sí.
El inspector jefe no era partidario de malgastar palabras, sobre todo con la prensa. Estaba sentado imperturbable detrás de la mesa con las manos entrelazadas ante él, y Gill Templer estaba a su derecha. Ella llevaba las gafas en el bolso, una medida innecesaria, porque veía perfectamente sin ellas y en el trabajo no se las ponía salvo en ocasiones especiales. ¿Por qué se las habría puesto en la fiesta? Para ella era como llevar un collar; además, le parecía interesante calibrar las reacciones que suscitaba con ellas o sin ellas. Cuando se lo comentaba a sus amigas, la miraban pasmadas, como si hablara en broma. Quizá todo tenía su origen en aquel primer novio suyo que le decía que, para él, las chicas con gafas eran las mejores para follar. Hacía de eso quince años, pero no se le había olvidado la cara que puso él al decírselo, su sonrisa, aquella chispa en sus ojos. Y recordaba también su propia reacción, su sorpresa ante la palabra «follar». Ahora aquello le hacía sonreír. Ahora ella decía palabrotas, como sus colegas masculinos; y también por ver su reacción. Para Gill Templer todo era un juego, todo menos su trabajo. No había llegado a inspectora por suerte ni por su cara bonita, sino gracias a su empeño y eficacia profesional, y a su voluntad de ascender hasta donde la dejasen. Bien, ahora estaba allí, sentada junto al inspector jefe, una figura simbólica en aquel tipo de convocatorias, porque era ella quien hacía los preparativos, quien informaba previamente al inspector jefe y quien se las tenía que ver con los periodistas; todos lo sabían. El inspector jefe añadía el peso de su veteranía a la ceremonia, pero Gill Templer era quien daba a los periodistas los «extras», esos pequeños datos que no se abordaban en la conferencia de prensa.
Nadie lo sabía mejor que Jim Stevens, que estaba sentado al fondo de la sala, fumando sin quitarse el cigarrillo de la boca y sin apenas escuchar al inspector jefe. Pero tomaba nota de algunas frases para su uso futuro; al fin y al cabo, era periodista y los hábitos no se pierden. El fotógrafo, un jovencito que cambiaba nerviosamente los objetivos cada cinco minutos, se había ido con el carrete completo. Allí estaban todos. Los veteranos de la prensa escocesa y los corresponsales ingleses. Escoceses, ingleses o griegos, daba igual; los periodistas siempre tenían aspecto de periodistas; rostros enérgicos, fumadores, con camisa de uno o dos días; no parecían bien pagados y, sin embargo, estaban muy bien pagados, y con más complementos que la mayoría, pero se lo ganaban porque trabajaban sin parar, estableciendo contactos, husmeando por grietas y rincones, molestando a mucha gente. Observó a Gill Templer. ¿Qué sabría de John Rebus? ¿Estaría dispuesta a contárselo? Al fin y al cabo, seguían siendo amigos. Aún seguían siéndolo.
Tal vez no muy buenos amigos; no, desde luego, no muy buenos amigos, y eso que él lo había intentado. Y ahora, ella y Rebus… Ya desenmascararía a aquel cabrón, si es que había algo. Sí, claro que habría algo. Lo intuía. Entonces a ella se le abrirían los ojos, de golpe. Entonces, ya veríamos. Ya estaba preparando el titular: algo en la línea «¡Compañeros de armas, compañeros de delitos!». Sí, eso sonaba bien. Los hermanos Rebus entre rejas, y todo gracias a su trabajo personal. Centró de nuevo su atención en el caso policial. Bah, era muy fácil sentarse y escribir algo sobre la ineptitud policial, sobre el supuesto maníaco. Pero, claro, era el tema del momento. Y allí estaba Gill Templer para contemplarla.
– ¡Gill!
La alcanzó cuando iba a subir al coche.
– Hola, Jim -dijo ella fría, profesional.
– Oye, quería disculparme por mi comportamiento en la fiesta. -Llegaba sin aliento por la breve carrera a través del aparcamiento, y profirió la frase entrecortadamente-. Bueno, es que estaba borracho. Perdona, de todos modos.
Pero Gill le conocía de sobra y sabía que era un mero preludio a una pregunta o a una demanda. Sintió lástima por él, lástima de su pelambrera rubia que necesitaba un lavado, lástima de aquel cuerpo no muy alto, fornido -que ella había supuesto poderoso-, de sus intempestivos temblores, como si tiritara de frío. Pero la lástima no le duró mucho: había tenido una jornada agotadora.
– ¿Y por qué me lo dices ahora? Podrías haberte disculpado en la conferencia del domingo.
Él sacudió la cabeza.
– No estuve en la conferencia del domingo; tenía resaca. ¿No notaste mi ausencia?
– ¿Por qué habría de notarla? Estaba lleno de gente, Jim.
La respuesta le dejó cortado, pero no replicó.
– Bueno, en cualquier caso, perdona. ¿De acuerdo?
– Vale -añadió ella dispuesta a subir al coche.
– Si quieres, te invito a tomar algo. Para ratificar mis disculpas, por así decir.
– Lo siento, Jim, Tengo cosas que hacer.
– ¿Alguna cita con ese Rebus?
– Puede.
– Ten cuidado, Gill. Quizás ése no es lo que parece.
Gill Templer se irguió junto al coche.
– Bueno -añadió Stevens-, simplemente, ve con cuidado, ¿vale?
De momento no diría más. Había sembrado la duda y dejaría que creciese. Ya le haría otras preguntas más adelante, y entonces ella tal vez le contaría algo. Dio media vuelta y se alejó con las manos en los bolsillos camino del Bar Sutherland.
En la Biblioteca Central de Edimburgo, un antiguo edificio sin adornos encajado entre una librería y un banco, comenzaban a acomodarse vagabundos para echar una cabezada. Acudían allí, como resignados a su destino, a pasar sus últimos días de pobreza absoluta hasta cobrar la ayuda mensual del gobierno, un dinero que gastarían en un solo día (dos, quizá, si lo estiraban) de jolgorio con vino, mujeres y canturreos ante un público indiferente.
Las actitudes del personal de la biblioteca hacia los pordioseros oscilaban entre una radical intolerancia (generalmente expresada por los miembros más antiguos de la plantilla) y una actitud reflexiva y apenada (por parte de los bibliotecarios más jóvenes). En cualquier caso, aquello era una biblioteca pública y mientras los sin techo se limitaran a pedir un libro al principio del día, no podía hacerse nada a menos que alborotasen, en cuyo caso aparecía inmediatamente un guardia de seguridad.
Por lo tanto, los vagabundos dormían en los cómodos asientos, a veces bajo la mirada reprobatoria de quienes no podían por menos de preguntarse si era eso lo que Andrew Carnegie había pensado al financiar en su época las primeras bibliotecas públicas. A los dormilones les traían sin cuidado aquellas miradas, soñaban sin que nadie se molestase en preguntarles en qué; nadie les tenía en cuenta.
Lo que sí tenían prohibido era entrar en la sección infantil de la biblioteca; incluso a los adultos que no acompañaran a un niño se les miraba con recelo, y más desde los asesinatos de aquellas pobres niñas, que comentaban los bibliotecarios. La opinión general era que el asesino merecía la horca. Efectivamente, en el Parlamento se debatía sobre la pena de muerte, como suele suceder cuando en la civilizada Gran Bretaña se producen inopinadamente crímenes en serie. Sin embargo, los comentarios más frecuentes en Edimburgo no hablaban de la horca, sino de algo que uno de los bibliotecarios resumió contundentemente con estas palabras: «Es inconcebible que esto suceda aquí, ¡en Edimburgo!». Al parecer, los asesinos en serie eran un asunto propio de los callejones brumosos del sur y de las Midlands, no de esta ciudad de tarjeta postal. Quienes lo escuchaban asintieron con la cabeza, horrorizados y apesadumbrados ante aquella ineludible realidad, tanto para las dignas señoras de sombrero mustio como para los matones de los barrios periféricos, los abogados, los banqueros, los corredores de bolsa, las dependientas y los vendedores de periódico. Se formaron inmediatamente grupos de vigilantes voluntarios, que fueron disueltos con no menos premura por la fulminante reacción de la policía. Ésa no era la solución, dijo el director del cuerpo. Había que estar alerta, sí, por supuesto, pero el imperio de la ley no podía recaer en manos de ciudadanos particulares. Mientras hablaba se restregaba las manos enguantadas, y hubo periodistas que pensaron si ésa no sería una señal de que, en su subconsciente, se lavaba las manos. El director de Jim Stevens decidió alertar a los lectores con un titular: «¡ENCIERREN A SUS HIJAS!». Sin más comentarios.
Efectivamente, las hijas estaban encerradas. Algunos padres no las dejaban ir al colegio y, cuando asistían a clase, lo hacían debidamente acompañadas en el trayecto de ida y de vuelta a sus casas y eran prudentemente interrogadas durante la comida. La sección infantil de préstamo de libros en la Biblioteca Central estaba últimamente medio vacía, y los bibliotecarios tenían poco que hacer, además de hablar de la horca y leer las morbosas especulaciones de la prensa británica.
La prensa británica recordaba el dato de que el pasado de Edimburgo distaba mucho de ser edificante y mencionaba a Deacon Brodie (inspirador, según decían, del doctor Jekyll y mister Hyde, de Stevenson), a Burke y Hare, y a cualquier otro caso con que se tropezaran al documentarse, incluso hacían alusiones a los fantasmas que se aparecían en una exagerada cantidad de casas georgianas de la ciudad. Estas historias mantenían viva la imaginación de los empleados de la biblioteca que no tenían otra cosa que hacer; se ponían de acuerdo para comprar cada uno un periódico distinto para disponer de la mayor cantidad de datos posibles, pese a que les decepcionaba la frecuencia con que los periodistas compartían una misma historia en sus artículos, pues casi todos los diarios repetían lo mismo. Era como una conjura periodística.
Pero algunos niños seguían viniendo a la biblioteca, acompañados en su mayoría por la madre, el padre o alguien a su cuidado, si bien alguno que otro acudía solo. Tal muestra de temeridad por parte de ciertos padres y sus hijos trastornaba aún más a los medrosos bibliotecarios, que preguntaban a los niños -para sorpresa de éstos- dónde estaban su padre o su madre.
Samantha entraba rara vez en la sección infantil porque prefería libros para mayores, pero aquel día se metió allí para alejarse de su madre. Un bibliotecario se acercó a ella mientras fisgaba en la sección de libros para los más pequeños.
– ¿Estás sola, guapa? -preguntó.
Samantha le reconoció. Hacía mucho tiempo que trabajaba allí.
– Mi mamá está arriba -dijo.
– Ah, menos mal. Te aconsejo que no te apartes de ella.
Samantha asintió con la cabeza, furiosa por dentro. Su madre le había dicho lo mismo cinco minutos antes. No era ninguna niña, pero, por lo visto, nadie se daba cuenta. Cuando el bibliotecario se alejó para hablar con otra chica, ella cogió el libro que quería, entregó la tarjeta a la mujer mayor de pelo teñido que los niños llamaban señora Slocum y subió rápidamente la escalera a la sección de consulta, donde su madre buscaba un ensayo de George Eliot. George Eliot, le había dicho su madre, era una mujer que había escrito unos libros muy realistas, de profundo psicologismo, en una época en que los grandes escritores naturalistas y psicologistas eran hombres, mientras que las mujeres se veían relegadas a realizar las tareas domésticas. Por eso había tenido que adoptar el nombre de «George», para poder publicar sus obras.
Para compensar los intentos de adoctrinamiento, Samantha había cogido en la sección infantil un libro ilustrado sobre un niño que vuela montado en un gato gigante y corre aventuras fantásticas en una tierra soñada. Esperaba fastidiar con ello a su madre. En la sección de consulta había tanta gente sentada a las mesas, que sus toses resonaban en la silenciosa sala. Su madre, con las gafas caídas sobre la nariz, con auténtico aspecto de profesora, discutía con un bibliotecario a propósito de un libro que había pedido. Samantha cruzó entre dos filas de mesas mirando qué leía y escribía la gente. Se preguntaba por qué dedicaban tanto tiempo a leer libros cuando había tantas cosas interesantes que hacer. Ella, primero, quería viajar por el mundo, y tal vez después estaría dispuesta a sentarse en salas aburridas a leer libros antiguos. Pero eso sería después.
La observó pasear entre las mesas. Estaba de perfil respecto a ella, fingiendo examinar un anaquel de libros, mirando hacia arriba. Pero ella no miraba a su alrededor; no había peligro. Estaba en su propio mundo. Estupendo. Todas las chicas eran iguales. Pero ésta iba acompañada. Lo notaba. Cogió un libro del anaquel, lo hojeó y le llamó la atención un capítulo; apartó la vista de Samantha. Era un capítulo sobre nudos de pescador. Había muchos tipos de nudos. Muchos.
Otra reunión de trabajo. A Rebus comenzaban a gustarle aquellas reuniones porque siempre existía la posibilidad de que acudiera Gill y que después pudieran ir juntos a tomar un café. La noche anterior habían cenado tarde en un restaurante, pero ella estaba cansada y le miraba de un modo extraño, inquiriéndole un poco más de lo habitual con sus ojos, sin gafas por primera vez, aunque se las volvió a poner mientras cenaban.
– Quiero ver lo que estoy comiendo.
Pero él sabía que veía perfectamente. Las gafas eran un refuerzo psicológico protector. Tal vez fuera una paranoia, o quizá simple cansancio, pero él sospechaba que se trataba de algo más, no sabía qué. ¿La había ofendido en algo? ¿Le había hecho algún desaire sin querer? Él también estaba cansado. Se fueron cada uno a su casa y él estuvo despierto en la cama, con ganas de no estar solo. Después volvió a tener aquel sueño del beso y se despertó como de costumbre, sudando y con los labios húmedos. ¿Habría otra carta? ¿Otro asesinato?
Se sentía fatal por la falta de sueño, pero le satisfizo la reunión, no sólo porque hubiera asistido Gill, sino porque había por fin indicios de una pista y a Anderson le urgía corroborarlo.
– Un Ford Escort azul claro -dijo Anderson. El director estaba sentado a su espalda, y su presencia le ponía nervioso-. Un Ford Escort azul claro -repitió Anderson enjugándose el sudor de la frente-. Tenemos informes de que se vio un coche así en el barrio de Haymarket la tarde en que apareció el cadáver de la primera víctima, y hay otros dos testigos que vieron a un hombre y una niña, la niña dormida, al parecer, en un coche como ése la noche en que desapareció la tercera víctima. -Anderson alzó la vista del documento para mirar a los ojos de todos los agentes presentes-. Quiero que den prioridad a este dato. Mejor dicho, quiero saber con detalle quiénes son los propietarios de Fords Escort azules en los Lothian y quiero esa información lo antes posible. Ya sé que han estado trabajando mucho, pero con un esfuerzo más podremos atraparlo antes de que cometa otro asesinato. El inspector Hartley ha confeccionado una lista de turnos. Si su nombre figura en ella, dejen lo que estén haciendo y dedíquense a localizar ese coche. ¿Alguna pregunta?
Gill Templer tomaba apuntes en su pequeña libreta, perfilando quizás una nota para la prensa. ¿Emitirían un comunicado de la reunión? Probablemente aún no. Esperarían a ver si obtenían algún resultado tras esa primera indagación, y si no averiguaban nada, pedirían ayuda a la población. A Rebus no le apetecía ese plan en absoluto: recabar datos sobre propietarios, recorrer los suburbios, interrogar a sospechosos, tratando de «intuir» si pertenecían a la categoría «probable» o «posible», organizar quizás un segundo interrogatorio. No, no le gustaba nada. Lo que le habría gustado era irse con Gill a su guarida y hacer el amor. Desde su observatorio junto a la puerta sólo podía verla de espaldas; había vuelto a llegar el último, por entretenerse en algo más de lo previsto con Jack Morton en el pub, donde habían tomado un almuerzo (líquido). Morton le comentó lo lento que iba el proceso de indagación puerta a puerta: cuatrocientas personas interrogadas, datos de familias enteras verificados dos veces, comprobación de los grupos habituales de chiflados y pervertidos. Y ninguna pista que arrojara luz sobre el caso.
Pero ahora tenían un coche, o eso pensaban. Era una evidencia tenue, pero era una posibilidad, al fin y al cabo. Rebus se sentía un poco orgulloso de la parte que le correspondía en la investigación, porque gracias a su tenaz escrutinio de referencias cruzadas habían podido establecer ese indicio. Quería comentárselo a Gill Templer y luego quedar con ella para otro día aquella semana; quería volver a verla, ver otra vez a alguien, porque su piso se estaba convirtiendo en una cárcel. Volvía a su casa sin ánimo, tarde, de noche o de madrugada, se metía en la cama y dormía sin preocuparse de limpiar ni de comprar comida (ni de robarla siquiera). No tenía tiempo ni ganas. Comía en los kebab y en los puestos de patatas y pescado frito, en las panaderías y chocolaterías que abrían temprano. Su palidez se acentuaba y su estómago gruñía como si no le quedase piel para distenderse; sólo continuaba afeitándose y poniéndose una corbata para estar mínimamente presentable. Anderson había reparado en que no llevaba las camisas muy limpias, pero no le había dicho nada de momento. Por un lado, tenía a Rebus en la lista de honor, como descubridor de la pista, y por otro lado, era evidente que no estaba de humor para aguantar amonestaciones.
La reunión tocaba a su fin. Nadie se hacía preguntas, salvo la obvia: «¿Hasta cuándo aguantaremos?». Rebus salió al pasillo para esperar a Gill, que cruzó la puerta con el último grupo, hablando plácidamente con Wallace y Anderson. El director le pasó la mano por la cintura en broma y con gesto amable al cruzar el umbral. Rebus miró con mala leche al variado trío de superiores. Miró a Gill, pero ella no pareció advertir su presencia y él volvió a sentirse como quien vuelve a la casilla de salida, uno del montón. Eso era el amor. ¿Quién se burlaba de quién?
El trío echó a andar pasillo adelante y él permaneció donde estaba, como un jovencito al que le han dado plantón, maldiciendo sin parar.
Otra vez le daban de lado, lo dejaban tirado.
«Por favor, John no me dejes.
»Por favor, por favor, por favor.»
Y un grito resonaba en su recuerdo…
Sintió un mareo; resonaba en sus oídos aquel oleaje. Notó que se tambaleaba levemente y se apoyó en la pared buscando algo firme donde apoyarse, pero el muro palpitaba. Respiró profundamente y pensó en su infancia en aquella playa pedregosa, cuando se recuperaba de la depresión. También entonces había oído el oleaje. Poco a poco el suelo fue afirmándose, mientras los que pasaban le miraban burlones, sin que nadie se parase a ayudarle. Que se fueran a la mierda. Y a la mierda Gill Templer también. Ya se las arreglaría él solo. Dios le ayudaría. No pasaba nada. Lo único que necesitaba era un cigarrillo y un café.
Pero lo que realmente necesitaba era recibir unas palmaditas en la espalda, felicitaciones por el buen trabajo realizado, reconocimiento; necesitaba que alguien le dijera que todo se arreglaría; que no iba a pasarle nada.
Aquella tarde, ya con un par de copas encima después del trabajo, decidió seguir celebrándolo. Morton tenía que hacer un recado, pero, mejor. No necesitaba compañía. Caminó por Princes Street recreándose en las perspectivas de la noche. Al fin y al cabo era un hombre libre, tan libre como aquellos jovenzuelos apiñados delante de la hamburguesería que se pavoneaban, entre bromas, expectantes, ¿de qué? Lo sabía muy bien: de que llegara la hora de irse a su casa hasta el día siguiente. También él esperaba, a su manera, matando el tiempo.
En el Rutherford Arms encontró a un par de clientes a los que conocía de noches como ésta, desde que Rhona le dejó. Estuvo una hora bebiendo con ellos, sorbiendo la cerveza como si fuera leche materna. Hablaron de fútbol, de carreras de caballos y del trabajo; así pudo recuperar la tranquilidad. Era una típica conversación nocturna y se aferró a ella con ganas. Pero se dijo que más valía poco y bueno que mucho y malo, y se largó de pronto del bar, borracho, después de despedirse de los conocidos hasta la próxima, y se dirigió, caminando con cuidado hacia Leith.
Jim Stevens, sentado a la barra, vio por el espejo que Michael Rebus dejaba el vaso en la mesa y se dirigía a los servicios. Segundos después le seguía el hombre misterioso, que estaba sentado a otra mesa; sería para convenir otra entrega, porque no parecían llevar encima nada comprometedor. Stevens siguió fumando, a la expectativa. No había transcurrido un minuto cuando Rebus reapareció y se acercó a la barra a pedir otra consumición.
John Rebus no daba crédito a sus ojos al cruzar la puerta del pub. Le dio una palmada en el hombro a su hermano.
– ¡Mickey! ¿Qué haces aquí?
Michael Rebus se quedó de piedra. El corazón se le subió a la garganta y tuvo un acceso de tos.
– Tomando una copa, John -dijo con evidente incomodidad-. Me has dado un susto con esa palmada -añadió esbozando una sonrisa.
– Era un simple saludo fraterno. ¿Qué estás bebiendo?
Mientras los dos hermanos hablaban, el otro hombre salió de los servicios y se marchó del bar sin mirar ni a derecha ni a izquierda. Stevens lo observó marcharse, pero ahora su mente se planteaba otra cuestión: no podía dejar que el policía le viese, y dio la espalda a la barra como si buscara a alguien sentado a alguna mesa. Ahora estaba convencido. El policía tenía que estar en el ajo. Toda la movida había sido muy hábil, pero ahora estaba seguro.
– ¿Así que vas a actuar en Leith? -dijo John Rebus. Animado por lo que ya había bebido, sentía que por fin las cosas iban mejorando; ahí estaba con su hermano, tomando aquella copa que siempre se prometían, y pidió dos cervezas acompañadas de sendos whiskies-. Aquí los sirven de cuarto de pinta, una buena medida -comentó a Michael.
Michael no dejaba de sonreír, como si su vida dependiera de ello, pero pensaba a toda velocidad en aquel batiburrillo de ideas. Lo que menos le convenía era beber más. Si se enteraban de aquello, a su contacto en Edimburgo le iba a parecer extraño, muy extraño. Si se enteraban, le quebrarían las piernas. Se lo habían advertido. ¿Qué estaba haciendo John por aquí? Parecía muy alegre, bebido incluso, pero ¿y si era una trampa? ¿Y si habían detenido en la calle a su contacto? Se sentía como cuando de niño robaba del monedero de su padre y lo negaba y negaba durante semanas, con el pesar de la culpa en su corazón.
Culpable, culpable, culpable.
Mientras tanto, John Rebus bebía y charlaba, sin advertir el cambio de actitud de su hermano, pendiente ahora de lo que él decía. Para él, en aquel momento, lo único que contaba era el whisky y el hecho de que Michael iba a actuar en el local de un bingo de aquel barrio.
– ¿Quieres que vaya a verte? -preguntó-. Así seré testigo de cómo se gana el pan mi hermano.
– Claro -contestó Michael jugueteando con el vaso de whisky en las manos-. John, será mejor que no beba. Tengo que tener la cabeza despejada.
– Sí, naturalmente. Necesitas que las misteriosas sensaciones confluyan en tu persona -comentó Rebus moviendo las manos como un hipnotizador, mientras Michael le miraba con los ojos desorbitados y sonriendo.
Jim Stevens cogió su cajetilla y, sin volverse, abandonó el ruidoso y enrarecido pub. Si hubiera habido menos ruido, habría podido oír lo que hablaban.
Rebus le vio salir.
– Creo que conozco a ése -comentó, señalando con la cabeza hacia la puerta-. Es un reportero del periódico local.
Michael Rebus mantuvo la sonrisa; tenía que sonreír a toda costa, aunque el mundo se viniera abajo.
El Bingo Rio Grande era un antiguo cine. Habían eliminado las primeras doce filas de butacas para instalar tableros de bingo y taburetes, pero aun quedaban varias filas de asientos rojos y polvorientos, y el anfiteatro seguía intacto. John Rebus dijo que prefería sentarse arriba para no distraer a Michael y se encaminó al anfiteatro, detrás de un matrimonio anciano. Las butacas parecían cómodas, pero cuando optó por una de la segunda fila notó vibrar los muelles en las posaderas; se rebulló ligeramente para acomodarse y finalmente adoptó una postura estable sobre una sola nalga.
Abajo había bastante público, pero en la penumbra del descuidado anfiteatro sólo estaban él y la pareja. Oyó un taconeo por el pasillo, luego una pausa, y una mujer corpulenta entró en la segunda fila. Rebus no pudo por menos que alzar la mirada, y vio que ella le sonreía.
– ¿Le importa que me siente a su lado? -dijo la mujer-. No espera a nadie, ¿verdad?
Tenía una mirada expectante, y Rebus asintió con la cabeza, sonriendo.
– Ya me lo parecía -añadió ella sentándose.
Él mantuvo la sonrisa. Por cierto, no había visto nunca a Michael tan alterado y tan sonriente. ¿Tan embarazoso le resultaba tropezarse con su hermano mayor? No, tenía que ser otra cosa; aquella sonrisa de Michael era como la de un ladronzuelo sorprendido in fraganti. Tendría que hablar con él.
– Yo vengo mucho al bingo, pero pensé que el espectáculo de hoy sería divertido, ¿sabe? Pero desde que murió mi marido -hizo una pausa picara-, bueno, ya no es lo mismo. A mí me gusta salir de vez en cuando, ¿sabe? A todos nos gusta, ¿no? Así que me dije: voy a salir. Y no sé qué me hizo subir aquí. El destino, supongo.
Su sonrisa se amplió y Rebus también le sonrió.
Tenía poco más de cuarenta años e iba demasiado maquillada y perfumada, pero se conservaba bien. Hablaba como si hiciera días que no cruzase palabra con nadie, como si fuera importante para ella demostrar que podía hablar y que la escucharan, que la comprendiesen. A Rebus le dio lástima. Veía en ella algo de él mismo; no mucho, pero sí lo bastante.
– ¿Y usted qué hace por aquí? -inquirió ella, forzándole a contestar.
– He venido a ver la actuación, igual que usted -respondió Rebus, sin atreverse a decirle que su hermano era el hipnotizador, para no dar pie a quién sabe qué preguntas.
– Ah, ¿le gusta este tipo de espectáculos?
– Es la primera vez que voy a ver uno.
– Yo también -añadió ella con otra sonrisa, de complicidad esta vez.
Tenían algo en común. Afortunadamente, en ese momento se apagaron las luces, las pocas que había, y en el escenario se encendió un foco y apareció un presentador. La mujer abrió el bolso, sacó una ruidosa bolsa de caramelos duros y le ofreció a Rebus.
A Rebus, para su sorpresa, le gustó el espectáculo, pero no tanto, ni mucho menos, como a la mujer sentada a su lado, que se rió a carcajadas al ver a un voluntario del público quitarse los pantalones en el escenario y recorrer el pasillo del patio de butacas moviéndose como si nadara. Michael le hizo creer a otro cobaya voluntario que se moría de hambre; a una mujer le hizo creerse que era una bailarina de striptease haciendo un número y a otro hombre le hizo creer que se moría de sueño.
Aunque el espectáculo le parecía divertido, Rebus comenzó a cabecear, a consecuencia del exceso de copas, la falta de sueño y la desangelada oscuridad del teatro. Le despertó la ovación final del público. Michael, sudoroso en su deslumbrante indumentaria escénica, recibía los aplausos muy complacido y salió a saludar de nuevo cuando la mayoría del público se estaba levantando. Le había dicho a su hermano que tenía que irse enseguida a casa y que no se verían al final del espectáculo, y que ya le llamaría para saber si le había gustado.
Y John Rebus se había quedado dormido en plena actuación.
Pero ahora se sentía recuperado, e incluso cuando la mujer le invitó a tomar una copa en un bar cercano, aceptó. Salieron del teatro cogidos del brazo, sonrientes. Rebus se sentía relajado, como un muchacho. Aquella mujer le trataba como si fuera su hijo, verdaderamente, y a él le gustaba que fuera tan cariñosa. Bueno, una última copa y luego a casa. La última.
Jim Stevens los vio salir del teatro. Todo aquello le estaba resultando muy extraño. Ahora Rebus se desentendía de su hermano y se iba con una mujer. ¿Qué significaba aquello? Desde luego, tendría que contárselo a Gill en cuanto se le presentara la ocasión. Stevens, sonriente, guardó la instantánea en su archivo mental de escenas similares. De momento, había sido una noche fructífera.
¿Dónde, pues, aquel amor materno se transformó en contacto físico? ¿Quizás en el pub, cuando sus dedos enrojecidos le magrearon el muslo? ¿Afuera, cuando él le rodeó torpemente el cuello con los brazos tratando de besarla? ¿O en su piso, que olía a humedad y al marido, tendidos en un viejo sofá y dándose la lengua?
Daba igual. Era demasiado tarde para lamentarlo, o demasiado pronto. Así que la siguió sumiso cuando se encaminó al dormitorio, se dejó caer en la enorme cama de matrimonio con somier, gruesas mantas y edredón, y observó cómo se desvestía a oscuras. La cama era como la que él tenía de niño, cuando no había más que una bolsa de agua caliente para combatir el frío, montones de mantas rasposas y edredones. Camas pesadas y sofocantes, la antítesis del descanso.
Daba igual.
A Rebus no le deleitaban los detalles de aquel cuerpo recio y tuvo que dirigir el pensamiento hacia otras cosas; sus manos en aquellos pechos bien sobados le recordaban sus últimas noches con Rhona; tenía unas pantorrillas gruesas, al contrario que Gill, y un rostro marcado por la experiencia, pero era una mujer y estaba con él, así que se abstrajo de todo, la estrechó entre sus brazos y se dispuso a pasarlo bien. Pero le agobiaba la pesadez de aquella cama; era como estar en una jaula, se sentía pequeño, atrapado y aislado del mundo. Intentó rechazar aquella idea, aquel recuerdo de Gordon Reeve y él, sentados los dos a solas, oyendo los gritos en las otras celdas, mientras aguantaban y resistían, juntos de nuevo. Vencedores, pero derrotados. Su corazón latía al compás de los gemidos de ella, y ahora le sonaban alejados. Sintió que una primera oleada de repugnancia absoluta le golpeaba el estómago como una porra, y sus manos subieron hasta la garganta fofa y blanda del cuerpo que tenía debajo. Ahora oía unos gemidos inhumanos, como proferidos por un gato o una plañidera; apretó más y sintió en los dedos cómo la tela de la sábana aprisionaba la piel, arrastrándole sin remisión a un mortífero fin, ponzoñoso. No tendría que haber sobrevivido. Debería haber muerto entonces, en aquellas celdas malolientes como pocilgas, bajo los chorros a presión y los incesantes interrogatorios. Pero había sobrevivido. Había sobrevivido y se estaba corriendo.
«Él solo, totalmente solo.
»Y los gritos.
»Los gritos.»
Rebus sintió debajo de él un borboteo en el momento en que su cabeza iba a estallarle y cayó desmayado sobre aquel cuerpo medio asfixiado, como si alguien hubiera accionado un interruptor.
Se despertó en una habitación blanca que le recordaba mucho la del hospital en que abrió los ojos tras la crisis nerviosa que sufrió años atrás. De afuera llegaban ruidos amortiguados, y se sentó en la cama con un fuerte dolor de cabeza. ¿Qué había ocurrido? Dios, aquella mujer, aquella pobre mujer. ¡Había intentado matarla! Estaba borracho, muy borracho. Dios bendito, había intentado estrangularla, ¿no? Por el amor de Dios, ¿por qué lo había hecho? ¿Por qué?
Un médico abrió la puerta.
– Ah, señor Rebus, veo que ha despertado. Bien. Vamos a trasladarle a un pabellón. ¿Cómo se encuentra?
Se acercó a tomarle el pulso.
– Creemos que es simple agotamiento. Agotamiento nervioso. Su amiga llamó a la ambulancia…
– ¿Mi amiga?
– Sí, dijo que se desmayó. Según nos han informado sus superiores, ha estado trabajando con mucho empeño en un caso de homicidio. Es simple agotamiento. Necesita descanso.
– ¿Dónde está mi… amiga?
– No lo sé. En casa, supongo.
– Según ella, ¿simplemente me desmayé?
– Exacto.
Rebus sintió un gran alivio. No había contado nada. Sintió de nuevo punzadas en la cabeza. El doctor tenía las muñecas vellosas y muy limpias; le puso un termómetro en la boca, sonriéndole.
¿Sabría lo que estaba haciendo antes de desmayarse? ¿O su amiga lo vistió antes de llamar a la ambulancia? Tenía que ponerse en contacto con aquella mujer. No sabía exactamente dónde vivía, pero lo sabrían los de la ambulancia; ya lo averiguaría.
Agotamiento. No se sentía agotado. Comenzaba a sentirse descansado y, aunque algo desconcertado, bastante tranquilo. ¿Le habrían dado algo cuando estaba inconsciente?
– ¿Pueden traerme un periódico? -farfulló con el termómetro en la boca.
– Le diré a un ordenanza que se lo traiga. ¿Quiere que llamemos a alguien? ¿Un familiar o un amigo?
Rebus pensó en Michael.
– No -contestó-, no llamen a nadie. Sólo quiero un periódico.
– Muy bien -dijo el médico cogiendo el termómetro y anotando la temperatura.
– ¿Cuánto tiempo tengo que estar aquí?
– Dos o tres días. Quiero que le examine un psiquiatra.
– De psiquiatra, nada. Lo que quiero son unos libros.
– Veremos qué puede hacerse.
Rebus volvió a recostarse, más relajado y decidido a dejar que las cosas siguieran su curso. Se quedaría allí descansando, aunque no lo necesitara, y dejaría que se ocupasen los demás del caso. Que se fastidiasen. Anderson, Wallace y Gill Templer.
Pero le vino a la mente el pensamiento de sus manos apretando aquella garganta avejentada y se estremeció. Era como una mente ajena. ¿Había estado a punto de matar a esa mujer? ¿No sería, quizá, necesario que le viera un psiquiatra? Las preguntas acentuaban su dolor de cabeza. Trató de no pensar en nada, pero las imágenes de su viejo amigo Gordon Reeve, de su nueva amante Gill Templer y de la mujer con quien la había engañado y a la que había estado a punto de estrangular, regresaron a su mente y bailaron en su cabeza hasta hacerse borrosas. Pero enseguida se quedó dormido.
– ¡John!
Se acercó diligente a la cama, con fruta y una bebida energética en las manos. Iba maquillada y vestía de calle. Le dio un beso en la mejilla; Rebus olió el perfume francés y atisbo de reojo, con cierta mala conciencia, el escote.
– Hola, inspectora Templer -dijo-. Adelante -añadió levantando una esquina de la sábana.
Ella se echó a reír y arrastró junto a la cama una silla de rígida estructura. En el pabellón entraban otras visitas, hablando en voz baja por respeto a los enfermos, pero Rebus no se sentía enfermo.
– ¿Cómo estás, John?
– Muy mal. ¿Qué me has traído?
– Uvas, plátanos y naranjada. Muy poco original, me temo.
Rebus cogió un grano de uva y se lo metió en la boca, dejando a un lado la novelucha que había estado leyendo sin muchas ganas.
– Inspectora, hay que ver lo que tengo que hacer para conseguir una cita contigo -comentó balanceando la cabeza.
Gill sonrió, nerviosa.
– Estábamos preocupados por ti, John. ¿Qué te ocurrió?
– Que me desmayé. En casa de una amiga, figúrate. No es nada grave. Sólo me quedan unas semanas de vida.
Gill le dirigió una sonrisa cálida.
– Dicen que es por exceso de trabajo -comentó ella haciendo una pausa-. ¿A qué viene eso de «inspectora»?
Rebus se encogió de hombros y la miró enfurruñado. A su mala conciencia se mezclaba el recuerdo del desplante que ella le había hecho, aquel desaire que dio origen a todo lo que pasó después. Volvió a su papel de paciente, dejando hundir la cabeza en la almohada.
– Estoy muy enfermo, Gill. Muy enfermo para contestar preguntas.
– Bien, en ese caso no te pasaré los cigarrillos que me ha dado Jack Morton.
Rebus volvió a incorporarse.
– Que Dios le bendiga. ¿Dónde están?
Ella sacó dos cajetillas del bolsillo de la chaqueta y las introdujo bajo la sábana. Él le agarró la mano.
– Te echo de menos, Gill.
Ella sonrió sin retirar la mano.
Dado que la visita sin límite de tiempo era prerrogativa de la policía, Gill permaneció dos horas con él contándole cosas de su vida y haciéndole preguntas sobre la suya. Ella había nacido después de la guerra en una base aérea de Wiltshire. Le explicó que su padre era mecánico de la RAF.
– Mi padre -dijo Rebus- sirvió en el ejército durante la guerra. Me concibieron en uno de sus últimos permisos. Era hipnotizador profesional. -Siempre que lo mencionaba, su interlocutor solía enarcar una ceja, pero Gill Templer no mostró ninguna sorpresa-. Actuaba en auditorios y teatros, y a veces, en verano, en Blackpool, Ayr y sitios por estilo, así que siempre sabíamos que pasaríamos las vacaciones fuera de Fife.
Ella le escuchaba con la cabeza ladeada, contenta de oírle contar cosas de su vida. El pabellón quedó en silencio cuando las otras visitas se marcharon al sonar el timbre de la hora. Llegó una enfermera con una enorme tetera en un carrito y le sirvió a Gill una taza de té, sonriéndole con complicidad.
– Esa enfermera es muy amable -dijo Rebus relajado. Le habían dado dos pastillas, una azul y otra marrón, y estaba adormeciéndose-. Me recuerda a una chica que conocí cuando estaba en paracaidismo.
– ¿Cuánto tiempo estuviste en los paracas, John?
– Seis años. No, no ocho años.
– ¿Y por qué lo dejaste?
¿Por qué lo dejó? Rhona le había preguntado lo mismo docenas de veces, picada en su curiosidad por la sensación de que ocultaba algo, de que había un esqueleto en el armario de su pasado.
– No lo sé, la verdad. Me cuesta recordar aquella época. Me seleccionaron para someterme a un entrenamiento especial y no me gustó.
Era la verdad. No quería revivir los recuerdos del entrenamiento, del hedor a miedo y desconfianza, ni de aquel grito que resonaba en su cabeza: «¡Dejadme salir!», con su eco de soledad.
– Bueno -dijo Gill-, si no me equivoco, tengo un caso esperándome en el campamento base.
– Lo que me recuerda -añadió él- que creo que anoche vi a tu amigo el periodista. Stevens se llamaba, ¿no? Es extraño que coincidiésemos en el mismo bar.
– No tan extraño. Él merodea también por esa clase de tugurios. Es curioso cuánto se parece a ti en ciertos aspectos. Pero no es tan atractivo -añadió, besándole de nuevo en la mejilla y levantándose de la silla metálica-. Volveré a verte antes de que te den el alta, pero ya sabes que no puedo hacer promesas concretas, sargento Rebus.
De pie parecía más alta de lo que Rebus la imaginaba. El pelo le cubrió las mejillas al inclinarse a darle otro beso, éste en la boca, y él miró el canalillo oscuro entre sus pechos. Se sentía cansado, muy cansado. Hizo un esfuerzo por mantener los ojos abiertos mientras ella se alejaba taconeando sobre los baldosines, sorteando a las enfermeras que caminaban como fantasmas con sus zapatos de suela de goma. Se irguió en la cama para poder ver sus piernas. Tenía las piernas bonitas. Eso sí lo recordaba. Las recordaba atenazándole los costados con los pies apoyados en sus nalgas. La recordaba tumbada sobre la almohada como una marina de Turner. Recordaba su voz susurrándole al oído, aquel susurro. «Sí, sí, John; oh, John, sí, sí, sí.»
«¿Por qué dejaste el ejército?»
Y cuando se daba la vuelta se transformaba en aquella otra mujer, entre los gritos ahogados de su propio orgasmo.
«¿Por qué lo hiciste?»
Oh, oh, oh, oh.
Ah, el bendito secreto de los sueños.
Los directores de periódicos estaban encantados de que el Estrangulador de Edimburgo hiciera aumentar la tirada de ejemplares. Les encantaba ver cómo crecía la historia, casi orgánicamente, como bien racionada. El modus operandi había cambiado ligeramente en el asesinato de Nicola Turner, pues, por lo visto, el estrangulador, antes de matarla, había hecho un nudo en el bramante que dejó una marca en la garganta de la niña. La policía no le daba mucha importancia a este detalle, pues andaba muy ocupada tratando de localizar todos los Escort azules registrados, comprobando los matriculados en la zona e interrogando a sus propietarios.
Gill Templer comunicó a la prensa los datos del coche con la esperanza de que se produjese una respuesta pública masiva. La hubo: muchos vecinos señalaron a otros vecinos, muchas esposas a sus maridos y muchos maridos a sus esposas. Había más de doscientos Escort de color azul pendientes de investigar, y si no se averiguaba nada, volverían a indagar de nuevo antes de pasar a otros colores de Ford Escort y a otras marcas de color azul claro. Tardarían meses o, en cualquier caso, varias semanas.
Jack Morton, con otra fotocopia doblada de la lista en la mano, reflexionaba. Fue al médico a causa de sus pies hinchados, y éste dictaminó que caminaba demasiado con zapatos baratos e inadecuados, cosa que Morton ya sabía. Había interrogado ya a tantos sospechosos que tenía un verdadero lío mental; todos le parecían iguales y todos reaccionaban igual: nerviosos, deferentes, inocentes. Si al menos el estrangulador cometiese un error… No había pistas que valiera la pena seguir, y Morton sospechaba que el coche era una pista equivocada. Recordó las cartas anónimas que recibía John Rebus: «Hay pistas por todas partes». ¿Sería eso cierto? Desde luego, era un caso de homicidio extraño, extraordinariamente extraño, y cada vez abrigaba menos esperanzas de toparse con alguna pista imprevista a la que agarrarse. No se le ocurría indagar en nada nuevo, y por eso decidió ir al médico, en busca de un poco de comprensión y unos días de baja. Rebus había tenido suerte, el cabrón. Le envidiaba.
Aparcó el coche en la raya amarilla, enfrente de la biblioteca, y entró en el edificio. El gran vestíbulo le recordó la época en que acudía a aquella biblioteca a tomar prestados libros de ilustraciones en la sección infantil de la planta baja. ¿Seguiría allí? Su madre le daba dinero para el autobús y él iba a Edimburgo con el pretexto de devolver los libros a la biblioteca, pero en realidad se dedicaba a callejear un par de horas, imaginándose lo que haría cuando fuera mayor y libre. Seguía a los turistas americanos, observando su jactancia y seguridad, sus abultadas carteras y sus generosas cinturas; los veía fotografiar la estatua de Greyfriars en el cementerio de la iglesia, y se quedaba mirando un buen rato aquella estatua del perrito, pero no sentía nada especial. Había leído historias sobre los Conjurados, sobre Deacon Brodie y las ejecuciones públicas en High Street, y se preguntaba qué clase de ciudad era aquélla, qué clase de país. Sacudió la cabeza para disipar aquellas fantasías y se dirigió al mostrador de información.
– Buenas, señor Morton.
Se volvió y vio a una niña, casi una jovencita ya, que le miraba, con un libro apretado contra el pecho. Morton frunció el ceño.
– Soy Samantha Rebus.
– Dios mío -exclamó Morton sorprendido-. Claro que sí. Vaya, vaya, sí que has crecido desde la última vez que te vi hará uno o dos años. ¿Cómo estás?
– Muy bien, gracias. He venido con mi madre. ¿Está de servicio?
– Algo por el estilo.
Morton notaba sus ojos clavados en él. Dios, tenía los mismos ojos que su padre. Herencia paterna.
– ¿Cómo está papá?
Decírselo o no decírselo. ¿Y por qué no? Pero no le pareció el lugar adecuado.
– Bien, que yo sepa -contestó, consciente de que era verdad en un setenta por ciento.
– Voy abajo, a la sección juvenil. Mamá está en la sala de lectura, pero allí es muy aburrido.
– Voy contigo. Me dirigía precisamente ahí.
Ella le sonrió, complacida por alguna idea de su cabeza adolescente, y Jack Morton pensó que era muy distinta a su padre. Era muy guapa y educada.
Una cuarta niña había desaparecido. Parecía algo anunciado. Nadie habría apostado en contra.
– Hay que establecer vigilancia extra -insistió Anderson-. Esta noche se asignarán más agentes de servicio. Recuerden -añadió ante los presentes, ojerosos y desmoralizados- que cuando mate a la víctima tratará de deshacerse del cuerpo y, si podemos sorprenderle en ese momento, o algún civil le ve haciéndolo, ya lo tenemos.
Anderson golpeó con el puño en la palma de su mano. Estaban todos poco animados. El estrangulador ya había dejado, sin ningún problema, tres cadáveres, en distintas partes de la ciudad: Oxgangs, Haymarket y Colinton. La policía no podía estar en todas partes (aunque aquellos días a los ciudadanos les parecía que sí) por mucho que se esforzara.
– Bien -prosiguió el inspector jefe consultando una carpeta-, el último secuestro no parece guardar mucha relación con los anteriores. El nombre de la víctima es Helen Abbot; ocho años. Observarán que es menor que las otras; tiene pelo castaño claro hasta los hombros y se la vio por última vez con su madre en Princes Street. La madre dice que la niña se extravió. Estaba con ella y de pronto ya no estaba allí, igual que ocurrió con la segunda víctima.
A Gill Templer, cuando pensó en ello más tarde, le llamó la atención un detalle. Las niñas no podían haber sido raptadas en una tienda; habría sido imposible sin que se produjeran gritos o alguien lo hubiera visto. Pero alguien había declarado haber visto a una niña con el mismo aspecto que Mary Andrews -la segunda víctima- subir la escalinata de la National Gallery hacia el Mound. Iba sola y parecía contenta. Tal vez, se dijo Gill, porque había escapado a la tutela de su madre. ¿Por qué? ¿Para acudir a escondidas a alguna cita con alguien a quien había conocido y que resultó ser el asesino? En tal caso, se diría que todas las niñas habían conocido al asesino; por tanto, algo tendrían en común. Sin embargo, iban a distintos colegios, tenían distintos amigos, edades distintas. ¿Cuál era el común denominador?
Se dio por vencida cuando empezó a dolerle la cabeza. Además, había llegado a la calle donde vivía John y tenía otras cosas en qué pensar. Él le había pedido que le llevara una muda para cuando le dieran el alta, que mirase si tenía correo y comprobase si funcionaba la calefacción central. Le había dado la llave; mientras subía la escalera tapándose la nariz para evitar el olor a meados de gato, sintió que había un vínculo entre ella y John Rebus. Se preguntaba si la relación iba a convertirse en algo serio. Era un buen hombre, aunque con alguna obsesión, algún secreto. Tal vez era eso lo que a ella le gustaba.
Abrió la puerta del piso, recogió las cartas de la moqueta y echó una mirada al interior. En la puerta del dormitorio recordó aquella apasionada noche; el olor aún parecía flotar en el aire.
El piloto del radiador estaba encendido; Rebus se sorprendería cuando se lo dijera. Tenía muchos libros; claro, su mujer era profesora de literatura. Recogió algunos del suelo y los colocó en los estantes vacíos del mueble. En la cocina se preparó café, se sentó a tomarlo y miró el correo: una factura, una circular y una carta con el nombre mecanografiado echada al correo en Edimburgo hacía tres días. Las guardó en el bolso y cuando fue a mirar en el armario advirtió que el cuarto de Samantha seguía cerrado con llave. Más recuerdos suprimidos. Pobre John.
A Jim Stevens se le acumulaba el trabajo. El Estrangulador de Edimburgo se estaba convirtiendo en un personaje importante; no se podía ignorar a aquel malnacido, aunque uno tuviera mejores cosas que hacer. Stevens disponía de un equipo de tres personas que trabajaban con él en las noticias y artículos del diario. Los malos tratos a niños en Inglaterra eran la noticia del día; las cifras eran horripilantes, pero era más horripilante la sensación de estar perdiendo el tiempo mientras esperaban que apareciera otra niña asesinada o que desapareciera otra criatura. Edimburgo era una ciudad desierta. Los niños no salían de casa y los pocos que se veían por la calle corrían como desesperados. Stevens quería dedicar sus esfuerzos al caso de las drogas, a reunir pruebas y desenmascarar la conexión con la policía; pero tenía encima a Tom Jameson a todas horas del día, entrando y saliendo de su despacho: «¿Y ese original, Jim? A ver si te ganas el sueldo, Jim. ¿Cuándo es la próxima rueda de prensa, Jim?» Stevens salía quemado al cabo de la jornada. Así que decidió interrumpir su investigación sobre el caso Rebus. Era una lástima, porque al estar la policía totalmente ocupada en aquellos asesinatos, quedaba el campo libre para otros delitos, incluido el tráfico de drogas. La mafia de Edimburgo debía de estar en la gloria. Había publicado el artículo sobre el «burdel» de Leith con la esperanza de obtener alguna información a cambio, pero los capos no entraban en el juego. Bueno, que les dieran. Ya llegaría su momento.
Cuando ella entró en el pabellón, Rebus leía una Biblia, cortesía del hospital; la monja, al enterarse de su petición, le preguntó si quería un cura o un pastor, posibilidad que él rechazó enérgicamente. Estuvo hojeando complacido -más que complacido- algunos de los mejores pasajes del Antiguo Testamento y refrescando su memoria acerca del vigor y la fuerza moral de los mismos. Leyó la historia de Moisés, de Sansón y de David, y a continuación el Libro de Job, y encontró en él una fuerza que creía olvidada:
Dios se ríe del sufrimiento de los inocentes,
la tierra es entregada en manos de los impíos
y él cubre el rostro de los jueces,
si no es él, ¿quién es?
Si yo dijere: olvidaré mi queja,
dejaré mi triste semblante y me esforzaré,
me turban todos mis dolores;
sé que no me tendrán por inocente.
Yo soy impío.
¿Para qué esforzarme en vano?
Aunque me lave con aguas de nieve.
Rebus sintió un escalofrío recorrerle la espina dorsal a pesar de que la calefacción del pabellón era agobiante, y su garganta imploraba agua. Mientras se servía un poco de agua tibia en un vaso de plástico vio llegar a Gill con unos tacones menos escandalosos y dirigirle una sonrisa que animaba el pabellón. Algunos enfermos la miraban con admiración. Rebus sintió una repentina alegría de marcharse aquel mismo día de allí. Dejó a un lado la Biblia y la saludó con un beso en el cuello.
– ¿Qué me traes?
Cogió el paquete de sus manos y vio que era una muda.
– Gracias -dijo-. Creía que esta camiseta no estaba tan limpia.
– Y no lo estaba -comentó ella riendo y acercando una silla-. Tenías toda la ropa sucia y he tenido que lavarla y plancharla con verdadero riesgo para mi salud.
– Eres un ángel -comentó él dejando el paquete a un lado.
– Por cierto, ¿qué leías en la Biblia? -preguntó ella dando unos golpecitos en la tapa de imitación de cuero.
– Oh, no gran cosa; hojeaba el Libro de Job que leí hace mucho tiempo. Ahora me parece aún más terrible. El hombre que duda, que clama a Dios buscando una respuesta y oye que «Dios ha entregado la tierra en manos de los impíos», como dice un versículo, o bien este otro: «¿Para qué esforzarse en vano?».
– Qué interesante. ¿Y persiste en esforzarse?
– Sí, eso es lo increíble.
Trajeron el té y la joven enfermera tendió una taza a Gill. Les había llevado un plato con galletas.
– Te he traído unas cartas del piso, y aquí está la llave -dijo tendiéndole la pequeña Yale. Pero Rebus sacudió la cabeza.
– Quédatela, por favor -dijo-. Tengo un duplicado.
Se miraron en silencio.
– De acuerdo -dijo finalmente Gill-. Gracias.
Acto seguido le entregó las tres cartas y él examinó los sobres.
– Ya veo que ahora las envía por correo -dijo abriendo la última misiva-. Este tipo está obsesionado conmigo -añadió-. Yo le llamo el señor Nudos. Es mi chiflado particular.
Gill observó con interés cómo Rebus leía la carta. Era más larga que de costumbre.
SIGUES SIN ADIVINARLO, ¿VERDAD? NO TIENES NI IDEA. NI UNA SOLA IDEA EN TU CABEZA. Y AHORA ESTO ESTÁ A PUNTO DE ACABAR, A PUNTO DE ACABAR. NO DIRÁS QUE NO TE DI UNA OPORTUNIDAD. ESO NO PUEDES DECIRLO. FIRMADO.
Rebus sacó del sobre una cruz hecha con cerillas.
– Ah, veo que hoy es el señor Cruz. Bueno, a Dios gracias, esto está a punto de acabar. Supongo que le aburre.
– ¿De qué se trata, John?
– ¿No te he contado lo de mis cartas anónimas? No es una historia muy apasionante.
– ¿Cuánto tiempo hace que las recibes? -preguntó Gill tras leer la carta y examinar el sobre.
– Seis semanas. Quizás algo más. ¿Por qué?
– Bueno es que esta carta la echaron al correo el día en que desapareció Helen Abbot.
– ¿Ah, sí? -replicó Rebus cogiendo el sobre y mirando el matasellos: «Edimburgo, Lothian, Fife, Borders».
Una zona bastante amplia. Volvió a pensar en Michael.
– Supongo que no recuerdas cuándo recibiste las otras cartas.
– Gill, ¿dónde quieres ir a parar? -dijo él mirándola, consciente de que ella también era policía-. Por Dios bendito, Gill, este caso nos está afectando a todos y empezamos a ver fantasmas.
– Es simple curiosidad -replicó ella leyendo otra vez la carta.
No era el estilo característico de un chiflado ni su forma de expresarse. Eso era lo que le preocupaba. Y ahora parecía que Rebus había recibido las notas coincidiendo con las fechas de los secuestros… ¿Habría algún tipo de conexión que apuntara a él directamente? Rebus había sido muy miope al respecto. O era eso o tal vez fuese fruto de una monstruosa casualidad.
– Sólo es una casualidad, Gill.
– A ver, dime cuándo recibiste las notas.
– No me acuerdo.
Ella se inclinó sobre él y, con los ojos muy abiertos tras las gafas, dijo pausadamente:
– ¿Me ocultas algo?
– ¡No!
Todos los del pabellón se volvieron hacia él y sintió que sus mejillas enrojecían.
– No -repitió en voz baja-. No te oculto nada. A no ser…
Pero ¿cómo podía estar seguro tras tantos años de detenciones, de acusaciones ante los tribunales, de olvidos, con todos los enemigos que se había ganado…? Estaba seguro de que ninguno sería capaz de atormentarle de aquella manera. Seguro.
Papel y bolígrafo en mano y con gran esfuerzo por parte de Rebus, repasaron las notas: fecha, texto y cómo habían llegado hasta él. Gill se quitó las gafas y se frotó el puente de la nariz, bostezando.
– Es demasiada casualidad, John.
Él, en lo más profundo de su ser, sabía que tenía razón. Sabía que las cosas nunca eran lo que parecían, que nada era arbitrario.
– Gill -dijo finalmente, subiéndose la colcha-. Tengo que salir de aquí.
Una vez en el coche, ella siguió aguijoneándole, preguntándole. ¿Quién podía ser? ¿Había una conexión? ¿En qué sentido?
– Pero, bueno -bramó Rebus-. ¿Es que ahora soy sospechoso?
Ella le miró a los ojos, tratando de penetrar en su ser, intentando arrancarle la verdad. Claro, era una auténtica policía, y una buena policía desconfía de todo el mundo; le miraba como a un niño a quien se regaña para que diga la verdad o confiese un secreto.
Gill sabía que era una simple corazonada sin base alguna. No obstante, notaba algo indefinible en la mirada candente de Rebus. Le habían ocurrido cosas extrañas cuando estaba en el ejército. Siempre ocurrían cosas extrañas. La realidad era siempre más extraña que la ficción y nadie era completamente inocente. Lo notaba en esa mirada esquiva de culpabilidad en los interrogatorios, fuese quien fuese. Todo el mundo tenía algo que ocultar. Aunque en su mayor parte eran cosas sin importancia, sepultadas por el paso de los años. Haría falta una policía del pensamiento para descubrir esa clase de delitos. Pero ¿y si John…? Si John Rebus formara parte de todo aquello, entonces… Era una idea absurda.
– Claro que no eres sospechoso, John -respondió-. Pero podría tener su importancia, ¿no crees?
– Que lo decida Anderson-contestó escuetamente, tembloroso.
Fue en aquel momento cuando Gill pensó: «Y ¿si se envía él mismo las cartas?».
Le dolían los brazos y, al bajar la vista, comprobó que la niña ya no se debatía. Era ese momento, el momento inesperado y dichoso en que era inútil seguir viviendo y en que mente y cuerpo aceptan lo inevitable. Aquel momento hermoso y apacible, el momento más relajado de la vida. Él había intentado suicidarse hacía muchos años y saborear aquel momento. Pero le habían administrado algo en el hospital y después en la clínica, y le habían devuelto la voluntad de vivir. Ahora se lo haría pagar a todos. Vio la ironía de aquel hecho en su vida y contuvo la risa mientras arrancaba la cinta adhesiva de la boca de Helen Abbot y cortaba con las tijeritas sus ataduras. Sacó una cámara de bolsillo del pantalón y tomó otra instantánea de la niña, una especie de memento mori. Si le cazaban le harían polvo por aquello; ahora bien, no podrían imputarle como asesino sexual. El sexo no tenía nada que ver con ello; aquellas niñas eran prendas predestinadas por sus nombres. La que realmente importaba era la siguiente y última, y a ésa la conseguiría posiblemente aquel mismo día. Volvió a contener la risa. Este juego era mejor que el de tres en raya. Él jugaba a los dos como nadie.
Al inspector jefe William Anderson le encantaba la sensación de andar a la caza de alguien, esa pugna entre instinto y detección lenta pero segura; le gustaba, además, sentir que contaba con el apoyo de los hombres de su división. Como emisor de órdenes, intuición y estrategias estaba en su elemento.
Ni que decir tiene que ojalá hubiera ya cazado al estrangulador. No porque fuera un sádico, sino porque había que mantener la ley. De todos modos, cuanto más duraba una investigación como aquélla, más aumentaba la sensación de estar a punto de dar con el asesino, y saborear aquel esperado momento era uno de los grandes alicientes de la responsabilidad.
El estrangulador estaba cometiendo deslices, y eso era lo que contaba para Anderson en aquel momento. Primero fue el Ford Escort azul, y ahora la interesante hipótesis de que el asesino había estado o estaba en el ejército, una posibilidad sugerida por el nudo de bramante. Detalles como ése acabarían por conducirles a un nombre y una dirección, y a la detención del asesino. Y en ese momento Anderson dirigiría a sus hombres física y espiritualmente; habría otra comparecencia en televisión y fotos para la prensa (él era muy fotogénico). Sí, sí, sería una dulce victoria. A menos, claro está, que el estrangulador se esfumara en la noche como tantos otros antes que él. Pero era mejor no pensar en esa posibilidad, porque si lo hacía le temblaban las piernas.
Rebus no le desagradaba. Era un policía bastante bueno, tal vez algo rudo en sus métodos. Tenía entendido que su vida privada había pasado por un mal momento, pues le habían dicho que la ex esposa de Rebus mantenía relaciones con su hijo. Evitaba pensar en ello. Andy, cuando se largó de casa dando un portazo, había roto los vínculos filiales. ¿Cómo era posible que la gente se dedicara a escribir poesía en estos tiempos? Era absurdo. Y además, liarse con la mujer de Rebus… No, no le desagradaba Rebus, pero cuando lo vio acercarse, acompañado por aquella hermosa oficial de enlace, Anderson sintió que se le revolvía el estómago y se recostó en el borde de un escritorio vacante. El agente que lo ocupaba habitualmente estaba haciendo una pausa en el trabajo.
– Me alegro de que vuelva a estar con nosotros, John. ¿Cómo se encuentra?
Anderson tendió la mano y Rebus, con extrañeza, tuvo que estrechársela.
– Me encuentro bien, señor -dijo.
– Señor -terció Gill Templer-, ¿podríamos hablar con usted un minuto? Hay novedades.
– Un simple indicio, señor -añadió Rebus mirando a Gill.
Anderson miró sucesivamente a uno y otro.
– Bien, pasen a mi despacho.
Gill explicó a Anderson la situación tal como ella la veía, y éste, atento y distanciado detrás de su escritorio, escuchó mientras miraba de vez en cuando a Rebus, que sonreía como disculpándose. «Perdone que le hagamos perder el tiempo», decía aquella sonrisa.
– ¿Y bien, Rebus? -inquirió Anderson cuando Gill hubo concluido-. ¿Qué dice usted de todo eso? ¿Podría tratarse de alguien que tuviera motivos para informarle de sus planes? Quiero decir, ¿el estrangulador le conoce a usted?
Rebus se encogió de hombros, sonríe que te sonríe.
Jack Morton, en el interior de su coche, anotó unas observaciones en el informe. Visita e interrogatorio al sospechoso; despreocupado y atento. Otra pista sin resultados, quería escribir. Otra maldita pista inútil. El vigilante del aparcamiento se acercaba mirándole con enfado para atemorizarle. Morton suspiró, dejó el bolígrafo y mostró el carné. Lo de siempre.
Rhona Phillips se puso el impermeable. Era un día de finales de mayo y la lluvia azotaba las casas como en un paisaje al óleo. Dio un beso de despedida a su amante poeta de pelo ensortijado, que estaba mirando la televisión, y salió de casa buscando en el bolso las llaves del coche. Desde hacía unos días recogía a Sammy en el colegio, a pesar de que estaba a menos de dos kilómetros de distancia, y la acompañaba también a la biblioteca a la hora del almuerzo, sin dejar que se apartara de ella. No quería arriesgarse mientras aquel psicópata andará suelto. Se dirigió rápidamente hacia el coche, subió y cerró de golpe la portezuela. La lluvia de Edimburgo era una maldición; calaba hasta los huesos, impregnaba los edificios empapados y los recuerdos de los turistas. Y duraba días, llenaba los charcos, rompía matrimonios, hacía tiritar, era mortal, omnipresente. El prototipo de postal enviada desde Edimburgo rezaba: «Edimburgo precioso. Gente muy reservada. Ayer vi el Castillo y el monumento a Escocia. Es una ciudad pequeña, casi un pueblo. Si estuviera dentro de Nueva York, pasaría desapercibida. El tiempo podría ser mejor».
El tiempo podría ser mejor. El arte del eufemismo. Lluvia, lluvia asquerosa. Era típico, justo cuando tenía el día libre. También era típico que ella y Andy hubiesen discutido. Y ahora allí lo tenía, en el sillón, sentado sobre las piernas. Lo de siempre. Y por la tarde tenía que corregir exámenes. Menos mal que habían empezado los exámenes. Aquellos días los chicos estaban más calladitos en clase, los mayores afectados por la fiebre o por la apatía ante el examen y los más jóvenes viendo en el rostro de víctima de los docentes la imagen de su irremediable futuro. Era una época interesante del año. Y pronto esos temores afectarían a Sammy, mejor dicho Samantha, porque era casi ya una mujer. Para una madre eso acarreaba otros temores: los peligros de la adolescencia, de experimentar cosas nuevas.
La observó desde el Escort, mientras sacaba el coche del camino de entrada haciendo marcha atrás. Perfecto. Tendría que esperar unos quince minutos. Cuando desapareció el coche, él aparcó el suyo frente a la casa y examinó las ventanas. Ahora estaría su novio solo. Salió del coche y caminó hacia la puerta.
Rebus volvió al centro de operaciones tras la reunión con Anderson, sin imaginarse que éste había decidido ponerlo bajo vigilancia. El centro de operaciones era un caos. Había papeles por todas partes, un ordenador en un rincón, y mapas y listas de tareas cubriendo totalmente las paredes.
– Tengo una reunión -dijo Gill-. Nos vemos más tarde. Oye, John, yo creo que hay una conexión. Llámalo intuición femenina u «olfato» policial, lo que quieras, pero lo digo en serio. Piénsalo. Piensa en alguna posible venganza, por favor.
Él asintió con la cabeza y la vio alejarse camino de su despacho, situado en otra parte del edificio. Ya ni sabía cuál era su mesa. Miró a su alrededor y vio que todo estaba de otra manera, como si hubieran cambiado las mesas de lugar o las hubieran agrupado. Sonó el teléfono en la que tenía al lado y, aunque había otros agentes y telefonistas más cerca, lo descolgó él, como si fuera un gesto para reintegrarse en la investigación. Rogó al cielo que no fuese él el objeto de la investigación, pero lo hizo sin fe.
– Centro de operaciones -dijo-. Sargento Rebus al habla.
– ¿Rebus? Qué apellido tan raro. -Era una voz de hombre mayor pero vivaz, sin duda de alguien bien educado-. Rebus -repitió como si tomara nota.
Rebus miró con desconfianza el teléfono.
– ¿Cuál es su nombre, señor?
– Ah, soy Michael Eiser, E-I-S-E-R, profesor de literatura inglesa en la universidad.
– Ah, dígame, señor -replicó Rebus cogiendo un bolígrafo y anotando el nombre-. ¿En qué puedo ayudarle?
– Bien, señor Rebus, se trata más bien de en qué puedo ayudar yo, aunque podría estar equivocado, por supuesto. -Rebus se imaginó al que llamaba, suponiendo que no se tratara de un falsario: un hombre de pelo ensortijado, con pajarita, traje de tweed no muy planchado, zapatos antiguos y que movía las manos al hablar-. Me interesan los acertijos, ¿sabe? De hecho, estoy escribiendo un libro sobre el tema que se titula Ejercicios de lectura y respuestas exegéticas orientativas. Menciono en él los acrósticos en los que la primera letra de cada palabra forma otra palabra, un juego tan viejo como la literatura. Sin embargo, el grueso del libro trata sobre su aparición en obras actuales, de Nabokov, Burgess y otros autores. Naturalmente, el acróstico constituye una pequeña parte de otros muchos recursos que los escritores utilizan para entretener o convencer a sus lectores.
Rebus trató de interrumpirle, pero el desconocido no paraba y tuvo que seguir escuchando, preguntándose si sería la llamada de un chiflado y si debería colgar por las buenas, claro que eso sería una infracción del reglamento. Tenía cosas más importantes que hacer y le dolía la espalda.
– … Y el caso, señor Rebus, es que he advertido casi por azar una especie de pauta en la elección que hace el asesino de sus víctimas.
Rebus se sentó en el borde de la mesa y apretó el bolígrafo como si quisiera estrujarlo.
– ¿Ah, sí? -dijo.
– Sí. Tengo ante la vista una hoja con los nombres de las víctimas. Tal vez habría debido advertirlo antes, pero no se me ocurrió hasta hoy, al leer un artículo en el periódico que mencionaba a esas pobres niñas. Yo suelo leer el Times, ¿sabe?, pero esta mañana no pude encontrarlo y compré otro periódico, y allí lo vi. Puede que no sea nada, una simple casualidad, pero puede que no. Decídanlo ustedes mismos. Yo me limito a ofrecerles mi propuesta.
Jack Morton, expulsando humo a su alrededor, entró en la sala y, al ver a Rebus, le saludó con la mano. Rebus movió la cabeza en respuesta. Jack tenía aspecto de estar rendido. Todos lo tenían, y allí estaba él, fresco como una rosa después de una temporada de descanso y relajación, escuchando por teléfono las elucubraciones de un lunático.
– ¿Qué propuesta exactamente, profesor Eiser?
– Bueno, ¿no lo ve? Los nombres de las víctimas, en orden, son Sandra Adams, Mary Andrews, Nicola Turner y Helen Abbot. -Jack se acercó cabizbajo a la mesa de Rebus-. Si formamos un acróstico con nombres y apellidos obtenemos la palabra Samantha. ¿La próxima víctima del asesino, tal vez? O quizá sea una simple casualidad y no exista ningún juego.
Rebus colgó de golpe, se alejó rápidamente de la mesa y tiró de la corbata a Morton. Éste jadeó y el cigarrillo se le cayó de los labios.
– Jack, ¿tienes el coche ahí fuera?
Morton, casi sin respiración, asintió con la cabeza.
Santo cielo, santo cielo, así que era cierto. Tenía que ver con él. Samantha. Todas las pistas, los asesinatos eran un mensaje para él. «Dios mío, ayúdame por favor.»
Su hija iba a ser la siguiente víctima del estrangulador.
Rhona Phillips vio el coche aparcado delante de su casa, pero no le dio importancia. Lo único que quería era librarse de aquella lluvia. Echó a correr hacia la puerta de la casa, con Samantha siguiéndola de mala gana, y abrió.
– ¡Es horrible salir de casa! -exclamó desde el vestíbulo en dirección al cuarto de estar.
Se quitó el impermeable y vio el televisor encendido y a Andy en el sillón, con las manos atadas a la espalda, amordazado con esparadrapo y un cordel de bramante colgándole del cuello.
Rhona iba a lanzar el grito más aterrador de su vida cuando un objeto pesado le golpeó en la cabeza, haciéndola caer desvanecida sobre las piernas de su amante.
– Hola, Samantha -dijo una voz que le resultó familiar, pero como iba enmascarado no pudo reconocer su sonrisa.
El coche de Morton cruzó veloz la ciudad con la luz azul parpadeante, como si le persiguiera el demonio. Rebus le explicaba detalles por el camino, pero estaba demasiado alterado para hacerse entender; y Jack Morton, demasiado atento al tráfico para prestar atención. Habían pedido ayuda: que enviasen un coche al colegio, por si aún no se habían marchado, y dos coches a la casa, advirtiendo que el estrangulador podía estar allí. Había que ir con cuidado.
El coche cruzó Queensferry Road a ciento treinta, dio un giro demencial a través del tráfico que circulaba en dirección contraria y se internó en el pulcro barrio donde vivían Rhona y Samantha, y ahora también el amante de Rhona.
– Dobla ahí -gritó Rebus alzando la voz por encima del ruido del motor.
Al entrar en la calle vieron los dos coches patrulla estacionados delante de la casa y el coche de Rhona, cual llamativo símbolo de futilidad, en el camino de entrada.
Querían administrarle sedantes pero se negó a tomar ningún medicamento. Le pidieron que se fuera a casa, pero no les hizo caso. ¿Cómo podía irse a casa con Rhona hospitalizada allí mismo? ¿Con su hija secuestrada, con su vida destrozada y convertida un guiñapo? Caminó de un lado a otro por la sala de espera del hospital. Les dijo que se encontraba bien. Sabía que Gill y Anderson esperaban en el pasillo. Pobre Anderson. Observó a través de la mugre de la ventana a las enfermeras caminar bajo la lluvia, entre risas, con las capas ahuecadas por el viento como en una vieja película de Drácula. ¿Cómo podían reírse? La niebla comenzaba a acumularse en los árboles, y las enfermeras, sin dejar de reír, ajenas al sufrimiento del mundo, se perdieron en la niebla como si un Edimburgo del pasado las hubiese engullido en su leyenda llevándose con ellas toda la risa del mundo.
Empezaba a anochecer y el sol era ya un recuerdo tras el cortinaje de nubes. Los pintores religiosos de la Antigüedad debieron de conocer cielos como aquél, y aceptaron ese color cárdeno de las nubes como un signo de la presencia de Dios, una manifestación de su poder creador. Rebus no era pintor y sus ojos no captaban la belleza en la realidad sino a través de las imágenes impresas. En aquella sala de espera tuvo el convencimiento de que su vida había sido una aceptación de experiencias secundarias -la experiencia de leer las ideas de otro- en detrimento de la vida real. Bien, pues ahora allí la tenía, cara a cara: volvió a verse a sí mismo en el regimiento de paracaidistas, en los SAS, cuando era la viva imagen del agotamiento, angustiado, con los músculos en tensión.
Una vez más volvía a revivirlo todo. Golpeó la pared con las palmas de las manos, como si fueran a cachearle. Sammy se encontraba en algún lugar en manos de un maníaco, y él, allí, pensando en elogios funerarios, disculpas y comparaciones. No era suficiente.
En el pasillo, Gill concentraba su atención en William Anderson. A él también le habían dicho que se fuese a casa. Tras reconocerlo un médico para evaluar los efectos del shock, le recomendaron que permaneciera una noche en observación.
– No pienso moverme de aquí -dijo Anderson con fría determinación-. Si todo esto tiene algo que ver con John Rebus, quiero tenerle cerca. De verdad, me encuentro bien. -Pero no era cierto. Estaba aturdido y arrepentido, desconcertado por todo lo que había pasado-. Es inconcebible -le comentó a Gill Templer-. Es increíble que todo fuese un simple preludio al secuestro de la hija de Rebus. Es inverosímil. Ese tipo tiene que ser un trastornado. ¿Seguro que John no tiene alguna idea respecto a quién puede ser el asesino?
Gill Templer estaba pensando lo mismo.
– ¿Por qué no nos lo ha dicho? -prosiguió Anderson, y, de repente, recuperó su condición de padre y comenzó a sollozar-. Andy, mi Andy -balbució, tapándose la cara con las manos y permitiendo que Gill le pasara el brazo por sus hombros caídos.
John Rebus, mientras miraba cómo oscurecía, pensaba en su matrimonio y en su hija. Su hija Sammy.
«Para quienes leen entre épocas.»
¿Qué era lo que estaba reprimiendo? ¿Qué era lo que había rechazado durante todos aquellos años, desde que estuvo en la costa de Fife, sufriendo el último ataque de depresión y cerrando el pasado con el aplomo de quien le cierra la puerta a un testigo de Jehová? No era tan fácil. El mensajero indeseado se había tomado su tiempo y ahora había decidido aparecer y entrar de nuevo en su vida. Trabando con el pie la puerta. La puerta de la percepción. ¿De qué le servía interpretarlo ahora? ¿Tan débil era el hilo de su fe? Samantha, Sammy, su hija. «Dios bendito, que no le ocurra nada. Dios bendito, que no muera.»
«John, tú tienes que saber quién es.»
Pero él negó con la cabeza, regando con sus lágrimas los pliegues del pantalón. No lo sabía, no, no. Era Nudos. Era Cruces. Ya no le decían nada aquellos nombres. Nudos y cruces. Le enviaban nudos y cruces, bramante y cerillas; un galimatías, como había dicho Jack Morton. Simplemente eso. Dios bendito.
Salió al pasillo y se acercó a Anderson, que parecía una pieza de naufragio a punto de ser recogida por un camión de residuos. Se dieron un abrazo para infundirse ánimos mutuamente; eran dos viejos enemigos que de pronto se habían dado cuenta de que estaban en el mismo bando, y se abrazaban llorosos, desahogándose por todos aquellos años pateándose las calles impávidos e imperturbables. Ahora se mostraban como seres humanos, como todo el mundo.
Finalmente, después de que le informaran de que Rhona había sufrido una fractura craneal y de que le permitieran verla un momento, conectada a un respirador, Rebus permitió que lo llevaran a casa. Rhona estaba fuera peligro. Ya era algo. Mientras que Andy Anderson yacía en una mesa del depósito de cadáveres para que los forenses examinasen sus restos. Pobre Anderson; pobre hombre, pobre padre, pobre policía. Ahora el caso era una cuestión personal. Se había convertido en algo mucho más fuerte de lo que se hubieran podido llegar a imaginar. Ahora les movía el rencor.
Por fin tenían una descripción, aunque no muy buena. Una vecina había visto al hombre llevando a la niña al coche, un vehículo de color claro, dijo. Un coche corriente y un hombre corriente; no muy alto, rasgos duros. Caminaba muy deprisa y ella no se pudo fijar bien.
Apartarían a Anderson del caso, y también a Rebus. Ahora era un asunto de mayor magnitud: el estrangulador había allanado un domicilio y había perpetrado un asesinato allí mismo. Había ido muy lejos. Los periodistas y los fotógrafos apostados delante del hospital querían conocer más detalles. El director Wallace convocaría una conferencia de prensa. Los lectores y los curiosos también querían más detalles. Era una noticia bomba. Edimburgo, capital europea del crimen. El hijo de un inspector jefe asesinado y la hija de un sargento de policía secuestrada y posiblemente muerta, a aquellas alturas.
¿Qué podía hacer salvo sentarse y esperar a que llegase otra carta? Estaría mejor en su piso, por oscuro y vacío que le pareciera, por mucho que le recordara una celda. Gill prometió ir a verle más tarde, después de la conferencia de prensa. Pondrían vigilancia delante de su casa, en un coche camuflado, por supuesto, pues no sabían hasta qué punto podía llegar el estrangulador.
Mientras, sin que ello supiera, en jefatura escrutaron su expediente en busca de datos; en alguna parte tendría que aparecer el estrangulador. Tenía que estar ahí.
Claro que tenía que estar. Rebus sabía que sólo él tenía la clave. Pero era como si estuviera en un cajón cuya llave fuese él mismo. Sólo le llegaba un rumor lejano de aquella historia excluida de su memoria.
Gill Templer llamo al hermano de Rebus y, aunque a John no iba a gustarle nada, le pidió a Michael que viniera inmediatamente a Edimburgo para acompañar a John. Al fin y al cabo era la única familia que tenía Rebus. Michael, por teléfono, sonaba nervioso; nervioso y preocupado. Gill reflexionó sobre el asunto del acróstico. El profesor había estado en lo cierto. Tratarían de localizarle aquella misma tarde para interrogarle; sí, por supuesto. Pero si el estrangulador había planeado aquellos crímenes, tenía que haber obtenido los nombres de alguna lista, ¿cómo la habría conseguido? ¿A través de un funcionario, quizás? ¿De un profesor? ¿De alguien que tuviese acceso a los ordenadores de algún organismo público? Había muchas posibilidades. Tendrían que examinarlas una por una. De todos modos, en primer lugar, Gill propondría que interrogasen a todos los hombres apellidados Knott o Cross en Edimburgo. Era algo inaudito, pero en aquel caso todo estaba resultando inaudito.
Y después venía la conferencia de prensa, que convocarían -era lo más conveniente- en el edificio de la administración del hospital. Sólo había un lugar apropiado para celebrarla, al fondo del vestíbulo. El rostro de Gill Templer, humano pero serio, comenzaba a resultarle familiar al público británico, casi tan conocido ya como el de cualquier periodista o presentador del telediario. Pero aquella tarde sería el director de la policía el protagonista de la conferencia. Esperaba que aquello no se alargara demasiado, porque quería ver a Rebus. Y tal vez fuera urgente hablar con su hermano. Alguien tenía que conocer el pasado de John. Por lo visto nunca hablaba con sus amigos de sus años en el ejército. ¿Era ésa la clave? ¿O era su matrimonio? Gill escuchó al director soltar su discurso, sonaron los clics de las cámaras y el vestíbulo se llenó de humo.
Y allí estaba Jim Stevens, con su sonrisita, como si supiera algo. Gill se puso nerviosa. El periodista clavaba sus ojos en ella mientras escribía en su libreta. Gill recordó la desastrosa velada que pasaron juntos y la no tan desastrosa velada con John Rebus. ¿Por qué eran tan complicados los hombres de su vida? Tal vez porque a ella le atraían las complicaciones. Pero ese caso había dejado de complicarse; parecía que se iba aclarando.
Jim Stevens, sin prestar mucha atención al informe policial, pensó en lo complicada que estaba resultando aquella historia. Rebus por un lado y Rebus por otro: drogas y homicidios, mensajes anónimos seguidos del secuestro de la hija. Tenía que indagar oficiosamente en la policía, y sabía que la mejor manera de hacerlo era a través de Gill Templer con un poco de mano izquierda. Si las drogas y el secuestro estaban relacionados, como era probable, tal vez fuera porque uno u otro de los hermanos Rebus no habían respetado las leyes del hampa. Quizá Gill Templer lo sabría.
Echó a andar tras ella cuando abandonó el edificio. Gill sabía que era Stevens, pero por una vez deseaba hablar con él.
– Hola, Jim. ¿Te llevo a algún sitio?
Stevens decidió aceptar y le dijo que le dejase en un bar, a menos que, por supuesto, fuera posible ver a Rebus un momento. No era posible. Continuaron en silencio.
– Este caso se está volviendo cada vez más raro, ¿no te parece?
Ella centró la mirada en la calle, como si pensara en una respuesta. En realidad, esperaba que él dijera algo más y que su silencio le hiciera creer que reservaba algo, algo que implicara un toma y daca entre ambos.
– Desde luego, Rebus parece el protagonista de todo esto. Es curioso.
Gill sintió que el periodista estaba a punto de jugar una carta.
– Quiero decir -prosiguió Stevens, encendiendo un cigarrillo-… No te importa que fume, ¿verdad?
– No -contestó ella con absoluta calma, aunque interiormente estaba en ascuas.
– Gracias. Quiero decir que es curioso porque tengo a Rebus en el punto de mira por otro asunto en el que estoy trabajando.
Ella detuvo el coche ante el semáforo en rojo, sin apartar la vista del parabrisas.
– Gill, ¿te interesaría conocer este otro asunto?
¿Diría que sí? Sí, claro que sí. Pero ¿a cambio de qué?
– Pues, sí, es un hombre muy interesante el señor Rebus. Y su hermano.
– ¿Su hermano?
– Sí, ya sabes, Michael Rebus, el hipnotizador. Son unos hermanos muy extraños.
– ¿Ah, sí?
– Escucha, Gill, déjate de gilipolleces.
– Estoy esperando a que lo hagas tú -replicó ella metiendo la marcha y arrancando.
– ¿Estáis investigando a Rebus por algo? Quiero que me lo digas. Es decir, ¿sabéis realmente que es lo que hay detrás de todo este asunto y no lo reveláis?
Ella volvió la cabeza hacia él.
– No estamos investigando nada, Jim.
Él lanzó un resoplido.
– Tal vez no estéis investigando, Gill, pero no finjas que no pasa nada. Yo sólo quería saber si habías oído algo, algún comentario en las altas esferas. Tal vez en el sentido de que alguien ha hecho una chapuza al dejar que las cosas llegasen a este extremo.
Jim Stevens observaba su expresión sin perder detalle, lanzando ideas e hipótesis ambiguas con la esperanza de que alguna de ellas la hiciera reaccionar. Pero ella no mordía el anzuelo. Muy bien. A lo mejor no sabía nada. Pero eso no era óbice para que sus teorías fuesen erróneas. Podía ser que el asunto tuviera origen en un nivel superior, al que ni Gill Templer ni él tuvieran acceso.
– Jim, ¿qué es lo que tú «crees» saber de John Rebus? Puede ser importante; en serio. Podríamos interrogarte si pensamos que ocultas…
Stevens comenzó a silbar por lo bajo y a menear la cabeza.
– Sabemos que eso no vale, ¿no crees? Eso no vale.
Ella volvió a mirarle.
– Podríamos sentar un precedente -dijo.
Él se la quedó mirando. Sí, era muy capaz.
– Déjame aquí -dijo señalando a través de la ventanilla y dejando caer ceniza en la corbata.
Gill detuvo el coche y le miró mientras bajaba, pero antes de cerrar la portezuela él se inclinó hacia el interior.
– Podemos acordar un intercambio de información, si quieres. Ya sabes mi teléfono.
Sí, claro que sabía su teléfono. Él se lo había dado por escrito hacía mucho tiempo; hacía tanto que ahora vivían en mundos aparte y ella apenas le entendía. ¿Qué sabría de John? ¿Y de Michael? Mientras se dirigía a casa de Rebus pensó que tal vez allí podría averiguarlo.
John Rebus leyó unas páginas de la Biblia, pero la dejó a un lado al darse cuenta de que no se concentraba. Se puso a rezar, enfurruñado, y a continuación empezó a pasearse por el piso y a manosear objetos; era lo mismo que había hecho antes de sufrir su primera depresión, pero ahora no tenía miedo. Que pasara lo que tuviera que pasar. No le quedaba fortaleza, era un ser pasivo a merced de la voluntad de su malévolo creador.
Sonó el timbre de la puerta, pero no contestó. Que se fueran; así volvería estar a solas con su dolor y su ira impotente, sus mugrientos dominios. Volvió a sonar el timbre con mayor insistencia y, maldiciendo, fue al vestíbulo y abrió la puerta. Era Michael.
– John, he venido tan pronto como he podido -dijo.
– Mickey, ¿cómo te has enterado? -preguntó él invitándole a pasar.
– Me llamó una mujer y me explicó lo que había pasado. Es horrible, John, horrible -añadió poniéndole la mano en el hombro. Rebus, estremeciéndose, pensó en el tiempo que hacía que no sentía el contacto con un ser humano, un contacto de consuelo, fraternal-. Había dos gorilas afuera; por lo visto, te vigilan de cerca.
– Es el procedimiento -dijo Rebus.
Sería el procedimiento, pero Michael pensó que les debió de parecer sospechoso porque se abalanzaron sobre él cuando llegó. Él había desconfiado de aquella llamada telefónica, pensando en la posibilidad de que fuera una trampa. Pero, en cualquier caso, había oído por la radio la noticia del secuestro y sabía que era verdad; por eso se había puesto en camino hacia aquella leonera, aun a sabiendas de que corría el riesgo de que le mataran si se enteraban de que iba a verse con su hermano, y preguntándose si el secuestro tendría algo que ver con su propia situación. ¿Sería un aviso para ellos dos? No lo sabía, y cuando los dos gorilas se le acercaron en la penumbra de la escalera pensó que todo había acabado. Primero creyó que eran gánsters que iban a por él y resultó que eran policías dispuestos a detenerle. Pero no; era «el procedimiento».
– ¿Dices que te llamó una mujer? ¿Te acuerdas del nombre? Bueno, da igual, sé de quién se trata.
Cuando pasaron al cuarto de estar, Michael se quitó el chaquetón de borrego y sacó una botella de whisky de uno de los bolsillos.
– ¿Nos servirá de consuelo? -dijo.
– Mal no nos hará.
Rebus fue a buscar un par de vasos a la cocina mientras Michael examinaba el cuarto de estar.
– Tu piso está bien -comentó.
– Bueno, es algo grande para mí solo -replicó Rebus.
De la cocina llegó un sonido ahogado. Michael fue hacia allí y se encontró a su hermano inclinado sobre el fregadero, llorando en silencio.
– John, ya verás como todo se arreglará -dijo abrazándolo, sintiendo que le invadía una sensación de culpabilidad.
Rebus buscó en los bolsillos un pañuelo, se sonó con fuerza y se enjugó los ojos.
– No seas animal; eso es fácil de decir -replicó, sorbiendo aire por la nariz y tratando de sonreír.
Se bebieron media botella, sentados en sendos sillones y mirando en silencio las sombras del techo. Rebus tenía los ojos enrojecidos y le escocían las pestañas. Aspiraba de vez en cuando por la nariz y se la restregaba con el dorso de la mano. Para Michael era como volver a ser niños, pero con los papeles cambiados. No habían estado nunca muy unidos pero ahora el sentimiento se imponía a la realidad. Al acordarse de que John se había peleado por defenderle en un par de ocasiones, volvió a sentirse culpable y tembló un poco. Tenía que librarse de aquel negocio, aunque posiblemente estaba demasiado metido en él, y si había implicado sin querer a John… No quería ni pensarlo. Tenía que verse con su contacto y explicarle. Pero ¿cómo? No tenía su número de teléfono ni su dirección. Era siempre ÉL quien le llamaba y no al revés. Era ridículo, ahora que lo pensaba. Como una pesadilla.
– ¿Te gustó la actuación la otra noche?
Rebus hizo esfuerzos por recordar: la mujer sola y perfumada, sus dedos apretándole la garganta; la escena que había marcado el principio del fin.
– Sí, fue interesante -dijo, creyendo recordar que se había quedado dormido. Bueno, daba igual.
Volvieron a quedarse en silencio, roto sólo por los ruidos del tráfico en la calle y por los gritos distantes de algún borracho.
– Dicen que puede ser alguien que me guarda rencor -dijo por fin.
– Ah. ¿Y es así?
– No lo sé. Eso parece.
– ¿Y no sabes quién es?
Rebus sacudió la cabeza.
– Ése es el problema, Mickey. No puedo recordarlo.
Michael se enderezó en el sillón.
– ¿Qué es lo que no puedes recordar?
– Algo. No lo sé. Si lo supiera, lo recordaría, ¿no? Pero tengo una laguna, sé que es así y que hay algo que debo recordar.
– ¿Algo que hiciste tú? -preguntó Michael con interés.
Tal vez el secuestro no tenía que ver nada con él. Tal vez era por causa de otra cosa, de otra persona. Eso le animó un poco.
– Es algo del pasado, sí. Pero no puedo recordarlo -añadió Rebus restregándose la frente como si fuera una bola de cristal.
Michael metió la mano en el bolsillo.
– John, yo puedo ayudarte a recordar.
– ¿Cómo?
– Con esto -respondió Michael sosteniendo entre el pulgar y el índice una moneda de plata-. Recuerda lo que te conté. Soy capaz de conseguir que mis pacientes regresen a vidas pasadas. Debería ser fácil hacerte regresar a tu pasado real.
Ahora fue Rebus quien se incorporó en su asiento. De repente se sintió más despejado.
– Adelante, entonces -dijo-. ¿Qué tengo que hacer?
Pero en su interior una parte de su ser decía: «No, no. No quieres saberlo».
Sí quería saberlo.
Michael se acercó a él.
– Recuéstate en el sillón y ponte cómodo. No bebas más whisky. Ahora bien, ten en cuenta que no todo el mundo es vulnerable al hipnotismo. No hagas ningún esfuerzo; ninguno. Si tiene que producirse, se producirá quieras o no. Relájate, John, relájate.
Sonó el timbre de la entrada.
– No contestes -dijo Rebus, pero Michael iba ya por el pasillo. Se oyeron voces en el vestíbulo y reapareció Michael con Gill.
– Creo que fue ella quien me llamó por teléfono -dijo.
– ¿Cómo estás, John? -preguntó Gill con gesto de preocupación.
– Bien, Gill. Te presento a mi hermano Michael, el hipnotizador. Va a… eliminar ese bloqueo que tengo en mi memoria, ¿no, Michael? Tú podrías tomar notas, si quieres.
Gill miró a uno y otro, sintiéndose un poco fuera de lugar. Qué hermanos tan extraños. Eso era lo que Jim Stevens le había dicho. Llevaba dieciséis horas trabajando y ahora, sesión de hipnotismo. Pero sonrió y se encogió de hombros.
– ¿Puedo beber algo antes?
Rebus sonrió.
– Sírvete tú -dijo-. Hay whisky, whisky con agua o agua. Adelante, Mickey. Han secuestrado a Samantha, pero aún puede haber esperanza.
Michael separó un poco las piernas y se inclinó sobre Rebus. Parecía como si fuera a devorar a su hermano, mirándole fijamente a los ojos y hablándole con la boca muy cerca de él. Eso le pareció a Gill, que se sirvió whisky en un vaso. Michael alzó la moneda para que le diera la tenue luz de la bombilla de bajo voltaje que iluminaba el cuarto hasta que consiguió un reflejo que hizo incidir sobre la retina de John, produciendo una expansión y una contracción de las pupilas. Estaba casi seguro de que su hermano sería susceptible al hipnotismo. Al menos, eso era lo que él esperaba.
– John, escucha atentamente. Escucha mi voz, John. Mira esta moneda. Mira cómo brilla y gira. Mírala girar. ¿La ves girar, John? Ahora relájate y escúchame. Mira cómo gira, mira cómo brilla.
Por un instante pareció que Rebus no iba a ceder al hipnotismo. Tal vez era el vínculo familiar lo que le hacía inmune a aquella voz y a su poder de sugestión. Pero, de pronto, Michael vio que se producía un leve cambio en la mirada, un cambio imperceptible para un profano. Su padre se lo había enseñado bien. Su hermano estaba ahora en un limbo, cautivo del brillo de la moneda, transportado a donde él quisiera llevarle, había caído bajo su poder. Como de costumbre, Michael sintió un ligero estremecimiento: el del poder, un poder total e irreductible; podía hacer lo que quisiera con sus pacientes.
– Michael -musitó Gill-, pregúntele por qué dejó el ejército.
Michael tragó saliva. Sí, era una buena pregunta, una pregunta que él también quería hacerle a John.
– John -dijo-. ¿John? ¿Por qué dejaste el ejército, John? Dínoslo.
Muy despacio, como si hablara en una lengua extraña o desconocida, Rebus comenzó a explicar la historia. Gill se apresuró a sacar del bolso el bolígrafo y la libreta. Michael dio un sorbo de whisky y los dos escucharon.