QUINTA PARTE. NUDOS Y CRUCES

Capítulo 23

Cuando John Rebus volvió a la realidad después de aquel sueño tan profundo y agitado, vio que no estaba en la cama. Michael, inclinado sobre él, le sonreía irónico, y Gill paseaba de arriba abajo conteniendo las lágrimas.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó.

– Nada -contestó Michael.

En ese momento recordó que Michael le había hipnotizado.

– ¿Nada? -exclamó Gill-. ¿Nada, dices?

– John -dijo Michael-, no sabía que estabas tan resentido con el viejo y conmigo. Siento que te hiciéramos sufrir -añadió, poniendo la mano en el hombro de su hermano, «el hermano que nunca había tenido».

«Gordon, Gordon Reeve. ¿Qué ha sido de ti? Revoloteas a mi alrededor, deshecho y sucio, como el polvo de la calle que arrastra el viento. Como un hermano. Tienes a mi hija. ¿Dónde estás?»

– Oh, Dios mío -musitó Rebus bajando la cabeza y cerrando los ojos. Gill le acarició el pelo.

Amanecía y los pájaros reanudaban sus trinos. Rebus notó con alegría que su canto lo devolvía al mundo real. Le recordaba que ahí fuera había alguien que se sentía feliz. Tal vez unos amantes que se despertaban abrazados, un hombre que advertía que era un día festivo o una anciana que daba gracias a Dios por seguir viva y poder ver una vez más los primeros signos del despertar del día.

– Una noche oscura del alma -dijo tiritando-. Hace frío. Se habrá apagado el piloto.

Gill se sonó y cruzó los brazos.

– No, John, la calefacción funciona. Escucha. -Hablaba despacio, con afabilidad-, necesitamos una descripción física de ese hombre. Ya sé que será una imagen de hace quince años, pero más vale eso que nada. Tenemos que averiguar qué fue de él después de que tú… te fueses.

– Será información confidencial, si es que existe.

– Y tenemos que contarle al director todo esto -prosiguió Gill, mirando al frente, como si Rebus no hubiese dicho nada-. Tenemos que encontrar a ese bicho.

Rebus sentía una extraña quietud en la estancia, como si hubiera muerto alguien, cuando en realidad se había producido un alumbramiento: el de su memoria; el de Gordon; el de su salida de aquella celda fría e implacable; de la escena en que le volvía la espalda…

– ¿Estás seguro de que ese Reeve es el tipo a quien buscáis? -preguntó Michael sirviendo otro whisky, pero Rebus negó con la cabeza cuando le tendió el vaso.

– No, gracias. No tengo la cabeza despejada. Sí, creo que podemos estar seguros de que es él quien anda detrás de todo este asunto. Los mensajes, los nudos y cruces. Ahora todo cobra sentido. Lo tenía desde el principio. Reeve debe de pensar que soy un asno. Lleva semanas enviándome mensajes y no he sabido darme cuenta… He dejado que murieran esas niñas… Y todo por ser incapaz de afrontar… los hechos.

Gill se agachó detrás de él y le puso las manos en los hombros. John Rebus se levantó del sillón como movido por un resorte y se dio la vuelta hacia ella: «Reeve». No, era Gill, Gill. Sacudió la cabeza como disculpándose y rompió a llorar.

Gill miró a Michael, pero éste había bajado la mirada. Abrazó con fuerza a Rebus para impedir que volviera a apartarse de ella, y le susurró varias veces que era Gill, que estaba junto a él, que no era ningún fantasma del pasado. Michael reflexionaba sobre la reacción que acababa de provocar. Nunca había visto llorar a John, y volvió a asaltarle un sentimiento de culpabilidad. Tenía que acabar con aquel negocio; se mantendría alejado hasta que su proveedor se cansara de buscarle y sus clientes buscasen la droga en otra parte. Lo haría, no por John, sino por él mismo.

«Le tratábamos muy mal, es cierto -pensó-. El viejo y yo le tratábamos como a un intruso.»


* * *

Más tarde, después tomarse un café, Rebus estaba más tranquilo, pero Gill no apartaba la vista de él, preocupada y temerosa.

– No cabe duda de que ese Reeve está chiflado -dijo.

– Tal vez -comentó Rebus-. Una cosa es segura, y es que irá armado. Estará preparado para cualquier eventualidad. Fue soldado del regimiento Seaforths y miembro de los SAS, y será un hueso duro de roer.

– Tú también fuiste de los SAS, John.

– Por eso soy yo quien debe ir a por él. Hay que hacérselo comprender al jefe, Gill. Vuelvo a encargarme del caso.

Gill Templer frunció los labios.

– No creo que lo autorice -dijo.

– Pues que se joda. De todos modos, daré con ese cabrón.

– Di que sí, John -terció Michael-. Hazlo y no te preocupes de lo que puedan decir.

– Mickey-dijo Rebus-, eres el mejor hermano del mundo. Bueno, ¿hay algo para comer? Me muero de hambre.

– Y yo estoy agotado -dijo Michael, satisfecho de sí mismo-. ¿Te importa que me tumbe un par de horas antes de volver a casa?

– En absoluto. Échate en mi cama, Mickey.

– Buenas noches, Michael -añadió Gill.

Michael, sonriente, les dejó solos.


* * *

Nudos y cruces. El juego… Era tan evidente… Reeve habría pensado que era tonto, y en cierto modo lo había sido. Aquellas partidas interminables al tres en raya, los trucos y las estrategias; sus charlas sobre cristianismo… y la cruz. Dios, qué imbécil había sido, sucumbiendo a la falacia mental de que el pasado era una cascara vacía y anulando sus recuerdos. Qué imbécil.

– John, estás derramando el café.

Gill venía de la cocina con un plato de queso y tostadas. Rebus se despertó.

– Come algo. He hablado con jefatura y tenemos que estar allí dentro de dos horas. Han iniciado ya las indagaciones sobre el apellido Reeve. Lo encontraremos.

– Eso espero, Gill. Con toda mi alma.

Se abrazaron. Ella sugirió tumbarse en el sofá y así lo hicieron, fundidos en un cálido abrazo. Rebus no podía dejar de pensar si su noche oscura había sido una especie de exorcismo o si el pasado volvería a trastocar su sexualidad. Esperaba que no. Desde luego, no era el momento ni el lugar para verificarlo.

«Gordon, amigo mío, ¿qué te hice?».

Capítulo 24

Stevens era un hombre paciente. Los dos policías habían sido inflexibles. Nadie podía ver al sargento Rebus en ese momento. Stevens regresó al periódico, trabajó en un artículo para la siguiente edición y después volvió a casa de Rebus. En el piso seguían las luces encendidas, pero había dos nuevos gorilas ante el portal. Stevens aparcó frente a la casa y encendió otro cigarrillo. Todo cuadraba perfectamente. Los dos hilos se juntaban en una sola hebra. Había cierta relación entre los asesinatos y el tráfico de drogas, y, al parecer, Rebus era la clave. ¿De qué estarían hablando los dos hermanos? Tal vez de un plan para salir del apuro. Dios, en aquel momento habría dado cualquier cosa por ser una mosca dentro de aquel cuarto de estar. Sabía de periodistas de Londres que utilizaban lo último en tecnología -interceptar teléfonos, micrófonos ultrasensibles, incluso en el auricular- y se preguntó si valdría la pena gastarse un dinero en disponer de esos medios técnicos.

Se formuló mentalmente nuevas hipótesis, con cientos de variantes. Si los delincuentes del mundo de la droga de Edimburgo habían recurrido al secuestro y el asesinato para asustar a alguien, eso significaba que las cosas se habían puesto muy feas, desde luego, y él, Jim Stevens, tendría que ir con pies de plomo. Pero Big Podeen no sabía nada. Podría ser que hubiese entrado en juego una banda nueva con nuevas reglas. Lo cual degeneraría en guerra de gánsters al estilo de Glasgow. Pero ahora ya no se hacían así las cosas. Quién sabe.

Pensando en todo aquello, Stevens se mantenía despierto y alerta, tomando notas en la libreta y con la radio puesta para escuchar las noticias cada media hora: la hija de un policía era la última víctima del asesino de niñas de Edimburgo, que en el último secuestro había estrangulado a un hombre en casa de la madre de la niña, etcétera, etcétera. Stevens continuó elucubrando y haciendo especulaciones.

No habían dicho que los asesinatos estuvieran relacionados con Rebus; la policía no iba a revelar ese dato, ni siquiera a Jim Stevens.


* * *

A las siete y media, Stevens consiguió sobornar a un repartidor de periódicos para que le trajera panecillos y leche de una tienda cercana, y se los comió acompañándolos con tragos de leche. Aunque tenía puesta la calefacción del coche, estaba aterido, pero poseía la tenacidad -alguien lo llamaría locura o fanatismo- del buen periodista. Durante su guardia vio llegar a otros reporteros, pero los gorilas los alejaban de allí. Un par de ellos, al verle sentado en el coche, se acercaron para charlar y ver si podían descubrir alguna pista, pero él escondió la libreta y les dijo con fingido desinterés que estaba a punto de irse a casa. Era mentira, una condenada mentira.

Formaba parte de la profesión. Ahora salían por fin de la casa. Había algunos micrófonos y cámaras, naturalmente, pero sin acosos ni tumulto; por un lado, se trataba de un padre que había perdido a su hija y, por otro, era policía. Nadie iba a acosarle.

Stevens vio a Gill Templer y a Rebus subir a un Rover de la policía con el motor en marcha. Observó los rostros: el de Rebus, pálido; era de esperar. Pero, además, su mirada era sombría, y sus labios formaban una fina línea de particular gravedad. Ese detalle le preocupó: era como si aquel hombre hubiera resuelto emprender una guerra. Joder. En cuanto a Gill Templer, parecía ofuscada, más aún que Rebus; tenía los ojos enrojecidos y en su aspecto había también algo fuera de lo normal. Algo extraño estaba pasando. Era evidente para cualquier periodista que se preciara y supiera lo que buscaba. Stevens se mordió el labio. Necesitaba más datos. Aquella historia era como una droga y él necesitaba cada vez mayores dosis. Y tuvo que admitir, con cierta sorpresa, que el motivo por el cual necesitaba esas dosis no era el trabajo, sino su propia curiosidad. Rebus le intrigaba y Gill Templer, por supuesto, le interesaba.

Y Michael Rebus…

Michael Rebus no había salido del piso. Vio que el circo se alejaba; el Rover doblaba al final de la tranquila Marchmont Street, pero los gorilas seguían en la puerta. Éstos eran el nuevo relevo. Stevens encendió un cigarrillo. Podría intentarlo. Volvió al coche, lo cerró y, mientras daba una vuelta a la manzana, urdió un plan.


* * *

– Perdone, señor, ¿vive usted aquí?

– ¡Claro que vivo aquí! ¿A qué viene esto? Voy a acostarme.

– ¿Ha tenido una noche dura, señor?

El hombre ojeroso agitó ante el policía tres bolsas de papel con panecillos.

– Soy panadero y acabo de terminar mi turno. Si me hace el favor…

– ¿Cómo se llama, señor?

Fingiendo que se dirigía hacia la puerta, Stevens logró leer uno de los apellidos escritos junto al portero automático.

– Laidlaw -dijo-. Jim Laidlaw.

El agente miró en la lista de nombres de los vecinos que tenía en la mano.

– Muy bien, señor. Y perdón por la molestia.

– ¿Qué es lo que ocurre?

– Ya se enterará, señor. Buenas noches.

Aún quedaba otro obstáculo, y Stevens sabía que, por mucha astucia que emplease, si la puerta estaba cerrada no habría nada que hacer y descubrirían su juego. La empujó discretamente y vio que cedía. No habían echado la llave. La suerte le sonreía.

Nada más entrar en el portal tiró los panecillos y planeó otro truco mientras subía los dos tramos de escalera hasta el piso de Rebus. Allí olía a meados de gato. Se detuvo ante la puerta de Rebus para recobrar el aliento, en parte porque no estaba en forma, pero también porque le dominaba la emoción. Hacía años que no se sentía así. Era algo sensacional, y pensó que aquel día todo le iba a salir bien. Pulsó el timbre con ganas.

Michael Rebus abrió la puerta, bostezando y con cara de sueño. Por fin se encontraban cara a cara. Stevens, con un movimiento le mostró un carné sin darle tiempo a leerlo; era el carné de un club de billar a nombre de James Stevens.

– Señor, soy el inspector Stevens. Siento haberle sacado de la cama -dijo guardando la tarjeta-. Su hermano nos previno de que seguramente estaría durmiendo, pero decidí subir, de todos modos. ¿Puedo pasar? Serán sólo un par de preguntas, señor. Seré breve.


* * *

Los dos policías pateaban el suelo con los pies helados, a pesar de los calcetines térmicos y de que ya estaban a principios de verano. Mientras esperaban con impaciencia el relevo hablaban del secuestro, comentando el asesinato del hijo de un inspector jefe, se abrió la puerta a sus espaldas.

– ¿Aún siguen aquí? Me ha dicho mi mujer que todavía estaban en la puerta, pero no me lo creía. ¿Desde anoche? ¿Qué es lo que pasa?

Era un anciano, en zapatillas pero con un grueso abrigo de invierno. Iba mal afeitado y había perdido u olvidado la parte inferior de la dentadura postiza. Cruzó la puerta encasquetándose un gorro en su cabeza calva.

– Nada que pueda preocuparle, señor. Seguro que pronto lo sabrá.

– Ah, sí, muy bien. Sólo voy a por el periódico y la leche. Generalmente tomamos tostadas para el desayuno, pero no sé quién demonios habrá tirado media docena de panecillos en el portal, y si nadie los quiere, pues bienvenidos sean.

Sonrió mostrando la encía inferior, rosada y huera.

– ¿Quieren algo de la tienda?

Los dos agentes, sin decir nada, se miraron con suspicacia y alarma.

– Sube ahora mismo -dijo finalmente uno de ellos-. ¿Cómo se llama, señor?

El viejo contestó muy estirado, como un excombatiente:

– Jock Laidlaw, para servirle.


* * *

Stevens tomaba un café solo. Se sentía agradecido, porque hacía horas que no ingería nada caliente. Sentado en el cuarto de estar, recorría la habitación con la mirada.

– Me alegro de que me haya despertado -dijo Michael Rebus-, porque tengo que volver a casa.

«Ya me lo imagino -pensó Stevens-. Ya me lo imagino.» Rebus estaba más tranquilo de lo que él esperaba. Relajado, descansado y despreocupado. «Vaya, vaya.»

– Señor Rebus, voy a hacerle unas preguntas, como le dije.

Michael Rebus tomó asiento, cruzó las piernas y dio un sorbo de café.

– Adelante.

Stevens sacó la libreta.

– Su hermano ha sufrido una fuerte conmoción.

– Sí.

– ¿Cree usted que la superará?

– Sí.

Stevens fingió tomar nota.

– Por cierto, ¿ha pasado buena noche? ¿Durmió bien?

– Bueno, no hemos dormido mucho ninguno de nosotros. Estoy seguro de que John no ha pegado ojo -contestó Michael frunciendo el entrecejo-. Oiga, ¿a qué viene esto?

– Es simple rutina, señor Rebus. Compréndalo usted. Necesitamos recoger datos de todos los involucrados para resolver el caso.

– Pero ya está resuelto, ¿no?

A Stevens le saltó el corazón en el pecho.

– ¿Ah, sí? -dijo casi sin querer.

– Ah, ¿no lo sabe?

– Sí, claro que sí, pero tenemos que recabar todos los datos…

– De los involucrados. Sí, acaba de decirlo. Escuche, ¿me enseña otra vez el carné? No es por nada.

Se oyó el sonido de una llave en la cerradura.

«Dios -pensó Stevens-, ya están aquí.»

– Escuche -dijo entre dientes-, sabemos lo del trapicheo de drogas. ¡Díganos quién está detrás de ello o se pasará cien años entre rejas, amigo!

El rostro de Michael adquirió un tono azulado antes de volverse lívido. Abrió la boca como si fuera a decir una palabra, la palabra que Stevens esperaba.

Pero en aquel momento entró uno de los gorilas y arrancó al periodista del asiento.

– ¡Aún no me he acabado el café! -protestó Stevens.

– Suerte tiene de que no le parta esa cara tan dura, amigo -replicó el agente.

Michael Rebus se puso en pie sin decir palabra.

– ¡Dígame un nombre! -exclamó Stevens-. ¡Un nombre! ¡Saldrá todo en primera página si no colabora, amigo! ¡Deme un nombre!

Siguió gritando por el pasillo y por la escalera hasta el portal.

– Está bien, ya me voy -dijo finalmente, desasiéndose del policía-. Ya me voy. Habéis sido un poco negligentes, muchachos. Por esta vez me lo callaré, pero la próxima ya veremos.

– ¡Lárguese de aquí! -dijo uno de los gorilas.

No tuvo más remedio que hacerlo. Stevens subió a su coche más frustrado que nunca. Dios, había estado a punto de enterarse. ¿Qué había querido decir el hipnotizador con aquello de que el caso estaba resuelto? ¿Sería cierto? Si así era, quería conocer todos los detalles. No estaba acostumbrado a ir a remolque de los acontecimientos; era él quien se adelantaba a ellos. No estaba acostumbrado a aquello, y no le hacía ninguna gracia.

Pero se lo estaba pasando bien.

Si era cierto que el caso estaba resuelto, le quedaba poco tiempo. No había podido sacarle lo que quería al hermano menor, y tendría que ir a por al otro. Se imaginaba dónde estaría Rebus. Aquel día su intuición funcionaba a toda máquina. Se sentía inspirado.

Capítulo 25

– Bien, John, todo esto me suena increíblemente fantástico, pero tal vez exista una posibilidad. Desde luego, es la mejor pista que tenemos, aunque me cuesta concebir que alguien sienta tanto rencor como para matar a cuatro niñas inocentes sólo para darle a usted la clave de la víctima final.

El director Wallace miró sucesivamente a Rebus y a Gill Templer y viceversa, y después a Anderson, que estaba sentado a la izquierda de Rebus. Wallace tenía las manos en la mesa, quietas como dos pescados muertos, con un bolígrafo delante. Era un despacho espacioso y ordenado, un oasis inviolable. Allí se resolvían los problemas y se tomaban siempre las decisiones correctas.

– Ahora el problema principal es localizar a ese hombre. Si damos publicidad a esta historia podemos asustarlo y poner en peligro la vida de su hija. Por otro lado, un llamamiento público podría ser el modo más rápido de dar con él.

– ¡Pero no se puede…!

Gill Templer estaba a punto de explotar en aquel tranquilo despacho, pero Wallace la hizo callar con un gesto.

– Sólo estoy reflexionando sobre la fase actual del caso, inspectora Templer, considerando nuestras posibilidades.

Anderson permanecía callado como un muerto, con la vista en el suelo. Ahora estaba de baja oficial y de luto, pero se había empeñado en seguir de cerca el caso y el director había dado su consentimiento.

– Usted, John, por supuesto, no puede seguir trabajando en el caso -dijo Wallace.

Rebus se puso en pie.

– Siéntese, John, haga el favor. -El director le miraba con firmeza y sinceridad, con ojos de auténtico policía de la vieja escuela. Rebus volvió a sentarse-. Bien, sé cómo debe sentirse, lo crea o no. Pero este asunto es de suma importancia para todos nosotros. Usted está demasiado implicado para trabajar con objetividad, y la opinión pública rechazaría una actuación irregular del cuerpo. Compréndalo.

– Lo único que comprendo es que, si no intervengo, Reeve no se detendrá ante nada. Es a mí a quien busca.

– Exacto. ¿Vamos a ser tan idiotas como para entregárselo en bandeja? Haremos cuanto podamos, igual que haría usted. Deje que nos ocupemos nosotros.

– El ejército no le revelará nada, puede estar seguro.

– Tendrán que hacerlo -replicó Wallace jugueteando con el bolígrafo como si estuviera en la mesa para eso-. En definitiva, su jefe es el mismo que el nuestro. Tendrán que revelarlo.

Rebus negó con la cabeza.

– Ellos hacen su propia ley. Los SAS son casi independientes del ejército. Si no quieren revelar nada, créame, no le dirán nada. Nada de nada -espetó golpeando la mesa con la mano.

– John.

Gill le apretó el hombro para que se calmase. Ella también se sentía furiosa, pero sabía cuándo tenía que contenerse y transmitir exclusivamente con la mirada la rabia y la disconformidad. Para Rebus la acción era ahora lo único que contaba. Había estado demasiado tiempo alejado de la realidad.

Se levantó de la silla como poseído por una furia casi inhumana y salió del despacho. El director miró a Gill.

– Queda apartado del caso, Gill. Tiene que hacérselo comprender. Tengo entendido que usted-hizo una pausa para abrir y cerrar un cajón-, que ustedes dos se entienden bien. Bueno, así se decía en mis tiempos… Tal vez usted pueda hacerle comprender la situación. Atraparemos a ese hombre, pero sin darle ninguna posibilidad de venganza a Rebus. -Wallace miró hacia Anderson, y éste le devolvió la mirada con sequedad-. No puede haber interferencias personales -repitió-. Y menos en Edimburgo. ¿Qué pensarían los turistas? -añadió esbozando una sonrisa despectiva, y miró sucesivamente a Anderson y a Gill antes de levantarse-. Esto se está convirtiendo en algo demasiado…

– ¿Interno? -aventuró Gill.

– Iba a decir incestuoso. Figúrese, el inspector jefe Anderson, su hijo y la mujer de Rebus, usted y Rebus, Rebus y ese Reeve, Reeve y la hija de Rebus… Espero que no se entere la prensa. Usted será responsable de que no trascienda y de sancionar cualquier filtración. ¿Está claro?

Gill Templer asintió con la cabeza, conteniendo un súbito bostezo.

– Muy bien -dijo el director-. Por favor, ocúpese de que el inspector jefe Anderson vuelva a su casa sin contratiempos -añadió señalando con la barbilla a Anderson.


* * *

William Anderson, sentado en el asiento trasero del coche, repasaba mentalmente su lista de informadores y amigos. Conocía a un par de personas que podrían informarle sobre los SAS. No cabía duda de que un asunto como el caso Rebus-Reeve no podía ser absolutamente silenciado, aunque lo hubieran expurgado del archivo. Algunos soldados se habrían enterado; radio macuto existe en todas partes, y sobre todo donde menos te lo esperas. Tendría que apretar algunas tuercas y gastar algunas libras para untar a alguien, pero localizaría a aquel cabrón aunque fuese lo último que hiciera en este mundo.

O iría con Rebus.

Rebus salió de jefatura por una puerta lateral, tal como esperaba Stevens, y éste le siguió después de ver que parecía destrozado y que echaba a andar con paso airado. ¿Qué estaba ocurriendo? Mientras no perdiera de vista a Rebus, estaba seguro de que acabaría enterándose, y no cabía duda de que prometía ser algo sensacional. Stevens miraba hacia atrás de vez en cuando, pero no parecía que nadie siguiera a Rebus. Al menos, nadie de la policía. Le resultaba extraño que lo dejasen solo, sin pensar en lo que podría ser capaz de hacer un hombre a quien han secuestrado a su hija. Stevens ansiaba desentrañar la trama: creía que Rebus le conduciría directamente hasta los capos de la nueva red de drogas. Si un hermano no le había servido, le serviría el otro.


* * *

«Era como un hermano para mí, y yo para él.» ¿Qué ocurrió? En el fondo de su corazón sabía que la culpa era suya. El origen de todo aquello era el método. La reclusión, la presión al límite y la fase final de juntarlos. Aquella fase había sido un fracaso, claro. Eran dos hombres destrozados, cada uno a su manera. Pero eso no le impediría arrancarle la cabeza a Reeve. Nada ni nadie le detendría. Pero primero tenía que encontrarlo, y no se le ocurría ni por dónde empezar. Sentía que Edimburgo se le caía encima con todo su peso histórico, aniquilándole. Disidencia, racionalismo, ilustración: Edimburgo sobresalía en los tres aspectos. A él también le iban a hacer falta. Tenía que trabajar por su cuenta y rápido, pero metódicamente, aplicando el ingenio y todo lo que estuviera en su mano. Pero, sobre todo, necesitaba instinto.

Al cabo de cinco minutos se percató de que le seguían y se le erizó el vello de la nuca. No se trataba del típico seguimiento policial. Eso habría sido más difícil de detectar. Pero sí… y tan cerca… Se detuvo en una parada de autobús y se dio la vuelta, como si comprobase si llegaba el autobús. Y lo vio esconderse en un portal. No era Gordon Reeve; era aquel maldito periodista.

Su corazón volvió a latir acompasadamente, pero ya le hormigueaba la adrenalina azuzándole a echar a correr por un camino largo y angosto, de cara al viento más fuerte que cupiera imaginar. En aquel momento, un autobús dobló la esquina y se subió a él.

Por la ventanilla trasera vio al periodista salir del portal y hacer señas desesperadamente a un taxi. No tenía tiempo de preocuparse de aquel hombre. Tenía cosas más importantes en qué pensar: cómo demonios podría dar con Reeve. Le obsesionaba la posibilidad de que Reeve lo encontrase antes a él. No tendría que buscarlo. Y, en cierto modo, aquello era lo que más miedo le daba.


* * *

Gill Templer no pudo encontrar a Rebus. Había desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra. Llamó por teléfono, indagó, preguntó e hizo todo cuanto un buen policía debe hacer, pero lo cierto era que Rebus no sólo era buen policía sino que había sido además uno de los mejores soldados entrenados por los SAS. Podría estar escondido bajo sus pies, bajo la mesa o en su armario y ella no sería capaz de descubrirlo. Y seguía ocultándose.

Gill suponía que Rebus se ocultaba porque estaba actuando, con rapidez y metódicamente, por las calles y bares de Edimburgo en busca de su presa y a sabiendas de que si la encontraba, la presa se tornaría cazador.

Pero Gill no se daba por vencida. Se estremecía a veces, al pensar en el triste y atroz pasado de su amante y en la mentalidad de quienes habían decidido someterles a aquel entrenamiento. Pobre John. ¿Qué habría hecho ella en su lugar? Salir de aquella celda sin pensarlo dos veces y sin mirar atrás, igual que él. Pero también se habría sentido culpable; igual que él, y lo habría relegado todo al olvido, como una cicatriz invisible.

¿Por qué los hombres de su vida tenían que ser siempre unos tipos tan complicados y enrevesados? ¿Es qué sólo atraía a tíos tarados? Hubiera sido para reírse, de no haber estado Samantha por medio, y eso no tenía ninguna gracia. ¿Por dónde empezar a buscar una aguja en un pajar? Recordó las palabras del director Wallace: «Tienen el mismo jefe que nosotros». Valía la pena sopesar las implicaciones de esa afirmación. Si dependían del mismo jefe, quizá por ese lado podrían actuar de forma encubierta, ahora que la horrorosa y antigua verdad enterrada amenazaba con salir a la superficie. Si aquello trascendía a la prensa se armaría un buen follón. Tal vez estarían dispuestos a colaborar para que no trascendiese. Tal vez querrían hacer callar a Rebus. Dios mío, ¿y si querían silenciar a Rebus? Eso significaría silenciar a Anderson y a ella misma. Sobornos o una limpieza general. No, tendría que andarse con mucho cuidado. Un paso en falso podía traducirse en su baja del cuerpo, y eso sí que no. Había que hacer justicia. Sin patrañas. Al Jefe, fuese quien fuese e independientemente de lo que significara ese término, no le iba a gustar. Tenía que descubrir la verdad o aquello se convertiría en una farsa y ellos en unos peleles.

¿Y sus sentimientos hacia John Rebus, de quien todos estaban pendientes? No sabía qué pensar, pero seguía inquietándole la posibilidad de que, por absurdo que pareciese, John fuera la causa y no Reeve: que él mismo se enviara las notas y que los celos lo hubieran impulsado a matar al amante de su mujer; y que mantuviera a su hija oculta en algún lugar como aquel cuarto cerrado.

No quería ni pensarlo, pero, considerando hasta donde habían llegado las cosas, Gill pensaba en esa posibilidad, y no a la ligera. Sin embargo, acabó descartándola. Lo hizo por la mera circunstancia de que había hecho el amor con John Rebus y él le había abierto su alma, le había apretado la mano bajo la manta en el hospital. ¿Un hombre que tiene algo que ocultar iba a liarse con una policía? No, no era verosímil.

Pero era una posibilidad entre otras. Empezaba a dolerle la cabeza. ¿Dónde demonios andaría John? ¿Y si Reeve lo encontraba antes de que ellos encontraran a Reeve? Si John Rebus era un blanco en movimiento para su enemigo, ¿no era una locura que anduviera por ahí solo? Era una idiotez. Había sido una idiotez dejarle marchar del despacho, salir del edificio y esfumarse. Mierda. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa.

Capítulo 26

John Rebus recorría la jungla urbana, esa jungla que los turistas nunca ven porque están muy entretenidos en fotografiar esos templos de antiguo esplendor que ya son sólo sombras del pasado. La jungla se cerraba implacable sobre los turistas sin que la vieran, como una fuerza natural, la fuerza del deterioro y la destrucción.

Edimburgo no es más que una ronda tranquila, decían sus colegas de la costa oeste. Sal una noche por Patrick y ya me dirás. Pero Rebus no pensaba igual. Sabía que en Edimburgo todo era apariencia, y eso hacía que los delitos fuesen más difíciles de detectar, no por ello menos reales. Edimburgo era una ciudad esquizofrénica, la tierra natal del doctor Jekyll y mister Hyde, por supuesto, de Deacon Brodie, y la cuna de los abrigos de pieles sin bragas debajo (como decían en el oeste). Pero también era una ciudad pequeña, para ventaja de Rebus.

Buscó por los tugurios de matones bebedores y en los polígonos de bloques de apartamentos donde reinaban la heroína y el paro, porque sabía que en algún rincón de aquel terreno anónimo podía ocultarse y pasar desapercibido un tipo duro. Intentaba ponerse en la piel de Gordon Reeve, un hombre que tantas veces había cambiado de piel, pero tenía que admitir que se encontraba más alejado que nunca de aquel loco y mortífero hermano de sangre. Si él le había vuelto la espalda a Reeve antes, ahora era Reeve quien no se dejaba ver. Tal vez le enviaría otra nota, otro acertijo burlón. «Oh, Sammy, Sammy. Dios bendito, que no muera, por favor.»

Gordon Reeve se había esfumado del mundo de Rebus. Era como si flotase por encima de él, regocijándose por su recién adquirido poder. Quince años había tardado en montar su treta. Pero, Dios mío, qué treta. Quince años en los que probablemente habría cambiado de nombre y de aspecto y habría tenido tiempo de indagar en la vida de Rebus. ¿Desde cuándo lo habría tenido en el punto de mira, vigilándole con odio mientras planeaba su venganza? Todas aquellas ocasiones en que había sentido aquel escalofrío, cuando llamaban por teléfono y colgaban sin hablar al otro extremo de la línea, todas aquellas casualidades nimias rápidamente olvidadas… Y Reeve sonriente en la sombra, como un pequeño dios rigiendo su destino. Rebus entró temblando en un pub y pidió un whisky triple.

– Aquí los servimos de un cuarto de pinta, ¿seguro que lo quiere triple?

– Seguro.

Qué demonios. Daba igual. Si había un Dios dando vueltas en los cielos e inclinándose para atender a sus criaturas, era una extraña atención la que les concedía. Miró a su alrededor y vio una escena deplorable: viejos sentados ante media pinta de cerveza mirando al vacío hacia a la puerta. ¿Se preguntaban qué habría ahí fuera? ¿O tal vez temían que lo que hubiera ahí fuera irrumpiera algún día en el local y se abalanzara sobre los oscuros rincones desde donde ellos miraban temerosos, poseído por la furia de algún monstruo del Antiguo Testamento, de un gigante o de un diluvio devastador? Rebus no podía ver lo que había ante sus ojos, del mismo modo que sus ojos no veían nada a su espalda. Aquel atributo de no compartir los sufrimientos ajenos era lo que mantenía en marcha a toda la humanidad centrada en el «yo», ignorando a los mendigos que tiritaban de frío con los brazos cruzados. Rebus, rogaba a aquel extraño Dios que le permitiera encontrar a Reeve y explicarse ante el loco. Pero Dios no contestaba y en el televisor atronaba un banal concurso.

– Contra el imperialismo, contra el racismo.

Una joven con chaqueta de imitación de cuero y gafitas redondas estaba de pie detrás de él. Se dio la vuelta hacia ella. Llevaba una cazoleta petitoria en una mano y en la otra un montón de periódicos.

– Contra el imperialismo, contra el racismo.

– Y que lo digas. -Sentía ya el alcohol hormigueándole en los músculos maxilares, liberándolos de su rigidez-. ¿De dónde eres?

– Del Partido Revolucionario de los Trabajadores. La única manera de aplastar el sistema imperialista y el racismo es la unidad de los trabajadores. El racismo es la base de la represión.

– ¿Ah, sí? ¿No estás mezclando dos temas distintos, guapa?

La muchacha se encrespó, dispuesta a discutir. Siempre lo estaban.

– Los dos son inseparables. El capitalismo se construyó sobre el trabajo de los esclavos y se mantiene gracias al trabajo de los esclavos.

– No me pareces tú muy esclava, guapa. ¿De dónde es ese acento que tienes? ¿De Cheltenham?

– Mi padre era un esclavo de la ideología capitalista y no sabía lo que hacía.

– ¿Quieres decir que te envió a un colegio caro?

Ahora estaba furiosa. Rebus encendió un cigarrillo y le ofreció otro, pero ella sacudió la cabeza. Porque era un producto capitalista, se dijo Rebus, y los esclavos recolectan la hoja en Sudamérica. Era bastante guapa y tendría dieciocho o diecinueve años. Calzaba unos extraños zapatos Victorianos de puntera estrecha y una falda recta de tubo negra, el color de la disidencia. Él estaba totalmente a favor de la disidencia.

– Supongo que eres estudiante.

– Sí -contestó ella inquieta, calculando acertadamente quién iba a contribuir a la causa y quién no. Aquél no.

– ¿En la Universidad de Edimburgo?

– Sí.

– ¿Y qué estudias?

– Literatura y política.

– ¿Literatura? ¿Conoces a un tal Eiser? Da clases allí.

Ella asintió con la cabeza.

– Es un viejo fascista -dijo la muchacha-. Su teoría sobre la lectura es propaganda derechista para dar gato por liebre al proletariado.

Rebus asintió con la cabeza.

– ¿De qué partido dijiste que eras?

– Del Partido Revolucionario de los Trabajadores.

– Pero tú eres estudiante, ¿no? No eres trabajadora ni proletaria, a juzgar por tu modo de hablar. -La muchacha estaba roja y lanzaba fuego con la mirada. Si estallaba la revolución, Rebus sería el primero en ir al paredón. Pero a él aún le quedaba por jugar su mejor carta-. En realidad, estás infringiendo la Ley de Comercio, ¿sabes? ¿Y esa cazoleta? ¿Tienes licencia de la autoridad para recoger dinero en ella?

Era un platillo petitorio viejo con la marca de procedencia borrada, de esos que se usan el día de homenaje a los caídos en las dos guerras mundiales. Pero hoy no era ese día.

– ¿Es policía?

– Exacto, guapa. ¿Tienes esa licencia? Porque si no, tendré que detenerte.

– ¡Poli de mierda!

Tomándoselo como triunfal réplica final, la muchacha dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta. Rebus, conteniendo la risa, apuró el whisky. Pobre chica. Ya cambiaría. Su idealismo se desvanecería en cuanto viese la hipocresía del juego y descubriera los lujos que brinda la vida fuera de la universidad. En cuanto acabara la carrera lo querría todo: un trabajo de ejecutiva en Londres, un piso, coche, sueldo, vinaterías. Y prescindiría de su idealismo para acceder a un trozo del pastel. Ahora no lo entendería; la universidad era para eso, y todos pensaban que podían cambiar el mundo en cuanto salían de la órbita familiar. Él también había sido un idealista. Había creído que regresaría del ejército con un montón de medallas y una lista de menciones, pero no fue así. Resignado, estaba a punto de marcharse de allí cuando, desde unos dos o tres taburetes de distancia, una voz se dirigió a él:

– Eso no cura nada, ¿verdad, hijo?

Una vieja bruja desdentada le había obsequiado con esas perlas de sabiduría. Rebus miró aquella lengua dislocada en una boca cavernosa.

– No -dijo mientras pagaba al camarero, y éste le dio las gracias con una sonrisa que dejó al descubierto sus dientes verdosos. Rebus oía la televisión, el tintineo de la caja registradora, las conversaciones a voces de los viejos, pero a todo aquel bullicio se superponía otro runrún tenue y claro, más real para él que ningún otro.

El grito de Gordon Reeve:

«¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!».

Pero esta vez no sintió vértigo, no le entró pánico ni echó a correr. Hizo frente al sonido y dejó que afirmara sus razones, que calara en él. No volvería a escabullirse de aquel recuerdo.

– La bebida nunca cura nada -prosiguió su demonio personal-. Aquí donde me ve, yo antes vivía contenta como la que más, pero al morir mi marido quedé destrozada. ¿Me comprende, hijo? Y para mí, la bebida fue un consuelo, o eso creía. Pero es una trampa que juega contigo. Te pasas el día sentado sin hacer nada más que beber mientras la vida pasa a tu lado.

Tenía razón. ¿Cómo podía estar allí sentado soplándose un whisky y dándole vueltas a sus penas, cuando la vida de su hija pendía de un hilo? Debía de estar loco; otra vez había perdido el sentido de la realidad. Tenía que aferrarse a cualquier posibilidad, por ínfima que fuera. Podía rezar otra vez, pero eso sólo le alejaría más de los crudos hechos, y ahora perseguía hechos concretos, no sueños. Andaba tras el hecho de que un loco había surgido del armario de sus pesadillas, se había infiltrado en su mundo y le había arrebatado a su hija. ¿No era como un cuento de hadas? Mejor: así podría tener un final feliz.

– Tiene razón, encanto -dijo, y, cuando ya estaba a punto de irse, señaló el vaso vacío-. ¿Quiere otra?

Ella le miró con sus ojos legañosos y asintió torpemente con la barbilla.

– Sírvale una copa a la señora de lo que esté tomando -dijo Rebus al camarero de los dientes verdosos, y dejó unas monedas sobre el mostrador-. Y devuélvale el cambio -añadió antes de abandonar el bar.

– Necesito hablar, y creo que usted también.

Frente a la puerta del local, Stevens encendió un cigarrillo con gesto bastante melodramático, ajuicio de Rebus. Su cutis era casi amarillo bajo el alumbrado urbano, como si la piel apenas recubriera su cráneo.

– ¿Podemos hablar? -insistió el periodista, guardando el encendedor en el bolsillo.

Tenía el pelo rubio despeinado, iba sin afeitar y tenía aspecto de estar pasando frío y hambre.

Pero era todo energía por dentro.

– Me tiene hecho un lío, señor Rebus. ¿Puedo llamarle John?

– Escuche, Stevens, ya sabe lo que hay. Yo ya tengo bastante con lo mío.

Rebus intentó proseguir su camino, pero Stevens le agarró del brazo.

– No, no lo sé todo; me falta el final. Es como si me hubieran expulsado a mitad del partido.

– ¿Qué quiere decir?

– Usted sabe exactamente quién está detrás de todo esto, ¿verdad? Claro que lo sabe, y sus superiores también. ¿A que sí? ¿Les ha dicho toda la verdad y nada más que la verdad, John? ¿Les ha contado lo de Michael?

– ¿Qué pasa con Michael?

– Oh, vamos -replicó Stevens, cambiando el peso de un pie a otro y alzando la vista hacia los bloques de apartamentos cuya silueta se perfilaba en el atardecer. Contenía la risa, tiritando, y Rebus recordó haberle visto en la fiesta hacer aquella extraña mueca-. ¿Dónde podemos hablar? -añadió el periodista-. ¿En el pub? ¿O hay alguien ahí dentro que no quiere que le vea?

– Stevens, está chiflado. Lo digo en serio. Váyase a casa, duerma un poco, coma, tome un baño y déjeme de una puta vez. ¿De acuerdo?

– O si no, ¿qué? ¿Hará que ese capo amigo de su hermano me dé una paliza? Escuche, Rebus, se acabó el juego. Estoy al corriente del asunto, pero me faltan detalles, y sería mejor que sea mi amigo en vez de mi enemigo. No me tome por tonto. Yo sé que no es tan poco inteligente como para pensarlo. No me falle.

«No me falles.»

– Al fin y al cabo, han secuestrado a su hija y necesita mi ayuda. Yo tengo amigos por todas partes. Tenemos que unir nuestras fuerzas.

Rebus, sin entender nada, negó con la cabeza.

– No tengo ni la menor idea de lo que está diciendo, Stevens. Haga el favor de irse a casa.

Jim Stevens suspiró y sacudió la cabeza entristecido. Tiró el cigarrillo al suelo y lo aplastó brutalmente con el zapato haciendo saltar chispas.

– Bueno, John, pues lo siento, de verdad. Michael pasará un buen tiempo a la sombra por las pruebas que tengo contra él.

– ¿Pruebas? ¿De qué?

– De tráfico de drogas, por supuesto.

Stevens no vio llegar el golpe, pero tampoco le habría servido de nada porque fue un gancho lateral bajo que le alcanzó en el estómago. El periodista dio un resoplido y cayó de rodillas.

– ¡Miente!

Stevens tosió y tosió, como si hubiese llegado al final de una carrera. Aspiraba aire, de rodillas, con los brazos recogidos sobre el vientre.

– Si se empeña, John, pero es la verdad -replicó alzando la vista-. ¿Va a decirme que no sabe nada, sinceramente? ¿Nada de nada?

– Stevens, más vale que me dé una prueba o se la va a cargar.

Stevens no se esperaba aquello en absoluto.

– Está bien -dijo-. Esto cambia las cosas. Dios, necesito un trago. ¿Me acompaña? Creo que ahora sí que deberíamos hablar, ¿no le parece? No le entretendré mucho, pero creo que debe saberlo.

Al pensar retrospectivamente en ello, Rebus comprendió que, de un modo inconsciente, lo sabía. Aquel día, el día del aniversario del viejo, cuando fue a visitar la tumba de su padre bajo la lluvia y luego a casa de Mickey, había notado aquel olor a manzanas caramelizadas en el cuarto de estar. Ahora sabía lo que era. Ya lo había pensado en aquel momento, pero no prestó atención. Dios bendito. Sintió que su mundo se hundía en un cenagal de locura. Esperaba que pronto hubiera una tregua, porque no iba a poder soportarlo.

Manzanas caramelizadas, cuentos de hadas, Sammy, Sammy, Sammy. A veces era imposible soportar la realidad, cuando ésta era tan aplastante. Necesitaba un escudo protector. El escudo de una tregua, el olvido. Reír y olvidar.

– Ésta la pago yo -dijo Rebus, recobrando la calma.

Gill Templer sabía lo que siempre había sabido: el asesino seguía una pauta para elegir a sus víctimas. Por lo tanto, había tenido acceso a sus nombres antes de secuestrarlas. Eso significaba que las cuatro niñas tenían algo en común, algo que le permitió a Reeve seleccionarlas. ¿Qué? Lo habían comprobado todo: tenían algunos gustos comunes: baloncesto, música pop y libros.

Baloncesto, música pop y libros.

Baloncesto, música pop y libros.

Eso implicaba indagar entre los entrenadores de baloncesto (no, descartado: eran todas féminas), empleados de tiendas de discos, pinchadiscos, dependientes de librerías y bibliotecarios. Bibliotecas.

Bibliotecas.

Rebus le contaba historias a Reeve. Samantha iba a la biblioteca central. Y las otras niñas, a veces, también. A una de ellas la habían visto subir por el Mound hacia la biblioteca el día que desapareció.

Pero Jack Morton ya había indagado en la biblioteca. Un empleado tenía un Ford Escort azul, pero habían descartado a aquel sospechoso. ¿Había sido suficiente con un interrogatorio? Hablaría con Morton y ella misma lo interrogaría otra vez. Se disponía a reunirse con Morton cuando sonó el teléfono.

– Inspectora Templer -contestó por el receptor color beige.

– La niña va a morir esta noche -dijo entre dientes una voz al otro extremo del hilo.

Irguió el torso en la silla con tal fuerza que estuvo a punto de derribarla.

– Oiga -dijo-, si es un chiflado…

– Calla, zorra. No soy ningún chiflado y lo sabes. Soy el auténtico. Escucha. -Oyó un grito amortiguado y sollozos infantiles, y a continuación la misma voz rencorosa-: Dile a Rebus que le deseo suerte. No podrá decir que no le di oportunidades.

– Escuche, Reeve, no…

Inmediatamente se dio cuenta de que no debía haber dicho su nombre, pero el sollozo de Samantha la había trastornado. Oyó un nuevo grito, el grito lúgubre de un loco que se ve descubierto. Se le puso la carne de gallina y sintió que el aire se helaba. Era el grito de la muerte, el grito final de victoria de un alma demente.

– Ah, lo sabes -jadeó la voz en un tono que reflejaba regocijo y terror-, lo sabes, lo sabes, lo sabes. Eres muy lista. Y además tienes una voz muy sexy. Tal vez vaya a por ti algún día. ¿Te jodió bien Rebus? ¿Sí? Dile que tengo a su niña y que esta noche va a morir. ¿Entendido? Esta noche.

– Escuche, yo…

– No, no, no. No me pidas nada, señorita Templer. Han tenido tiempo de sobra para localizarme. Adiós.

Oyó un clic y el sonido de la línea libre.

Tiempo para localizarlo. Qué imbécil había sido. Tenía que haber pensado en ello antes que nada y no lo había hecho. Tal vez el director Wallace tenía razón. Quizá no era sólo John quien estaba emocionalmente implicado en el caso. Se sintió cansada, vieja, agotada, como si su trabajo se hubiera transformado en una carga insoportable y todos los delincuentes fueran invencibles. Tenía los ojos irritados y pensó en ponerse las gafas, su escudo frente al mundo.

Tenía que encontrar a Rebus. ¿O buscaría primero a Jack Morton? Tenía que poner a John al corriente. No había tiempo que perder, y tenía que tomar la decisión correcta: ¿A quién llamar primero, a Rebus o a Morton? Optó por llamar a John Rebus.


* * *

Desconcertado por la revelación de Stevens, Rebus había regresado a su piso. Necesitaba averiguar algunas cosas. Mickey podía esperar. Le habían tocado muchas cartas malas en aquella agotadora tarde. Tenía que ponerse en contacto con sus antiguos jefes en el ejército, hacerles ver que había una vida en juego, a ellos que valoraban la vida humana de un modo tan extraño. Tendría que hacer muchas llamadas. Se puso en ello.

Pero antes llamó al hospital. Rhona estaba bien. Era un alivio, pero aún no le habían dicho lo del secuestro de Samantha. ¿Le habrían dicho que su amante había muerto? No, claro que no. Encargó unas flores para ella. Estaba a punto de hacer acopio de fuerzas para marcar el primer número de una larga lista cuando sonó el teléfono. Lo dejó sonar pero no cesó de hacerlo hasta que lo descolgó.

– Diga.

– ¡John! Gracias a Dios. Te he buscado por todas partes.

Era Gill, hablaba con mucha excitación, nerviosa y tratando de mostrarse amable al mismo tiempo, en una modulación extraña y Rebus sintió que su corazón, o lo que quedaba de él para compartir con alguien, se volcaba en ella.

– ¿Qué hay, Gill? ¿Ha ocurrido algo?

– He recibido una llamada de Reeve.

A Rebus le saltó el corazón en el pecho.

– Cuéntame -dijo.

– Me ha llamado y me ha dicho que tiene a Samantha.

– ¿Y?

Gill tragó saliva.

– Y que va a matarla esta noche. -Se hizo un silencio al otro extremo de la línea y a continuación oyó unos extraños ruidos-. ¿John? John, ¿estás ahí?

Rebus dejó de dar puñetazos al taburete del teléfono.

– Sí, estoy aquí. Dios mío. ¿Dijo algo más?

– John, no deberías estar solo, ¿sabes? Yo podría…

– ¿Dijo algo más? -gritó casi sin aliento.

– Bueno, yo…

– Dime.

– Se me escapó que sabemos quién es.

Rebus se quedó sin respiración. Se miró los nudillos y vio que sangraban. Se lamió la sangre mirando por la ventana.

– ¿Cómo reaccionó? -preguntó al fin.

– Se puso furioso.

– Ya me lo imagino. Dios, espero que no se desahogue con… Dios mío, ¿por qué crees que te llamó precisamente a ti?

Ya no se lamía la herida, ahora se miraba las uñas sucias, se las mordía y escupía al suelo.

– Bueno, soy la oficial de enlace del caso y me habrá visto en la televisión o habrá leído mi nombre en los periódicos.

– O a lo mejor nos ha visto juntos. Tal vez me ha estado siguiendo todo este tiempo -dijo mirando por la ventana a un hombre mal vestido que pasaba por la calle y se paraba a recoger una colilla.

Dios, necesitaba fumar. Miró a su alrededor buscando un cenicero que tuviera colillas aprovechables.

– No se me había ocurrido.

– ¿Cómo iba a ocurrírsete? Aún no sabíamos que esto tuviera nada que ver conmigo hasta que… Fue ayer, ¿verdad? Se diría que fue hace días. Gill, recuerda que sus primeras notas no las envió por correo. -Encendió un resto de cigarrillo y aspiró el humo acre-. Lo he tenido muy cerca sin percatarme de nada, ni la más leve intuición. Menudo sexto sentido para un policía.

– Hablando de sexto sentido, John. Tengo una corazonada.

Gill se sintió más aliviada al oír que él hablaba con más calma. Ella también se sentía más tranquila, como si estuvieran ayudándose mutuamente, agarrados el uno al otro, en un bote abarrotado de gente en una galerna.

– ¿De qué se trata? -preguntó Rebus dejándose caer en el sillón y mirando el cuarto sin muebles, polvoriento y revuelto.

Vio el vaso usado por Michael, un plato con migajas de tostadas, dos cajetillas de cigarrillos vacías y dos tazas de café. Decididamente, vendería pronto aquel piso, aunque le pagaran poco por él, y se mudaría a otro sitio.

– Bibliotecas -dijo Gill, mirando su despacho, repleto de archivadores y montones de papeles, producto de años de trabajo, y sintió la electricidad en el ambiente-. Lo único que todas las niñas tenían en común, incluida Samantha, es que solían ir a la misma biblioteca, la Biblioteca Central. Reeve quizá trabajó allí y pudo obtener los nombres para montar su acertijo.

– Es una posibilidad -dijo Rebus con súbito interés.

Sí, desde luego, aunque parecía demasiada causalidad, ¿o no? ¿Qué mejor circunstancia para indagar sobre John Rebus que encontrar un trabajo tranquilo durante unos meses o unos años? ¿Qué mejor para atrapar niñas que fingirse bibliotecario? Reeve se había camuflado para hacerse invisible.

– En cualquier caso -prosiguió Gill-, tu amigo Jack Morton ya fue a la Biblioteca Central e interrogó a un sospechoso que tenía un Escort azul, pero descartó a ese individuo.

– Sí, también descartaron al destripador de Yorkshire como sospechoso más de una vez, ¿no es cierto? Merece la pena volver a interrogarlo. ¿Cómo se llama el sospechoso?

– No lo sé. He tratado de localizar a Morton pero no sé dónde anda. John, estoy preocupada por ti. ¿Dónde has estado? Intenté dar contigo.

– Eso es desperdiciar el tiempo y los recursos de la policía, inspectora Templer. Vuelve al mundo real. Encuentra a Jack y averigua el nombre de ese individuo.

– A la orden.

– Estaré en casa, por si me necesitas. Tengo que hacer unas llamadas.

– Me han dicho que Rhona está mejor…

Pero Rebus ya había colgado. Gill dejó escapar un suspiro y se frotó el rostro; necesitaba un descanso. Decidió enviar alguien al piso de John Rebus. No podían dejar que se dejara dominar por el encono y estallara. Y tenía que averiguar el nombre de aquel individuo y localizar a Jack Morton.

Rebus se preparó café. Pensó en salir a por leche, pero al final decidió tomarlo solo y sin azúcar. Pensó en la idea de Gill. ¿Reeve bibliotecario? Le parecía improbable, impensable, pero lo cierto es que todo lo que le había ocurrido últimamente era increíble. La racionalidad puede llegar a ser un poderoso obstáculo cuando uno se enfrenta a la irracionalidad. Hay que combatir el fuego con el fuego y aceptar que Gordon Reeve podría haber conseguido un empleo en la biblioteca, corno un recurso inocuo pero esencial para llevar a cabo sus planes. Y de pronto, igual que le había pasado a Gill, todo cobró sentido para John Rebus. «Para los que leen entre épocas.» Para los que usan libros entre una época (La Cruz) y otra (el presente). Dios mío, ¿había algo arbitrario en esta vida? No, nada. Tras lo que en apariencia era irracional se ocultaba el sendero dorado del designio. Tras este mundo había otro. Reeve había estado en la biblioteca; Rebus estaba seguro. Eran las cinco. Podía llegar a la biblioteca antes de que cerraran, pero ¿seguiría allí o habría cambiado de lugar ahora que ya tenía a su última víctima?

Rebus sabía ahora que Samantha era la última víctima de Reeve. No era una de las «víctimas», sino un simple instrumento; sólo podía haber una víctima: él mismo. Por ese motivo Reeve estaría cerca de allí, a su alcance; porque quería que él lo encontrase, despacio, como en el juego del ratón y el gato pero al revés. Rebus pensó en cómo jugaban al ratón y el gato en el colegio; a veces una chica cazaba a un chico o un chico cazaba a la chica, y así todo resultaba distinto de lo que parecía. Ése era el juego de Reeve. Gato y ratón; el ratón con el aguijón en la cola y el bocado entre los dientes, y él, Rebus, tan tranquilo e ignorante, satisfecho. Para Gordon Reeve no había satisfacción; no, porque le había traicionado alguien a quien él había llegado a llamar hermano.

«Sólo un beso.»

El ratón cazado.

«El hermano que nunca tuve.»

Pobre Gordon Reeve, manteniendo el equilibrio sobre aquella estrecha tubería y meándose en los pantalones mientras todos se reían de él.

Y pobre John Rebus, marginado por su padre y su hermano, un hermano que ahora era un delincuente y a quien finalmente habría que castigar.

Y pobre Sammy. Era en ella en quien debía pensar. «Piensa en ella, John, y todo se arreglará.»

Este juego iba en serio, era un juego a vida o muerte, y no tenía que olvidar ni un momento que seguía siendo un juego. Ahora sabía que tenía a Reeve. Pero cuando lo cazase, ¿qué ocurriría? De algún modo, los papeles se invertirían. Aún no conocía todas las reglas. Y sólo había una manera de aprenderlas. Dejó que el café se enfriara en la mesita. Ya tenía bastante amargor en la boca.

Afuera, bajo la llovizna gris, le esperaba la conclusión de un juego.

Capítulo 27

Desde su piso en Marchmont podía llegar a la biblioteca dando un agradable paseo a través de los hitos históricos de Edimburgo. Cruzó una zona verde llamada The Meadows, desde donde se veía en lo alto la silueta gris del Castillo con la bandera tremolando sobre las murallas en medio de la llovizna; cruzó por delante de la Royal Infirmary, sede de descubrimientos y nombres famosos, de un ala de la Universidad, del Greyfriars Kirkyard y la pequeña escultura del perro. ¿Cuántos años hacía que el perrito yacía junto a la tumba de su amo? ¿Cuántos años hacía que Gordon Reeve se iba a dormir cada noche urdiendo planes mortíferos contra John Rebus? Se estremeció. Sammy, Sammy, Sammy. Esperaba poder conocer mejor a su hija, ser capaz de decirle que era muy guapa y que encontraría mucho amor en la vida. Dios mío, esperaba encontrarla con vida.

Al cruzar el puente Jorge IV, que encauzaba turistas y peatones hacia el Grassmarket, lejos de la zona de mendigos e indigentes, pobres de los de antes que no tenían a nadie a quien recurrir, John Rebus reflexionó sobre ciertos hechos. Primero, Gordon Reeve iría armado, y segundo, utilizaría algún disfraz. Recordó los comentarios de Sammy acerca de los vagabundos que se pasaban todo el día sentados en la biblioteca. Podía ser uno de ellos. Y se preguntó qué haría cuando se topara con Reeve cara a cara. ¿Qué le diría? Aquellos interrogantes y posibilidades le trastornaban, le asustaban y le dolían tanto como la evidencia de que la suerte de Sammy estaba en manos de Reeve. Pero lo importante era ella, no sus recuerdos; ella era el futuro. Resuelto y sin temor, apretó el paso en dirección a la fachada gótica de la biblioteca.

En la puerta, un vendedor de periódicos enfundado en un abrigo que parecía de papel de seda mojado voceaba las últimas noticias, que hoy no hablaban del estrangulador, sino de un desastre marítimo. Las noticias son efímeras. Rebus esquivó al hombre, no sin antes escrutar su rostro. Sintió que el agua le calaba los zapatos, como de costumbre, y cruzó la puerta batiente de entrada.


* * *

En el mostrador principal, un vigilante de seguridad hojeaba un periódico. No se parecía a Gordon Reeve en absoluto. Rebus aspiró profundamente para contener su temblor.

– Vamos a cerrar, señor -dijo el vigilante desde detrás del periódico.

– Sí, claro. -Al vigilante no pareció gustarle el sonido de la voz de Rebus: una voz dura, gélida, como un arma-. Me llamo Rebus, sargento Rebus, y busco a un tal Reeve, que trabaja en la biblioteca. ¿Está aquí en este momento?

Rebus esperaba haberlo dicho sin alterarse, pero se sentía alterado. El vigilante dejó el periódico en la silla, se acercó y miró a Rebus como con desconfianza. Bien, eso ya le gustaba más.

– ¿Puedo ver su carné?

Con torpeza, con dedos poco hábiles, Rebus mostró su identificación. El vigilante la examinó un instante y alzó la vista hacia su rostro.

– ¿Ha dicho Reeve? -inquirió, devolviéndole el carné y sacando una lista de nombres de una carpeta amarilla de plástico-. Reeve, Reeve, Reeve, Reeve. Aquí no trabaja nadie apellidado Reeve.

– ¿Está seguro? Tal vez no sea bibliotecario. Podría trabajar en el equipo de limpieza, en mantenimiento o en cualquier otra cosa.

– No, en la lista está todo el mundo, desde el director hasta el portero. Mire, aquí figura mi nombre: Simpson. En la lista está todo el mundo. Si trabajase aquí lo tendría en la lista. Puede que usted esté equivocado.

El personal comenzaba a abandonar el trabajo, diciendo «buenas noches» y «hasta luego». Tenía que darse prisa si quería localizar a Reeve; suponiendo que aún trabajase allí. Era una posibilidad tan ínfima, una esperanza tan leve, que Rebus volvió a sentir pánico.

– ¿Puedo ver la lista? -dijo tendiendo la mano y mirándole con fuego autoritario en los ojos.

El vigilante dudó, pero le tendió la lista. Rebus la examinó enfurecido, buscando anagramas, claves, lo que fuese.

Lo vio enseguida:

– Ian Knott -musitó.

Ian Knott, nudo, «nudo gordiano». Nudo de rizo. Nudo gordiano. «Como mi apellido.» Se preguntó si Gordon Reeve tendría la facultad de oler su presencia. Él olía a Reeve; lo tenía al alcance de la mano, tal vez al final de un simple tramo de escaleras.

– ¿Dónde trabaja ese Ian Knott?

– ¿El señor Knott? Trabaja a tiempo parcial en la sección infantil. Es un hombre encantador. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho?

– ¿Trabaja hoy?

– Creo que sí. Creo que viene dos horas al final de la tarde. Oiga, ¿qué ocurre?

– ¿Ha dicho la sección infantil? Abajo, ¿verdad?

– Sí -contestó el vigilante aturdido; intuía que iba a haber problemas-. Voy a llamarle…

Rebus se abalanzó sobre el mostrador hasta casi tocar nariz con nariz al vigilante.

– Nada de telefonear, ¿entendido? Si se le ocurre avisarle, le meto el teléfono por el culo y ya verá las llamadas internas que hace. ¿Lo ha captado?

El vigilante asintió despacio con la cabeza, pero Rebus ya le había dado la espalda y se dirigía hacia la reluciente escalera.

La biblioteca olía a libros usados, a humedad y a pulimento para dorados. Pero para Rebus era el olor del enfrentamiento, un olor permanente; bajar por aquella escalera hacia el corazón de la biblioteca le hizo recordar el olor de la manguera a presión a medianoche, la acción de arrebatarle la pistola a alguien, las marchas solitarias por el páramo, los lavaderos, toda aquella pesadilla. Podía oler colores, sonidos y sensaciones; había una palabra para definir el fenómeno, pero no la recordaba.

Contó los peldaños para calmarse los nervios: doce; dobló y doce más. Estaba ante una puerta de cristal con un dibujo: un osito y una comba de saltar. El osito se reía de algo, y le pareció que se reía de él; no era una risa amable, sino de fruición: Pasa, pasa, seas quien seas. Miró el interior de la sección. No había nadie; ni un alma. Abrió despacio la puerta. Ni niños, ni bibliotecario, pero se oía a alguien colocando libros en un anaquel. El ruido venía de más allá de una mampara que había detrás del mostrador de préstamos. Rebus se acercó de puntillas y tocó la campanilla.

De detrás de la mampara surgió, tarareando y sacudiéndose las manos de un polvo inexistente, un sonriente Gordon Reeve, rechoncho y envejecido. Parecía un osito. Rebus se aferró con fuerza al borde del mostrador.

Gordon Reeve dejó de tararear al verlo, pero la sonrisa permanecía en su rostro y le hacía parecer inocente, normal, tranquilo.

– Me alegro de verte, John -dijo-. Así que por fin me has localizado, condenado diablo. ¿Cómo estás?-añadió tendiéndole la mano.

Pero John Rebus sabía que si soltaba las manos del borde del mostrador se desplomaría allí mismo.

Ahora recordaba a Gordon Reeve, recordaba con todos los detalles el tiempo que habían pasado juntos. Recordaba gestos, bromas, ocurrencias. Habían sido hermanos de sangre, habían sufrido juntos y casi habían llegado a leerse el pensamiento. Volverían a ser hermanos de sangre. Rebus lo veía en la mirada enloquecida de su sonriente torturador. Sintió una oleada que le aturdía los oídos. Así que era eso. Eso es lo que esperaba de él.

– Vengo a buscar a Samantha -dijo-. La quiero viva y ahora. Luego podemos ajustar cuentas como tú quieras. ¿Dónde está, Gordon?

– ¿Sabes cuánto tiempo hace que nadie me llama Gordon? He sido lan Knott tanto tiempo que me resulta difícil asimilar que soy «Gordon Reeve» -dijo sonriente, mirando más allá de la espalda de Rebus-. John, ¿y la caballería? No irás a decirme que has venido solo… Va en contra del reglamento, ¿no?

Pero Rebus se guardó muy mucho de decirle la verdad.

– Están ahí fuera; tranquilo. He entrado yo solo para hablar contigo, pero mis colegas están ahí fuera. Se ha acabado el juego, Gordon. Dime dónde está Samantha.

Pero Gordon Reeve sacudió la cabeza conteniendo la risa.

– Vamos, John. No es tu estilo venir acompañado. Olvidas que te conozco bien. -Ahora iba despojándose poco a poco de su personaje ficticio-. No, has venido solo. Solito. Igual que lo estaba yo, ¿recuerdas?

– ¿Dónde está mi hija?

– No pienso decírtelo.

No cabía duda de que aquel hombre estaba loco; quizá siempre lo había estado. Tenía el mismo aspecto que antes de aquellos atroces días en la celda; el de un hombre al borde del abismo, un abismo creado por su propia mente. Pero lo más terrible era la ausencia de control físico. Sonreía, rodeado de carteles polícromos, relucientes dibujos y libros ilustrados. Era el hombre de aspecto más peligroso que Rebus había visto en su vida.

– ¿Por qué?

Reeve le miró como si le hubiera hecho una pregunta pueril. Sacudió la cabeza sin dejar de sonreír con aquella sonrisa de puta, la sonrisa fría y profesional del asesino.

– Tú sabes por qué -respondió-. Por todo. Porque me dejaste en la estacada, como si hubiéramos caído en manos del enemigo. Desertaste, John. Me abandonaste. Y sabes cómo se castiga, ¿verdad? ¿Sabes cuál es la pena por deserción?

Ahora Reeve hablaba con voz histérica. Volvió a contener la risa, tratando de calmarse. Rebus se preparaba para la inminente violencia; se cargaba de adrenalina, apretaba los puños y tensaba los músculos.

– Conozco a tu hermano.

– ¿Qué?

– A tu hermano Michael. Lo conozco. ¿Sabías que trafica con droga? Y no es un simple intermediario. Bueno, está metido en un buen lío, John. Le he estado pasando droga desde hace tiempo. El suficiente para saber muchas cosas de ti. Michael se esforzó en convencerme de que no era un farsante, un delator de la policía. Y me lo contó todo acerca de ti, John, así que le creí. Él estaba convencido de que trataba con una banda de traficantes, pero era yo sólito. ¿Verdad que soy listo? Tengo bien agarrado a tu hermano. Tiene la soga al cuello, ¿no? Esto se podría considerar como el plan B.

Tenía a su hermano y tenía a su hija. Sólo le faltaba una persona: él, que había ido directo a la trampa. Necesitaba tiempo para pensar.

– ¿Desde cuándo llevabas planeándolo?

– No lo sé muy bien. -replicó riendo mientras iba ganando confianza-. Desde que desertaste, supongo. Michael fue lo más fácil. Quería obtener dinero fácil y no me costó convencerle de que las drogas era lo ideal. Tu hermano está metido hasta el cuello. -La última palabra fue como un escupitajo cargado de veneno-. A través de él me enteré de más cosas sobre ti, John. Y eso lo facilitó todo. Así que -añadió encogiéndose de hombros-, si me denuncias, lo denuncio a él.

– No cuentes con ello. Lo que quiero es hundirte.

– ¿Y vas a dejar que tu hermano se pudra en la cárcel? Muy bien. De todos modos gano yo. ¿No lo comprendes?

Sí, Rebus lo comprendía, pero no del todo, como si fuese una ecuación difícil oída en una clase abarrotada.

– ¿Qué ha sido de ti durante todo este tiempo? -inquirió, sin saber muy bien por qué trataba de ganar tiempo. Había entrado allí sin un plan preconcebido, y ahora estaba atascado, esperando una reacción de Reeve que, sin duda, se produciría tarde o temprano-. Me refiero a después de mi… deserción.

– Ah, me hicieron cantar poco después -respondió Reeve despreocupado, dominando la situación-. Me sentía solo y aislado. Primero me metieron en un hospital y luego me soltaron. Oí que te habías vuelto lelo y eso me animó un poco, pero después me llegó el rumor de que habías ingresado en la policía. La verdad es que no soportaba la idea de que llevaras una plácida existencia, sobre todo después de todo lo que pasamos y de lo que me hiciste.

Su rostro comenzó a crisparse, apoyó las manos en el escritorio y Rebus notó el olor a sudor ácido. Hablaba como adormecido, pero Rebus sabía que con cada palabra que desgranaba crecía el peligro, y él no podía moverse; aún no.

– Has tardado en localizarme -dijo.

– Pero ha valido la pena -replicó Reeve restregándose la mejilla-. Hubo momentos en que pensé que moriría sin conseguirlo, pero creo que en el fondo tenía la certeza de que sí lo haría -añadió sonriendo-. Ven, John, quiero enseñarte algo.

– ¿A Sammy?

– No seas gilipollas. -Su sonrisa desapareció durante unos segundos-. ¿Crees que la tengo aquí? No; pero es algo que te interesará. Ven.

Le hizo pasar al otro lado de la mampara. Rebus, con los nervios a flor de piel, miró la espalda de Reeve, aquellos músculos cubiertos de grasa por la vida sedentaria. Un bibliotecario; un bibliotecario para niños. El asesino en serie de Edimburgo.

Detrás de la mampara se extendía un buen número de estanterías llenas de libros, algunos amontonados en desorden y otros bien colocados en hileras sin ningún lomo que sobresaliera entre los otros.

– Están todos por archivar -comentó Reeve con gesto paternalista-. Tú fuiste quien despertó mi interés por los libros, John. ¿Lo recuerdas?

– Sí, te contaba historias.

Rebus empezó a pensar en Michael. Si no hubiera sido por él, no habría podido encontrar a Reeve, ni siquiera habría sospechado de su existencia. Y ahora iba a ir a la cárcel. Pobre Mickey.

– ¿Pero dónde lo habré puesto? Sé que está por aquí. Lo dejé aparte para enseñártelo, por si me encontrabas. Has tardado bastante tiempo en hacerlo. No has sido muy listo, ¿eh, John?

Qué fácil era olvidarse de que aquel hombre estaba loco, de que había matado a cuatro niñas como si fuera un juego y aún tenía a otra en su poder. Qué fácil.

– No -contestó-. No he sido muy listo.

Notó que se ponía tenso. El aire parecía enrarecerse. Estaba a punto de ocurrir algo. Podía sentirlo. Y para impedirlo, lo único que tenía que hacer era darle un puñetazo a Reeve en los riñones, golpearle en la nuca, reducirle y sacarlo de allí.

¿Por qué no lo hacía? No lo sabía. Su única certeza era que ocurriría lo que tuviera que ocurrir, y que sería tan previsible como los planos de un edificio o una partida de tres en raya como las de años atrás. Reeve había empezado aquel juego y eso le dejaba a él en la posición del perdedor. Pero tenía que seguir jugando.

– Ah, aquí está. Es un libro que estaba leyendo…

John Rebus se preguntó por qué, si lo estaba leyendo, lo tenía tan escondido.

Crimen y castigo, ¿recuerdas que me explicaste la historia?

– Sí, lo recuerdo. Te la conté más de una vez.

– Exacto, John, sí.

Era una antigua edición de lujo con tapas de piel. No parecía un ejemplar de la biblioteca. Reeve lo sujetaba como si se tratara de dinero o de diamantes, como si en su vida no hubiese tenido nada igual.

– Hay una ilustración que quiero enseñarte, John. ¿Recuerdas lo que te dije sobre Raskolnikov?

– Dijiste que tendría que haberlos matado a todos…

Rebus captó el sentido un segundo demasiado tarde. No había sabido interpretar aquella clave, del mismo modo que no había comprendido tantas otras de Reeve. Gordon Reeve, con los ojos brillantes, abrió el libro y sacó un revólver corto del interior hueco. Y ya lo apuntaba hacia el pecho de Rebus cuando éste saltó hacia delante y le golpeó brutalmente en la nariz. Prefería planificar sus actos, pero a veces era mejor improvisar. Del hueso roto brotó sangre y mocos, a Reeve se le cortó la respiración y Rebus le desarmó de un manotazo. Reeve se echó a gritar. Era un grito que surgía del pasado, fruto de innumerables pesadillas, que desconcertó a Rebus y le hizo revivir aquel momento de traición y rememorar la imagen de los guardianes, de la puerta abierta de la celda y de él mismo dándole la espalda al cautivo que gritaba. La escena se volvió borrosa al tiempo que oía una detonación.

Sintió un golpe sordo en el hombro que enseguida se transformó en entumecimiento y en un intenso dolor que le recorrió el cuerpo. Se llevó la mano a la chaqueta y palpó sangre en la hombrera y en la tela. Dios bendito, así era recibir un disparo. Sintió ganas de vomitar y vio que iba a desmayarse, pero en aquel momento una oleada imprecisa surgió del fondo de su alma: la fuerza ciega de la cólera. No estaba dispuesto a perder esta partida. Vio que Reeve se limpiaba la cara y trataba de contener las lágrimas, sujetando todavía el revólver en la mano temblorosa. Rebus cogió un grueso volumen y le golpeó en la mano, y el arma cayó entre un montón de libros.

Reeve echó a correr por entre las estanterías derribándolas a su paso, mientras Rebus corría hacia el escritorio para pedir ayuda por teléfono, vigilando por si regresaba Reeve. Reinaba un silencio absoluto y se sentó en el suelo.

De pronto, la puerta se abrió y entró William Anderson. Iba vestido de negro, como si fuera un estereotipo del ángel vengador. Rebus sonrió.

– ¿Cómo me ha encontrado?

– Llevo un buen rato siguiéndole -dijo Anderson agachándose para examinar el brazo de Rebus-. He oído un disparo. ¿Ha dado con él?

– Está cerca de aquí, desarmado. La pistola ha caído ahí detrás.

Anderson lió un pañuelo en el hombro a Rebus.

– John, hay que pedir una ambulancia.

Pero Rebus ya se había incorporado.

– Aún no -dijo-. Acabemos con esto de una vez. ¿Cómo es que no he notado que me seguía?

Anderson sonrió.

– Hay que ser muy buen policía para detectarme cuando sigo a alguien, y usted, John, no es muy buen policía. Es… buen policía.

Pasaron al otro lado de la mampara y avanzaron lentamente entre las estanterías. Rebus recogió el arma y se la guardó en el bolsillo. No se veía a Gordon Reeve por ninguna parte.

– Mire -dijo Anderson señalando una puerta entreabierta al fondo de la sala.

Se acercaron con precaución y Rebus la abrió del todo: daba paso a una profunda escalera de hierro, empinada y casi a oscuras, que parecía conducir a los sótanos de la biblioteca. No tenían más opción que bajar por allí.

– Creo que sé adónde conduce -susurró Anderson, y sus palabras resonaron amortiguadas en el profundo pozo por el que se internaban-. La biblioteca está edificada sobre el antiguo solar del tribunal de justicia y aún se utilizan los calabozos de los sótanos para almacenar libros viejos. Es un laberinto de celdas y pasadizos que discurre por debajo de Edimburgo.

A medida que descendían, la pared enlucida dio paso a ladrillos antiguos. Rebus olió a moho, un olor amargo que le recordaba otros tiempos.

– A saber dónde habrá ido a parar -comentó.

Anderson se encogió de hombros. Al final de la escalera se encontraron ante un amplio pasadizo sin libros al que daban unos habitáculos -las antiguas celdas, probablemente- llenos de libros sin orden ni concierto, simples libros viejos.

– Es probable que haya escapado -musitó Anderson-. Creo que hay salidas que dan al actual edificio del tribunal y a la catedral de Saint Giles.

Rebus estaba impresionado. Aquello era una zona del viejo Edimburgo que aún se mantenía intacta y sin profanar.

– Es increíble -dijo-. No sabía nada de esto.

– Hay más. Dicen que bajo el ayuntamiento aún quedan calles de la Ciudad Vieja. Con edificios construidos encima. Calles enteras, con tiendas y casas de hace siglos.

Anderson sacudió la cabeza, pensando, igual que Rebus, en lo poco que sabían: podía uno sumergirse en una realidad desconocida sin invadirla necesariamente.

Recorrieron el pasadizo, agradecidos por las bombillas eléctricas del techo, mirando en todas las celdas.

– ¿Quién es ese tipo? -inquirió Anderson.

– Un viejo amigo -contestó Rebus, sintiendo un leve desmayo; tenía la impresión de que allí escaseaba el oxígeno y sudaba a chorros a causa de la hemorragia; no debería estar allí. Recordó que tendría que haber hecho ciertas cosas, como preguntarle al vigilante la dirección de Reeve y enviar un coche patrulla por si tenía a Sammy allí. Ahora era demasiado tarde.

– ¡Allí está!

Anderson acababa de verlo a lo lejos, por delante de ellos, tan oculto entre las sombras que Rebus no vislumbró su silueta hasta que Reeve echó a correr. Anderson corrió tras él. Rebus le seguía, tragando saliva y tratando de no quedar rezagado.

– Tenga cuidado, es peligroso -dijo con un hilo de voz, sin fuerzas para gritar.

De pronto algo salió mal. Vio cómo Anderson alcanzaba a Reeve y éste se revolvía contra él lanzándole una patada en la cabeza, un golpe casi perfecto, aprendido años atrás. Anderson dobló la cabeza hacia un lado por efecto del golpe y chocó contra la pared. Rebus había caído de rodillas. Se había quedado sin aliento y apenas podía ver nada. Dormir, necesitaba dormir. El suelo, irregular y frío, le parecía una endiable y cómoda cama. Estaba temblando, a punto de desplomarse, cuando vio a Reeve acercarse hacia él mientras Anderson se desplomaba al pie de la pared. Ahora Reeve, avanzando entre las sombras, le parecía gigantesco. Su tamaño aumentaba a cada paso, y cuando llegó hasta donde él estaba, vio que sonreía burlonamente.

– ¡Ahora tú! -gritó Reeve-. Te toca a ti.

Rebus sabía que en aquel momento, por encima de sus cabezas, el tráfico discurría lentamente por el puente Jorge IV; la gente se apresuraba camino de sus casas, a reunirse con sus familias para ver la televisión, mientras él estaba allí, de rodillas ante su negra sombra, como un animal acorralado al final de una batida de caza. De nada le serviría gritar ni resistirse. De manera borrosa, vio a Gordon Reeve agacharse, con el rostro extrañamente ladeado, y recordó que acababa de partirle la nariz, y bien partida.

Reeve retrocedió y le dirigió una brutal patada en la barbilla. Rebus logró esquivarla con un rápido movimiento, sacando fuerzas de flaqueza, y el golpe le alcanzó en la mejilla y le hizo caer de lado. Tumbado en posición fetal, precariamente a la defensiva, oyó reír a Reeve y vio sus manos rodeándole el cuello. Pensó en aquella mujer y en sus propias manos apretándole la garganta. Era un castigo justo. Que así sea. Pero pensó también en Sammy, en Gill, en Anderson y en el hijo de éste, asesinado; en aquellas niñas muertas. No, no podía dejar que Gordon Reeve se saliera con la suya. No sería justo. No estaría bien. Sintió sus ojos, su lengua, tirantes y convulsos, y metió la mano en el bolsillo mientras Gordon Reeve le susurraba:

– Te alegras de que todo haya acabado, ¿verdad, John? ¿Verdad que es un alivio?

En ese momento una detonación retumbó en el pasadizo, hiriendo los oídos de Rebus. El retroceso del disparo sacudió su mano y el brazo, y volvió a sentir aquel olor dulzón, parecido al de manzanas caramelizadas. Reeve, con un estremecimiento, quedó un segundo inmóvil, se dobló sobre sí mismo y cayó sobre él, casi asfixiándole. Rebus, incapaz de moverse, pensó que ya podía dormir…


Fin

Загрузка...