SEGUNDA PARTE. «PARA LOS QUE LEEN ENTRE ÉPOCAS»

Capítulo 7

Caos organizado: eso era la oficina del periódico. Caos organizado a gran escala. Stevens revolvió entre los papeles de la bandeja como si buscara una aguja en un pajar. ¿No lo habría archivado en algún otro sitio? Abrió uno de los enormes cajones de su mesa y lo cerró de inmediato por temor a que se escapara parte del revoltijo allí recluido. Respiró profundamente para sobreponerse, volvió a abrirlo y metió la mano entre el batiburrillo de papeles como si algo fuera a morderle. Un clip-pinza suelto de un dossier le mordió, efectivamente, con un pellizco en el dedo. Cerró de golpe el cajón, con el cigarrillo pendiente del labio, maldiciendo a la oficina, a la profesión periodística y a los árboles proveedores de papel. Que les den. Se reclinó en el asiento y se restregó los ojos irritados por el humo. Eran las once de la mañana y ya flotaba en la oficina una neblina azul, como si toda la redacción fuese la escena del pantano de Brigadoon. Cogió una hoja mecanografiada, le dio la vuelta y comenzó a escribir con un cabo de lápiz que había robado en un despacho de apuestas.

«X (¿el Jefe?) hace la entrega a Rebus, M. ¿Dónde encaja aquí el hermano policía? Respuesta: quizás en todo, quizás en nada.»

Hizo una pausa, se quitó el cigarrillo de la boca y se puso uno nuevo, encendiéndolo con la colilla del anterior.

– Vamos a ver… cartas anónimas. ¿Amenazas? ¿Un código?

A Stevens no le parecía verosímil que John Rebus no supiera que su hermano estaba implicado en el mundo del tráfico de drogas en Escocia y, aún más, era probable que él mismo estuviera implicado, tal vez desviando las investigaciones para proteger a su hermano. Sería una historia sensacional cuando se publicara, pero sabía que a partir de aquel momento tenía que andar con pies de plomo, porque nadie le iba a ayudar a incriminar a un policía; y si alguien descubría lo que estaba investigando se vería en un grave apuro, desde luego. Dos cosas tenía que hacer: comprobar su seguro de vida y no hablarle a nadie de aquello.

– ¡Jim!

El editor le hacía un gesto para que se acercara a la cámara de tortura. Se levantó del asiento como si se desprendiera de algo orgánico, se enderezó la corbata a rayas malvas y rosa y se encaminó hacia una previsible bronca.

– Sí, Tom.

– ¿No tenías que estar en una conferencia de prensa?

– Hay tiempo de sobra, Tom.

– ¿Qué fotógrafo vas a llevar?

– ¿Crees que es necesario? Sería mejor que fuera con mi Instamatic. Esos jóvenes no saben de qué va, Tom. ¿Qué te parece Andy Fleming? ¿Puedo disponer de él?

– No puede ser, Jim, está cubriendo la gira real.

– ¿Qué gira real?

Por un momento pareció como si Tom Jameson fuera a levantarse de nuevo del asiento, lo cual habría sido un hecho sin precedentes, pero se limitó a estirar la espalda, cuadrar los hombros y mirar receloso a su periodista criminalista «estrella».

– Jim, tú eres periodista, ¿no? ¿Es que te has prejubilado, o te has vuelto ermitaño? ¿No habrá en tu familia antecedentes de demencia senil?

– Escucha, Tom, cuando la familia real cometa un asesinato seré el primero en llegar a la escena del crimen. Mientras tanto, por lo que a mí respecta, es como si no existiera. Al menos no me quita el sueño.

Jameson miró intencionadamente su reloj de pulsera.

– De acuerdo, de acuerdo, ya me voy -añadió.

Stevens, sin decir nada más, dio media vuelta con sorprendente rapidez y salió del despacho haciendo caso omiso de las voces del jefe, que seguía preguntándole cuál de los fotógrafos disponibles quería que le acompañara.

Daba igual; no había conocido un solo policía que fuera fotogénico. Pero, cuando estaba a punto de salir a la calle, recordó quién era el oficial de enlace en aquella ocasión y cambió de idea mientras una sonrisa se dibujaba en su rostro.


* * *

– «Hay pistas por todas partes para quien lee entre épocas.» Es un puro galimatías, ¿eh, John?

Morton conducía el coche hacia el barrio de Haymarket. Era una tarde como muchas, con lluvia ventosa, fina y fría, de esa que cala hasta los huesos. El cielo había estado encapotado todo el día, hasta el punto de que los coches circulaban a mediodía con las luces encendidas. Un día fantástico para trabajar fuera de la comisaría.

– No lo sé muy bien, Jack. La segunda parte enlaza con la primera como si fuese una conclusión lógica.

– Bueno, esperemos que te envíe más notas, a ver si así queda más claro.

– Puede ser. Pero preferiría que interrumpiera esta mierda por las buenas. No es muy agradable que un chalado sepa dónde vives y trabajas.

– ¿Tu teléfono figura en el listín?

– No.

– Entonces, queda descartado que lo haya visto en el listín. ¿Cómo habrá conseguido él tu dirección?

– Él o ella -replicó Rebus, guardándose las notas en el bolsillo-. No tengo ni idea.

Encendió dos cigarrillos y le tendió uno a Morton, después de quitarle el filtro.

– Vaya -comentó Morton, poniéndose el pitillo en la boca y viendo que amainaba la lluvia-; en Glasgow, inundaciones.

Se les veía ojerosos por falta de sueño, pero aquel caso se había apoderado de ellos y marchaban con la mente embotada hacia el desapacible centro de la investigación: una cabina desmontable instalada en el solar que había junto al lugar donde encontraron el cadáver de la niña; desde allí se coordinaría la operación puerta a puerta. También interrogarían a amigos y familiares de la víctima. Rebus preveía una jornada bastante tediosa.

– Lo que me preocupa -dijo Morton- es que si los dos asesinatos están relacionados, nos enfrentamos con alguien que probablemente no conocía a las niñas. Si es así, la investigación va a ser una cabronada.

Rebus asintió con la cabeza. No obstante, cabía la posibilidad de que las dos niñas conociesen al asesino o que éste fuese alguien en quien ellas confiaban. Porque las dos tenían casi doce años y, si no eran tontas, habrían opuesto resistencia al secuestro; pero no habían recibido ninguna denuncia de algún posible testigo. Era muy extraño.

Había dejado de llover cuando llegaron al concurrido centro de operaciones. Estaba presente el inspector encargado de la operación, para repartir las listas de nombres y direcciones. A Rebus le alegraba estar lejos de la jefatura de policía y de Anderson, con su fervor por escrutar archivos. Aquí era donde realmente se llevaba a cabo la investigación, donde se establecían contactos directos y donde cualquier desliz de un sospechoso podía marcar el punto de inflexión del caso.

– Señor, ¿le importaría decirme quién nos ha asignado a mi colega y a mí esta tarea?

El inspector parpadeó y miró un instante a Rebus.

– Sí, ya lo creo que me importa, Rebus. En definitiva, no viene a cuento quién, ¿no cree? En este caso cualquier tarea es vital e importante. No lo olvide.

– Sí, señor -replicó Rebus.

– Esto es como trabajar en una caja de zapatos, señor -comentó Morton al ver la estrechez del cubículo.

– Sí, hijo, aquí estoy yo, en la caja, y vosotros sois los zapatos, así que ponte a andar.

Rebus, mientras se guardaba la lista en el bolsillo, pensó que aquel inspector era un buen tipo. Le gustaba su modo de decir las cosas.

– Pierda cuidado, señor, lo haremos rápido -añadió, con intención de que el inspector notase su tono irónico.

– Maricón el último -dijo Morton.


* * *

Actuaban según el reglamento, pero por lo visto, aquel caso requería nuevas reglas. Anderson les enviaba a buscar a los sospechosos habituales: familiares, conocidos y gente fichada, y evidentemente, al regresar a jefatura harían un escrutinio con entidades similares a Información sobre Pedófilos. Rebus esperaba que hubiese muchas llamadas de chiflados para Anderson. Solía ser así: gente que confesaba ser culpable, llamadas de videntes que se ofrecían a colaborar y a ponerse en contacto con las difuntas, gente que daba pistas notoriamente falsas. Todos movidos por culpas del pasado o fantasías del presente. Tal vez eso le ocurría a todo el mundo.

En la primera casa Rebus llamó a la puerta y aguardó. Abrió una anciana maloliente, descalza y con una rebeca rota sobre sus hombros huesudos.

– ¿Quién es?

– Policía, señora. Se trata de los asesinatos.

– ¿Cómo? No quiero nada. Váyase antes de que llame a la policía.

– Los asesinatos -dijo Rebus alzando la voz-. Soy policía. Quiero hacerle unas preguntas.

– ¿Cómo? -inquirió la mujer retrocediendo un paso para escrutarle.

Rebus habría jurado ver un fulgor de inteligencia perdida en aquellos ojos apagados.

– ¿Qué asesinatos? -preguntó la anciana.

Vaya día. Para acabar de complicarlo comenzó a llover de nuevo; gruesas gotas que le mojaban el cuello y la cara y le calaban los zapatos. Igual que el otro día ante la tumba del viejo… ¿Había sido ayer? Sucedían muchas cosas en veinticuatro horas; sobre todo a él.

A las siete, Rebus había cubierto siete de las catorce direcciones de la lista. Volvió al centro de operaciones, con los pies doloridos y el estómago inundado de té, y ansiando tomar algo más fuerte.

En el siniestro solar, Jack Morton miraba la extensión de barro sembrada de ladrillos y detritos, un paraíso infantil.

– Qué horrible lugar para morir.

– No murió aquí, Jack. Recuerda lo que comentó el forense.

– Bueno, ya sabes lo que quiero decir.

Sí, Rebus sabía lo que quería decir.

– Por cierto, has llegado el último -añadió Morton.

– Brindemos por ello -replicó Rebus.


* * *

Estuvieron bebiendo en bares sórdidos de Edimburgo, bares en los que no entraban turistas. Trataban de desconectarse del caso, pero no podían. Era la costumbre en investigaciones de crímenes como ésos, que se apoderaban de ti física y mentalmente, te consumían y te hacían trabajar más y más. En todos los asesinatos había una racha de adrenalina que les impulsaba a ir hacia delante sin parar.

– Bueno, creo que me vuelvo a casa -dijo Rebus.

– No, tómate otra.

Jack Morton hizo un gesto en dirección a la barra con el vaso vacío en la mano.

Rebus, con la mente nebulosa, pensó en las misteriosas misivas. Sospechaba de Rhona, aunque no era su estilo. Sospechaba de su hija Sammy, quizás en un tardío acto de venganza por el hecho de que su padre se hubiera apartado de ella. Los familiares y las amistades eran, al menos al principio, los principales sospechosos. Pero podía ser cualquiera, cualquiera que supiera dónde trabajaba y dónde vivía. Otra posibilidad no descartable era que fuese alguien del cuerpo.

La pregunta del millón, ciertamente.

– Aquí tienen, dos estupendas pintas a cuenta de la casa.

– Eso es publicidad etílica -comentó Rebus.

– O publicidad del dueño, ¿no, John? -añadió Morton conteniendo la risa y limpiándose espuma de los labios. Vio que Rebus seguía abstraído-. ¿En qué piensas? -dijo.

– En un asesino en serie -contestó Rebus-. Tiene que serlo. Y en tal caso, aún no ha terminado la faena.

Morton dejó el vaso en la mesa y se olvidó inmediatamente de su sed.

– Esas niñas iban a distintos colegios -prosiguió Rebus-, vivían en diferentes zonas de la ciudad, tenían gustos diferentes, amigos diferentes, su religión era distinta y las mató el mismo asesino, de la misma manera y sin abusos visibles de ningún tipo. Se trata de un maníaco. Puede estar en cualquier parte.

En ese momento se entabló una discusión en el bar, al parecer por una partida de dominó. Un vaso se estrelló en el suelo, seguido de un silencio. A continuación la tensión se calmó un poco, un hombre abandonó el local empujado por sus partidarios en la disputa mientras otro permanecía derrumbado sobre la barra, musitándole algo a una mujer que estaba junto a él.

Morton le dio un trago a su cerveza.

– Gracias a Dios que no estamos de servicio -dijo, y añadió-: ¿Te apetece comer algo?


* * *

Morton dio buena cuenta del pollo picante y dejó caer el tenedor en el plato.

– Creo que voy a reclamar una inspección sanitaria -dijo, sin dejar de masticar-. O una inspección de comercio. Porque no sé lo que era esto, pero pollo, desde luego, no.

Estaban en un pequeño restaurante, cerca de Haymarket Station, de iluminación cutre y paredes empapeladas en rojo imitación terciopelo, con una obsesiva música ambiental de sitar.

– Pues me ha parecido que te gustaba -dijo Rebus apurando la cerveza.

– Ah, sí, me ha gustado, pero no era pollo.

– Entonces, si te ha gustado no tienes motivos para quejarte -añadió Rebus, echándose hacia atrás en la silla con las piernas estiradas y un brazo en el respaldo, y fumando el enésimo cigarrillo del día.

Morton se inclinó indeciso hacia él.

– John, siempre hay algo de que quejarse, en particular si piensas que así puedes irte sin pagar la cuenta.

Hizo un guiño a Rebus, se arrellanó en el asiento, eructó y metió la mano en el bolsillo para coger un cigarrillo.

– Una porquería -dijo.

Rebus trató de hacer un cálculo de los cigarrillos que él había fumado aquel día, pero su cerebro le hizo desistir.

– Me pregunto qué estará haciendo nuestro asesino en este momento -dijo.

– ¿Estará terminando de cenar? -aventuró Morton-. John, el problema es que ese tipo podría ser un don nadie, en apariencia respetable, casado, con hijos, el ciudadano medio, un trabajador, pero con un loco en su interior; así de sencillo.

– Ese hombre no tiene nada de sencillo.

– Cierto.

– Pero quizá tengas razón. Te refieres a que se trataría de una especie de doctor Jekyll y mister Hyde, ¿no es eso?

– Exacto -contestó Morton dejando caer ceniza en la mesa, sucia ya de salsa y cerveza. Miraba el plato vacío como pensando adonde había ido a parar la comida-. Jekyll y Hyde. Tú lo has dicho. John, te juro que yo encerraría a esos malnacidos un millón de años, un millón de años aislados en una celda como una caja de zapatos. Eso es lo que haría.

Rebus miró el papel aterciopelado de la pared. Pensaba en sus días de aislamiento, cuando los SAS trataban de hacer que se desmoronara, en aquellos últimos días de la prueba, de gemidos y silencio, inanición y suciedad. No, no volvería a pasar por aquello. Pero no habían podido quebrar su voluntad. No lo habían conseguido. Otros no tuvieron esa suerte.

«Encerrado en la celda, el rostro que grita:

»¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!

»¡Dejadme salir!»

– ¿John? ¿Te encuentras bien? Si vas a vomitar, el váter está detrás de la cocina. Escucha, hazme un favor. Cuando pases por delante de la cocina, mira a ver si puedes saber qué es lo que cortan y echan a la cazuela…

Rebus se dirigió con elegancia hacia el servicio con el paso cauteloso de quien está borracho perdido, sin sentirse bebido; no muy bebido. Era intenso el olor a curry, a desinfectante, a mierda. Se lavó la cara. No, no iba a vomitar. No era por haber bebido, era lo mismo que había sentido en casa de Michael, el mismo instante de horror. ¿Qué le ocurría? Era como si su interior se solidificara, lo retuviera y dejara que el pasado le diera alcance. Se sentía en cierto modo como si entrara en una depresión nerviosa que le estuviera aguardando, pero no era una depresión nerviosa. No era nada. Ya había pasado.

– ¿Te llevo a casa, John?

– No gracias. Iré a pie para despejarme.

Se separaron a la salida del restaurante. Un grupo de oficinistas de juerga, las corbatas sueltas ellos y perfume empalagoso ellas, se dirigía a Haymarket Station. Haymarket era la antigua estación de Edimburgo antes de que construyeran la enorme estación de Waverley. Rebus recordaba que la marcha atrás durante el coito para evitar el embarazo solía llamarse «bajarse en Haymarket». ¿Quién decía que los de Edimburgo eran sosos? Una sonrisa, una canción, un estrangulamiento. Se secó el sudor de la frente. Aún sentía la flojera y se apoyó en una farola. Sabía vagamente lo que era. La repulsa de todo su ser hacia el pasado, como si sus órganos vitales rechazaran un trasplante de corazón. Había enterrado el horror del entrenamiento tan profundamente en su cerebro que cualquier eco del mismo le provocaba un violento rechazo. Sin embargo, precisamente en aquel confinamiento había encontrado amistad, fraternidad o camaradería, llámese como se quiera. Y había aprendido sobre sí mismo más de lo que habría sido capaz cualquier otro ser humano. Había aprendido mucho.

No habían quebrado su espíritu. Había triunfado plenamente en el entrenamiento. Pero después tuvo aquella depresión nerviosa.

Basta. Echó a andar. Trató de equilibrar su mente haciendo planes para el día siguiente, su día libre. Lo pasaría leyendo, durmiendo y preparándose para la fiesta; la fiesta de Cathy Jackson.

Y el día siguiente, domingo, excepcionalmente, lo pasaría con su hija. Tal vez más tarde conseguiría discernir qué significado tenían las cartas de aquel chiflado.

Capítulo 8

La niña se despertó con un sabor seco y salado en la boca. Se sentía adormilada, entumecida, y no sabía dónde estaba. Se había quedado dormida en el coche de él. O sea que no había sido antes, antes de que él le diera aquel trozo de chocolate. Ahora estaba despierta, pero no en la cama de su casa. En las paredes de la habitación había fotos en color recortadas de revistas. Algunas eran fotos de soldados de expresión feroz; otras, de chicas y de mujeres. Miró atentamente unas fotos hechas con una Polaroid y agrupadas en una pared. Allí había una foto de ella, dormida en la cama con los brazos abiertos. Abrió la boca y ahogó un grito.

Desde el cuarto de estar, él la oyó moverse y preparó el cordel.


* * *

Aquella noche Rebus tuvo otra vez la misma pesadilla. Un beso prolongado seguido de una eyaculación, tanto en el sueño como en la realidad. Se despertó de inmediato y se limpió. Notaba aún la calidez del beso, untuosa, pegada a él como un halo, y sacudió la cabeza para ahuyentarlo. Necesitaba estar con una mujer. Recordó la fiesta que le aguardaba y se relajó un poco. Tenía los labios resecos. Fue a la cocina y encontró una botella de gaseosa; estaba desbravada pero no le importó. Recordó que seguía estando borracho. Si se descuidaba tendría resaca, así que se bebió tres vasos de agua, uno detrás de otro.

Le alegró ver que la luz del piloto seguía encendida. Era un buen presagio. Cuando volvió al dormitorio se acordó incluso de rezar sus oraciones. El de Allá Arriba se sorprendería y lo anotaría en su libro del haber: «Rebus se ha acordado de mí esta noche». A ver si mañana le concedía un buen día.

Amén.

Capítulo 9

Michael Rebus apreciaba su BMW tanto como amaba la vida, tal vez más. Mientras conducía a toda velocidad por la autopista, dejando atrás el tráfico a su izquierda, como si estuviera congelado, sentía que su coche era la vida en cierto sentido extraño y satisfactorio. Apuntaba el morro del vehículo hacia un punto luminoso en el horizonte y avanzaba hacia el futuro, acelerando sin concesiones a nadie ni a nada.

Eso era lo que le gustaba; lujo sólido y veloz, teclas pulsátiles al alcance de su mano. Tamborileó con los dedos sobre el cuero del volante, toqueteó el radiocasete y reclinó la nuca en el mullido reposacabezas. Soñaba muchas veces con largarse, dejar a la mujer, los hijos y la casa; él solo con su coche. Largarse hacia aquel punto sin detenerse nunca, salvo para comer y repostar, conduciendo hasta morir. Era como una imagen del paraíso, y se sentía muy a gusto fantaseando sobre ella, consciente de que jamás se atrevería a llevarla a la práctica.

La primera vez que tuvo coche se despertaba en plena noche y descorría las cortinas para ver si seguía allí fuera. A veces se levantaba a las cuatro o las cinco de la madrugada y conducía durante varias horas, asombrado de la distancia que podía cubrir en ese tiempo, contento de encontrar las carreteras desiertas, cruzadas sólo por conejos y cuervos, y asustando a claxonazos a las bandadas de pájaros. Aquel primer amor por los coches, aquella libertad de soñar, no habían disminuido.

Ahora la gente miraba su coche. Lo dejaba aparcado en las calles de Kirkcaldy, se apartaba discretamente y veía cómo lo observaban todos. Los jóvenes, presuntuosos y pletóricos, echaban un vistazo al interior y miraban el cuero y el tablero de mandos como si contemplaran los animales de un zoo; los viejos, algunos de ellos acompañados por sus esposas, echaban una ojeada y a veces escupían, dolidos porque el automóvil representaba lo que ellos querían y no podían tener. Michael Rebus había logrado su sueño, un sueño que podía contemplar cuando le apeteciera.

Pero en Edimburgo despertar tanta admiración dependía de dónde aparcaras. Un día, cuando acababa de aparcar en George Street, se encontró con un Rolls-Royce detrás instándole a dejar libre aquel sitio, y tuvo que volver a encender el motor, furioso y despechado. Finalmente estacionó delante de una discoteca. Sabía que cuando dejas un coche caro ante un restaurante o una discoteca hay gente que te toma por el dueño del local en cuestión; esa idea le complacía enormemente, borró el recuerdo del Rolls-Royce y le procuró nuevas perspectivas a su sueño.

Era estupendo parar en los semáforos, salvo cuando algún motorista imbécil con una de esas máquinas grandes se detenía con gran estruendo tras él o, peor aún, en paralelo junto a la ventanilla. Algunas motos aceleraban tan rápido que más de una vez le habían derrotado miserablemente al salir de un semáforo. Eran ocasiones que procuraba olvidar.

Aquel día detuvo el coche donde le habían dicho: en un aparcamiento situado en la parte alta de Calton Hill. Desde allí se veía Fife por el parabrisas, y por la luneta trasera, Princes Street, que desde allí parecía de juguete. No había nadie; no era la temporada turística y hacía frío. Sabía que por la noche se animaba la zona: carreras de coches, autoestopistas de ambos sexos, fiestas en la playa de Queensferry; la comunidad gay de Edimburgo se mezclaba con los simples curiosos y los solitarios, y de vez en cuando, una pareja cogida de la mano entraba en el cementerio al pie del monte. Cuando oscurecía, el este de Princes Street se convertía en un territorio de peculiar ambiente, de participación. Pero él no iba a compartir su coche con nadie. Su sueño era muy delicado.

Contempló Fife, al otro lado del Firth of Forth, espléndido en la distancia, hasta que un hombre detuvo su coche, muy despacio, al lado del suyo. Michael se cambió al asiento del pasajero y bajó el cristal de la ventanilla, y el recién llegado hizo lo mismo.

– ¿Me lo ha traído? -inquirió.

– Claro -contestó el otro, mirando por el retrovisor; en aquel momento llegaba más gente a la cumbre, ¡una familia!-. Esperemos un minuto -añadió.

Permanecieron un instante contemplando el panorama.

– ¿Ningún problema en Fife? -preguntó el hombre.

– Ninguno.

– He oído decir que su hermano fue a verle. ¿Es cierto?

El hombre le miró con dureza. Todo en él irradiaba dureza. Pero su coche era un cacharro. Michael se sentía seguro de momento.

– Sí, pero vino a verme porque era el aniversario de la muerte de nuestro padre.

– ¿No sabrá algo?

– En absoluto. ¿Me toma por imbécil o qué?

La mirada del hombre hizo que Michael guardara silencio. Le resultaba un misterio el hecho de que aquel hombre le infundiera tanto temor. Detestaba aquellos encuentros.

– Si ocurre algo -dijo el hombre-, si algo sale mal, usted será el responsable. Lo digo en serio. No vuelva a ver a ese cabrón.

– No fue culpa mía. Se presentó de improviso, sin llamar antes. ¿Qué podía hacer yo?

Se aferraba el volante, paralizado. El hombre volvió a mirar por el retrovisor.

– No hay moros en la costa -dijo, estirando el brazo hacia atrás para coger un paquete y entregárselo a Michael.

Éste comprobó lo que era, sacó un sobre del bolsillo y giró la llave de contacto.

– Nos volveremos a ver, señor Rebus -dijo el hombre mientras abría el sobre.

– Sí -contestó Michael, pensando que preferiría no hacerlo.

Aquel asunto estaba empezando a asustarle. Aquella gente parecía conocer todos sus movimientos. Pero sabía que, de todos modos, el temor se desvanecía sustituido por la euforia en cuanto liquidaba lo que recibía y se embolsaba el beneficio. Entonces el miedo se transformaba en euforia, y eso le hacía seguir en el negocio. Era comparable al acelerón más fuerte que pudiera uno dar al salir de un semáforo.


* * *

Jim Stevens, al acecho desde la extravagante construcción victoriana de la cumbre del monte, una absurda réplica de templo griego sin terminar, vio marcharse a Michael Rebus. Aquello no era nada nuevo para él; le interesaba más la conexión en Edimburgo, un desconocido a quien no conseguía localizar, un hombre que le había dado esquinazo dos veces y que seguramente volvería a hacerlo. Nadie sabía quién era aquel hombre misterioso y nadie tenía ningún interés en averiguarlo. La gente barruntaba el peligro. Stevens se sintió impotente y viejo; lo único que podía hacer era anotar el número de matrícula del coche. Pensó que tal vez a McGregor Campbell le serviría el dato, pero no quería que Rebus se enterase. Se sentía empantanado en mitad de un camino que estaba resultando más complicado de lo que había pensado. Tiritando, trató de convencerse a sí mismo de que le gustaba que las cosas fuesen así.

Capítulo 10

– No te conozco, pero pasa, pasa.

Unas personas a las que no conocía de nada cogieron el abrigo y los guantes de Rebus, más la botella de vino que traía, y se vio sumergido en una de esas fiestas tan concurridas, ruidosas y llenas de humo, en las que es fácil sonreír a todo el mundo pero resulta casi imposible conocer a nadie. Del vestíbulo pasó a la cocina y, a través de otra puerta, a la sala de estar.

Habían puesto contra la pared las sillas y la mesa, y el espacio libre estaba atestado de parejas que se contorsionaban entre gritos, los hombres sin corbata y con la camisa pegada al cuerpo.

Al parecer, la fiesta había comenzado antes de lo que él pensaba.

Vio algunas caras conocidas entre la gente sentada en el suelo, a dos inspectores, a quienes casi tuvo que pasar por encima para entrar en la sala. Vio que en la mesa, al fondo, había botellas y vasos de plástico, y le pareció un buen punto de observación, menos arriesgado que otros.

Pero el problema era llegar hasta allí; vinieron a su memoria los entrenamientos de asalto de su época en el ejército.

– ¡Eh, hola!

Cathy Jackson, moviéndose como una muñeca de trapo, se le vino encima durante unos instantes y se alejó, llevada por un tipo grandullón -muy grandullón- con el que fingía bailar.

– Hola -dijo Rebus con un intento de sonrisa que pareció más bien una mueca.

Consiguió llegar al punto relativamente seguro de la mesa con bebidas y se sirvió un chupito de whisky. Eso para empezar. A continuación observó cómo Cathy Jackson (por quien se había bañado, acicalado, cepillado, peinado y echado colonia) metía la lengua en la cavernosa boca de su pareja. Casi le daban náuseas. ¡Su previsible pareja para la velada se escaqueaba! Así aprendería a ser optimista. ¿Y ahora, qué? ¿Largarse discretamente o inventar cualquier cosa para iniciar una conversación con alguien?

Un hombre fornido que, con toda evidencia, no era policía, salió de la cocina en aquel momento y, con un pitillo en la boca y un vaso vacío en cada mano, se acercó a la mesa.

– Qué desastre -exclamó sin dirigirse a nadie en particular, mientras buscaba entre las botellas-, esto es bastante aburrido, ¿no? Perdone que lo diga.

– Sí, un poco.

«Bueno, ya está; ya he hablado con alguien. Ya se ha roto el hielo, así que aún estoy a tiempo de largarme sin llamar la atención», pensó Rebus.

Pero no se marchó. Vio que el hombre rehacía con habilidad el embrollado camino entre los que bailaban, llevando los vasos en la mano como si fueran dos cachorrillos, y contempló cómo, siguiendo el estruendo de otro disco que sonaba en el invisible aparato de música, los bailarines reanudaban su danza de guerra. También vio entrar en la estancia a una mujer que parecía sentirse tan absolutamente incómoda como él, y alguien señaló hacia la mesa donde él se había situado.

Tendría más o menos la misma edad que él y se le notaban los años. Vestía un traje bastante a la moda (¿quién era él para opinar de moda?, pensó; su propio traje, entre aquella concurrencia, parecía un atuendo de funeral), había pasado hacía poco por la peluquería, tal vez aquella misma tarde, y llevaba gafas de secretaria, pero no era una secretaria. Captó todo eso de una ojeada, mientras veía como ella se abría paso hacia él.

Le ofreció un Bloody Mary recién servido.

– ¿He acertado con el cóctel? -dijo alzando la voz por encima del estruendo.

Ella apuró la bebida y respiró profundamente mientras él volvía a llenar el vaso.

– Gracias -dijo-. Normalmente no bebo, pero muchas gracias.

«Magnífico; Cathy Jackson pierde la cabeza y la moral, y a mí me cae una abstemia», pensó Rebus con ojos risueños. Pero pensar eso estaba mal; la recién llegada no se lo merecía, y se arrepintió mentalmente.

– ¿Le apetece bailar? -preguntó para redimirse.


* * *

– ¿Lo dice en serio?

– Pues, sí. ¿Ocurre algo?

Rebus, en su faceta machista, no podía creérselo. Era inspectora y, además, oficial de enlace con la prensa en el mismo caso de asesinato.

– Oh -replicó- es que yo trabajo en el mismo caso.

– John, mire lo que le digo, si el caso sigue a este ritmo acabarán trabajando en él todos los policías, ya sean hombres o mujeres, de Escocia. Como lo oye.

– ¿Qué quiere decir?

– Que ha habido otro secuestro. Una mujer ha denunciado esta tarde la desaparición de su hija.

– Mierda. Disculpe.

Habían bailado y bebido, se habían separado y vuelto a encontrar, y parecían hacer buenas migas. Estaban en el pasillo, apartados del barullo de la pista de baile. La cola para entrar al único baño del apartamento comenzaba a alborotarse al final del pasillo.

De pronto, Rebus se encontró mirando a través de las gafas de Gill Templer y viendo, más allá del vidrio y el plástico, aquellos ojos verde esmeralda. Quería decirle que nunca había visto unos ojos tan bonitos, pero temía que se lo tomara como un cliché. Ella bebía ahora zumo de naranja, mientras él seguía con el whisky para «soltarse», aunque sin esperar nada especial de la velada.

– Hola, Gill.

Rebus vio a su lado al hombre fornido con quien había intercambiado unas palabras junto a la mesa de las bebidas.

– Cuánto tiempo.

El hombre trató de darle un beso en la mejilla a Gill Templer, pero lo único que consiguió fue trastabillar y besar la pared.

– Jim, ¿te has pasado con la bebida? -comentó ella con frialdad.

El aludido se encogió de hombros y miró a Rebus.

– Todos tenemos nuestra cruz, ¿verdad? -dijo tendiéndole la mano-. Jim Stevens.

– Ah, ¿el periodista? -inquirió Rebus estrechando brevemente la mano cálida y sudada del reportero.

– Te presento al sargento John Rebus -terció Gill Templer.

Rebus advirtió que Stevens se sonrojaba y miraba con ojos de liebre asustada, aunque lo disimuló de inmediato.

– Encantado -dijo, y añadió señalando con la cabeza-: Gill y yo nos conocemos desde hace tiempo, ¿verdad, Gill?

– No tanto como tú crees, Jim.

Él se echó a reír y miró a Rebus.

– Es que es muy tímida -dijo-. He oído que han matado a otra niña.

– Jim tiene espías por todas partes.

Stevens se dio unos golpecitos en su nariz enrojecida, sonriendo a Rebus.

– Por todas partes -repitió-, y llego a todas partes.

– Sí, este Jim sabe cómo hacerse invisible -dijo Gill con voz glacial, manteniendo los ojos a resguardo tras el vidrio y el plástico.

– ¿Mañana habrá otra rueda de prensa, Gill? -preguntó Stevens mientras buscaba en los bolsillos un paquete de tabaco perdido hacía rato.

– Sí.

El periodista puso una mano en el hombro de Rebus.

– Gill y yo nos conocemos hace tiempo.

Dicho lo cual se alejó, volviéndose para saludarlos con la mano sin esperar respuesta, mientras seguía buscando sus cigarrillos y archivaba mentalmente el rostro de Rebus.

Gill Templer suspiró y se recostó en la pared donde había aterrizado el beso de Stevens.

– Es uno de los mejores periodistas de Escocia -dijo a modo de resumen.

– ¿Y su trabajo consiste en tratar con gente como él?

– No es tan fiero como parece.

En la sala de baile se entabló una discusión.

– Vaya -comentó Rebus sonriendo-, ¿habrá que llamar a la policía o prefiere ir a un restaurante que yo conozco?

– ¿Es para ligar?

– Tal vez. Usted sabrá, que es policía.

– Bien, sea lo que sea, sargento Rebus, tiene suerte porque me muero de hambre. Voy a por mi abrigo.

Rebus, más contento consigo mismo, recordó que él también tenía un abrigo en alguna parte. Lo encontró en un dormitorio, junto con los guantes y -oh, sorpresa- la botella de vino incólume. Se la guardó en el bolsillo, interpretándolo como un signo divino de que la necesitaría más tarde.

Gill fue a otro dormitorio a rebuscar en un montón de abrigos que había encima de la cama. Bajo la colcha parecía haber un acoplamiento, y el conjunto de abrigos y ropa de cama se encrespaba y sacudía como una gigantesca ameba. Gill, conteniendo la risa, logró por fin dar con su abrigo y se reunió con Rebus, que la esperaba en la puerta con gesto cómplice.

– Adiós, Cathy. Gracias por invitarme -dijo él en voz alta antes de darse la vuelta.

Oyeron un grito sofocado, tal vez a modo de respuesta, procedente de debajo de las sábanas, y Rebus, con los ojos muy abiertos, sintió que sus fibras morales se desmigaban como un bizcocho.


* * *

Se sentaron en el taxi guardando cierta distancia.

– ¿Así que hace mucho que conoce a ese Stevens?

– Es un recuerdo exclusivamente suyo -contestó ella sin dejar de mirar al frente, hacia la calle mojada-. Pero la memoria de Jim ya no es lo que era. No, en serio, salimos una vez y punto -añadió alzando un dedo-. Creo que fue un viernes por la noche. Desde luego, fue un grave error.

Rebus se contentó con aquella explicación. Volvía a sentir hambre.

Pero cuando llegaron al restaurante estaba cerrado -incluso para Rebus- y él le dio al taxista la dirección de su casa.

– Soy un hacha haciendo bocadillos de beicon -dijo.

– Lo siento, pero soy vegetariana -dijo ella.

– Dios mío, ¿no come verduras?

– ¿Por qué será que los carnívoros siempre tienen que hacer chistes con eso? -replicó ella en tono irónico-. Igual que hacen los hombres con las feministas. ¿Por qué?

– Porque nos dan miedo -respondió Rebus, repentinamente sereno.

Gill le miró, pero él observaba por la ventanilla a los borrachos noctámbulos que sorteaban obstáculos del suelo en Lothian Road en busca de alcohol, mujeres, felicidad. Para algunos era una búsqueda interminable; entraban y salían tambaleándose de las discotecas y los pubs, de las tiendas de comida para llevar, royendo los huesos empaquetados de su existencia. Lothian Road era el vertedero de Edimburgo. Pero también contaba con el hotel Sheraton y el Usher Hall. Rebus había estado una vez en el Usher Hall con Rhona y un público de espíritus afines para escuchar la misa de Réquiem de Mozart. Era muy propio de Edimburgo ofrecer unas migajas de cultura entre tiendas de comida rápida. Una misa de Réquiem y un paquete de patatas fritas.


* * *

– Bueno, ¿qué tal va su cometido de enlace con la prensa?

Estaban sentados en su cuarto de estar, rápidamente despejado. Su gran orgullo y placer, un cásete Nakamichi, reproducía una cinta de su selecta colección de jazz para horas nocturnas; Stan Getz o Coleman Hawkins.

Calentó una rodaja de atún y preparó sándwiches de tomate, dado que Gill había reconocido que a veces comía pescado. Abrió la botella de vino y preparó una cafetera de café recién molido, un lujo que reservaba exclusivamente para el desayuno de los domingos. Ahora estaba sentado frente a su invitada, observándola comer, y pensó -con cierto sobresalto- que era la primera mujer que invitaba a su casa desde que Rhona le había dejado, pero por su mente cruzaron borrosamente un par de ligues de una noche.

– La tarea de enlace con la prensa está bien. No es una pérdida de tiempo absoluta, ¿sabe? Hoy en día cumple un objetivo útil.

– Ah, no lo pongo en duda.

Ella le miró y consideró hasta qué punto hablaba en serio.

– Bueno -prosiguió ella-, sé de muchos colegas que piensan que mi trabajo es una pérdida de tiempo y de recursos humanos. Pero créame, en un caso como éste es absolutamente crucial que mantengamos a los medios de comunicación de nuestra parte, facilitándoles la información que nos interesa que publiquen cuando conviene que la publiquen. Eso sirve para evitar muchos problemas.

– Bravo, bravo.

– No se burle, granuja.

Rebus se echó a reír.

– Yo siempre soy muy serio. Policía cien por cien.

Gill Templer volvió a mirarle. Tenía verdaderamente ojos de inspectora: taladraban la conciencia, hurgaban en la culpabilidad, sondeaban la astucia, se clavaban en uno para obligarle a ceder.

– Y siendo oficial de enlace -dijo Rebus-, tendrá que… enlazar muy de cerca con la prensa, ¿no?

– Ya veo dónde quiere ir a parar, sargento Rebus, y como soy su superiora, le ordeno que no siga.

– ¡A la orden, señora! -exclamó Rebus haciendo un conciso saludo militar.

Volvió de la cocina con otra cafetera.

– ¿Verdad que la fiesta era horrorosa? -inquirió Gill.

– Es la primera fiesta a la que he ido en mi vida -contestó Rebus-. Pero bueno, gracias a ella la he conocido.

Ella soltó una carcajada con la boca llena de atún, pan y tomate.

– Está loco -exclamó ella-. Loco.

Rebus enarcó las cejas sonriendo. ¿Había perdido la costumbre? No, no. Qué milagro.

Instantes después ella tuvo que ir al baño. Rebus fue a cambiar la cinta y pensó en lo limitados que eran sus gustos musicales. ¿Qué grupos eran ésos que ella había mencionado?

– En el pasillo a mano izquierda -dijo.

Cuando volvió del baño sonaba otra vez jazz, a veces tan suave que apenas se oía. Rebus volvió a sentarse.

– ¿Qué es esa habitación enfrente del baño, John?

– Era el cuarto de mi hija -contestó él, sirviendo café-, pero ahora está llena de trastos. No la uso.

– ¿Cuándo se separaron su mujer y usted?

– Más tarde de lo que debíamos. Lo digo en serio.

– ¿Qué edad tiene su hija? -añadió ella, ahora con un tono maternal, casero, muy distinto a las inflexiones hirientes de la soltera profesional.

– Casi doce -contestó él-. Casi doce años.

– Una edad difícil.

– Todas lo son.

Cuando se terminó el vino y ya no les quedaba más que media taza de café, uno de los dos sugirió ir a la cama. Intercambiaron unas tímidas sonrisas y promesas rituales de no comprometerse a nada y, una vez acordado el pacto, se encaminaron en silencio hacia el dormitorio.

El asunto empezó bastante bien. Los dos eran maduros y conocían de sobra el juego como para andarse con remilgos. A Rebus le impresionó la agilidad y la inventiva de ella y esperaba que a ella le impresionara la suya. Gill arqueó la columna vertebral para entrelazarse plenamente con él, propiciando el introito definitivo.

– John -susurró, apretándose contra él.

– ¿Qué?

– Nada. Voy a darme la vuelta.

Rebus se arrodilló y ella le dio la espalda con las piernas abiertas, apoyando las yemas de los dedos en la pared desnuda, a la espera. Él, en la breve pausa, miró el cuarto a su alrededor, la tenue luz azul que bañaba los libros, los bordes del colchón.

– Oh, un futón -había comentado ella, desvistiéndose rápidamente mientras él sonreía sin decir nada.


* * *

Le daba vueltas la cabeza.

– Vamos, John, vamos.

Se inclinó sobre ella, con el rostro en su espalda. Había hablado de libros con Gordon Reeve durante el cautiverio; había hablado sin parar, recitándolos de memoria; estaban encerrados y aislados, oyendo las torturas en la celda contigua. Pero habían aguantado. Era el objetivo del entrenamiento.

– John, oh, John.

Gill se incorporó y volvió la cabeza hacia él, pidiendo un beso. Gill, Gordon Reeve, pidiéndole algo, algo que no podía darle. A pesar del entrenamiento, a pesar de los años de práctica, de los años de trabajo y perseverancia.

– ¿John?

Pero él estaba ahora en otro lugar, dentro del campamento, cruzando penosamente un terreno embarrado, con el oficial gritándole «¡Más rápido!», en aquella celda, mirando una cucaracha cruzar el suelo sucio, en el helicóptero, con una bolsa en la cabeza, sintiendo en sus oídos el oleaje del mar…

– ¿John?

Ella se dio la vuelta con dificultad, preocupada. Vio las lágrimas a punto de asomar por sus ojos y apretó su cara contra la de él.

– Oh, John. No importa. De verdad que no.

Y un instante después añadió:

– ¿No te gusta hacerlo así?


* * *

Permanecieron tumbados, él con mala conciencia y maldiciendo los motivos de su trastorno y el hecho de haberse quedado sin cigarrillos; ella, adormecida, cariñosa, susurrándole cosas de su vida.

Al cabo de un rato se desvaneció el sentimiento de culpabilidad de Rebus; al fin y al cabo no tenía por qué sentirse culpable. Lo único que sentía era la evidente falta de nicotina. Recordó que tenía que ver a Sammy dentro de seis horas y pensó que la madre de su hija sabría, instintivamente, lo que él, John Rebus, había estado haciendo unas horas antes. Tenía el don de leer el alma con una excepcional sagacidad y había sido testigo, y muy directo, de sus inesperadas crisis de llanto, responsables en parte -suponía- de su ruptura.

– ¿Qué hora es, John?

– Las cuatro. Un poco más tarde, quizás.

Sacó el brazo de debajo de ella y se levantó para salir del cuarto.

– ¿Te apetece beber algo? -preguntó.

– ¿Como qué?

– No sé; café… No creo que valga la pena echar un sueño, pero si estás cansada…

– No, tomaré un café.

Rebus se dio cuenta por el tono de voz y la forma de hablar entre dientes que se quedaría dormida antes de que él llegara a la cocina.

– De acuerdo -dijo.

Se preparó una taza de café fuerte y muy dulce, y se sentó en un sillón para tomárselo. Conectó la estufa de gas del cuarto de estar y se puso a leer un libro. Tenía que ver a Sammy y su mente huía de la historia de intriga del libro que no recordaba haber empezado. Sammy iba a cumplir doce años, había superado unos años de riesgo y ahora le aguardaban otros peligros inminentes: pervertidos, viejos que se la comerían con los ojos, machitos acosadores y, además, los impulsos propios de los chicos de su edad, sin olvidar el hecho de que los que consideraba amigos se convertirían pronto en insistentes perseguidores. ¿Saldría bien librada de todo eso? Si su madre colaboraba, saldría admirablemente bien, sabría resistir y esquivar las situaciones. Sí, podría superarlo sin los consejos y la protección del padre.

Los jóvenes eran más fuertes hoy en día. Pensó en su juventud; su hermano Michael era el más pequeño y él se pegaba por los dos. Y, cuando volvían a casa, a quien su padre mimaba era a Michael; él se hundía en el mullido sofá queriendo desaparecer… algún día; ya lo lamentarían, lo lamentarían…

A las siete y media entró en el perfumado dormitorio, que olía a sexo y a madriguera, y despertó a Gill con un beso.

– Es hora de levantarse -dijo-. Te preparo un baño.

Olía bien; como una niña envuelta en una toalla caliente. Admiró las formas de aquel cuerpo acurrucado estirándose bajo la luz tenue y desvaída del sol. Desde luego era un cuerpo estupendo, sin estrías; unas piernas impecables y un cabello despeinado muy incitante.

– Gracias.

Tenía que estar en jefatura a las diez para coordinar la siguiente conferencia de prensa. Había mucho trabajo. El caso seguía creciendo como un cáncer. Rebus llenó la bañera, frunciendo el ceño al ver señales de mugre. Necesitaba una mujer de la limpieza. Tal vez Gill la limpiaría.

«Otra indelicadeza. Disculpas.»

El remordimiento le hizo pensar en ir a la iglesia. Al fin y al cabo, era domingo y hacía semanas que se prometía hacerlo, encontrar alguna otra iglesia en Edimburgo y probar otra vez.

Detestaba la religión de los feligreses; detestaba las sonrisas y la forma de ser de los protestantes escoceses, ese énfasis en una comunión no con Dios sino con el prójimo. Había probado en siete iglesias de diversa denominación y ninguna le había gustado. Intentó permanecer en casa los domingos y sentarse dos horas a leer la Biblia y rezar, pero tampoco dio resultado. Estaba atascado: era un creyente alejado de la fe. ¿Le bastaba a Dios la fe personal? Tal vez, pero no una fe como la suya, que parecía depender de su sentimiento de culpa y de su hipocresía cada vez que pecaba; un sentimiento de culpa que sólo se mitigaba en la congregación pública de fieles.

– ¿Está listo el baño, John?

Gill se arregló el pelo, desnuda y desenvuelta, sin coger las gafas del dormitorio. John Rebus vio el riesgo que corría su alma. Al cuerno, pensó, agarrándola por la cintura. Siempre habría tiempo para la contrición.

Tuvo que pasar la fregona por el suelo del baño; resultado empírico de que el principio de Arquímedes se había verificado una vez más. El agua lo había inundado todo como hidromiel y él había estado a punto de ahogarse.

Pero se sentía bien.

– Dios, soy un pobre pecador -musitó mientras Gill se vestía.

Cuando cruzó la puerta del piso ya había recuperado su empaque y su actitud de eficiencia, como si saliera de una visita oficial de veinte minutos.

– ¿Podemos quedar otro día? -preguntó él.

– Podemos -contestó ella, hurgando en el bolso. A Rebus le intrigaba por qué las mujeres siempre hacían eso, sobre todo en las películas de misterio, después de haberse acostado con un hombre. ¿Sospechaban que el hombres les había quitado algo?-. Pero será difícil -prosiguió- tal como evoluciona el caso. Prometámonos que estaremos en contacto, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

Esperaba que ella advirtiera la desilusión en su voz, la decepción del niño al que le han negado lo que pedía.

Se dieron un último beso, con los labios laxos, y ella se marchó. Pero su perfume permaneció flotando y Rebus aspiró con fuerza antes de disponerse a emprender la jornada. Encontró una camisa y unos pantalones que no apestaban a tabaco, se los puso despacio, complaciéndose ante su imagen en el espejo del baño, con los pies húmedos y tarareando una melodía.

La vida valía la pena a veces. A veces.

Capítulo 11

Jim Stevens se metió otras tres aspirinas en la boca y las deglutió con zumo de naranja. Ya era una ignominia que le vieran en un bar de Leith tomando zumo de fruta, pero es que tan sólo la idea de beberse un simple vaso de rica y espumosa cerveza le daba náuseas. Había bebido demasiado en aquella fiesta; demasiado, sin parar y en excesivos combinados.

Leith comenzaba a mejorar. Algún poder fáctico había decidido quitarle el polvo y lavarle la cara. Abrían nuevos cafés de estilo francés y vinaterías, viviendas estudio y tiendas de delicatessen. Pero seguía siendo Leith, el viejo puerto, que conservaba aún el eco de su ajetreado pasado, cuando descargaban allí los toneles de vino de Burdeos que se vendían al por menor en plena calle, en carros tirados por un caballo. Si algo le quedaba a Leith era su mentalidad portuaria y las tradicionales tabernas de puerto.

– ¡Dios! -clamó una voz a sus espaldas-. Si es el hombre que todo lo toma doble, hasta los refrescos.

Una manaza, el doble de grande que la suya, aterrizó en el hombro de Stevens. El hombre moreno se acomodó en un taburete a su lado sin quitarle la mano del hombro.

– Hola, Podeen -dijo Stevens, que comenzaba a sudar en aquel ambiente cargado.

Sentía las palpitaciones terminales de la resaca; notaba el olor a alcohol que exudaban sus poros.

– Señor mío, James, muchacho, ¿qué es eso que tomas? Camarero, ponle rápidamente un whisky. ¡Se va a atrofiar con zumo infantil!

Podeen apartó con un gruñido la mano del hombro del periodista lo justo para aliviar el peso y volvió a dejarla caer con un palmetazo. Stevens sintió las vísceras removerse en una protesta.

– ¿Puedo hacer algo por ti hoy? -inquirió Podeen en voz mucho más baja.

Big Podeen había sido marinero veinte años y su cuerpo era un muestrario de cicatrices y muescas recibidas en mil puertos. Stevens no sabía cómo se ganaba ahora la vida ni quería saberlo; trabajaba ocasionalmente de gorila en los pubs de Lothian Road y otros dudosos establecimientos de bebidas de Leith, pero eso no era más que la punta del iceberg de sus ingresos. Había tanta suciedad en los dedos de Podeen que era muy posible que sus ingresos económicos procedieran de escarbar a mano el fértil suelo.

– Pues no, Jefe, no. Estoy meditando.

– Por favor, invítame a desayunar. Con ración doble de todo.

El camarero, casi haciendo un saludo militar, se alejó a encargar la comanda.

– ¿Lo ves, Jimmy? -añadió Podeen-. Tú no eres el único que lo toma todo doble.

La mano volvió a apartarse de la espalda de Stevens, y éste se encogió a la espera de otro palmetazo, pero esta vez fue un brazo lo que aterrizó junto a él sobre la barra. Stevens suspiró profundamente.

– Buena movida anoche, ¿eh, Jimmy?

– Ojalá la recordase.

Se había quedado dormido en un dormitorio Dios sabe a qué hora. Luego entró una pareja que lo llevó al cuarto de baño y lo dejó en la bañera, y allí estuvo durmiendo un par de horas o tres. Lo despertó un insoportable dolor en el cuello, la espalda y las piernas; tomó café como un poseso y después salió al frío del amanecer, charló en una tienda de prensa con unos taxistas y se sentó en la garita del portero de uno de los hoteles de Princes Street a tomar un té y hablar de fútbol con el vigilante de noche. Pero sabía que acabaría allí, en Leith, porque era su día libre y volvería a indagar el caso de las drogas, su niña bonita.

– ¿Hay mucha droga por aquí en este momento, Jefe?

– Oh, bueno, depende de lo que busques, Jimmy. Se comenta que andas metiendo demasiado la nariz en todo. Más te valdría ocuparte sólo de las drogas blandas y olvidarte de las duras.

– ¿Eso es un aviso, una amenaza o qué?

Stevens no estaba de humor para que le intimidasen de buena mañana, con aquella resaca dominical.

– Es un consejo amistoso, un consejo de amigo.

– ¿Quién es el amigo, Jefe?

– Yo, estúpido. No seas tan desconfiado. Escucha, hay algo de cannabis, pero nada más. A Leith ya no llega droga. Ahora la llevan a la costa de Fife o a Dundee. Hay sitios en donde han desaparecido los de aduanas. Ésa es la verdad.

– Lo sé, Jefe, lo sé. Pero aquí va a llegar un cargamento. Lo he visto. No sé de qué es, ni si es droga dura o blanda. Pero he visto pasarla. Y hace bien poco.

– ¿Cuándo?

– Ayer.

– ¿Dónde?

– En Calton Hill.

Podeen sacudió la cabeza.

– Pues eso no tiene nada que ver con los que yo pueda saber, Jimmy.

Stevens sabía que el gigantón sabía que él era de fiar, y que siempre le pasaba información que valía la pena, pero sólo la que le facilitaban quienes estaban interesados en que él se enterara de algo. Así pues, los traficantes de heroína le transmitían por medio de Podeen información sobre cannabis, y si él indagaba en el asunto, había probabilidades de que la policía sorprendiera a los culpables y el terreno quedase limpio para la demanda de heroína. Era una buena treta, una buena estratagema. Había mucho en juego. Pero Stevens conocía mejor el negocio y sabía que había un acuerdo tácito para que no descubriera a los peces gordos, porque en ese caso quedarían al descubierto empresarios y burócratas de Edimburgo, terratenientes con título y propietarios de Mercedes de la Ciudad Nueva.

Y eso no iban a consentirlo. Por eso le revelaban cosas sin trascendencia para que las rotativas siguieran funcionando y las malas lenguas propalaran que Edimburgo se estaba convirtiendo en una ciudad horrible. Siempre un poco de información, nunca el lote completo. Stevens lo comprendía. Hacía tanto tiempo que andaba metido en esto que a veces ni sabía de qué lado jugaba. En definitiva, poco importaba.

– ¿Tú no sabes nada?

– Nada, Jimmy. Pero ya husmearé por ahí; eso haré. Oye, lo que sí hay es un nuevo bar cerca de la exposición de Mackay. ¿Sabes dónde está?

Stevens asintió con la cabeza.

– Pues -prosiguió Podeen-, tiene fachada de bar, pero en la parte de atrás es un burdel. Hay una camarera guapísima que se lo hace por las tardes. Por si te interesa.

Stevens sonrió. Así que uno nuevo intentaba abrirse camino en la zona y a los veteranos, a los jefes finales de Podeen, no les gustaba. Por eso le daban a él, Jim Stevens, cierta información, para que cerraran el negocio del nuevo si a él le apetecía. Desde luego, el asunto daría para un buen titular, pero sería flor de un día.

¿Por qué no llamaban sencillamente a la policía? Sí, aunque al principio le sorprendía ese modo de proceder, ahora sabía la respuesta: porque actuaban conforme a las viejas reglas de no dar el soplo al enemigo. A él le reservaban el papel de mensajero, un mensajero con poder dentro del sistema. Un modesto poder, pero mayor que el de hacer las cosas siguiendo el conducto reglamentario.

– Gracias, Jefe, tomo nota.

Llegó el desayuno; un montón de beicon ondulado y brillante, dos huevos fritos casi transparentes, champiñones, pan frito y judías. Stevens apartó la vista y la fijó en la barra, como si estuviera muy interesado en un posavasos aún húmedo de la noche del sábado.

– Me llevo esto para comérmelo en la mesa, ¿de acuerdo, Jimmy?

– Bien, bien, Jefe.

– Hasta luego.

Se quedó solo, oliendo el tufo de la comida. Vio que el camarero estaba frente a él con la mano grasienta extendida.

– Dos libras con sesenta -dijo.

Stevens suspiró. A cuenta de la experiencia, o de la resaca, pensó mientras pagaba. Bueno, la fiesta sí había valido la pena, porque había conocido a John Rebus. Rebus era amigo de Gill Templer. Aquello era algo raro, pero interesante. Desde luego, Rebus era interesante, aunque físicamente no se parecía en nada a su hermano. Le había parecido una persona franca, pero ¿cómo se sabe por las apariencias si un policía es corrupto? Estaría podrido por dentro. Así que Rebus salía con Gill Templer. Recordó la noche que había estado con ella y se estremeció. Había sido uno de sus peores momentos.

Encendió un cigarrillo, el segundo del día. Aún tenía la cabeza embotada, pero el estómago se le iba asentando. Tal vez, incluso, le entrasen ganas de comer. Rebus parecía un tipo poderoso, pero no tanto como debió de serlo diez años atrás. En aquel momento estaría en la cama con Gill Templer. Cabrón, afortunado cabrón. Notó en el estómago un leve sobresalto de celos. Sabía bien el cigarrillo; le devolvía vida y fuerzas, o eso parecía. Pero sabía que aquello le estaba matando y que le ennegrecía las entrañas. Al diablo con ello. Fumaba porque sin tabaco no podía pensar. Y en aquel momento estaba pensando.

– Eh, ponme uno doble, por favor.

El camarero se acercó.

– ¿Otro zumo de naranja?

Stevens le miró desconcertado.

– No seas tonto, un whisky doble -dijo-. Grouse, si es lo que tienes en esa botella de Grouse.

– Aquí no hacemos trucos de ésos.

– Me alegra saberlo.

Se tomó el whisky y se sintió mejor; pero enseguida volvió a sentirse peor. Fue al servicio, pero el hedor le hizo sentirse todavía peor. Se inclinó sobre el lavabo y echó unas babas con líquido entre fuertes arcadas, pero no pudo vomitar. Tenía que dejar la bebida. Tenía que dejar de fumar. Le estaban matando, pero también eran lo único que le mantenía vivo.

Se acercó a la mesa de Big Podeen sudoroso, sintiéndose viejo.

– Un desayuno estupendo, ya lo creo que sí -comentó el gigantón con los ojos brillantes, como un niño.

Stevens se sentó a su lado.

– ¿Qué se sabe de polis corruptos? -inquirió.

Capítulo 12

– Hola, papá.

Tenía once años pero parecía mayor, hablaba y sonreía como una joven, como si fuese casi a cumplir veintiuno. Ése era el resultado de que su hija viviera con Rhona. Al darle un beso en la mejilla pensó en la despedida de Gill. Olía a perfume y llevaba una leve sombra de maquillaje en los ojos.

Sintió deseos de matar a Rhona.

– Hola, Sammy-dijo.

– Mamá dice que, como ya voy siendo mayor, deberían llamarme Samantha, pero bueno, creo que no importa que tú me llames Sammy.

– Ah, bien; tu madre tiene razón, Samantha.

Miró de reojo a su mujer que se alejaba; una silueta lograda gracias al sometimiento férreo del cuerpo al corsé, y observó complacido que no se conservaba tan bien como él había creído a través de sus escasas conversaciones por teléfono. Ahora, sin mirar atrás, subía al coche, un modelo pequeño y caro, pero con una abolladura lateral que levantó la moral de Rebus.

Rememoró cuánto se había deleitado haciendo el amor con aquel cuerpo; la carne suave -el relleno, como ella decía- de sus muslos y de su espalda. Un momento antes ella le había dirigido una mirada de frialdad y extrañeza, cuando advirtió en sus ojos aquel brillo de la satisfacción sexual, y acto seguido dio media vuelta. Así que, efectivamente, aún podía leer en su corazón.

– Bueno, ¿qué te gustaría hacer?

Se habían detenido a la entrada del parque de Princes Street, cerca de los lugares más turísticos de Edimburgo. Por Princes Street, con sus tiendas cerradas en domingo, deambulaban algunos peatones, y en los bancos del parque había gente echando migas a las palomas y a las ardillas canadienses, o leyendo los periódicos del domingo. Al fondo se alzaba el Castillo, con su bandera ondeando briosa al viento. El misil gótico del monumento a Escocia señalaba religiosamente a los fieles la dirección correcta, pero a los turistas que lo fotografiaban con sus costosas cámaras japonesas no parecía interesarles mucho las connotaciones simbólicas del monolito ni les importaba como tal, sólo querían tomar una instantánea para enseñársela a sus amistades al volver a su país. Los turistas dedicaban tanto tiempo a fotografiar cosas que realmente no veían nada, a diferencia de los grupos de jóvenes, tan ocupados en disfrutar de la vida e indiferentes a captar falsas impresiones de la misma.

– Bueno, ¿qué te gustaría hacer?

Estaban en la versión turística de la capital. A los turistas no les interesaban las barriadas periféricas; nunca se aventurarían por Polton, Niddrie o Oxgangs, ni tendrían que entrar en ningún edificio con meadas a detener a nadie; no les impresionarían los camellos y los yonquis de Leith, la habilidosa corrupción de los prohombres de la ciudad ni los pequeños hurtos de una sociedad tan abocada al materialismo que robar era la única reacción ante lo que consideraban como necesario. Y, casi con toda seguridad, no sabrían nada (al fin y al cabo no venían a Edimburgo a leer los periódicos y ver la televisión) de la nueva estrella de los medios de comunicación, el asesino de niñas que la policía no había logrado capturar aún, el asesino que traía de cabeza a las fuerzas de la ley y el orden, carentes de pistas, de indicios, sin ninguna maldita posibilidad de atraparle hasta que cometiera algún error. Sentía lástima por Gill por su trabajo. Sentía lástima por Edimburgo, por sus maleantes y bandidos, sus prostitutas y jugadores, sus eternos perdedores y ganadores.

– Bueno, ¿qué te gustaría hacer?

Su hija se encogió de hombros.

– No lo sé. ¿Pasear? ¿Comer una pizza? ¿Ir al cine?

Pasearon.


* * *

John Rebus conoció a Rhona Phillips cuando acababa de entrar en la policía. Antes de ingresar en el cuerpo había sufrido una depresión nerviosa («¿Por qué dejaste el ejército, John?») de la que se recuperó en un pueblo pesquero de la costa de Fife, aunque a Michael no le dijo nada de aquella cura de reposo.

En sus primeras vacaciones desde que ingresó en el cuerpo -sus primeras auténticas vacaciones en años, pues las anteriores las había dedicado a preparar los exámenes-, Rebus volvió a aquel pequeño pueblo, y allí conoció a Rhona. Era maestra, había pasado por un lamentable y breve matrimonio, y vio en John Rebus un marido firme y responsable, una persona batalladora, pero también alguien a quien ofrecer cariño, ya que su fortaleza no acababa de ocultar alguna flaqueza interior. Pronto pudo comprobar que le atormentaban sus años en el ejército y, sobre todo, su paso por los «servicios especiales»; había noches en que se despertaba llorando, y a veces rompía en llanto en silencio cuando hacían el amor, y sus gruesas lágrimas humedecían sus pechos. No hablaba mucho de aquello y ella no insistía; sabía que él había perdido un amigo durante el curso de entrenamiento. Era todo cuanto sabía, y él se acogía a la faceta infantil y maternal de ella. A Rhona le parecía ideal. Demasiado ideal.

No era el hombre ideal. Él no habría debido casarse. Vivieron bastante felices; Rhona enseñaba literatura inglesa en Edimburgo hasta que nació Samantha; a partir de entonces, las persistentes discusiones y pugnas de poder, por resentimiento y celos fueron haciéndose cada vez más agrias. ¿Se entendía ella con otro profesor de su colegio? ¿Estaba él con otra cuando decía que se quedaba haciendo turnos dobles? ¿Tomaba ella drogas a espaldas de él? ¿Aceptaba él sobornos sin que ella lo supiera? En realidad, no sucedía nada de eso, pero, en cualquier caso, no parecía que eso fuera lo importante. No, lo que se cernía sobre ellos era algo peor, pero ninguno de los dos percibió lo inevitable hasta que fue demasiado tarde, y siguieron consolándose cariñosamente y reconciliándose, como en las telenovelas moralistas. Tenían que pensar en la niña, se decían.

La niña, Samantha, era ya una jovencita, y Rebus se dio cuenta de que estaba contemplándola con admiración y mala conciencia (otra vez) mientras paseaban por el parque, por las cercanías del Castillo y camino del cine ABC, en Lothian Road. No es que fuera una belleza, pues ésta era una cualidad exclusiva de las mujeres adultas, pero iba camino de serlo con una inefable e impresionante confianza que, al mismo tiempo, le daba miedo. Al fin y al cabo, era su padre. Era lógico que sintiera cierta preocupación.

– ¿Quieres que te cuente una cosa del nuevo novio de mamá?

– Sabes muy bien que sí.

Ella lanzó una risita; conservaba rasgos de niña pequeña, pero incluso la risa resultaba ahora distinta, parecía más controlada, más de mujer.

– Por lo visto es poeta, pero aún no le han publicado nada. Sus poemas son una porquería, pero mamá se lo calla. Piensa que su… ya sabes, es una maravilla.

¿Aquella manera de hablar como una persona adulta era para impresionarle? Eso debía de ser.

– ¿Qué edad tiene? -preguntó Rebus, estremeciéndose por aquella inopinada vanidad.

– No lo sé. Veinte años tal vez.

Dejó de estremecerse y casi se tambaleó. Veinte años. Rhona se había vuelto una infanticida, Dios mío. ¿Qué efecto causaría todo ello en Sammy? ¿En Samantha, la fingida adulta? No quería ni pensarlo; pero él no era psicoanalista. Ésa era la especialidad de Rhona, o lo había sido.

– De verdad, papá, es un poeta horroroso. Yo escribo mejores poemas en mis ejercicios del colegio. Después del verano ingresaré en el instituto. Tiene gracia, ir a la escuela donde da clases mamá.

– ¿De verdad? -Rebus se había dado cuenta de que había algo que le molestaba: un poeta de veinte años-. ¿Cómo se llama ese chico? -inquirió.

– Andrew. Andrew Anderson -contestó ella-. ¿No suena gracioso? Bueno, la verdad es que es majo, pero un poco raro.

Rebus lanzó una maldición para sus adentros: el hijo de Anderson, el hijo aprendiz de poeta del temido Anderson se acostaba con la ex mujer de Rebus. ¡Qué ironía! No sabía si echarse a reír o llorar. Reírse parecía lo más adecuado, aunque no mucho.

– ¿De qué te ríes, papá?

– De nada, Samantha. Es que estoy contento. ¿Qué decías?

– Que mamá le conoció en la biblioteca. Vamos mucho a la biblioteca, porque a mamá le gusta la literatura; yo prefiero novelas de amor y de aventuras. Los libros que mamá lee yo no los entiendo. ¿Tú leías los mismos libros que ella… antes de…?

– Sí, leíamos los mismos libros, pero yo tampoco los entendía, así que no te preocupes. Me alegra que leas mucho. ¿Cómo es la biblioteca?

– Muy grande, pero van muchos vagabundos a dormir y a pasar el tiempo. Piden un libro, se sientan y se duermen. ¡Y qué mal huelen!

– Pues no te acerques a ellos, ¿sabes? Mejor dejarles que se junten entre ellos.

– Sí, papá.

Asentía a sus palabras con cierta reticencia, como dándole a entender que sus consejos paternales eran innecesarios.

– ¿Te apetece ir al cine?

Pero el cine estaba cerrado, así que fueron a una heladería en Tollcross. Rebus contempló cómo Samantha elegía seis gustos distintos para un superhelado. Estaba todavía en la edad en que se come sin engordar. Rebus sintió complejo por su panza culpable, por no negarle nada a su estómago. Pidió un capuchino sin azúcar y miró por el rabillo del ojo a un grupo de chavales que había en otra mesa y que miraban hacia ellos entre cuchicheos y risitas, atusándose el pelo y fumando como si el tabaco fuese fuente de vida. De no haber estado con Sammy, los habría detenido por atentar contra su propio crecimiento.

Además, le daba envidia verles fumar. Cuando iba con su hija no fumaba porque a ella no le gustaba que lo hiciera. La madre de Sammy también le decía a gritos que dejase de fumar, y le escondía el tabaco y el mechero, pero él tenía escondrijos con cigarrillos y cerillas por toda la casa. Había continuado fumando sin hacerle caso, y a veces irrumpía en el cuarto con un pitillo en los labios y una sonrisa victoriosa, y Rhona le gritaba que lo apagase y le perseguía por la habitación, entre los muebles, braceando inútilmente para quitárselo de la boca.

Eran tiempos felices, tiempos de rencillas amorosas.

– ¿Qué tal el colegio?

– Bien. ¿Tú trabajas en ese caso de asesinatos?

– Sí.

Dios, sería capaz de matar por un cigarrillo, de arrancarle la cabeza a uno de aquellos jovenzuelos.

– ¿Atraparéis al asesino?

– Sí.

– Papá, ¿qué les hace a las niñas? -preguntó mirando fijamente, como quien no quiere la cosa, la copa de helado casi vacía.

– No les hace nada.

– ¿Sólo las mata?

Sus labios estaban desvaídos. Sí, volvía a ser su niña, su hijita indefensa, y le dieron ganas de abrazarla y reconfortarla, y de decirle que el mundo perverso estaba lejos de allí, que con él estaba segura.

– Eso es -contestó.

– Menos mal que sólo hace eso.

Los chicos lanzaban silbidos para atraer la atención de Sammy. Rebus sintió que enrojecía. En cualquier otra ocasión se habría abalanzado sobre ellos para imponer la fuerza de la ley ante sus caritas perplejas. Pero no estaba de servicio; estaba pasando la tarde con su hija, caprichoso resultado de un orgasmo entre gruñidos, un orgasmo en el que un afortunado espermatozoide había alcanzado la meta, cuando, seguramente, Rhona estiraba ya el brazo para coger el libro que estaba leyendo, quitándose de encima, sin musitar palabra, el cuerpo extenuado del amante. ¿Habría estado pensando en el libro todo el rato? Tal vez. Y él, el amante, se sentía desinflado y vacío, un espacio huero, como si aquello no hubiera sido un intercambio. Ése era el triunfo de Rhona.

«Y él le pedía a gritos un beso. Un grito de anhelo, de soledad.

«¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!»

– Venga, vámonos.

– Bueno.

Pasaron por delante de la mesa de los excitados chavales, que con sus caras de lujuria apenas disimulada, se alborotaban como monitos, y Samantha dirigió una sonrisa a uno de ellos. «¡Le había sonreído a uno!»

Rebus, aspirando una bocanada de aire fresco, se preguntaba adónde iría a parar su mundo, y pensó si sus razones para creer en otra realidad no estarían motivadas por lo odiosa y triste que era la vida cotidiana. Si no había más que eso, la vida era la invención más deplorable de la historia. Podría matar a aquellos críos y querría ahogar a su hija para protegerla de lo que ella misma quería… y obtendría. Comprendió que no tenía nada que decirle ni nada que objetar a lo que aquellos chicos hacían; que él no tenía nada en común con ella, a excepción de su propia sangre, mientras que ellos lo tenían todo en común con Samantha. El cielo estaba oscuro como en una ópera de Wagner, oscuro como el pensamiento de un asesino. Imágenes de oscuridad mientras el mundo de John Rebus saltaba en pedazos.

– Es la hora -dijo ella; a su lado, pero mucho mayor que él, mucho más llena de vida-. Es la hora.

Y lo era.

– Démonos prisa, que va a llover -dijo Rebus.


* * *

Se sentía cansado y recordó que no había dormido, que había dedicado la breve noche a una tarea hercúlea. Cogió un taxi para volver a casa -a la mierda el gasto- y llegó casi arrastrándose por la escalera hasta la puerta de su piso. Olía muy fuerte a meados de gato. Dentro, en el suelo, había una carta sin sello. Lanzó una maldición. El malnacido se movía como quería sin que lo descubrieran. Abrió el sobre y leyó la nota.


NO VAIS A NINGUNA PARTE,

¿VERDAD? A NINGUNA PARTE. FIRMADO


Firmado no estaba; no había ninguna firma escrita. Pero dentro del sobre, como en un jueguecito de niños, apareció el bramante con nudo.

– ¿Qué te traes entre manos, señor Nudos? -dijo Rebus cogiendo el bramante-. ¿A qué viene esto?

El piso estaba como una nevera: otra vez había saltado el automático.

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