Servía en el regimiento de paracaidismo desde los dieciocho años, pero decidí alistarme en las Fuerzas Especiales de los SAS. ¿Por qué? ¿Por qué un soldado es capaz de aceptar una reducción de la paga para alistarse en los SAS? No lo sé. Lo único que sé es que de pronto me encontré en el campamento de entrenamiento de los SAS en Herefordshire. Yo le llamaba La Cruz, porque me habían advertido que aquello sería un martirio y, tanto yo como los demás voluntarios, vivimos allí un calvario de marchas, instrucción, pruebas y esfuerzos. Nos entrenaban con saña, hasta el límite de nuestra resistencia. Nos enseñaron a ser mortíferos.
Por entonces corría el rumor de que iba a estallar de un momento a otro una guerra civil en el Ulster y que enviarían a los SAS para aplastar la insurrección. Llegó el día de la entrega de los uniformes y nos dieron una boina nueva con las insignias. Ya éramos de los SAS. Pero eso no era todo. A Gordon Reeve y a mí nos convocaron al despacho del comandante, y éste nos dijo que habíamos obtenido las dos mejores calificaciones de la promoción. Nos aguardaba un entrenamiento de dos años para convertirnos en militares profesionales, pero en nuestro caso nos reservaban un futuro espléndido.
Cuando salíamos del edificio, Reeve me comentó:
– Oye, he oído ciertos rumores y conversaciones de los oficiales. Tienen planes para nosotros, Johnny. Te lo digo en serio: planes.
Semanas más tarde iniciamos un cursillo de supervivencia. Teníamos que actuar como fugitivos, y los soldados de otras unidades tenían que tratar de capturarnos. Si lo conseguían, no se andarían con miramientos para obtener información sobre nuestra misión. Tuvimos que poner trampas y cazar para comer, ocultarnos y desplazarnos por la noche a través del páramo desolado. Por lo visto estaba decidido que la prueba la pasáramos los dos juntos, aunque esta vez nos acompañaban otros dos.
– Han preparado algo especial para nosotros -repetía Reeve-. Tengo esa corazonada.
Apenas nos metimos en los sacos de dormir para descansar dos horas, cuando el soldado que montaba guardia asomó la nariz por la tienda de campaña.
– Muchachos, no sé cómo explicaros…
Acto seguido nos vimos rodeados de luces y armas, nos dieron una paliza que nos dejó casi inconscientes y lo destrozaron todo. A la luz de las linternas, vimos que iban enmascarados y que hablaban una lengua extranjera. Un culatazo en los riñones me hizo comprender que no era un sueño. Era real.
La celda en la que me arrojaron era también real. El suelo de aquella celda estaba cubierto de sangre, heces y otros detritos. Había un colchón hediondo y una cucaracha. Nada más. Me tumbé en el colchón húmedo e intenté dormir, porque sabía que el sueño es lo primero de que te privan.
De pronto se encendieron las intensas luces de la celda. Las mantuvieron implacablemente encendidas, abrasándome el cerebro. A continuación comenzaron los ruidos, ruidos de una paliza y un interrogatorio en la celda de al lado.
– ¡Dejadle, cabrones! ¡Os voy a arrancar la cabeza!
Golpeé el muro con los puños y las botas, y los ruidos cesaron. Oí el portazo en la celda de al lado y que arrastraban un cuerpo por delante de la mía. Después, silencio. Sabía que vendrían a por mí.
Esperé y espere, horas y días, hambriento, sediento, y cada vez que cerraba los ojos, de las paredes y el techo brotaban sonidos, como si encendieran una radio a todo volumen. Me tumbé y me tapé los oídos con las manos.
«Que os den por culo. Que os den por culo.»
Estaba a punto de desmoronarme, pero si me desmoronaba, de nada habrían servido los meses de entrenamiento. Me puse a cantar en voz alta. Arañé las paredes de la celda, unas paredes húmedas cubiertas de verdín, y con las uñas marqué un anagrama de mi apellido: BRUSE. Hacía juegos mentales, pensaba en acertijos y en juegos de palabras. Transformé la supervivencia en juego. Un juego, un juego, un juego. Me lo repetía constantemente para no olvidarlo; por muy mal que me fuera, aquello era un juego.
Y pensaba en Reeve, que me lo había advertido. Sí, claro, grandes planes. Reeve era lo más parecido a un amigo que tenía en el regimiento; me preguntaba si era su cuerpo lo que había oído arrastrar por el pasillo. Recé por él.
Un día me trajeron comida y un tazón de agua turbia. La comida parecía que la hubieran recogido allí mismo, entre la porquería del suelo, antes de pasarla por la trampilla que se abrió de repente en la puerta para volver a cerrarse inmediatamente. Deseé que aquella bazofia fría se convirtiera en un bistec con verduras, antes de llevarme una cucharada a la boca y escupirla acto seguido. El agua sabía a hierro. Me limpié despacio la barbilla con la manga, convencido de que me estaban observando.
– Mi enhorabuena al cocinero -dije en voz alta.
Lo único que recuerdo es que a continuación me quedé dormido.
Estábamos volando. No me cabía la menor duda. Iba en un helicóptero y el viento me azotaba la cara. Me desperté despacio y abrí los ojos en la oscuridad. Tenía la cabeza metida en una especie de saco y las manos atadas a la espalda. Sentía que el helicóptero subía y bajaba.
– ¿Estás despierto? -dijo alguien dándome un culatazo.
– Sí.
– Bien. Ahora dime el nombre de tu regimiento y los detalles de tu misión. Esto no es ninguna broma, hijo. Así que más vale que cantes.
– Vete a la mierda.
– Espero que sepas nadar, hijo. Espero que puedas nadar. Estamos a sesenta metros por encima del mar de Irlanda y vamos a tirarte de este helicóptero con las manos atadas. Chocarás con el agua como si fuera cemento, ¿te das cuenta? Te matarás o quedarás atontado. Te comerán los peces, hijo, y jamás aparecerá tu cadáver. ¿Entiendes lo que te digo?
Era un oficial y hablaba con voz monocorde.
– Sí.
– Bien. Dime, pues, el nombre de tu regimiento y los detalles de tu misión.
– Vete a la mierda -dije procurando conservar la calma.
Sería otro accidente reflejado en las estadísticas: muerto en un entrenamiento; sin comentarios. Caería en el mar como una bombilla que se estrella contra un muro.
– Vete a la mierda -repetí, diciéndome para mis adentros que sólo era un juego.
– Esto no es un juego, ¿sabes? Se acabó el juego. Tus amigos ya han cantado, y de qué manera. De acuerdo, muchachos, dadle el empujón.
– Espera…
– Que disfrutes del chapuzón, Rebus.
Me agarraron por las piernas y el tronco. En la oscuridad del saco, con el viento soplando salvajemente, comencé a pensar que todo había sido un grave error…
– Esperad…
Sentí que flotaba en el aire, a unos sesenta metros por encima del mar, entre los graznidos de las gaviotas, antes de que me dejaran caer.
– ¡Esperad!
– ¿Cómo dices, Rebus?
– ¡Quitadme al menos este puto saco de la cabeza! -grité desesperado.
– Tirad a este cabrón.
Y me tiraron. Floté en el aire un segundo antes de caer como un ladrillo. Caía en el vacío atado como un pavo de Navidad. Grité una o dos veces antes de estrellarme contra el suelo.
El duro suelo.
Quedé allí tirado mientras el helicóptero aterrizaba. Me rodearon todos riendo y volví a oír las voces extranjeras. Me levantaron y me arrastraron hasta la celda. Me alegré de tener tapada la cabeza con el saco porque así no veían que lloraba. En lo más íntimo de mi ser era un revoltijo estremecido de agujetas; serpientes de terror, de adrenalina y de alivio se enroscaban en mi hígado, mis pulmones y mi corazón.
Cerraron la puerta de golpe a mis espaldas; oí unos pasos arrastrados y unas manos me desataron con torpeza. Al quitarme la capucha tardé unos segundos en recobrar la visión.
Vi un rostro que parecía el mío. Otra vuelta de tuerca. Pero comprobé que era Gordon Reeve en el mismo instante que él me reconocía a mí.
– ¡Rebus! -exclamó-. Me dijeron que habías…
– A mí me dijeron lo mismo de ti. ¿Cómo estás?
– Bien, bien. Dios, me alegro de verte.
Nos abrazamos, sintiendo, aunque débilmente, la fuerza de otro ser humano, los olores del sufrimiento y la resistencia. Él lloraba.
– Eres tú -dijo-. No estoy soñando.
– Sentémonos -dije-. Casi no me tengo en pie.
Lo dije porque sus piernas no le aguantaban; se apoyaba en mí como en una muleta, y se sentó con agradecimiento.
– ¿Qué tal te ha ido? -pregunté.
– Aguanté firme un tiempo -contestó dándose un palmetazo en la pierna-. Hacía flexiones y gimnasia, pero me cansaba. Me han puesto drogas en la comida y tenía alucinaciones cuando estaba despierto.
– A mí me han dado somníferos.
– Esas drogas son muy distintas. Además, está la manguera a presión. Me rociaban con ella una vez al día, creo; con agua helada, que no acaba nunca de secarse.
– ¿Cuánto tiempo crees que llevas aquí?
¿Me veía él tan hecho polvo como yo le veía a él? Esperaba que no. Él no mencionó lo del lanzamiento desde el helicóptero y no quise preguntarle al respecto.
– Mucho -dijo-. Esto es absurdo.
– Siempre decías que nos reservaban algo especial y yo no te creía. Dios me perdone.
– No era esto precisamente lo que yo imaginaba.
– Pero sí que somos nosotros dos quienes les interesamos.
– ¿Qué quieres decir?
Hasta aquel momento no había pensado mucho en ello, pero ahora estaba seguro.
– Mira, cuando el centinela asomó la cabeza por la tienda aquella noche, no estaba sorprendido ni asustado. Creo que nos tenían en el punto de mira desde el principio.
– ¿Y qué es lo que quieren?
Yo le miré sentado allí, con la barbilla apoyada en el brazo. Éramos seres debilitados, excluidos. Las hemorroides nos devoraban como vampiros hambrientos, teníamos la boca reseca y ulcerosa, se nos caía el pelo, nos bailaban los dientes. Pero aún teníamos fuerza interior de sobra. Y eso era lo que yo no podía entender: ¿por qué nos habían puesto juntos si separados estábamos los dos a punto de desmoronarnos?
– ¿Qué pretenderán?
Tal vez trataban de infundirnos un falso sentimiento de seguridad antes de apretarnos más las tuercas. No se ve lo peor mientras podamos decir «esto es lo peor». Shakespeare, El rey Lear. No lo sabía en aquel momento, pero ahora sí. Dejémoslo.
– No lo sé -dije-. Nos lo dirán cuando llegue el momento, supongo.
– ¿Tienes miedo? -preguntó de pronto, mirando la siniestra puerta de la celda.
– Es posible.
– Tienes que estar muerto de miedo, John. Yo lo estoy. Recuerdo que una vez, cuando era niño, íbamos por la orilla de un río cerca de donde vivíamos, un río crecido, porque llevaba una semana lloviendo. Fue justo después de la guerra y había muchas casas en ruinas. Fuimos corriente arriba y llegamos hasta la tubería de una cloaca. Yo jugaba siempre con chicos más mayores, no sé por qué, y tenía que aguantar sus putas bromas, pero yo seguía yendo con ellos. Supongo que me gustaba ir con chicos que atemorizaban a los chavales de mi edad. Así que, aunque me trataban mal, me conferían cierto poder sobre los más pequeños. ¿Me entiendes?
Asentí con la cabeza, pero él no me miraba.
– La tubería no era muy ancha pero sí muy larga, y cruzaba el río a gran altura. Me dijeron que la atravesara yo el primero. Dios, qué miedo me entró. Tenía tanto miedo que, cuando iba por la mitad de la tubería, empezaron a temblarme las piernas y era incapaz de moverme. De pronto sentí los orines mojándome los pantalones y chorreándome por las piernas, y ellos, al verlo, se echaron a reír. Se reían de mí y yo no podía moverme ni echar a correr. Y se fueron todos, dejándome allí.
Yo pensé en las risas que oí mientras me arrastraban, después de la farsa del helicóptero.
– ¿A ti te ha ocurrido alguna vez algo así, Johnny?
– Creo que no.
– ¿Y por qué demonios te alistaste?
– Para largarme de casa. No me llevaba bien con mi padre. Su preferido era mi hermano pequeño, y yo me sentía marginado.
– Yo no he tenido hermanos.
– Ni yo, por así decir. Tuve un adversario.
«-Voy a despertarle.
– Ni se le ocurra.
– No está contando nada. Continúe.»
– ¿En qué trabajaba tu padre, Johnny?
– Era hipnotizador. Hacía subir a gente al escenario para hacer tonterías.
– ¡No me digas!
– De verdad. Mi hermano pensaba seguir sus pasos, pero yo no. Por eso me fui. No creas que lo sintieron.
Reeve contuvo la risa.
– Si fueran a vendernos tendrían que ponernos una etiqueta que dijera «bastante estropeado», ¿eh, Johnny?
Me eché a reír, más de lo necesario, y nos pasamos los dos el brazo por los hombros para darnos calor.
Dormíamos uno junto a otro, meábamos y defecábamos uno delante del otro, hacíamos gimnasia a la par y resistíamos juntos.
Reeve tenía un trozo de cordel y lo enrollaba y desenrollaba, haciendo los nudos que nos habían enseñado en el entrenamiento. Eso me llevó a explicarle lo del nudo gordiano.
También jugábamos al tres en raya [1] trazando las casillas en la pared de la celda con las uñas. Reeve me enseñó un truco con el que, como mínimo, conseguías empatar. Habíamos jugado más de trescientas partidas y él había ganado dos tercios de las veces. Era un truco muy sencillo.
– Llenas la primera casilla de la esquina izquierda de arriba y luego la opuesta en la diagonal y ya no pierdes.
– ¿Y si el adversario la ha llenado con una cruz?
– Aún puedes cubrir la otra esquina y ya ganas.
Reeve pareció animarse al decirlo y se puso a bailotear por la celda. Después me miró.
– John, eres como el hermano que nunca tuve.
De pronto me cogió la mano, me hizo un arañazo en la palma con la uña, él se hizo otro en la suya y nos restregamos las palmas, mezclando nuestra sangre.
– Ahora somos hermanos de sangre -dijo Gordon sonriente.
Yo le sonreí, consciente de su gran dependencia y de que si nos separaban él no lo soportaría.
A continuación se arrodilló ante mí y me dio otro abrazo.
Gordon estaba cada vez más inquieto. Hacía cincuenta flexiones diarias. Con lo mal que comíamos, eso era un esfuerzo extraordinario. Canturreaba. El efecto de mi compañía iba diluyéndose y empezó a desbarrar otra vez. Así que empecé a contarle historias.
Le hablé primero de mi infancia y de los trucos que hacía mi padre, y a continuación comencé a contarle historias de ficción y a explicarle argumentos de mis libros preferidos. Un día le conté la historia de Raskolnikov, el protagonista de Crimen y castigo, el relato más moral de la literatura. Él me escuchaba extasiado, y yo hice lo posible por prolongar la historia, inventándome pasajes, diálogos y personajes. Cuando terminé, dijo:
– Cuéntamela otra vez.
Lo hice.
– ¿Era inevitable, John? -preguntó Reeve sentado en cuclillas, con las manos apoyadas en el suelo de la celda.
Yo estaba tumbado en el colchón.
– Sí -dije-. Creo que sí. Desde luego, está escrito con esa intención. Se adivina el final casi desde el principio.
– Sí, me ha dado también esa impresión.
Después de una larga pausa se aclaró la garganta.
– John, ¿cuál es tu idea de Dios? Me gustaría saberlo.
Comencé a explicárselo y a medida que hablaba, uniendo mis torpes argumentos con relatos de la Biblia, Gordon Reeve, tumbado en el suelo me miraba con los ojos como platos, sin perder detalle de mis palabras.
– Yo no creo nada de eso -dijo finalmente, mientras yo tragaba saliva-. Me gustaría, pero no puedo. Yo creo que Raskolnikov debería habérselo tomado con más calma y haber disfrutado de su libertad. Tendría que haber cogido una Browning y cargárselos a todos.
Reflexioné sobre aquel comentario. Encontré en él cierta justicia, pero tenía serias reservas al respecto. Reeve era como alguien atrapado entre dos aguas, alguien que creía carecer de fe, pero no necesariamente sin posibilidades de creer.
«¿Qué es toda esa gilipollez?»
«Chiss.»
Un día, entre juegos y relatos, puso sus manos en mi cuello.
– John somos amigos, ¿no? ¿Muy amigos? Nunca he tenido un amigo de verdad. -Su hálito era cálido a pesar del frío de la celda-. Nosotros sí que somos amigos, ¿verdad? Me refiero a que yo te he enseñado a ganar al tres en raya, ¿no?
Me miraba ya con ojos inhumanos, ojos de lobo. Yo había visto llegar aquello sin poderlo evitar.
Hasta aquel preciso momento. En aquel momento lo vi claramente con los ojos alucinados de quien ha visto cuanto hay que ver y más. Vi a Gordon Reeve acercar su rostro al mío, muy despacio, como en una imagen irreal, y darme un tímido beso en la mejilla, intentando hacerme volver la cara hacia él para besar mi boca esquiva.
Y sentí que cedía. ¡No, no, aquello no! Era intolerable. No podía ser aquello lo que habíamos construido a lo largo de aquellas semanas; no podía ser. Y si lo era, yo había actuado como un verdadero incauto.
– Sólo un beso, John -decía-, un beso. Coño, venga.
Había lágrimas en sus ojos, porque también él sentía que de pronto todo se había echado a perder y que algo tocaba a su fin. Pero, de todos modos, se colocó despacio detrás de mí. Yo temblaba, pero, para mi gran sorpresa, no podía moverme. Sabía que era incomprensible, algo más fuerte que yo. Así que hice esfuerzos por llorar y las lágrimas bañaron mis mejillas.
– Sólo un beso.
Todo aquel entrenamiento, todo el ahínco por alcanzar nuestros mortíferos objetivos, había desembocado en un momento como aquél. Al final, el amor era el motor de todo.
– John…
Yo sólo sentía lástima por los dos, hediondos, sucios, aislados en aquella celda; sólo sentía una inmensa frustración por todo aquello, las ignominiosas lágrimas de una indignación eterna. Gordon, Gordon, Gordon…
– John…
La puerta de la celda se abrió de pronto, como si no hubieran echado la llave.
En el umbral apareció un hombre que no era extranjero, sino un oficial inglés de alto rango. Contempló la escena con cierta repulsión. Sin duda, lo había oído todo, o quizás incluso lo había visto. Me señaló con el dedo.
– Rebus, ha aprobado -dijo-. Está en nuestro bando.
Le miré a la cara, perplejo. ¿Qué quería decir? Sabía perfectamente lo que quería decir.
– Ha superado la prueba, Rebus. Vamos. Venga conmigo. Le daremos el equipo. Ahora está en nuestro bando. El interrogatorio de su… amigo continuará. A partir de ahora usted nos ayudará a interrogarlo.
Gordon se puso en pie de un salto y noté que se había situado detrás de mí porque sentí su hálito en la nuca.
– ¿Qué quiere decir? -inquirí yo con la boca y el estómago resecos. Miraba a aquel oficial impecable y estirado, tan distinto de mi lamentable suciedad. «Bueno, estoy así por culpa de él»-. Es un truco -dije-. Tiene que serlo. No pienso hablar. No pienso ir con usted. Yo no he revelado información. He aguantado. ¡No me hagan esto! -grité delirante.
Pero sabía que él hablaba en serio y vi que negaba despacio con la cabeza.
– Comprendo su recelo, Rebus. Ha estado sometido a una fuerte presión. Una presión tremenda.
Pero ya ha terminado. Lo ha superado y está aprobado. Ha pasado la prueba con matrícula de honor. De eso creo que no cabe ninguna duda. Ha aprobado, Rebus. Ahora es uno de los nuestros. Nos ayudará a desmoronar a Reeve. ¿Entendido?
Negué con la cabeza.
– Es un truco -dije.
El oficial sonrió magnánimo. Habría interpretado aquella escena decenas de veces.
– Escuche -añadió-, venga con nosotros y todo se arreglará.
Gordon se situó de un salto junto a mí, codo con codo.
– ¡No! -gritó-. ¡Le ha dicho que no quiere irse! Lárguese de aquí -y poniéndome la mano en el hombro, añadió-: No le hagas caso, John. Es un truco. Estos cabrones siempre hacen trampa.
Noté que el temor le atenazaba porque no dejaba de mover los ojos con la boca ligeramente abierta, pero al sentir la presión de su mano en mi hombro supe que yo había adoptado una decisión, y Gordon debió de notarlo.
– Eso debe decidirlo el soldado Rebus, ¿no cree? -replicó el oficial, dirigiéndome una mirada amistosa.
Yo no necesitaba volver la cabeza hacia la celda ni hacia Gordon; sólo pensaba: «Esto forma parte del juego». Pero ya había adoptado la decisión. No, no me mentían y, por supuesto, yo quería salir de aquella celda. No era algo arbitrario. Di un paso al frente, pero Gordon me agarró de un jirón de la camisa.
– John -dijo con voz lastimera-, no me dejes. Por favor, John.
Pero yo di un tirón y salí de la celda.
– ¡No! ¡No! -gritó como un endemoniado-. ¡No me dejes, John! ¡Dejadme salir! ¡Dejadme salir!
Oí un alarido que casi me hizo desmayar. Era el alarido de un loco.
Después de lavarme y de que me examinara un médico, me llevaron a una estancia eufemísticamente llamada sala de informe sobre operaciones. Había vivido un infierno y ellos querían que hablásemos de aquella experiencia como si se tratara de un simple ejercicio.
Eran cuatro; tres capitanes y el psiquiatra. Me lo explicaron todo. Me dijeron que estaban organizando un nuevo grupo de élite dentro de los SAS, cuya misión sería infiltrarse en organizaciones terroristas para destruirlas. El primer objetivo sería el IRA, que se estaba convirtiendo en algo más que un simple incordio, porque la situación en Irlanda iba degenerando en guerra civil. Debido a la naturaleza de la misión, sólo podrían desempeñarla los mejores entre los mejores, y Reeve y yo éramos los mejores de nuestra compañía. Por eso nos habían tendido una trampa para capturarnos como si fuésemos enemigos y someternos a unas pruebas que nunca antes se habían llevado a la práctica en los SAS. En aquel momento no me sorprendía ya nada de lo que decían; sólo pensaba en los desgraciados que iban a tener que pasar por lo mismo. Y todo para que, si nos torturaban para obtener información, no revelásemos quiénes éramos.
A continuación hablaron de Gordon.
– Nuestra actitud respecto al soldado Reeve es muy ambivalente -dijo el de la bata blanca-. Es un magnífico soldado y cualquier esfuerzo físico que se le encomiende lo llevará a cabo. Pero siempre lo ha hecho en solitario; les pusimos a los dos juntos para evaluar cómo reaccionaría ante el hecho de compartir celda y, sobre todo, para observar su reacción al verse privado de su amigo.
¿Sabían lo del beso o no lo sabían?
– Me temo -prosiguió el médico- que el resultado es negativo. Se ha hecho muy dependiente de usted, ¿no es cierto? Naturalmente, nos consta que usted no ha caído en esa dependencia.
– ¿Qué eran aquellos gritos en la celda contigua?
– Grabaciones en una cinta magnetofónica.
Asentí con la cabeza, súbitamente cansado y sin interés.
– ¿Así que todo ha sido una prueba más?
– Claro -respondió, y se sonrieron entre ellos-. Pero no se preocupe más por ello. Lo que importa es que la ha superado.
Pero sí que me preocupaba. ¿Cuál era el saldo? Había roto una amistad a cambio de aquella disquisición informal sobre operaciones; había renunciado al afecto por aquellas sonrisitas. Todavía resonaban en mi cabeza los gritos de Gordon. Gritos de venganza. Apoyé las manos en las rodillas, bajé la cabeza y me eché a llorar.
Y si en aquel momento hubiera tenido una Browning les habría agujereado la cabeza.
Me sometieron a otro examen médico más meticuloso en un hospital militar. Había estallado la guerra civil en el Ulster, pero yo no podía dejar de pensar en Gordon Reeve. ¿Qué habría sido de él? ¿Seguiría en aquella infecta celda, solo, por culpa mía? ¿Se derrumbaría? Volví a sentirme culpable y me eché a llorar. Me dieron un paquete de pañuelos de papel. Debía de ser lo normal en esos casos. Lloraba a diario, sin poder contenerme, sintiéndome culpable de todo aquello. Sufría pesadillas. Presenté mi dimisión; exigí mi dimisión. Y la aceptaron a regañadientes. En cualquier caso, yo no era más que un simple conejillo de Indias. Me fui a un pueblo de pescadores de Fife a dar paseos por la playa de guijarros para recuperarme de la depresión nerviosa, desterrar todo aquello de mi mente y esconder el episodio más lastimoso de mi vida en los recovecos del cerebro, bloqueándolo y aprendiendo a olvidarlo.
Y lo olvidé.
Se portaron bien conmigo. Me concedieron una indemnización y movieron los hilos cuando decidí ingresar en la policía. Oh, sí, no podía quejarme de su actitud hacia mí, pero no me informaron de lo que pasó con mi amigo y nunca más lo volví a ver. Yo estaba muerto; no existía en sus archivos.
Había sido un fracaso.
Y sigo siendo un fracasado; con un matrimonio desastroso y mi hija secuestrada. Pero ahora todo cobra sentido. Todo cobra sentido. Al menos sé que Gordon Reeve sigue con vida y que está trastornado. Sé que tiene a mi niña en su poder y que va a matarla.
Y a mí también, si puede.
Sé que, para recuperar a mi hija, voy a tener que matarlo.
Y voy a hacerlo. Voy a hacerlo, y que Dios me ayude.