Capítulo 9

Barbara Havers se detuvo en el amplio sendero, antes de entrar en la casa. La nieve caída durante la noche no era muy abundante, insuficiente para cortar las carreteras. Pese a ello, no era cómodo ni fácil caminar por los terrenos de la finca. Con todo, después de una noche de insomnio, se había despertado al alba para pasear por la nieve, decidida a terminar con la confusión de lealtades que le atormentaba.

La lógica indicaba a Barbara que su responsabilidad fundamental la debía a New Scotland Yard. Plegarse en este momento a los procedimientos, a las disposiciones judiciales y a las reglas del Cuerpo le daría más posibilidades de ascender cuando se produjera una vacante de inspector. Al fin y al cabo, se había examinado el mes pasado (y juraría que esta vez había aprobado) y los cuatro últimos cursos en el centro de entrenamiento los había saldado con las máximas calificaciones. Si jugaba sus cartas con prudencia, no encontraría mejor oportunidad de promocionarse.

Thomas Lynley le estaba poniendo las cosas difíciles. Barbara había compartido con él prácticamente todas sus horas de trabajo durante los quince meses precedentes, y no olvidaba las cualidades que le habían convertido en un soberbio miembro del Cuerpo, un hombre que había ascendido de agente a inspector detective, pasando por sargento, en sus primeros cinco años de servicios. Era perspicaz e intuitivo, dotado de humor y compasión, y apreciado por sus colegas. Además, el superintendente Webberly había depositado su confianza en él. Barbara sabía que tenía mucha suerte de trabajar con Lynley, sabía que debía creer en él a pies juntillas. Lynley aguantaba sus arranques de mal humor, escuchaba con estoicismo sus desvaríos, incluso cuando dirigía sus ataques más virulentos contra él y, a pesar de todo, la animaba a pensar por su cuenta, a ofrecerle sus opiniones, a mostrar su desacuerdo sin ambages. No se parecía a ningún otro oficial que ella hubiera conocido. Estaba en deuda con él, y no sólo por haberle reintegrado al DIC después de que la retirasen de la patrulla uniformada quince meses atrás.

Y ahora se veía en la disyuntiva de decidir a quién debía su lealtad, a Lynley o al ascenso en su carrera. Pues durante su paseo matinal por los bosques había descubierto por casualidad algo que sin duda formaba parte del rompecabezas, y debía decidir lo que iba a hacer con ello. Más aún, decidiera lo que decidiese, debía comprender exactamente qué significaba.

La gélida pureza del aire aguijoneaba a Barbara en la nariz, la garganta, las orejas y los ojos, pero respiró hondo cinco o seis veces. El brillante reflejo del sol sobre la nieve le hizo parpadear. Atravesó con dificultades el sendero, plantó sus pies con firmeza en los peldaños de piedra y entró en el enorme vestíbulo de Westerbrae.

Eran cerca de las ocho. Había movimiento en la casa; pasos en el corredor superior y el sonido de llaves que giraban en sus cerraduras. El olor a bacón y el profundo aroma a café prestaban normalidad a la mañana, como si los acontecimientos de treinta y dos horas antes pertenecieran a una pesadilla. Un suave murmullo de voces se filtraba desde el salón. Al entrar, Barbara vio a lady Helen y a St. James sentados en el extremo este de la estancia, bañados por la luz del sol, compartiendo café y conversación. Estaban solos. Mientras hablaban les observaba, St. James sacudió la cabeza y posó un momento su mano sobre el hombro de lady 11 cien. Fue un gesto de infinita ternura, de comprensión, una ratificación sin palabras de la amistad que les unía y les hacía más fuertes, más capacitados juntos que por separado.

Al contemplar la escena, Barbara pensó en lo fácil que resultaba tomar una decisión a la luz de la amistad. Entre Lynley y su carrera no había elección posible. Su carrera no existiría sin él. Atravesó la sala para reunirse ion ellos.

Ambos tenían el aspecto de no haber dormido en i oda la noche. Las arrugas de St. James se veían más profundas que de costumbre. La suave piel de lady Helen parecía frágil, como una gardenia que fuera a marchitarse al menor roce. St. James empezó a ponerse en pie para saludar a Barbara, pero ésta rechazó el gesto de cortesía con un movimiento de la mano.

– ¿Puede acompañarme fuera? -preguntó-. He descubierto algo en el bosque que tal vez le interese ver.

El rostro de St. James reflejó el temor de no poder caminar por la nieve resbaladiza. Barbara se apresuró a tranquilizarle.

– Una parte del camino es de ladrillos, y yo que he practicado un sendero en el bosque mientras andaba. Sólo está a unos sesenta metros.

– ¿Qué es? -preguntó lady Helen.

– Una tumba -contestó Barbara.

Habían plantado el bosque al sur del sendero que daba la vuelta a la gran mansión. No se trataba del tipo de arboleda que crecía espontáneamente en aquella región de Escocia, sembrada de páramos. Había robles ingleses y sésiles, hayas, nogales y sicómoros mezclados con pinos. Una estrecha senda discurría entre ellos, señalizada mediante círculos de pintura amarilla en los troncos de los árboles.

En el aire reinaba ese silencio sobrenatural que nace del aislamiento producido por la nieve al depositarse sobre las ramas y la tierra. El viento estaba en calma y, a pesar de que el motor de un coche interrumpió por un momento la quietud, se desvaneció enseguida. Sólo se oía el incesante rumor de las aguas del lago, que se hallaba a unos veinte metros a su izquierda, al final de la pendiente. Caminar no era fácil, y aunque la sargento Havers había practicado una senda rudimentaria a través del bosque, la nieve era espesa y el terreno irregular, poco apropiado para un hombre que ya tenía bastantes dificultades en superficies llanas y secas.

Tardaron quince minutos en recorrer un trayecto que, en circunstancias normales, sólo les habría insumido cuatro. A pesar de que Helen le prestaba el apoyo de su brazo, St. James tenía el rostro cubierto de sudor cuando por fin Havers les desvió por una bifurcación que ascendía a través de un soto hasta una loma. El exuberante follaje del verano probablemente ocultaba la loma y la bifurcación a la vista de cualquiera que viniera por el sendero principal de la casa, pero en invierno las hortensias que habrían exhibido una profusión de flores rosas y azules, y los nogales que habrían creado una pantalla protectora verdosa, estaban desnudas, permitiendo acceder a la cumbre de la loma. La zona medía unos ocho metros cuadrados y estaba delimitada por una valla de hierro cubierta de nieve, disimulando de esta forma que la valla había sucumbido mucho tiempo atrás a la herrumbre.

– ¿Qué demonios hace esta tumba aquí? -dijo Helen-. ¿Hay alguna iglesia por aquí cerca?

Havers señaló hacia el sur, siguiendo la dirección del sendero principal.

– Hay una capilla clausurada y un panteón familiar no muy lejos, y un antiguo muelle en el lago, justo debajo. Parece que iban en barca a los entierros.

– Como los vikingos -comentó St. James con aire ausente-. ¿Qué hay aquí, Barbara? -abrió la portezuela y dio un respingo cuando el metal chirrió. Sobre la nieve se veían huellas de pisadas.

– Eché un vistazo -explicó Barbara-. También fui a ver la capilla familiar. Cuando me topé con esto en el camino de vuelta sentí curiosidad. Vayan a verlo y díganme qué opinan.

Mientras Havers esperaba en la puerta, St. James y lady Helen se acercaron a la solitaria lápida, que se erguía en la nieve como un augurio gris. La rama desnuda de un olmo rozaba su extremo superior. La piedra no era tan antigua como las que solían encontrarse en sepulturas similares por todo el país. Sin embargo, estaba muy abandonada, a juzgar por los restos negruzcos de líquenes que devoraban la talla, y St. James supuso que, en pleno verano, perifollo y malas hierbas crecerían a sus anchas en el recinto. Con todo, las letras grabadas sobre la piedra eran legibles, aunque estaban algo borradas por la intemperie y el descuido.


Geoffrey Rintoul, vizconde Corleagh 1914-1963


Examinaron en silencio la solitaria tumba. Un trozo compacto de nieve cayó de la rama y se desintegró contra la piedra.

– ¿Es el hermano mayor de lord Stinhurst? -preguntó lady Helen.

– Eso parece -contestó Havers-. Muy curioso, ¿verdad?

– ¿Por qué? -Los ojos de St. James exploraron el recinto, buscando más tumbas.

No había ninguna.

– Porque la casa familiar está en Somerset, ¿no?

– En efecto. -St. James sabía que Havers le estaba escrutando, sabía que intentaba averiguar cuánto le había contado Lynley de su conversación privada con lord Stinhurst. Trató de fingir desinterés.

– Entonces, ¿qué hace Geoffrey enterrado aquí? ¿Por qué no está en Somerset?

– Creo que murió aquí -respondió St. James.

– Sabe tan bien como yo que los nobles entierran a los suyos en cementerios familiares, Simon. ¿Por qué no hicieron lo mismo con este cuerpo? Si me va a decir que no les fue posible, ¿por qué no le enterraron en el cementerio de los Gerrard, unos cientos de metros más adelante?

St. James escogió las palabras con cuidado.

– Tal vez amaba este lugar, Barbara. Es tranquilo, y en verano ha de ser muy hermoso, con el lago a sus pies. No se me ocurre otra cosa.

– ¿Ni siquiera considerando que este hombre, Geoffrey Rintoul, era el hermano mayor de Stinhurst y, por tanto, el legítimo lord Stinhurst?

St. James arqueó las cejas con aire burlón.

– No estará insinuando que lord Stinhurst asesinó a su hermano para quedarse con el título… Porque, en ese caso, si deseaba encubrir el crimen, lo más sensato habría sido llevar el cadáver a casa y enterrarlo con las debidas pompa y circunstancia en Somerset.

Lady Helen había escuchado el intercambio de réplicas sin intervenir, pero habló cuando se mencionó la cuestión del entierro.

– Aquí hay algo extraño, Simon. El marido de Francesca Gerrard, Phillip, tampoco está enterrado en el cementerio familiar, sino en una pequeña isla del lago, a poca distancia de la orilla. Vi la isla desde la ventana de mi cuarto nada más llegar, y cuando le comenté a Mary Agnes que había visto una tumba de lo más extravagante, me contó la historia. Según la muchacha, Phillip, el marido de Francesca Gerrard, insistió en ser enterrado allí. Insistió, Simon. Así lo estableció en su testamento. Creo que forma parte del folclore local, porque Gowan me dijo exactamente lo mismo apenas un cuarto de hora después, cuando me subió las maletas.

– Pues ya está -indicó Havers-. Algo muy extraño sucede en estas dos familias. No puede aducir que aquí hay un cementerio familiar de los Rintoul, porque no existen más tumbas. Además, los Rintoul ni siquiera son escoceses. No enterrarían aquí a un miembro de su familia a menos que…

– Se vieran obligados -murmuró lady Helen.

– O lo desearan así -concluyó triunfalmente Havers. Atravesó el recinto y se plantó frente a St. James-. El inspector Lynley le habló del interrogatorio de lord Stinhurst, ¿no?, le contó todo cuanto dijo Stinhurst. ¿Qué ocurre?

St. James consideró por un momento la posibilidad de mentir a Havers. También consideró la posibilidad de decirle la cruda verdad: que Lynley se lo había dicho de forma confidencial y no era asunto de ella. Sin embargo, tenía el presentimiento de que Havers no les había arrastrado a esta excursión para intentar culpar a Stuart Rintoul, lord Stinhurst, de los asesinatos perpetrados los dos últimos días. No le habría costado nada insistir en que el propio Lynley examinara la solitaria tumba, aduciendo su cojera. El hecho de que Havers no hubiera procedido de esta manera le sugería a St. James dos cosas: o estaba reuniendo pruebas por su cuenta para intentar destacarse y denigrar a Lynley ante sus superiores de Scotland Yard, o buscaba su ayuda para impedir que Lynley cometiera una grave equivocación.

Havers le dio la espalda y se alejó.

– Muy bien. No debí preguntárselo. Usted es su amigo, Simon. Claro que se lo contó. -Se caló la gorra con rudeza para que le cubriera la frente y las orejas y miró con tristeza hacia el lago.

St. James decidió que merecía saber la verdad. Merecía el tributo de la confianza de alguien y la oportunidad de demostrar que era digna de ella. Le contó la historia de lord Stinhurst tal como Lynley se la había relatado.

Havers le escuchó, arrancando un par de hierbas muertas de la valla mientras St. James desgranaba la tortuosa saga de amor y traición que concluyó con la muerte de Geoffrey Rintoul. Entornó los ojos, deslumbrados por el brillo de la nieve sobre el sol, y los clavó en la sepultura. Cuando St. James terminó, le hizo una sola pregunta.

– ¿Lo cree?

– No se me ocurre por qué un hombre de la posición de lord Stinhurst iba a difamar a su esposa delante de un desconocido. Ni siquiera para salvar su piel -añadió, anticipándose a los reparos de Havers.

– ¿Demasiado noble para ello? -preguntó ella en tono cortante.

– No. Demasiado orgulloso.

– Pues si es una cuestión de orgullo, como dice usted, una cuestión de guardar las apariencias, ¿no habría guardado las apariencias al ciento por ciento?

– ¿Qué quiere decir?

– Si lord Stinhurst quería fingir que todo era status quo, Simon -intervino lady Helen-. ¿No habría enterrado a Geoffrey en Somerset, además de mantener vivo su matrimonio durante todos estos años? De hecho, me parece que enterrar a su hermano en el panteón familiar le habría resultado a la larga menos doloroso que seguir casado durante treinta y seis años con una mujer que le había engañado con su propio hermano.

La típica clarividencia de Helen. St. James tuvo que admitirlo para sus adentros, aunque no lo manifestó. No quería hacerlo, evidentemente, pero la sargento Havers pareció leerlo en su rostro.

– Ayúdame a descubrir el secreto de la familia Rintoul, por favor -dijo con desesperación-. Simon, te juro que Stinhurst oculta algo. Y creo que el inspector Lynley ha renunciado a averiguarlo. Quizá por orden del Yard. No lo sé.

St. James, atrapado entre la confianza de Lynley y la inalterable convicción de Barbara en la culpabilidad de Stinhurst, vaciló, pensando en las dificultades que iba a crearse si le ayudaba.

– No será fácil. Si Tommy averigua que te has puesto a investigar por tu cuenta, Barbara, lo pagarás caro. Insubordinación.

– El DIC te echará -añadió lady Helen en voz baja-. Volverás a la calle.

– ¿Creéis que no lo sé? -el rostro de Havers, aunque pálido, reflejaba resolución-. ¿A quién van a echar si descubren que se han encubierto ciertas cosas? Podrían salir a la luz gracias a los esfuerzos de algún periodista, Jeremy Vinney, por ejemplo. De esta forma, si sólo yo investigo a Stinhurst, el inspector queda protegido. Todo el mundo supondrá que me ordenó hacerlo.

– Te preocupa Tommy, ¿verdad?

Havers eludió la repentina pregunta de lady Helen.

– Me paso el tiempo odiando a ese odioso petimetre -respondió-. Pero si le despiden no será por culpa de un idiota como Stinhurst.

La ferocidad de su réplica hizo sonreír a St. James.

– Te ayudaré -dijo-. Puede valer la pena.

Solamente había un ocupante en el comedor cuando Lynley entró, a pesar de que sobre el amplio bufete de nogal se habían dispuesto varios escalfadores, de los que emanaban olores típicos del desayuno, desde arenques ahumados a huevos. Elizabeth Rintoul daba la espalda a la puerta y no se volvió para ver quién se reunía con ella para desayunar, como indiferente al sonido de las pisadas. Clavó el tenedor en la única salchicha de su plato y le dio vueltas, examinando el serpenteante reguero de grasa que dejaba en el plato. Lynley se proveyó de una taza de café y una tostada fría, y se sentó a la mesa.

Supuso que la mujer se había vestido para el viaje de regreso a Londres con sus padres. Sin embargo, al igual que sus prendas de la noche anterior, la falda negra y el jersey de punto gris le venían anchos, y aunque llevaba medias de malla negra a juego, una pequeña carrera en el tobillo amenazaba con expandirse a medida que avanzara el día. Sobre el respaldo de la silla colgaba una curiosa capa de color azul noche, larga hasta los pies, el tipo de prenda estilo Sarah Woodruff ideal para impresionar a la concurrencia del Cobb. No encajaba en absoluto con la personalidad de Elizabeth.

En cuanto Lynley se sentó frente a ella, resultó evidente que no deseaba pasar un rato con él. Empujó hacia atrás la silla, impertérrita, y empezó a levantarse.

– Me han dado a entender que Joy Sinclair mantuvo relaciones con su hermano Alee durante un tiempo -observó Lynley, como si la mujer no se hubiera movido.

Los ojos de Elizabeth no se apartaron del plato. Volvió a sentarse y empezó a cortar la salchicha en finas láminas, sin probar bocado. Sus manos eran extraordinariamente grandes, incluso para una mujer de su envergadura, protuberantes y carentes de gracia en sus nudillos. Lynley advirtió que estaban surcados de profundos arañazos. Databan de hacía varios días.

– Gatos -dijo Elizabeth con voz casi hosca. Lynley decidió no responder a la evasiva palabra, y ella prosiguió-. Me está mirando las manos. Mis gatos me arañaron. No les gusta que se les interrumpa cuando copulan, pero prefiero que ciertas actividades no se desarrollen en mi cama.

Un comentario cuyo doble sentido inconsciente era muy revelador. Lynley se preguntó qué conclusiones extraería un analista.

– ¿Deseaba que Joy se casara con su hermano?

– Ahora ya no importa, ¿verdad? Alee murió hace años.

– ¿Cómo se conocieron?

– Joy y yo íbamos juntas a la escuela. A veces pasaba las vacaciones entre trimestres en mi casa. Y Alee estaba allí.

– ¿Y se enrollaron?

Elizabeth levantó bruscamente la cabeza. Lynley se maravilló de que un rostro de mujer pudiera resultar tan desprovisto de expresión. Parecía una máscara pintada con mano inexperta.

– Joy se enrollaba con todos los hombres, inspector. Era su don especial. Mi hermano fue uno más de una larguísima lista de predecesores.

– Sin embargo, tengo la impresión de que le tomó más en serio que a los demás.

– Por supuesto. ¿Por qué no? Alee le declaraba su amor con frecuencia, como un perfecto imbécil, al mismo tiempo que le masajeaba su ego. ¿Y cuántos más podían ofrecerle la promesa de llegar a ser condesa de Stinhurst cuando papá falleciera? -Elizabeth hizo un dibujo en el plato con los trozos de salchicha.

– ¿Se vio alterada su amistad por la relación que Joy sostenía con su hermano?

La mujer lanzó una carcajada similar a una ráfaga de viento furioso.

– Nuestra amistad venía determinada por Alee, inspector. Una vez muerto, yo dejé de serle útil a Joy Sinclair. De hecho, sólo volví a verla una vez después de los funerales de Alee. Luego desapareció sin dejar rastro.

– Hasta este fin de semana.

– Sí. Hasta el actual fin de semana. Así era nuestra amistad.

– ¿Tiene por costumbre acompañar a sus padres en viajes relacionados con el teatro?

– De ninguna manera, pero aprecio a mi tía. Era una oportunidad de verla. Por eso vine -una desagradable sonrisa cruzó la boca de Elizabeth, hizo estremecer su nariz y desapareció-. No hay que olvidar, por supuesto, el plan de mamá para enrollarme con Jeremy Vinney. Y no podía desengañar su esperanza de que este fin de semana, por fin, iban a desflorar mi rosa, si la metáfora no le parece excesiva.

Lynley ignoró la insinuación.

– Su familia conoce a Vinney desde hace mucho tiempo -concluyó.

– ¿Mucho tiempo? Conoce a papá desde el principio de los tiempos, a ambos lados de las candilejas. Hace años, en provincias, se vanagloriaba de ser el sucesor de Olivier, pero papá le puso las peras a cuarto, de modo que Vinney se dedicó a la crítica de teatro, donde sigue todavía, machacando alegremente cada año todas las obras que puede. Pero esta nueva obra… Bueno, mi padre le tenía mucho cariño. La reapertura del Agincourt y todo eso. Supongo que mis padres querían que viniera para asegurarse buenas críticas. Ya sabe a qué me refiero, sólo en el caso de que Vinney decidiera aceptar un… soborno muy poco apetecible, digamos -señaló su cuerpo con un brusco movimiento de la mano-. Mi persona a cambio de un comentario favorable en el Times. Satisfaría las necesidades de mis padres, ¿entiende? El deseo de mi madre de colocarme por fin. El deseo de mi padre de conquistar Londres.

Había vuelto con toda deliberación al tema anterior, pese a los esfuerzos de Lynley por llevar la conversación hacia otros derroteros. El accedió a seguirle la corriente.

– ¿Por eso fue a la habitación de Jeremy Vinney la noche que Joy murió?

Elizabeth levantó la cabeza.

– ¡Claro que no! Ese enano baboso con dedos como salchichas peludas -clavó el tenedor en el plato-. Por mí, Joy podía quedarse con ese monstruo. Pienso que es patético, siempre haciendo la pelota a la gente del teatro, confiando en que su cercanía le proporcionará el talento del que careció para triunfar en el escenario hace años. ¡Patético! -la súbita explosión de rabia pareció desconcertarla. Como para negarlo, desvió la mirada y dijo-. Bueno, quizá por eso mamá le consideró un candidato idóneo para mí. Dos burbujas patéticas derivando juntas hacia el ocaso. Dios, qué imagen tan romántica.

– Pero fue a su habitación…

– Buscaba a Joy, por culpa de tía Francie y sus jodidas perlas. Ahora que lo pienso, es probable que mamá y tía Francie lo hubieran planeado de antemano. Joy habría salido como un rayo de la habitación, contentísima con su nueva adquisición, y me habría dejado sola con Vinney. Estoy segura de que mamá ya había acudido a su habitación con pétalos de flores y agua bendita; tan sólo faltaba el acto en sí. Qué pena. Tantos esfuerzos para nada.

– Parece muy segura de lo que sucedió entre ellos en la habitación de Vinney. Tengo mis dudas. ¿Vio a Joy? ¿Está segura de que se hallaba con él? ¿Está segura de que no era otra persona?

– Yo… -Elizabeth se interrumpió. Jugueteó con el cuchillo y el tenedor-. Claro que era Joy. Les oí, ¿no?

– Pero no la vio.

– ¡Oí su voz!

– ¿Susurrando? ¿Murmurando? Era tarde. Hablaría en voz baja, ¿verdad?

– ¡Era Joy! ¿Quién, si no? ¿Y qué otra cosa podían estar haciendo a medianoche, inspector? ¿Leer poesía? Créame, cuando Joy iba a la habitación de un hombre era con una única idea en su mente. Lo sé.

– ¿Hacía eso con Alee cuando le visitaba en su casa?

Elizabeth apretó los labios. Devolvió la atención a su plato.

– Dígame qué hizo cuando salió de la lectura la otra noche.

Elizabeth dibujó un triángulo perfecto con los trozos de salchicha. Después empezó a cortar los trozos circulares por la mitad. Lo hizo poco a poco y con gran concentración. Pasó un momento antes de que respondiera.

– Fui a ver a mi tía. Estaba disgustada. Quería consolarla.

– Le tiene mucho cariño.

– Parece sorprendido, inspector, como si fuera un milagro que apreciase a alguien. ¿No es cierto? -ante la negativa de Lynley a seguirle la corriente, la mujer soltó el cuchillo y el tenedor, empujó la silla hacia atrás y le miró desafiante-. Acompañé a tía Francie a su habitación. Le apliqué una compresa en la frente. Charlamos.

– ¿Sobre qué?

Elizabeth sonrió por última vez, pero fue una reacción que inexplicablemente pareció conjugar la diversión con la idea de haber vencido a un enemigo.

– Sobre «El viento entre los sauces», si tanto le interesa. Conoce la historia, ¿no? El sapo, el tejón, la rata y el topo -se puso en pie, se puso la capa sobre los hombros-. Bien, inspector, si no desea nada más, tengo muchas cosas que hacer esta mañana.

Y se marchó. Lynley oyó el eco de sus carcajadas en el vestíbulo.

Irene Sinclair acababa de saber la noticia cuando Roben Gabriel la localizó en lo que Francesca Gerrard, con franco optimismo, llamaba la sala de juegos. La habitación, situada tras la última puerta del pasillo inferior noreste, y casi oculta detrás de una pila de prendas en desuso, estaba completamente aislada y, una vez dentro, Irene agradeció el olor a moho y madera podrida, así como la acumulación de polvo y mugre. Era obvio que la renovación de la casa aún no había llegado a ese lejano rincón. Irene se alegró.

Una antigua mesa de billar ocupaba el centro de la habitación. El tapete estaba arrugado; las redecillas de los agujeros faltaban o estaban rotas. Había un estante con tacos de billar adosado a la pared. Irene los acarició con aire ausente mientras avanzaba hacia la ventana, desprovista de cortinas, lo que contribuía a acentuar la sensación de frío. Como no llevaba abrigo, se abrazó el cuerpo y se frotó los brazos con las manos, friccionando con fuerza las mangas de lana del vestido, experimentando una especie de dolor.

Poco había que ver desde la ventana, salvo un bosquecillo de alisos desnudos, más allá de los cuales despuntaba el techo de pizarra de un cobertizo para guardar barcas, que parecía brotar de un altozano como una excrecencia triangular. Era una ilusión óptica, inducida por el ángulo de la ventana y la altura del montículo. Irene reflexionó sobre la idea y las ilusiones que alentaba.

– Por el amor de Dios, Renie, te he buscado por todas partes. ¿Qué estás haciendo aquí?

Robert Gabriel cruzó la habitación en dirección a ella. Había entrado sin hacer ruido, consiguiendo cerrar la puerta combada en silencio. Llevaba puesto el abrigo y trató de explicar tal circunstancia.

– Estaba a punto de salir e iniciar una búsqueda -cubrió los hombros de Irene con el abrigo.

Era un gesto mínimo, pero Irene experimentó una clara repulsión a su tacto. Estaba tan cerca que podía oler su colonia y el último vestigio de café que el dentífrico no había eliminado. Se sintió enferma.

Gabriel no dio señales de advertirlo.

– Nos dejan marchar. ¿Sabes si han detenido a alguien?

– No. Ninguna detención. Todavía no -respondió ella, sin decidirse a mirarle.

– Hemos de estar disponibles para la encuesta, por supuesto será una terrible molestia ir y venir de Londres, pero siempre es mejor que quedarse en esta nevera. El agua caliente se ha terminado, y no es probable que reparen esa vieja caldera hasta dentro de tres días. Es demasiado para el cuerpo, ¿no?

– Te oí -dijo ella en un susurro, breve y desesperado. Sabía que él la estaba mirando.

– ¿Me oíste?

– Te oí, Robert. Te oí con ella la otra noche.

– Irene, ¿qué…?

– Tranquilo, no se lo diré a la policía. Nunca lo haría, ¿verdad? Imagino que por eso me buscabas, para asegurarte de que mi orgullo me mantendrá en silencio.

– ¡No! Ni siquiera sé de qué estás hablando. Estoy aquí porque quiero llevarte de vuelta a Londres. No quiero que te marches sola. No tiene sentido…

– Esto es lo más divertido -le interrumpió Irene con acritud-. La verdad es que vine por ti. Robert, pensaba que estaba en condiciones de volver contigo, que Dios me perdone. Incluso… -Su voz se quebró y, avergonzada, se apartó de él, como si de esta forma pudiera recuperar el dominio de sí misma-. Incluso te traje una fotografía de nuestro James. ¿Sabes que este año hizo el papel de Mercucio en la escuela? Puse en un doble marco una fotografía de James y otra de ti. ¿Te acuerdas de aquella foto que te hiciste vestido de Mercucio, hace muchos años? No os parecéis mucho, porque James ha heredado mi color de piel, pero creí que te gustaría tener las fotos. Sobre todo por James. No, me estoy mintiendo. Y juré anoche que dejaría de hacerlo. Quise traerte las fotos porque te odiaba y te quería y la otra noche, cuando estábamos juntos en la biblioteca, por un momento pensé que existía una oportunidad de…

– Renie, por el amor de Dios…

– ;No! ¡Os oí! ¡Hampstead otra vez! ¡Hasta el último detalle! Y dicen que la vida no se repite, ¿eh? ¡Qué burla tan repugnante! Sólo me hacía falta abrir la puerta para encontrarte por segunda vez poseyendo a mi hermana. Como el año pasado, con la única diferencia de que esta vez estaba sola. Al menos, nuestros hijos se habrían ahorrado el espectáculo de ver a su padre sudando, jadeando y gimiendo sobre su adorada tía Joy.

– Eso no es…

– ¿Lo que pienso? -Irene sintió que su rostro se anegaba en lágrimas. La irritaban, porque significaban que él todavía era capaz de reducirla a ese estado-. No quiero escucharte, Robert. Ya estoy harta de mentiras brillantes. Basta ya de «Sólo ocurrió una vez». Basta ya.

– ¿Crees que maté a tu hermana? -Gabriel la tomó por el brazo. Tenía el rostro desencajado, tal vez por falta de sueño, tal vez por la culpa.

Ella emitió una carcajada ronca y se soltó.

– ¿Matarla? No, no es tu estilo. Muerta, Joy no te servía de nada, ¿verdad? Al fin y al cabo, follar con cadáveres no es tu especialidad.

– ¡Eso no ocurrió!

– Entonces, ¿qué oí?

– ¡No sé lo que oíste! ¡No sé a quién oíste! Cualquiera podría haber estado con ella.

– ¿En tu habitación?

– En mi… -Sus ojos se agrandaron a causa del pánico-. ¡Renie, por el amor de Dios, no estarás pensando eso!

Ella se desprendió del abrigo, y una nube de polvo se levantó del suelo cuando cayó.

– Lo peor no es saber que siempre has sido un repugnante mentiroso, Robert, sino darme cuenta de que yo también he llegado a lo mismo. Que Dios me ayude. Pensaba que si Joy moría me vería libre de mi dolor. Ahora creo que sólo me liberaré cuando tú mueras también.

– ¿Cómo puedes decir eso? ¿Es lo que quieres?

– Con todo mi corazón -Irene sonrió con amargura-. ¡Dios mío! ¡Con todo mi corazón!

Él dio un paso atrás, alejándose del abrigo en el suelo interpuesto entre ambos. Tenía el rostro ceniciento.

– Así sea, mi amor -susurró.

Lynley encontró a Jeremy Vinney en el sendero privado, metiendo su equipaje en el maletero de un Morris alquilado. Vinney se protegía del frío con abrigo, guantes y bufanda; su aliento se condensaba en el aire. El sol bañaba de un brillo rosado su frente abombada, produciendo la sorprendente impresión de que sudaba. Era el primero en marcharse, advirtió Lynley. Una reacción muy extraña para un periodista. Lynley caminó hacia él. Sus pasos resonaron sobre la grava y el hielo.

– Parece que tiene prisa por marcharse -comentó Lynley.

El periodista señaló la casa con un movimiento de cabeza. Sombras oscuras cubrían como tinta los muros de piedra.

– El lugar no invita a quedarse. -Cerró el maletero de un golpe y comprobó que estuviera bien asegurado. Se le cayeron las llaves de la mano y carraspeó mientras se agachaba para recogerlas. Cuando finalmente miró a Lynley, reveló una cara en que el dolor asomaba sutilmente, como sucede cuando se ha sobrevivido a un duro golpe y se empieza a calibrar la inmensidad de la pérdida en relación a la infinitud del tiempo.

– De todos modos, me imaginaba que un periodista sería el último en marcharse -dijo Lynley.

Vinney emitió una breve y áspera carcajada, que parecía guiada por voluntad propia, punitiva y cruel.

– ¿Entusiasmado tras escribir un artículo en el propio escenario del crimen? ¿Ansioso de conseguir un buen espacio en la portada, por no mencionar el nombre en caracteres destacados y un título nobiliario por haber resuelto el caso sin ayuda de nadie? ¿Eso es lo que piensa, inspector?

Lynley respondió a la pregunta con otra.

– ¿Por qué vino aquí este fin de semana, señor Vinney? Todos pueden explicar su presencia más o menos satisfactoriamente, pero no se puede decir lo mismo de usted. ¿Sería tan amable de iluminarme un poco?

– ¿Acaso nuestra atractiva Elizabeth no le ofreció anoche un buen retrato? Estaba ansioso por llevarme a Joy a la cama, o mejor aún, me dedicaba a extraer sustancia de su cerebro para aupar mi carrera. Elija lo que prefiera.

– Prefiero la realidad, con toda franqueza.

Vinney tragó saliva. Parecía desconcertado, como si no esperase ecuanimidad de un policía. Tal vez insistencia belicosa en pos de la verdad, o un dedo hundido de forma provocadora en su pecho.

– Era amiga mía, inspector. Probablemente mi mejor amiga. A veces creo que era mi única amiga. Y ahora ha muerto -miró con ojos apagados la calma superficie del lago, a lo lejos-. Pero la gente no comprende la amistad entre hombre y mujer, ¿verdad? Prefiere extraer conclusiones. Prefiere degradarla.

La tristeza del hombre no conmovió a Lynley. Sin embargo, advirtió que Vinney había soslayado su pregunta.

– ¿Vino aquí gracias a Joy? Sé que usted telefoneó a Stinhurst, pero fue ella quien allanó las dificultades, ¿no? ¿Fue idea de Joy? -Vinney asintió-. ¿Por qué?

– Dijo que estaba preocupada por la reacción de Stinhurst y los actores ante los cambios introducidos en la obra. Quería tener un amigo a su lado para que le prestara su apoyo moral, en caso de que las cosas se complicaran. Llevo siguiendo la reapertura del Agincourt desde hace meses. Me pareció razonable solicitar que me invitaran al ensayo de la obra antes del estreno. Por eso vine. Para darle mí apoyo, tal como me lo pidió. Sólo que al final no pude ayudarla, ¿verdad? Para el caso, podía haber venido sola.

– Tenía apuntado su nombre en la agenda.

– No me sorprende. Solíamos comer juntos a menudo desde hace años.

– Durante esos encuentros, ¿le dijo algo sobre este fin de semana, cómo iba a ser, qué se esperaba?

– Sólo que se trataba de una lectura y que podría escribir una interesante historia.

– ¿Se refería a la obra?

Vinney tardó un poco en contestar. Parecía mirar al infinito. Respondió con aire pensativo, como si le diera vueltas a una idea que hasta entonces no había tomado en consideración.

– Joy me dijo que fuera pensando en escribir un artículo sobre la obra, centrado en las estrellas, el argumento, tal vez la estructura que había ideado. Venir aquí me daría una idea sobre la futura escenificación. Ya sé que en Londres habría conseguido la información con toda facilidad. Nos vemos, veíamos, con mucha frecuencia. Por lo tanto, ¿es posible que estuviera preocupada por la posibilidad de que le ocurriera algo, inspector? Santo Dios, ¿es posible que confiara en mí para descubrir la verdad?

Lynley no hizo comentarios sobre la aparente desconfianza del hombre hacia la capacidad de la policía para establecer la verdad, ni tampoco sobre la egocéntrica convicción de que un solo periodista lo lograra. De todos modos, reparó en que el comentario de Vinney coincidía de manera asombrosa con la opinión de lord Stinhurst acerca de su presencia.

– ¿Quiere decir que estaba preocupada por su seguridad?

– No dijo eso -admitió Vinney con honestidad-. Y no se comportaba como si estuviera preocupada.

– ¿Por qué fue a la habitación de usted la otra noche?

– Dijo que estaba demasiado excitada para dormir. Tuvo problemas con Stinhurst y se marchó a su cuarto, pero se sentía nerviosa y vino al mío. Para charlar.

– ¿A qué hora?

– Un poco después de las doce, tal vez a y cuarto.

– ¿De qué habló?

– Antes que nada, de la obra. Estaba empeñada en que se iba a representar, con Stinhurst o sin él. Y después se explayó sobre Alec Rintoul, y Robert Gabriel, e Irene. Se sentía destrozada por todo lo que le había pasado a Irene, ya sabe. Ella… deseaba con toda su alma que su hermana volviera con Gabriel. Por eso impuso a Irene en la obra. Pensó que si se veían a menudo, la naturaleza seguiría su curso. Dijo que deseaba el perdón de Irene, y sabía que no podía conseguirlo. Pero, sobre todo, creo que deseaba perdonarse a sí misma, y no lo lograría mientras Gabriel y su hermana continuaran separados.

Había desgranado el relato con soltura y aparente sinceridad, pero el instinto de Lynley le decía que la visita nocturna de Joy a la habitación de Vinney entrañaba algo más.

– A juzgar por sus palabras, se diría que era una santa.

Vinney negó con la cabeza.

– No era una santa, pero sí una buena amiga.

– ¿A qué hora llegó Elizabeth Rintoul a su habitación con el collar?

Vinney despejó de nieve el techo del Morris antes de contestar.

– Poco después de que Joy viniera. Yo… Joy no quiso hablar con ella. Imaginó que quería montarle otra escena por la obra, así que no le dejé entrar. Sólo abrí un poco la puerta, para que no atisbara dentro. Como no le permití pasar, pensó que Joy estaba en mi cama. Muy típico de ella. A Elizabeth le resulta imposible concebir que dos personas de sexos opuestos sean sólo amigas. Para ella, conversar con un hombre es un modo de acceder a algún tipo de relación sexual. Me parece lamentable.

– ¿Cuándo se marchó Joy de su habitación?

– Poco antes de la una.

– ¿Alguien la vio salir?

– No había nadie rondando. Creo que nadie la vio, a menos que Elizabeth estuviera espiando desde la puerta de su dormitorio, o tal vez Gabriel. Mi habitación estaba entre las suyas.

– ¿Acompañó a Joy a su habitación?

– No. ¿Por qué?

– Cabe la posibilidad de que no fuera directamente a ella si, como usted ha dicho, pensaba que no lograría conciliar el sueño.

– ¿Adonde iría, si no? -la comprensión se reflejó en su cara-. ¿A encontrarse con alguien? No. Ninguna de esas personas le interesaba.

– Si, como ha dicho antes, Joy Sinclair sólo era su amiga, ¿cómo puede estar seguro de que no compartía algo más que amistad con otra persona, con alguno de los hombres presentes este fin de semana? O quizá con alguna mujer.

El rostro de Vinney se ensombreció ante la segunda insinuación. Parpadeó y desvió la vista.

– Entre nosotros no existían mentiras, inspector. Ella lo sabía todo. Yo lo sabía todo. Estoy seguro de que me habría contado… -se interrumpió, suspiró y se frotó la frente con su mano enguantada-. ¿Puedo irme? No hay nada más que decir. Joy era mi amiga. Y ahora está muerta -Vinney lo dijo como si existiera una relación entre las dos últimas frases.

Lyniey se preguntó si la habría. Intrigado por el hombre y su relación con Joy Sinclair, decidió cambiar de tema.

– ¿Puede decirme algo sobre un individuo llamado John Darrow?

Vinney dejó caer la mano.

– ¿Darrow? -repitió, desconcertado-. Nada. ¿Debería saber quién es?

– Joy le conocía, sin duda alguna. Irene dijo que le mencionó en la cena, tal vez en relación con su nuevo libro. ¿Puede decirme algo sobre eso? -Lynley escrutó el rostro de Vinney, esperando percibir una chispa de reconocimiento en el hombre con quien Joy Sinclair lo había compartido todo.

– Nada -pareció azorado por esta aparente contradicción con lo que antes había afirmado-. No hablaba de su trabajo. Nunca.

– Entiendo -Lynley asintió con aire pensativo. El periodista desplazó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Sus manos jugueteaban con las llaves-. ¿Sabía que Joy llevaba una grabadora en el bolso?

– La utilizaba cuando una idea le venía a la cabeza. Ya lo sabía.

– Le nombra a usted en un pasaje, preguntándose por qué la ponía tan nerviosa. ¿Por qué diría eso?

– ¿Que yo la ponía nerviosa? -alzó la voz, incrédulo.

– «Jeremy. Jeremy. Dios, ¿por qué me pone tan nerviosa? No es una proposición para toda la vida.» Ésas fueron sus palabras. ¿Puede explicármelas?

El rostro de Lynley parecía tranquilo, pero la inquietud de sus ojos le traicionaba.

– No. No puedo. No se me ocurre qué quiso decir. No manteníamos esa clase de amistad. Por mi parte no, al menos. En absoluto.

Seis negativas. Lynley ya conocía lo bastante bien al hombre para darse cuenta de que sus últimos comentarios tenían como objetivo desviar la conversación. Vinney no era un buen embustero, pero sí un experto en aprovechar el momento y utilizarlo con inteligencia. Acababa de hacerlo. Pero ¿por qué?

– No le retendré más, señor Vinney -concluyó Lynley-. Estará ansioso por volver a Londres.

Dio la impresión de que Vinney deseara añadir algo más, pero subió al Morris y puso el motor en marcha. El coche produjo el sonido vibrante que delata a un motor poco animado a trabajar, pero después tosió y cobró vida, liberando gases espasmódicamente. Vinney bajó el cristal de la ventanilla, mientras los parabrisas se esforzaban en eliminar la nieve.

– Era mi amiga, inspector. Sólo eso. Nada más.

Dio la vuelta con el coche. Los neumáticos giraron como enloquecidos sobre una placa de hielo antes de pisar el terreno más seguro de grava. Se dirigió por el sendero privado hacia la carretera.

Lynley siguió el coche con la mirada, intrigado por la obsesión del hombre en repetir aquel último comentario, como si contuviera un significado implícito que la minuciosa inspección de un detective descubriría al instante. Por alguna razón, acaso debida a la lejana presencia de Inverness, le devolvió a Eton y a un apasionado debate de quinto curso sobre las obsesiones y pulsiones evidenciadas por Macbeth, aquel remordimiento de conciencia que espoleaba sus atormentadas referencias a dormir una vez ejecutado su acto. «¿Qué necesidad no ha colmado todavía este hombre, a pesar de haber perpetrado con éxito el acto mediante el cual pensaba alcanzar la felicidad?» El profesor de literatura paseaba por la clase sin cesar de formular la pregunta, eligiendo al azar a cualquier alumno para que valorase, evaluara, especulara o defendiera. «Las necesidades impulsan a las pulsiones. ¿Qué necesidad? ¿Qué necesidad?» Una excelente pregunta, decidió Lynley.

Buscó su pitillera y se dispuso a volver sobre sus pasos, cuando la sargento Havers y St. James aparecieron por la esquina de la casa. La nieve se había adherido a los bajos de sus pantalones, como si hubieran chapoteado en ella. Lady Helen les seguía a corta distancia.

Los cuatro se miraron sin decir palabra durante un embarazoso momento. Lynley fue el primero en hablar.

– Havers, ¿quiere hacer el favor de llamar al Yard? Informe a Webberly de que regresamos a Londres esta misma mañana.

Havers asintió con la cabeza y desapareció por la puerta principal. St. James la imitó, dirigiendo una rápida mirada a lady Helen.

– ¿Vendrás con nosotros, Helen? -preguntó Lynley cuando se quedaron solos. Devolvió la pitillera al bolsillo sin abrirla-. El viaje te resultará más breve. Un helicóptero nos espera cerca de Oban.

– No puedo, Tommy. Ya lo sabes.

Sus palabras no eran rudas, pero sí terminantes. Parecía que ya no tenían nada más que decirse, pero Lynley luchó por romper su reserva, aunque fuera de manera imprecisa o insignificante. No podía permitir que se separasen así, y con estas mismas palabras lo expresó, antes de que el sentido común, el orgullo o las convenciones sociales se lo impidieran.

– No puedo soportar que te separes de mí así, Helen.

Un rayo de sol la iluminó. Jugueteó con sus cabellos, dándoles el color de coñac viejo y noble. Por un momento, sus adorables ojos oscuros transparentaron una enigmática emoción. Después se desvaneció.

– Debo irme -dijo ella en voz baja. Pasó junto a él y entró en la casa.

«Es como la muerte -pensó Lynley-. Pero sin un entierro digno, sin un período de luto, sin un término a las lamentaciones.»

En su desordenado despacho de Londres, el superintendente Malcolm Webberly colgó el teléfono.

– Era Havers -dijo.

Hizo el gesto habitual de pasarse la mano derecha por el escaso cabello rubio y tirar de él con fuerza, como para dar ánimos a su calvicie incipiente.

Sir David Hillier, el inspector jefe, no se movió de la ventana junto a la que llevaba de pie el último cuarto de hora. Sus ojos contemplaban con placidez la apretada serie de edificios que componían el perfil de la ciudad. Como siempre, iba impecablemente vestido, y su postura delataba al hombre acostumbrado al éxito, acostumbrado a sortear con elegancia los traicioneros mares del poder político.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Ya vuelven.

– ¿Eso es todo?

– No. Según Havers, seguirán una pista que les conduce a Hampstead. Por lo visto, la Sinclair trabajaba en un libro allí. En su casa.

La cabeza de Hillier se volvió poco a poco, pero como el sol estaba detrás de él su rostro permaneció en la sombra.

– ¿Un libro? ¿Además de la obra?

– Havers no ha sido muy explícita. Sin embargo, tengo la impresión de que Lynley está muy interesado en eso, empeñado en seguir el rastro.

– Demos gracias a Dios por la notable intuición creativa del inspector Lynley -sonrió fríamente Hillier.

– Es mi mejor hombre -repuso con amargura Webberly.

– Y obedecerá las órdenes, por supuesto. Al igual que tú. -Hillier volvió a contemplar la ciudad.

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