Capítulo 2

El inspector Thomas Lynley recibió el mensaje poco antes de las diez de aquella mañana. Había ido a Castle Sennen Farm para echar una ojeada al nuevo ganado, y regresaba en el Land Rover de la finca, cuando su hermano salió a su encuentro, llamándole a gritos desde el caballo bayo que montaba, y cuyo aliento se transformaba en vapor al salir de las amplias fosas nasales. Hacía mucho frío, mucho más de lo normal en Cornualles incluso en esta época del año, y los ojos de Lynley se entornaron a la defensiva cuando bajó la ventanilla del Rover.

– Tienes un mensaje de Londres -chilló Peter Lynley, sujetando las riendas expectante. La yegua sacudió la cabeza, acercándose de forma deliberada al muro de piedra que servía de frontera entre el campo y la carretera-. El superintendente Webberly. No sé qué sobre el Departamento de Investigación Criminal de Strathclyde. Quiere que le telefonees en cuanto puedas.

– ¿Eso es todo?

La yegua describió un círculo, como si intentara desembarazarse del peso que la agobiaba, y Peter reaccionó ante el desafío a su autoridad con una carcajada. Forcejearon unos instantes, cada uno decidido a dominar al otro, pero Peter controlaba las riendas con una mano que sabía instintivamente refrenar al caballo sin humillarlo. La fustigó para que diera la vuelta en el campo de rastrojos, como si ambos se hubieran puesto de acuerdo previamente para dar la vuelta, y adelantó el pecho hacia el muro coronado de escarcha.

– Hodge cogió la llamada -sonrió Peter-. Ya sabes el rollo «Scotland Yard llama a su señoría. ¿Voy yo o va usted?» -rezumaba desaprobación por todos los poros de su cuerpo mientras hablaba.

– Aquí no ha cambiado nada -fue la respuesta de Lynley. El viejo mayordomo, que llevaba treinta años al servicio de la familia, se había negado a condescender durante los últimos doce con lo que él llamaba «el capricho de su señoría», como si en el momento menos pensado Lynley fuera a recobrar la razón, ver la luz y empezar a vivir de acuerdo con su posición, tal como Hodge esperaba con todas sus fuerzas… en Cornualles, en Howenstow, lo más lejos posible de New Scotland Yard-. ¿Qué le dijo Hodge?

– Que estabas ocupado recibiendo agasajos de tus inquilinos, lo más seguro. Ya sabes, «Su señoría está recorriendo las tierras en este momento» -Peter imitó a la perfección el tono fúnebre del mayordomo. Ambos hermanos lanzaron una carcajada-. ¿Quieres volver a caballo? Irás más deprisa que en el Rover.

– No, gracias. Me temo que le he cogido mucho apego a mi cuello.

Lynley puso el vehículo en marcha con estrépito. La yegua, asustada, reculó y saltó a un lado, sin hacer caso de bocado, riendas ni talones en su deseo de alejarse. Los cascos golpearon contra las rocas, y el relincho se transformó en un chillido de miedo. Lynley no dijo nada al ver que su hermano luchaba con el animal, sabiendo que era inútil rogarle que tuviera cuidado. Lo que más atraía a Peter de los caballos era la inminencia del peligro y la posibilidad de romperse un hueso al ejecutar un falso movimiento.

Como era de esperar, Peter echó la cabeza hacia atrás, ebrio de alegría. Había venido sin sombrero, y su cabello, pegado al cráneo como una gorra dorada, brillaba a la luz del sol invernal. Sus manos estaban curtidas por el trabajo, y su piel conservaba el bronceado incluso en invierno, tostada por los meses que pasaba trabajando bajo el sol del suroeste. Al mirarle, Lynley experimentó la sensación de que, en lugar de diez años, era varias décadas mayor que su hermano.

– ¡Ánimo, Saffron! -gritó Peter. Espoleó a la yegua lejos del muro y, despidiéndose con la mano, se alejó por el campo a todo galope. Llegaría a Howenstow mucho antes que su hermano.

Cuando caballo y jinete desaparecieron entre un grupo de sicómoros, al otro extremo del campo, Lynley hundió el pie en el acelerador, maldijo exasperado cuando no le entró la marcha y avanzó a trompicones por el estrecho sendero.

Lynley llamó a Londres desde el pequeño gabinete contiguo al salón. Era su santuario personal, construido sobre el porche de la casa familiar y amueblado a principios de siglo por su abuelo, un hombre que sabía muy bien cómo hacer la vida soportable. Un escritorio de caoba más pequeño de lo normal estaba situado entre dos estrechas ventanas. Las estanterías sostenían una serie de libros humorísticos y varias décadas encuadernadas de Punch. Un reloj de bronce dorado hacía tictac sobre la repisa de la chimenea, cerca de la cual había una acogedora butaca para leer. Siempre había sido un lugar reconfortante al final de un día agotador.

Lynley observó por la ventana el frondoso jardín, mientras esperaba que la secretaria de Webberly localizara al superintendente, preguntándose qué hacían ambos en New Scotland Yard un fin de semana de invierno. Vio a su madre, una figura alta y delgada embutida en un grueso chaquetón de marino. Se cubría el pelo de color arena con una gorra norteamericana de béisbol. Estaba discutiendo con uno de los jardineros, y este hecho le impedía darse cuenta de que su perdiguero jugueteaba con uno de sus guantes, que había caído, y lo estaba tratando como a un tentempié de media mañana. Lynley sonrió cuando su madre reparó en lo que hacía el perro. Dio un grito y recuperó el guante.

Cuando la voz crepitó al otro lado de la línea, sonó como si Webberly hubiera venido corriendo.

– Tenemos una situación difícil entre manos -le anunció el superintendente sin más preámbulos-. Gente de Drury Lane, un cadáver y la policía local actuando como si se hubiera desencadenado la peste bubónica. Solicitaron la ayuda de su DIC local, Strathclyde, pero Strathclyde no le pondrá las manos encima. Es nuestro.

– ¿Strathclyde? -repitió Lynley, confuso-. Eso está en Escocia.

Lo que decía era bien conocido por su superior. Escocia contaba con su propia fuerza de policía. Casi nunca pedían ayuda al Yard. Incluso en ese caso, las complejidades de las leyes escocesas dificultaban el trabajo de la policía londinense, y le imposibilitaba participar en ulteriores procedimientos judiciales. Algo no encajaba. Lynley empezó a sospechar, pero se abstuvo de hacer comentarios.

– ¿No tenía otra persona a mano este fin de semana? -sabía que Webberly le proporcionaría los restantes detalles como respuesta a su pregunta. Era la cuarta vez en cinco meses que interrumpía un permiso de Lynley.

– Lo sé, lo sé -respondió Webberly con brusquedad-. Pero no había otro remedio. Ya lo arreglaremos cuando todo haya acabado.

– ¿El qué?

– Un lío de mil demonios. -la voz de Webberly se alejó cuando alguien se puso a hablar en su oficina de Londres, concisamente y desde una distancia considerable.

Lynley reconoció al retumbante barítono. Era sir David Hillier, el inspector jefe. Algo grave había sucedido. Mientras escuchaba, esforzándose en captar las palabras de Hillier, los dos hombres debieron de llegar a una decisión, porque Webberly le habló en un tono más confidencial, como si la línea estuviera intervenida y temiera que alguien le escuchara.

– Como ya le he dicho, se trata de una situación difícil. Stuart Rintoul, lord Stinhurst, está mezclado. ¿Le conoce?

– Stinhurst. ¿El productor?

– El mismo. El Midas de los escenarios.

El epíteto hizo sonreír a Lynley. Muy apropiado. Lord Stinhurst había alcanzado su reputación en el teatro londinense a base de financiar un espectáculo triunfal tras otro. Además de ser un hombre con un gran olfato para los gustos del público, y predispuesto a correr enormes riesgos con su dinero, poseía una habilidad singular para reconocer nuevos talentos y seleccionar obras premiadas entre las bazofias que aterrizaban cada día en su escritorio. Su último desafío, como sabía cualquiera que leyera el Times, había sido la adquisición y renovación del abandonado teatro Agincourt de Londres, proyecto en el que lord Stinhurst había invertido más de un millón de libras. El nuevo Agincourt se inauguraría dentro de dos meses, y su éxito estaba asegurado. Teniendo en cuenta lo poco que faltaba, a Lynley le pareció inconcebible que Stinhurst se hubiera marchado de Londres, aunque sólo fuera para tomarse unas cortas vacaciones. Era un perfeccionista obsesivo, un hombre entrado en los setenta y que no descansaba desde hacía años. Eso formaba parte de su leyenda. Por tanto, ¿qué estaba haciendo en Escocia?

Webberly prosiguió, como respondiendo a las preguntas no formuladas de Lynley.

– En apariencia, Stinhurst llevó al grupo allí para trabajar en una obra que pretendía triunfar por todo lo alto en la ciudad cuando el Agincourt abriera sus puertas. Hay un periodista con ellos, un tipo del Times. Creo que es un crítico de teatro. Según parece, ha estado informando sobre el asunto del Agincourt día a día, pero, por lo que me han dicho esta mañana, en estos momentos daría cualquier cosa por hacerse con un teléfono antes de que lleguemos allí y le amordacemos.

– ¿Por qué? -preguntó Lynley, sabiendo que Webberly se había reservado lo más jugoso para el final.

– Porque Joanna Ellacourt y Robert Gabriel van a ser las estrellas de la nueva producción de lord Stinhurst. Y también están en Escocia.

Lynley no pudo reprimir un suave silbido de sorpresa. Joanna Ellacourt y Robert Gabriel. La crema del teatro, los dos actores más solicitados del país en la actualidad. Durante sus años de asociación, Ellacourt y Gabriel habían electrizado los escenarios interpretando desde Shakespeare a Stoppard, pasando por O'Neill. Aunque trabajaban con igual frecuencia juntos que separados, la magia sólo se producía cuando salían a escena como pareja. Y, después, los calificativos de los periódicos siempre eran los mismos, química, ingenio, altísima tensión sexual que hasta el público advertía. Lynley recordó que su encuentro más reciente había sido en Ótelo, una producción de Haymarket que había atraído a muchedumbres durante meses antes de finalizar tres semanas atrás.

– ¿A quién han asesinado? -preguntó Lynley.

– A la autora de la nueva obra. Una chica prometedora, sin duda. Se llamaba… -se oyó un roce de papeles- Joy Sinclair. -Webberly emitió un sonido gutural, preludio habitual a una mala noticia-. Me temo que movieron el cuerpo.

– ¡Maldita sea! -murmuró Lynley-. Modificaría el escenario del crimen, dificultando más su tarea.

– Lo sé, lo sé, pero ya no se puede hacer nada, ¿verdad? En cualquier caso, la sargento Havers se encontrará con usted en Heathrow. Tienen dos billetes en el avión de la una a Edimburgo.

– Havers no sirve para esto, señor. Necesitaré a St. James si han movido el cuerpo.

– St. James ya no pertenece al Yard, inspector. No puedo solucionarlo, dada la urgencia del caso. Si necesita a un especialista forense, llévese a uno de nuestros hombres, pero no a St. James.

Lynley estaba preparado para poner objeciones a esa decisión, intuyendo por qué le habían encargado el caso a él y no a algún detective que estuviera de guardia el fin de semana. Stuart Rintoul, barón de Stinhurst, era sospechoso del asesinato, pero el Yard deseaba que la presencia del octavo barón de Asherton, el propio Lynley, garantizara un trato diplomático, hablando con el sospechoso de igual a igual, sondeando la verdad con delicadeza. Todo eso estaba muy bien, pero en lo que a Lynley concernía, si Webberly pretendía saltarse alegremente la lista de facción para orquestar un encuentro entre los lores Stinhurst y Asherton, él no estaba dispuesto a complicar más su trabajo llevándose a la sargento Barbara Havers, que no desaprovecharía la oportunidad de ser la primera de su promoción en aplicarle las esposas a un barón.

En opinión de la sargento Havers, los grandes problemas de la vida, desde la crisis económica hasta el aumento de enfermedades de transmisión sexual, nacían del sistema de clases, maduros y en sazón, un poco como Atenea de la cabeza de Zeus. De hecho, era el tema en que discrepaban con más encono, así como los cimientos, edificio y florón de todas las batallas verbales que Lynley había sostenido con ella durante los quince meses que llevaban de compañeros.

– Este caso no es el más apropiado para las peculiares características de Havers -razonó Lynley-. Toda su objetividad se irá al carajo en cuanto se entere de que lord Stinhurst está implicado.

– Ya ha superado esas cosas. Y si no, ya es hora de que lo haga si quiere llegar a algún sitio con usted.

Lynley se encogió de hombros al pensar que tal vez el superintendente estuviera insinuando que la sargento Havers y él estaban destinados a ser un equipo permanente, unidos en un matrimonio de carreras del que nunca podría escapar. Buscó una forma de utilizar la decisión de su superior respecto a Havers como parte de un compromiso adecuado a sus necesidades. La encontró apoyándose en un comentario anterior.

– Respeto su decisión, señor, pero en cuanto a las complicaciones resultantes de haber movido el cadáver, St. James tiene más experiencia en el análisis de los escenarios de un crimen que cualquiera de la plantilla. Usted sabe mejor que yo que fue nuestro mejor hombre en el pasado y…

– Nuestro mejor hombre en el presente. Conozco el rollo, inspector, pero tenemos un problema de tiempo. No es posible darle a St. James… -un ladrido del inspector jefe Hillier le interrumpió, pero algo, sin duda la mano de Webberly sobre el auricular, impidió oír el resto de la conversación-. De acuerdo. St. James ha recibido la aprobación. Póngase en movimiento, vaya allí y encárguese de resolver el lío. -tosió, carraspeó y concluyó-. Todo esto no me hace más feliz que a usted, Tommy.

Webberly colgó al instante, sin conceder más tiempo para discusiones o preguntas. Sólo entonces se tomó un momento Lynley para meditar sobre dos curiosos detalles de la conversación. El superintendente no le había contado prácticamente nada del crimen, y era la primera vez en sus doce años de asociación que le llamaba por su nombre de pila. Desde luego un extraño motivo para inquietarse, pero por un instante Lynley se preguntó qué se ocultaba tras el asesinato de Escocia.

Cuando salió del gabinete y del salón, rumbo a sus aposentos del ala este de Howenstow, el nombre llamó por fin la atención de Lynley. Joy Sinclair. Lo había visto en alguna parte. Y no hacía mucho tiempo. Se detuvo en el pasillo junto a una vitrina y miró sin ver el cuenco de porcelana que había encima. Sinclair, Sinclair. Parecía tan conocido, tan al alcance de su mano. El delicado dibujo del cuenco, azul sobre blanco, se convirtió en una mancha, y las figuras se sobrepusieron, cruzaron, invirtieron…

Se invirtieron. De atrás adelante. Jugar con las palabras. No era Joy Sinclair lo que había visto, sino Sinclair's Joy, el júbilo de Sinclair, un titular del dominical de un periódico, la clásica inversión del tipo a qué somos listos, seguida de la engañosa frase «Una Diana con Oscuridad y lanzada hacia éxitos mayores.»

Recordó que el titular le había sugerido la imagen de una atleta ciega camino de los juegos olímpicos. Y, dejando aparte el hecho de que había leído el artículo hasta descubrir que no se trataba de una atleta, sino de una autora teatral cuya primera obra había sido bien acogida por críticos y espectadores ávidos de una bocanada de aire fresco, y cuya segunda obra inauguraría el teatro Agincourt, no había averiguado nada más. Porque una llamada de Scotland Yard le había conducido a Hyde Park y al cadáver desnudo de una niña de cinco años, oculto entre los arbustos situados bajo el puente del Serpentine.

Era lógico que no hubiera recordado a la Sinclair hasta este momento. La visión desoladora de Megan Walsham, saber cuánto había sufrido antes de morir, había borrado cualquier otro pensamiento de su mente durante semanas. Vivió día a día poseído por la furia, durmiendo, comiendo y bebiendo su necesidad de encontrar al asesino de Megan, hasta que arrestó al tío materno de la niña, y luego tuvo que revelar a la desolada madre quién era el responsable de la violación, mutilación y asesinato de su hija menor.

En realidad acababa de cerrar el caso, agotado por los largos días y las noches aún más largas, deseando vivamente un descanso, una purificación espiritual que lavara la obscenidad del crimen y la crueldad de su alma.

Pero no iba a ser posible. Al menos ni aquí ni ahora. Suspiró, tamborileó los dedos en la vitrina y fue a hacer la maleta.

El detective Kevin Lonan detestaba beber té en un recipiente. Siempre le provocaba una repulsiva imagen que le recordaba la espuma del baño. Por esa razón, cuando las circunstancias le obligaban a servirse su anhelado té vespertino de un mellado termo, resucitado de un rincón polvoriento del DIC de Strathclyde, sólo tomaba un sorbo antes de arrojar el resto a la insignificante franja asfaltada que hacía las veces de aeródromo local. Esbozó una mueca, se secó la boca con el dorso de la mano y se frotó los brazos para mejorar la circulación. Hoy el sol había salido y brillaba como una falsa promesa de primavera sobre los abombados amontonamientos de nieve, pero la temperatura continuaba a bastantes grados bajo cero. Y el espeso banco de nubes que venía desde el norte auguraba otra tormenta. Si el grupo de Scotland Yard se proponía aparecer, mejor que lo hiciera rápido como el rayo, pensó Lonan de mal humor.

Como en respuesta, la rítmica vibración de unas alas giratorias cortó el aire desde el este. Poco después, se divisó un helicóptero de la Real Policía Escocesa. Describió un círculo alrededor de la bahía de Ard-mucknish, inspeccionando el terreno en busca del lugar más apropiado y después se posó sobre un cuadrado de asfalto que una asmática máquina quitanieves había despejado media hora antes. Las aspas continuaron girando, levantando pequeños chorros de nieve de las masas que bordeaban el aeródromo. El ruido, daba dentera.

Una figura menuda y regordeta, embozada como una momia de pies a cabeza con algo que parecía una vieja alfombra de color pardo, abrió la puerta del acompañante. La sargento Barbara Havers, decidió Lonan. Dejó caer la escalerilla como si lanzara una escala de cuerdas por el costado de una cabaña de troncos, arrojó tres maletas que chocaron contra el suelo con un golpe sordo y luego saltó. Un hombre la siguió. Era muy alto, muy rubio, llevaba la cabeza expuesta al frío, un abrigo de cachemira bien cortado, bufanda y guantes, su única concesión a la temperatura glacial. Debía de ser el inspector Lynley, pensó Lonan, en quien el DIC de Strathclyde estaba particularmente interesado en este momento, considerando que su llegada había sido manipulada por Londres de principio a fin. Lonan vio que intercambiaba unas breves palabras con el otro oficial. La mujer indicó con un gesto la furgoneta, y Lonan supuso que irían a su encuentro, pero en lugar de ello se volvieron hacia la escalerilla, donde una tercera persona se las componía para descender poco a poco, entorpecida y dificultada por la pesada abrazadera que llevaba sobre la pierna izquierda. Como el rubio, no usaba sombrero, y su cabello negro (rizado, demasiado largo y de todo punto ingobernable) azotaba su pálido rostro. Sus rasgos eran afilados, excesivamente angulosos. Tenía el aspecto de un hombre que jamás pasaba por alto un detalle.

Ante esta aparición inesperada, el detective Lonan masculló en silencio unas palabras de estupor, y se preguntó si la noticia habría llegado a oídos del inspector Macaskin. Londres enviaba artillería pesada, el científico forense Simon Allcourt-St. James. El detective se apartó de la furgoneta y avanzó con paso decidido hacia el helicóptero, donde los recién llegados estaban devolviendo la escalerilla al interior y recogiendo el equipaje.

– ¿Ha pensado en el hecho de que mi maleta podía contener algo frágil, Havers? -preguntó Lynley.

– Así que se trae bebida estando de servicio, ¿eh? -fue la acida respuesta-. Si ha cogido whisky de casa, peor para usted. Es como llevarse carbón a Newcastle, ¿no cree?

– Suena como si hubiera esperado meses para utilizar esa frase. -Lynley dio las gracias al piloto con un ademán y un gesto mientras Lonan se acercaba.

– Le oí hablar una vez en Glasgow -dijo sin preámbulos Lonan, estrechando la mano de St. James. Lonan percibió lo fina que era incluso a través del guante, aunque aferraba la suya con sorprendente fuerza-. Fue una conferencia sobre los asesinatos de Cradley.

– Ah, sí. Puso a un hombre entre rejas basándose en su vello púbico -murmuró la sargento Havers.

– Lo que es, como mínimo, metafóricamente falso -añadió Lynley.

Era obvio que St. James estaba acostumbrado a los duelos verbales de sus compañeros, porque se limitó a sonreír y dijo:

– Estuvimos de suerte al descubrirlo. Dios sabe que sólo contábamos con unas irreconocibles marcas de dientes en el cadáver.

Lonan ansiaba comentar todas las quijotescas tortuosidades de aquel caso con el hombre que, cuatro años antes, las había desvelado ante un estupefacto jurado. Sin embargo, cuando ya se disponía a dar una demostración de su aguda perspicacia, se acordó del inspector Macaskin, que aguardaba su llegada en la comisaría, armado de su proverbial y tensa impaciencia.

– La furgoneta está allí -dijo, dejando para otro momento su ingenioso comentario sobre la deformación de marcas de dientes conservadas en carne sumergida en formol.

Señaló con un gesto de la cabeza el vehículo policial y, mientras los visitantes lo miraban, los rasgos de Lonan expresaron una muda disculpa. No había pensado que vendrían tres, ni que St. James sería uno de ellos. De haberlo sabido, habría insistido en irles a buscar con un medio de transporte más adecuado, quizá el nuevo Volvo del inspector Macaskin, que contaba con asientos delanteros y traseros y una calefacción que funcionaba. El vehículo hacia el que les guiaba tenía sólo dos asientos delanteros, reventados hasta el punto de dejar al descubierto el relleno y los muelles, y una única silla plegable, encajada en la parte posterior entre dos equipos de análisis, tres trozos de cuerda, varias piezas dobladas de tela alquitranada, una escalerilla, una caja de herramientas y un montón de trapos grasientos. Era un engorro. De todos modos, si el trío de Londres se dio cuenta, no hizo el menor comentario. Se colocaron de una forma lógica, con St. James delante y los otros dos atrás. Lynley ocupó la silla, ante la insistencia de la sargento Havers.

– No querría por nada del mundo que se ensuciara su bonito abrigo -dijo la mujer antes de dejarse caer sobre la tela alquitranada. A continuación, desenrolló unos centímetros de la bufanda que le protegía la cara.

Lorian aprovechó la oportunidad para echar un vistazo a la sargento Havers. «Estilo hogareño», pensó, inspeccionando sus facciones regordetas, cejas espesas y mejillas redondas. Era evidente que no se había ganado el derecho a estar en compañía tan eminente gracias a su físico. Decidió que debía de ser una especie de wunderkind [1] de la criminología, y consideró seriamente la posibilidad de vigilar todos sus movimientos.

– Gracias, Havers -le respondió con placidez Lynley-. Dios sabe que una mancha de grasa me reduciría a la inutilidad más completa en menos de un minuto.

– Pues celebrémoslo con un cilindrín -resopló Havers.

Lynley sacó una pitillera de oro, y se la tendió junto con un encendedor de plata. A Lonan el corazón le dio un vuelco. «Fumadores», pensó, y se resignó a una sesión de ojos escocidos y pulmones obstruidos. Sin embargo, Havers no encendió el cigarrillo, porque St. James, al oír la conversación, abrió su ventanilla y dejó entrar una corriente de aire helado que le golpeó en plena cara.

– Vale, ya sé de qué va la película -refunfuñó Havers. Se metió en el bolsillo seis cigarrillos, impávida, y devolvió la pitillera a Lynley-. ¿Siempre ha sido tan sutil St. James?

– Desde el día en que nació -replicó Lynley.

Lonan puso en marcha la furgoneta con una sacudida, y se dirigieron hacia la oficina del DIC de Oban.

Una única energía regía la vida del inspector Ian Macaskin, del DIC de Strathclyde: el orgullo. Adoptaba una serie de formas diversas e independientes entre sí. La primera era de tipo familiar. Le gustaba informar a la gente de que había superado todas las circunstancias adversas. Casado a los veinte años con una chica de diecisiete, su matrimonio duraba ya veintisiete años, había criado dos hijos, y los había visto terminar la universidad y encauzar sus carreras, uno como veterinario y el otro como biólogo marino. Después, había el orgullo físico. Medía un metro setenta y cinco y pesaba lo mismo que cuando era un policía de veinte años. Conservaba su cuerpo en perfecta forma gracias a remar por el canal de Kerrera todas las noches de verano, y realizando un esfuerzo equivalente durante el invierno en la máquina de remar que tenía en el salón. Aunque su cabello había encanecido por completo hacía diez años, todavía era espeso, y brillaba como plata bajo los fluorescentes de la comisaría de policía. Y esta misma comisaría era su último motivo de orgullo. A lo largo de su carrera, nunca había cerrado un caso sin detener a un sospechoso, y dilapidaba considerables energías en asegurarse de que sus hombres pudieran decir lo mismo de ellos. Dirigía una rigurosa unidad de investigaciones cuyos oficiales pasaban revista a cada detalle como sabuesos tras la pista de un zorro. La energía nerviosa personificada se mordía las uñas hasta las raíces, y combatía esta mala costumbre chupando pastillas de menta, mascando chicle o devorando bolsas de patatas fritas. El inspector Macaskin no recibió al grupo de Londres en su despacho, sino en la sala de conferencias, un cubículo de tres por cuatro y medio, muebles incómodos, luz inadecuada y escasa ventilación. La había elegido a propósito.

No le gustaba nada cómo había empezado el caso. A Macaskin le gustaba clasificar, le gustaba poner cada cosa en su sitio, sin líos ni errores. Cada persona implicada debía interpretar el papel asignado. Las víctimas mueren, la policía interroga, los sospechosos responden y los chicos del laboratorio reúnen pruebas. No obstante, y sin contar a la víctima, por fortuna fallecida, los sospechosos interrogaban y la policía contestaba desde el primer momento. En cuanto a pruebas, la cosa era muy diferente.

– Explíqueme eso de nuevo -la apacible voz del inspector Lynley contenía un tono implacable, y Macaskin adivinó que Lynley no había sido informado de las peculiares circunstancias que rodeaban su asignación al caso. Estupendo. El detalle decantó las simpatías de Macaskin por el detective de Scotland Yard en el acto.

Todos se habían quitado los abrigos y tomado asiento alrededor de la mesa de pino, excepto Lynley, que seguía de pie, las manos en los bolsillos y un destello amenazador acechando en sus ojos.

A Macaskin le complació repasar la historia de nuevo.

– Apenas hacía treinta minutos que había llegado a Westerbrae esta mañana cuando recibí un mensaje para que telefoneara a mi gente del DIC. El jefe de policía me informó de que Scotland Yard se iba a encargar del caso. Eso es todo. No le saqué ni una palabra más. Sólo instrucciones de dejar algunos hombres en la casa, volver aquí y esperarles. Según creo, un sabihondo de su organización decidió que ésta sería una operación del Yard. Se lo comunicó a nuestro jefe de policía y, para guardar las formas, colaboramos con una «llamada de auxilio». Ustedes son el resultado.

Lynley y St. James intercambiaron una mirada inescrutable.

– Pero ¿por qué movieron el cuerpo? -le preguntó éste.

– Parte de la orden -contestó Macaskin-. Muy extraño, si me permiten decirlo. Sellar las habitaciones, coger el equipaje y traerla para la autopsia después de que nuestro médico forense nos concediera el honor habitual de proclamarla muerta in situ.

– Un ejercicio de divide y vencerás -comentó la sargento Havers.

– Eso parece, ¿verdad? -replicó Lynley-. Strath-clyde se encarga de las pruebas materiales, Londres de los sospechosos. Y si alguien, donde sea, tiene suerte y no logramos comunicarnos de la forma apropiada, lo barre todo bajo la alfombra más cercana.

– ¿La alfombra de quién?

– Sí, ésa es la cuestión, ¿no? -Lynley bajó la vista hacia la mesa de conferencias y contempló las manchas que una miríada de tazas de café habían grabado sobre su superficie-. ¿Qué sucedió exactamente? -preguntó a Macaskin.

– La chica, Mary Agnes Campbell, descubrió el cadáver a las seis cincuenta de esta mañana. Llegamos allí a las nueve.

– ¿Casi dos horas?

– La tormenta de anoche cortó las carreteras, inspector -contestó Lonan-. Westerbrae se halla a ocho kilómetros del pueblo más cercano, y aún no habían despejado ninguna carretera.

– ¿Por qué, en nombre de Dios, vino un grupo desde Londres a una localidad tan remota?

– Francesca Gerrard, una señora viuda, propietaria de Westerbrae, es la hermana de lord Stinhurst -explicó Macaskin-. Es evidente que había forjado grandes planes para convertir su finca en un elegante hotel en el campo. Domina el lago Achiemore, y supongo que lo veía como el lugar romántico de vacaciones por excelencia, un refugio para recién casados, ya sabe -hizo una mueca, decidió que se expresaba como un agente de publicidad y no como un policía, y concluyó precipitadamente-. Lo ha redecorado un poco y, a juzgar por lo que he averiguado esta mañana, Stinhurst trajo a su gente para darle a su hermana la posibilidad de entrenarse antes de abrir al público.

– ¿Qué sabe de la víctima, Joy Sinclair? ¿Ha descubierto algo sobre ella?

Macaskin se cruzó de brazos, frunció el entrecejo y deseó haber recabado más información del grupo de Westerbrae antes de que le ordenaran marcharse.

– Muy poco. Es la autora de la obra que iban a empezar este fin de semana. Una dama que ha escrito algunas cosas, según me dijo Vinney.

– ¿Vinney?

– Un periodista. Jeremy Vinney, crítico de teatro del Times. Parece que tenía bastante intimidad con la Sinclair, y en mi opinión estaba más afectado por su muerte que todos los demás. Muy extraño, también, si se paran a pensarlo.

– ¿Por qué?

– Porque su hermana también se encuentra allí, pero mientras Vinney no paraba de exigir una detención a cada minuto, Irene Sinclair no tenía nada que decir. Ni siquiera preguntó cómo habían asesinado a su hermana. Ni le importaba, si quieren mi opinión.

– Muy extraño -comentó Lynley.

– ¿Ha dicho que hay más de una habitación implicada en el caso? -intervino St. James.

Macaskin asintió con la cabeza. Se acercó a una segunda mesa, apoyada contra la pared, y recogió varias carpetas y un rollo de papel que desplegó sobre la mesa, revelando un más que preciso plano de la casa. Era extraordinariamente detallado, considerando las prisas que le habían impuesto en Westerbrae por la mañana, y sonrió con auténtico placer ante su obra concluida. Sujetó los extremos con las carpetas para que no se doblara y señaló la parte derecha.

– La habitación de la víctima está en el lado este de la casa -abrió una carpeta y echó un vistazo a sus notas antes de proseguir-. A un lado de la suya se hallaba la habitación correspondiente a Joanna Ellacourt y a su marido… David Sydeham. Al otro había una joven… Aquí está. Lady Helen Clyde. Es la segunda habitación que hemos sellado -alzó la vista y vio la sorpresa reflejada en los rostros de los tres-. ¿Conocen a esta gente?

– Sólo a lady Helen Clyde. Trabaja conmigo -respondió St. James, y miró a Lynley-. ¿Sabías que Helen iba a marcharse a Escocia, Tommy? Creí que pensaba irse a Cornualles contigo.

– Se excusó del viaje el lunes por la noche, así que me fui solo -Lynley contempló el plano de la casa, tocándolo, meditativo, con los dedos-. ¿Por qué han sellado la habitación de Helen?

– Colinda con la habitación de la víctima -contestó Macaskin.

– Menuda suerte -sonrió St. James-. Alojar a nuestra Helen justo al lado de un asesinato. Queremos hablar con ella enseguida.

Macaskin frunció el entrecejo y se inclinó hacia adelante, interponiéndose entre los dos hombres para llamar su atención con una intrusión física antes de proseguir con una verbal.

– Inspector, acerca de lady Helen Clyde… -algo en su voz interrumpió la conversación entre los dos hombres. Se miraron con preocupación mientras Macaskin añadía, sombrío-. Acerca de su habitación…

– ¿Cuál es el problema?

– Parece que fue el medio de acceso.

Lynley intentaba comprender todavía qué estaba haciendo Helen con un grupo de actores en Escocia cuando el inspector Macaskin les comunicó la nueva información.

– ¿Qué le hace pensar esto? -preguntó por fin, aunque su mente estaba centrada en su última conversación con Helen, sostenida menos de una semana atrás en su biblioteca de Londres. Llevaba el más adorable vestido de lana color jade, había probado su nuevo jerez español (riendo y charlando con su habitual alegría) y se había marchado a toda prisa para ir a cenar con alguien. «¿Quién?», se preguntó ahora. Ella no se lo había dicho. El no se lo había preguntado.

Se dio cuenta de que Macaskin le observaba como un hombre que tenía cosas en la cabeza y esperaba la oportunidad apropiada para sacarlas fuera.

– Porque la habitación de la víctima que da al pasillo estaba cerrada con llave -le replicó Macaskin-. Cuando Mary Agnes intentó despertarla sin éxito esta mañana, tuvo que utilizar la llave maestra…

– ¿Dónde las guardan?

– En la oficina. -Macaskin señaló el plano-. Planta baja, ala noroeste. Abrió la puerta y encontró el cadáver.

– ¿Quién tiene acceso a las llaves maestras? ¿Hay otro juego?

– Sólo existe un juego, que maneja únicamente Francesca Gerrard y la chica, Mary Agnes. Estaban cerradas bajo llave en el último cajón del escritorio de la señora Gerrard. Sólo ella y la Campbell tienen la llave que lo abre.

– ¿Nadie más? -preguntó Lynley.

Macaskin contempló el plano con aire pensativo, recorriendo con los ojos el pasillo noroeste inferior. Formaba parte de un cuadrilátero, tal vez una ampliación del edificio primitivo, y nacía en el gran vestíbulo, no lejos de la escalera. Señaló con el dedo la primera habitación del pasillo.

– Aquí duerme Gowan Kilbride -dijo-. Una especie de criado para todo. Podría haberse apoderado de las llaves de haber sabido dónde estaban.

– ¿Lo sabía?

– Es posible. Creo que las tareas de Gowan no le obligan a trabajar en las plantas superiores de la casa, de modo que no necesita las llaves maestras, pero podría conocer su paradero si Mary Agnes le hubiera dicho dónde encontrarlas.

– ¿Es posible que lo haya hecho?

– Quizá -Macaskin se encogió de hombros-. Son adolescentes, ¿no? Los adolescentes intentan a veces impresionarse mutuamente con toda clase de tonterías, particularmente si existe una atracción entre ellos.

– ¿Dijo Mary Agnes si esta mañana las llaves estaban en su sitio habitual? ¿Las habían tocado?

– En apariencia no, pues el escritorio estaba cerrado con llave como de costumbre, pero tampoco es probable que la chica hubiera reparado en el detalle. Abrió el escritorio y buscó las llaves en el cajón. No sabe si estaban en el lugar exacto donde las dejó, porque la última vez que las guardó en el escritorio se limitó a tirarlas dentro.

Lynley se quedó maravillado de la cantidad de información reunida por Macaskin en el escaso tiempo que había pasado en la casa. Su respeto por el hombre aumentó.

– Toda esa gente se conocía de antes, ¿no? En tal caso, ¿por qué estaba cerrada con llave la puerta de Joy Sinclair?

– Anoche se armó un cirio -apuntó Lonan desde su silla de la esquina.

– ¿Una discusión? ¿Sobre qué?

Macaskin dirigió a su oficial una mirada de reproche, tal vez por haberse permitido hablar en términos coloquiales, algo que, evidentemente, no esperaba de sus hombres.

– Es todo cuanto le arrancamos a Gowan Kilbride esta mañana -dijo con tono de disculpa-. Antes de que la señora Gerrard le intimidase con la orden de esperar a Scotland Yard. Parece que hubo una disputa general, que se rompieron algunos platos y que hubo un accidente en el gran vestíbulo con derrame de licores incluidos. Uno de mis hombres encontró trozos de porcelana y cristal en la basura. Algo de Waterford también. Da la impresión de que se produjo una bonita pelea.

– ¿También Helen estuvo mezclada? -St. James no esperó respuesta-. ¿Ella conoce bien a toda esa gente, Tommy?

Lynley meneó la cabeza lentamente.

– Ni siquiera sabía que les conocía.

– ¿No te dijo…?

– Rehusó ir a Cornualles porque tenía otros planes, St. James. No me explicó cuáles eran. Y yo no se lo pregunté. -Lynley levantó la mirada y vio que la expresión de Macaskin cambiaba, un súbito movimiento, casi imperceptible, de sus ojos y labios-. ¿Qué ocurre?

Macaskin pareció concederse tiempo para pensar antes de coger uña carpeta, abrirla y sacar una hoja de papel. No era un informe, sino un mensaje del tipo que emplea un profesional para comunicar algo a otro «sólo para sus ojos».

– Huellas dactilares -explicó-. En la llave que cerraba la puerta que comunicaba las habitaciones de Helen Clyde y de la víctima -como si supiera que estaba haciendo equilibrios para no traspasar la finísima línea que separaba las órdenes de su jefe, relativas a ceder toda iniciativa al Yard, y proporcionar a un colega cuanta ayuda pudiera, Macaskin añadió-. Le agradeceré que no mencione en su informe haberlo oído de mis labios, pero en cuanto comprendimos que la puerta entre esas dos habitaciones era nuestra ruta de acceso, trajimos la llave aquí para analizarla a escondidas, y comparar las huellas impresas en ella con las que obtuvimos de los vasos de agua que había en las demás habitaciones.

– ¿En las demás habitaciones? -preguntó Lynley-. Entonces, ¿no hay huellas de Helen en la llave?

Macaskin meneó la cabeza. Cuando habló, lo hizo en un tono muy reservado:

– No. Pertenecen al director de la obra. Un gales, un tipo llamado Rhys Davies-Jones.

– Eso quiere decir que Helen y Davies-Jones intercambiaron las habitaciones anoche -dijo Lynley al cabo de unos segundos.

La sargento Havers, frente a él, dio un respingo, pero no le miró. En lugar de ello, recorrió el borde de la mesa con un dedo gordezuelo y clavó la mirada en St. James.

– Inspector… -empezó con cautela.

Pero Macaskin le interrumpió.

– No. Según Mary Agnes Campbell, nadie pasó la noche en la habitación de Davies-Jones.

– Entonces, ¿dónde demonios pasó Helen…? -Lynley se interrumpió, sintiendo que algo desagradable se apoderaba de él, como el asalto de una enfermedad que se filtrara bajo su piel-. Oh, lo siento. No sé en qué estaba pensando -miró fijamente el plano.

Mientras lo hacía, oyó que la sargento Havers mascullaba una maldición. La mujer introdujo la mano en el bolsillo y sacó los seis cigarrillos que le había cogido en la furgoneta. Uno estaba roto; lo tiró y escogió otro.

– Fume, señor -musitó.

Un cigarrillo no iba a mejorar la situación, pensó Lynley. «No tienes autoridad sobre Helen -se dijo con rudeza-. Sólo amistad, sólo historia, sólo años de risas compartidas. Y nada más.» Era su compañera de diversiones, su confidente, su amiga. Pero no su amante. Se habían comportado con excesiva cautela, con excesivas precauciones, siempre en guardia para evitar complicaciones.

– ¿Han iniciado la autopsia? -preguntó a Macaskin.

Esta era, sin duda, la pregunta que el escocés había esperado desde su llegada. Con un ademán majestuoso, como el de un ilusionista sobre el escenario, cogió una carpeta, extrajo varias copias de un informe impecablemente presentado y se las pasó, haciendo hincapié en el detalle más pertinente: la víctima había sido apuñalada con una daga de las Highlande, [2] de cuarenta y cinco centímetros de largo, que le había atravesado el cuello y seccionado la arteria carótida. Se había desangrado hasta morir.

– Sin embargo, todavía no hemos completado la autopsia -añadió con pesar Macaskin.

– ¿Podría haber hecho algún ruido? -le preguntó Lynley a St. James.

– Con este tipo de herida, no. Como máximo, balbuceos, diría yo. Nadie la habría oído -sus ojos resbalaron sobre la página-. ¿Han realizado un análisis de drogas? -preguntó a Macaskin.

El inspector estaba preparado.

– Página tres. Negativo. Estaba limpia. Ni barbitúricos, ni anfetaminas ni toxinas.

– ¿Han fijado la hora de la muerte entre las dos y las seis?

– En principio. Aún no hemos analizado los intestinos, pero nuestros hombres han encontrado fibras en la herida. Cuero y piel de conejo.

– ¿El asesino llevaba guantes?

– Eso creemos, pero no fueron encontrados y no tuvimos tiempo de buscar nada más. Nos ordenaron volver aquí. Sólo podemos afirmar que la piel y el cuero no pertenecen al arma. De hecho, el arma no nos sirvió de nada. Habían limpiado el mango.

La sargento Havers pasó las páginas de la copia de su informe y lo dejó sobre la mesa.

– Una daga de cuarenta y cinco centímetros -dijo lentamente-. ¿Dónde se puede encontrar?

– ¿En Escocia? -a Macaskin pareció sorprenderle su ignorancia-. En todas las casas, diría yo. Hubo un tiempo en que ningún escocés salía a la calle sin una daga ceñida al cinto. En esta casa en concreto -señaló el comedor en el plano-. hay toda una panoplia en la pared. Empuñaduras talladas a mano, puntas aguzadas como espadines. Auténticas piezas de museo. Creemos que el arma del crimen fue escogida de entre ellas de la panoplia.

– Según su plano, ¿dónde duerme Mary Agnes?

– En una habitación del pasillo noroeste, entre el cuarto de Gowan y la oficina de la señora Gerrard.

St. James tomaba notas en el margen de su informe mientras el inspector hablaba.

– ¿Se movió la víctima? -preguntó-. La herida no fue instantáneamente fatal. ¿Encontraron pruebas de que intentara buscar ayuda?

Macaskin se humedeció los labios y negó con un gesto de la cabeza.

– No pudo ocurrir. Imposible.

– ¿Por qué?

Macaskin abrió la última carpeta y extrajo una serie de fotos.

– El puñal la clavó al colchón -contestó con brusquedad-. Me temo que no pudo hacer el menor movimiento -dejó caer las fotos sobre la mesa. Eran grandes, de dos y medio por tres, y en colores brillantes.

Lynley las cogió. Estaba acostumbrado a contemplar la muerte. La había visto manifestarse de todas las formas imaginables a lo largo de sus años en el Yard. Pero nunca la había visto materializarse con tal estudiada brutalidad.

El asesino había clavado la daga hasta la empuñadura, como impulsado por una furia atávica que no se conformaba con la mera eliminación de Joy Sinclair. Yacía con los ojos abiertos, pero la mirada fija de la muerte había alterado y oscurecido su color. Mientras miraba a la mujer, Lynley se preguntó cuánto tiempo habría sobrevivido con el puñal clavado en su garganta. Se preguntó si habría comprendido lo que le ocurría en el instante que tardó el asesino en asestar el golpe. ¿Había perdido el sentido al instante, o había yacido impotente, aguardando la inconsciencia y la muerte?

Era un crimen horrible, un crimen de cuya brutalidad eran testimonios el empapado colchón que sorbía la sangre de la mujer, su mano extendida suplicando una ayuda que nunca llegaría, sus labios entreabiertos y el grito mudo. No hay delito más execrable que el asesinato, pensó Lynley. Contamina y envenena, y la vida que toca, siquiera de refilón, nunca vuelve a ser como antes.

Pasó las fotografías a St. James y miró a Macaskin.

– Bien -dijo-, ¿qué le parece si examinamos la intrigante cuestión de qué ocurrió en Westerbrae entre las seis cincuenta, cuando Mary Agnes Campbell descubrió el cadáver, y las siete y diez, cuando alguien consiguió por fin llamar a la policía?

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