Capítulo 15

Durante todo el día, lady Helen abrigó la sensación de que debería sentirse exultante. Al fin y al cabo, habían hecho lo que ella deseaba que hicieran. Habían demostrado que Tommy estaba equivocado. Al investigar los antecedentes familiares de lord Stinhurst, habían demostrado que casi todas las sospechas acumuladas contra Rhys Davies-Jones por las muertes de Joy Sinclair y Gowan Kilbride carecían de base. El curso del caso, por consiguiente, se había alterado. Debido a ello, cuando la sargento Havers telefoneó a St. James a mediodía, informándole de que habían detenido a lord Stinhurst para interrogarle, y que había admitido la verdad sobre los servicios prestados por su hermano a los rusos, lady Helen supo que debería sentirse invadida por una oleada de júbilo.

Salió de casa de St. James poco después de las dos, pasando el resto del día dedicada a disponer los preparativos para su velada con Rhys, una velada de amorosa celebración. Vagó por las calles de Knightsbridge durante horas, buscando el vestido que fuera el complemento perfecto a su estado de ánimo. Sólo que no tardó en comprender que no estaba muy segura acerca de su estado de ánimo. No estaba muy segura acerca de nada.

Al principio achacó su confusión al hecho de que lord Stinhurst no había admitido su implicación en los asesinatos de Joy Sinclair y Gowan Kilbride, pero sabía que no podría aferrarse durante mucho tiempo a esa mentira. Pues si el DIC de Strathclyde encontraba un cabello, una mancha de sangre o una huella dactilar que relacionara las muertes de Escocia con Stinhurst, debería enfrentarse al auténtico meollo de su confusión. Y el meollo no consistía en la culpabilidad de un hombre y la inocencia de otro. El meollo era Tommy, su rostro desesperado, sus palabras finales de la noche anterior.

De todos modos, sabía a ciencia cierta que no podía permitirse el lujo de sufrir por el dolor de Tommy. Porque Rhys era inocente. Inocente. Y ella se había aferrado con tanta tenacidad a esta creencia durante los pasados cuatro días que no podía pensar en otra cosa, no podía permitir que sus pensamientos volaran en otra dirección. Deseaba que Rhys quedara exonerado ante todo el mundo, deseaba que todo el mundo, y no sólo ella, le viera tal como era.

El taxi la dejó ante su piso de Onslow Square pasadas las siete. Caía una fuerte nevada. Ráfagas continuas y silenciosas, procedentes del este, se iban acumulando sobre la verja de hierro que protegía la hierba en el centro de la plaza. Cuando lady Helen salió al aire helado y sintió el suave aguijoneo de los copos sobre sus mejillas y párpados, se detuvo un momento para admirar el cambio que la nieve producía siempre en la ciudad. Después, temblando, recogió sus bolsas y corrió hacia los peldaños del edificio. Rebuscó las llaves en el bolso, pero antes de que las encontrara su doncella abrió la puerta, instándole a entrar.

Caroline Shepherd llevaba tres años con lady Helen, y a pesar de que era cinco más joven que su patrona, se entregaba con fervor a todos los asuntos de lady Helen. No perdió el tiempo en quejas cuando el frío aire de la noche revolvió su cabello negro mientras cerraba la puerta de un golpe.

– ¡Gracias a Dios! Estaba preocupada por usted. ¿Sabe que son más de las siete y que desde hace una hora lord Asherton no ha dejado de llamarle? Y también el señor St. James. Y esa sargento de Scotland Yard. El señor Davies-Jones la espera desde hace cuarenta minutos en el salón.

Lady Helen sólo prestó atención a sus últimas palabras. Tendió los paquetes a la joven y subió corriendo por las escaleras.

– Dios mío, ¿tanto me he retrasado? Rhys se estará preguntando qué me ha pasado. Y hoy es tu noche libre, ¿verdad? Lo siento, Caroline. ¿Llegarás con mucho retraso? ¿Has quedado con Denton esta noche? ¿Crees que me perdonará?

– Bastará con que yo le anime a hacerlo -sonrió Caroline-. Dejaré esto en su habitación y me iré.

Lady Helen y Caroline ocupaban el piso más grande del edificio, siete habitaciones en la primera planta, más un enorme salón que daba a la plaza. Las cortinas estaban descorridas. Rhys Davies-Jones se hallaba de pie ante las puertas correderas, que arrojaban luz sobre un pequeño balcón cubierto por una gruesa capa de nieve. Se volvió cuando lady Helen entró.

– Han retenido a lord Stinhurst en Scotland Yard durante casi todo el día -anunció el hombre, con el entrecejo fruncido.

Ella vaciló en el umbral de la puerta.

– Sí, lo sé.

– ¿Pensarán de veras qué…? No puedo creerlo, Helen. Conozco a Stuart desde hace años. No puede…

La joven se acercó a él.

– Hace años que conoces a toda esa gente, ¿no, Rhys? No obstante, uno de ellos la mató. Uno de ellos mató a Gowan.

– ¿Stuart? No. No puedo… Dios mío, ¿por qué? -preguntó con rabia.

Aunque las sombras ocultaban parte de su cuerpo y lady Helen no le veía con nitidez, captó en su voz una insistente súplica de confianza. Y ella confiaba en él, no cabía duda. Sin embargo, no se sintió con ánimos para revelarle los detalles concernientes a la familia de Stinhurst. Significaría poner al desnudo la humillación de Lynley, los errores de juicio en que había caído durante los últimos días, y por el bien de la larga amistad que la unía a Lynley, independientemente de que se hubiera truncado, no quería exponerle a las burlas de nadie, merecidas o no.

– He pensado en ti todo el día -respondió, apoyando la mano en el brazo de Rhys-. Tommy sabe que eres inocente. Yo no lo dudé ni un momento. Y ahora estamos juntos. ¿Qué importa todo lo demás?

Incluso mientras hablaba notó el cambio que se producía en el cuerpo de Rhys. Su tensión desapareció. Él la abrazó y su adorable sonrisa le iluminó el rostro.

– Oh, Dios, nada. Nada en absoluto, Helen. Sólo tú y yo. -La atrajo hacia sí y la besó, sin dejar de susurrar la palabra «amor». Los terrores de los días pasados habían terminado. Era hora de seguir adelante.

La llevó hacia el sofá situado frente al hogar, al otro lado del salón. La besó de nuevo, con más seguridad, preso de una pasión que competía con la de Helen. Al cabo de un largo rato, Rhys levantó la cabeza y recorrió con sus dedos la línea de la barbilla y el cuello de la joven.

– Esto es una locura, Helen. Vengo para llevarte a cenar y lo único que me viene a la cabeza es llevarte a la cama. Me avergüenza admitirlo. Será mejor que nos marchemos antes de que pierda todo interés en la cena.

Helen posó una mano sobre la mejilla de Rhys, sonriendo al sentir su calor.

El gesto provocó que Rhys, entre murmullos, se inclinara y comenzara a desabrocharle los botones de la blusa. Besó su garganta y hombros, rozó sus pechos con la punta de los dedos.

– Te quiero -susurró, y buscó su boca de nuevo.

El teléfono les interrumpió.

Se apartaron como si hubiera irrumpido un intruso, mirándose con aire de culpabilidad. Sonó cuatro veces más antes de que lady Helen recordara que Caroline, con un retraso de dos horas, se había marchado del piso. Estaban completamente solos.

Salió al vestíbulo, el corazón latiéndole todavía con violencia, y descolgó el teléfono a la novena llamada.

– Helen. Gracias a Dios. ¿Está Davies-Jones contigo?

Era Lynley.

La indisimulable ansiedad que asomaba en su voz petrificó a lady Helen. Su mente se nubló.

– ¿Qué pasa? ¿Dónde estás? -Se dio cuenta de que hablaba entre susurros involuntariamente.

– En una cabina telefónica cerca de Bishop's Stortford. Hay un atasco en la Mil y todas las carreteras secundarias que he probado han sido cortadas por la nieve. No sé lo que tardaré en llegar a Londres. ¿Has hablado ya con Havers? ¿Sabes algo de St. James? Maldita sea, no me has respondido. ¿Está Davies-Jones contigo?

– Acabo de llegar a casa. ¿Ocurre algo malo?

– Contéstame. ¿Está contigo?

Rhys continuaba en el sofá del salón, aunque inclinado hacia el fuego, contemplando los últimos vestigios de las llamas. Lady Helen veía el juego de luces y sombras sobre los planos de su cara y su cabello rizado, pero era incapaz de hablar. Algo en la voz de Lynley se lo impedía.

El detective se puso a hablar con velocidad, dotando a sus palabras de una terrorífica y apasionada convicción,

– Escúchame, Helen. Había una chica. Hannah Darrow. La conoció cuando actuaba en Las tres hermanas en Norwich, a finales de enero de 1973. Mantuvieron relaciones. Ella estaba casada y tenía un hijo. La chica planeó dejar a su marido y al niño y empezar una nueva vida con Davies-Jones. Él la convenció de que iba a hacerle una prueba de actriz y de que practicara un fragmento que él había escogido. Creyó que después de la prueba se marcharían juntos a Londres, pero la noche de la huida él la mató, Helen. Después, la colgó del techo de un molino para que pareciera un suicidio.

– No. Stinhurst… -susurró lady Helen. -¡La muerte de Joy no tiene ninguna relación con Stinhurst! Iba a escribir un libro sobre Hannah Darrow, pero cometió el error de decírselo a Davies-Jones. Le telefoneó a Gales. La grabadora que encontramos en su bolso contenía un mensaje dirigido a ella misma, Helen, recordándose que debía preguntar a Davies-Jones cómo manejar a John Darrow, el marido de Hannah. ¿No te das cuenta? Supo desde el principio que Joy estaba escribiendo ese libro. Se enteró el mes pasado, y sugirió a Joy que te diesen la habitación contigua a la de ella, para asegurarse el acceso. Tengo a varios hombres buscándole desde las seis. ¡Ahora, por el amor de Dios, dime si está contigo, Helen!

Todas sus energías se habían aliado para impedirle hablar. Tenía los ojos irritados, la garganta seca, el estómago tenso como un cable. Y, por más que luchaba contra el vivido recuerdo, oía claramente la voz de Rhys, aquellas palabras de condenación que había pronunciado con tanta sencillez en Westerbrae. «Hice una gira de invierno por Norfolk y Suffolk… Cuando volví a Londres, ella se había marchado.»

– Hannah Darrow dejó un diario -decía Lynley con desesperación-. También guardaba el programa de la obra. He visto los dos, lo he leído todo. ¡Helen, querida, por favor, te estoy diciendo la verdad!

Lady Helen vio como entre brumas que Rhys se levantaba, se acercaba al fuego y tomaba el atizador. Miró en su dirección, con expresión grave. ¡No! Era imposible, absurdo. No se hallaba en peligro. Él no había matado a su prima. Era incapaz de matar a nadie. Pero Tommy seguía hablando. Rhys empezó a moverse.

– Le dijo que copiara una parte de la obra con su propia letra, y luego utilizó un fragmento de lo que había copiado como nota del suicidio. Las palabras… pertenecían al personaje que Rhys encarnaba en la obra, Tuzenbach. Él era Tuzenbach. ¡Ha matado a tres personas, Helen! Gowan murió en mis brazos. ¡Por el amor de Dios, contéstame! ¡Háblame!

Sus labios formaron la odiosa palabra, a pesar de su resistencia.

– Sí -se oyó decir.

– ¿Está ahí?

– Sí.

– ¿Estás sola?

– Sí.

– Oh, Dios mío. ¿Caroline ha salido?

Era fácil, muy fácil. Una sola palabra.

– Sí.

Y mientras Lynley continuaba hablando, Rhys se giró hacia el fuego, lo removió, añadió otro tronco y volvió al sofá. Al contemplarle, al comprender las consecuencias de lo que había hecho, de la opción por la que se había inclinado, lady Helen sintió que las lágrimas acudían a sus ojos, notó un nudo en la garganta y supo que estaba perdida.

– Escúchame con atención, Helen. Quiero seguirle la pista de cerca hasta recibir el informe forense definitivo del DIC de Strathclyde. Podría detenerle antes, pero todavía aumentaría más las complicaciones. Telefonearé al Met ahora. Enviarán a un agente, pero quizá tardará unos veinte minutos. ¿Puedes retenerle un rato? ¿Te sientes lo bastante segura para hacerlo?

Ella se debatió con su desesperación. Le era imposible hablar.

– ¡Helen! -La voz de Lynley se quebró-. ¡Contéstame! ¿Puedes aguantar veinte minutos con él? ¿Eres capaz? Por el amor de Dios…

– Puedo hacerlo. No me costará nada -Sus labios estaban entumecidos y resecos.

Durante un momento no escuchó nada más, como si Lynley estuviera evaluando el alcance de su respuesta.

– ¿Qué intenciones lleva esta noche? -preguntó con brusquedad el detective.

Helen no respondió.

– ¡Contéstame! ¿Ha ido para acostarse contigo? ¡Helen, por favor! -gritó, para romper su silencio.

– Bien, es la mejor manera de retrasarle esos veinte minutos que solicitas, ¿no? -se oyó susurrar, desesperada.

– ¡No! ¡Helen, no…! -gritaba Lynley cuando ella colgó.

Se quedó inmóvil con la cabeza inclinada, luchando por recobrar la compostura. En ese preciso momento él estaba llamando a Scotland Yard. En ese preciso momento empezaban a transcurrir los veinte minutos.

Pensó que le resultaba extraño no sentir miedo. Le latían las sienes, tenía la garganta seca, pero no miedo. Estaba sola en su casa con un asesino, Tommy se hallaba a muchos kilómetros de distancia y la tormenta de nieve cerraba toda vía de escape. Pero no estaba asustada. Y se le ocurrió, mientras las lágrimas pugnaban por desbordarse, que no estaba asustada porque nada de lo que pudiera pasar le importaba ya. Y mucho menos vivir o morir.

Barbara Havers contestó el teléfono del despacho de Lynley al segundo timbrazo. Eran las siete y cuarto, y llevaba sentada ante el escritorio cerca de dos horas, fumando tan compulsivamente que la garganta le dolía y sus nervios estaban a punto de estallar. Se sintió tan aliviada al escuchar por fin la voz de Lynley que la tensión liberada dio paso a una explosión de cólera. Sin embargo, cesó en sus imprecaciones al percibir la gravedad con que Lynley hablaba.

– Havers, ¿dónde está el agente Nkata?

– ¿Nkata? Se ha ido a casa.

– Localícele. Le quiero en Onslow Square. Ahora.

Barbara apagó el cigarrillo y tomó un trozo de papel.

– ¿Ha encontrado a Davies-Jones?

– Está en el piso de Helen. Quiero que le vigilen de cerca, Havers, pero si es necesario deténgale.

– ¿Cómo? ¿Por qué? -preguntó, incrédula-. No tenemos nada en qué basarnos, pese al caso de Hannah Darrow, que aporta pruebas tan débiles como las que hay contra Stinhurst. Usted me dijo que todos ellos, salvo Irene Sinclair, participaban en la obra de Norwich del setenta y tres. Eso también incluye a Stinhurst. Y además, Macaskin…

– No discuta, Havers. No tengo tiempo ahora. Haga lo que le digo. Y cuando lo haya hecho, telefonee a Helen. No deje de hablar durante treinta minutos, o más si puede. ¿Comprende?

– ¿Treinta minutos? ¿Qué se supone que debo hacer? ¿Contarle la fascinante historia de mi vida?

– ¡Maldita sea! -Se exasperó Lynley-. ¡Haga lo que le digo ahora mismo! ¡Y espéreme en el Yard!

Havers llamó al agente Nkata, le dio instrucciones, colgó el auricular y miró de mal humor los papeles acumulados sobre el escritorio de Lynley. Se trataba de la información definitiva proporcionada por el DIC de Strathclyde: el informe sobre las huellas dactilares, los resultados obtenidos de la lámpara de fibra óptica, los análisis de las manchas de sangre, el examen de cuatro cabellos encontrados cerca de la cama y el análisis del coñac que Rhys Davies-Jones había llevado a la habitación de Helen. Y de todo ello no se desprendía nada. Ni la menor prueba que resistiera el ataque del abogado más inexperto.

Barbara recordó que Lynley aún no sabía nada de ello. Si pretendían entregar a Davies-Jones, o a quien fuera, a la justicia, no sería en virtud de las pruebas reunidas por el inspector Macaskin en Escocia.

Se llamaba Lynette. Sin embargo, mientras se retorcía y gemía bajo él, Robert Gabriel tuvo que hacer un esfuerzo para recordarlo, tuvo que disciplinarse para no llamarla por otro nombre. Al fin y al cabo, la lista de los últimos meses era interminable. ¿Quién sería capaz de recordarlas a todas sin el menor error? Por fin, en el momento preciso, recordó quién era: la muchacha de diecinueve años que trabajaba como meritoria de diseño de decorados en el Agincourt, y cuyos téjanos apretadísimos y tenue jersey amarillo se hallaban sobre el suelo del camerino que Gabriel utilizaba. No había tardado en descubrir, con alegría considerable, que no llevaba nada debajo de dichas prendas.

Sintió que le clavaba las uñas en la espalda y profirió un gemido de placer, si bien habría preferido que expresara su creciente satisfacción de otra manera. En cualquier caso, continuó embistiéndola con rudeza (tal como parecía gustarle), esforzándose en no respirar el penetrante perfume que llevaba o el vago aroma oleaginoso que emanaba de su cabello. Murmuró sutiles frases de aliento, manteniendo su mente ocupada hasta que ella alcanzó el clímax y él pudo entregarse al suyo. Le gustaba pensar que se le consideraba, más que a la mayoría de hombres, propenso a complacer a las mujeres.

– ¡Ohhhhh, no pares! ¡No puedo aguantarlo! ¡No puedo! -gimió Lynette.

«Ni yo tampoco», pensó Gabriel, mientras las uñas desgarraban su espalda. Le faltaba poco para terminar de recitar mentalmente el tercer soliloquio de Hamlet, cuando los sollozos exaltados de la muchacha alcanzaron su crescendo. El cuerpo de Lynette se arqueó. Chilló como una posesa. Hundió las uñas en las nalgas de Gabriel, y éste se juró no volverlo a hacer con una adolescente.

El posterior comportamiento de Lynette contribuyó a fortalecer la decisión de Gabriel. Una vez alcanzado el orgasmo, la joven se convirtió en un objeto inerte, aguardando pasivamente y con escasa paciencia a que él consumara el suyo. Gabriel procuró darse prisa, mascullando su nombre con arrobo en el momento adecuado y tan ansioso como ella de dar por terminado el coito. «Tal vez le resultara más conveniente para mañana la diseñadora de vestuario», pensó.

– Ohhhh, ha ido fenomenal, ¿verdad? -le dijo Lynette cuando todo terminó, ahogando un bostezo. Se incorporó, pasó las piernas por encima del sofá y caminó hacia sus ropas-. ¿Tienes hora?

Gabriel echó un vistazo a su reloj.

– Las nueve y cuarto -contestó. Deseaba que la chica se marchara para poder ducharse, pero a pesar de ello le acarició la espalda y murmuró-: Repitámoslo mañana, Lyn. Me vuelves loco -cabía la posibilidad de que la diseñadora de vestuario no estuviera disponible.

La chica rió, le tomó la mano y la colocó sobre un seno del tamaño de un melón. A pesar de su juventud, los pechos empezaban a colgarle, como resultado de no llevar sujetador.

– No puedo, amor. Mi marido llega esta noche. Pero mañana vuelve a marcharse.

Gabriel se levantó como impulsado por un resorte.

– ¿Tu marido? ¿Por qué no me dijiste que estabas casada?

Lynette rió de nuevo y se embutió en los téjanos.

– No me lo preguntaste, ¿verdad? Conduce un camión, pasa como mínimo tres noches a la semana fuera. De modo que…

¡Santo Dios, un camionero! Setenta u ochenta kilos de músculos con el coeficiente intelectual de un gorila crecido.

– Escucha, Lynette -se apresuró a decir Gabriel-. Dejémoslo correr, ¿te parece? No quiero interponerme entre tu marido y tú.

Presintió, más que vio, su indiferente encogimiento de hombros. La joven se puso el jersey y se echó hacia atrás el pelo. Percibió de nuevo su olor. Contuvo el aliento de nuevo.

– Es un poco obtuso -le confió ella-. No se enterará jamás. No hay nada de qué preocuparse mientras yo esté cuando él me desee.

– Aun así -dijo Gabriel, poco convencido.

Lynette le palmeó la mejilla.

– Bueno, avísame cuando te apetezca otro revolcón. No lo haces mal, sólo un poco lento, pero imagino que es debido a tu edad, ¿no?

– Mi edad -repitió Gabriel.

– Claro -dijo ella, risueña. Cuando un tío se hace mayor, le cuesta más calentarse, ¿verdad? Yo lo comprendo. -Se puso a cuatro patas en el suelo-. ¿Has visto mi bolso? Ah, aquí está. Me voy. ¿Te apetece echar un polvete el domingo? Mi Jim ya habrá vuelto a la carretera. -Sin más despedidas, salió por la puerta y le dejó en la oscuridad.

«Mi edad», pensó Gabriel, y casi escuchó la risa irónica de su madre. Encendería uno de sus cigarrillos turcos, le miraría con aire especulativo y trataría de no mover un músculo de la cara. Era su expresión de analista. La odiaba cuando la exhibía, maldiciéndose por haber nacido de una freudiana. El problema que nos ocupa, diría, es típico de los hombres de tu edad, Roben. La crisis de la madurez, la súbita comprensión de que la vejez acecha, el cuestionamiento del sentido de la vida, la búsqueda de la renovación. Todo esto, combinado con tu libido superactiva, te empuja a buscar nuevas formas de definirte. Siempre sexuales, me temo. Ahí radica tu dilema, al parecer. Algo muy infortunado para tu esposa, la única influencia que hace mella en ti. Sin embargo, tienes miedo de Irene, ¿no es cierto? Siempre ha sido demasiado mujer para estar a su altura. Te hizo ciertas exigencias, ¿verdad? Exigencias de madurez que no pudiste afrontar. Por ello te encaminaste hacia su hermana, para castigar a Irene y para sentirte joven. Pero no puedes tenerlo todo, muchacho. La gente que lo quiere todo acaba generalmente sin nada.

Lo más doloroso es que era cierto. De principio a fin. Gabriel gruñó, se incorporó y empezó a buscar sus ropas. La puerta del camerino se abrió.

Sólo tuvo tiempo de mirar en esa dirección y ver una forma corpulenta que se dibujaba contra la oscuridad adicional del pasillo. Sólo tuvo tiempo de pensar «Alguien ha apagado todas las luces del pasillo» antes de que una figura se abalanzara sobre él.

Gabriel olió a whisky, tabaco y sudor. Y una lluvia de golpes se desplomó sobre su cara y pecho, buscando con saña sus costillas. Escuchó, más que sintió, la fractura de los huesos. Probó el sabor de la sangre y sus dientes mordieron el tejido de la mejilla hundida.

El asaltante resolló a causa del esfuerzo, escupió con rabia y dijo con voz rasposa, no sin antes descargar una cuarta patada en la entrepierna de Gabriel:

– La próxima vez te guardas tu asquerosa picha en los pantalones, tío.

Antes de perder el sentido, Gabriel sólo pudo pensar «Nunca más con adolescentes.»

Lynley colgó el auricular y miró a Barbara.

– No contesta -dijo. Barbara vio que un músculo de su mejilla se contraía-. ¿A qué hora telefoneó Nkata por primera vez?

– A las ocho y cuarto.

– ¿Dónde estaba Davies-Jones?

– Había ido a un bar, cerca de la estación de Kensington. Nkata estaba en una cabina, afuera.

– ¿Y estaba solo? ¿Helen no le había acompañado? ¿Está segura?

– Estaba solo, señor.

– ¿Habló con ella, Havers? ¿Habló con Helen después de que Davies-Jones se marchara de su casa?

Barbara asintió con la cabeza, sintiendo una preocupación por él que no le hacía la menor gracia. Parecía completamente exhausto.

– Lady Helen me telefoneó, señor, nada más marcharse él.

– ¿Qué dijo?

Barbara repitió pacientemente lo que ya le había referido antes.

– Sólo que se había ido. La primera vez que telefoneé, siguiendo sus instrucciones, intenté mantenerla en la línea durante treinta minutos, pero ella se negó, inspector. Dijo que tenía compañía y que me telefonearía más tarde. -Barbara observó que la ansiedad se reflejaba en el rostro de Lynley-. Creo que quería encargarse del problema por sí sola, inspector. Quizá… bueno, quizá no acaba de creerse que es un asesino.

Lynley carraspeó.

– No. Ya lo ha comprendido. -Acercó las notas de Barbara. Contenían el resultado del interrogatorio efectuado a lord Stinhurst y la conclusión final del inspector Macaskin. Se puso las gafas y empezó a leer.

La noche había calmado el habitual estrépito que reinaba de día en el departamento. Sólo el ocasional sonido de un teléfono, una voz elevada o un estallido de carcajadas les indicaba que no estaban solos. La nieve ahogaba los ruidos de la ciudad.

Barbara se hallaba sentada frente a él, sosteniendo el diario de Hannah Darrow en una mano y el cartel de Las tres hermanas en la otra. Había leído ambos, pero esperaba su reacción al material que le había preparado durante su estancia en East Anglia. Y el atasco de tráfico que le había sorprendido de regreso a Londres.

Vio que fruncía el ceño mientras leía. A juzgar por su aspecto, parecía que los apremiantes requerimientos de los últimos días hubieran socavado su cuerpo. Apartó la mirada y se dedicó a examinar su despacho, meditando sobre las diversas maneras en que reflejaba la dicotomía de su carácter. Los estantes para libros aludían a su trabajo. Contenían volúmenes de derecho, textos forenses, comentarios sobre jurisprudencia y varios trabajos llevados a cabo por el Instituto de Estudios Políticos sobre la eficacia de la policía metropolitana. Conformaban una colección muy corriente en un hombre interesado en su carrera. Sin embargo, las paredes del despacho se apartaban de ese aspecto profesional y revelaban un segundo Lynley, de naturaleza compleja. No había mucho que ver: dos litografías del sudoeste de Estados Unidos, que hablaban de su apego a la tranquilidad, y una fotografía que ponía al descubierto algo grabado desde hacía mucho tiempo en su corazón.

Era una vieja fotografía de St. James, tomada antes del accidente que le había costado una pierna. Barbara reparó en los inocuos detalles: la postura erguida de St. James, apoyado con los brazos cruzados en un bate de cricket; el desgarrón sobre la rodilla izquierda de sus pantalones de franela; la sombra similar a una nube que dibujaba sobre su cadera una mancha de césped; su risa alegre y vital. «El verano pasó -pensó Barbara-. El verano murió para siempre.» Sabía muy bien por qué la foto colgaba allí. Apartó los ojos de ella.

Lynley sostenía su cabeza inclinada con la mano. Se pasó tres dedos por la frente. Transcurrieron varios minutos antes de que levantara la vista, se quitara las gafas y mirase a Barbara.

– No es posible detener a nadie basándonos en lo que pone aquí -dijo señalando la información de Macaskin.

Barbara titubeó. Lynley se había mostrado antes tan contundente por teléfono que casi había llegado a convencerle de su error al sospechar de lord Stinhurst. Se lo pensó dos veces antes de puntualizar lo obvio, pero no hizo falta, porque el propio Lynley se encargó de ello.

– Y Dios sabe que no podemos detener a Davies-Jones basándonos en que su nombre aparece en un cartel de hace quince años. Con las pruebas de que disponemos, daría igual arrestar a cualquiera de ellos.

– Pero lord Stinhurst quemó los libretos en Westerbrae -le recordó Barbara-. Aún nos queda eso.

– Si se refiere a la teoría de que asesinó a Joy para que guardara silencio sobre su hermano, sí. Aún nos queda eso, pero yo no lo veo de esa manera, Havers. Lo peor que Stinhurst hubiera tenido que afrontar habría sido la humillación familiar si la obra de Joy daba a conocer toda la historia de Geoffrey Rintoul. Pero el asesino de Hannah Darrow se exponía a ser descubierto, juzgado y encarcelado si ella escribía el libro. Bien, ¿qué móvil le parece más lógico?

– Tal vez… -Barbara sabía que debía formular su sugerencia con mucho tacto- exista un doble motivo. Pero un solo asesino.

– ¿Otra vez Stinhurst?

– Dirigió Las tres hermanas en Norwich, inspector. Pudo ser el hombre que Hannah Darrow conoció. Y pudo conseguir la llave de la habitación de Joy por mediación de Francesca.

– Olvida algunos datos, Havers. Todo lo relativo a Geoffrey Rintoul había desaparecido del estudio de Joy. Por el contrario, todo lo relacionado con Hannah Darrow, todo cuanto nos conduce hasta su muerte en 1973, se hallaba a plena vista.

– Claro, señor. Stinhurst no pudo pedir a los chicos del MI5 que se apoderasen de las cosas de Hannah Darrow. Eso no interesaba para nada al gobierno. No se trataba exactamente de un secreto oficial. Además, ¿cómo podía saber lo que Joy había reunido acerca de Hannah Darrow? Se limitó a mencionar a John Darrow durante la cena de aquella noche. A menos que Stinhurst, bien, a menos que el asesino hubiera entrado en el estudio de Joy antes del fin de semana, ¿cómo habría podido averiguar lo que ella había conseguido reunir?

Lynley la miró sin verla, y su rostro reflejó el súbito pensamiento que había acudido a su mente.

– Me ha dado una idea, Havers. -Tamborileó con los dedos el escritorio. Sus ojos descendieron hacia el diario que Barbara sostenía en la mano-. Creo que hay una forma de manejar la situación sin necesidad de acudir al DIC de Strathclyde -dijo por fin-. Pero necesitaremos a Irene Sinclair.

– ¿A Irene Sinclair?

– Es nuestra mejor esperanza -asintió Lynley con aire pensativo-. Fue la única entre todos que en 1973 no actuó en Las tres hermanas.

Irene Sinclair no estaba en su casa. La vecina que se había quedado en ella para calmar y cuidar a los niños les indicó que se dirigieran al University College Hospital, donde la encontraron en la sala de espera de urgencias. Cuando entraron, se puso en pie de un brinco.

– ¡Él no llamó a la policía! -exclamó-. ¿Cómo han…? ¿Qué hacen…? ¿Les ha avisado el médico?

– Hemos pasado por su casa. -Lynley la condujo a uno de los sofás apoyados contra las paredes. La sala estaba inusitadamente abarrotada, poblada por una selección de enfermedades y accidentes que se manifestaban en forma de gritos, lamentos y plañidos. El fuerte olor a medicamentos tan típico de los hospitales flotaba en el aire-. ¿Qué ha ocurrido?

Irene sacudió la cabeza, se hundió en el sofá y se acarició la mejilla.

– Le han dado una paliza a Robert. En el teatro.

– ¿A estas horas de la noche? ¿Qué hacía allí?

– Repasaba su papel. Tenemos una segunda lectura mañana por la mañana y dijo que le apetecía saber cómo le salía en el escenario.

Lynley comprendió que ni ella misma se creía esa historia.

– ¿Se hallaba en el escenario cuando le atacaron?

– No, había ido a su camerino para beber algo. Alguien apagó las luces y le atacó allí. Después consiguió arrastrarse hasta un teléfono. El único número que recordó fue el mío. -Esta aclaración parecía destinada a justificar su presencia en el hospital.

– ¿No se acordó del número de urgencias?

– No deseaba que la policía interviniera. -Les miró con ansiedad-. Me alegro de que hayan venido. Tal vez consigan hacerle entrar en razón. ¡Está muy claro que iba a ser la siguiente víctima!

Lynley acercó una incómoda silla de plástico para proteger a Irene de las miradas de los curiosos. Havers hizo lo propio.

– ¿Por qué? -preguntó Lynley.

El rostro de Irene pareció tensarse, como desconcertada ante la pregunta, pero Lynley sospechó que formaba parte de una representación preparada específica y espontáneamente para él.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué otra cosa podía ser? Le han molido a palos. Tiene dos costillas rotas, los ojos amoratados y ha perdido un diente. ¿Quién, sino, puede ser el responsable?

– No es la forma de actuar de nuestro asesino -señaló Lynley-. Tenemos a un hombre, tal vez una mujer, que no emplea los puños, sino un puñal. No da la impresión de que quisieran matarle.

– Entonces, ¿qué fue? ¿Qué me responde? -Enderezó el cuerpo para formular las preguntas, como si le hubieran infligido una ofensa que no se pudiera tolerar sin algún tipo de protesta.

– Creo que usted ya sabe la respuesta. Imagino que no me lo ha contado todo. Le está protegiendo. ¿Por qué? ¿Qué ha hecho ese hombre para merecer tanta devoción? Le ha herido de todas las formas posibles. Le ha tratado con desprecio y jamás ha intentado ocultarlo ante nadie. Irene, escúcheme…

La mujer levantó una mano y su voz agonizante bastó para saber que la representación había terminado.

– Por favor. Ya está bien. Es más que suficiente. Estaba con una mujer. No sé quién era. No me lo dijo. Cuando llegué allí, todavía… no se había… -Las palabras se atropellaron en su boca-. No había conseguido ponerse la ropa.

Lynley la escuchó con incredulidad. ¿Cómo había soportado acudir en su ayuda, calmar sus temores, percibir el olor inconfundible de la relación sexual, vestirle con las mismas ropas de las que se había desprendido a toda prisa para hacer el amor con otra mujer?

– Trato de comprender por qué siente todavía lealtad hacia un hombre como éste, un hombre que fue capaz de engañarla con su propia hermana… -Reflexionó sobre sus palabras antes de terminar la frase, reflexionó sobre la maniobra de Irene para proteger esta noche a Robert Gabriel, y pensó en lo que se había dicho la noche que Joy Sinclair murió. Vio la pauta con toda claridad-. No me ha contado todo sobre la noche en que su hermana murió. Hasta en eso intenta protegerle. ¿Por qué, Irene?

Ella cerró los ojos por un momento.

– Es el padre de mis hijos -replicó con sencilla dignidad.

– ¿Y al protegerle a él les protege a ellos?

– En última instancia, sí.

John Darrow no lo habría dicho mejor, pero Lynley sabía cómo encaminar la conversación. Teddy Darrow se lo había enseñado.

– Los niños suelen descubrir los trapos sucios de sus padres, por más que uno desee protegerles. Su silencio sólo sirve para proteger al asesino de su hermana.

– Él no lo hizo. ¡Es incapaz! No puedo creer eso de Robert. Casi cualquier cosa, pero eso no.

Lynley se inclinó hacia ella y le tomó de las manos.

– Por su mente ha pasado que él mató a su hermana, y no decir nada sobre sus sospechas ha sido la forma que ha elegido de proteger a sus hijos, ahorrándoles la humillación pública de tener como padre a un asesino.

– Él no pudo hacer eso.

– Pero usted piensa que sí. ¿Por qué?

– Si Gabriel no mató a su hermana, todo lo que usted nos diga le será de ayuda -dijo la sargento Havers.

Irene sacudió la cabeza. En sus ojos asomaba un pavor espantoso.

– Eso no. Eso no puede ayudarle. -Les miró alternativamente mientras arañaba la desgastada superficie del bolso. Era como una fugitiva, decidida a escapar pero reconociendo la inutilidad del esfuerzo. Cuando por fin habló, su cuerpo se estremeció como presa de una enfermedad. De hecho, así había sucedido-. Mi hermana estuvo en la habitación de Robert aquella noche. Les oí. Yo quería ir con él. Como una idiota… Dios mío, ¿por qué soy tan patéticamente idiota? Habíamos estado juntos en la biblioteca un rato antes, después de la lectura. Por un momento pensé que las cosas podían volver a ser como antes. Habíamos estado hablando de nuestros hijos, de… nuestras vidas en el pasado. Más tarde, fui a la habitación de Robert con la intención de… Dios mío, no sé con qué intención. -Se pasó una mano por su cabello oscuro, asiéndolo con fuerza, como si deseara sentir dolor-. ¿Cuántas estupideces se pueden cometer en el curso de la vida? Casi sorprendí a mi hermana y a Robert por segunda vez. Y lo más divertido, me pongo histérica de sólo pensarlo, es que él estaba diciéndole a Joy lo mismo que aquel día en Hampstead, cuando les encontré juntos. «Vamos, nena. Vamos, Joy. ¡Vamos!» Gruñendo y gruñendo como un toro.

Lynley oyó sus palabras y reconoció el efecto calidoscópico que obraban en el caso. Lograban que todo se viera desde una nueva perspectiva.

– ¿A qué hora fue?

– Tarde. Mucho después de la una. Tal vez cerca de las dos. La verdad es que no lo sé.

– ¿Pero está segura de que le oyó?

– Oh, sí. Le oí. -Inclinó la cabeza, avergonzada.

Y a pesar de ello, pensó Lynley, todavía trataba de proteger a Gabriel. Esa devoción inmerecida y abnegada estaba más allá de su comprensión. Para apartarla de su mente, le preguntó algo muy diferente.

– ¿Recuerda dónde estaba usted en marzo de 1973?

Irene tardó un poco en asimilar la pregunta.

– ¿En 1973? Estaba… seguramente estaba en mi casa, en Londres. Cuidando a James, nuestro hijo. Nació en enero, y me tomé una temporada de descanso.

– ¿Gabriel no estaba en casa? -No -dijo tras reflexionar un momento-. Creo que no. Me parece que estaba de gira por provincias. ¿Por qué? ¿Qué tiene que ver con todo esto?

«Mucho», pensó Lynley. Hizo acopio de todos sus recursos para obligarle a escuchar y comprender sus siguientes palabras.

– Su hermana estaba a punto de escribir un libro sobre un asesinato cometido en marzo de 1973. El autor asesinó también a Joy y a Gowan Kilbride. Las pruebas que tenemos carecen virtualmente de valor, Irene. Y me temo que su ayuda nos es indispensable para capturar a este monstruo.

Los ojos de Irene le suplicaron que dijese la verdad. -¿Es Robert?

– Creo que no. A pesar de todo lo que usted nos ha dicho, no alcanzo a ver cómo pudo apoderarse de la llave que abría la habitación de Joy.

– ¡Pero si estuvo con ella aquella noche, quizá Joy le dio la llave!

Lynley reconoció que era una posibilidad. ¿Cómo explicarla? ¿Cómo casarla con lo que el informe del forense revelaba sobre Joy? ¿Y cómo decirle a Irene que, si al ayudar a la policía demostraba la inocencia de su marido, demostraría la culpabilidad de su primo Rhys? Tenía que actuar con mucho tacto.

– ¿Nos ayudará? -preguntó.

Lynley se dio cuenta de que luchaba por tomar una decisión y comprendió exactamente el dilema al que se enfrentaba. La elección era muy sencilla: o bien seguir protegiendo a Robert Gabriel por el bien de sus hijos, o bien comprometerse a fondo con el plan que llevaría ante la justicia al asesino de Joy. Si se decantaba por lo primero, se enfrentaba a la incertidumbre de no saber nunca si estaba protegiendo a un hombre inocente o culpable. Si elegía lo último, sin embargo, cometería un acto de perdón, la absolución póstuma del pecado que su hermana había cometido contra ella.

Se reducía a una elección entre los vivos y los muertos; los vivos prometían la continuación de las mentiras y los muertos prometían la serenidad espiritual que nace al desvanecerse el rencor y apostar por la vida. A simple vista, la elección parecía muy clara, pero Lynley sabía demasiado bien que las decisiones gobernadas por el corazón podían ser brutalmente irracionales. Sólo confiaba en que Irene hubiera comprendido que su matrimonio con Gabriel había sido infectado por la enfermedad de sus infidelidades, y de que su hermana jugaba un pequeño y desagradecido papel en un drama que se había gestado durante años.

Irene se movió. Sus dedos dejaron marcas húmedas sobre el bolso de piel.

– Les ayudaré -dijo con voz firme-. ¿Qué he de hacer?

– Pasar esta noche en casa de su hermana, en Hampstead. La sargento Havers la acompañará.

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