Capítulo 6

David Sydeham no parecía la clase de hombre con el que una mujer de la fama y reputación de Joanna Ellacourt pudiera seguir casada tras casi dos décadas. Lynley conocía la versión romántica de su relación, la típica bobada sentimental que la prensa amarilla proporcionaba a sus fieles para que la leyeran durante los descansos. La historia de cómo un agente teatral de veintinueve años, procedente del interior del país e hijo de un clérigo, sin otras virtudes que una buena presencia y una fe inquebrantable en sí mismo, había descubierto a una muchacha de Nottingham de diecinueve años interpretando a una Celia de cabello revuelto en un teatro de mala muerte; cómo la había persuadido de que probara suerte con él, rescatándola del sombrío entorno de la clase obrera en que había nacido; cómo le había facilitado lecciones de arte dramático y declamación; cómo había mimado su carrera paso a paso hasta que se transformó, como él sabía desde hacía mucho tiempo, en la actriz más solicitada del país.

Veinte años después, Sydeham todavía se conservaba apuesto y sensual, pero se trataba de una apostura deteriorada y de una sensualidad dilapidada demasiado a menudo, con desafortunadas consecuencias. Su piel mostraba incipientes señales de disipación. Afloraba un exceso de papada bajo la barbilla y una marcada hinchazón en las manos y la cara. Sydeham no había tenido oportunidad de afeitarse por la mañana, al igual que los demás hombres presentes en Westerbrae, y por este motivo aún parecía más ajado. Una barba crecida ensombrecía su cara, acentuando las ojeras que asomaban bajo sus ojos de espesos párpados. No obstante, se había vestido con un notable instinto para ofrecer su mejor aspecto. Aunque tenía el cuerpo de un toro, lo embutía en una chaqueta, camisa y pantalones cortados, sin duda alguna, a su medida. Proclamaban la abundancia de dinero, así como el reloj de pulsera y el anillo de sello, que destelló a la luz del fuego cuando tomó asiento en la sala de estar. Lynley observó que no elegía una silla de respaldo duro, sino una confortable butaca protegida por las penumbras de la periferia.

– Creo que no acabo de entender muy bien cuál era su función aquí este fin de semana-dijo Lynley mientras la sargento Havers cerraba la puerta y se sentaba a la mesa.

– ¿No será mi función en general? -el rostro de Sydeham no se había alterado un ápice.

Era un punto interesante.

– Como quiera.

– Me ocupo de la carrera de mi esposa. Reviso sus contratos, tomo nota de sus compromisos, evito que le molesten cuando está sometida a mucha presión. Leo sus libretos, le ayudo con los diálogos, administro su dinero -Sydeham pareció percibir un cambio en la expresión de Lynley-. Sí, administro su dinero -repitió-. Lo invierto. Soy un mantenido, inspector -acompañó este último comentario con una sonrisa carente de todo humor. Parecía bastante susceptible en lo concerniente a las desigualdades superficiales de la relación con su esposa.

– ¿Conocía bien a Joy Sinclair?

– ¿Quiere decir que si la maté? Conocí a esa mujer a las siete y media. A Joanna no le gustaban nada los cambios introducidos por Joy en la obra. Generalmente, negocio las mejoras con los autores. No los mato si no me gusta lo que han escrito.

– ¿Por qué no le gustaba a su esposa el libreto?

– Joanna había sospechado desde el primer momento que Joy intentaba crear un vehículo para el regreso de su hermana a los escenarios. A expensas de Joanna. El nombre de Joanna atraería a crítica y público, pero la interpretación de Irene Sinclair se destacaría en primer plano. Ése era el temor de Jo. Cuando vio el libreto revisado, concluyó rápidamente que lo peor se había confirmado -Sydeham se encogió poco a poco de hombros, alzando al mismo tiempo los brazos, al estilo gales-. Yo… Tuvimos una seria discusión sobre el tema después de la lectura.

– ¿Qué clase de discusión?

– La clase de discusión que tienen todos los matrimonios. El típico mira en lo que me has metido. Joanna estaba decidida a no seguir con la obra.

– El problema ha sido solucionado de forma muy satisfactoria para ella, ¿verdad? -señaló Lynley.

Sydeham arrugó la nariz.

– Mi esposa no mató a Joy Sinclair, inspector. Ni yo tampoco. Matar a Joy no habría puesto fin a nuestro problema real -desvió la vista bruscamente de Lynley y Havers, clavando la mirada en la fila de fotografías con marco de plata dispuestas sobre la mesa situada bajo la ventana de la sala de estar.

Lynley comprendió que el comentario era un cebo y decidió tragarlo.

– ¿Su problema real?

Sydeham volvió la cabeza hacia ellos.

– Robert Gabriel -dijo con amargura-. Robert Follador Gabriel.

Lynley había aprendido años antes que en un interrogatorio el silencio es una herramienta tan útil como una pregunta formulada. La tensión que casi siempre se producía a continuación era una forma de dependencia, una de las pocas ventajas de portar una credencial de la policía. Por tanto, no dijo nada, dejando que Sydeham se abandonara a más revelaciones. Lo que hizo casi de inmediato.

– Gabriel ha perseguido a Joanna durante años. Se considera una especie de cruce entre Casanova y Lotario, aunque nunca hizo mella en Jo, a pesar de sus esfuerzos. Ella no puede soportar a ese tipo. Nunca ha podido.

Esta información asombró a Lynley, considerando la reputación que tenían la Ellacourt y Gabriel de elevar la temperatura del escenario. Sydeham captó su reacción, pues sonrió como asintiendo y prosiguió:

– Mi esposa es una gran actriz, inspector. Siempre lo fue. Pero desde que Gabriel no paró de meterle la mano por debajo de la falda durante la última temporada de Ótelo, y ella terminó con él. Por desgracia, no me dijo lo muy decidida que estaba a no volver a actuar con él hasta que fue demasiado tarde. Yo ya había llegado a un acuerdo con Stinhurst para esta nueva producción. Y me encargué en persona de que Gabriel tuviera un papel en ella.

– ¿Por qué?

– Negocios. Gabriel y Ellacourt poseen química. El público paga para ver esa química. Pensé que Joanna se las apañaría bien si tenía que actuar de nuevo con Gabriel. Lo hizo en Ótelo, le mordió como un tiburón en pleno escenario cuando aprovechó un beso para meterle la lengua en la boca, y se rió como una loca a continuación. Pensé que una obra más con Gabriel no la sacaría de sus casillas, pero le mentí como un idiota cuando descubrí que no lo podía ver ni en pintura, diciéndole que Stinhurst había insistido en que Gabriel participara en la nueva obra. Por desgracia, Gabriel reveló anoche que había sido yo quien le metió en la obra. Eso contribuyó al enfado de Joanna.

– ¿Y ya dan por seguro que la obra no se representará?

– La muerte de Joy -dijo Sydeham, con impaciencia mal disimulada-. No anula el hecho de que Joanna haya firmado un contrato con Stinhurst para actuar en una obra, y lo mismo se puede aplicar a Gabriel. Y a Irene Sinclair, por cierto. Por tanto, Jo trabajará con ambos, tanto si le gusta como si no. Sospecho que Stinhurst los llevará de nuevo a Londres y empezará a poner en marcha otra producción lo antes posible. En definitiva, si hubiera querido ayudar a Joanna, o poner fin a nuestro enfrentamiento, me las habría arreglado para eliminar a Stinhurst o a Gabriel. La muerte de Joy, ha paralizado la obra de Joy. Créame, no hice nada para beneficiarme de Joy.

– ¿Y para beneficiarse usted? Sydeham dirigió a Lynley una larga mirada calculadora.

– No entiendo cómo podría beneficiarme hiriendo a Joy, inspector.

Lynley admitió que decía la verdad. -¿Cuándo llevó puestos los guantes por última vez?

Al parecer, Sydeham deseaba proseguir la anterior conversación. Sin embargo, se mostró de lo más cooperativo,

– Me parece que ayer por la tarde, cuando llegamos. Francesca me pidió que firmara el libro de registro, y debí quitarme los guantes para hacerlo. No sé qué hice con ellos después, francamente. No recuerdo si me los volví a poner, pero lo más probable es que los guardara en el bolsillo de mi abrigo.

– ¿Fue ésa la última vez que los vio? ¿No los echó de menos?

– No los necesitaba. Ni Joanna ni yo volvimos a salir, y yo no necesitaba llevarlos dentro de la casa. Ni siquiera supe que los había perdido hasta que su hombre me los trajo a la biblioteca hace unos minutos. Es posible que el otro esté en el bolsillo del abrigo, o sobre el mostrador de la recepción, donde los dejé. No me acuerdo.

– ¿Sargento? -Lynley le hizo un gesto a Havers, que se levantó, salió de la habitación y volvió al cabo de un momento con el segundo guante.

– Lo encontramos en el suelo, entre el mostrador de la recepción y la pared -dijo Havers, dejándolo sobre la mesa.

Los tres dedicaron un momento a examinar el guante. El cuero era de primera calidad, cálido y confortable, y llevaba las iníciales DS grabadas en la parte interna de la muñeca con una letra muy florida. El débil perfume a jabón para limpiar pieles hablaba de un reciente lavado, pero no quedaba ni rastro del antiséptico.

– ¿Quién estaba en la recepción cuando ustedes llegaron? -preguntó Lynley-.

El rostro de Sydeham adoptó la expresión reflexiva de quien intenta ubicar en el lugar correcto personas y acontecimientos que, en su momento, consideró intrascendentes.

– Francesca Gerrard -dijo lentamente-. Jeremy Vinney se asomó a la puerta del salón y nos saludó -hizo una pausa. Movía las manos mientras hablaba, ilustrando en el aire la posición de cada persona frente a él, en un proceso de visualización-. El muchacho. Gowan estaba allí. Tal vez no en el primer momento, pero no tardó mucho porque tomó nuestro equipaje y nos guió a nuestras habitaciones, y… No estoy muy seguro, pero creo haber visto a Elizabeth Rintoul, la hija de Stinhurst, entrar en una de las habitaciones del pasillo que partía del recibidor. En cualquier caso, alguien andaba por allí.

Lynley y Havers intercambiaron una mirada suspicaz. Lynley dirigió la atención de Sydeham hacia el plano de la casa que Havers había traído a la sala de estar. Estaba desplegado sobre la mesa central, cerca del guante de Sydeham.

– ¿Cuál era la habitación?

Sydeham echó hacia atrás la silla, se acercó a la mesa y recorrió el plano con los ojos. Lo examinó a conciencia antes de responder.

– No sabría decirle. Apenas la vi, como si intentara pasar desapercibida. Supuse que era Elizabeth porque ése es su estilo. Me inclino por esta última habitación -señaló la oficina.

Lynley consideró las implicaciones. Las llaves maestras se guardaban en la oficina. Macaskin había dicho que permanecían bajo llave en el escritorio, pero después había señalado que tal vez Gowan Kilbride también tuviera acceso a ellas. De ser así, cabía la posibilidad de que el escritorio sólo se cerrara con llave en ocasiones, olvidándolo en otras. No sería de extrañar que, al llegar un grupo tan numeroso, el escritorio no estuviera cerrado y cualquiera hubiera podido apoderarse de las llaves, tanto los que preparaban las habitaciones como los que conocían la existencia de la oficina: Elizabeth Rintoul, su madre, su padre, incluso la propia Joy Sinclair.

– ¿Cuándo fue la última vez que vio a Joy?

Sydeham desplazó el peso de su cuerpo de un pie al otro. Daba la impresión de querer volver a su butaca. Lynley decidió que le quería de pie.

– Un rato después de la lectura, quizá a las once y media. Tal vez más tarde. No me fijé muy bien en la hora.

– ¿Dónde?

– En el pasillo de arriba. Se dirigía a su habitación -Sydeham pareció incómodo por un momento, pero prosiguió-. Como ya le he dicho antes, tuve una discusión con Joanna acerca de la obra. Salió como una furia de la lectura, y la encontré en la galería. Intercambiamos algunas palabras desagradables. No me gusta discutir con mi esposa. Después me sentí deprimido, así que fui a la biblioteca a buscar una botella de whisky. Fue entonces cuando vi a Joy.

– ¿Habló con ella?

– Por su aspecto no tenía el menor deseo de hablar con nadie. Me llevé el whisky a mi habitación y bebí unos tragos… Bueno, tal vez cuatro o cinco. Luego me quedé dormido.

– ¿Dónde estuvo su esposa durante todo ese rato?

Los ojos de Sydeham se desviaron hacia la chimenea. Sus manos se hundieron automáticamente en los bolsillos de su chaqueta gris de tweed, tal vez buscando sin éxito un cigarrillo para calmar sus nervios. Ésta era la pregunta, sin duda, que había confiado en eludir.

– No lo sé. Se marchó de la galería. No sé adonde fue.

– No lo sabe -repitió Lynley con cautela.

– Exacto. Escuche, aprendí hace muchos años que conviene dejar sola a Joanna cuando está de mal humor, y anoche estaba de muy mal humor. Y eso es lo que hice. Tomé unas copas, me quedé dormido, inconsciente, llámelo como quiera. No sé dónde estuvo. Sólo puedo decirle que cuando desperté esta mañana, cuando la chica llamó a la puerta y balbuceó que nos vistiéramos y bajáramos al salón, Joanna estaba en la cama, a mi lado -Sydeham advirtió que Havers escribía sin cesar-. Joanna estaba disgustada, pero conmigo. Con nadie más. Desde hace un tiempo, las cosas van… un poco mal entre nosotros. Quería estar lejos de mí. Estaba encolerizada.

– ¿Pero volvió a su habitación?

– Claro que sí.

– ¿A qué hora? ¿Al cabo de una hora, de dos, de tres?

– No lo sé.

– El ruido que hizo al entrar en la habitación tuvo que despertarle.

– ¿Desde cuándo no duerme una curda, inspector? -la voz de Sydeham adquirió un timbre de impaciencia-. Perdone la expresión, pero habría sido como despertar a un muerto.

– ¿No oyó nada? -insistió Lynley-. ¿El viento, voces? ¿Nada de nada?

– Ya se lo he dicho.

– ¿Ningún sonido procedente de la habitación de Joy Sinclair? Estaba al otro lado de la suya. Me cuesta creer que una mujer muera sin hacer el menor sonido, o que su esposa entrara y saliera del cuarto sin que usted se apercibiera. ¿Qué otras cosas pueden haber ocurrido sin que usted se diera cuenta?

Sydeham miró con acritud a Lynley y a Havers.

– Si acusa de esto a Jo, ¿por qué no también a mí? Estuve solo parte de la noche, ¿no? Ese es su problema, ¿verdad? Porque, salvo Stinhurst, nos pasó a todos los demás.

Lynley ignoró la cólera que asomaba tras las palabras de Sydeham.

– Hábleme de la biblioteca.

La brusca desviación del interrogatorio no alteró la expresión de Sydeham.

– ¿Qué quiere decir?

– ¿Había alguien allí cuando fue por el whisky?

– Sólo Gabriel.

– ¿Qué estaba haciendo?

– Lo mismo que yo iba a hacer. Beber. Ginebra a juzgar por el olor. Sin duda acechando cualquiera con faldas, lo que fuera.

Lynley advirtió el lúgubre tono de Sydeham.

– No le cae muy bien Robert Gabriel. ¿Se debe tan sólo a las insinuaciones que le ha hecho a su esposa o existen otros motivos?

– Gabriel no cae bien a nadie de los aquí reunidos, inspector. No le cae bien a nadie, en general. Sé le aguanta porque es un magnífico actor, pero francamente no acabo de entender por qué no le asesinaron a él en lugar de a Joy Sinclair. Lo estaba pidiendo a gritos.

Una interesante observación, pensó Lynley, aunque todavía era más interesante el hecho de que Sydeham no había contestado a la pregunta.

Al parecer, el inspector Macaskin y la cocinera de Westebian han decidido trasladar el conflicto en ciernes a la sala de estar. Ambos llegaron a la puerta al mismo tiempo, portando dos mensajes diferentes. Macaskin insistió en hablar primero, mientras la cocinera vestida de blanco remoloneaba en segundo plano, retorciéndose las manos como si cada momento desperdiciado amenazara con arruinar un soufflé que estuviera preparando.

Macaskin miró de pies a cabeza a David Sydeham cuando éste pasó por su lado en dirección al pasillo.

– Hemos hecho todo lo debido -le dijo a Lynley-. Se han tomado las huellas de todo el cuarto. Las habitaciones de Clyde y Sinclair están selladas, y los técnicos han terminado. A propósito, las manchas están limpias. No hay sangre en ningún sitio.

– Un asesinato limpio, de no ser por el guante.

– Mi hombre se encargará de ello -Macaskin señaló la biblioteca con un movimiento de cabeza y prosiguió-. ¿Los suelto? La cocinera dice que ha preparado la cena, y han pedido que les permitamos ducharse.

Lynley comprendió que la petición desagradaba a Macaskin. El escocés no estaba acostumbrado a entregar las riendas de una investigación a otro oficial y, mientras hablaba, los lóbulos de sus orejas enrojecieron, destacándose contra el fino cabello gris.

Como si captara un mensaje secreto en las palabras de Macaskin, la cocinera se lanzó al ataque.

– No pueden prohibirles que coman. No es justo -sin duda abrigaba la sospecha de que el modus operandi de la policía consistiría en poner a todo el grupo a pan y agua hasta encontrar al asesino-. He preparado algo. Sólo han comido un bocadillo en todo el día, inspector, al contrario que la policía -subrayó-. A juzgar por el aspecto de la cocina, no han parado de tragar desde la mañana.

Lynley abrió su reloj de bolsillo y se sorprendió al ver la hora que era. La hora del almuerzo, pero carecía de sentido prohibir al grupo que recibiera una comida decente, y se desplazase por la casa con relativa libertad bajo vigilancia, pues los técnicos ya habían terminado su trabajo. Dio su aprobación.

– Nosotros nos Vamos -dijo Macaskin-. Dejaré al oficial Lonan con usted y yo volveré por la mañana. Tengo un hombre preparado para conducir a Stinhurst a la comisaría.

– Se quedará aquí.

Macaskin abrió la boca, la cerró, volvió a abrirla y se saltó el protocolo lo justo para decir:

– En cuanto a esos libretos, inspector…

– Yo me ocuparé -replicó Lynley con firmeza-. Quemar pruebas no es un crimen. Abordaremos el tema cuando llegue el momento -vio que la sargento Havers retrocedía, como si deseara distanciarse de lo que consideraba una decisión equivocada.

Por su parte, Macaskin pareció considerar la posibilidad de rebatir el punto, pero lo dejó correr. Su despedida oficial no pudo ser más brusca.

– Hemos puesto sus cosas en el ala noreste. Dormirá con St. James. Al lado del nuevo cuarto de Helen Clyde.

La cocinera, que se había quedado en el umbral de la puerta, ansiosa por resolver la disputa culinaria que la había traído a la sala de estar, no estaba interesada en las maniobras políticas ni en las disposiciones que se habían tomado para alojar a los policías.

– Veinte minutos, inspector -giró sobre sus talones-. Sean puntuales.

Era una excelente conclusión. Y así lo entendió Macaskin.

La mayoría del grupo, liberado por fin de su largo confinamiento en la biblioteca, se hallaba congregado todavía en el vestíbulo de entrada cuando Lynley pidió a Joanna Ellacourt que le acompañara a la sala de estar. Su petición, formulada apenas concluida la entrevista con su marido, dejó al reducido grupo sin aliento, como si aguardara la respuesta de la actriz. A fin de cuentas, era una falsa petición, pues ninguno de ellos era tan tonto como para creer que se trataba de una invitación, a la que Joanna podía negarse si así lo deseaba. Sin embargo, dio la impresión de que consideraba tal posibilidad, dudando entre la negativa rotunda y la colaboración hostil. Venció esta última actitud, por cuanto al aproximarse a la puerta de la sala de estar, Joanna dio rienda suelta al mal humor que sentía tras un día de confinamiento; pasó por delante de Lynley y Havers sin dignarse dirigirles ni una palabra, y se sentó en la silla ubicada junto a la chimenea que Sydeham había evitado y Stinhurst aceptó a regañadientes. Una elección intrigante, tal vez movida por la decisión de encarar el interrogatorio con la mayor franqueza posible o al deseo de situarse en un punto donde el efecto de la luz que arrojaban las llamas sobre su piel y cabello distrajeran a un observador inepto en un momento crucial. Joanna Ellacourt sabía cómo jugar con el público.

A Lynley le costaba creer que estuviera cercana a los cuarenta años. Parecía diez más joven, como mínimo, y a la luz indulgente del fuego que bañaba su piel de un tono dorado translúcido, Lynley recordó su primera visión del Descanso de Diana de Francois Boucher, pues el brillo espléndido de la piel de Joanna era el mismo, como también las delicadas sombras de color sobre sus mejillas y la frágil curva de su oreja, que reveló al echarse el pelo hacia atrás. Era increíblemente bella, y si sus ojos hubieran sido castaños en lugar de azules, podría haber sido la modelo del cuadro de Boucher.

«No me extraña que Gabriel la acose», pensó Lynley. Le ofreció un cigarrillo que ella aceptó. La mano de la actriz se cerró sobre la suya para que la llama del encendedor no se moviera, con dedos largos, muy fríos y adornados con varios anillos de diamantes. Fue un movimiento teatral, intencionadamente seductor.

– ¿Por qué discutió con su esposo anoche? -preguntó el detective.

Joanna arqueó una ceja impoluta y dedicó un momento a examinar de pies a cabeza a la sargento Havers, como si tasara la desaliñada falda y el jersey manchado de hollín de la policía.

– Porque estoy harta de ser el objeto del deseo de Robert Gabriel durante los últimos seis meses -respondió con franqueza, haciendo una pausa como si aguardase la reacción, un gesto de simpatía, tal vez, o de desagrado. Cuando resultó evidente que no se iba a producir, se vio obligada a proseguir su relato, con voz algo tensa-. Tenía una bonita erección cada noche durante la última escena de Ótelo, inspector. Cuando se suponía que debía estrangularme, empezaba a sobarme en la cama como un quinceañero que acabara de descubrir las delicias de tener esa salchichita entre las piernas. Me las tuve con él. Pensé que David lo había comprendido, pero en apariencia no fue así. Firmó un nuevo contrato, obligándome a trabajar con Gabriel de nuevo.

– Discutieron sobre la nueva obra.

– Discutimos de todo. La nueva obra sólo fue un detalle más.

– También se opuso al papel de Irene Sinclair.

Joanna hizo caer la ceniza del cigarrillo en la chimenea.

– Desde mi punto de vista, mi marido manipuló este asunto con inusitada estupidez. Me puso en la tesitura de seguir ahuyentando a Gabriel durante los próximos doce meses, tratando de impedir al mismo tiempo que la ex esposa de Gabriel me pisoteara para acceder a su nueva y celestial carrera. No quiero mentirle, inspector. No lamento en absoluto que la obra de Joy se haya terminado. Si quiere, puede decir que es un reconocimiento evidente de culpabilidad, pero no estoy dispuesta a sentarme aquí y fingir que deploro la muerte de una mujer a la que apenas conocía. Supongo que eso también me convierte en sospechosa, pero no puedo impedirlo.

– Su marido ha dicho que usted estuvo ausente del dormitorio durante parte de la noche.

– ¿Y que tuve, por tanto, la posibilidad de liquidar a Joy? Sí, imagino que da esa impresión.

– ¿Adonde fue después de la discusión en la galería?

– Primero a nuestra habitación.

– ¿A qué hora?

– Poco después de las once, me parece, pero no me quedé allí. Sabía que David volvería, arrepentido y deseoso de arreglar las cosas de la forma habitual. Yo no quería saber nada de él ni de sus disculpas, así que me marché a la sala de música, contigua a la galería. Tiene un gramófono vetusto y algunos discos todavía más antiguos. Puse temas de comedias musicales. A propósito, parece que Francesca Gerrard es una gran admiradora de Ethel Merman.

– ¿La oyó alguien?

– ¿Quiere usted decir para corroborar mis palabras? -movió la cabeza, como indiferente al hecho de que su coartada careciera de toda credibilidad-. La sala de música se encuentra aislada en el pasillo noreste. Dudo que alguien me oyera, a menos que Elizabeth se dedicara a su deporte favorito, fisgonear tras las puertas. Es una gran experta.

Lynley dejó pasar la alusión.

– ¿Quién estaba en la recepción cuando llegó ayer?

Joanna jugueteó con unos mechones de su cabello iluminado por el fuego.

– Aparte de Francesca, no recuerdo a nadie en particular -frunció el entrecejo con aire pensativo-. Excepto a Jeremy Vinney. Se acercó al salón y dijo unas palabras. Me acuerdo bien.

– Es curioso que la presencia de Vinney haya quedado grabada en su mente.

– En absoluto. Hace años representó un pequeño papel en una obra que hice en Norwich. Cuando le vi ayer, pensé que tenía tanta pinta de actor ahora como entonces, es decir, ninguna. Siempre tuvo el aspecto de alguien que acaba de olvidar quince líneas y no sabe qué hacer para enmendar el error. Ni siquiera sabía improvisar. Pobre hombre. Me temo que el teatro no es lo suyo, pero está loco por interpretar un papel importante.

– ¿A qué hora volvió anoche a su cuarto?

– No estoy segura, no me fijé. No tengo la costumbre de hacerlo. Puse discos hasta que me calmé lo suficiente -miró el fuego. Su serenidad imperturbable se alteró un poco mientras recorría con la mano la raya bien marcada de sus pantalones-. No, no es cierto del todo, ¿verdad? Quería asegurarme de encontrar a David dormido. Supongo que deseaba guardar las apariencias, pero cuando lo pienso ahora no entiendo por qué le di la oportunidad de guardar las apariencias.

– ¿Guardar las apariencias? -inquirió Lynley.

Joanna sonrió sin motivo aparente. Parecía una treta, una forma de concentrar automáticamente la atención del público en su belleza, no en la calidad de su interpretación.

– David está muy equivocado sobre este asunto del contrato con Robert Gabriel, inspector. Si yo hubiera vuelto más pronto, habría querido limar nuestras diferencias, pero… -Apartó la vista de nuevo, pasándose la punta de la lengua por los labios, como si necesitara ganar tiempo-. Lo siento. Creo que, después de todo, no puedo decírselo. Qué tonta, ¿verdad? Supongo que hasta podría detenerme, pero hay ciertas cosas… Sé que David no se lo ha contado, pero no podía volver a nuestra habitación hasta que estuviera dormido. No podía, así de sencillo. Compréndalo, por favor.

Lynley sabía que estaba pidiendo permiso para dejar de hablar, pero no dijo nada, a la espera de que continuase. Lo hizo sin mover la cabeza, dando varias caladas al cigarrillo antes de aplastarlo.

– David habría querido hacerlo, pero no puede desde hace… casi dos meses. Lo habría intentado, de todos modos, pensando que me lo debía. Y si fracasaba, todo habría empeorado entre nosotros. Por eso me mantuve alejada de la habitación hasta que pensé que se habría dormido. Y así fue. Y me alegré.

Se trataba, sin duda, de una información fascinante. Aún hacía más difícil de entender la larga duración del matrimonio Ellacourt-Sydeham. Como reconociendo este hecho, Joanna Ellacourt habló de nuevo, ahora con voz dura, desprovista de emoción o pesar.

– David es mi historia, inspector. No me avergüenza admitir que él me hizo lo que soy. Durante veinte años ha sido mi mayor ayuda, mi mayor crítico, mi mejor amigo. No se tira todo eso por la borda porque la vida te reporte algún pequeño inconveniente de vez en cuando.

Su frase final era la declaración de lealtad matrimonial más elocuente que Lynley había oído en su vida. Sin embargo, le costaba olvidar la definición que David Sydeham había hecho de su esposa. Era, en efecto, una gran actriz.

El dormitorio de Francesca Gerrard estaba situado en la esquina más alejada del pasillo superior noreste, en el punto donde el zaguán se estrechaba y una vieja arpa en desuso, cubierta de cualquier manera, arrojaba una sombra sobre la pared que recordaba el perfil de Quasimodo. Aquí no colgaban retratos, ni tapices que atenuaran el frío, ni se veían señales inequívocas de bienestar y seguridad. Sólo yeso monocromático, resquebrajado por el tiempo en finas líneas, y una delgada alfombra que cubría el piso.

Elizabeth Rintoul, mirando rápidamente hacia atrás, se deslizó por el zaguán y se detuvo ante la puerta de su tía, escuchando con atención. Oyó un murmullo de voces procedente del pasillo superior oeste, pero ningún sonido en el interior de la habitación. Golpeteó la madera con las uñas, un movimiento nervioso que recordaba el picoteo de los pájaros. Nadie le invitó a entrar. Llamó de nuevo.

– ¿Tía Francie? -lo máximo que podía permitirse era un susurro. No obtuvo respuesta.

Sabía que su tía estaba dentro, la había visto caminar por el pasillo apenas pasados cinco minutos de que la policía terminara de abrir todas las habitaciones. Probó el pomo y giró, resbaladizo bajo su mano sudorosa.

El aire del interior olía a perfume rancio, polvos para la cara de un dulzor sofocante, analgésicos picantes y colonia barata. Los muebles del cuarto estaban a la altura de la decoración pobre y monótona del pasillo: una cama estrecha, un armario ropero, una cómoda y un espejo de cuerpo entero que arrojaba extraños reflejos verdes, distorsionando las frentes hasta transformarlas en bulbos y empequeñeciendo las barbillas en exceso.

Su tía no había utilizado siempre esta habitación como dormitorio. Sólo después de la muerte de su esposo se mudó a esta parte de la casa, como si la incomodidad y la falta de elegancia formaran parte del luto. En aquel momento parecía rendir homenaje al difunto, pues se hallaba sentada muy erguida en el borde de la cama, absorta en una fotografía de estudio de su esposo que colgaba en la pared, el único adorno de la habitación. Era una fotografía solemne, que no plasmaba al tío Phillip que Elizabeth recordaba de su niñez, sino al hombre melancólico en que se había transformado. Después de la Noche Vieja. Después de tío Geoffrey.

Elizabeth cerró la puerta en silencio, pero el roce del pestillo contra la madera provocó que su tía diera un sofocado y plañidero respingo. Se levantó al instante de la cama, giró sobre sus talones y alzó las manos engarfiadas frente a ella en un gesto defensivo.

Elizabeth se puso rígida. Era asombroso que un gesto tan simple le devolviera un recuerdo reprimido y que creía olvidado. Una chica de dieciséis años se dirige despreocupadamente a la cuadra de la casa de Somerset; ve que las cocineras se acuclillan para mirar por una fisura en la pared de piedra del edificio, aprovechando que la argamasa se ha desprendido; oye que le susurran «Ven a ver a unos mariquitas, cariño»; no sabe lo que eso quiere decir, pero está ansiosa, siempre tan patéticamente ansioso, de hacer amigas; se agacha frente al agujero y ve a dos mozos de cuadras; sus ropas están amontonadas sobre un banco; uno está a cuatro patas y el otro retrocede, empuja y resuella detrás de él y sus cuerpos brillan de un sudor que reluce como aceite; se aparta asustada y oye que las chicas ahogan una carcajada. Se ríen de ella. De su inocencia y ciega ingenuidad. Y entonces desea golpearlas, herirlas, arrancarles los ojos. Con ese mismo gesto de la tía Francie.

– ¡Elizabeth! -Francesca bajó los brazos. Su cuerpo se distendió-. Me has dado un susto de muerte, querida.

Elizabeth miró preocupada a su tía, temerosa de enfrentarse a otros recuerdos que un gesto fortuito pudiera conjurar. Vio que Francesca había empezado a prepararse para la cena, cuando la foto de su marido la sumió en la ensoñación que Elizabeth había interrumpido. Se miraba en el espejo mientras se cepillaba el ralo cabello gris. Sonrió a Elizabeth, pero sus labios temblaron y desmintieron la sensación de tranquilidad que se esforzaba en proyectar.

– De niña solía mirarme en el espejo sin ver mi cara. La gente dice que es imposible, pero yo lo logré. Puedo peinarme, maquillarme, ponerme los pendientes, cualquier cosa. Y nunca veo lo fea que soy.

Elizabeth no se molestó en contradecirla. Contradecirla sería insultarla, porque su tía decía la verdad. Era fea y siempre lo había sido, escarnecida por una larga cara de caballo, dientes prominentes y una barbilla muy pequeña. Poseía un cuerpo larguirucho; era toda brazos, piernas y codos. Todas las maldiciones genéticas de la familia Rintoul habían recaído sobre ella.

Elizabeth solía pensar que su tía llevaba siempre tantas joyas de fantasía a causa de su fealdad, como si pretendiera desviar la atención de los notorios defectos que afligían su persona.

– No debes preocuparte, Elizabeth -le estaba diciendo Francesca con dulzura-. Sus intenciones son buenas. Sus intenciones son muy buenas. No debes preocuparte tanto.

A Elizabeth se le hizo un nudo en la garganta. Qué bien la conocía su tía. Cuán grande había sido siempre su comprensión.

– Sírvele al señor Vinney una copa, querida… Su vaso está casi vacío -imitó con amargura la voz reservada de su madre-. Quise morir. A pesar de la policía, a pesar de Joy. Ella no puede parar. Nunca parará. Nunca se terminará.

– Ella quiere tu felicidad, querida. Ella la enfoca en el matrimonio -dijo la tía.

– ¿Te refieres a uno como el suyo? -sus palabras tenían cierta acidez.

Su tía frunció el entrecejo. Dejó el cepillo sobre la cómoda y se pasó el peine entre los mechones.

– ¿Te he enseñado las fotos que Gowan me dio? -preguntó con tono alegre, abriendo el cajón superior, que rechinó y se resistió-. Pobre chico. Vio una revista con esas típicas fotos de antes y después, y decidió que debíamos hacer una colección de la casa. De cada habitación a medida que se vayan renovando. Luego, cuando todo esté terminado, podríamos exhibirlas en el salón, o tal vez le interesaran a un historiador, o las podríamos utilizar para… -forcejeó el cajón, pero la humedad del invierno había hinchado la madera.

Elizabeth la contemplaba en silencio. Era el sempiterno estilo de la familia: preguntas no respondidas, secretos y frases inacabadas. Todos eran conspiradores que se confabulaban para ignorar el pasado como si no existiera. Su padre, su madre, tío Geoffrey y el abuelo. Y ahora la tía Francie. También ella consagraba su lealtad a los lazos de sangre.

No tenía sentido permanecer en la habitación ni un segundo más. Entre ellas sólo quedaba por decir una cosa. Elizabeth reunió fuerzas para ello.

– Tía Francie. Por favor.

Francesca levantó la vista. Todavía aferraba el cajón, todavía tiraba de él infructuosamente, sin darse cuenta de que sólo conseguía subrayar su inutilidad.

– Quería que lo supieras… -balbuceó Elizabeth-. Necesitas saberlo. Yo… temo que anoche fracasé en mi propósito.

Francesca soltó por fin el cajón y preguntó:

– ¿En qué sentido, querida?

– Es que… no estaba sola. Ni siquiera estaba en su habitación. Así que no pude hablar con ella, no pude darle tu mensaje.

– No importa, querida. Hiciste todo lo que pudiste, ¿no?

– ¡No! ¡Por favor!

La voz de su tía, como siempre, expresaba compasión, expresaba la comprensión de saber lo que uno siente cuando carece de aptitudes, talento o esperanza. Enfrentada a esta aceptación incondicional, Elizabeth sintió que lágrimas infructuosas se agolpaban en sus ojos. No soportaba sollozar, ni de pena ni de dolor, de modo que se dio la vuelta y salió de la habitación.

– ¡Mierda de aparato!

Gowan Kilbride acababa de sobrepasar los límites de su capacidad para sobrevivir a una afrenta tras otra. Lo sucedido en la biblioteca ya había sido bastante malo, pero después había empeorado con la convicción, que la chica no había admitido ni negado, de que Mary Agnes había permitido a Robert Gabriel las libertades que a Gowan le estaban vedadas. Y ahora, para colmo, la señora Gerrard le había enviado a la trascocina con la orden de arreglar la cochambrosa caldera que no había funcionado como era debido en cincuenta años… Era más de lo que una persona podía aguantar.

Con una maldición arrojó al suelo la llave de tuercas, que astilló una vieja baldosa, rebotó y fue a parar bajo los ardientes tubos de la infernal caldera.

– ¡Maldición, maldición y maldición! -gritó Gowan con ira creciente.

Se agachó, tanteó con la mano y se quemó inmediatamente con el metal de la caldera.

– ¡Maldita sea! -aulló, echándose a un lado y contemplando el viejo aparato como si fuera un ser vivo rebosante de maldad.

Lo pateó dos veces, ciego de ira. Pensó en Roben Gabriel con Mary Agnes y le asestó una tercera patada, consiguiendo desprender uno de los tubos oxidados. Un chorro de agua salió disparado, describiendo un arco siseante.

– ¡Mierda! -barbotó Gowan-. ¡Quémate y púdrete y que los gusanos coman tus entrañas!

Tomó un trapo del fregadero y lo enrolló alrededor del tubo para aferrarlo sin hacerse daño. Se tendió sobre el pecho, debatiéndose con el rebelde tubo y maldiciendo el chorro caliente que golpeaba su cara y su cabello. Con una mano se esforzó en colocar el tubo en su sitio, mientras con la otra buscaba la llave que había soltado, localizándola por fin arrinconada contra la pared opuesta. Se arrastró por el suelo milímetro a milímetro, acercándose a la herramienta. Sus dedos se hallaban a escasos centímetros cuando, de súbito, toda la trascocina se sumió en la oscuridad. Gowan entendió que, para redondear la jornada, la bombilla de la habitación se había fundido. La única luz provenía de la propia caldera, un débil e inútil destello rojizo que le deslumbraba por completo. El golpe definitivo.

– ¡Maldito pedazo de chatarra! -chilló-. ¡Engendro piojoso! ¡Cacho de mierda!

Y entonces, de pronto, supo que no estaba solo.

– ¿Quién hay ahí? ¡Venga a ayudarme!

No hubo respuesta.

– ¡Aquí! ¡En el suelo!

Tampoco hubo respuesta.

Volvió la cabeza pero no consiguió ver nada en la oscuridad. Iba a gritar de nuevo, y esta vez más alto, porque los pelos de su nuca se le habían empezado a erizar de consternación, cuando se produjo un veloz movimiento en su dirección. Sonó como si media docena de personas se precipitaran al mismo tiempo hacia él.

– Oiga…

Un golpe le enmudeció. Una mano le agarró por el cuello y aplastó su cabeza contra el suelo. El dolor estremeció sus sienes. Sus dedos soltaron el trozo de tubo y el agua golpeó directamente contra su cara, cegándole, chamuscándole, abrasándole la piel. Luchó con todas sus fuerzas por liberarse, pero fue empujado sin misericordia contra el tubo al rojo vivo; el chorro de agua se infiltró en sus ropas, levantando ampollas en su pecho, estómago y piernas. Las prendas eran de lana, y se ciñeron a su cuerpo como una lapa, y el líquido quemó su piel como si fuera ácido.

– ¡Aghhhh…!

Trató de gritar, invadido por la agonía, el terror y la confusión, pero una rodilla se clavó sobre sus riñones y la mano que le agarraba por el cabello hizo girar su cabeza, hasta que su frente, nariz y barbilla se hundieron en el charco de agua hirviente que se había formado sobre las baldosas.

Sintió que el puente de su nariz se rompía, sintió que la piel se le desprendía del rostro. Y justo cuando empezaba a comprender que su invisible asaltante intentaba ahogarle en menos de tres centímetros de agua, oyó el inconfundible snick del metal sobre las baldosas. El cuchillo se clavó en su espalda apenas un segundo después.

La luz se volvió a encender.

Alguien subió las escaleras a toda prisa.

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