Capítulo 3

La carretera que llevaba a Westerbrae estaba en pésimas condiciones. En verano resultaría bastante difícil superar sus badenes, baches, subidas empinadas a los páramos y descensos veloces a los valles. En invierno era una tortura. Incluso con Lonan al volante del Land Rover del DIC de Strathclyde, bien equipado para maniobrar en condiciones peligrosas, no llegaron a la casa hasta que fue casi de noche; salieron del bosque y patinaron sobre una placa de hielo en la curva final, lo que hizo que Lonan y Macaskin blasfemaran al unísono. Como resultado, Lonan recorrió los últimos cuarenta metros a paso de caracol, y apagó el motor por fin con una expresión de alivio.

Frente a ellos, el edificio se cernía como una pesadilla gótica en medio del paisaje, completamente a oscuras y en un silencio mortal. Construido de granito gris. El estilo de los pabellones de caza pre victorianos, proyectaba alas, escupía chimeneas y conseguía parecer amenazador a pesar de la nieve que se amontonaba sobre el tejado como crema fresca cuajada. Contaba con peculiares gabletes escalonados, moldeados en bloques de granito más pequeños que se apilaban de forma también escalonada. Detrás de uno de ellos, un curioso apéndice arquitectónico que consistía en una torre con techo de pizarra estaba encajado en el estribo de dos alas de la casa; sus profundas ventanas carecían de cortinas y no se hallaban iluminadas. Un pórtico blanco con columnas dóricas resguardaba la entrada principal y, por encima de él, los girones de una enredadera deshojada hacían heroicos esfuerzos por trepar al tejado. Toda la estructura combinaba las extravagancias de tres períodos arquitectónicos y, como mínimo, de otras tantas culturas. Y, mientras Lynley lo contemplaba, pensó que carecía del atractivo que Macaskin le auguraba como nido de amor.

El sendero en que aparcaron estaba bien estriado y acanalado, prueba de los numerosos vehículos que lo habían transitado a lo largo del día. Sin embargo, Westerbrae parecía desierto. Incluso la nieve que lo rodeaba se veía prístina e intocada sobre el césped y la pendiente que bajaba hasta el lago.

Por un momento nadie se movió. Luego, Macaskin echó una mirada al grupo de Londres, abrió la puerta y el aire frío les agredió. Era glacial. Salieron del vehículo a regañadientes.

Un viento desagradable agitaba el agua a corta distancia, un recordatorio implacable de que Loch Achiemore y Westerbrae se hallaban muy al norte. Soplaba desde el Ártico, aguijoneando las mejillas, perforando los pulmones y trayendo consigo el aroma de los pinos cercanos y el débil olor de los fuegos que ardían en los alrededores. Se encogieron para protegerse y recorrieron el sendero a toda prisa. Macaskin llamó a la puerta con los nudillos.

Uno de los hombres que desde la mañana se habían quedado en la casa les abrió. Era un policía pecoso de manos inusualmente grandes y cuerpo musculoso y voluminoso que tensaba los botones de su uniforme. Sostenía una bandeja cargada de esos emparedados insustanciales que suelen decorar los platos a la hora del té y masticaba con fruición, como un enorme niño abandonado que no ha visto comida en muchos días y es posible que no la vuelva a ver hasta pasados otros tantos. Les indicó que se dirigieran hacia el gran vestíbulo y cerró la puerta con estrépito mientras tragaba.

– La cocinera llegó hace treinta minutos -explicó apresuradamente a Macaskin, que le observaba con los labios apretados en señal de desaprobación-. Ahora iba a llevarles esto. No creo que resistan mucho rato más sin comer.

La expresión de Macaskin enmudeció al hombre. Y la consternación tiñó sus mejillas. Apoyó el peso de su cuerpo sobre un pie y luego sobre el otro, como sin decidirse a dar más explicaciones a su superior.

– ¿Dónde están?

La mirada de Lynley abarcó la totalidad del vestíbulo, fijándose en las molduras talladas a mano de las paredes y la inmensa araña apagada. El piso estaba desnudo, recién barnizado, y estropeado por una amplia mancha todavía más reciente que lo cubría casi por completo y empapaba como melaza una pared. Todas las puertas que conducían fuera del vestíbulo se hallaban cerradas, y la única luz provenía del mostrador de recepción, encajado bajo las escaleras. Por lo visto, el policía lo había utilizado como puesto de guardia durante el día, porque estaba sembrado de tazas de té y revistas.

– En la biblioteca -contestó Macaskin. Sus ojos escrutaron con suspicacia al policía, como si la cortesía de proporcionar comida a los sospechosos hubiera derivado en otras cortesías que lamentaría durante el resto de su vida-. ¿Han permanecido allí desde que nos marchamos esta mañana?

– Sí -respondió el policía, sonriente-. Salvo breves visitas al lavabo del pasillo noreste. Dos minutos, la puerta sin cerrar, yo o William esperando a un lado. Siguió hablando mientras Macaskin guiaba-. Hay una señora en camisón.

Se trataba, como no tardó en descubrir Lynley, de una descripción del estado anímico de lady Helen Clyde. Cuando el inspector Macaskin abrió la puerta de la biblioteca, fue la primera en levantarse; lo que bullera en la caldera oculta de su autocontrol estaba a punto de estallar. Avanzó tres pasos, y sus zapatillas no hicieron el menor ruido al deslizarse sobre lo que parecía -pero no podía ser- una alfombra Aubusson.

– Ahora, escúcheme. Insisto absolutamente… -la furia que impregnaba sus palabras se transformó en mudo estupor cuando vio a los recién llegados.

Pese a lo que había pensado sentir cuando viera por primera vez a lady Helen, Lynley no se hallaba preparado para la ternura. Sin embargo, una inesperada oleada le abrumó. Tenía un aspecto tan patético… Llevaba un sobretodo de hombre sobre el camisón, y zapatillas. Se había subido los puños, pero no se podía hacer nada con la longitud de la prenda o sus amplios hombros, de modo que colgaba sobre ella como un saco hasta la altura de los tobillos. Su suave pelo castaño estaba despeinado, no se había maquillado y, a la escasa luz de la estancia, parecía uno de los chicos de Fagin, [3] todos de doce años y precisando un rescate urgente.

«Es la primera vez que se queda sin saber qué decir», pensó Lynley, y le dijo a Helen con sequedad:

– Siempre sabías cómo vestirte para una ocasión.

– Tommy -replicó lady Helen. Se llevó una mano al cabello, un gesto motivado más en la confusión que en la sorpresa-. No estás en Cornualles -añadió inútilmente.

– Es cierto. No estoy en Cornualles.

El breve intercambio verbal provocó una furiosa actividad en los ocupantes de la biblioteca. Se encontraban diseminados por la estancia, sentados cerca del fuego, de pie junto al bar, o congregados en una serie de butacas bajo las estanterías para libros protegidas por cristales, pero de pronto todos empezaron a moverse y a gritar a la vez. Llegaban voces de todas direcciones, pero no exigiendo una respuesta, sino como desahogo de la furia contenida. Un gran tumulto se produjo al instante.

– Informaré a mi abogado…

– La policía nos ha tenido encerrados…

– … ¡Del comportamiento más ultrajante que jamás he presenciado!

– Se suponía que vivimos en un país civ…

– …¡No me extraña que el país se haya ido al carajo!

Indiferente a su cólera, Lynley paseó la mirada sobre ellos y efectuó un rápido examen de la estancia. Las pesadas cortinas de color rosa estaban corridas, y sólo se habían encendido dos lámparas, pero le bastaba para estudiar a la compañía mientras sus miembros continuaban vociferando exigencias, que continuó ignorando.

Reconoció a los principales actores del drama, sobre todo por su relativa proximidad a la principal protagonista y fuerza dominante en la habitación: la primera actriz de Inglaterra, Joanna Ellacourt. Estaba de pie junto al bar, una gélida belleza rubia cuyo jersey de angora blanco y pantalones de lana a juego parecían dar énfasis al desdén con que había recibido la llegada de la policía. Como si deseara colmar algún deseo de la mujer, se erguía a su lado un hombre de mayor edad, musculoso, de espesas pestañas y recio cabello gris… Sin duda su marido, David Sydeham. Al otro lado, a sólo dos pasos de distancia, su pareja en tantas obras dedicó de nuevo su atención a la copa que estaba tomando. Robert Gabriel no manifestaba el menor interés por los recién llegados, ni en ser visto hasta haberse fortalecido adecuadamente para el encuentro. Delante de Gabriel, después de levantarse con celeridad de un sofá, Stuart Rintoul, lord Stinhurst, observaba a Lynley con interés, como si abrigara la intención de incluirle en alguna futura producción.

En la biblioteca había otras personas, cuya identidad Lynley sólo podía adivinar, dos mujeres de cierta edad cerca del fuego, probablemente la esposa de lord Stinhurst y su hermana, Francesca Gerrard. Un hombre rechoncho, de unos treinta años, cara de pocos amigos, prendas nuevas de tweed, seguramente el periodista Jeremy Vinney, compartía un canapé con una mujer de edad madura con aspecto de solterona, muy poco atractiva, inverosímilmente mal vestida, y cuya extrema delgadez, ya que no su parecido, indicaba que debía ser la hija de lord Stinhurst. Los dos adolescentes empleados en el hotel se hallaban juntos en el extremo más alejado de la habitación. En una silla baja, casi oculta por las sombras, se sentaba una mujer de cabello negro y hoyuelos en las mejillas, que miró a Lynley con rostro inquieto; aparentaba reprimir con firmeza una intensa emoción que no afloraba a la superficie. Irene Sinclair, pensó Lynley, la hermana de la víctima.

Pero ninguna de estas personas era la que Lynley buscaba, y repasó al grupo hasta encontrar al director de la obra, reconociéndole por la tez olivácea, el cabello negro y los ojos oscuros de los galeses. Rhys Davies-Jones estaba de pie junto a la silla que lady Helen acababa de abandonar. Se había movido al mismo tiempo que ella, como para impedirle que se enfrentara sola a la policía. Se detuvo, sin embargo, cuando resultó evidente para todos que este policía en particular no era un extraño para lady Helen Clyde.

Lynley miró a Davies-Jones desde el otro extremo de la habitación y a través del abismo creado por la oposición entre sus culturas, sintiendo que se apoderaba de él una aversión tan potente como una enfermedad física. «El amante de Helen -pensó, y después reforzó la frase para convencerse de la desagradable inmutabilidad del hecho-. Éste es el amante de Helen.»

Parecía el hombre menos apropiado para el papel. El gales era, como mínimo, diez años mayor que Helen, nervudo y fuerte como sus antepasados celtas, de cabello rizado que empezaba a encanecer en las sienes y rostro esbelto curtido por la intemperie. Como sus antepasados, no era ni alto ni atractivo. Sus facciones eran afiladas y duras, pero Lynley no podía negar que su aspecto indicaba inteligencia y carácter fuerte, virtudes que Helen reconocía y valoraba por encima de las demás.

– Sargento Havers -la voz de Lynley se impuso a las continuas protestas, eliminándolas en el acto-. Acompañe a lady Helen a su habitación para que se vista. ¿Dónde están las llaves?

Una joven se acercó, los ojos abiertos de par en par y la cara pálida. Mary Agnes Campbell, la que había descubierto el cadáver. Sostenía una bandeja de plata sobre la que alguien había depositado todas las llaves del hotel, pero sus manos temblaban, y tanto la bandeja como su contenido tintineaban en tono discorde. Los ojos de Lynley tomaron nota del hecho y luego se desviaron hacia la compañía congregada.

– Cerré con llave todas las habitaciones y requisé las llaves inmediatamente después de que ella… de que el cuerpo fuera descubierto esta mañana -Lord Stinhurst volvió a su lugar junto al fuego, un sofá que compartía con una de las mujeres mayores. La mano de ésta aferró la suya, y sus dedos se entrelazaron-. No estoy seguro de cómo se debe proceder en un caso como éste, pero me pareció lo más apropiado -concluyó Stinhurst, a modo de explicación.

Como la expresión de Lynley dio a entender que no recibía la noticia con agrado, Macaskin intervino.

– Todos estaban en el salón cuando llegamos por la mañana. Su señoría nos hizo el favor de encerrarles.

– Qué inapreciable colaboración la de lord Stinhurst -la sargento Havers habló con una voz tan cortés que sonó como el acero.

– Busca tu llave, Helen -dijo Lynley. Los ojos de la joven no se habían apartado de su rostro desde la primera vez que él le había dirigido la palabra. Lynley sentía su mirada cálida sobre su piel, como una caricia-. El resto de ustedes dispóngase a sufrir más incomodidades durante un rato.

Lady Helen intentó responder entre el cúmulo de protestas que provocó esta observación, pero Joanna Ellacourt se ganó la atención de todos atravesando la habitación en dirección a Lynley. Dominaba la escena y caminaba como una mujer que sabía aprovechar las ocasiones. Su largo y suelto cabello se movía sobre sus hombros como seda iluminada por el sol.

– Inspector -murmuró, avanzando con elegancia hacia la puerta-. Tengo la sensación de que puedo rogarle… si no es demasiado. Le estaría infinitamente agradecida si me concediera unos momentos de soledad. Donde sea. Fuera de aquí. Tal vez en mi habitación, pero si no es posible, en cualquier habitación. Donde quiera. Me basta una silla para sentarme, reflexionar y serenarme de nuevo. Sólo cinco minutos. Si fuera tan amable de permitírmelo, quedaría en deuda con usted. Después de un día tan espantoso.

Una interpretación irreprochable, Blance Dubois [4] en Escocia. Pero Lynley no tenía la menor intención de encarnar a su caballero de Dallas.

– Lo siento. Me temo que deberá confiar en la gentileza de algún extraño que no sea yo. Busca tu llave, Helen -repitió por segunda vez.

Lady Helen hizo un gesto que Lynley reconoció, el preludio de empezar a hablar. Se dio la vuelta.

– Nos encontrará en la habitación de la Sinclair -dijo a Havers-. Avíseme cuando esté vestida. Agente Lonan, encárguese de que los demás sigan aquí por ahora.

Voces airadas se elevaron de nuevo. Lynley las ignoró y salió de la biblioteca. St. James y Macaskin le siguieron.

Barbara Havers se sintió muy complacida de quedarse a solas con aquel grupo de sofisticados sospechosos, tan distintos de los que solían encontrarse en una investigación criminal, y extraer sus propias conclusiones sobre su culpabilidad potencial. Tuvo tiempo de hacerlo cuando lady Helen volvió junto a Rhys Davies-Jones e intercambió con él unas palabras en voz baja, inaudibles debido al estrépito de imprecaciones y protestas que siguió a la marcha de Lynley.

Eran tal para cual, decidió Barbara. Finos, atildados, divinamente perfectos. A excepción de lady Helen, podrían posar para un anuncio publicitario de cómo vestirse para un asesinato, y de cómo actuar cuando llega la policía, justa indignación, exigir a voces un abogado, comentarios desagradables. Hasta el momento, colmaban todas sus expectativas.

No cabía duda de que en cualquier momento uno de ellos mencionaría una estrecha relación con un parlamentario, una amistad íntima con la señora Thatcher o una figura notable en su árbol genealógico. Todos eran iguales, pisaverdes y peces gordos.

Todos, excepto aquella mujer de rostro comprimido que había logrado acurrucarse con bastante holgura en el canapé, como un bulto deforme, lo más lejos posible del hombre que lo compartía con ella. Elizabeth Rintoul, pensó Barbara, lady Elizabeth Rintoul, para ser exactos. La única hija de lord Stinhurst.

Se comportaba como si el hombre sentado a su lado fuera portador de una enfermedad particularmente virulenta. Encogida en una esquina del sofá, se ceñía una chaqueta de lana azul marino hasta el cuello y apretaba los brazos con fuerza, dolorosamente, a sus costados. Sus pies estaban plantados en el suelo, embutidos en el tipo de zapatos de suela plana, sencillos y de color negro, a los que suele calificarse de «sensatos». Surgían como manchas angulosas de aceite de su fea falda gris de franela. Se veía muy deshilachada. No participaba en las conversaciones que se desarrollaban a su alrededor pero algo en su postura sugería que sus frágiles huecos estaban a punto de quebrarse.

– Elizabeth, querida -murmuró la mujer sentada frente a ella. Exhibía la sonrisa expresiva y contemporizadora que se dirige a los niños habituados a comportarse mal delante de las visitas. Barbara llegó a la conclusión de que se trataba de su madre, la propia lady Stinhurst en persona, ataviada con un conjunto de color cervato, los tobillos cruzados elegantemente y los brazos doblados sobre el regazo-. Tal vez convendría llenar de nuevo el vaso del señor Vinney.

Los ojos insípidos de Elizabeth Rintoul se desviaron hacia su madre.

– Tal vez -respondió, consiguiendo que las palabras sonaran como una estupidez.

Lady Stinhurst insistió, lanzando una mirada suplicante a su marido, como en demanda de auxilio. Su voz era dulce y vacilante, como la de una dama soltera, poco acostumbrada a tratar con niños. Se llevó con nerviosismo una mano al cabello, expertamente teñido y peinado de forma que disimulara su avanzada edad.

– Sabes, querida, como llevamos tanto tiempo sentadas tengo la impresión de que el señor Vinney no ha tomado nada desde las dos y media.

Más que una insinuación, era una abierta sugerencia. El bar estaba justo enfrente de ellas y Elizabeth debía atender al señor Vinney como una virgen a su primer admirador. Las directrices eran muy claras, pero Elizabeth no estaba dispuesta a seguirlas. En lugar de ello, el desdén asomó a su rostro, y bajó los ojos hacia la revista que sostenía sobre el regazo. Masculló una respuesta impropia de una dama, consistente en una sola palabra. No había forma de que su madre pudiera malinterpretarla o pasarla por alto.

Barbara observó la breve confrontación con cierta curiosidad. Lady Elizabeth rebasaba con bastante generosidad los treinta años, probablemente acercándose a los cuarenta, una edad poco apropiada para necesitar estímulos de mamá en relación a los hombres. Sin embargo, mamá creía firmemente que debía estimularla. De hecho, pese a la manifiesta hostilidad de Elizabeth, un movimiento de lady Stinhurst indicó bien a las claras que deseaba empujar a su hija a los brazos del señor Vinney.

Resultaba evidente que Jeremy Vinney rechazaba tal posibilidad. El periodista del Times, pese a estar sentado junto a Elizabeth, hacía lo posible por ignorar la conversación. Sondeó su pipa con un utensilio de acero inoxidable, y procuró escuchar con todo descaro lo que Joanna Ellacourt estaba diciendo al otro lado de, la estancia. La mujer se hallaba irritada y no lo disimulaba.

– Nos ha tomado el pelo a todos de una forma asombrosa, ¿verdad? ¡Cómo se ha divertido! ¡Se ha reído a costa nuestra! -la actriz dirigió una mirada severa a Irene Sinclair, que seguía sentada lejos de los otros, como si la muerte de su hermana hubiera servido para que su presencia fuera mal acogida-. ¿Ya quién creéis que beneficia el pequeño cambio en la obra que nos reveló anoche? ¿A mí? ¡Ni por el forro! Bien, no lo voy a tolerar, David. Estoy decidida, no lo pienso tolerar bajo ningún concepto.

David Sydeham respondió a su esposa en tono conciliador.

– No hay nada decidido todavía, Jo, y mucho menos ahora. Al cambiar ella la obra, es muy posible que el contrato quedara anulado.

– Tú crees que el contrato está anulado, pero no lo tienes aquí, ¿verdad? No podemos echarle un vistazo, ¿verdad? No tienes la menor idea de si ha quedado anulado. ¿Y esperas que me crea, aceptando tu palabra después de todo lo que ha ocurrido, que un simple cambio en los personajes anulará el contrato? Perdonarás mi incredulidad, ¿verdad? Perdonarás que me ría a carcajadas, y prepárame otra ginebra. Ahora.

Sydeham, en silencio, hizo un gesto con la cabeza a Roben Gabriel, que empujó una botella de Beefeater en su dirección. Sólo quedaba un tercio de su contenido. Sydeham sirvió un vaso a su esposa y devolvió la botella a Gabriel, que la agarró y murmuró entre risas:

– No te veo y, sin embargo, todavía te veo… Ven, deja que te abrace -Gabriel miró de reojo a Joanna y se sirvió otra copa-. Dulces sombras de tus miembros, Jo, mi amor. ¿No fue eso lo que dijimos la primera vez? Ummm, no, quizá no -consiguió que sonara más como un encuentro sexual que como una representación de Macbeth.

Algunas de sus compañeras habían suspirado por el apuesto Gabriel de quince años atrás, cual nuevo Peter Pan, pero Barbara nunca había comprendido en qué residía su atractivo. Ni tampoco, en apariencia, Joanna Ellacourt. Ésta le dedicó una sonrisa asesina.

– Querido -respondió-. ¿Cómo voy a olvidarme? Te saltaste diez líneas en mitad del segundo acto, y tuve que arrastrarte hasta el final. Con toda franqueza, llevo diecisiete años esperando que aquellos populosos mares se tiñan de encarnado.

– Puta del West End -proclamó Gabriel con una carcajada-. No esperaba menos de ti.

– Estás borracho.

Lo cual era bastante cierto. Como en respuesta, Francesca Gerrard se levantó vacilante del sofá que compartía con su hermano, lord Stinhurst. Daba la impresión de que quería controlar la situación, quizá actuar como la propietaria de un hotel, si bien eligió una forma bastante absurda de planteárselo a Barbara.

– Si pudiéramos tomar un poco de café… -su mano aleteó hacia una colección de cuentas de colores que llevaba sobre el pecho como una cota de malla. El contacto pareció darle coraje. Su voz adoptó un tono más autoritario-. Nos gustaría tomar café. ¿Se encargará de ello? -como Barbara no respondió, se volvió hacia lord Stinhurst-. Stuart…

– Le estaríamos muy agradecidos si nos diera permiso para hacer una cafetera -dijo el hombre-. Despejará a algunos miembros del grupo.

Barbara reflexionó complacida en las escasas oportunidades que volvería a tener de poner a un barón en su sitio.

– Lo siento -replicó con acritud-. Venga conmigo, por favor -indicó a lady Helen-. Creo que el inspector desea verla en primer lugar.

Lady Helen Clyde se sintió bastante aturdida cuando atravesó con pasos torpes la biblioteca. Se dijo que era debido a la falta de comida, al interminable y asombroso día, a la atroz incomodidad de estar sentada hora tras hora en camisón en una habitación que oscilaba entre el frío más espantoso y la pura claustrofobia. Al llegar a la puerta, se ciñó el sobretodo con la mayor dignidad que pudo reunir y salió al vestíbulo. La sargento Havers caminaba como una sombra detrás de ella.

– ¿Estás bien, Helen?

Lady Helen agradeció el hecho de que St. James la hubiera esperado. Se hallaba junto a la puerta, oculto por las sombras. Lynley y Macaskin ya habían desaparecido escaleras arriba.

Se alisó el pelo con la mano en un intento de adecentarlo, pero desechó el esfuerzo con una leve y triste sonrisa.

– ¿Te imaginas lo que es pasar todo un día en una habitación llena de individuos que tienen línea directa con Tespis? [5] -preguntó a St. James-. Desde las siete y media de la mañana hemos recorrido toda la gama de reacciones posibles, desde la histeria a la paranoia pasando por la aflicción. Si quieres que te diga la verdad, al mediodía habría vendido mi alma por una de las pistolas de Hedda Gabler [6] -alzó el sobretodo hasta el cuello y lo cerró sobre la garganta, conteniendo un estremecimiento-. Pero sí, estoy bien. Al menos, eso creo -sus ojos se fijaron en la escalera y se posaron luego sobre St. James-. ¿Qué le pasa a Tommy?

Detrás de ella, sin que lady Helen lo advirtiera la sargento Havers se movió con inexplicable brusquedad. Reparó en que St. James tardaba en responder, quitándose unas motas de polvo inexistentes del pantalón. Cuando habló, lo hizo formulando a su vez otra pregunta.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí, Helen?

La joven miró la puerta cerrada de la biblioteca.

– Rhys me invitó. Iba a dirigir la nueva producción de lord Stinhurst que inaugurará el teatro Agincourt, y este fin de semana iba a hacerse un ensayo… una especie de lectura preliminar de la obra.

– ¿Rhys? -repitió St. James.

– Rhys Davies-Jones. ¿No te acuerdas de él? Mi hermana le veía a menudo. Hace años, antes de que él… -Lady Helen se retorció un botón del sobretodo, vacilante, sin saber cuánto debía revelar-. Ha trabajado en teatros de provincias durante los dos últimos años. Iba a ser su primera producción en Londres desde… La tempestad de Shakespeare. Hace cuatro años. Fuimos juntos. Supongo que te acordarás -comprobó que así era.

– Dios mío -dijo St. James con cierto respeto-. ¿Era el mismo Davies-Jones? Lo había olvidado por completo.

Lady Helen se preguntó cómo era posible, porque se trataba de algo que nunca olvidaría, aquella espantosa, noche en el teatro cuando Rhys Davies-Jones, el director, había subido al escenario y todo el mundo se dio cuenta de que casi deliraba. Había arruinado públicamente su carrera con una venganza, apartando a empujones a los actores, sin distinción de sexos, y persiguiendo demonios que sólo él veía. Lady Helen aún lo retenía en su imaginación, el escenario, el alboroto, el desastre que había causado a los otros y a sí mismo. Durante el parlamento del cuarto acto había interrumpido, completamente borracho, las hermosas palabras, borrando de un manotazo su pasado y su futuro en un instante, sin dejar rastro.

– Después de aquello pasó cuatro meses en el hospital. Ahora está muy… recuperado. El mes pasado me topé con él en Brompton Road. Cenamos y… bueno, nos hemos visto bastante desde entonces.

– Para trabajar con Stinhurst, la Ellacourt y Gabriel debe de haberse recuperado por completo. Una compañía soberbia para…

– ¿Un hombre de su reputación? -Lady Helen, frunciendo el entrecejo, clavó la vista en el suelo, tocando delicadamente con la zapatilla una de las espigas que mantenían fija la madera-. Supongo que sí, pero Joy Sinclair era su prima. Estaban muy unidos, y creo que ella intentó darle una segunda oportunidad en el teatro de Londres. Su influencia fue decisiva para que lord Stinhurst le ofreciera el contrato a Rhys.

– ¿Tenía influencia sobre Stinhurst?

– Tengo la impresión de que Joy ejercía su influencia sobre todo el mundo.

– ¿Qué quieres decir?

Lady Helen titubeó. No era una mujer proclive a decir cosas que pudieran denigrar a los demás, ni siquiera en un caso de asesinato. Hacerlo iba en contra de sus principios, incluso con St. James, un hombre en quien siempre se podía confiar. Le dio a regañadientes la respuesta que esperaba, dirigiendo antes una rápida mirada a la sargento Havers para leer en su rostro su grado de discreción.

– Según parece tuvo un lío con Robert Gabriel el año pasado. Ayer por la tarde se pelearon horriblemente por ese motivo. Gabriel quería que Joy le dijera a su ex esposa que sólo se habían acostado una vez. Joy se negó… Bueno, la discusión iba a degenerar hacia la violencia cuando Rhys irrumpió en la habitación de Joy para terminarla.

– No lo entiendo. -St. James parecía perplejo-. ¿Conocía Joy Sinclair a la esposa de Robert Gabriel? ¿Sabía que estaba casado?

– Oh, sí. Robert Gabriel estuvo casado durante diecinueve años con Irene Sinclair, la hermana de Joy.

El inspector Macaskin abrió la puerta para que Lynley y St. James entraran en la habitación de Joy Sinclair. Tanteó en busca del interruptor de la luz y dos sinuosas lámparas de bronce, colgadas del techo, iluminaron aquella profusión de contradicciones. Era una bonita habitación, comprobó Lynley, tanto que parecía más apropiada para la estrella de la obra que para la autora. Estaba amueblada con una cama imperial victoriana y un conjunto del siglo XIX que consistía en una cómoda, armario ropero y sillas, y empapelada en tonos verdes y amarillos. Una descolorida alfombra Axminster cubría el suelo de roble, y las viejas tablas crujían al pisarlas.

Pero, al mismo tiempo, la habitación había sido el escenario de un crimen brutal, y el aire helado contenía un rico efluvio de sangre y destrucción. La cama constituía la pieza principal, con su retorcida confusión de manchas de sangre y su única cuchillada, que describía con elocuencia el modo en que había muerto la mujer. Los tres hombres, tras ajustarse guantes de látex, se aproximaron con cierta precaución; Lynley paseó su mirada por la habitación, Macaskin se guardó en el bolsillo las llaves maestras de Francesca Gerrard y St. James inspeccionó el horrísono catafalco como si pudiera revelarle la identidad del autor.

Mientras los otros dos observaban, St. James sacó una pequeña regla plegable, se inclinó sobre la cama y tanteó delicadamente la perforación del centro. El colchón era muy peculiar, relleno de lana a la manera de una almohada, para acomodarse y amoldarse a los hombros, caderas y región lumbar. Y, además, como virtud adicional, se había ajustado alrededor del arma asesina, reproduciendo a la perfección la dirección de entrada.

– Una puñalada -dijo St. James a los demás sin volver la cabeza-. Con la mano derecha y desde el lado izquierdo de la cama.

– ¿Pudo ser una mujer? -preguntó Macaskin.

– Si el puñal estaba lo bastante afilado -respondió St. James-. No haría falta mucha fuerza para atravesar el cuello de una mujer. Podría haberlo hecho otra mujer, pero ¿por qué cuesta tanto imaginar a una mujer cometiendo un crimen semejante?

Los ojos de Macaskin no se apartaban de la inmensa mancha que cubría el colchón, todavía húmeda.

– Afilado, sí. Condenadamente afilado -dijo con tono sombrío-. ¿Un asesino cubierto de sangre?

– No necesariamente. Creo que debió mancharse de sangre la mano y el brazo derechos, pero sí lo hizo con rapidez y se protegió con las sábanas quizá sólo salió con una o dos manchas. Si no se dejó ganar por el pánico, pudo limpiarlas fácilmente con una de las sábanas, y esa mancha se mezcló con la sangre resultante de la herida.

– ¿Y sus ropas?

James examinó las dos almohadas, las puso sobre una silla y apartó la sábana superior con sumo cuidado.

– Tal vez el asesino no llevaba ropas -señalo-. Sería mucho más fácil cometer el crimen desnudo, volver después a su habitación y lavarse la sangre con agua y jabón. Si sólo había uno, para empezar.

– Muy arriesgado, ¿no cree? -preguntó Macaskin-. Por no mencionar el frío de mil demonios.

St. James se demoró en comparar el agujero de la sábana con el del colchón.

– Todo el crimen entrañaba un riesgo. Cabía la posibilidad de que Joy Sinclair estuviera despierta y chillara como una posesa.

– Supongamos que estaba dormida -comentó Lynley. Se había acercado al tocador, situado junto a la ventana. Un revoltijo de objetos atestaba la superficie: maquillajes, cepillos para el pelo, secadores para el pelo, gasas y una serie de joyas entre las que había tres anillos, cinco brazaletes de plata y dos collares de cuentas de colores. En el suelo se veía un pendiente de oro en forma de aro.

– St. James -dijo Lynley, sin apartar la mirada del suelo-. Cuando tú y Deborah vais a un hotel, ¿cerráis la puerta con llave?

– Al instante -sonrió el aludido-. Pero creo que es el resultado de vivir en la misma casa con el suegro. Unos pocos días alejados de él y nos convertimos en depravados incorregibles, lamento decirlo. ¿Por qué?

– ¿Dónde dejáis la llave?

St. James miró a Lynley y a continuación la puerta.

– En la cerradura, por lo general.

– Sí. -Lynley cogió la llave de la puerta por la anilla metálica que unía la llave con la etiqueta de plástico identificadora-. Casi todo el mundo lo hace. Entonces, ¿por qué supones que Joy Sinclair cerró la puerta con llave y la dejó sobre el tocador?

– Anoche se produjo una discusión, ¿verdad? Estuvo mezclada en ella. Quizá estaba distraída o disgustada cuando entró. Es posible que haya cerrado la puerta y tirado la llave sobre el tocador en un arranque de nervios.

– Es posible, o puede que no fuera ella quien cerrara la puerta. Tal vez no entró sola, sino acompañada de alguien que se encargó de cerrarla mientras ella esperaba en la cama -Lynley se fijó en que el inspector Macaskin se pellizcaba el labio-. ¿No está de acuerdo? -le preguntó.

Macaskin se mordisqueó el pulgar un momento antes de dejar caer la mano con desagrado, como si hubiera subido hasta su boca por voluntad propia.

– En lo que respecta a lo de estar acompañada, no. Creo que no.

Lynley devolvió la llave al tocador y abrió las puertas del armario ropero. Las ropas colgaban al azar, los zapatos estaban tirados al fondo, unos téjanos formaban un confuso montón sobre el suelo y una maleta medio abierta revelaba medias y sujetadores.

Lynley examinó las prendas y se volvió hacia Macaskin.

– ¿Por qué no? -le preguntó, mientras St. James atravesaba la habitación en dirección a la cómoda y empezaba a registrarla.

– Por lo que llevaba puesto -explicó Macaskin-. En las fotografías del DIC no se ve muy bien, pero llevaba la parte superior de un pijama masculino.

– ¿No demuestra eso claramente que había alguien con ella?

– Usted cree que llevaba el pijama del tipo que vino a verla. No puedo estar de acuerdo.

– ¿Por qué no? -Lynley cerró la puerta del armario ropero y se apoyó en él, sin dejar de mirar a Macaskin.

– Seamos realistas, pues -Macaskin empezó con la seguridad de un conferenciante que ha reflexionado profundamente sobre el tema de su charla-. ¿Un hombre que va a seducir a una mujer se dirige a su habitación con un pijama viejo? El que llevaba era delgado, lavado muchas veces y descosido en los codos por varios puntos. Yo diría que tendría unos seis o siete años de antigüedad, tal vez más. No es exactamente lo que un hombre utilizaría o, pongamos por caso, dejaría como recuerdo a una mujer para que lo llevara después de una noche de amor.

– Ahora que lo ha descrito -dijo Lynley con aire pensativo-. Parece más un talismán, ¿no?

– En efecto -la aprobación de Lynley dio ánimos a Macaskin para abundar en su teoría. Recorrió a pasitos la distancia que separaba la cama del tocador, y de allí siguió hasta el armario ropero, dando énfasis a sus palabras con movimientos de las manos-. Suponiendo que siempre le había pertenecido y no se lo había dado ningún hombre. ¿Esperaría a su amante con su peor pijama? No me lo puedo creer.

– Estoy de acuerdo -dijo St. James desde la cómoda-. Y considerando que no existen señales de lucha, hemos de concluir que, aun en el caso de que estuviera despierta cuando el asesino entró, si se trataba de alguien a quien dejó entrar para charlar un rato, sí estaba dormida cuando le atravesó la garganta con el puñal.

– O tal vez no estaba dormida -dijo Lynley-. Sino cogida por sorpresa por alguien en quien confiaba. Y, en tal caso, ¿no habría cerrado la puerta con llave?

– No necesariamente -señaló Macaskin-. Pudo haberla cerrado el asesino, matarla y…

– Volver a la habitación de Helen -terminó Lynley con frialdad. Movió la cabeza en dirección a St. James-. Por Dios…

– Todavía no -replicó St. James.

Se reunieron ante una pequeña mesa cubierta de revistas, al lado de la ventana, e inspeccionaron la habitación por separado. Lynley hojeó por encima las revistas, St. James levantó la tapa de la tetera que había quedado sobre la abandonada bandeja del desayuno, examinando la película transparente que se había formado en el líquido, y Macaskin golpeaba rítmicamente un lápiz contra la puntera del zapato.

– Hay dos lapsos de tiempo -dijo St. James-. Veinte minutos o más entre el descubrimiento del cadáver y la llamada a la policía. Luego, casi dos horas entre la llamada a la policía y su llegada aquí -dirigió su atención a Macaskin-. ¿Sus técnicos no tuvieron tiempo de escudriñar la habitación por completo antes de que se les ordenara volver a la comisaría?

– Es cierto.

– Si quiere, puede llamarles ahora para que vengan a concluir su trabajo, aunque temo que el esfuerzo no servirá de mucho. Durante el tiempo transcurrido pueden haberse sembrado muchas huellas falsas.

– O eliminado -indicó Macaskin-. Y sólo contamos con la palabra de lord Stinhurst de que cerró todas las habitaciones con llave y nos esperó sin hacer nada más.

Este comentario final recordó algo a Lynley. Se levantó y examinó en silencio la cómoda, el armario ropero y el tocador. Los otros dos le miraron sorprendidos mientras abría puertas y cajones y registraba detrás de los muebles.

– La obra -dijo-. Vinieron aquí para trabajar en una obra, ¿no? Joy Sinclair era la autora. ¿Dónde está? ¿Por qué no hay notas? ¿Dónde están todas las copias?

Macaskin se puso en pie de un brinco.

– Yo me encargo de ello -dijo, y desapareció al instante.

Mientras la puerta se cerraba detrás de él, se abrió una segunda puerta.

– Ya estamos preparadas -dijo la sargento Havers desde la habitación de lady Helen.

Lynley miró a St. James y se quitó los guantes.

– No soy el menos interesado en esto -admitió.

Lady Helen nunca se había parado a pensar en lo mucho que dependía su confianza en sí misma del baño diario. Al ver prohibido este lujo tan sencillo, se sintió consumida ridículamente por una necesidad de bañarse que fue frustrada por la sargento Havers con un simple «lo siento, debo quedarme con usted y no creo que tenga ganas de que le rasque la espalda». Como resultado, su incomodidad aumentó, como una mujer obligada a llevar una piel ajena.

Al final había llegado a un pacto sobre el maquillaje, si bien componerse la cara bajo el ojo vigilante de la sargento Havers incomodó a lady Helen; parecía un maniquí de escaparate. Esta sensación se agudizó mientras se vestía, cogiendo lo primero que le caía en la mano, sin pararse a mirar qué era o cómo le sentaba. Sólo se enteró del frío movimiento de la seda y del roce de la lana, pero no tenía ni idea de qué prendas eran, ni si combinaban entre sí o formaban un pastel de colores que arruinaba su apariencia.

Y todo el rato oía a St. James, Lynley y al inspector Macaskin en la habitación de al lado. No hablaban en voz alta, pero les oía con facilidad. Se preguntó qué demonios les diría cuando la interrogaran, como sin duda harían, sobre cómo se las había arreglado para no haber oído nada de lo sucedido durante la noche. Todavía estaba sopesando las respuestas cuando la sargento Havers abrió la puerta, dando paso a St. James y a Lynley.

– Estoy hecha una facha, Tommy -dijo con una alegre sonrisa, volviéndose hacia ellos-. Me has de jurar por todos los dioses de la moda que nunca le contarás a nadie haberme visto en camisón y zapatillas a las cuatro de la tarde.

Lynley, sin contestar, se detuvo junto a una butaca. Era de respaldo alto, forrada a juego con el papel de la habitación (rosa sobre crema) y situada en un ángulo a un metro de la puerta. Daba la impresión de que la estaba examinando sin ningún motivo en particular y con toda minuciosidad. Al momento se inclinó y cogió de detrás una corbata negra de hombre que dejó sobre el respaldo de la butaca con resuelta deliberación. Después de lanzar una última mirada a la habitación, hizo una señal con la cabeza a la sargento Havers, que abrió su cuaderno de notas. Ante todo esto, el caudal de alegres comentarios preliminares que lady Helen había desplegado para abrir una brecha en la reticencia profesional demostrada por Lynley en la biblioteca, se secó de repente. Él llevaba la voz cantante. Lady Helen comprendió al cabo de un instante cómo se proponía hacerlo.

– Siéntate, Helen. A la mesa, por favor -añadió, antes de que eligiera otro lugar.

La mesa, al igual que en la habitación de Joy Sinclair, se hallaba colocada bajo la ventana. Las cortinas estaban descorridas. Había oscurecido con mucha rapidez, y el cristal reflejaba destellos fantasmales y rayos dorados de la lámpara que descansaba sobre la mesilla de noche, apoyada contra la pared opuesta. La escarcha formaba una tela de araña en la parte exterior de la ventana, y lady Helen supo que si posaba la mano sobre el cristal, el frío se la quemaría, como una capa de hielo.

Se acercó a una de las butacas. Eran piezas del siglo XVIII, tapizadas con una tela que, sin embargo, aún no había perdido el color. Reproducía una escena mitológica. Lady Helen sabía que, si se esforzaba un poco, identificaría al joven y a la mujer con aspecto de ninfa que se abrazaban en el paisaje pastoril, y que también Lynley podía hacerlo, pero no se habría atrevido a afirmar si se trataba de Paris, ansioso por recibir la recompensa prometida después de hacer justicia, o Eco consumiéndose por Narciso. De todos modos, en aquel momento le era absolutamente indiferente.

Lynley se reunió con ella ante la mesa. Sus ojos se posaron sobre los reveladores objetos que la cubrían: una botella de coñac, un cenicero lleno de colillas y un plato con naranjas; una estaba parcialmente pelada, aunque luego había sido desechada, pero todavía rezumaba un débil aroma cítrico. Se fijó en todo ello mientras la sargento Havers acercaba el taburete del tocador para sentarse y St. James describía un lento círculo por la habitación.

Lady Helen había visto trabajar a St. James cientos de veces. Sabía que difícilmente se le escapaba un detalle, pero, contemplando aquella rutina familiar centrada esta vez en ella, sintió que los músculos se le tensaban al verle examinar de manera superficial la parte superior de la cómoda y el tocador, el armario ropero y el suelo. Era como una violación, y cuando él alzó el cobertor de la cama deshecha y recorrió las sábanas con mirada escrutadora, perdió el control.

– Por Dios, Simon, ¿es absolutamente necesario que hagas eso?

Nadie respondió, pero el silencio fue muy elocuente y, combinado con haber estado encerrada bajo llave durante nueve horas, como un delincuente común, y estar sentada allí mientras se proponían interrogarla con la mayor imparcialidad, como si los tres no estuvieran unidos por años de amistad y sufrimientos, le provocó una furia que creció en su interior como un tumor. Luchó contra ella con éxito parcial. Sus ojos se clavaron de nuevo en Lynley, tratando de ignorar los ruidos que hacía St. James al moverse por la habitación, a sus espaldas.

– Háblanos de la disputa que tuvo lugar anoche.

A juzgar por su actitud, lady Helen esperaba que la primera pregunta de Lynley se refiriese al dormitorio. Este comienzo inesperado la cogió por sorpresa, desarmándola momentáneamente, como sin duda había sido la intención de Lynley.

– Ojalá pudiera. Lo único que sé es que se originó en la obra que Joy Sinclair estaba escribiendo. Lord Stinhurst y ella tuvieron una pelea terrible por ese motivo. Joanna Ellacourt también estaba furiosa.

– ¿Por qué?

– Según pude deducir, la obra que Joy Sinclair trajo para el ensayo del fin de semana era muy diferente de la contratada para representarse en Londres. Durante la cena ella anunció que había efectuado unos pequeños retoques, pero resultó evidente que los cambios eran mucho más importantes de lo que la gente se esperaba. Continuaba girando en torno a un asesinato, pero apenas quedaba nada del original. De ahí surgió la discusión.

– ¿Cuándo ocurrió?

– Nos habíamos reunido en la sala de estar para proceder a la lectura de la obra. No habían pasado ni cinco minutos cuando estalló la disputa. Fue muy extraño, Tommy. Apenas se había iniciado cuando Francesca, la hermana de lord Stinhurst, se puso en pie de un salto, como si hubiera sufrido la conmoción más espantosa de su vida. Empezó a chillar a lord Stinhurst, diciendo algo como «¡No, Stuart, detenla!», y después intentó marcharse de la sala, pero se confundió o se equivocó de camino, porque retrocedió directamente hacia una gran vitrina y la rompió en mil pedazos. No entiendo cómo se las arregló para no dejarse la piel a tiras en el choque, pero no lo hizo.

– ¿Qué hacían los demás?

Lady Helen describió el comportamiento de cada persona como mejor pudo: Robert Gabriel miró a Stuart Rintoul, lord Stinhurst, esperando sin duda que pusiese en cintura a Joy o que acudiera en auxilio de su hermana; Irene Sinclair palideció intensamente a medida que la situación se agravaba; Joanna Ellacourt arrojó al suelo su copia de la obra y salió de la sala hecha una furia, seguida un momento después por su marido, David Sydeham; desde el otro extremo de la mesa de nogal Joy Sinclair sonreía a lord Stinhurst, y esa sonrisa pareció encolerizarle sobremanera, porque se levantó de un brinco, la agarró por el brazo y la arrastró hacia una salita contigua, cerrando la puerta de un golpe detrás de ellos.

– Y Elizabeth Rintoul salió detrás de su tía Francesca -concluyó lady Helen-. Daba la impresión de que… No es fácil de precisar, pero es posible que estuviera llorando, lo que no concuerda con su carácter.

– ¿Por qué?

– No lo sé. Por su aspecto se diría que renunció a llorar hace mucho tiempo. Creo que ha renunciado a muchas cosas. A Joy Sinclair, entre ellas. Según me dijo Rhys, eran amigas íntimas.

– No has mencionado lo que hizo él después de la lectura -señaló Lynley. Sin darle tiempo a responder, formuló otra pregunta-. ¿Hubo alguien más implicado en la disputa, además de Stinhurst y Joy Sinclair?

– Sólo Stinhurst y Joy. Oí sus voces desde la salita.

– ¿Gritaban?

– Joy un poco, pero a Stinhurst casi no se le oía. No parece la clase de hombre que tenga que elevar la voz para conseguir que le escuchen, ¿verdad? Lo único que oí con claridad fue a Joy gritando como una histérica sobre alguien llamado Alee. Dijo que Alee lo sabía y que lord Stinhurst le mató por ello.

Lady Helen oyó que la sargento Havers, sentada a su lado, respiraba hondo, dirigiendo a continuación una mirada especulativa a Lynley. Lady Helen comprendió su significado al instante y se apresuró a decir:

– Seguro que fue una frase metafórica, Tommy, un poco como «Si haces eso, matarás a tu madre». Ya sabes lo que quiero decir. De todos modos, lord Stinhurst no respondió. Se marchó, afirmando más o menos que, en cuanto a él, Joy estaba acabada, o algo por el estilo.

– ¿Y después?

– Joy y Stinhurst subieron al primer piso. Por separado. Los dos tenían un aspecto espantoso, como si ninguno hubiera salido vencedor de la disputa y ambos desearan que nunca se hubiera producido. Jeremy Vinney intentó decirle algo a Joy cuando ella salió al vestíbulo, pero no quiso hablar. Es posible que estuviera llorando, pero no estoy segura.

– ¿Adonde fuiste a continuación, Helen? -Lynley inspeccionaba el cenicero, las numerosas colillas y la capa de ceniza gris y negra que teñía de luto la superficie de la mesa.

– Oí a alguien en el salón y fui a ver.

– ¿Quién era?

Lady Helen sopesó la posibilidad de mentir, intentando describirse como impulsada por la curiosidad, merodeando por la casa como una juvenil señorita Marple. En lugar de ello, se decantó por la verdad.

– Lo cierto, Tommy, es que yo andaba buscando a Rhys.

– Ah. ¿Había desaparecido?

El tono de Lynley le encrespó.

– Todo el mundo había desaparecido -vio que St. James había finalizado su escrutinio de la habitación, sentándose en una butaca próxima a la puerta y reclinándose en ella para seguir la conversación. Lady Helen sabía que no iba a tomar notas, pero que recordaría cada palabra.

– ¿Se hallaba Davies-Jones en el salón?

– No. Era lady Stinhurst, Marguerite Rintoul. Y también estaba Jeremy Vinney. Quizá había husmeado una historia que deseaba escribir para su periódico, porque me dio la impresión de que intentaba interrogarla sobre lo ocurrido. Sin el menor éxito. También hablé con ella porque…, francamente, parecía atontada. Hablamos un momento y, aunque parezca extraño, me dijo algo muy similar a lo que Francesca le había dicho antes a lord Stinhurst en la sala de estar.

– ¿A Joy?

– O tal vez a Elizabeth, su hija. Yo acababa de mencionar a Elizabeth. Creo recordar que le dije «¿Quiere que vaya a buscar a Elizabeth?»

Mientras hablaba, con la sensación de ser una sospechosa en potencia interrogada por la policía, lady Helen tomó conciencia de otros sonidos que se producían en la casa: el ininterrumpido garrapateo del lápiz de la sargento Havers sobre su bloc, puertas que se abrían al otro extremo del pasillo, la voz de Macaskin dirigiendo el registro, y abajo, en la biblioteca, dominando el abrir y cerrar de puertas, gritos airados. Dos hombres. No pudo identificarles.

– ¿A qué hora te retiraste anoche a tu habitación, Helen?

– Debían de ser las doce y media. No me fijé.

– ¿Qué hiciste al llegar?

– Me desnudé, me metí en la cama y leí un rato.

– ¿Y después?

Lady Helen no respondió de inmediato. Contemplaba el rostro de Lynley con toda libertad, puesto que él no la miraba a los ojos. Sus facciones en reposo siempre habían combinado toda la belleza clásica posible en un hombre, pero, mientras hacía las preguntas, lady Helen advirtió que aquellas mismas facciones empezaban a adoptar una hosca impenetrabilidad que jamás había visto y de la que ni siquiera sospechaba su existencia. Ante tal certidumbre, lady Helen se sintió separada de él por primera vez en su larga y estrecha amistad; tendió una mano hacia él con el deseo de salvar el abismo que les separaba, no con la intención de tocarle, sino remedando un contacto que, en apariencia, no le sería permitido. Como él no respondiera con nada que pudiera tomarse como una señal de aceptación, experimentó el impulso de hablar con sinceridad.

– Pareces terriblemente enfadado, Tommy. Dime qué te pasa, por favor.

El puño derecho de Lynley se abrió y cerró con un movimiento tan rápido que pareció un reflejo.

– ¿Desde cuándo fumas?

Lady Helen advirtió que la sargento Havers cesaba bruscamente de escribir. Vio que St. James se removía en la butaca. Y supo que, por el motivo que fuera, su pregunta había permitido a Lynley tomar una decisión, saltando de la rutina policial a un terreno nuevo, un terreno que no estaba gobernado por los manuales, códigos y procedimientos que conformaban los rígidos límites de su trabajo.

– Ya sabes que no fumo -la joven retiró la mano.

– ¿Qué oíste anoche? Joy Sinclair fue asesinada entre las dos y las seis de la madrugada.

– Me temo que nada. Soplaba un viento terrible que hacía vibrar las ventanas. Debió de ahogar todo ruido procedente de su habitación, si es que lo hubo.

– Y, aunque no hubiera soplado viento, no estabas sola, ¿verdad? Estabas entretenida, diría yo.

– Tienes razón. No estaba sola -vio que Lynley apretaba la boca, sin abandonar su inmovilidad total.

– ¿A qué hora vino Davies-Jones a tu habitación?

– A la una.

– ¿Y a qué hora se fue?

– Un poco después de las cinco.

– Miraste el reloj.

– El me despertó. Estaba vestido. Le pregunté la hora y me la dijo.

– ¿Y entre la una y las cinco, Helen?

Una oleada de incredulidad asaltó a lady Helen.

– ¿Qué quieres saber exactamente?

– Quiero saber qué ocurrió en esta habitación entre la una y las cinco, exactamente, para utilizar tus propias palabras -su voz era glacial.

A pesar de la tristeza que le produjo la pregunta, la brutal intrusión en su vida que significaba y la suposición implícita de que iba a responder de buena gana, lady Helen advirtió que la sargento Havers abría la boca de par en par. No obstante, la cerró enseguida cuando Lynley le dirigió una fría mirada.

– ¿Por qué me lo preguntas?

– ¿Necesitas un abogado para que te explique con todo detalle lo que puedo y no puedo preguntar en la investigación de un asesinato? Podemos telefonear a uno si lo juzgas conveniente.

«Aquél no era su amigo», pensó lady Helen, desolada. Aquél no era su compañero de risas durante más de una década. Era un Tommy al que no conocía, un hombre al que no podía responder de forma racional. Ante su presencia, un tumulto de emociones se disputaban la prioridad: cólera, angustia, aflicción. Lady Helen sintió que le asaltaban en tropel, no de una en una, sino todas a la vez. Se apoderaron de ella con fuerza implacable, y cuando fue capaz de hablar intentó desesperadamente aparentar indiferencia.

– Rhys me trajo coñac -señaló la botella que había sobre la mesa-. Charlamos.

– ¿Bebiste?

– No, ya había bebido antes. No quería más.

– ¿Bebió él?

– No. Él… no puede beber.

– Dígale a los hombres de Macaskin que analicen la botella -indicó Lynley a Havers.

Lady Helen captó el pensamiento subyacente a la orden.

– ¡Aún está por abrir!

– No, me temo que no -Lynley cogió el lápiz de Havers y lo aplicó al papel de aluminio que recubría el tapón de la botella. Saltó sin esfuerzo, como si lo hubieran quitado y vuelto a poner para simular que la botella no se había abierto.

Lady Helen se sintió desfallecer.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Qué Rhys trajo algo para drogarme durante el fin de semana para asesinar cómodamente a Joy Sinclair, a su propia prima, por el amor de Dios, y utilizarme después como coartada? ¿Es eso lo que piensas?

– Has dicho que charlasteis, Helen. ¿Debo entender que, tras negarte a beber lo que contenga esta botella, pasasteis el resto de la noche en amena conversación?

Lady Helen se enfureció ante la negativa de Lynley a responder su pregunta, por su rígido apego a las formalidades del interrogatorio policial cuando servía a sus necesidades, y por su caprichosa decisión de culpar a un hombre y manipular los hechos a tal fin. Cuidadosa, deliberadamente, asignando a cada sílaba su lugar en la balanza con la que medía la gravedad de lo que Tommy estaba haciendo a su amistad, replicó:

– No, claro que hubo mucho más. Me hizo el amor. Dormimos. Y después, mucho más tarde, yo le hice el amor.

Lynley no demostró la menor reacción ante sus palabras. De súbito, el olor a tabaco quemado que surgía del cenicero se hizo intolerable. Lady Helen deseó arrojarlo lejos de su vista. Deseó lanzarlo a la cara de Lynley.

– ¿Eso es todo? -preguntó él-. ¿No te dejó en toda la noche? ¿No salió de la cama?

Era demasiado rápido para ella, y no pudo evitar que la respuesta se transparentara en su rostro.

– Ya veo que sí -prosiguió Lynley-. Salió de la cama. ¿A qué hora, por favor, Helen?

Ella se miró las manos.

– No lo sé.

– ¿Estabas dormida?

– Sí.

– ¿Qué te despertó?

– Un ruido. Creo que fue una cerilla. Él estaba fumando, de pie junto a la mesa.

– ¿Vestido?

– No.

– ¿Simplemente fumando?

– Sí -contestó tras vacilar un momento-. Fumando, sí.

– Pero reparaste en algo más, ¿verdad?

– No, es que… -le estaba arrancando las palabras. Le estaba obligando a decir cosas que debían permanecer calladas.

– ¿Qué era? ¿Notaste algo extraño en él?

– No. No. -entonces, los ojos de Lynley, astutos, pardos, insistentes, se clavaron en los suyos-. Me acerqué a él y tenía la piel húmeda.

– ¿Húmeda? ¿Se había bañado?

– No. Salada. Estaba… sus hombros… sudado. Y hacía mucho frío.

Lynley miró maquinalmente la habitación de Joy Sinclair. Lady Helen continuó.

– ¿No lo entiendes, Tommy? Era el coñac. Quería beber. Estaba desesperado. Es como una enfermedad. No tenía nada que ver con Joy.

Era como si no hablara, porque Lynley sólo tenía un pensamiento fijo.

– ¿Cuántos cigarrillos fumó, Helen?

– Cinco, seis. Los que ves aquí.

Lady Helen adivinó que Lynley estaba haciendo sus propios cálculos. Si Rhys Davies-Jones había empleado su tiempo en fumar los seis cigarrillos que se veían aplastados en el cenicero, y ella no se había despertado hasta que él se puso a fumar el último, ¿qué más pudo hacer? Carecía de importancia el hecho de que ella supiera con toda exactitud cómo había pasado el tiempo mientras ella dormía: luchando contra legiones de demonios y espectros que le arrastraban hacia la botella de coñac como a un sediento. En opinión de Lynley, había aprovechado el tiempo para abrir la puerta, asesinar a su prima y regresar, sudando de terror. Lady Helen adivinó todo esto en el silencio sepulcral que siguió a su frase.

– Quería un trago -se limitó a decir-. Pero no puede beber. Así que fumó. Eso es todo.

– Entiendo. ¿Debo deducir que es un alcohólico?

Se le hizo un nudo en la garganta. «No es más que una palabra -hubiera dicho Rhys con su dulce sonrisa-. Una palabra sola carece de poder, Helen.»

– Sí.

– De modo que salió de la cama sin que te despertaras. Fumó cinco o seis cigarrillos sin que te despertaras -insistió Lynley.

– Pero tú deseas añadir que abrió la puerta para asesinar a Joy Sinclair sin que yo me despertara, ¿verdad?

– Sus huellas están en la llave, Helen.

– ¡Claro que lo están! ¡No me cabe duda! Cerró la puerta antes de llevarme a la cama. ¿Vas a decirme que formaba parte de su plan asegurarse de que le viera cerrar la puerta con llave para luego justificar lo de sus huellas dactilares? ¿Es eso lo que has maquinado?

– Eres tú la que maquinas, ¿no?

– ¡Eso es repugnante! -replicó lady Helen con voz temblorosa.

– Dormías cuando se levantó de la cama, dormías mientras se fumaba un cigarrillo tras otro. ¿Intentas aducir ahora que en realidad tienes el sueño ligero y que te habrías dado cuenta de si Davies-Jones salía de tu habitación?

– ¡Me habría dado cuenta!

– ¿St. James? -preguntó Lynley sin volverse.

Estas dos únicas palabras consiguieron trastocar el delicado equilibrio de la situación.

Lady Helen se puso en pie como impulsada por un resorte. La silla cayó al suelo. Su mano golpeó brutalmente el rostro de Lynley con un movimiento veloz como el rayo, impulsado por la furia.

– ¡Asqueroso bastardo! -gritó la joven, dirigiéndose hacia la puerta.

– Quédate ahí -ordenó Lynley.

Ella giró sobre sus talones y le plantó cara.

– Deténgame, inspector -salió de la habitación, cerrando la puerta con estrépito.

St. James la siguió de inmediato.

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