Capítulo 14

Un embotellamiento de tráfico provocó que llegara a Porthill Green pasada la una del mediodía, y ya las nubes se aglutinaban sobre el horizonte como enormes borlas de lana gris. Se estaba gestando una tormenta. Wine's the Plough aún no había cerrado, pero Lynley prefirió dirigirse a una cabina, inclinada precariamente en dirección al mar, que entrar en la taberna al instante y enfrentarse a John Darrow. Llamó a Scotland Yard. Sólo tardó unos momentos en escuchar la voz de la sargento Havers, y a juzgar por los ruidos de conversación y roce de platos que se oían de fondo, adivinó que le habían pasado la llamada al comedor de oficiales.

– Maldita sea, ¿qué le ha pasado? -preguntó ella, y a continuación suavizó la pregunta-. ¿Dónde está usted, señor? Le ha llamado el inspector Macaskin. Han terminado la autopsia de Sinclair y Gowan. Macaskin me encargó que le dijera que han fijado la muerte de la Sinclair entre las dos y las tres y cuarto. Añadió con muchos rodeos que no habían perturbado su sueño. Supongo que fue una forma elegante de comunicarme que no habían hallado señales de violación o coito. Dijo que el equipo forense aún no había terminado de analizar lo que sacaron de la habitación. Volverá a telefonear cuando hayan terminado.

Lynley bendijo la minuciosidad y las ganas de colaborar de Macaskin, que no se había dejado influenciar por la entrada en escena de Scotland Yard.

– Hemos tomado declaración a Stinhurst, y no he logrado que se contradijera ni una sola vez acerca de lo sucedido en Westerbrae el sábado por la noche, a pesar de que le he obligado a repetir la historia muchas veces -bufó Havers, malhumorada-. Su abogado acaba de llegar, el típico vejestorio relamido enviado por su esposa, puesto que su señoría no se ha rebajado a rogar a gentuza como yo o Nkata que le dejaran utilizar el teléfono. Le hemos encerrado en una de las salas de interrogatorio, pero a menos que alguien aparezca con pruebas de peso o un testigo bien untado, tendremos serios problemas. ¿Me puede decir, en nombre de Dios, dónde está usted?

– En Porthill Green -acalló sus protestas rápidamente-. Escuche, no voy a discutirle que Stinhurst está involucrado en la muerte de Joy, pero no pienso dejar en suspenso el asunto Darrow. No perdamos de vista el hecho de que la habitación de Joy Sinclair estaba cerrada con llave, Havers. Le guste o no, nuestra ruta de acceso se centra todavía en la habitación de Helen.

– Pero ya llegamos a la conclusión de que Francesca Gerrard podía haberle dado…

– La nota del suicidio de Hannah Darrow estaba copiada de una obra de teatro.

– ¿Una obra? ¿Qué obra?

Lynley dirigió su mirada hacia la taberna. El humo que brotaba de la chimenea se retorcía como una serpiente recortada contra el cielo.

– No lo sé, pero espero que John Darrow me lo aclare. Creo que nos lo va a decir.

– ¿Adónde nos llevará esto, inspector? ¿Qué voy a hacer con su preciosa señoría mientras usted corretea por los Fens?

– Hágale repetir su historia una vez más. En presencia de su abogado, si es preciso. Ya conoce la rutina, Havers. Prepárelo con Nkata. Altere las preguntas.

– ¿Y después?

– Déjelo en libertad.

– Inspector…

– Sabe tan bien como yo que de momento no podemos acusarle de nada. Tal vez destrucción de pruebas por quemar los libretos, pero nada más, salvo que su hermano fue espía de los rusos hace veinticinco años y que obstruyó la acción de la justicia al permitir la muerte de Geoffrey. De hecho, creo que detener a Stinhurst en este momento no reportaría ningún beneficio a nuestro caso. Además, sabe muy bien que su abogado exigirá que le acusemos de algo en concreto o le dejemos en libertad.

– Es posible que el equipo forense de Strathclyde nos proporcione más datos.

– Es posible. Y si eso ocurre, le detendremos otra vez. Por ahora hemos hecho todo lo que podíamos. ¿Queda claro?

– ¿Qué debo hacer en cuanto suelte a Stinhurst?

Lynley captó el matiz de irritación en su voz.

– Vaya a mi despacho, cierre la puerta, no reciba a nadie y espere mis noticias.

– ¿Y si Webberly pide un informe sobre nuestros progresos?

– Dígale que se vaya al infierno, tras informarle de que sabemos que la División Especial y el MI5 están involucrados en el caso.

Percibió la sonrisa involuntaria de Havers al otro extremo de la línea.

– Será un placer, señor. Como siempre he dicho, cuando el barco se hunde no importa hacer unos cuantos agujeros en la amura.

Cuando Lynley pidió un menú de labrador y una pinta de Guinnes, Darrow no pareció en absoluto propenso a tomar la nota. Sin embargo, la presencia de tres hombres de aspecto sombrío en el mostrador y de una anciana rumiando sus amarguras sobre un vaso de ginebra pareció disuadirle. Al cabo de cinco minutos, Lynley ocupaba una mesa cerca de la ventana, bregando con una generosa ración de quesos Stilton y Cheddar, cebollas en escabeche y pan de corteza dura.

Comió con parsimonia, indiferente a la curiosidad manifestada por las preguntas formuladas en voz baja por los demás clientes. Agricultores de las cercanías, sin duda, que no tardarían en volver al trabajo, dejando a John Darrow sin otra alternativa que afrontar el interrogatorio que hacía lo posible por evitar.

John Darrow mostró una inusitada cordialidad hacia aquellos hombres acodados en la barra al poco de llegar Lynley, como si ese cambio en su carácter les persuadiera a quedarse, contra su costumbre, un rato más. Estaban hablando a voz en grito sobre el equipo de fútbol de Newcastle, cuando la estentórea conversación fue interrumpida por un muchacho de unos dieciséis años que entró corriendo en la taberna para refugiarse del frío.

Lynley le había visto venir de la dirección de Mildenhall, conduciendo una vieja moto a la que el barro prestaba su color predominante. El muchacho, ataviado con pesadas botas de trabajo, téjanos y una vieja chaqueta de cuero, manchada generosamente de lo que parecía grasa, había aparcado frente a la taberna y había dedicado varios minutos a admirar el coche de Lynley, acariciando con la mano la esbelta línea del techo. Era corpulento como John Darrow, aunque pálido como su madre.

– ¿De quién es el bólido? -preguntó alegremente al entrar.

– Mío -respondió Lynley.

El muchacho caminó hacia él, apartándose el pelo de la frente con la típica espontaneidad de los jóvenes.

– Fantástico -dijo, mirando por la ventana con aire ausente-. Da la impresión de que mantenerlo cuesta un montón.

– Así es. Traga gasolina como si fuera el único sostén de la British Petroleum. Muchas veces pienso en adoptar tu medio de transporte, francamente.

– ¿Perdón?

Lynley señaló la calle con un movimiento de cabeza.

– Tu motocicleta.

– ¡Ah, eso! -El chico rió-. Menuda pieza. Me pegué un porrazo la semana pasada y ni siquiera se abolló. Usted ni lo hubiera advertido. Es tan vieja que…

– Tienes trabajo que hacer, Teddy -interrumpió John Darrow con brusquedad-. Encárgate de él.

Sus palabras sirvieron para interrumpir la conversación entre su hijo y el policía londinense, pero también para recordar a los demás la hora. Los agricultores depositaron sobre el mostrador monedas y billetes, y la vieja sentada junto al fuego emitió un fuerte ronquido y se despertó. Sólo Lynley y John Darrow siguieron en la taberna. Música de rock and roll y el estrépito de alacenas al abrir y cerrarse dieron cuenta de cómo hacía Teddy su trabajo.

– Ya no va al colegio -señaló Lynley.

Darrow movió la cabeza.

– Ha terminado. Es como su madre en eso. No le gustan mucho los libros.

– ¿Su esposa no leía?

– ¿Hannah? En su vida abrió un libro. No compró ni uno.

Lynley buscó los cigarrillos en su bolsillo, encendió uno con aire pensativo y abrió el expediente de Hannah Darrow, sacando la nota del suicidio.

– Muy extraño, ¿no le parece? ¿De dónde cree que la copió?

Darrow apretó los labios cuando reconoció el papel que Lynley le había enseñado en una ocasión anterior.

– No tengo nada que agregar sobre eso.

– Pues yo me temo que sí. -Lynley se reunió con el hombre en la barra, sin soltar la nota de Hannah-. Porque fue asesinada, señor Darrow, y sospecho que usted lo sabe desde hace quince años. Para serle sincero, le diré que, hasta esta mañana, pensaba que el asesino era usted. Ahora ya no estoy tan seguro, pero tengo la intención de quedarme aquí hasta que confiese la verdad. Joy Sinclair murió porque estaba muy cerca de averiguar lo que le había sucedido a su mujer. Si cree que vamos a dejar de lado esta muerte porque usted prefiere no decir nada sobre lo que pasó en este pueblo en 1973, olvídelo, a menos que le apetezca hacer una visita a Mildenhall y charlar con Plater, el jefe de policía. Los tres juntos, usted, Teddy y yo. Porque, si no quiere colaborar, estoy seguro de que su hijo se acuerda muy bien de su madre.

– ¡Deje al chico al margen! ¡No tiene nada que ver con esto! ¡Nunca lo ha sabido! ¡No puede saberlo!

– ¿Saber qué? -preguntó Lynley.

El tabernero jugaba con las asas de porcelana de las jarras, pero la cautela asomaba a su rostro.

– Escúcheme, Darrow. No sé lo que ocurrió, pero un chico de dieciséis años, la misma edad de su hijo, fue brutalmente asesinado porque se acercó demasiado al asesino. El mismo asesino que mató a su esposa, se lo juro. Y sé que fue asesinada. Ayúdeme antes de que muera alguien más, por el amor de Dios.

Darrow le miró, como negándose a creerle.

– ¿Un chico, dice?

Lynley presintió que las defensas de Darrow empezaban a desmoronarse. Aumentó la presión sin piedad.

– Un chico llamado Gowan Kilbride. El sueño de su vida era ir a Londres y convertirse en un nuevo James Bond, pero murió sobre los peldaños de una trascocina de Escocia, con la cara y el pecho chamuscados como carne asada y un cuchillo de cocina clavado en la espalda. Y si el asesino se dirige hacia aquí, intrigado por la información que Joy Sinclair le extrajo a usted… ¿Cómo va a proteger su vida o la de su hijo de un hombre o una mujer a los que ni siquiera conoce?

Darrow vacilaba ante el peso de lo que Lynley le exigía; volver al pasado, resucitarlo, revivirlo. A cambio de la esperanza de que su hijo y él se salvarían de un asesino que había asolado sus vidas tantos años antes.

Se humedeció los labios resecos con la lengua.

– Fue un hombre.

Darrow cerró con llave la puerta de la taberna y se acomodaron en una mesa junto al fuego. Trajo una botella de Old Bushmill's, la abrió y se sirvió un vaso. Bebió sin hablar durante un minuto, reuniendo fuerzas para hablar.

– Siguió a Hannah aquella noche, cuando salió del piso -conjeturó Lynley.

Darrow se secó la boca con el dorso de la muñeca.

– Sí. Tenía que echarnos una mano en la taberna, de modo que subí a buscarla y encontré una nota sobre la mesa de la cocina, sólo que no es la misma que tiene ahí, en el expediente. En aquélla decía que se largaba, que se iba con un figurón a Londres, para actuar en una obra de teatro.

Lynley sintió una punzada de satisfacción, una incipiente confirmación de que, pese a lo que afirmaban St. James, Helen, Barbara Havers y Stinhurst, su intuición no le había engañado.

– ¿Eso es todo lo que decía la nota?

Darrow meneó la cabeza, apesadumbrado, y bajó la vista hacia el vaso. El whisky olía fuertemente a malta.

– No. Me censuraba… como hombre. Y se extendía en comparaciones, para que me enterara bien de a qué se había dedicado y por qué se había decidido a marcharse. Quería un hombre de verdad, decía, uno que supiera cómo amar a una mujer, cómo complacerla en la cama. Yo nunca le había satisfecho, decía. Nunca, pero aquel tío… Describía cómo lo hacía, por si me venían ganas de tontear con alguna mujer en el futuro. Como si me estuviera haciendo un favor.

– ¿Cómo supo dónde encontrarla?

– La vi. Después de leer la nota me asomé a la ventana. Debía hacer uno o dos minutos que se había marchado del piso, porque la vi en el límite del pueblo, cargada con una gran maleta, en dirección al canal que atraviesa el marjal de Mildenhall.

– ¿Pensó enseguida en el molino?

– Sólo pensaba en echarle el guante a aquella puta y zurrarla de lo lindo, pero al cabo de un momento se me ocurrió que sería más divertido seguirla, sorprenderle con él y zurrarles a los dos.

– ¿Ella no se fijó en que usted la seguía?

– Estaba oscuro. Avancé por el otro lado del sendero, donde la vegetación es más frondosa. Ella se volvió dos o tres veces. Quizá pensara que la estaba siguiendo, pero continuó andando. Me llevaba cierta ventaja en la curva del canal, así que no vi la desviación al molino y seguí caminando unos… trescientos metros, más o menos. Cuando comprendí que la había perdido, imaginé adonde se había dirigido, pues no había muchas alternativas, de modo que di media vuelta y me encaminé a toda prisa hacia el molino. Encontré su maleta tirada a unos treinta metros.

– ¿La había dejado?

– Pesaba como un muerto. Supuse que al llegar al molino le diría al tipo que fuera a buscarla. Decidí esperar y agarrarle en el sendero. Después, me ocuparía de ella en el molino. -Darrow llenó su vaso por segunda vez y le pasó la botella a Lynley, que rehusó-. Pero nadie vino por la maleta. Esperé unos cinco minutos. Luego, avancé por el sendero para ver mejor. Aún no había llegado al claro cuando el tipo salió disparado del molino. Lo rodeó por un costado. Después oí que un coche arrancaba a toda prisa. Eso es todo.

– ¿Pudo verle?

– Demasiado oscuro. Yo estaba muy lejos. Seguí hacia el molino al cabo de un segundo. Y la encontré. -Dejó el vaso sobre la mesa-. Colgada.

– ¿Igual que en las fotos de la policía?

– Sí, excepto que sobresalía un trozo de papel de un bolsillo. Era la nota que entregué a la policía. Cuando la leí, comprendí que la habían escrito para simular un suicidio.

– Sí, pero no hubiera parecido un suicidio si hubiera dejado la maleta allí, en lugar de llevársela a casa.

– Sí. La puse arriba. Después empecé a gritar, utilizando la nota de su bolsillo. Quemé la otra.

A pesar de los padecimientos del hombre, Lynley experimentó cierta irritación. Una vida había sido arrebatada sin piedad, a sangre fría. Y esa muerte llevaba quince años sin ser vengada.

– ¿Por qué hizo todo eso? -preguntó asombrado-. ¿No deseaba que su asesino fuera entregado a la justicia?

La mirada de Darrow traicionó una irónica fatiga.

– No tiene ni idea de lo que es vivir en un poblacho como éste, ¿verdad, inglés? No tiene ni idea de lo que significa para un hombre que todos sus vecinos se enteren de que han liquidado a la calentorra de su mujer cuando se disponía a largarse con un macarra, que le trabajaba mejor la entrepierna. Y no liquidada por su marido, fíjese bien, cosa que todo el mundo habría comprendido, sino por el propio bastardo que se la estaba follando sin que el marido lo supiera. ¿No se da cuenta de que todo esto se habría aireado si llegan a descubrir que la habían asesinado? -Pese al tono incrédulo de sus palabras, Darrow siguió hablando, como para evitar la respuesta-. De esta forma, al menos, Teddy nunca sabrá qué clase de mujer era su madre. En lo que a mí concierne, Hannah se suicidó. Y la tranquilidad de espíritu de Teddy bien vale que el asesino siga en libertad.

– ¿Es mejor que su madre sea una suicida que su padre un cornudo? -preguntó Lynley.

Darrow descargó un sonoro puñetazo sobre la manchada mesa.

– ¡Sí! Porque ha vivido conmigo durante estos quince años. Es a mí a quien ha de mirar a la cara cada día. Y cuando lo hace, ve a un hombre, por Cristo, no a una maricona plañidera que no pudo retener a su esposa. ¿Cree que aquel tipo le ofrecía algo mejor? -Se sirvió más licor, derramándolo cuando la botella tropezó contra el vaso-. Le prometió profesores, clases particulares, un papel en una obra, pero cuando todo terminó, ¿qué pasión…?

– ¿Un papel en una obra? ¿Maestros, clases? ¿Cómo lo sabe? ¿Lo decía en su nota?

Darrow se giró con brusquedad hacia el fuego, sin responder. Entonces, Lynley comprendió por qué Joy Sinclair le había llamado por teléfono diez veces, qué buscaba con tanta insistencia al conversar con el hombre. No cabía duda de que, ofuscado por la irritación, le había revelado sin querer la fuente de información que tan desesperadamente necesitaba ella para escribir el libro.

– ¿Consta algo por escrito, Darrow? ¿Algún diario? -inquirió.

No hubo respuesta.

– ¡Por el amor de Dios, no se quede callado a estas alturas! ¿Sabe el nombre del asesino?

– No.

– Entonces, ¿qué sabe? ¿Cómo lo sabe?

– Diarios -dijo-. La tía siempre fue muy suya. Lo escribía todo. Estaban en su maleta. Con las demás cosas.

Lynley hizo un desesperado disparo al azar, sabiendo que si lo formulaba en forma de pregunta el hombre afirmaría que los había destruido años antes.

– Deme los diarios, Darrow. No puedo prometerle que Teddy jamás sabrá la verdad sobre su madre, pero le juro que no la sabrá por mí.

Darrow hundió la barbilla en el pecho.

– No puedo -murmuró.

– Sé que Joy Sinclair se lo restregó por la cara de nuevo -presionó Lynley-. Sé que le hizo daño, pero, por el amor de Dios, ¿merecía morir sola, con un puñal de cuarenta y cinco centímetros clavado en el cuello? ¿Quién merece esa clase de muerte? ¿Qué crimen cometido en la vida merece esa clase de muerte? Y Gowan. ¿Qué me dice del chico? No había hecho absolutamente nada, pero también murió. ¡Piense, Darrow! ¡No puede permitir que esos crímenes queden impunes!

Y de pronto se agotaron las palabras. Sólo cabía esperar a que el hombre se decidiera. El fuego chisporroteó. Una gruesa brasa se desprendió y rodó hasta chocar con la rejilla. Sobre sus cabezas, el hijo de Darrow continuaba dedicado a sus quehaceres. Después de una pausa angustiosa, el hombre levantó su pesada cabeza.

– Subamos al piso -dijo con voz monótona.

Se accedía al piso por una escalerilla exterior en la parte trasera del edificio. Bajo ella, un sendero de grava corría entre un descuidado jardín hasta un portal, más allá del cual se extendían los interminables campos, truncados únicamente por un árbol ocasional, un canal o la forma voluminosa de un molino recortado contra el horizonte. Ningún color destacaba bajo el cielo melancólico, y el aire transportaba, junto con su fuerte olor a turba, el testimonio de las generaciones de inundaciones y putrefacción que conformaban aquella desolada parte del país. A lo lejos, las bombas de drenaje salmodiaban rítmicamente su tu-tump.

John Darrow abrió la puerta de la cocina, cediendo el paso a Lynley. Teddy estaba a cuatro patas, provisto de útiles de barrer, examinando el interior de un mugriento y viejo horno.

El suelo que le rodeaba estaba húmedo y sucio. La radio que descansaba sobre una encimera transmitía la voz acatarrada de un cantante. Cuando entraron, Teddy levantó la vista, exhibiendo una sonrisa desarmante.

– Hemos esperado demasiado para arreglar este lío, papá. Valdría más la pena atacarlo con un escoplo. -Sonrió y se secó la cara con la mano, dejando un rastro mugriento desde el pómulo a la mandíbula.

– Ve abajo, chico -dijo Darrow, en tono afectuoso y brusco al mismo tiempo-. Encárgate de la taberna. El horno puede esperar.

El chico se mostró muy complacido. Se puso en pie de un salto y apagó la radio.

– Le daré un repaso cada día, ¿de acuerdo? Así estará limpio y reluciente para la Navidad. -Se despidió con la misma sonrisa y un ademán alegre.

– Guardo sus cosas en el desván -le dijo Darrow, cuando el chico se marchó-. Le agradecería que les echase un vistazo antes de que Teddy le sorprenda y quiera imitarle. Hace frío. El abrigo no le sobrará.

Atravesaron una sala de estar escasamente amueblada y un sombrío pasillo al que daban los dos dormitorios del piso. Al final del corredor, una abertura en el techo daba acceso al desván. Darrow empujó la trampilla hacia arriba y dejó caer una escalerilla metálica plegable, nueva a juzgar por su aspecto.

– Subo aquí de vez en cuando -dijo Darrow, como si leyera el pensamiento de Lynley-. Siempre que necesito recordar.

– ¿Recordar?

– Cuando deseo a una mujer -replicó el hombre con sequedad-. Entonces, hecho un vistazo a los diarios de Hannah. Se me pasan las ganas en un momento -se izó escaleras arriba.

El desván no se diferenciaba mucho de una tumba. Era silencioso, falto de ventilación y apenas menos frío que el exterior. Capas de polvo se aposentaban sobre cajas de cartón y baúles, y el menor movimiento levantaba nubes sofocantes hacia el techo. Era una habitación pequeña, que olía a alcanfor, ropas polvorientas y madera podrida. Un débil rayo de luz se filtraba por la única ventana, situada cerca del techo.

Darrow tiró de un cordel que colgaba del techo y una bombilla arrojó un cono de luz sobre el suelo. Señaló con un movimiento de cabeza dos baúles que flanqueaban la única silla de madera. Lynley advirtió que ni la silla ni los baúles mostraban señales de polvo. Se preguntó con cuánta frecuencia visitaba Darrow el sepulcro de su matrimonio.

– Sus cosas no están ordenadas -dijo el hombre-. No presté mucha atención a lo que hacía con ellas. La noche que murió metí la maleta lo más rápido que pude en su cómoda, antes de enviar al pueblo en su búsqueda. Luego, después del funeral, lo guardé todo en esos dos baúles.

– ¿Por qué llevaba su mujer dos abrigos y dos jerséis?

– Avaricia, inspector. No pudo meter nada más en la maleta. Si quería llevarse algo más, debía ponérselo o cargarlo. Supongo que ponérselo le pareció más sencillo. Hacía bastante frío. -Darrow sacó unas llaves del bolsillo y abrió los dos baúles-. Le dejaré a sus anchas. El diario que busca está encima del montón.

Cuando Darrow se marchó, Lynley se caló las gafas de leer. Sin embargo, no tomó enseguida los cinco diarios encuadernados que había sobre las ropas, sino que se puso a examinar sus otras pertenencias, para hacerse una idea de cómo era Hannah Darrow.

Las ropas, si bien de confección barata, aparentaban ser caras. Eran llamativas: jerséis adornados con abalorios, faldas ajustadas, vestidos cortos transparentes, pantalones de perneras estrechas, trasero amplio y cremallera delante. Al examinarlos, comprobó que la tela tiraba de los dientes metálicos. A la mujer le gustaba la ropa ajustada, amoldada al cuerpo.

Una caja grande de plástico rezumaba un extraño olor a grasa animal. Contenía diversas cremas y cosméticos baratos: un estuche de sombras para los ojos, media docena de tubos de un pintalabios muy oscuro, un rizador de pestañas, rímel, tres o cuatro tipos de loción, un paquete de algodón. En un bolsillo encontró una provisión de pastillas anticonceptivas suficiente para cinco meses. Parte de las píldoras había sido utilizada.

Una bolsa de una tienda de Norwich contenía ropa interior nueva, también hortera, del tipo que las chicas inexpertas consideran seductor: braguitas de encaje escarlata, negro o púrpura, complementadas con portaligas del mismo material y color; sujetadores transparentes que llegaban a la altura del pezón y adornados en puntos estratégicos con arcos coquetones, combinaciones largas hasta la cintura, dos camisones de idéntico diseño, cuya parte superior consistía en dos anchas tiras de raso entrecruzadas desde la cintura hasta los hombros, sin cubrir casi nada.

Debajo de la ropa había un montón de fotografías. Todas eran de Hannah, posando junto a una cerca, riendo sobre un caballo o sentada en una playa con el cabello revuelto por el viento. Tal vez eran fotos publicitarias, o acaso servían para confirmarle que era hermosa o para saber que existía.

Lynley tomó el diario. La cubierta estaba agrietada. Algunas páginas se habían pegado y la humedad había arrugado otras. Las hojeó con cuidado hasta llegar a la última anotación, a un tercio del principio. Fechada el 25 de marzo de 1973, estaba escrita con la misma letra infantil de la nota del suicidio, pero al contrario que ésta se hallaba plagada de faltas de ortografía y otros errores.

Está decidido. Me voy mañana por la noche. Anoche hablamos horas y horas hasta planearlo todo. Cuando terminamos, quise hacerle el amor, pero él dijo no tenemos mucho tiempo, Han, y por un momento pensé que a lo mejor se había enfadado porque hasta me apartó la mano pero luego sonrió con esa sonrisa suya derretidora y dijo cariño tendremos mucho tiempo para eso todas las noches de la semana cuando lleguemos a Londres. ¡Londres! ¡¡¡LONDRES!!! ¡Mañana a esta hora! Dice que tiene el piso preparado y que se ha encargado de todo. Se me hará insufrible la espera hasta mañana pensando en él. Cariño. ¡Cariño!

Lynley levantó la vista. Contempló la única ventana del desván y las motas de polvo que flotaban en el diminuto rectángulo de luz. No había considerado la posibilidad de que le conmovieran las palabras de una mujer muerta tantos años atrás, una mujer que se pintaba con colores llamativos, que se vestía con la vista puesta en la sensualidad, y que conseguía excitarse ante la idea de una nueva vida en la ciudad, un lugar que ella imaginaba henchido de promesas y sueños. Sus palabras le habían emocionado. Era como una planta sedienta de agua, alegre y optimista, que la pericia y atención de alguien hacía estremecer por primera vez. Pese a que se refería con torpeza a la sensualidad, escribía con una inocencia inconsciente. Hannah Darrow, inexperta en la vida, se había convertido en la víctima perfecta.

Siguió repasando el diario, buscando el punto en que empezaba su relación con el hombre no identificado. Lo encontró el 15 de enero de 1973 y, al leerlo, sintió que el fuego de la certidumbre comenzaba a arder en sus venas.

Me lo he pasado de muerte hoy en Norwich lo que cuesta creer después de la pelea con John. Mamá y yo fuimos de compras dijo que me levantaría el ánimo. Recogimos a tía Pammy y nos la llevamos también. (Había estado empinando el codo desde la mañana y olía a ginebra… era espantoso). A la hora de comer vimos un anuncio de teatro y Pammy dijo que nos merecíamos un extra y nos llevó a la obra, sobretodo creo porque quería dormir la mona lo que hizo con sonoros ronquidos hasta que el hombre de detrás dio una patada en la butaca. ¿Puedes creer que nunca había estado ante en una obra? Iba de una duquesa a la que ponían la mano de un hombre muerto y termina estrangulada y después todo el mundo se apuñala entre sí. Y un hombre no para de decir que es un lobo. Una obra estupenda. Y los vestidos era muy bonitos nunca había visto nada parecido todos aquellos trajes largos y pelucas. Las mujeres eran muy guapas y los hombres llevaban unos pantalones muy divertidos con bolsitas delante. Y al final le dieron flores a la señora que hacía de duquesa y la gente se levantó y aplaudió. Leí en el programa que van por todo el país haciendo obras. Qué divertido. Me dio ganas de hacer algo yo también. Odio estar encerrada en PGreen. A veces la taberna me da ganas de gritar. Y John siempre quiere hacerlo y yo no quiero. No he estado bien desde el niño pero él no me cree.

Luego seguía una semana en que la joven describía de mal humor su vida en el pueblo, la rutina de lavar ropa, atender al niño, hablar con su madre por teléfono cada día, limpiar el piso y trabajar en la taberna. Daba la impresión de que no tenía amigas. Parecía que sólo la televisión y el trabajo ocupaban su tiempo. Lynley encontró el 25 de enero el siguiente apunte interesante:

Ha pasado algo. Cuando lo pienso apenas me lo puedo creer. Mentí y le dije a John que sangraba otra vez y que tenía que ver al doctor. Un doctor nuevo de Norwich, un especialista, dije. Le dije que cenaría en casa de la tía Pammy para que no se preocupara si me retrasaba. ¡Mira que fui lista! ¡Quería ver otra vez la obra y aquellos trajes! No conseguí un buen asiento estaba muy atrás sin mis gafas y era otra obra. Un muermo con mucha gente hablando de casarse o separarse y aquellas tres señoras odiando a la mujer casada con su hermano. ¡Lo bueno es que eran los mismos actores! Y estaban muy diferentes de la otra obra. No sé cómo no se hacen un lio. Cuando termino, corrí a la puerta de atrás. Pensé que a lo mejor podía hablar con ellos o hacer que me firmaran el programa. Esperé una hora. Todos salieron en parejas o grupos. Sólo un tío iba suelto. No sé a quien interpretó porque como ya he dicho mi asiento estaba muy atrás pero quería que me firmara el programa y me puse nerviosa. ¡¡¡Y le seguí!!! No sé porque. Entró en un bar y pidió algo de comer y beber y le estuve mirando y al final me acerqué y le dije usted actúa en esa obra, ¿verdad? ¿Me firmará el programa? Así de claro. Bien guapo que era. Se quedó muy sorprendido y me invitó a sentarme y estuvimos hablando del teatro y dijo que llevaba en él un montón de años. Le dije que me había gustado mucho la obra de la duquesa y que los trajes eran preciosos. Y entonces dijo si quería volver al teatro y verlos de cerca. Dijo que no costaba nada y que incluso podría probarme alguno sino había nadie. ¡Y volvimos para allá! Había mucho espacio detrás del escenario. Yo no sabía que pensar. Todos aquellos camerinos, salas de espera y mesas llenas de carteles. ¡Y los decorados! ¡¡¡Estaban hechos de madera y parecían piedras!!! Entramos en un camerino y me enseñó aquella fila de trajes. ¡Eran de terciopelo! Nunca había tocado algo tan suave. Y entonces dijo si me los quería probar. Nadie se enterará. ¡¡¡Y lo hice!!! Pero cuando me lo quité se me enganchó el pelo y él me lo soltó y empezó a besarme en el cuello y a tocarme por todas partes. Y había aquel sofá en un rincón pero él dijo no, aquí mismo en el suelo y tiró todos los trajes y hicimos el amor sobre ellos. Después oímos la vos de una mujer en el teatro y yo me asusté mucho y él dijo me importa una mierda quien sea, Dios, no me importa, no me importa, y se rió y se me puso encima otra vez. ¡Y ni siquiera me hizo daño!!! ¡Yo estaba fría y caliente y me pasaban cosas por dentro y él volvió a reír y dijo tonta así es como debe ser! Llegué a casa pasada la medianoche pero John seguía en la taberna y no se enteró. Espero que no tenga ganas. Siempre me hace daño.

Los cinco días siguientes del diario se reducían a reflexiones sobre sus actividades sexuales en Norwich, el tipo de tontería melodramática que pasa por la cabeza de una joven la primera vez que un hombre la despierta plenamente a los placeres, que no a los deberes, de la carne. Sus pensamientos tomaron otra dirección al sexto día. Era el 31 de enero.

No se quedará allí para siempre. ¡La compañía está en gira y se marcha en marzo! No puedo soportar la idea. Le veré mañana. Intentaré conseguir la dirección de su casa. John me preguntó porque iba a Norwich otra vez y le dije que tenía que ver al doctor. Dije que me dolía mucho adentro y que el doctor dijo que no debía tocarme hasta que se me pasara. Quiso saber cuánto tiempo. ¿Qué tipo de dolor? Le dije cuando me lo haces me duele y el doctor dijo que eso no podía ser y que no volvieras a hacerlo hasta que el dolor se marchase. Le dije que no he estado bien desde que nació Teddy. No sé si me eré pero no me ha tocado a Dios gracias.

En la siguiente página informaba de su encuentro con su amante.

¡¡¡Me ha llevado a su habitación!!! Bueno, no es muy grande, un dormitorio cavernoso en una vieja casa cerca de la catedral. Apena tiene nada allí porque su auténtico hogar está en Londres. No entiendo porque ha escogido un lugar tan alejado del teatro. Dice que le gusta andar. Además, dijo con esa sonrisa tan suya, no necesitamos gran cosa, ¿verdad? Me desnudó nada más entrar por la puerta y la primera vez lo hicimos ¡¡¡de pie!!! Después le dije que sabía que se marchaba en marzo con la compañía. Le dije que yo pensaba servir para actriz. No parece difícil, podía hacerlo tan bien como aquellas señoras que había visto. Dijo que sí, que debía pensármelo, que podía encargarse de que me dieran clases y un profesor particular. Después dije que tenía hambre y que podíamos salir a comer algo. Y él dijo que también tenía hambre… ¡¡¡pero no de comida!!!

Por lo visto, Hannah no había visto al hombre en toda la semana siguiente, pero se pasaba el tiempo planeando su futuro con él. Se centraba en el teatro, mediante el cual se ataría a él y escaparía de Porthill Green. El 10 de febrero escribió brevemente acerca de sus planes.

Me quiere. Me lo ha dicho. Mamá diría que todos los hombres dicen lo mismo cuando se lo están pasando en grande contigo y que no debes confiar en ellos hasta que se han subido los pantalones. Pero este es diferente. Sé que lo dice en serio. He reflexionado y he llegado a la conclusión de que la mejor forma es unirme a la compañía. Al principio no me darán papeles importantes. No sé muy bien que hacer pero tengo buena memoria. Y si estoy con la compañía no tendremos que preocuparnos por estar separados. No quiero perderle. Le di el número para que me telefoneara al piso pero todavía no lo ha hecho. Sé que está ocupado pero si no me telefonea mañana iré a Norwich a verle. Esperaré cerca del teatro.

No había mención de su visita a Norwich hasta el 13 de febrero.

Han ocurrido muchas cosas. Fui a Norwich. Esperé y esperé fuera del teatro. Luego salió. Pero no iba solo. Iba con una de las señoras de la obra y otro hombre. Hablaban entre ellos como si estuvieran discutiendo. Le llamé por el nombre. Al principio no me oyó de modo que me acerqué y le toqué en el brazo. Todos se quedaron pasmados cuando lo hice. Entonces sonrió y dijo, hola no te había visto. ¿Has esperado mucho? Discúlpame un momento. El y la señora y el otro hombre fueron hacia un coche. La señora y el hombre subieron y se marcharon pero él volvió conmigo. Adiviné que estaba muy enfadado pero le dije ¿porque no me has presentado? Y él dijo que estás haciendo aquí sin avisarme de que ibas a venir? Y yo le dije y porque debería hacerlo te avergüenzas de mí? Y él dijo no seas idiota ¿no ves que intento meterte en la compañía? Pero no puedo precipitarme hasta que estés preparada. Son profesionales y no aceptarán a cualquiera que no sea profesional así que empieza portarte como si lo fueras. Y empecé a llorar. Entonces dijo maldita sea, Han, no hagas eso. Vamos. Y fuimos a su cuarto. Señor estuve allí hasta las dos de la mañana. Volví anteayer y dijo que estaba trabajando en una sesión de pruebas para mí pero que antes tenía que aprenderme una escena muy difícil de la obra. Confiaba en que fuera el papel de la duquesa pero era la otra. Dijo que me copiara la parte y me la aprendiera de memoria. Me pareció larguísima y le pregunté porque tenía que copiarla porque no me daba un libreto. Dijo que no habrían bastantes lo echarían de menos se enterarían y mi prueba ya no sería una sorpresa. Así que la copié. Pero no terminé y tendré que volver mañana. Hicimos el amor. Al principio él no quería, ¡pero se quedó muy contento cuando terminamos!!

Lynley no dejó de observar la excesiva parquedad de las últimas frases, y se preguntó si la joven se habría dado cuenta. Sin embargo, parecía demasiado empeñada en unirse a la compañía teatral y comenzar una nueva vida con otro hombre para darse cuenta de que hacer el amor se había convertido en una simple y deseada rutina.

La siguiente anotación llevaba fecha del 23 de febrero.

Teddy estuvo enfermo 5 días. Grave. John no dejó de insistir en ello hasta que creí que me pondría a gritar. Pero me escapé dos veces para terminar de copiar el viejo libreto. No sé porque no puedo tener uno pero él dice que se enterarían. Dice que me aprenda de memoria mi parte y que no me preocupe de cómo actuar. Dice que me enseñará. ¡¡¡Claro que me enseñará!!! Es un experto. De todos modos solo son 8 páginas. Así que voy a darle una sorpresa. ¡La interpretaré para él! Después ya no tendrá dudas sobre mí. A veces pienso que tiene dudas. Excepto cuando nos metemos en la cama. Sabe que estoy loca por él. Me cuesta un montón no desnudarle cuando estoy cerca de él. A él le gusta. Dice oh Dios Hannah ya sabes lo que me gusta ¿verdad? Lo sabes muy bien, mejor que nadie. Eres lo mejor del mundo. Entonces se olvida de lo que estamos ablando y lo hacemos.

Hannah había dedicado varias anotaciones posteriores a describir detalladamente sus relaciones sexuales. Esas páginas se veían muy manoseadas; se trataba sin duda de la sección que John Darrow releía cuando deseaba recordar a su esposa de la peor manera posible. Era meticulosa en las descripciones, no omitía nada y, al final, comparaba los atributos y la destreza de su marido con los de su amante. Una valoración brutal, que ningún hombre olvidaría con rapidez. Le dio una idea a Lynley de cómo debió ser su nota de despedida a John Darrow.

La penúltima anotación llevaba fecha del 23 de marzo.

He estado practicando toda la semana mientras John estaba en la taberna. Teddy me mira desde la cama y se ríe como un travieso cuando ve a su mamá pavoneándose como una dama rusa. Pero me lo he aprendido. Fue de lo más sencillo. Y dentro de 2 noches me voy a Norwich y decidiremos qué hacer y cuando pasaré la prueba. Apenas puedo esperar. Ahora mismo le tengo unas ganas locas. John me ha perseguido como un cerdo esta mañana. Dijo que habían pasado 2 meses desde que el doctor dijo que no debía hacerlo y que estaba harto de esperar a que le dijera que ya podía. Casi me puse enferma cuando me metió la lengua en la boca. Juro que sabía a mierda. Dijo es mejor ahora Hannah y me lo hizo con tanta fuerza que hice lo posible por no gritar. Cuando pienso que hasta hace 2 meses pensaba que las cosas eran así y que debía aguantarlo. Me rio ahora. He aprendido. Y he decidido decírselo a John antes de irme. Se lo merece después de lo de esta mañana. Sé que es un hombre. Se desmayaría si supiera lo que un hombre de verdad y yo hacemos en la cama. Dios, no sé si podré esperar 2 días más para verle. Le echo mucho de menos. Le quiero.

Lynley cerró el diario de un manotazo mientras los comentarios de Hannah Darrow encajaban en su mente, como un rompecabezas completado por fin. Pavoneándose como una dama rusa. Una obra sobre un hombre que se casa y cuyas hermanas odian a su esposa. Gente hablando sin cesar acerca de casarse o separarse. Y el cartel, grande como la vida, colgado en el despacho de lord Stinhurst: Las tres hermanas, Norwich. Vida y muerte de Hannah Darrow.

Empezó a registrar el resto de sus pertenencias, escarbando debajo de ropas, bolsos, guantes y joyas. No encontró lo que buscaba hasta que atacó el segundo baúl. En el fondo, sepultado bajo jerséis, zapatos y un álbum de recortes voluminoso, estaba el viejo programa teatral que había rezado para localizar, junto con las gafas de Hannah. Una diagonal separaba las dos obras que la compañía traía en el repertorio, los títulos impresos en letras austeras, blanco sobre fondo negro en la mitad superior y al revés en la inferior: La duquesa de Amalfi y Las tres hermanas.

Lynley, impaciente, pasó las páginas, buscando el reparto. Al verlo, clavó la vista en él como sin dar crédito a la obscena y burlona casualidad que había gobernado el reparto de los papeles. Porque, con la excepción de Irene Sinclair y el añadido de actores y actrices que no le interesaban en absoluto, todos los demás eran los mismos: Joanna Ellacourt, Robert Gabriel, Rhys Davies-Jones y para complicar más las cosas, Jeremy Vinney en un papel secundario, sin duda el canto del cisne de su breve carrera sobre los escenarios.

Lynley tiró el programa a un lado. Se levantó de la silla y empezó a pasear por la pequeña habitación, frotándose la frente. Debía de haber pasado por alto algún detalle en las escasas anotaciones de Hannah sobre su amante. Algo que revelaría su identidad de forma sesgada, algo que el propio Lynley ya había leído sin darse cuenta de lo que significaba. Volvió a la silla, tomó el diario y lo releyó de nuevo.

No lo localizó hasta la cuarta vez: «Dice que me enseñará a actuar. ¡¡¡Claro que me enseñará!!! Es un experto.» Las palabras implicaban dos únicas posibilidades: el director de la obra o el actor que intervenía en la escena de la que había sido copiada la «nota del suicidio» de Hannah. El director sería un experto en enseñar a una principiante los rudimentos de la interpretación. Un actor de la misma escena podría enseñarle fácilmente a interpretar el papel, puesto que llevaba varias semanas dando la réplica a su oponente.

Un rápido vistazo al programa informó a Lynley de que lord Stinhurst había sido el director. Concedió un punto a la intuición de la sargento Havers. Ahora, sólo quedaba averiguar a qué fragmento de Las tres hermanas pertenecía la «nota del suicidio» y quién interpretaba los papeles en la escena. Lynley se imaginó la escena. Hannah acudiendo al molino para encontrarse con su amante, guardadas en el bolsillo las ocho páginas que había copiado a mano para su prueba. Y el hombre que la asesinó, que robó aquellas ocho páginas, rasgó la parte que simularía ser la nota del suicidio y se llevó el resto, dejando su cuerpo colgado del techo.

Lynley cerró los baúles, apagó la luz y tomó los diarios y el programa. Encontró a Teddy en la sala de estar del piso, los pies apoyados en una mesilla de café barata y manchada de comida, devorando galletas en forma de pececillo de una caja de hojalata azul. El pequeño televisor en color transmitía un programa deportivo, saltos de esquí, al parecer. Al ver a Lynley, el chico se puso en pie de un salto y apagó el aparato.

– ¿Tienes algún libro de juegos por aquí? -preguntó Linley, aunque estaba casi seguro de la respuesta.

– ¿Libros de juegos? -repitió el chico, meneando la cabeza-. Ni uno. ¿Está seguro de que quiere un libro? Tenemos discos, y también revistas. -Mientras hablaba pareció comprender que Lynley no buscaba un medio de distracción-. Papá dice que usted es poli. Dice que no debo hablar con usted.

– Pues parece que no le estás haciendo mucho caso.

El chico hizo una mueca irónica y señaló con un movimiento de cabeza los diarios que Lynley apretaba bajo el brazo.

– Son de mamá, ¿verdad? Los he leído, ¿sabe? Papá se dejó las llaves una noche. Los he leído de cabo a rabo -osciló sobre sus pies, hundiendo la mano en un bolsillo de los téjanos-. No hablamos de eso. No creo que papá pueda. Si atrapa a ese tío, ¿me lo dirá?

Lynley vaciló. El chico volvió a hablar.

– Era mi madre. No era perfecta, no era una finolis, pero era mi madre. No me hizo ningún daño. Y no se suicidó.

– No. No lo hizo. -Lynley se dirigió hacia la puerta. Hizo una pausa y pensó en la forma de calmar la necesidad del muchacho-. Lee los periódicos, Teddy. Cuando cacemos al hombre que mató a Joy Sinclair, sabrás que es el hombre que buscas.

– ¿También le detendrá por lo de mi madre, inspector?

Lynley pensó por un momento en mentir para que el chico no tuviera que enfrentarse a otra cruda realidad, pero cuando escrutó su rostro cordial y ansioso supo que no sería capaz de hacerlo.

– Sólo si confiesa.

El chico asintió con un gesto infantil, aunque su mandíbula se tensó hasta palidecer.

– No existen pruebas, supongo -dijo con dolorosa y deliberada indiferencia.

– No existen pruebas. Pero es el mismo hombre, Teddy. Créeme.

El muchacho se volvió hacia el televisor.

– Me acuerdo un poco de ella, nada más. -Jugueteó con el mando sin encender el aparato-. Atrápele -dijo en voz baja.

En lugar de parar en Mildenhall y correr el riesgo de perder el tiempo buscando una biblioteca pública, Lynley prefirió seguir hasta Newmarket, donde sabía que había una. Una vez allí, sin embargo, pasó veinte minutos abriéndose paso entre el denso tráfico de la tarde e intentando localizar el edificio que buscaba, hasta las cinco y cuarto. Aparcó en un lugar prohibido, dejó su placa de identificación a plena vista, apoyada contra el volante, y confió en tener suerte. Consciente de que empezaba a nevar, sabiendo que, en consecuencia, cada minuto era precioso, subió las escaleras y entró en la biblioteca, con el programa teatral de Norwich doblado en un bolsillo del abrigo.

El edificio olía poderosamente a cera, papel viejo y a un sistema de calefacción central sometido a un esfuerzo excesivo. El local tenía ventanas altas, estantes oscuros, lámparas de mesa metálicas, equipadas con delgadas pantallas blancas, y un enorme mostrador de distribución en forma de U tras el cual un hombre bien vestido y de grandes gafas introducía datos en un ordenador, que parecía fuera de lugar en aquel ambiente anacrónico. Al menos, no hacía ruido.

Lynley se dirigió al fichero de autores y buscó Chejov. Al cabo de cinco minutos estaba sentado a una larga y baqueteada mesa, con un ejemplar de Las tres hermanas. Se puso a hojearlo, al principio leyendo sólo la primera línea de cada parlamento. A mitad de la obra comprendió que, a juzgar por la longitud de los parlamentos y la forma en que la nota del suicidio estaba rasgada, era posible que Hannah la hubiera copiado de la parte central de un parlamento. Comenzó de nuevo, más despacio, siempre consciente del mal tiempo, que retrasaría su llegada a Londres, consciente del tiempo que estaba pasando y de lo que podía estar ocurriendo en la ciudad durante su ausencia. Le costó casi media hora encontrar el parlamento, en la página décima del acto 4. Leyó las palabras una vez, y luego otra para asegurarse.

Cuántas cosas insignificantes, cuantas fruslerías adquirirán de repente, sin razón alguna, un sentido nuevo en tu vida. Te reirás de ellas como siempre has hecho, las considerarás triviales y seguirás adelante, con la sensación de que careces de poder para detenerte. ¡Oh, no hablemos de eso! Me siento alborozado, veo estos abetos, estos arces y abedules, como si fuera la primera vez, y ellos me miran con curiosidad y expectación. ¡Qué árboles tan hermosos y, en verdad, cuan henchidos de radiante vida deberían estar! Debo irme, ya es hora… Hay un árbol muerto, pero sigue oscilando al viento como los demás. Por eso creo que, si muero, de alguna forma seguiré existiendo. Adiós, querida… Los papeles que me diste están sobre mi mesa, debajo del calendario.

Quien hablaba no era una de las mujeres, como Lynley había pensado, sino un hombre. El barón Tuzenbach, conversando con Irina en los momentos finales de la obra. Lynley sacó el programa de Norwich del bolsillo, lo abrió por la página del reparto, recorrió con el dedo la lista y encontró lo que había temido y esperado ver. En aquel invierno de 1973, Rhys Davies-Jones había interpretado el papel de Tuzenbach, Joanna Ellacourt el de Irina, Jeremy Vinney el de Ferapont y Robert Gabriel el de Andrei.

Era, al fin, la confirmación que él tanto anhelaba. ¿Quién podía ser el hombre más apropiado para saber cómo manipular unas cuantas líneas, sino el hombre que las pronunciaba noche tras noche? El hombre en el que Helen confiaba. El hombre al que amaba y al que creía inocente;

Lynley colocó el libro en su estante y fue en busca de un teléfono.

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