Capítulo 10

Entre la discusión con el conductor del camión de remolque y el mecánico, ninguno de los cuales parecía saber cómo tratar a un auto con reverencia y respeto, Brent apenas tuvo tiempo para grabar un par de citas jugosas en la plaza de los tribunales. Trozos de esas entrevistas pregrabadas serían transmitidas como publicidad a lo largo del día… menos las preguntas irritantes que la gente que entrevistaba le hacía una y otra vez respecto de Laura Beth y la carrera de autos de la noche anterior. Por supuesto, ahora incluso sus colegas en el trabajo estaban enterados de la carrera, pues eran ellos quienes editaban la grabación.

¿Cómo se supone que iba a fingir que lo de anoche no había sucedido cuando ya estaba enterada la población de tres condados?

Al cabo del final de la tarde, había perdido toda la concentración. Se paró en la cima de la colina que daba al parque e intentó redactar un simulacro de noticia antes de que las cámaras comenzaran a rodar. Quince minutos antes de la hora prevista, aún no había escrito su presentación.

– Oye, Michaels -le gritó Jorge, el camarógrafo-: La señorita Rosenstein quiere que hagas una prueba de sonido.

Brent levantó la vista de sus notas para calzarse el dispositivo de audio en la oreja. Uno similar se ajustaba en la oreja del camarógrafo, pero estaban en frecuencias diferentes para que el productor pudiera hablarles juntos o por separado.

– Michaels, ¿estás ahí? -la voz áspera de Connie le perforó el tímpano.

– Esperando ansioso -respondió Brent, y realizó la prueba de sonido automáticamente.

Cuando Connie apagó su audífono para hablar con Jorge, Brent dejó vagar la mirada hacia el clubhouse del parque de la ciudad. Podía ver a Laura a través de la ventana de la cocina. Ya había estado allí cuando él llegó al parque media hora antes. Su primer impulso fue correr y preguntarle cómo estaba sobrellevando las cosas luego de la violenta embestida de lenguas de la noche anterior. Pero temió que si intentaba acercarse a ella en público, todo el pueblo haría silencio para intentar escuchar lo que se decían.

La idea le hizo hervir la sangre. ¿Cómo era posible que gente normalmente respetuosa tuviera tanta necesidad de emoción como para transformar el único desliz de Laura en una noticia de primera plana?

Cielos, odiaba este pueblo. Lo odiaba con tanta pasión como hace catorce años. Deseó poder hacer ahora lo que había hecho entonces: meterse en el auto y alejarse sin mirar atrás. Sólo que su automóvil había sido tomado de rehén en un taller mecánico por una sarta de idiotas que aseguraban que no estaría listo hasta dentro de una semana, tal vez, dos.

– Michaels -la voz de Connie se oyó otra vez por su audífono-. Repasemos tus líneas.

Como si tuviera alguna. Decidiendo improvisar, Brent levantó el micrófono para que tanto Connie en la estación como el camarógrafo delante de él pudieran escucharlo:

– Está bien, Jorge, comienza con una toma de cerca. Comenzaré diciendo: “Durante los terribles días que siguieron a la caída del Álamo, la milicia texana huyó buscando refugio en Louisiana con las tropas de Santa Anna pisándole los talones. Directamente en el camino de ambos ejércitos se hallaba el pueblo fronterizo de Beason’s Ferry”. En ese momento, aléjate y enfoca a mi izquierda para mostrar a la multitud sentada sobre la ladera detrás de mí. Cuando comience a hablar de la recreación como la reunión anual, acércate a la cabaña que está en la base de la colina.

– ¿Te refieres a esa pila de troncos que acaban de embeber en querosene? -preguntó Jorge con un ojo puesto en el visor.

Brent le dirigió una mirada impaciente. Lo único que le faltaba: un camarógrafo con un sentido del humor.

– Eso mismo, acércate a los troncos dispuestos en forma de cabaña.

Como preámbulo a la recreación, un hombre y un niño, vestidos en camisas blancas infladas por el viento y pantalones a la rodilla, simulaban trabajar en un “campo” alrededor de la cabaña. Más cerca de ésta, una mujer en delantal y un vestido a cuadros colgaba la ropa mientras una pequeña jugaba descalza. Una muñeca, que desempeñaba el excitante papel de bebé de la mujer, dormía plácidamente sobre una frazada, indiferente a la obra de teatro que estaba a punto de representarse.

– Está bien, Jorge, cuando diga la palabra “heraldo”, quiero que te acerques a la colina detrás de la cabaña.

– Un momento, Jorge -interrumpió Connie-. Michaels, salvo que vaya a aparecer realmente el heraldo mientras hablas, esto se va a poner aburrido demasiado pronto si no hay gente en la toma. Jorge, mantente atrás lo suficiente como para que Brent permanezca en la imagen durante toda la toma. Mientras estemos pagando una fortuna por esa guapísima cara, más vale que la usemos.

– Lo que digas -respondió el muchacho.

Acostumbrado a este tipo de comentarios sobre su aspecto, Brent procedió a describir sin pausa de qué manera el heraldo aparecería galopando por encima de la colina, gritando que los mexicanos estaban justo detrás de él.

– Después de advertir a los colonos -dijo-, el jinete se marchará a toda prisa para prevenir a la siguiente granja, mientras el hombre y el muchacho abandonan sus herramientas en el campo. La madre recoge a las hijas en sus brazos y huye a pie. Viajarán hacia el este, a Louisiana, que, en aquella época, era la puerta de entrada más cercana del estado mexicano de Texas a los Estados Unidos.

– El esposo y su hijo permanecerán atrás para prender fuego a la cabaña, quemando todo lo que tienen. Sin otra cosa que la ropa que llevan puesta, partirán a pie para ayudar a los vecinos a quemar el pueblo y el paso de ferry que le daba su nombre.

– Debes de estar bromeando -se burló Connie-. ¿Quieres decir que ustedes quemaron su propio pueblo?

– Era preferible a dejárselo a los mexicanos para que lo usaran de refugio o de bastión -explicó Brent.

– No digas mexicanos -dijo Connie-. Di hispánicos; es políticamente correcto.

– Pero inexacto -señaló Brent-. Santa Anna no estuvo al mando del ejército hispánico. Estuvo al mando del ejército mexicano.

– Entonces di ejército mexicano. ¿Esto te suena bien, Jorge?

– Perfectamente bien -Jorge puso los ojos en blanco en dirección a Brent-. Además, mis ancestros pelearon con los texanos, junto con un montón de otros “hispánicos”.

– Oh -dijo Connie-. Está bien, lo que sea. Brent, hasta acá vamos cuarenta y cinco segundos.

– Está bien, Jorge -Brent se volvió en la otra dirección-, realiza una toma amplia mientras describo al ejército mexicano, cansado y hambriento en el momento en que llega a esa cima distante y ve las ruinas carbonizadas donde habían esperado hallar un pueblo para saquear. Luego vuelve a enfocarme mientras relato de qué manera el pueblo de Beason’s Ferry pagó un precio elevado, pero su sacrificio ayudó a Texas a obtener su independencia de México para constituirse en una nación independiente durante diez años, antes de unirse a los Estados Unidos de América como el vigésimo octavo estado de la Unión. ¿Luego, Connie?

– Acá.

– Pásalo al B-tape cuando diga: “Cuando comenzó el día, KSET habló con algunos de los actores que participarán de la recreación que se llevará a cabo esta noche sobre el Incendio de Beason’s Ferry”.

– Hecho -dijo Connie. Se quedó callada un momento mientras escribía sus indicaciones-. Entonces, George, ¿te quedarás en el adorable pueblito de Brent para el festejo de esta noche?

– Claro -respondió Jorge.

– En realidad, no -rectificó Brent, rehusándose a sentirse culpable cuando el muchacho rezongó contrariado-. Jorge me llevará a casa, y pienso marcharme apenas terminemos acá.

– Oh, claro -el tono socarrón de Connie terminó con una tos aguda-. Me enteré de que tuviste un problemita con tu auto. Entonces, Brent, ¿valió la pena el sacrificio que hiciste para obtener el título de Travesti de Texas?

– Pues, es mejor que ser nombrada Drag Queen de Texas -le disparó Brent a su vez, inusitadamente irritado por el sentido de humor poco convencional de Connie.

– No, espera -se rió su productora-. En realidad, ese título debería ir para la dulce rubiecita que llevabas de paseo en tu auto. La que te obtuvo como premio.

– Te advierto, Connie, si haces un comentario sarcástico más acerca de Laura, te dejaré colgada con dos minutos y medio de tiempo de emisión.

– Discúlpame -rió ahogadamente con absoluta falta de sinceridad-. Estate atento a las indicaciones.

Brent exhaló, y luego giró la cabeza para relajar el cuello y los hombros.

– Brent Michaels -oyó decir a alguien a su lado. En el instante en que se dio vuelta, supo que el rubio con anteojos metálicos no era un admirador que venía a pedir un autógrafo. Sus delgados hombros y delicada mandíbula estaban tensos por la hostilidad.

– ¿Te puedo ayudar? -preguntó Brent, cansado.

– Eso depende… -el hombre esbozó una tensa sonrisa-… en lo que estés dispuesto a hacer para ayudar a atenuar la ola de maledicencia que Laura Beth está teniendo que soportar, gracias a ti.

Brent suspiró. Era lo último que le faltaba: otra persona más para reprocharle su comportamiento de la noche anterior. No sabía qué era peor, las miradas acusadoras de los ciudadanos respetables del pueblo, o los guiños y las sonrisas de los de dudosa reputación.

– Supongo que no te importaría explicarme por qué te inmiscuyes en mis asuntos personales.

Los ojos del hombre se abrieron aún más:

– Creí que si la gente nos veía juntos hablando amistosamente, se disiparían algunos de estos rumores -echó una mirada a la multitud que se congregaba sobre la colina esperando que comenzara la recreación-. Aunque uno creería que esta gente jamás pondría en duda la reputación de Laura Beth con cualquier hombre, y mucho menos con uno que no ha visto en tanto tiempo que es prácticamente un extraño para ella ahora.

– ¿Ah, sí? -Brent no tenía ni idea de quién era este hombre, pero jamás había visto a alguien lucir tan nervioso, decidido y furioso al mismo tiempo. Casi podía admirar las agallas del tipo, si no fuera por un extraño presentimiento.

– Sí -dijo el hombre, cuadrando los hombros y mirando a Brent a los ojos-. Así que si podemos dar la impresión de que no nos vamos a matar, creo que Laura Beth se vería beneficiada.

La espalda de Brent se puso aún más rígida:

– Pues, como uno de los amigos más antiguos que tiene Laura, me encantaría hacer cualquier cosa que pudiera beneficiarla. Lo que me gustaría saber es por qué estás tan preocupado por su reputación para empezar.

Los ojos color avellana del hombre parpadearon detrás de sus anteojos:

– Porque soy Greg Smith.

Brent adoptó una postura de gallito que cualquier patán en Snake’s habría reconocido como una invitación para pelear.

– ¿Supongo que ese nombre debería decirme algo?

Hay que decir en su honor que el hombre se irguió indignado en lugar de dar marcha atrás:

– Tal vez debería expresarme de otro modo. Soy Greg Smith, el hombre con el qué Laura Beth se va a casar.

Brent sintió como si le hubieran pegado un puñetazo en el estómago.

– ¿Laura está comprometida?

El hombre levantó el mentón un poco más, aun al tiempo que su mirada se apartaba:

– Estamos, eh, sólo esperando para fijar fecha antes de comprometernos oficialmente -Greg Smith carraspeó-. Así que te agradecería si al menos te comportaras como si estuviéramos manteniendo una conversación civilizada.

A través de una nube roja de furia, Brent oyó que el hombre hablaba durante unos minutos más, incluso percibió cuando le estrechaba la mano y le daba una palmada en el hombro como si fueran íntimos amigos. Luego, Greg Smith se alejó caminando, deseándole a viva voz que tuviera un buen viaje de regreso a Houston, y que volviera a visitarlos a él y Laura Beth alguna vez.

Pero en su mente, Brent sólo podía escuchar las mismas palabras que se repetían sin cesar: ¡Laura estaba comprometida! Durante todo el tiempo que estuvo flirteando con él, estaba comprometida.

– Prepárate, Michaels -la voz de Connie zumbó en su oído-. Estás en el aire en tres minutos.

Los siguientes segundos pasaron como una nebulosa. Como si proviniera de otro, su propia voz le sonó como un ruido de fondo al clamor que se desataba en su cabeza. Antes de que pudiera advertir que el informe había acabado, Jorge bajó la cámara y le hizo un gesto de aprobación.

– Bueno -dijo Connie-, aquello fue realmente intenso. No es que me queje, pero, ¿alguna vez consideraste renunciar a las noticias para ser actor?

– ¿Connie? -preguntó con la voz tensa.

– ¿Sí, querido?

– ¡Vete a la mierda!

Oyó la risa justo antes de arrancarse el auricular de la oreja para arrojárselo junto con el micrófono a Jorge.

– ¿Adónde vas? -gritó el muchacho, al tiempo que Brent se dirigía hacia el clubhouse. No respondió, ya que estaba totalmente concentrado en su destino.


– Hola -dijo Melody Piper, justo detrás de Laura.

– ¡Oh! -Laura se sobresaltó, desparramando las rodajas de pan recién cortadas en el piso de la cocina. Había estado con los nervios de punta todo el día, turbándose ante el más mínimo ruido. Casi prefería que si Brent se iba a marchar sin hablarle, lo hiciera rápidamente. Por otra parte, no podía dejar de mirar a través de la ventana del clubhouse para recordarlo trabajando delante de una cámara. En cuclillas, reunió los pedazos de pan.

– ¿Qué haces todavía en el pueblo? El show de arte terminó hace horas.

Melody levantó una ceja por la desfavorable recepción:

– Vine a reclamar mis cinco dólares.

Poniéndose de pie, Laura echó un rápido vistazo a las mujeres del comité de recaudación de fondos, que trabajaban en la tienda de comidas. Por una vez, Janet y Tracy parecían demasiado ocupadas sirviendo carne asada a través de la ventanilla como para estar cuchicheando a sus espaldas y clavándole filosas miradas.

– Sí, por supuesto, tus cinco dólares -dijo, mientras intentaba decidir qué hacía con el pan que había levantado del piso. Finalmente, lo arrojó en el basurero y se dirigió a una mesa en el fondo de la cocina para buscar su cartera.

– ¿Estás bien? -preguntó Melody.

– Sí, es sólo que… -Laura calló para no confesar la verdad: que no estaba para nada bien. Aunque nadie se lo había dicho directamente, sabía que todo el pueblo estaba hablando de ella. Cada vez que entraba en una habitación, todo el mundo se callaba, y sentía que era el centro de todas las miradas. Si sólo se marchara Brent, podría relajarse y reírse de toda la situación, en lugar de considerarla sumamente vergonzosa.

– Aquí tienes -dijo, entregándole a Melody un billete de cinco dólares.

– Gracias -sonriendo ampliamente, la artista le arrancó el dinero de los dedos-. Aunque renunciaría a mi ganancia a cambio de algunos detalles jugosos sobre anoche.

Laura dirigió una mirada horrorizada hacia los demás, y sus mejillas estallaron acaloradas.

– Tan bueno fue, ¿eh? -se rió Melody, y luego pareció entender lo incómoda que estaba Laura-. No importa. En realidad, pasé para ver si habías tomado una decisión respecto de lo que hablamos ayer.

Laura frunció el entrecejo al recordar la conversación sobre la búsqueda de alguien para compartir su casa con ella. Con todo lo que había sucedido desde entonces, jamás pudieron volver a hablar del tema.

Pero antes de poder responder a la pregunta de Melody, la puerta del costado de la cocina se abrió con un estruendo, y el corazón le dio un vuelco. Se reprendió por estar tan nerviosa, hasta que se dio vuelta y halló a Brent parado en el umbral de la puerta. Con su silueta recortada contra la luz vespertina, parecía un guerrero conquistador que venía a reclamar el premio de la batalla. Un silencio descendió sobre la cocina mientras la recorrió con la mirada con los ojos entrecerrados. Al verla, ella se echó hacia atrás, apoyándose en la mesa a sus espaldas. Su respiración se tornó entrecortada al verlo avanzar en dirección a ella.

Y sólo podía pensar en que no se había ido sin despedirse. No es que hubiera imaginado una despedida como ésta. En lugar de una entrañable melancolía, estaba tan enojado que parecía que se la iba a comer allí mismo.

– Laura -su nombre rechinó entre los apretados dientes de una falsa sonrisa. Ella advirtió que su pecho parecía aún más grande cuando sus músculos estaban contraídos por la tensión.

– ¿Sí…? -intentó hablar con un tono de voz normal, pero fracasó.

– Me gustaría hablar contigo, si puedo.

– Claro -con las manos temblorosas, apoyó la cartera a un lado y se dirigió hacia la puerta. La mano de él se apretó alrededor de su codo y tomó la delantera. Apurando el paso para equipararlo a sus grandes trancos, les dirigió una sonrisa complaciente a las demás mujeres. Janet y Tracy se quedaron mirando boquiabiertas mientras Melody le hizo una señal de aprobación justo antes de que Brent la sacara de un tirón por la puerta. La condujo hacia la parte de atrás del clubhouse, en donde el edificio los protegía de la multitud.

– Brent… -se rió jadeando-. ¿Qué pasa…?

Él la soltó bruscamente y se giró para enfrentarla:

– ¿Por qué diablos no me dijiste que estabas comprometida?

– ¿Qué dijiste? -dio un paso hacia atrás y se chocó con el edificio.

– No me mires con cara de inocente -se acercó aún más, amenazándola con su presencia. Si sólo pudiera recobrar el aliento, tal vez podría pensar. En cambio, su mente daba vueltas mientras él caminaba de un lado a otro en frente de ella, acusándola de mentirle, de usarlo, o algo por el estilo. Para ser un hombre elocuente, lo que decía no parecía muy razonable.

Y luego lo entendió todo. ¡Estaba celoso! Brent Michaels estaba celoso porque pensaba que ella estaba comprometida con otro hombre. La ridiculez de la situación hizo que le sobreviniera una sensación de levedad tal que sintió que saldría volando.

– ¿Y por qué diablos te ríes? -quiso saber.

– Brent -intentó permanecer seria-. No estoy comprometida.

Él se enderezó, evidentemente sorprendido porque estuviera tan divertida:

– ¿No?

Ella sacudió la cabeza, temiendo que si hablaba, comenzaría a reírse.

– ¿Entonces quién diablos es Greg Smith?

Ella suspiró, y aterrizó.

– Greg es un amigo con quien he salido de vez en cuando en los últimos años. En este momento, apenas nos vemos.

– ¿Entonces por qué piensa que estás comprometida?

– ¿Tal vez porque me propuso matrimonio? -dijo, poco convencida.

– ¿Y?

– Intenté decir que no, en serio -hizo una mueca de vergüenza ante lo poco convincente que sonaba-. Pero no quería herir sus sentimientos. Así que por desgracia, me temo que tal vez no haya comprendido.

– Hiere sus malditos sentimientos, si es la forma de que se dé cuenta. ¿A mí qué me importa?

Lo miró detenidamente:

– No lo sé, Brent. ¿A ti qué te importa?

– Yo… -se volvió hacia ella con una mirada de confusión-. Me importa, ¿sí?

– ¿Por qué?

– Porque… -apartó la mirada, pasándose la mano por el cabello.

– ¿Brent? -hizo una pausa, confundida, y luego apoyó la mano sobre su espalda, sintiendo que sus músculos se tensaban bajo su palma.

– Oh, maldición -farfulló y giró para mirarla. Ella apenas pudo ver su cara antes de que él la atrajera en sus brazos y aplastara su boca con la suya.

Su corazón levantó vuelo al tiempo que él profundizaba el beso. La pasión estalló entre ambos, tan caliente y rápida como la noche anterior.

– Laura -susurró roncamente, arrastrando la boca bajo su mandíbula, su mejilla, su cuello-. No puedo fingir que lo de anoche no sucedió -sus manos se ahuecaron detrás de su cabeza y su frente se apoyó sobre la suya-. No puedo olvidarlo, porque no puedo dejar de pensar en ello.

Se echó hacia atrás, y lo miró asombrada.

– Yo tampoco.

El alivio encendió su rostro un instante antes de que él tomara su boca en la suya, besándola posesivamente. Si no la hubiera estado aferrando con fuerza, ella habría levantado vuelo. No terminaba de cansarse del sabor de sus labios, de la sensación de su cuerpo oprimido desvergonzadamente contra el suyo.

– Supongo -logró decir entre un beso y otro- que esto significa… que ya no somos amigos.

– Supongo que no -ella rió entre dientes.

– Gracias a Dios -la calzó más firmemente contra él, y ella sintió cuan desesperadamente la deseaba.

– Disculpe, señor Michaels -una voz poco familiar sacudió a Laura de su euforia-. ¿Esto significa que nos quedaremos aquí esta noche, después de todo?

Sus ojos se abrieron bruscamente y se encontraron con los de Brent, igualmente sorprendidos, y ambos se dieron cuenta de que estaban parados afuera, a plena luz del día, con la mitad del pueblo a sólo unos pocos metros de ellos.


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