Capítulo 12

Sus ojos se agrandaron por la sorpresa al girar en la calle que conducía a la casa de Brent. A una cuadra de Westheimer, entre las residencias prestigiosas de Kirby y Shepherd, había un mundo que jamás pensó que existía. Aunque se había criado oyendo a la gente hablar sobre los “pintorescos barrios antiguos”, jamás los había visto. Cuando había venido a la ciudad en ocasiones anteriores, había ido directo a la Gallería [3], o a algún otro destino sobre las calles principales, y luego de vuelta a casa. Pero aquí, en esta calle lateral, en uno de los barrios más sofisticados, descubrió el corazón romántico del Viejo Houston.

Deslizando el auto por el asfalto matizado de sombras, admiró el tapete verde del césped, los canteros coloridos de flores y las majestuosas mansiones de dos pisos. Detrás de las paredes de ladrillo, alcanzó a ver garajes y los reflejos azules de las piscinas.

Encontró la dirección que Brent le había dado al girar en la esquina al final de la calle. Era una casa más pequeña que las otras… un chalet, en realidad… enclavado entre una hilera recién construida de casas adosadas y la imponente pared de una mansión. Un chalet bastante grande, advirtió, al zanjar la magnolia que daba sombra al jardín delantero y ocultaba parcialmente el techo a tres aguas.

Estacionó en el camino de entrada, y revisó las indicaciones para estar segura de que ésa era la casa. Desconocía el motivo, pero no imaginaba que Brent pudiera ser dueño de una casa que podría haber embellecido las páginas de Southern Living. Un departamento de acero y metal en un rascacielos, sí. Un chalet campestre, no.

Pero al levantar la vista, Brent salió a la entrada y nadie parecía más a gusto en su casa que él. Vestido en pantalones color canela y una camisa de polo, daba toda la impresión de pertenecer a una familia adinerada, como si hubiera nacido sobre esta misma calle entre una fortuna silenciosa y las azaleas en flor.

– La encontraste -llamó a voces mientras ella descendía del auto. Su cálida sonrisa disipó cualquier duda que podría haber conservado sobre su venida a Houston.

– Por supuesto -inhaló profundamente para tranquilizar las furiosas palpitaciones de su corazón-. Tus indicaciones fueron perfectas.

Al llegar al auto, él hizo una pausa, como si quisiera tocarla pero no estuviera seguro de hacerlo. Miró de soslayo al Porsche.

– ¿Tuviste algún problema con el auto?

– Ninguno -un impulso de picardía la llevó a agregar-: Bueno, excepto por la multa que me dieron por exceso de velocidad al pasar por Katy.

– ¿Multa por exceso de velocidad? -dijo distraído, mientras seguía buscando indicios de algún daño.

– Le dije al policía que te enviara la multa, por ser tu auto.

Levantó la mirada, confundido, y luego despejó la frente:

– Pequeña mentirosa -se rió-. No te hicieron una multa.

– No -ella sonrió. Pero debieron hacérmela.

Ahuecando su rostro en sus manos, le dio un rápido beso y se echó hacia atrás, pero volvió para rozarle con suavidad los labios, y luego una y otra vez, cada vez durante más tiempo. Para cuando levantó la cabeza, ella se sentía a punto de desfallecer.

– Me alegra que hayas venido -dijo con la voz ronca y queda.

– Mmm -un tibio resplandor pareció surgir bajo su piel cuando abrió los ojos-. Yo también.

– Aunque debo admitir que estoy un poco sorprendido.

– ¿Sorprendido?

Encogió los hombros:

– Casi esperaba que tu padre sacara un as de la manga a último momento. Ya sabes, alguna emergencia de vida o muerte para evitar que vinieras.

– No -el resplandor de su rostro se atenuó-. Nada de vida o muerte.

Él la miró, entornando los ojos:

– ¿Qué hizo?

– Nada -insistió.

– ¿Laura…?

– Nada de lo que quiera hablar, ¿está bien?

Por un instante, pareció que iba a comenzar a discutir, pero luego cambió de idea.

– Está bien -se aflojó y señaló hacia la casa-. ¿Y? ¿Te gusta?

Miró detrás de él, a la casa de ladrillo rojo con molduras blancas y postigos negros.

– Me encanta.

– ¿En serio? -una sonrisa de chiquillo le iluminó el rostro-. A mí también. Pero aún necesita muchos arreglos.

– Las casas antiguas siempre necesitan arreglos.

– ¿Qué te parece si te hago la visita guiada antes de decidir lo que haremos esta noche?

– Buena idea -sintió un cosquilleo de calor en el estómago al tiempo que él la conducía por el camino de ladrillo hacia la entrada. Para su sorpresa, se sintió más nerviosa que durante la primera “cita” con él. Es cierto, aquello había sido arreglado de antemano. Esta noche estaba con Brent porque él la había invitado motu proprio.

– Así que, eh, ¿a qué hora te espera Melody? -le preguntó, subiendo las escaleras de la entrada. Ella lo miró de reojo. ¿Estaría él tan nervioso como ella?

Ella se obligó a adoptar un tono despreocupado:

– Dijo que no había apuro.

– Excelente -su sonrisa, y el significado sutil detrás de esa única palabra, envió una oleada de calor por todo su cuerpo, aun cuando lo precedió entrando en el fresco interior de la casa.

– Oh, cielos -exhaló, seducida por la belleza masculina y la sobria elegancia de la decoración.

Luces empotradas iluminaban cálidamente los pisos de madera, las suaves paredes color marrón, y las molduras blancas. En la sala a la derecha y en el comedor formal a la izquierda, alfombras orientales agregaban toques de color que contrastaban con las oscuras antigüedades.

– Hay un par de dormitorios arriba -explicó, haciendo un gesto hacia las escaleras-. Empleo uno de oficina y el otro de sala de pesas.

Los ojos de ella no pudieron dejar de advertir los resultados de esas pesas mientras él la conducía a través del comedor. Se le hizo agua la boca al observar su estrecha cintura, sus nalgas firmes, y los muslos corpulentos que se movían debajo de su ropa.

Del otro lado del comedor, entraron en la cocina. Con los ojos aún puestos en Brent, apenas advirtió las cacerolas de cobre que colgaban sobre una isla de madera maciza, la cocina empotrada en el ladrillo rojo, o las hierbas plantadas en una ventana encima de la pileta. Prestó más atención a la textura de su voz que a sus palabras.

– Y ahora, mi cuarto favorito -anunció.

Pasó a través de una segunda puerta, y extendió el brazo:

– La sala de estar.

Luego de recuperar el sentido, entró en una habitación que rezumaba masculinidad. Rústicas vigas, una chimenea de piedra, y muebles de cuero le daban al cuarto un aire de lodge de montaña. Las luces en riel hacían resaltar audaces pinturas del impresionismo de Santa Fe. Sobre la mesa de centro, candelabros de hierro forjado sostenían velas que jamás habían sido prendidas. La habitación era perfecta. Casi demasiado perfecta, pensó al advertir las Architectural Digest desplegadas sobre una mesa auxiliar.

El sonido de una cascada la atrajo hacia las ventanas que daban al patio. Muebles de palo colorado estaban dispuestos ajustadamente en torno de macetas con flores. Un pequeño jardín de agua borboteaba. Parecía el escenario para una sesión de fotos: hermoso para mirar pero no completamente real. Descartó la descabellada idea.

– Debes hacer fiestas maravillosas.

– En realidad -titubeó-, eres la primera persona a la que invito.

Se volvió hacia él, interrogándolo con la mirada.

Él metió las manos en los bolsillos:

– Hace rato que quiero invitar a algunas personas del trabajo. Tal vez cuando termine de descolocar y volver a pintar las molduras en el comedor.

– Brent -sacudió la cabeza-, si esperas hasta terminar todo, jamás invitarás a nadie. Sé lo que te digo, he vivido en una casa antigua toda mi vida.

– Lo sé -encogió los hombros-, pero todavía hay tanto que hacer, aunque ya está completamente transformada.

Ladeando la cabeza, lo miró divertida.

– ¿Qué? -él se movió nerviosamente, algo que rara vez lo había visto hacer.

– Tú -sonriendo, caminó hacia él-. ¿O acaso te olvidaste de lo que dijiste cuando te pedí que ayudaras con el Tour de las Mansiones? -cuando no respondió, ella hizo más grave la voz para imitar la suya-. Restaurar casas antiguas no es una causa que valga la pena.

– ¿Dije eso?

– Sí, lo dijiste -tocó su mentón con la punta del dedo.

– Supongo que lo que quise decir es que no es una obra de beneficencia que valga la pena. Yo, por mi parte, no le estoy pidiendo a nadie que me dé dinero. Lo hago por mí y, bueno, por la casa -lanzó una mirada a su alrededor-. No te imaginas lo venida abajo que estaba. Aun en medio de todas las demás casas restauradas, nadie parecía darse cuenta del potencial que tenía. Eso, o la consideraban muy pequeña como para tomarse el trabajo de hacerlo -le dirigió una rápida mirada, y se sonrojó-: Olvídalo. Es difícil explicar.

– Brent -agachó la cabeza para mirarlo directamente a los ojos-. Lo entiendo. Perfectamente.

– Gracias -le besó la frente.

– Bueno -dijo alegremente-, ¿qué tienes planeado para esta noche?

– Pues, a ver… -la atrajo levemente hacia sí-… podemos salir para ver una película y cenar, o quedarnos aquí para ver una película y cenar.

– Oh, ya entiendo -se rió mientras le hociqueaba el cuello-. Me engañaste para que viniera hasta aquí sólo para que te preparara una cena casera, Pues, olvídalo, querido -presionó una mano sobre su pecho y lo miró con severidad-. Estoy en huelga oficial de cocina durante los próximos días.

– En realidad, yo iba a cocinar para ti. ¿Qué te parece algo seudoitaliano?

Ella estrechó la mirada:

– ¿Estás hablando de cocinar, no es así? ¿No de levantar el teléfono y pedir una pizza?

– Qué comentario tan machista.

– Sólo deseaba estar segura.

– Bueno, señorita sabelotodo, ¿qué te parece carne al vino tinto y fettuccine con salsa verde?

Su cara se iluminó:

– Me parece fantástico.

– Qué bueno, porque ya tengo la carne marinada en el refrigerador. Pero tendremos que ir al supermercado. Me acabo de quedar sin cebollín y corazones de alcaucil.

– Encantada -sonrió asombrada, decidiendo que le gustaba este costado inesperadamente doméstico de Brent. Le gustaba mucho.


Dado que el día estaba soleado pero fresco, Brent bajó el techo del Porsche y tomó la “ruta panorámica” al supermercado. Quería mostrarle a Laura todas las mansiones espectaculares del otro lado de Kirby de donde él vivía.

– No es que yo me pueda dar el lujo alguna vez de comprar algo así -dijo-. Pero son hermosas para ver.

– ¿Realmente te gustaría algo tan grande? -parecía un tanto horrorizada por la idea.

– Claro -respondió-. ¿A quién no?

Ella sacudió la cabeza:

– Después de todos estos años de vivir en la casa de mi padre, lo único que quiero es un lugar que sea mío. Puede ser una mansión o un rancho, no me importa -él observó el viento enredarle el cabello mientras escudriñaba las casas. Tenía una extraña mezcla de satisfacción y añoranza que ahora advirtió siempre había existido. Lo que deseaba parecía tan sencillo, y, sin embargo, estaba más allá de su alcance.

Volviéndose hacia el camino, adoptó un tono burlón para restarle solemnidad al momento:

– Siempre que la choza tenga un cerco de estacas y un par de niños en el jardín, ¿no es cierto?

– Tal vez -le dirigió una sonrisa oblicua-. Aunque la vida es algo más que el matrimonio y los niños, ¿sabes?

Para su sorpresa, su sonrisa dejó entrever un destello malicioso. El pulso se le aceleró al evocar lo que había sucedido la última vez que habían estado solos en este mismo auto. Su mirada revoloteó sobre las piernas delgadas que había intentado ignorar. Expuestas por su falda de denim color caqui, lucían provocativamente suaves… y desnudas de todo salvo de un bronceado. Como si lo quisiera provocar adrede, cruzó las piernas con un movimiento lento y sensual que lo hizo sonreír.

Tal vez salir con Laura no terminara siendo un desastre, después de todo. Parecía perfectamente preparada para manejar una relación temporaria. Volviéndose hacia la ruta, se permitió disfrutar del suave zumbido de tensión en su entrepierna.


Cuando regresaron a la casa, Laura se sentó de piernas cruzadas sobre una banqueta en la cocina de Brent, mientras éste preparaba la comida. El reproductor de CD en la sala de estar enviaba una selección de melodías roncas y melancólicas a toda la casa. Dando pequeños sorbos a la copa de vino que él le había servido, lo observó fascinada.

– ¿Dónde aprendiste a hacer eso? -preguntó mientras él cortaba las zanahorias en rodajas con la precisión milimétrica de un chef Cordón Bleu.

– ¿Qué, cocinar? -encogió los hombros-. Aprendí lo básico de niño. No es que me quedara otra opción: mi abuela rara vez apagaba el televisor el tiempo suficiente como para advertir que yo siquiera estaba en casa.

El ritmo de sus tajadas se detuvo un instante. Frunció el entrecejo al ver la rodaja irregular de zanahoria y la arrojó a la pileta.

– Después de un tiempo, hasta los niños se cansan de comer sándwiches de mortadela y sopa de kétchup.

– ¿Sopa de kétchup? -preguntó.

– Oye, era un niño, no molestes -sonrió-. Además, el kétchup es gratis -inclinándose hacia ella, descendió la voz para un efecto dramático-. Verás, me metía a hurtadillas en el Dairy Bar, hacía de cuenta que me dirigía al baño, y luego, cuando nadie miraba, me birlaba los sobres de kétchup de las mesas.

– Muy astuto -dijo con asombro exagerado, aun mientras sentía que algo se le retorcía adentro por la imagen que evocaba.

– De cualquier manera -dijo, raspando las zanahorias en un bol y comenzando a pelar las diminutas cebollas-, mis habilidades culinarias estaban lo suficientemente avanzadas cuando comencé a trabajar como repartidor para el supermercado Adderson. Supongo que comenzó como simple curiosidad, sabes, preguntándome qué planeaba hacer la gente con toda esa comida que yo ponía en sus despensas. Así que yo… echaba un vistazo a los libros de cocina de la gente si les llevaba las compras cuando no había nadie en casa.

– Brent… -sacudió la cabeza-, ¿por qué no preguntabas y ya?

– Lo hice -insistió-. Una vez. La mujer me dijo que no me metiera en lo que no era asunto mío, y que dejara el pedido.

– ¿Quién dijo eso? -irguió la columna en el acto.

Él le sonrió, mostrando todos sus dientes.

– Clarice.

– ¿Clarice? -Laura abrió los ojos. -Pero Clarice no sabe cocinar, a no ser que te guste el pastel de carne quemado y el pan de maíz tan duro como para romperte una muela.

– Yo, este… -se rascó el costado del cuello-… me di cuenta de ello después. Pero para entonces ya había desarrollado mis métodos ladinos.

– Métodos astutos, a mi parecer -sacudió la cabeza, maravillada ante todo lo que había tenido que superar en la vida para ser el hombre que era-. Eras muy ingenioso de niño. Debes estar orgulloso de ello.

– Gracias -al terminar con las cebollas, tomó el bol de carne marinada y se volvió hacia la cocina de gas-. Entonces -dijo de espaldas-, ¿pudiste hablar alguna vez con tu amigo Greg para explicarle que tu respuesta era no?

Sus hombros se desplomaron.

– Hablé con él, sí.

– ¿Y? -la voz de Brent sonaba despreocupada, pero su cuerpo pareció ponerse súbitamente tenso.

– Parece que sólo escucha lo que tiene ganas de escuchar -jugueteó con el pie de la copa-. Si bien le dije que me mudaba a Houston tan claramente como pude, parece pensar que vine aquí para tomarme una vacación y pensar las cosas.

– Ya veo. Y tu padre. ¿Me dirás lo que te dijo antes de partir?

– Prefiero no hacerlo -bebió un pequeño sorbo de vino y lo saboreó con la lengua.

– ¿No está de acuerdo con que nos veamos, no es cierto?

– Papá no está de acuerdo con que vea a nadie.

Brent se ocupó de ajustar la llama del quemador.

– ¿Qué dijo?

– Oh, no lo sé -hizo un gesto con la copa en el aire para parecer despreocupada-. Algo así como que todo el pueblo sabía que venía a Houston para rendirme al pecado y al desenfreno durante un fin de semana -aun de espaldas, ella advirtió que se ponía tenso.

– ¿Te molesta? -preguntó él suavemente.

– ¿Qué, el pecado y el desenfreno?

– No, que todo el pueblo sepa que estás acá. Conmigo.

– Por supuesto que no -descartó la idea, hasta que se le ocurrió otra-: ¿A ti te molesta?

– ¿Qué la gente sepa que estoy en compañía de una mujer hermosa? No lo creo -se rió, y agarró el aceite de oliva. Chisporroteó y estalló mientras él lo echaba en forma de hilo sobre la sartén. El ajo que agregó pareció llenar la habitación de un sabroso aroma, y alineó los boles de vegetales y carne cortados-. Ahora, relájate y disfruta del show.


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