Capítulo 4

– Debías al menos considerar a las otras concursantes -Laura le dirigió a Brent una mirada de reojo mientras se marchaban del teatro y cruzaban la calle. Tuvo la esperanza que si él advertía sus mejillas encarnadas, lo atribuyera al calor de la tarde y no a su cercanía.

– Las consideré -insistió. Ella sacudió la cabeza, riendo-. ¿Qué? -preguntó, fingiendo ser inocente-. ¿Crees que sólo te elegí porque reconocí tu voz?

– Sí -al llegar a la plaza cubierta de césped, se detuvo debajo de un árbol de magnolia para escaparle al sol. La multitud se había dispersado, y una brisa refrescante agitó su blusa-. No creo que haya sido por mis respuestas insinuantes.

– En realidad, fue por las respuestas insinuantes que no diste -se lo veía completamente disgustado y tan maravillosamente masculino, que sintió que se derretía junto a él-. ¿Acaso las mujeres piensan que todo lo que tienen que hacer para conseguir a un hombre es ofrecerle su cuerpo?

– Supongo que algunas sí -frunció el entrecejo, esperando que no advirtiera el pulso que le latía en la garganta.

– Pues, están equivocadas. En su gran mayoría. Me refiero a que… olvídalo -sacudió la cabeza, más divertido que irritado. Ella se maravilló de su sencillez, y advirtió que había desaparecido la oscura melancolía que tanto la conmovía cuando era adolescente. No es que el Brent maduro presentara menos misterios.

Esperando disimular su atracción con las bromas que se solían gastar, se inclinó hacia delante y dibujó círculos sobre su pecho con la punta del dedo:

– ¿Te refieres a que me elegiste a mí porque me hice la difícil?

Se sobresaltó cuando ella lo tocó y se echó atrás con una risa nerviosa.

– Disculpa -dijo-, no estoy acostumbrado a que parezcas tan… -su mirada la recorrió rápidamente de arriba abajo, y luego se apartó velozmente-. ¿A qué hora quieres que te recoja?

– Me imagino que a las siete -frunció el entrecejo, y se preguntó si su actitud se debía a su repentino distanciamiento-. El club de campo nos espera a las siete y media. Después de cenar, habrá música en vivo y baile en el salón.

– Seguramente Lawrence Welk -echó un vistazo a su reloj como si estuviera impaciente por alejarse de ella-. No veo la hora de ir.

– Oye, Brent -cruzó los brazos-, me doy cuenta de que fue un día incómodo… para los dos.

– En realidad, no fue tan terrible.

– ¿No? -preguntó.

Él sacudió la cabeza, y se rió:

– Debiste ver al alcalde Davis cuando se tiraba de la corbata cada vez que Janet respondía una pregunta. Jamás vi a un adulto tan avergonzado.

– Pues, seguramente no estaba más avergonzado que yo -se rió, y la tensión se aflojó-. ¡Te das cuenta de las cosas que dijeron ella y Stacey! Casi me muero cuando ofrecieron lamer tus labios y servirte desnudas.

Él también se rió, y el sonido sensual sacudió algo en su interior.

– Ese comentario fue bastante, em… provocativo.

Dejó de reír mientras lo observaba, advirtiendo pequeños detalles sobre sus ojos que la pantalla de la televisión no mostraba, como las diminutas líneas a ambos lados, las pestañas oscuras y en punta, y el azul profundo, salpicado de diminutas partículas plateadas.

– ¿Qué? -preguntó él a la defensiva.

– Nada -ella apartó la mirada-, sólo quiero darte las gracias por tu buena disposición.

– De nada -durante un instante, él también la observó. Luego una sonrisa iluminó su rostro-. Aunque espero ser bien recompensado.

– ¿Disculpa? -lo miró parpadeando, al tiempo que imágenes eróticas de ambos se le cruzaban por la mente.

– Me refiero a la cena -sonrió, reprochándole lo que se le había ocurrido… algo que seguramente había buscado conseguir, el desgraciado. ¿Cómo era posible que un hombre fuera tan exasperante y tan adorable a la vez?

– ¿Ese fue el trato, no? -preguntó-. ¿Una noche de parranda con una hermosa mujer, gentileza de Beason’s Ferry?

– Bueno, no estoy tan segura de si habrá una hermosa mujer -intentó inútilmente no sonrojarse-, pero serás bien alimentado.

– No veo la hora -la desconcertó moviendo las cejas.

– ¿Puedes dejar de hacer eso? -ella se rió y le dio un suave puñetazo en el brazo.

– ¡Oh! Me lastimaste -se tambaleó hacia atrás, con la mano sobre el brazo que le había pegado.

– Sólo recógeme a las siete -suspiró.

– Lo que digas, chiquita.

La palabra la puso tensa.

– Sí, bueno, te veré entonces, Zartlich.

Al volverse para partir, se reprochó a sí misma tanto nerviosismo. A pesar del doble sentido de la conversación, sabía que Brent había estado bromeando. Evidentemente, seguía pensando en ella como una hermana menor.


A las siete menos cinco, Laura miró fijo la pila de ropa desparramada sobre el edredón de broderie blanco de su cama con dosel. La situación era desesperante. Completamente desesperante. No tenía absolutamente nada que ponerse.

¿Por qué no compré un vestido nuevo?

Porque todo el pueblo se habría enterado y reído a sus espaldas. Pobre Laura Beth, cree que Brent Michaels la elegirá. Sólo que… la había elegido.

Y ahora no tenía nada que ponerse.

Por tercera vez, tomó el vestido negro con el escote drapeado y las mangas tres cuartos. Parada delante del espejo de pie, lo sostuvo frente a ella. Parecía lo que era: un vestido para entierro. Tal vez pudiera alegrarlo un poco con algunas joyas… y entonces parecería que se estaba esforzando demasiado.

Arrojando el vestido negro sobre la silla blanca de mimbre, estiró el brazo para tomar un chemisier de algodón rosado con el cuello de encaje. Analizó su reflejo; luego se hundió en la desesperación. El vestido lucía más apropiado para un té al atardecer que para una invitación a cenar.

Necesitaba algo sofisticado… no primoroso. Algo sugerente… pero no demasiado sugerente. ¡Algo sexy! Toda mujer tenía al menos un vestido sexy en el ropero, ¿no? Desesperada, se volvió hacia la cama, con la esperanza de que apareciera mágicamente algún vestidito ceñido en color rojo.

– Mmm, mmm, muchacha, ¿acaso no te has vestido todavía?

Laura echó un vistazo hacia arriba:

– Clarice, qué suerte que pudiste venir con tan poca antelación.

La criada de edad se acercó para arreglar la ropa sobre la cama.

– ¿Por qué estás ordenando el ropero justo ahora?

– No te preocupes -le hizo un gesto a la mujer para que lo dejara-. Lo recogeré todo después. Ahora, prefiero que te ocupes de la comida. Papá se ha estado quejando desde hace una hora.

Tomando un traje azul marino, Laura se volvió hacia el espejo. Siempre había pensado que el traje era un tanto conservador, hasta para ella, pero los hombres a menudo le hacían cumplidos cuando lo usaba.

– Si conozco al doctor Morgan -dijo Clarice-, no está quejoso porque tiene el estómago vacío. Está quejoso porque su bebé está por salir con un hombre. Un hombre de verdad.

– Clarice -Laura se sonrojó-. Ya he tenido otras citas.

La mujer resopló groseramente, y Laura la ignoró. A Clarice le gustaba pensar que era una criada demasiado apreciada para ser despedida. Y lo era… aunque ciertamente no por sus habilidades domésticas. Venía dos veces por semana para limpiar desde que Laura pudiera recordar. Con el tiempo, Laura pasó a considerar a esta mujer mayor como una amiga. Una madre sustituta. Jamás la podría despedir, aunque Clarice se había vuelto demasiado grande como para hacer otra cosa que sacar el polvo. Clarice tenía nietos que mantener y una espalda achacosa. Además, a Laura no le importaba realizar las tareas domésticas más pesadas, sin reducir la paga de la mujer.

El ruido sordo de un motor se oyó por la ventana abierta. Presa del pánico, Laura corrió para echar un vistazo afuera y vio un Porsche amarillo deslizándose en la entrada.

– Oh, no -resopló mientras aferraba a las cortinas transparentes contra su pecho-. Llegó demasiado temprano.

– Me parece que la que está retrasada eres tú.

Laura echó una mirada rápida al reloj de oro en su muñeca.

– Tienes razón, Clarice -le dirigió una mirada desesperada a la criada-. ¿Me harías un favor, y correrías abajo a abrir la puerta antes de que lo haga mi padre?

– Como quieras, aunque espero que salgas usando algo más que eso -la mujer miró el portaligas color crema de encaje y satén que sostenía las medias con ligas de Laura.

Laura se sonrojó. Su preferencia por la ropa interior sensual era sólo una pequeña rebelión, que prefería que su padre desconociera. Si imaginara lo que usaba debajo de su vestimenta formal, creería que había heredado el lado salvaje de su madre.

– Por favor, ¿la puerta, Clarice?

– Ahí voy, ahí voy -protestó la mujer-, pero si fuera tú, usaría el traje azul.

– ¿No crees que luce demasiado severo? -preguntó Laura, observando el traje con el entrecejo fruncido.

– ¿Con lo corta que es la falda? -Clarice lanzó un cacareo, y sus ojos brillaron con picardía-. Un par de piernas hermosas como las tuyas están hechas para ser mostradas. Además, no está de más promocionar la mercadería, si sabes a lo que me refiero.

– ¡Clarice! -Laura comenzó a reprenderla, pero la mujer ya se había marchado por el pasillo. Miró rápidamente el traje azul oscuro. ¿Era por eso que a los hombres les gustaba el conjunto? ¿Por qué lucía sus piernas?

De sólo pensar en que le estaría mostrando las piernas a Brent, el corazón comenzó a latirle con tanta fuerza, que casi desiste de usarlo. Casi.


Luego de detenerse en la rotonda de entrada, Brent apagó el motor del auto deportivo alemán. El silencio le resultó extraño luego del sordo rugido, como si cualquier tipo de ruido estuviera fuera de lugar en los amplios jardines de la residencia Morgan. Por un instante, levantó la mirada hacia la casa de un siglo y medio de antigüedad, de ladrillos rojos y columnas blancas.

Una sonrisa asomó a sus labios. ¿Quién hubiera imaginado que Brent Zartlich traspasaría alguna vez esta imponente puerta de entrada? Nada menos que para invitar a salir a la hija del doctor Morgan.

Luego de salir del Porsche, arrojó la caja con el arreglo de flores en el aire y la volvió a recoger hábilmente. El horrendo crisantemo que había llegado a su habitación aquella tarde le hizo acordar todo lo que había evitado para salvar su orgullo: las reuniones de ex alumnos, la fiesta de egresados. Esta noche recuperaría todo eso. Y no podía pensar en nadie mejor para compartir su éxito que Laura.

Subió las escaleras a los saltos, y tocó el timbre, instalado arriba de un cartel histórico y entre dos placas que proclamaban que los habitantes de la morada eran Hijos e Hijas de la República. Una sucesión de campanadas flotó a través de la sólida puerta de ciprés.

No se oyó sonido alguno. Echando un vistazo hacia abajo, se quitó una pelusa del traje gris perla Yves Saint Laurent. El gorjeo de los pájaros y la veloz carrera de las ardillas lo hicieron girar la cabeza hacia los jardines. Miró con desaprobación. Quienquiera que estuviera remplazándolo como jardinero no estaba recortando bien el seto o removiendo el mantillo debajo de las azaleas.

La puerta se entreabrió, y un rostro avejentado se asomó del otro lado de la puerta, un rostro tan nudoso y oscuro como los viejos robles que echaban su sombra al jardín.

– Ya era hora de que vinieras.

– ¡Clarice! -se rió, sorprendido-. ¿Qué diablos haces trabajando aún aquí?

– Me gustaría saberlo yo misma -su sonrisa reveló dos hileras de dientes demasiado blancos para ser verdaderos-. Uno creería que esta gente debería haber aprendido a cuidar de sí misma luego de todos estos años.

Brent entró en el vestíbulo y tuvo la extraña sensación de atravesar una pared invisible. Jamás había franqueado la puerta de esta casa. Se dejó permear por la atmósfera de la entrada, con sus relucientes antigüedades, los tablones de madera de sus pisos, y la escalera principal que ascendía trazando una curva elegante hasta el segundo piso.

– Mmm, mmm, mmm -Clarice le hizo un gesto, sacudiendo la cabeza-. Te deben de estar alimentando muy bien en esa ciudad de dónde vienes.

– Bastante bien -echó un vistazo disimuladamente al espejo tallado rococó encima de la mesa de entrada estilo Chippendale. Jamás se le hubiera ocurrido combinar ambos estilos, pero por algún motivo creaba la sensación de fortuna heredada. Lo tendría en cuenta para su propia casa en Houston.

– ¿Quién está allí? -una voz grave interrogó desde más allá de la sala formal. Brent se esforzó por ver el interior de la habitación suavemente iluminada, en donde la luz del sol de la tarde se colaba a través de las cortinas de encaje y relumbraba una mesa de centro cargada con cachivaches de porcelana.

– Es el señor Brent que vino a recoger a la señorita Laura Beth -gritó a su vez Clarice, y luego bajó la voz-. Como si no pudiera darse cuenta él mismo.

La sonrisa que había comenzado a asomar en el rostro de Brent se congeló cuando el doctor Walter Morgan apareció en la entrada en el lado opuesto del salón.

– Así veo -el rostro angular del doctor no delató ninguna emoción mientras evaluaba el atuendo de Brent-. Bueno, has recorrido un largo camino desde tus días como jardinero.

Con el rostro impasible, Brent adoptó el tono de voz de reportero de noticias:

– Buenas tardes, doctor Morgan. Espero que se encuentre bien.

– Pasablemente bien -el hombre se acercó con la ayuda de un bastón y se paró delante de Brent. Su elevada estatura se rehusaba a doblegarse a pesar de la evidente artritis en sus manos. Su fino cabello blanco había sido peinado hacia atrás, y realzaba sus angulosos pómulos y fríos ojos grises-. Si no fuera porque te veo en el noticiario, jamás te habría reconocido… entrando por la puerta de mi casa.

Brent ignoró el comentario que le recordaba que jamás habría tenido el privilegio de usar la puerta de entrada y no la de servicio, si no fuera reportero de noticias.

– La gente en el pueblo dice que usted vendió su negocio médico para unirse a las filas de los jubilados. Espero que esté disfrutando de su jubilación.

El doctor Morgan echó un vistazo a la empleada.

– Clarice, infórmele a mi hija que la vienen a buscar para… salir.

– Sí, señor -Clarice subió las escaleras, y ninguno de los dos hombres habló hasta que se apagaron sus pasos a la distancia.

– Me dijeron que diste un gran espectáculo hoy en el pueblo -dijo el doctor.

– Sólo intenté que la gente sintiera que había valido la pena ir -le respondió Brent sin ofuscarse.

– Por lo que me cuentan, Janet hizo el ridículo como siempre. Pero Stacey suele ser una chica sensata. Si el Banco no hubiera insistido en que participara por un sentido equivocado de deber cívico, estoy seguro de que habría evitado todo ese disparate.

– Sin duda -Brent resistió la tentación de mirar el reloj-. Por otro lado, estaba destinado a recaudar fondos para la obra de beneficencia favorita de su hija.

– Es el único motivo por el cual participó Laura Beth -un brillo áspero iluminó los ojos del doctor Morgan-. De todas maneras, todo el mundo sabe que tiene debilidad por las obras de beneficencia. Sin duda quería evitarle al comité de recaudación de fondos el bochorno de un asiento vacío sobre el escenario cuando no pudieron convencer a nadie más de participar.

Brent mantuvo su rostro totalmente inexpresivo, mientras que por dentro se tensaban todos sus músculos. No importaba todo lo que había alcanzado, lo que había logrado, para alguna gente seguiría siendo el hijo bastardo, criado en las afueras del pueblo.

– Espero -dijo el doctor- que cuando salgas con Laura Beth esta noche, recuerdes que ésta es una comunidad pequeña. Odiaría ver el nombre de mi hija vinculado con algún tipo de chisme desagradable como resultado de su trabajo solidario.

– Intentaré recordarlo -dijo Brent con una sonrisa forzada-; por otra parte, nosotros los pobres tenemos dificultad para recordar cómo debemos comportarnos cuando estamos con gente de clase alta.

– ¡Hola, Brent! -la voz de Laura resonó desde el rellano del segundo piso, tan clara y alegre como campanadas-. Perdón por hacerte esperar.

Lo inundó una sensación de alivio. Ahora todo estaría bien. Se alejaría del pueblo y pasaría una noche tranquila y agradable con una amiga. Porque él y Laura eran sólo eso: amigos.

O al menos eso pensaba hasta que ella apareció en la primera balaustrada y se le cortó el aliento. A la altura de sus ojos se le presentaron un par de piernas increíblemente largas y bien contorneadas. Intentó no quedar mirando boquiabierto mientras ella descendía las escaleras dando saltitos, con una mezcla de juventud y gracia. En contraste con sus piernas descubiertas, el resto de su atuendo era correcto y formal. La chaqueta sin solapas color azul oscuro ondeaba hasta llegar casi al ruedo de la breve falda azul. Llevaba prendido un prendedor camafeo al cuello de la blusa blanca de seda. Se había recogido el cabello en un impecable rodete a la francesa.

– Cielos -dijo ella, observando su traje-. Qué bien nos vemos.

Brent sintió un absurdo arrebato de orgullo. Con los años, había aprendido a considerar su aspecto con imparcial objetividad, sencillamente como un valor agregado de su profesión. Pero en ese momento, frente a una Laura sonriente, sintió como si ella le hubiera hecho un cumplido a él.

Luego sus ojos se iluminaron al posarse sobre la caja con el ramillete de flores, y la risa se coló por entre la mano que apretó contra sus labios.

– Oh, cielos -hizo un esfuerzo valiente por recuperar la compostura-, el ramillete de Janet.

Él echó un vistazo al enorme crisantemo blanco y deseó fervientemente haberlo arrojado en la basura. Debió haber sabido que Janet lo había encargado al anticipar que saldría con él. El artefacto era tan grande como los ramilletes de las fiestas de graduación de secundaria, sin las cintas, campanillas y la purpurina.

– Si prefieres no usarlo, no me ofendo.

– No seas ridículo -miró hacia arriba, sonriéndole, mientras su padre los observaba frunciendo el entrecejo-. Jamás recibí un solo crisantemo cuando iba a la escuela. No me voy a privar de usar uno ahora. Además, el verde guisante le sienta tan bien a Janet, ¿no crees?

Rezongó mientras se acercaba a prenderle el ramillete a la chaqueta… y descubrió que su blusa no era tan formal como le había parecido. Podía ver el encaje de su corpiño a través de la fina seda. Se apartó bruscamente cuando la aguja le pinchó el dedo.

– Oh, y ¿papá? -dijo Laura por encima del hombro-. Clarice tendrá la cena lista en cualquier momento. Te agradecería si la dejaras regresar a su casa cuando termine.

– No veo por qué no pudiste hacer tú misma la cena y dejarla en la mesa -se quejó su padre-. Esa mujer lo quema todo.

– Estoy segura de que es capaz de calentar las sobras y hacer una ensalada -dijo Laura, acomodándose el ramillete.

El doctor Morgan resopló, manifestando sus dudas respecto de las habilidades de Clarice en la cocina. Luego su mirada se posó en los pies de su hija, y sus cejas se crisparon furiosas:

– Te arruinarás los pies con esos tacos.

– Papá -le advirtió Laura con los ojos entornados-, seguramente llegue tarde, así que no me esperes despierto.

– Lo que sí espero es que me despiertes cuando llegues -dijo hosco.

– Buenas noches, papá -le besó la mejilla.

Brent le ofreció el brazo, más aliviado de lo que pensaba por la huida. Para su desagrado, el buen doctor se paró en el umbral y observó mientras ayudaba a Laura a entrar en su auto. Por pura irritación, furia o tal vez porque sí, cuando se trepó al asiento del conductor, puso el auto en primera y arrancó a toda velocidad.


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