DOMINGO

Capítulo 1

Sara Linton, de pie frente a la casa de sus padres, tenía los dedos entumecidos de tantas bolsas del supermercado como cargaba. Al intentar abrir con el codo, se golpeó el hombro contra el cristal. Retrocedió y trató de accionar la manija con el pie, pero tampoco así lo consiguió. Al final, desistió y llamó con la frente.

A través del cristal ondulado, vio acercarse por el pasillo a su padre, Eddie, que abrió con una expresión ceñuda impropia de él.

– ¿Por qué no has hecho dos viajes? -preguntó mientras le cogía parte de las bolsas.

– ¿Por qué está la puerta cerrada con llave?

Eddie miró por encima del hombro de ella.

– Tienes el coche a menos de cinco metros.

– Papá -repuso Sara-. ¿Por qué está la puerta cerrada con llave?

– El coche está mugriento. -Dejó las bolsas en el suelo-. ¿Te ves capaz de hacer dos viajes hasta la cocina?

Sara no había tenido tiempo siquiera de contestar cuando él bajaba ya por la escalinata.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– A lavarte el coche.

– Estamos a diez grados.

Eddie se volvió y le dirigió una mirada elocuente.

– La mugre se incrusta haga el tiempo que haga -habló como un actor shakespeariano más que como un fontanero de la Georgia rural.

Para cuando ella había pensado la respuesta, él estaba ya en el garaje.

Sara seguía en el porche cuando su padre volvió a salir con todo lo necesario para lavar el coche. Al arrodillarse para llenar el cubo de agua, se subió las perneras del pantalón del chándal. Sara reconoció el pantalón del instituto: el instituto donde ella había estudiado, el pantalón que usaba para los entrenamientos de atletismo.

– ¿Vas a quedarte ahí sin hacer nada, dejando que entre el frío? -preguntó Cathy, y tras hacerla pasar, cerró la puerta.

Sara se agachó para que su madre la besara en la mejilla. Para su desgracia, desde quinto curso le pasaba una cabeza a su madre. Mientras que Tessa, la hermana menor de Sara, había heredado la constitución menuda, el pelo rubio y la actitud relajada de su madre, Sara parecía la hija de una vecina que un día había ido a comer y había decidido quedarse para siempre.

Cathy se inclinó para coger unas cuantas bolsas de la compra, pero de pronto pareció cambiar de idea.

– Mejor llévalas tú, ¿te parece?

Aun a riesgo de lastimarse otra vez los dedos, Sara volvió a coger las ocho bolsas. Al notar a su madre un poco abatida, preguntó:

– ¿Qué te pasa?

– Isabella -contestó Cathy.

Sara contuvo la risa. Aparte de Bella, Sara no conocía a nadie más que viajara con su propio suministro de alcohol.

– ¿Ron?

– Tequila -respondió Cathy en un susurro del mismo modo que habría podido decir «cáncer».

Sara sintió lástima.

– ¿Ha dicho hasta cuándo piensa quedarse?

– Todavía no -contestó Cathy.

Bella detestaba el condado de Grant y no había ido de visita desde que nació Tessa. De pronto, hacía dos días, se había presentado con tres maletas en el maletero de su Mercedes descapotable sin más ni más.

En circunstancias normales, Bella habría sido incapaz de guardarse ningún secreto, pero conforme a la nueva actitud de la familia Linton, según la cual «nadie pregunta, nadie da explicaciones», no se le había pedido ninguna aclaración respecto a su conducta. Habían cambiado muchas cosas desde la agresión que Tessa había sufrido el año anterior. Si bien nadie quería hablar del tema, aún se encontraban todos bajo los efectos de la conmoción. En décimas de segundo, el agresor de Tessa no sólo había alterado la vida de ésta, sino la de toda la familia. Sara se preguntaba a menudo si alguno de ellos se recuperaría algún día.

– ¿Por qué estaba la puerta cerrada con llave? -preguntó Sara.

– Ha debido de ser Tessa -contestó Cathy, y por un instante se le arrasaron los ojos de lágrimas.

– Mamá…

– Pasa -la interrumpió Cathy, señalando la cocina-. Enseguida voy.

Mientras recorría el pasillo con las bolsas, Sara miró las hileras de fotos colgadas de las paredes. Todo aquel que atravesaba la casa desde la puerta de entrada hasta el fondo obtenía por fuerza una impresión pictórica de los años de formación de las hermanas Linton. Tessa salía casi siempre guapa y delgada, por supuesto. Sara, en cambio, no tenía esa suerte. Especialmente horrible le resultaba una foto suya en unas colonias de verano en octavo curso, que habría arrancado de la pared si su madre se lo hubiese permitido. Sara aparecía de pie en un bote con un bañador que semejaba un trozo de papel negro sujeto con alfileres a los hombros huesudos. Tenía pecas en la nariz, que le daban a su piel un tono anaranjado no precisamente agradable. El cabello rojo, secado al sol, parecía el peinado afro de un payaso.

– ¡Querida! -saludó Bella con entusiasmo, abriendo los brazos, cuando Sara entró en la cocina-. ¡Mírate! -dijo como si fuera un cumplido.

Sara sabía muy bien que no estaba en su mejor momento. Se había levantado una hora antes y ni siquiera se había molestado en peinarse. Como buena hija de su padre, llevaba la misma camiseta con la que había dormido, no mucho menos vieja que el pantalón de chándal del equipo de atletismo de la universidad. Bella, en cambio, lucía un vestido de seda azul que debía de haberle costado un dineral. Unos pendientes de diamantes relucían en sus orejas y la luz del sol que entraba por las ventanas de la cocina reverberaba en los numerosos anillos de sus dedos. Como siempre, iba impecablemente maquillada y peinada y estaba espléndida incluso a las once de una mañana de un domingo.

– Siento no haber venido antes -se disculpó Sara.

– Bah -contestó su tía, restando importancia a la disculpa con un gesto a la vez que se sentaba-. ¿Desde cuándo le haces la compra a tu madre?

– Desde que se ha enclaustrado en casa para entretenerte durante estos últimos dos días. -Sara dejó las bolsas en la encimera y se frotó los dedos para recuperar la circulación.

– Tampoco es tan difícil entretenerme -replicó Bella-. Es tu madre la que necesita salir más.

– ¿Con tequila?

Bella sonrió con malicia.

– Nunca aguantó bien la bebida. Estoy convencida de que ésa es la única razón por la que se casó con tu padre.

Sara se rió mientras guardaba la leche en la nevera. Al ver una bandeja llena de pollo listo para freír, el corazón le dio un vuelco.

– Anoche estuvimos cortando judías -comentó Bella.

– Fantástico -murmuró Susan, pensando que era la mejor noticia que oía en toda la semana. Las judías verdes a la cazuela de Cathy eran el acompañamiento perfecto para su pollo frito-. ¿Qué tal en la iglesia?

– Demasiado fuego eterno para mi gusto -admitió Bella mientras cogía una naranja de la fuente en la mesa-. Háblame de tu vida. ¿Ha sucedido algo interesante?

– Lo mismo de siempre -dijo Sara mientras sacaba las latas.

Bella peló la naranja y, con perceptible decepción, dijo:

– Bueno, a veces la rutina puede ser reconfortante.

– Mmm -masculló Sara mientras dejaba una lata de sopa en el estante encima de la cocina.

– Muy reconfortante.

– Mmm -repitió Sara, sabiendo perfectamente adónde quería ir a parar su tía.

Cuando Sara estudiaba medicina en la Universidad Emory en Atlanta, vivió poco tiempo con su tía Bella. Al final, las fiestas hasta altas horas de la noche, la bebida y el continuo desfile de hombres provocaron la ruptura entre ambas. Sara, además de necesitar tranquilidad por las noches para estudiar, tenía que levantarse a las cinco de la mañana para ir a clase. En su descargo, debía reconocerse que Bella intentó limitar su vida social, pero finalmente acordaron que lo mejor era que Sara se buscase otro sitio. La conversación transcurrió cordialmente hasta que Bella sugirió que Sara mirase una de las unidades del hogar de jubilados en Clairmont Road.

Cathy volvió a la cocina frotándose las manos en el delantal. Al tiempo que apartaba a Sara, cambió de sitio la lata de sopa que su hija había guardado.

– ¿Has comprado todo lo que había en la lista?

– Salvo el jerez para cocinar -contestó Sara, sentándose frente a Bella-. ¿Es que no sabes que los domingos no se puede comprar alcohol?

– Sí -repuso Cathy con tono acusador-. Por eso te dije que fueras a comprar ayer.

– Lo siento -se disculpó Sara. Le cogió un gajo de naranja a su tía-. Estuve lidiando con una compañía de seguros del oeste hasta las ocho. Era la única hora a la que podíamos hablar.

– Eres médico -terció Bella, afirmando lo evidente-. ¿Por qué demonios tienes que hablar con compañías de seguros?

– Porque no quieren pagar las pruebas que he pedido.

– ¿Acaso no es ése su cometido?

Sara se encogió de hombros. Al final, había desistido y contratado a una mujer para que se encargara de sortear los numerosos obstáculos que ponían las aseguradoras; aun así, dedicaba dos o tres horas al día a rellenar impresos tediosos o hablar por teléfono, a veces chillando, con los supervisores de las compañías. Desde hacía un tiempo entraba a trabajar una hora antes para adelantar el trabajo, pero por lo visto no había servido de nada.

– Es ridículo -murmuró Bella con la boca llena de naranja.

Tenía más de sesenta años pero, por lo que Sara sabía, no había estado enferma ni un solo día de su vida. Tal vez fumar un cigarrillo tras otro y beber tequila hasta el amanecer no era tan malo como parecía.

Cathy hurgó en las bolsas y preguntó:

– ¿Has traído la salvia?

– Creo que sí. -Sara se levantó para ayudar a buscarla, pero Cathy la apartó-. ¿Dónde está Tess?

– En la iglesia -contestó Cathy.

Sara era muy consciente de que no convenía ahondar en el tono de desaprobación de su madre. Obviamente, Bella también lo sabía, aunque enarcó una ceja al ofrecer a Sara otro gajo de naranja. Tess había dejado de asistir a la iglesia Baptista Primitiva, adonde Cathy iba desde que Bella y ella eran niñas, ya que, para sus necesidades espirituales, prefería una iglesia más pequeña de un condado vecino. En circunstancias normales, Cathy se habría alegrado de que al menos una de sus hijas no fuera una pagana impía, pero era evidente que había algo en la elección de Tessa que le molestaba. Como en tantas otras cosas últimamente, nadie insistía en hablar del tema.

Cathy abrió la nevera y, desplazando la leche de un lado al otro del estante, preguntó:

– ¿A qué hora llegaste a casa anoche?

– A eso de las nueve -contestó Sara mientras pelaba otra naranja.

– Si comes tanto ahora, no tendrás apetito a la hora del almuerzo -reprendió Cathy-. ¿Jeffrey ya ha trasladado sus cosas?

– Cas… -Sara se interrumpió en el último momento, poniéndose roja como un tomate. Tragó saliva varias veces antes de poder hablar-. ¿Cuándo te has enterado?

– Ay, cariño -se rió Bella-. Te has equivocado de pueblo si no quieres que la gente se meta en tu vida. Por eso me marché de aquí en cuanto pude pagarme el billete.

– Más bien en cuanto encontraste a un hombre que te lo pagara -observó Cathy con aspereza.

Sara se aclaró la garganta otra vez; tenía la sensación de que se le había hinchado la lengua hasta el punto de doblar su tamaño.

– ¿Lo sabe papá?

Cathy enarcó una ceja como había hecho su hermana poco antes.

– ¿Tú qué crees?

Sara respiró hondo y expulsó el aire entre dientes. De pronto, entendió a qué se refería su padre al decir que la mugre se incrustaba.

– ¿Está enfadado?

– Un poco -concedió Cathy-. Más bien decepcionado.

Bella chasqueó la lengua.

– Pueblo pequeño, mentalidad pequeña.

– No es el pueblo -replicó Cathy-. Es Eddie.

Bella se reclinó como para prepararse a contar una historia.

– Yo viví en pecado con un chico. Apenas había acabado la universidad y me había ido a vivir a Londres. Él era soldador, pero tenía unas manos…, en fin, tenía manos de artista. ¿Os he contado alguna vez que…?

– Sí, Bella -atajó Cathy con hastío.

Bella siempre se había adelantado a sus tiempos, ya cuando se hizo beatnik o hippie o vegetariana. Para su desgracia, nunca había conseguido escandalizar a su familia. Sara estaba convencida de que una de las razones por las que su tía se había marchado del país era para poder decir que era una oveja negra. Pero en Grant eso no se lo creía nadie. La abuela Earnshaw, defensora del sufragio femenino, se había enorgullecido de la actitud audaz de su hija y el abuelo llamaba a Bella su «pequeño barril de pólvora» delante de cualquiera que estuviera dispuesto a escucharlo. De hecho, la única vez que Bella logró escandalizarlos fue cuando anunció que se casaba con un corredor de bolsa llamado Colt y se iba a vivir a una zona residencial de las afueras. Afortunadamente, eso sólo duró un año.

Sara sintió el calor de la mirada de su madre, clavada en ella como un láser. Por fin cedió y preguntó:

– ¿Qué?

– No entiendo por qué no te casas con él, sin más.

Sara hizo girar el anillo en su dedo. Jeffrey había sido jugador de fútbol en el equipo de la Universidad de Auburn y a ella le había dado por llevar el anillo universitario de él como una chica locamente enamorada.

Como para incitarla a hablar, Bella señaló lo obvio.

– Tu padre no lo traga.

Cathy, cruzada de brazos, repitió la pregunta a Sara:

– ¿Por qué? -Hizo una pausa-. ¿Por qué no te casas con él? Él quiere, ¿no?

– Sí.

– Entonces, ¿por qué no das el sí y acabas de una vez por todas con esta historia?

– Es complicado -contestó Sara con la esperanza de zanjar así la conversación.

Las dos mujeres estaban al corriente de su historia con Jeffrey, desde que se enamoró de él y contrajeron matrimonio hasta la noche que Sara regresó a casa antes de lo previsto y se lo encontró en la cama con otra mujer. Al día siguiente presentó una demanda de divorcio, pero por alguna razón, Sara no fue capaz de cortar con él.

En su defensa, debía decirse que Jeffrey había cambiado en los últimos años. Se había convertido en el hombre que prometía ser casi quince años antes. El amor que ella sentía por él era nuevo, en cierto modo más apasionante que cuando se enamoró por primera vez. Sara no tenía ya aquella obsesión vertiginosa que experimentaba antes, aquella sensación de que se moriría si él no la llamaba. Se sentía a gusto con él. Sabía que él siempre estaría allí para ella. También sabía que después de vivir cinco años sola sin él no era feliz.

– Te pierde el orgullo -dijo Cathy-. Si es tu ego…

– No es mi ego -la interrumpió Sara, sin saber cómo explicarse y un tanto molesta por sentirse obligada a hacerlo; tenía la mala suerte de que el único tema de conversación con el que su madre se sentía a gusto era su relación con Jeffrey.

Sara se acercó al fregadero para lavarse las manos y quitarse el olor a naranja. En un esfuerzo por cambiar de tema, preguntó a Bella:

– ¿Qué tal Francia?

– Francesa -repuso Bella, pero no se dio por vencida tan fácilmente-. ¿Confías en él?

– Sí -respondió Sara-, más que la primera vez, razón suficiente para no necesitar un papel que certifique lo que siento.

– Ya sabía yo que volveríais -dijo Bella con cierto aire de suficiencia. Señaló a Sara con un dedo-. Si la primera vez realmente hubieras querido expulsarlo de tu vida, habrías dejado tu trabajo de médico forense.

– Sólo es a tiempo parcial -objetó Sara, aunque sabía que Bella tenía parte de razón: Jeffrey era comisario de policía del condado de Grant, y Sara, médico forense. Cada vez que se producía una muerte sospechosa en su jurisdicción, él volvía a introducirse en su vida.

Cathy se acercó a la última bolsa de la compra y sacó una botella de Coca-Cola.

– ¿Cuándo ibas a decírnoslo?

– Hoy -mintió Sara. Cathy le lanzó una mirada por encima del hombro dándole a entender que no iba a dejarse engañar-. Un día de éstos -rectificó Sara, secándose las manos en el pantalón mientras volvía a sentarse a la mesa-. ¿Vas a hacer asado mañana?

– Sí -contestó Cathy, pero no la dejó cambiar de tema-. Vives a menos de dos kilómetros de aquí, Sara. ¿Acaso creías que tu padre no vería el coche de Jeffrey aparcado delante de tu casa por las mañanas?

– Por lo que he oído -dijo Bella-, estaría allí tanto si se iba a vivir contigo como si no.

Sara observó a su madre echar la Coca-Cola en un gran recipiente de plástico. Cathy añadiría unos cuantos ingredientes, dejaría la carne en maceración por la noche y luego la asaría en una fuente refractaria durante todo el día. El resultado final sería la carne más tierna que se había servido en mesa alguna, y pese a lo fácil que parecía, Sara nunca había conseguido imitar la receta. Era irónico: a pesar de haberse especializado en química en una de las facultades de medicina más exigentes del país, era incapaz de cocinar la carne asada con Coca-Cola de su madre.

Cathy añadió distraídamente unas cuantas especias en el recipiente mientras repetía la pregunta:

– ¿Cuándo ibas a decírnoslo?

– No lo sé -contestó Sara-. Antes queríamos hacernos a la idea, sencillamente.

– No esperes eso de tu padre a corto plazo -aconsejó Cathy-. Ya sabes que tiene creencias muy firmes al respecto.

Bella soltó una carcajada.

– Ese hombre no se ha acercado a una iglesia en casi cuarenta años.

– No es una objeción religiosa -corrigió Cathy. Y a Sara-: Los dos nos acordamos de lo mal que lo pasaste al enterarte de que Jeffrey andaba flirteando por ahí. Para tu padre, después de haberte visto tan hundida, es duro que ahora sepa que Jeffrey vuelve así tan alegremente.

– Yo no diría que ha vuelto alegremente -protestó Sara, pues su reconciliación no había tenido nada de fácil.

– No puedo asegurarte que tu padre vaya a perdonarlo algún día.

– Eddie te perdonó a ti -señaló Bella.

Sara vio cómo se le demudaba el rostro a su madre. Cathy se frotó las manos en el delantal con movimientos tensos y contenidos.

– La comida estará lista dentro de unas horas -dijo en voz baja, y se marchó de la cocina.

Bella se encogió de hombros y dejó escapar un largo suspiro.

– Lo he intentado, cariño.

Sara se mordió la lengua. Pocos años antes, Cathy le había confesado a Sara lo que calificó una indiscreción en su matrimonio antes de nacer ella. Aunque la relación, según su madre, nunca se había consumado, Eddie y Cathy estuvieron al borde del divorcio a causa de otro hombre. Sara suponía que a su madre no le agradaba que le recordaran ese oscuro período de su pasado, y menos delante de su hija mayor. Ni siquiera a la propia Sara le gustaba que se lo recordaran.

– Buenas -saludó Jeffrey desde el vestíbulo.

Sara intentó disimular su alivio.

– Estamos aquí -gritó.

Jeffrey entró con una sonrisa, y Sara supuso que su padre estaba demasiado ocupado lavando el coche para hacerle pasar un mal rato a Jeffrey.

– Vaya -dijo él, mirando alternativamente a una y otra mujer con una sonrisa ponderativa-. En mis sueños, solemos estar todos desnudos.

– Eres un pájaro de cuenta -reprendió Bella, pero Sara vio que se le iluminaban los ojos de placer; pese a sus años en Europa, seguía siendo una belleza sureña de pies a cabeza.

Jeffrey le cogió la mano y se la besó.

– Cada vez que te veo estás más guapa, Isabella.

– El buen vino, amigo -dijo Bella, guiñándole un ojo-. O sea, beberlo.

Jeffrey se echó a reír, y Sara esperó a que se hiciera el silencio antes de preguntar:

– ¿Has visto a papá?

Jeffrey negó con la cabeza justo cuando oyeron el golpe de la puerta de la calle al cerrarse y los pesados pasos de Eddie en el pasillo.

Sara cogió de la mano a Jeffrey.

– Vamos a dar un paseo -instó, y prácticamente lo sacó a rastras por la puerta de atrás. Volviéndose hacia Bella, dijo-: Dile a mamá que estaremos de vuelta para comer.

Jeffrey bajó los escalones del porche a trompicones mientras ella tiraba de él hacia uno de los lados de la casa para que no lo vieran por las ventanas de la cocina.

– ¿Qué pasa? -preguntó, y se frotó el brazo como si le doliera.

– ¿Todavía te molesta? -inquirió ella.

Jeffrey había sufrido una herida en el hombro hacía un tiempo y, pese a las sesiones de fisioterapia, aún le dolía la articulación.

– Estoy bien -respondió él con un mohín de indiferencia.

– Lo siento -se disculpó ella, apoyando la mano en el hombro indemne. No bastándole con eso, lo rodeó con los brazos y hundió la cara bajo su cuello. Respiró hondo; le encantaba su olor-. Dios mío, me siento tan a gusto a tu lado.

Él le acarició el pelo.

– ¿Qué ocurre?

– Te echo de menos.

– Estoy aquí.

– No -se inclinó hacia atrás para mirarlo-, me refiero a esta semana. -Le estaba creciendo el pelo por los lados, y ella se lo remetió por detrás de las orejas con los dedos-. Vienes a casa, dejas unas cuantas cajas y te marchas enseguida.

– Los inquilinos harán la mudanza el martes y les he dicho que para entonces tendrían la cocina lista.

Ella lo besó en la oreja y susurró:

– Me había olvidado de tu aspecto.

– Es que últimamente he tenido mucho trabajo. -Se apartó unos centímetros-. Papeleo y demás. Entre eso y la casa, no me queda tiempo para mí, y menos para verte.

– No es eso -dijo Sara, extrañada de que se pusiera a la defensiva.

Los dos trabajaban demasiado; desde luego ella no era quién para tirar la primera piedra.

Jeffrey retrocedió unos pasos.

– Sé que no te he devuelto un par de llamadas… -dijo.

– Jeff -lo interrumpió ella-, ya supuse que estabas ocupado. No tiene importancia.

– ¿Qué ocurre, pues?

De pronto, Sara sintió frío y se cruzó de brazos.

– Papá ya lo sabe.

Jeffrey pareció relajarse un poco, y Sara, al ver su alivio, se preguntó si acaso esperaba otra cosa.

– No pensarías que era posible mantenerlo en secreto, ¿no?

– No lo sé -admitió Sara. Se dio cuenta de que Jeffrey estaba preocupado por algo, pero no sabía cómo sonsacárselo-. Vamos a dar un paseo por la orilla del pantano, ¿quieres? -sugirió.

Jeffrey miró hacia la casa y luego a ella.

– De acuerdo.

Sara lo condujo a través del jardín de atrás por el sendero de piedra que su padre había trazado antes de nacer ella. Cogidos de la mano, se sumieron en un plácido silencio mientras recorrían el camino de tierra que llegaba a la orilla. Ella resbaló en una piedra mojada y él la sujetó por el codo, sonriendo por su torpeza. Sara oyó más adelante el parloteo de las ardillas, y una gran águila, con las alas tensas contra la brisa que se elevaba del agua, dibujó un arco justo por encima de los árboles.

El Grant era un pantano de trece kilómetros cuadrados que en algunos puntos alcanzaba los cien metros de profundidad. Aún sobresalían de la superficie las copas de los árboles que crecían allí antes de que el valle se inundara, y Sara pensaba muchas veces en las casas abandonadas bajo el agua, preguntándose si los peces se habrían instalado en ellas. Eddie tenía una foto de la zona antes de la construcción de la presa y se parecía mucho a las áreas más rurales del condado: agradables casas rectangulares y alguna que otra cabaña. Abajo, en el fondo del valle, había tiendas e iglesias y una fábrica de algodón que, tras sobrevivir a la Guerra de Secesión y la Reconstrucción, acabó cerrando en los tiempos de la Depresión. Todo eso se lo llevaron las torrenciales aguas del río Ochawahee para que Grant dispusiera de una fuente de energía eléctrica fiable. En verano, el nivel del agua subía o bajaba según la demanda de la presa, y Sara, de niña, tenía por costumbre apagar todas las luces de la casa pensando que así el nivel del agua se mantendría a altura suficiente para practicar el esquí náutico.

Buena parte de las tierras que rodeaban el pantano, más de cuatrocientas hectáreas, pertenecían al Servicio Nacional de Bosques. Un lado lindaba con la zona residencial donde Sara y sus padres tenían sus casas, y el otro, con el recinto del Instituto de Tecnología de Grant. Las tres quintas partes de los ciento ochenta kilómetros de orilla del pantano eran un espacio natural protegido, y la zona preferida de Sara estaba justo en el medio. En el bosque se podía acampar, pero cerca de la orilla el terreno rocoso era demasiado abrupto. En general, solían ir allí adolescentes a besarse o simplemente para huir de sus padres. La casa de Sara se hallaba justo enfrente de un espectacular conjunto de rocas que probablemente habían utilizado los indios antes de verse obligados a marcharse, y a veces, al anochecer, veía la llama de una cerilla destinada a encender un cigarrillo o a saber qué.

Sara se estremeció cuando les llegó una ráfaga de viento frío del pantano. Jeffrey le rodeó los hombros con un brazo y preguntó:

– ¿De verdad creías que no se enterarían?

Sara se detuvo y se volvió hacia él.

– Supongo que era una simple esperanza.

Él esbozó una de sus sonrisas sesgadas, señal inequívoca de que se avecinaba una disculpa.

– Siento haber estado trabajando tanto.

– No he llegado a casa antes de las siete en toda la semana.

– ¿Has resuelto lo de la compañía de seguros?

Sara gimió.

– No quiero hablar de eso.

– De acuerdo -asintió él, obviamente buscando algo que decir-. ¿Y cómo está Tess?

– Tampoco quiero hablar de eso.

– Bueno… -Sonrió de nuevo, y Sara volvió a estremecerse al ver el sol reflejado en sus iris azules-. ¿Quieres volver? -preguntó él, malinterpretando su reacción.

– No -contestó ella, entrelazando los dedos detrás del cuello de Jeffrey-. Quiero que me lleves detrás de esos árboles y me hagas tuya.

Él se rió, pero dejó de hacerlo cuando vio que Sara no bromeaba.

– ¿Aquí al aire libre?

– No hay nadie.

– No es posible que hables en serio.

– Han pasado dos semanas -dijo ella, aunque no había reparado en ello hasta ese momento; no era propio de él dejar pasar tanto tiempo.

– Hace frío.

Sara acercó los labios a su oreja y susurró:

– En mi boca hace calor.

Contradiciendo la reacción de su cuerpo, Jeffrey dijo:

– Estoy un poco cansado.

Ella apretó su cuerpo contra él.

– A mí no me pareces cansado.

– Está a punto de llover.

El cielo estaba encapotado, pero Sara sabía por el parte meteorológico que aún faltaban al menos tres horas para que empezara a llover.

– Venga -dijo ella, inclinándose para besarlo. Se detuvo cuando él pareció vacilar-. ¿Qué pasa?

Él retrocedió un paso y dirigió la mirada hacia el pantano.

– Ya te he dicho que estoy cansado.

– Tú nunca estás cansado -objetó ella-, no para eso.

Él señaló el pantano.

– Aquí hace mucho frío.

– No tanto -dijo ella, sintiendo que el temor de la sospecha le recorría la espalda.

Después de quince años, Sara conocía todas las señales de Jeffrey. Se toqueteaba la uña del pulgar cuando se sentía culpable y se tiraba de la ceja derecha cuando intentaba elucidar un caso. Al final de un día especialmente duro, tendía a hundir los hombros y hablar con voz apagada hasta que ella encontraba la manera de ayudarlo a desahogarse. En ese momento la expresión de sus labios significaba que tenía algo que decir pero no quería o no sabía cómo hacerlo.

Sara se cruzó de brazos y preguntó:

– ¿Qué pasa?

– Nada.

– ¿Nada? -repitió ella, clavando la mirada en Jeffrey como si así pudiera arrancarle la verdad.

Él tenía los labios firmemente apretados y, con las manos entrelazadas por delante, se recorría con el pulgar derecho la cutícula del izquierdo. Ella empezaba a tener la clara impresión de que ya habían pasado por esa situación antes, y al darse cuenta de lo que sucedía, sintió como un mazazo en el estómago.

– Dios mío -exclamó, llevándose la mano al vientre en un intento de aliviar las náuseas que ya se anunciaban.

– ¿Qué?

Sintiéndose estúpida y a la vez enfadada consigo misma, Sara se dirigió hacia el sendero. Estaba mareada y la cabeza le daba vueltas.

– Sara…

Jeffrey apoyó la mano en su brazo, pero ella se apartó. Él la adelantó, le cortó el paso y la obligó a mirarlo.

– ¿Qué ocurre?

– ¿Quién es? -preguntó Sara.

– ¿Quién es qué?

– ¿Quién es ella? -aclaró Sara-. ¿Quién es, Jeffrey? ¿Es la misma de la última vez?

Apretaba los dientes de tal modo que le dolía la mandíbula. Todo cobraba sentido: aquella mirada perdida, la actitud defensiva, el distanciamiento. Cada noche le había dado una excusa para no quedarse a dormir en su casa: que si tenía que embalar cajas, que si había trabajado hasta tarde, que si debía acabar la maldita cocina, en reformas desde hacía casi una década. Cada vez que ella lo dejaba entrar, cada vez que ella bajaba la guardia y se sentía cómoda, él encontraba la manera de apartarla.

Sara fue derecha al grano.

– ¿A quién te estás follando esta vez?

Él retrocedió con cara de perplejidad.

– ¿No pensarás que…?

Ella sintió que se le humedecían los ojos y se tapó la cara para ocultarlo. Él creería que aquello era dolor cuando en realidad estaba tan enfadada que habría podido destrozarle la garganta con las manos.

– Dios mío -susurró-, qué estúpida soy.

– ¿Cómo has podido pensar una cosa así? -preguntó él, como si se sintiera ofendido.

Ella bajó las manos, ya sin importarle lo que él veía.

– Hazme un favor, ¿quieres? Esta vez no me mientas. No te atrevas a mentirme.

– No te estoy mintiendo -insistió él, indignado.

Sara se habría dejado convencer más fácilmente por ese tono airado si él no lo hubiese empleado también la primera vez.

– Sara…

– Aléjate de mí -dijo ella, volviendo hacia el pantano-. No me lo puedo creer. No me puedo creer lo estúpida que soy.

– No te estoy engañando -dijo él, siguiéndola-. Escúchame, ¿quieres? -Se puso delante de ella y le barró el paso-. No te estoy engañando.

Ella se detuvo y lo miró fijamente. Deseaba creerle.

– No me mires así -dijo él.

– No sé mirarte de otra manera.

Jeffrey dejó escapar un largo suspiro, como si un gran peso le oprimiera las costillas. Para alguien que insistía en su inocencia, exhibía el comportamiento de una persona muy culpable.

– Me voy a casa -dijo Sara, pero Jeffrey alzó la mirada y ella vio algo en su expresión que la detuvo.

Él habló en voz tan baja que ella tuvo que aguzar el oído.

– Es posible que esté enfermo.

– ¿Enfermo? -repitió ella, de pronto aterrorizada-. ¿Qué quieres decir?

Con los hombros hundidos, Jeffrey retrocedió y se sentó en una roca. Esta vez fue Sara quien lo siguió a él.

– ¿Jeff? -preguntó, arrodillándose a su lado-. ¿Qué pasa?

De nuevo se le humedecieron los ojos, pero esta vez el corazón se le aceleró a causa del miedo, no de la ira.

De todo lo que él habría podido decir, nada la hubiera sorprendido más.

– Me llamó Jo…

Sara se sentó sobre los talones. Entrecruzó las manos en el regazo y se las miró, retrotrayéndose en el tiempo. En el instituto, Jolene Carter había sido todo lo que Sara no era: grácil, curvilínea pero esbelta, la chica más popular de la escuela, que podía elegir entre los chicos más populares. Fue la reina del baile, la principal animadora, la delegada del último curso. Era rubia natural, de ojos azules y con un pequeño lunar en la mejilla derecha que daba a sus rasgos, por lo demás perfectos, un aire sofisticado, exótico. Incluso cerca ya de los cuarenta, Jolene Carter conservaba un cuerpo perfecto, cosa que Sara sabía porque cinco años antes había llegado a su casa y se había encontrado a Jo completamente desnuda en su cama, con su culo perfecto al aire, a horcajadas encima de Jeffrey.

– Tiene hepatitis -dijo Jeffrey.

Sara se habría reído si hubiese conseguido hacer acopio de energía. Pero sólo pudo preguntar:

– ¿Cuál?

– La mala.

– Hay un par de malas -dijo Sara, al tiempo que se preguntaba cómo había llegado a esa situación.

– No he vuelto a acostarme con ella desde aquella única vez. Tú eso lo sabes, Sara.

Durante unos segundos, Sara fijó la mirada en él, dividida entre el deseo de levantarse e irse corriendo y el de quedarse a averiguar lo ocurrido.

– ¿Cuándo te llamó?

– La semana pasada.

– La semana pasada -repitió ella, y luego respiró hondo antes de preguntar-: ¿Qué día?

– No lo sé. A principios.

– ¿El lunes? ¿El martes?

– ¿Qué más da?

– ¿Qué más da? -repitió ella con incredulidad-. Soy pediatra, Jeffrey. Pongo inyecciones a niños, a niños pequeños, todos los días. Les saco sangre. Les toco cortes y rascaduras con los dedos. Hay medidas de precaución. Hay toda clase de…

Se le apagó la voz al preguntarse a cuántos niños había expuesto a la enfermedad, intentando recordar cada inyección, cada pinchazo. ¿Había actuado de manera segura? Se pinchaba a menudo con las agujas. Ni siquiera podía permitirse preocuparse por su propia salud. Aquello la desbordaba.

– Ayer fui a ver a Hare -dijo él, como si el hecho de haber visitado al médico después de saberlo durante una semana lo redimiera de algún modo.

Sara apretó los labios e intentó dar forma en su cabeza a las preguntas adecuadas. Se había preocupado por sus niños, pero de repente tomó verdadera conciencia de todas las implicaciones reales. Ella también podía estar enferma. Podía haber contraído una enfermedad crónica, tal vez mortal, contagiada por Jeffrey.

Tragó saliva y trató de articular las palabras a pesar de que la tensión le atenazaba la garganta.

– ¿Pidió los análisis con urgencia?

– No lo sé.

– No lo sabes -confirmó, no preguntó.

Claro que no lo sabía. Jeffrey padecía el típico rechazo masculino a todo lo relacionado con la salud. Sabía más sobre el historial de mantenimiento de su coche que de su propio bienestar, y Sara se lo imaginó sentado en la oficina de Hare, con mirada inexpresiva, buscando una buena excusa para salir de allí cuanto antes.

Sara se levantó. Necesitaba caminar.

– ¿Te examinó?

– Dijo que no presentaba síntomas.

– Quiero que vayas a ver a otro médico.

– ¿Qué tiene de malo Hare?

– Es que… -No sabía cómo decirlo. Se le había bloqueado el cerebro.

– Que sea el tonto de tu primo no significa que no sea un buen médico -adujo Jeffrey.

– No me lo ha dicho -dijo ella, sintiéndose traicionada por los dos.

Jeffrey la miró con cautela.

– Yo le pedí que no lo hiciera.

– Claro -comentó ella, no tanto enfadada como con la sensación de haber sido víctima de un engaño-. ¿Y por qué no me lo has dicho? ¿Por qué no me dejaste acompañarte para hacer las preguntas pertinentes?

– Por esto mismo -contestó él, señalando su nervioso ir y venir de un lado para otro-. Ya tienes bastantes preocupaciones. No quería darte un disgusto más.

– Eso es un pretexto estúpido, y tú lo sabes. -Jeffrey detestaba dar malas noticias. Mientras que en su trabajo se veía obligado a lidiar con un enfrentamiento tras otro, en casa era incapaz de causar la menor perturbación-. ¿Por eso has eludido el sexo?

– Tenía cuidado.

– Cuidado -repitió ella.

– Hare dijo que podía ser portador.

– Te daba miedo decírmelo.

– No quería darte un disgusto -repitió Jeffrey.

– No querías que me enfadara contigo -corrigió ella-. Esto no tiene nada que ver con evitarme disgustos. No querías que me pusiera hecha una furia contigo.

– Por favor, no lo hagas. -Tendió la mano para coger la de Sara pero ella la apartó-. Yo no tengo la culpa, entiéndelo. -Volvió a intentarlo-. Pasó hace años, Sara. Ha tenido que decírmelo porque se lo indicó su médico. -Como si ayudara en algo, añadió-: A ella también la atiende Hare. Llámalo. Fue él quien le dijo que debía informarme. Es sólo una medida de precaución. Tú eres médico, y lo sabes.

– Dejémoslo -ordenó ella, levantando las manos. Las palabras se agolpaban en la punta de su lengua, pero hizo el esfuerzo de callárselas-. Ahora mismo no puedo hablar de esto.

– ¿Adónde vas?

– No lo sé -contestó ella, dirigiéndose hacia la orilla-. A casa. Esta noche puedes quedarte en la tuya.

– ¿Lo ves? -repuso él, como si eso demostrara algo-. Por eso no te lo había dicho.

– No me culpes a mí de esto -replicó ella, atragantándose con las palabras. Deseaba gritar, pero una intensa rabia le impedía levantar la voz-. No estoy furiosa contigo porque hayas estado follando por ahí, Jeffrey. Estoy furiosa porque me has ocultado tu riesgo de enfermedad. Tenía derecho a saberlo. Aunque no me afectase a mí, a mi salud y a mis pacientes, te afecta a ti.

Él se echó a correr para alcanzarla.

– Estoy bien.

Ella se detuvo y se volvió para mirarlo.

– ¿Sabes siquiera qué es la hepatitis?

Él se encogió de hombros.

– Pensaba ocuparme de eso cuando llegara el momento. Si es que llega.

– Dios mío -susurró Sara, incapaz de hacer nada salvo alejarse.

Se dirigió hacia la calle, pensando en tomar el camino más largo a la casa de sus padres para serenarse. Su madre se lo pasaría en grande con aquello, y con toda la razón.

Jeffrey la siguió.

– ¿Adónde vas?

– Te llamaré dentro de unos días. -No esperó su respuesta-. Necesito tiempo para pensar.

Acercándose a ella, Jeffrey le rozó el brazo por detrás con los dedos.

– Tenemos que hablar.

Ella se echó a reír.

– Y ahora quieres hablar, a buenas horas.

– Sara…

– No hay nada más que decir -atajó ella, y apretó el paso.

Las pisadas de Jeffrey resonaron detrás de ella. Sara se disponía a echarse a correr cuando de pronto él tropezó con ella. Sara cayó al suelo con un ruido hueco, que reverberó en sus oídos como un eco lejano, y se le cortó la respiración. Lo apartó al tiempo que decía:

– Pero ¿qué…?

– Joder, lo siento. ¿Estás bien? -Jeffrey se arrodilló delante de ella y le quitó una ramita del pelo-. No quería…

– Gilipollas -replicó ella. La había asustado, y eso aún la indignó más-. ¿Qué coño te pasa?

– He dado un traspié -contestó él al tiempo que intentaba ayudarla a levantarse.

– No me toques. -Lo apartó de un manotazo y se puso en pie sola.

– ¿Estás bien? -repitió él mientras le sacudía la tierra del pantalón.

Ella retrocedió.

– Sí.

– ¿Seguro?

– No soy de porcelana. -Sara frunció el entrecejo al ver su sudadera sucia de tierra. Se le había roto la manga a la altura del hombro-. ¿Qué te pasa?

– Ya te lo he dicho: he dado un traspié. ¿Crees que lo he hecho aposta?

– No -respondió ella, aunque reconocerlo no aplacó su ira-. Dios mío, Jeffrey. -Comprobó el estado de su rodilla y vio que no se había lesionado el tendón-. Me has hecho daño.

– Lo siento -se disculpó él, quitándole otra rama del pelo.

Sara se miró el desgarrón de la manga, ahora más molesta que indignada.

– ¿Cómo has podido tropezar así?

Volviéndose, Jeffrey examinó el suelo alrededor.

– Supongo que hay… -Se interrumpió.

Sara siguió la mirada de Jeffrey y vio un tubo metálico que sobresalía del suelo. Un trozo de tela metálica sujeto con una goma elástica cubría el extremo.

– Sara -se limitó a decir Jeffrey, pero ésta se estremeció al percibir miedo en su voz.

Ella reprodujo los segundos previos en su memoria: el ruido al caer al suelo, que no había sido sordo sino una reverberación hueca. Bajo sus pies se escondía algo. Había algo enterrado.

– Dios mío -susurró Jeffrey, y retiró la tela metálica.

Miró por el tubo, pero Sara sabía que no conseguiría ver nada por aquel orificio de poco más de dos centímetros de diámetro. Aun así, preguntó:

– ¿Ves algo?

– No.

Jeffrey intentó mover el tubo pero fue en vano. Algo lo sujetaba firmemente bajo tierra.

Sara se arrodilló y, apartando las hojas y la pinaza con las manos, retrocedió a medida que descubría el contorno de un rectángulo de tierra suelta. Cuando se encontraba a poco más de un metro de Jeffrey, los dos parecieron comprender simultáneamente qué había debajo de ellos.

Sara sintió una alarma creciente mientras Jeffrey, inquieto a su vez, hundía los dedos en el suelo. La tierra ofrecía apenas resistencia, como si alguien hubiera cavado allí recientemente. Sara, de rodillas a su lado, empezó también a apartar piedras y tierra, procurando no pensar en lo que podía aparecer debajo de ellos.

– ¡Mierda!

Jeffrey levantó la mano, y Sara vio un profundo tajo en la palma de su mano donde un palo afilado le había traspasado la piel. El corte sangraba profusamente, pero él reanudó la tarea, cavando, apartando la tierra a los lados.

Sara arañó algo duro y, cuando retiró la mano, vio madera debajo.

– Jeffrey-dijo, pero él siguió cavando-. Jeffrey.

– Lo sé -contestó él.

Había dejado al descubierto un trozo de madera alrededor del tubo. Una abrazadera metálica rodeaba el conducto, manteniéndolo bien sujeto. Jeffrey sacó su navaja, y Sara permaneció inmóvil, observando, mientras él intentaba desatornillar la abrazadera. Debido a la sangre del corte, la empuñadura le resbalaba en las manos; al final desistió, tiró la navaja a un lado y agarró el tubo. Apoyó el hombro contra él y, con una mueca de dolor, empujó hasta que se oyó primero el siniestro gemido de la madera y luego un sonoro chasquido al ceder la abrazadera y partirse la tabla en la que estaba sujeta.

Sara se tapó la nariz cuando un olor a aire estancado emanó del interior.

El agujero medía apenas veinte centímetros cuadrados y afiladas astillas sobresalían del borde como dientes.

Jeffrey acercó el ojo a la abertura. Movió la cabeza en un gesto de negación.

– No veo nada.

Sara continuó cavando a lo largo del contorno de la madera, con la sensación de que el corazón iba a salírsele por la boca a cada nueva sección que desenterraba. Había tablas unidas mediante clavos, formando la tapa de lo que sólo podía ser una caja larga y rectangular. Jadeaba y, pese a la brisa, le sobrevino un sudor frío. De pronto sintió que la sudadera era como una camisa de fuerza; se la quitó y la tiró a un lado para poder moverse con mayor libertad. La cabeza le daba vueltas al contemplar las distintas posibilidades que tenían ante sí. Sara rara vez rezaba, pero al pensar en lo que podían encontrar allí enterrado, pidió ayuda a quienquiera que la escuchara.

– Cuidado -advirtió Jeffrey, empleando el tubo a modo de palanca para desprender las tablas.

Sara, aún de rodillas, se inclinó hacia atrás y se tapó los ojos para protegerse de la lluvia de tierra. Aunque todavía enterrada en su mayor parte, la madera se astilló, pero Jeffrey no cejó en su empeño hasta romper las delgadas tablas con las manos. Al ceder los clavos al esfuerzo, se oyó un gemido grave y chirriante como un estertor. El hedor a descomposición reciente asaltó a Sara como una brisa acre, pero no apartó la mirada cuando Jeffrey se tendió en el suelo para introducir el brazo en la estrecha abertura.

Mientras palpaba el interior, Jeffrey alzó la mirada hacia ella con la mandíbula tensa.

– He tocado algo -anunció-. A alguien.

– ¿Respira? -preguntó Sara, pero él negó con la cabeza antes de que ella pronunciara la palabra.

Más despacio, más pausadamente, Jeffrey arrancó otro trozo de madera. Miró la parte inferior y se la entregó a Sara, que vio arañazos en la superficie, como si un animal hubiera quedado allí atrapado. En la siguiente tabla que le dio Jeffrey había clavada una uña del tamaño de una de las suyas, y la dejó en el suelo cara arriba. La siguiente tabla presentaba arañazos aún más profundos; Sara la colocó junto a la primera, reproduciendo la disposición original, consciente de que era una prueba. Podía ser un animal. Una broma de mal gusto de algún niño. Una antigua sepultura india. Se le ocurrieron sucesivas explicaciones mientras observaba a Jeffrey arrancar las tablas, y cada una que sacaba era como una astilla en el corazón de Sara. En total había unas veinte tablas, pero al llegar a la duodécima, vieron cuál era el contenido de la caja.

Jeffrey se quedó mirando el ataúd, y al tragar saliva la nuez se le agitó visiblemente en la garganta. Al igual que Sara, se había quedado sin habla.

La víctima era una mujer joven, de menos de veinte años. El cabello, oscuro y largo hasta la cintura, le cubría el torso. Llevaba un sencillo vestido azul que le llegaba casi hasta las pantorrillas y calcetines blancos, pero no zapatos. Tenía la boca y los ojos muy abiertos, en una expresión de pánico que casi podía palparse, y una mano tendida hacia arriba, con los dedos contraídos, como si todavía intentara arañar la tabla para salir. Se veían pequeñas manchas petequiales en la esclerótica, lágrimas secas desde hacía tiempo que se adivinaban por las finas líneas rojas perfiladas en el blanco de los ojos. Había varias botellas de agua vacías junto a un tarro empleado obviamente para los excrementos. Tenía una linterna a la derecha y un mendrugo de pan medio comido a la izquierda. Se había formado moho en los rincones y también un poco en el labio superior de la chica, como un fino bigote. No había sido una gran belleza, pero seguramente sí bonita a su sencilla manera.

Jeffrey dejó escapar un largo suspiro y se sentó en el suelo. Como Sara, estaba cubierto de tierra; como Sara, parecía ajeno a ello.

Los dos miraban a la chica, observaban cómo la brisa del pantano le agitaba el pelo espeso y tiraba de las mangas largas del vestido. Sara vio que llevaba alrededor del pelo una cinta azul que hacía juego con el vestido y se preguntó quién se la habría puesto. ¿Se la había atado la madre o la hermana? ¿Se había sentado en su habitación y, mirándose en el espejo, se había puesto la cinta ella sola? Y ¿luego qué había sucedido? ¿Qué la había llevado hasta allí?

Jeffrey se frotó las manos en los vaqueros, dejando huellas de sangre.

– No querían matarla -supuso.

– No -coincidió Sara, sumida en una profunda tristeza-. Sólo querían darle un susto de muerte.

Capítulo 2

En la clínica habían preguntado a Lena por las magulladuras.

– ¿Estás bien, cariño? -había dicho la vieja negra con la frente arrugada en un gesto de preocupación.

Tras contestar que sí mecánicamente, Lena esperó a que saliese la enfermera para acabar de vestirse.

Eran magulladuras propias de su trabajo de policía: la pistola le rozaba de tal modo la cadera que a veces pensaba que acabaría con una muesca permanente en el hueso; la línea azul en el antebrazo, fina como una señal a lápiz, aparecida de tanto ajustar ese bulto de acero a la vez que mantenía la mano a un lado lo más recta posible para no alertar a la población en general sobre lo que llevaba oculto.

Cuando Lena patrullaba por las calles a pie, los problemas aún eran mayores: dolor de espalda, rozaduras a causa de la pistolera, verdugones debidos al golpeteo de la porra contra la pierna cuando echaba a correr tras un delincuente. A veces, cuando los cogía, usaba de buena gana la porra: así se enteraban de lo que una sentía al perseguir medio kilómetro a un triste capullo, a una temperatura de treinta grados y apechugando con cuarenta kilos de equipo. Luego estaba el chaleco antibalas. Lena había conocido a policías -hombres corpulentos, fornidos- que habían perdido el conocimiento a causa del calor. En agosto, resultaba tan sofocante que sopesaban los pros y los contras entre recibir un tiro en el pecho o morir de insolación.

Sin embargo, cuando por fin recibió su chapa dorada de inspectora, dejó el uniforme y la gorra y entregó la radio portátil por última vez, echó de menos aquella carga, el pesado recordatorio de que era policía. Ser inspectora significaba trabajar sin accesorios. En la calle, el uniforme no podía hablar por ella, el coche patrulla ya no inducía a los demás vehículos a aminorar la marcha incluso cuando ya circulaban por debajo del límite de velocidad. Tenía que encontrar otras maneras de intimidar a los malos. Sólo disponía del cerebro para saber que seguía siendo policía.

Cuando la enfermera la dejó sentada en esa habitación de Atlanta, lo que en la clínica se llamaba «sala de recuperación», Lena se miró las magulladuras antiguas y las comparó con las nuevas: señales de dedos alrededor del brazo como una cinta; la muñeca hinchada porque se la habían retorcido; el verdugón en forma de puño por encima del riñon izquierdo, que no veía pero sí sentía cada vez que se movía de determinada manera.

En su primer año de uniforme lo había visto todo. Peleas domésticas en las que las mujeres lanzaban piedras al coche patrulla, creyendo que de ese modo la disuadirían de llevarse a sus maridos a la cárcel tras haberlas maltratado. Vecinos que se apuñalaban por una morera con las ramas demasiado bajas o un cortacésped desaparecido que al final estaba en un rincón del garaje, por lo general cerca de una bolsita de maría o a veces de alguna droga más dura. Niños agarrados a sus padres, rogando que no se los llevaran de sus casas, y luego en el hospital los médicos encontraban señales de desgarro anal o vaginal; a veces incluso tenían el fondo de la garganta desgarrado, con pequeñas marcas debidas a los conatos de asfixia.

Los instructores intentaban prepararlos para esto en la academia, pero en realidad uno nunca podía llegar a estar preparado. Tenía que verlo, paladearlo, sentirlo en sus propias carnes. Nadie podía explicarte el miedo que se sentía al detener en la carretera a un conductor desconocido, cómo se aceleraba el corazón cuando uno se acercaba a él con la mano en la pistola, preguntándose si el individuo del coche también hacía lo propio. Los manuales incluían fotos de muertos, y Lena recordaba que sus compañeros de clase se habían reído de algunas. La mujer que se emborrachó y perdió el conocimiento en la bañera con las medias enredadas alrededor de los tobillos. El hombre que se colgó a la vez que se hacía una paja, y de pronto uno se daba cuenta de que lo que sostenía en la mano no era una ciruela madura. Debía de ser padre, marido, sin duda hijo de alguien, pero para los cadetes, era «el tío de la ciruela».

Nada de eso lo preparaba a uno para ver y oler la realidad. El instructor no podía describir la sensación que producía la muerte, el momento en que uno entraba en una habitación y se le erizaba el vello de la nuca, anunciándole que había sucedido algo malo o -peor aún- que algo malo iba a suceder. Un superior no podía advertirle a uno que no convenía humedecerse los labios para quitarse el sabor de la boca. Nadie le decía a uno que, por mucho que se restregase el cuerpo, el olor de la muerte sólo se iba con el tiempo. Tras correr cinco kilómetros al día bajo un sol tórrido, levantar pesas en el gimnasio, con el sudor manando como la lluvia al caer de oscuros nubarrones, por fin se eliminaba el olor; y entonces llegaba otra llamada: a una gasolinera, a un coche abandonado o a la casa de un vecino donde los periódicos se amontonaban en el camino de entrada y el correo sobresalía del buzón, y allí encontraba a otra abuela, hermano o tío que había que volver a eliminar del organismo a fuerza de sudar.

Nadie sabía ayudarle a uno cuando la muerte se introducía en su vida. Nadie podía aliviar el dolor que uno sentía cuando tomaba conciencia de que sus propios actos habían acabado con una vida, por mala que esa vida fuera. Eran los gajes del oficio. Como policía, uno aprendía pronto que había un «nosotros» y un «ellos». Lena nunca creyó que lloraría la pérdida de uno de «ellos», pero últimamente no pensaba en otra cosa. Y ahora se había perdido otra vida, otra muerte en sus manos.

Llevaba varios días sintiendo la muerte en su interior, y nada podía eliminarla de sus sentidos. Tenía un sabor amargo en la boca y cada vez que tomaba aliento se avivaba aquel hedor a descomposición. Una penetrante sirena resonaba en sus oídos sin cesar y tenía la piel tan pegajosa que le daba la sensación de haberla tomado prestada en el cementerio. Su cuerpo no le pertenecía, ya no podía controlar la mente. A partir del instante en que salieron de la clínica, durante toda esa noche en la habitación de un hotel de Atlanta, y hasta el momento en que entró por la puerta de la casa de su tío, sólo pudo pensar en lo que había hecho, en las decisiones erróneas que la habían llevado hasta ese punto.

Ahora, tumbada en la cama, Lena miraba por la ventana, contemplando el deprimente jardín trasero. Hank no había cambiado ni un solo detalle de la casa desde que Lena era pequeña. Su dormitorio conservaba la mancha de humedad marrón en la esquina donde una rama había perforado el tejado durante una tormenta. La pintura se descascarillaba en la pared donde Hank había usado un tipo equivocado de imprimación y el papel de pared había absorbido suficiente nicotina para darle un horrible tono ictérico.

Lena se había criado allí con Sibyl, su hermana gemela. Su madre había fallecido en el parto y Calvin Adams, su padre, había muerto de un tiro en un semáforo en rojo pocos meses antes. Sibyl había sido asesinada hacía tres años. Otra muerte, otro abandono. Es posible que la presencia de su hermana hubiera mantenido a Lena aferrada a la vida. Ahora se dejaba llevar, tomaba decisiones cada vez peores, sin molestarse en rectificarlas. Convivía con las consecuencias de sus actos. O acaso sería más exacto decir que sobrevivía.

Lena se llevó los dedos al vientre, donde hacía menos de una semana estaba el bebé. Sólo una persona convivía con las consecuencias; sólo una había sobrevivido. ¿Habría tenido la criatura su tez oscura, aflorando una vez más los genes de su abuela de origen mexicano? ¿O habría heredado los ojos gris acero y la pálida piel blanca de su padre?

Se enderezó, deslizó los dedos hacia el bolsillo trasero y sacó su navaja. Con cuidado, extrajo la hoja. Tenía la punta rota, y estampada en un semicírculo de sangre seca estaba la huella dactilar de Ethan.

Se miró el brazo, la profunda magulladura allí donde Ethan la había agarrado, y se preguntó cómo el dedo que había dejado su huella arremolinada en la hoja, cómo la mano que había sostenido esa navaja, cómo el puño que le había causado tanto dolor, podían ser los mismos que recorrían su cuerpo con delicadeza.

La policía que había en ella sabía que debía detenerlo. La mujer que había en ella sabía que era un mal hombre. La realista sabía que un día la mataría. Pero algo en su ser más profundo rechazaba estos pensamientos, y se dio cuenta de que era la peor de las cobardes. Ella era la mujer que tiraba piedras al coche patrulla. Era el vecino con el cuchillo. Era el niño estúpido que se aferraba a quien abusaba de él. Era la que tenía lágrimas en lo más hondo de su garganta, que se asfixiaba con lo que él la obligaba a tragar.

Llamaron a la puerta.

– ¿Lee?

Plegó la hoja y se apresuró a sentarse. Cuando Hank abrió la puerta, Lena se había llevado las manos al vientre, con la sensación de que algo se le había desgarrado. Él se acercó y se detuvo, tendiendo los dedos hacia su hombro pero sin tocarla.

– ¿Estás bien?

– Me he incorporado demasiado deprisa.

Hank bajó la mano y se la metió en el bolsillo.

– ¿Te apetece comer algo?

Ella asintió, respirando con los labios entreabiertos.

– ¿Necesitas ayuda para levantarte?

– Ya ha pasado una semana -dijo ella, como si con eso contestara a la pregunta.

Le habían dicho que podría reincorporarse al trabajo dos días después de la intervención, pero Lena no sabía cómo se las arreglaban las mujeres para hacerlo. Llevaba doce años en el cuerpo de policía del condado de Grant y hasta entonces nunca había tomado vacaciones. Sería gracioso que aquello fuese algo de lo que uno pudiera reírse.

– Yo ya he comido algo por el camino -comentó él.

Por su camisa hawaiana perfectamente planchada y los vaqueros blancos, Lena adivinó que había estado toda la mañana en la iglesia. Consultó el reloj; eran más de las doce del mediodía. Había dormido quince horas.

Hank permaneció allí, con las manos todavía en los bolsillos, como si esperase que ella dijera algo.

– Iré enseguida.

– ¿Necesitas algo?

– ¿Como qué, Hank?

Hank se rascó los brazos como si le picaran y apretó los finos labios. Los años pasados no habían conseguido borrar las cicatrices de las agujas en la piel, y ella aborrecía verlas, aborrecía la aparente indiferencia de él ante el hecho de que a ella le recordaban todo lo malo que se interponía entre ellos.

– Te prepararé algo para comer -propuso él.

– Gracias -consiguió decir Lena, y dejó colgar las piernas a un lado de la cama.

Apoyó los pies en el suelo con firmeza, recordándose que estaba en esa habitación. Esa última semana se había descubierto viajando mentalmente a lugares que parecían mejores, más seguros. Sibyl aún vivía. Ethan Green no había entrado todavía en su vida. Todo era más fácil.

A Lena le habría apetecido un buen baño caliente, pero no podría sentarse en una bañera al menos durante una semana. No podría mantener relaciones sexuales en el doble de tiempo, y cada vez que intentaba inventar una mentira, alguna explicación que dar a Ethan por no estar disponible, sólo se le ocurría que lo más fácil sería dejarle hacer. Cualquier daño que padeciera sería culpa de ella. Tenía que llegar el día en que pagaría por lo que había hecho. Tenía que haber algún tipo de castigo por la mentira que era su vida.

Se dio una ducha rápida para despejarse, sin mojarse el pelo porque la sola idea de sostener un secador en alto durante unos minutos le resultaba ya demasiado agotadora para planteárselo siquiera. En los últimos días estaba cada vez más perezosa y se pasaba el tiempo sentada, mirando por la ventana, como si el jardín cubierto de tierra, con su solitario neumático colgado a modo de columpio y el Cadillac de 1959 inmóvil sobre unos ladrillos desde antes de nacer Lena y Sibyl, fuera el principio y el fin de su mundo. Podía serlo. Hank había insistido en que podía volver a vivir con él, y ante la facilidad de la propuesta se había sentido mecida como por la resaca del mar. Si no se marchaba pronto, acabaría yendo a la deriva sin esperanza de divisar tierra. Nunca más volvería a sentir los pies firmemente plantados en el suelo.

Hank se había opuesto a llevarla a la clínica de Atlanta, pero bien estaba reconocer que al final había respetado la decisión de ella. A lo largo de los años, Hank había hecho muchas cosas para Lena en las que posiblemente no creía -ya fuera por razones religiosas o por su propia tozudez-, y en ese momento Lena empezaba a valorarlo. Aunque jamás lo reconocería abiertamente ante él. Por mucho que Hank Norton hubiera sido una de las constantes de su vida, Lena era plenamente consciente de que ella era lo único que le quedaba a él. Si fuera una persona menos egoísta, se compadecería del pobre viejo.

La cocina estaba justo al lado del cuarto de baño, y se puso la bata antes de abrir la puerta. Hank, ante el fregadero, arrancaba la piel a un trozo de pollo frito. Había cajas de Kentucky Fried Chicken en la encimera, junto a una bandeja de cartón con puré de patatas, ensalada de col y un par de panecillos.

– No sabía qué trozo querías.

A Lena se le contrajo el estómago al percibir el olor a mayonesa de la ensalada de col y ver coagularse la salsa marrón encima de las patatas. Sólo de pensar en comida le entraban ganas de vomitar. Verla, olerla, bastó para ponerla fuera de sí.

Hank dejó el muslo de pollo en la encimera y, tendiendo las manos como si ella fuera a caerse, la invitó a que se sentara.

Por una vez, Lena obedeció, apartando una silla tambaleante de la mesa. Ésta se hallaba cubierta de folletos -las reuniones de Alcohólicos Anónimos y Narcóticos Anónimos eran las adicciones más perdurables de Hank-, pero su tío había despejado un pequeño espacio para que ella pudiera comer. Lena se acodó en la mesa y apoyó la cabeza en la mano, sintiéndose más fuera de lugar que mareada.

Hank le frotó la espalda y ella notó el roce áspero de sus dedos callosos en la tela. Apretó los dientes; no deseaba que la tocara, pero no quería enfrentarse a su expresión dolida si se apartaba.

Su tío se aclaró la garganta.

– ¿Quieres que llame al médico?

– Estoy bien.

– Nunca has estado bien del estómago -dijo él, señalando algo evidente.

– Estoy bien -repitió ella, con la sensación de que Hank intentaba recordarle su historia en común, el hecho de que él había estado a su lado durante casi toda su vida.

Hank sacó otra silla y se sentó frente a ella. Al darse cuenta de que él esperaba que alzara la vista, Lena se tomó su tiempo antes de hacerlo. De niña pensaba que Hank era viejo, pero ahora, con treinta y cuatro años, la misma edad que tenía Hank cuando acogió a las hijas de su difunta hermana para criarlas, le parecía centenario. Su vida de excesos le había dejado profundas arrugas en la cara, igual que las agujas que se había clavado en las venas habían dejado sus marcas. Hank fijó la mirada en ella con sus ojos de color azul hielo y Lena vio ira tras su preocupación. La ira había sido una compañera constante de Hank y a veces Lena, cuando lo miraba, veía su propio futuro escrito en aquellos rasgos curtidos.

La ida en coche a Atlanta, a la clínica, había transcurrido con absoluta tranquilidad. Normalmente apenas hablaban, pero el peso del silencio había sido como una opresión en el pecho para Lena. Le había manifestado a Hank su intención de ir sola a la clínica, pero en cuanto entró en el edificio -con sus brillantes luces de neón que casi latían en el conocimiento de lo que estaba a punto de hacer-, Lena había anhelado su presencia.

Sólo había otra mujer en la sala de espera, una rubia menuda, de una delgadez casi patética, que no paraba de mover las manos, eludiendo la mirada de Lena casi tanto como Lena evitaba la suya. Era unos pocos años más joven que ella, pero llevaba el pelo recogido en un moño como una vieja. Lena se preguntó qué había llevado a esa chica allí: ¿era una estudiante universitaria cuya vida cuidadosamente planificada se había topado con un obstáculo? ¿Un coqueteo intrascendente que había ido demasiado lejos en una fiesta? ¿La víctima del afecto de un tío borracho?

Lena no se lo preguntó; no se atrevió y no quería exponerse, tal vez porque no quería que le hicieran la misma pregunta a ella. Así que permanecieron sentadas casi una hora, dos presas en espera de una condena a muerte, ambas consumidas por la culpa de sus crímenes. Lena casi se sintió aliviada cuando la llevaron de vuelta a la sala de intervenciones, y se sintió doblemente aliviada al ver a Hank cuando por fin la sacaron en silla de ruedas al aparcamiento. Hank debió de pasarse todo el rato paseándose de un lado al otro junto al coche, fumando un cigarrillo tras otro. El suelo estaba lleno de colillas que había apurado hasta el filtro.

Después, la había llevado a un hotel en la calle Diez, con la idea de que debían quedarse en Atlanta por si ella experimentaba alguna reacción o necesitaba ayuda. Reese, el pueblo donde Hank había criado a Lena y Sibyl y donde él aún vivía, era pequeño y la gente no tenía nada mejor que hacer que hablar de los vecinos. Pero además, ninguno de los dos confiaba en que el médico local supiera qué hacer en caso de que Lena necesitara ayuda. El hombre se negaba a recetar anticonceptivos y a menudo lo citaban en el periódico local donde declaraba que el problema con los jóvenes pendencieros del pueblo era que sus madres trabajaban en lugar de quedarse en casa criando a sus hijos como era el designio de Dios.

Lena nunca había estado en una habitación de hotel tan agradable, una especie de pequeña suite con sala de estar. Hank se había acomodado en el sofá a ver la televisión con el volumen muy bajo; encargó la comida al servicio de habitaciones cuando fue necesario y no salió siquiera para fumar un cigarrillo. Por la noche, dobló su cuerpo desgarbado en el sofá y, aunque sus leves ronquidos no dejaron dormir a Lena, éstos al mismo tiempo la reconfortaron.

Lena había dicho a Ethan que se iba al laboratorio de formación de la delegación del FBI en Georgia para asistir a un curso sobre procedimiento en la escena de un crimen al que Jeffrey quería que fuera. A Nan, su compañera de piso, le había dicho que se iba a casa de Hank a revisar las cosas de Sibyl. En retrospectiva, sabía que tenía que haber contado a los dos la misma mentira para simplificar las cosas, pero por alguna razón a Lena no le había gustado la idea de mentir a Nan. Su hermana y Nan habían sido amantes, habían vivido juntas. Tras la muerte de Sibyl, Nan había pretendido acoger a Lena bajo sus alas, una sustituta pobre de Sibyl. Lena todavía no sabía por qué no se atrevía a decirle a la otra mujer la verdadera razón de su viaje.

Nan era lesbiana y, a juzgar por el correo que recibía, también debía de ser una especie de feminista. Habría sido más fácil ir a la clínica con ella que con Hank, pues habría expresado su apoyo en lugar de reconcomerse de desprecio en silencio. Probablemente Nan habría levantado el puño para amenazar a los manifestantes que gritaban en la puerta «Asesina de bebés» y «Criminal» cuando la enfermera llevó a Lena al coche en una vieja y chirriante silla de ruedas. Seguramente Nan habría consolado a Lena, tal vez le habría dado un té y la habría obligado a comer algo en lugar de dejar que siguiera aferrándose al hambre como si se impusiera un castigo, regodeándose en el mareo y el ardor de estómago. Desde luego no habría permitido que Lena se quedara todo el día en la cama mirando por la ventana. Y ésa era una razón tan buena como cualquier otra para no decírselo. Nan ya sabía demasiadas cosas malas sobre Lena. No había necesidad de añadir otro fracaso a la lista.

– Tienes que hablar con alguien -dijo Hank.

Lena apoyó la mejilla en la palma de la mano y miró por encima del hombro de él. Estaba exhausta, le pesaban los párpados. Cinco minutos. Le concedería cinco minutos y luego volvería a la cama.

– Lo que has hecho… -Se le apagó la voz-. Entiendo por qué lo has hecho. De verdad.

– Gracias -dijo ella mecánicamente.

– Ojalá fuera capaz… -empezó a decir él, apretando los puños-. Haría trizas a ese muchacho y lo enterraría donde a nadie se le ocurriese buscarlo.

Ya habían mantenido esa conversación. En general, Hank hablaba y Lena se limitaba a mirarlo, esperando que su tío se diera cuenta de que ella no iba a participar. Hank había asistido a demasiadas reuniones, había visto a demasiados borrachos y adictos que se desahogaban delante de un grupo de desconocidos sólo a cambio de meterse en el bolsillo una pequeña ficha de plástico.

– Yo lo habría criado -dijo él, no por primera vez-. Igual que os crié a ti y a tu hermana.

– Sí -asintió Lena, ciñéndose la bata-. Y ya ves lo bien que lo has hecho.

– Nunca me has dado una oportunidad.

– ¿Una oportunidad para qué? -preguntó ella.

Sibyl siempre había sido su preferida. De niña era más dócil, siempre dispuesta a complacer. Lena era la incontrolable, siempre dispuesta a ir más allá de los límites.

Se dio cuenta de que se estaba frotando el vientre y se obligó a parar. Ethan le había dado un puñetazo en el estómago cuando ella le dijo que no, que en realidad no estaba embarazada, que había sido una falsa alarma. Le había advertido que si alguna vez mataba a un hijo de los dos, él la mataría a ella. Le había advertido acerca de muchas cosas que ella no escuchó.

– Eres fuerte -señaló Hank-. No entiendo por qué dejas que ese muchacho te domine.

Lena se lo habría explicado si hubiese sabido cómo hacerlo. Los hombres no lo entendían. No entendían que no importaba lo fuerte que una fuese, mental o físicamente. Lo que importaba era esa necesidad que se sentía en las entrañas, y cómo hacía desaparecer el dolor. En otro tiempo, Lena despreciaba a las mujeres que se dejaban maltratar. ¿Qué les pasaba? ¿Por qué, en su debilidad, dejaban de preocuparse por sí mismas? Eran patéticas y recibían su merecido. A veces habría deseado abofetearlas ella misma, decirles que espabilaran, que dejaran de ser un felpudo.

Desde dentro, lo veía de otro modo. Pese a lo fácil que le era odiar a Ethan cuando no lo tenía delante, cuando estaba con ella y se comportaba con dulzura, no quería que se marchara nunca. Por mala que fuera su vida, él podía hacer que fuera mejor o peor, según de qué humor estaba. Darle ese control, esa responsabilidad, era casi un alivio, algo que se quitaba de encima. Y, para ser sincera, a veces ella le devolvía los golpes. A veces ella pegaba primero.

Toda mujer que había recibido palizas decía que se las había buscado, que había provocado a su novio o a su marido enfureciéndolo o dejando que se quemara la cena o dando cualquier pretexto para justificar que las apalearan, pero Lena sabía con certeza que ella sacaba lo peor que había en Ethan. Él había querido cambiar. Cuando Lena lo conoció, hacía verdaderos esfuerzos para ser una persona distinta, para ser una buena persona. Si Hank conociera ese detalle en concreto, se llevaría una sorpresa, o incluso un disgusto. Ethan no era el culpable de las magulladuras; era Lena. Era ella quien lo obligaba a reincidir una y otra vez. Era ella quien lo acosaba y lo abofeteaba hasta que él se enfadaba tanto que estallaba, y cuando estaba sobre ella, pegándole, follándosela, se sentía viva. Se sentía renacer.

Para ella, era impensable traer un bebé a este mundo. No deseaba que nadie tuviera una vida de mierda como la suya.

Hank apoyó los codos en las rodillas.

– Sólo quiero entenderlo.

Con su historial, Hank debería ser el primero en entenderlo. Ethan era malo para ella. La había convertido en la clase de persona que ella detestaba y, sin embargo, siempre volvía a por más. Era la peor forma de adicción, porque nadie, salvo Lena, entendía la atracción que ejercía.

Una melodía llegó del dormitorio y Lena tardó un segundo en caer en la cuenta de que era su móvil.

Al ver que hacía ademán de levantarse, Hank dijo:

– Ya lo cojo yo. -Y se fue a la habitación antes de que ella pudiera detenerlo. Le oyó atender la llamada y luego decir-: Un momento.

Volvió a la cocina con la mandíbula tensa.

– Es el comisario -anunció, y le pasó el teléfono.

Jeffrey estaba tan serio como Hank.

– Lena -dijo-, sé que todavía te queda un día de descanso, pero necesito que vengas.

Lena miró el reloj de pared e intentó calcular el tiempo que tardaría en hacer la maleta y volver al condado de Grant. Por primera vez en esa semana, sintió que volvía a latirle el corazón, que la adrenalina le fluía por las venas, y fue como despertar de un largo sueño.

Eludiendo la mirada de Hank, contestó:

– Puedo estar ahí dentro de tres horas.

– Muy bien -repuso Jeffrey-. Ve a buscarme al depósito de cadáveres.

Capítulo 3

Sara hizo una mueca al ponerse una tirita en la uña rota. Le dolían las manos de escarbar y tenía arañazos en las yemas de los dedos, como pinchazos diminutos. Esa semana debería tomar más precauciones de las habituales en la consulta y asegurarse de que tenía las heridas siempre tapadas. Al vendarse el pulgar, se acordó del trozo de uña que había encontrado incrustado en la madera y se sintió culpable de preocuparse por sus problemas insignificantes. Sara no podía ni imaginar cómo habían sido los momentos finales de esa pobre muchacha, pero sabía que antes de que acabara el día era eso precisamente lo que tendría que averiguar.

En su trabajo en el depósito de cadáveres, Sara había visto muertes horribles de muy distintas clases: puñaladas, disparos, palizas, estrangulaciones. Intentaba enfrentarse a cada caso con objetividad clínica, pero a veces una víctima se convertía en un ser vivo, real, que pedía ayuda a Sara. Esa chica muerta en el bosque, enterrada en una caja, había implorado a Sara. El miedo que expresaba cada rasgo de su cara, la mano tendida hacia la vida: todo ello era una súplica a alguien, a cualquiera, para que la ayudara. Los últimos momentos de la muchacha debieron de ser terroríficos. A Sara no se le ocurría nada más horrendo que ser enterrada viva.

Sonó el teléfono de su despacho y atravesó la sala a toda prisa para cogerlo antes de que saltara el contestador. Llegó un segundo demasiado tarde y el altavoz emitió un pitido cuando descolgó el auricular.

– ¿Sara? -preguntó Jeffrey.

– Sí -contestó ella, apagando el contestador-. Lo siento.

– No hemos encontrado nada -dijo él, y ella percibió frustración en su voz.

– ¿No hay ninguna desaparecida?

– Hubo una chica hace unas semanas -contestó él-. Pero ayer se presentó en casa de su abuela. Espera un momento. -Lo oyó murmurar algo aparte y luego volver a ponerse al aparato-. Enseguida te llamo.

Colgó antes de que Sara pudiera contestar. Se reclinó en la silla, contemplando su escritorio, fijándose en las ordenadas pilas de papeles y notas. Tenía todos los bolígrafos en un cubilete y el teléfono estaba perfectamente alineado con el borde del escritorio metálico. Carlos, su ayudante, trabajaba a jornada completa en el depósito de cadáveres, pero se pasaba días enteros en los que no tenía nada mejor que hacer que rascarse la tripa y esperar a que muriese alguien. Obviamente se había mantenido ocupado ordenando su despacho. Sara advirtió un arañazo en la fórmica y pensó que desde que trabajaba allí, y de eso hacía ya muchos años, nunca se había fijado en esa superficie de madera de imitación.

Pensó en la madera empleada para construir la caja donde estaba la muchacha. Parecía nueva, y obviamente la tela metálica que cubría el tubo tenía la función de evitar que se obstruyera el suministro de aire. Alguien había metido a la muchacha allí, reteniéndola en ese ataúd, con fines enfermizos. ¿Estaría en ese mismo momento su secuestrador pensando en ella encerrada en esa caja y obteniendo algún tipo de placer sexual por el poder que creía tener sobre ella? ¿O ya había quedado satisfecho con dejarla allí para que se muriera sin más?

Sara se sobresaltó cuando sonó el teléfono. Lo cogió y preguntó:

– ¿Jeffrey?

– Espera un momento. -Tapó el auricular mientras hablaba con otra persona; Sara esperó hasta que él le preguntó-: ¿Qué edad le calculas?

Aunque a Sara no le gustaba adivinar, contestó:

– Entre dieciséis y diecinueve años. Es difícil establecerlo con exactitud en estos momentos.

Comunicó el dato a alguien que estaba a su lado y luego preguntó a Sara:

– ¿Crees que la obligaron a ponerse esa ropa?

– No lo sé -dijo ella, preguntándose adónde quería ir a parar.

– Las suelas de los calcetines están limpias.

– Es posible que le quitasen los zapatos después de meterla en la caja -sugirió Sara. A continuación, al darse cuenta de lo que preocupaba verdaderamente a Jeffrey, añadió-: Tendré que examinarla en la mesa antes de saber si ha sido víctima de una agresión sexual.

– Tal vez el culpable tuviera la intención de hacerlo -especuló Jeffrey, y los dos permanecieron unos instantes en silencio, pensando en esa posibilidad-. Aquí llueve a cántaros -añadió-. Estamos intentando desenterrar la caja, por si encontramos algo dentro.

– La madera parecía nueva.

– Hay moho en uno de los lados -dijo él-. Es posible que la madera, enterrada, no se deteriore tan rápidamente.

– ¿Es resistente a la presión?

– Sí -repuso él-, tiene todas las juntas biseladas. Quien la construyó no hizo una chapuza. Se requiere cierta habilidad. -Hizo una pausa, pero ella no lo oyó hablar con nadie. Finalmente, añadió-: Parece una niña, Sara.

– Lo sé.

– Alguien tiene que echarla en falta -dijo él-. No es posible que se haya escapado, así sin más.

Sara permaneció callada. Había visto revelarse demasiados secretos en una autopsia como para emitir un juicio apresurado sobre la muchacha. Toda una serie de circunstancias podían haberla llevado a ese lugar oscuro en el bosque.

– Hemos enviado un teletipo -dijo Jeffrey-. A todo el estado.

– ¿Crees que fue trasladada hasta allí? -preguntó Sara, sorprendida pues, por alguna razón, había supuesto que la chica era lugareña.

– Es un bosque público -explicó él-, por el que pasa toda clase de gente.

– Pero ese lugar…

A Sara se le apagó la voz, al tiempo que se preguntaba si alguna noche de la semana anterior había mirado por la ventana y la oscuridad había ocultado a la muchacha y su secuestrador mientras éste la enterraba viva al otro lado del pantano.

– El secuestrador sin duda iría a comprobar si seguía allí -comentó Jeffrey, como un eco de lo que Sara había pensado antes-. Estamos preguntando a los vecinos si han visto a alguien extraño últimamente.

– Yo paso por allí cuando salgo a correr -dijo Sara-. Y nunca he visto a nadie. Ni siquiera nos habríamos enterado de que estaba allí si tú no hubieras tropezado.

– Brad está buscando huellas dactilares en el tubo.

– Tal vez deberíais espolvorearlo para detectar las huellas -sugirió ella-. O puedo hacerlo yo.

– Brad sabe lo que se hace.

– No -replicó ella-. Te has hecho un corte en la mano. En ese tubo hay sangre tuya.

Jeffrey guardó silencio por un momento.

– Lleva guantes.

– ¿Y gafas? -preguntó ella. Se sentía como una supervisora de escuela pero aun así sabía que tenía que decirlo. Como Jeffrey no contestó, se lo explicó claramente-: No quiero ponerme pesada, pero debemos tener cuidado hasta que lo sepamos. Nunca te perdonarías si… -Se interrumpió, dejando que él dedujera el resto. Al ver que él seguía sin contestar, preguntó-: ¿Jeffrey?

– Se lo daré a Carlos para que te lo entregue -dijo, pero Sara percibió su irritación.

– Lo siento -se disculpó ella, aunque no sabía muy bien por qué.

Jeffrey no dijo nada, y ella oyó crepitar el móvil cuando él cambió de postura, probablemente intentando alejarse del lugar de los hechos.

– ¿Cómo crees que murió? -preguntó él. Sara dejó escapar un suspiro antes de contestar. No le gustaba especular.

– Por la manera en que la encontramos, diría que se quedó sin oxígeno.

– Pero ¿y el tubo?

– Tal vez no dejaba pasar suficiente aire. Tal vez la chica fue presa del pánico. -Sara se interrumpió por un momento-. Por eso no me gusta dar una opinión sin disponer de todos los datos. Podría haber una causa subyacente, algo relacionado con el corazón. Podría ser diabética. Podría ser cualquier cosa. No lo sabré hasta que no la tenga en la mesa, y entonces tal vez no sepa nada con certeza hasta que me lleguen los resultados de todas las pruebas, y es posible que ni siquiera entonces lo sepa.

Jeffrey pareció analizar las opciones.

– ¿Crees que entró en estado de pánico?

– Sé que yo lo haría.

– Tenía la linterna -señaló él-. Las pilas funcionaban.

– Menudo consuelo.

– Quiero sacarle una buena foto cuando ya esté limpia. Alguien tiene que estar buscándola.

– Tenía provisiones. No me imagino que el que la metió allí pretendiera dejarla indefinidamente.

– He llamado a Nick -dijo él, refiriéndose al agente local de la división del FBI en Georgia-. Irá a la oficina para ver si encuentra algo en la base de datos que coincida con la chica. Podría tratarse de un secuestro con rescate.

Por alguna razón, Sara prefirió esa opción a pensar que la muchacha había sido arrebatada de su casa con fines sádicos.

– Lena debería llegar al depósito de cadáveres dentro de una hora -dijo él.

– ¿Quieres que te llame cuando llegue?

– No -respondió él-. Nos estamos quedando sin luz diurna. Iré en cuanto hayamos acordonado la zona -añadió, y vaciló, como si quisiera decir algo más.

– ¿Qué pasa? -preguntó Sara.

– Es sólo una niña.

– Lo sé.

Se aclaró la garganta.

– Alguien está buscándola, Sara. Tenemos que averiguar quién es.

– Lo averiguaremos.

Él hizo otra pausa antes de añadir:

– Iré en cuanto pueda.

Sara colgó con delicadeza mientras las palabras de Jeffrey reverberaban en su cabeza. Hacía poco más de un año, Jeffrey se había visto obligado a disparar a una muchacha en el cumplimiento de su deber. Sara había sido testigo del incidente, lo había visto suceder como una pesadilla, y sabía que a Jeffrey no le había quedado más remedio, del mismo modo que sabía que Jeffrey jamás se perdonaría por el papel que desempeñó en la muerte de la chica.

Sara se acercó al archivo a coger los impresos para la autopsia. Aunque la causa de muerte debió de ser asfixia, habría que sacar muestras de sangre y orina, ponerles etiquetas y enviarlas al laboratorio estatal donde permanecerían hasta que el personal agobiado de trabajo de la delegación del FBI en Georgia se pusiera en ello. Habría que procesar tejido y almacenarlo en el depósito de cadáveres durante al menos tres años. Habría que reunir pruebas de los rastros, fecharlas y guardarlas en bolsas de papel. Según lo que encontrara Sara, habría que verificar si hubo violación: rascar y cortar las uñas, limpiar la vagina, el ano y la boca, extraer ADN para analizarlo. Habría que pesar órganos y medir brazos y piernas. Anotar debidamente el color del pelo, de los ojos, las manchas de nacimiento, la edad, raza, sexo, número de dientes, cicatrices, magulladuras, anomalías anatómicas. En pocas horas, Sara podría decirle a Jeffrey todo lo que podía saberse de la chica a excepción de lo único que a él realmente le importaba: su nombre.

Sara abrió su diario oficial para asignar un número al caso. Para la oficina del juez de instrucción, la muchacha sería el número 8.472. De momento, sólo se habían encontrado dos cadaveres no identificados en el condado de Grant, de modo que la policía la llamaría mujer no identificada número tres. Sara se sintió invadida por la tristeza cuando anotó el título en su cuaderno. Hasta que no se localizara a un miembro de la familia, la víctima no sería más que una serie de números.

Sara sacó otra pila de impresos y los hojeó hasta encontrar el Certificado de Defunción oficial. Por ley, Sara disponía de cuarenta y ocho horas para firmar el certificado de defunción de la muchacha. El proceso de convertir a una persona en una secuencia numérica se ampliaría a cada paso. Tras la autopsia, Sara buscaría el código para indicar la causa de la muerte y lo anotaría en la correspondiente casilla del impreso. El impreso sería enviado al Centro Nacional de Estadística de la Salud, que a su vez informaría de su muerte a la Organización Mundial de la Salud. Allí, la muchacha sería clasificada y analizada, recibiría más códigos, más números, que se mezclarían con más datos de todo el país y luego de todo el mundo. En ningún momento el hecho de que tuviera familia, amigos, tal vez amantes, cobraría relevancia.

Una vez más, Sara pensó en la chica en el ataúd de madera, la mirada de terror en la cara. Era la hija de alguien. Cuando nació, alguien había mirado la cara del bebé y le había dado un nombre. Alguien la había querido.

El viejo engranaje del ascensor se puso en marcha, y Sara apartó los impresos y se levantó del escritorio. Esperó a oír las puertas del ascensor, atenta a la maquinaria que gemía mientras subía por el hueco. Carlos era muy serio, y una de las pocas bromas que Sara le había oído decir tenía relación con el viejo artefacto que caía en picado y lo mataba.

El indicador de pisos encima de las puertas era de los antiguos, un reloj con tres cifras. La aguja vacilaba entre el uno y el cero, sin apenas moverse. Sara se reclinó contra la pared, contando los segundos para sí. Cuando llegó a treinta y ocho y estaba a punto de llamar al servicio de mantenimiento, se oyó un sonoro timbre en la habitación alicatada y se abrieron las puertas.

Carlos estaba detrás de la camilla, con los ojos muy abiertos.

– Pensaba que se había averiado -murmuró con su marcado acento extranjero.

– Déjame ayudarte -se ofreció ella al tiempo que cogía la camilla por un extremo para facilitarle la maniobra de salida.

El brazo de la chica seguía en alto, formando un ligero ángulo donde había intentado arañar la madera para huir, y Sara tuvo que levantar la camilla y girarla para que pudiera pasar por la puerta.

– ¿Has hecho las radiografías arriba?

– Sí.

– ¿Peso?

– Cincuenta kilos -contestó-. Un metro sesenta.

Sara lo anotó en la pizarra Vileda colgada de la pared. Tapó el rotulador antes de decir:

– Pongámosla en la mesa.

En el bosque, Carlos había metido a la muchacha en una bolsa de plástico negro y ahora los dos cogieron la bolsa por los lados y la levantaron para colocarla en la mesa. Sara lo ayudó con la cremallera, trabajando en silencio a su lado mientras la preparaban para la autopsia. Tras ponerse un par de guantes, Carlos cortó las bolsas de papel marrón que habían colocado en las manos de la chica para preservar las pruebas. Aunque tenía nudos en la larga melena, el pelo le caía a los lados de la mesa. Sara se puso también los guantes y se lo recogió, acercándolo al cuerpo, consciente de que hacía todo lo posible por no ver la expresión de terror en la cara de la muchacha. Al dirigir una rápida mirada a Carlos, vio que él tampoco quería verla.

Mientras Carlos empezaba a desvestir a la chica, Sara se acercó al armario metálico junto a los fregaderos y sacó una bata de cirugía y gafas. Los dejó en una bandeja junto a la mesa, y cuando Carlos expuso la piel lechosa a la cruda luz del depósito de cadáveres la embargó una tristeza casi insoportable. Tenía los pequeños pechos cubiertos con lo que parecía un sujetador de gimnasia y llevaba esas bragas de algodón de cintura alta que Sara siempre relacionaba con las viejas; todos los años para Navidad la abuela Earnshaw regalaba a Sara y Tessa un paquete de diez pares iguales a ésas; las «bragas de abuela», como las llamaba Tessa.

– No hay etiqueta -informó Carlos, y Sara se acercó para comprobarlo.

Carlos había tendido el vestido sobre un papel marrón para recoger cualquier prueba física. Sara se cambió de guantes antes de tocar la tela para no mezclar las pruebas. El vestido era de un corte muy sencillo: de manga larga y cuello rígido. Sara supuso que era de alguna mezcla de algodón grueso.

– No parece de confección industrial -dijo tras examinar las costuras, pensando que eso, en sí mismo, podría ser una pista. Aparte de un penoso curso de economía doméstica en el instituto, lo más que Sara había cosido era un botón. El que había cosido ese vestido obviamente sabía lo que tenía entre manos.

– Esto parece bastante limpio -observó Carlos, dejando las bragas y el sujetador sobre el papel; se veían usados pero limpios, con las etiquetas gastadas a fuerza de lavados.

– ¿Puedes examinarlos con la luz ultravioleta? -preguntó Sara, pero él se dirigía ya hacia el armario para coger la lámpara. Sara volvió a la mesa de autopsias y, con una sensación de alivio, vio que el cuerpo no presentaba magulladuras ni traumatismos en el pubis o la parte superior de los muslos. Esperó mientras Carlos enchufaba la lámpara de rayos ultravioleta y la pasaba por encima de la ropa. No brilló nada, no había restos de semen ni sangre en las prendas. Arrastrando el cable, se acercó al cadáver y dio la lámpara a Sara.

– Hazlo tú -dijo ella, y él, con pulso firme y mirada atenta, recorrió lentamente el cuerpo de la chica con la lámpara.

Sara solía dejar en manos de Carlos pequeñas tareas como ésa, consciente de que debía de aburrirse soberanamente sin otra cosa que hacer salvo esperar todo el día de brazos cruzados en el depósito de cadáveres. Sin embargo, la única vez que ella le había sugerido que estudiara algo, Carlos había negado con la cabeza en un gesto de incredulidad, como si ella le hubiera propuesto que viajara a la Luna.

– Nada -anunció Carlos.

Esbozó una sonrisa, cosa poco común en él, mostrando los dientes teñidos de color violeta por la luz. Apagó la lámpara y enrolló el cable para volver a guardarla en el armario debajo del mostrador.

Sara acercó las bandejas rodantes a la mesa. Carlos ya había dispuesto el instrumental para la autopsia y, aunque no solía cometer errores, Sara lo repasó, asegurándose de que tenía a mano todo lo necesario.

Había varios bisturís en fila junto a distintos tipos de tijeras de punta afilada para uso quirúrgico. La bandeja de al lado contenía fórceps de distintos tamaños, retractores, sondas, pinzas, un cuchillo dentado y varias sondas. La sierra Stryker y el martillo-gancho de autopsia estaban al pie de la mesa, y la báscula, empleada para pesar órganos, por encima. Junto al fregadero, tarros y probetas irrompibles aguardaban las muestras de tejidos. Había un metro y una pequeña regla al lado de la cámara de fotos que empleaban para documentar cualquier hallazgo anómalo.

Se volvió justo cuando Carlos colocaba un bloque de goma bajo los hombros de la chica para estirarle el cuello. Con ayuda de Sara, extendió una sábana blanca sobre el cadáver, y el brazo doblado quedó fuera. Carlos manipulaba el cuerpo con delicadeza, como si la chica siguiera viva y sintiera lo que le hacía. No por primera vez, Sara se sorprendió de lo poco que conocía a Carlos pese a llevar más de una década trabajando con él.

El reloj de Carlos emitió tres pitidos y, tras pulsar un botón para apagarlo, dijo a Sara:

– Las radiografías deberían estar listas.

– Ya me ocuparé yo del resto -se ofreció Sara, aunque ya no quedaba gran cosa que hacer.

Sara esperó a oír el eco de las sonoras pisadas en el hueco de la escalera antes de permitirse mirar a la chica a la cara. A la luz del foco del techo, aparentaba más edad de la que Sara le había calculado al principio. Incluso era posible que tuviera más de veinte años. Podía estar casada. Podía tener un hijo.

Sara volvió a oír pasos en la escalera. Era Lena Adams, y no Carlos, quien abrió las puertas de vaivén y entró en la sala.

– ¿Qué tal? -saludó Lena, y miró alrededor, como para captar todos los detalles.

En jarras, se le veía el bulto de la pistola bajo el brazo. De pie, Lena tenía pose de policía, con los pies muy separados y los hombros rectos, y aunque menuda, llenaba el espacio con su presencia. Por alguna razón, la inspectora siempre había incomodado a Sara, y no solían verse a solas.

– Jeffrey no ha llegado todavía -dijo Sara, cogiendo una cinta para el magnetófono-. Si quieres, puedes esperar en mi despacho.

– Da igual -repuso Lena, acercándose al cadáver.

Lanzó una mirada a la chica y soltó un breve silbido. Sara la observó y creyó ver algo distinto en Lena. En general irradiaba ira, pero ese día parecía mantener la guardia un tanto más baja. Una expresión de cansancio se traslucía en sus ojos ribeteados y saltaba a la vista que había perdido peso, cosa que no sentaba bien a su cuerpo ya de por sí fibroso.

– ¿Estás bien? -preguntó Sara.

En lugar de contestar, Lena señaló a la chica y preguntó:

– ¿Qué le ha pasado?

Sara insertó la cinta de cásete en el aparato.

– La enterraron viva en una caja junto al pantano.

Lena se estremeció.

– Joder.

Sara pisó el pedal bajo la mesa para encender la grabadora y dijo «probando» un par de veces.

– ¿Cómo sabes que estaba viva? -preguntó Lena.

– Arañó las tablas -contestó Sara, rebobinando la cinta-. Alguien la metió allí para… no sé. La metió allí para algo.

Lena respiró muy hondo, levantando los hombros.

– ¿Por eso tiene el brazo en alto? ¿Porque intentó salir arañando las tablas?

– Supongo.

– Joder.

Saltó el botón del rebobinado de la grabadora. Las dos permanecieron en silencio mientras volvía a oírse la voz de Sara decir «probando, probando».

Lena aguardó un momento y luego preguntó:

– ¿Tenéis alguna idea de quién es?

– Ninguna.

– ¿Simplemente se quedó sin aire?

Sara se detuvo y le explicó todo lo sucedido. Lena la escuchó, imperturbable. Sara sabía que esa mujer había aprendido a no reaccionar, pero la enervaba ver la distancia que adoptaba ante un crimen tan atroz.

Cuando Sara acabó, Lena se limitó a susurrar:

– Mierda.

– Sí -coincidió Sara, y miró el reloj.

Justo cuando se preguntaba por qué Carlos tardaba tanto, entró acompañado de Jeffrey.

– Lena -dijo Jeffrey-, gracias por venir.

– No tiene importancia -respondió ella con un gesto de indiferencia.

Jeffrey observó a Lena más atentamente.

– ¿Estás bien?

Lena lanzó una extraña mirada a Sara, que podía interpretarse como culpabilidad.

– Sí -contestó Lena. Señaló a la muerta-. ¿Ya la habéis identificado?

Jeffrey tensó la mandíbula. La pregunta de Lena no podía ser más incómoda.

– No -consiguió responder Jeffrey.

– Tienes que lavarte la mano -dijo Sara, señalando el fregadero.

– Ya lo he hecho.

– Lávatela otra vez -indicó; lo llevó al fregadero y abrió el grifo-. Todavía está muy sucia.

Jeffrey dejó escapar un silbido cuando ella le puso la mano bajo el chorro de agua caliente. La herida era lo bastante profunda para requerir puntos, pero había pasado demasiado tiempo para coserla sin arriesgarse a una infección. Sara tendría que cubrirla con una venda y cruzar los dedos.

– Voy a recetarte un antibiótico. -Estupendo.

Jeffrey la miró irritado cuando Sara se puso guantes. Ella le devolvió la mirada al vendarle la mano, consciente de que no debían discutir en público.

– ¿Doctora Linton? -Carlos, ante la caja de luz, examinaba las radiografías de la chica.

Sara acabó de curar a Jeffrey antes de reunirse con él. Había varias radiografías, pero su mirada se fijó de inmediato en la serie del abdomen.

– Creo que tendré que repetirlas. Ésta se ve un poco borrosa -dijo Carlos.

Aunque la máquina de rayos X era más vieja que ella, Sara sabía que las imágenes habían salido bien.

– No -susurró ella, horrorizada.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jeffrey.

– Estaba embarazada.

– ¿Embarazada? -repitió Lena.

Sara observó la imagen, previendo ya lo que le esperaba. Detestaba las autopsias de fetos. Ésta sería la víctima más joven que había tenido en el depósito de cadáveres.

– ¿Seguro? -preguntó Jeffrey.

– Aquí se le ve la cabeza -indicó Sara, señalando la imagen-. Las piernas, los brazos, el tronco…

Lena se había acercado para verlo mejor y en voz muy baja preguntó:

– ¿De cuánto estaba?

– No lo sé -contestó Sara con la sensación de tener un cristal clavado en el pecho.

Se vería obligada a sostener el feto en la mano, a diseccionarlo como si cortara un trozo de fruta. El cráneo sería blando, insinuándose los ojos y la boca con simples líneas oscuras bajo la piel fina como el papel. Eran los casos como aquél los que la llevaban a aborrecer su trabajo.

– ¿De semanas? ¿Meses? -insistió Lena.

Sara no lo sabía.

– Tendré que examinarlo.

– Un homicidio doble -observó Jeffrey.

– No necesariamente -le recordó Sara. Según quién levantara más la voz, los políticos cambiaban las leyes relativas a la muerte fetal casi a diario. Por suerte, Sara nunca había necesitado estudiarlas-. Tendré que consultarlo con la fiscalía.

– ¿Por qué? -preguntó Lena, en un tono tan extraño que Sara se volvió hacia ella: miraba fijamente la radiografía como si no hubiera nada más en la sala.

– Ya no depende de la viabilidad de supervivencia -explicó Sara, preguntándose por qué Lena insistía tanto.

Si bien nunca había creído que Lena fuera la clase de mujer a la que le gustaban los niños, ésta empezaba a hacerse mayor. Tal vez por fin su reloj biológico se le había puesto en marcha.

Lena, cruzada de brazos, preguntó señalando la radiografía con el mentón:

– ¿Y éste era viable?

– Ni por asomo -contestó Sara, y luego sintió la necesidad de añadir-: Se han documentado casos de fetos de veintitrés semanas que se han mantenido con vida, pero es muy raro que…

– Eso es el segundo trimestre -interrumpió Lena.

– Exacto.

– ¿Veintitrés semanas? -repitió Lena y tragó saliva.

Sara cruzó una mirada con Jeffrey. Éste se encogió de hombros y luego preguntó a Lena:

– ¿Estás bien?

– Sí -contestó, y dio la impresión de que se obligaba a apartar la mirada de la radiografía-. Sí. Vamos a… Mmm… Empecemos ya.

Carlos ayudó a Sara a ponerse la bata y juntos examinaron cada milímetro del cuerpo de la chica, midiendo y fotografiando lo poco que encontraron. Tenía unos cuantos arañazos en la garganta donde probablemente se había rascado, una reacción habitual cuando alguien tiene dificultades respiratorias. Tenía despellejadas las yemas de los dedos índice y corazón de la mano derecha, y Sara supuso que encontrarían los restos de la piel en las tablas que la cubrían. A causa del esfuerzo de arañar la madera para salir, aparecieron astillas bajo las uñas que le quedaban, pero no tejido ni piel.

No presentaba residuos en la boca ni lágrimas o magulladuras en los tejidos blandos. No se le habían practicado empastes ni ningún tratamiento dental, pero se veía el principio de una caries en el último molar derecho. Las muelas del juicio estaban intactas, y dos de ellas ya empezaban a asomar. Tenía una mancha de nacimiento en forma de estrella debajo de la nalga derecha y una zona de piel reseca en el antebrazo derecho. Como llevaba un vestido de manga larga, Sara pensó que debía de ser un eccema recurrente. El invierno siempre era más duro para las personas de piel clara.

Antes de que Jeffrey sacara instantáneas con la Polaroid para la identificación, Sara intentó cerrarle los labios y los ojos para suavizar la expresión. Después, retiró el moho del labio superior rascándolo con un escalpelo de hoja fina. No había mucho, pero lo puso en un frasco de muestras para enviar al laboratorio.

Jeffrey se inclinó sobre el cadáver y acercó la cámara a la cara. El flash destelló y el chasquido resonó en la sala. Sara parpadeó, deslumbrada por el fogonazo, y el olor a plástico quemado de la cámara barata se impuso temporalmente a los demás olores del depósito.

– Otra más -dijo Jeffrey, inclinándose otra vez junto a la chica.

Se oyó otro chasquido y, con un zumbido, la cámara escupió una segunda fotografía.

– No tiene pinta de ser una indigente -observó Lena.

– No -convino Jeffrey en un tono que delataba su impaciencia por encontrar respuestas, y sacudió la Polaroid como si así la imagen fuera a revelarse antes.

– Ahora tomaremos las huellas dactilares -dijo Sara mientras comprobaban la rigidez del brazo levantado de la joven.

No encontró tanta resistencia como esperaba. Su sorpresa debió de ser evidente porque Jeffrey preguntó:

– ¿Cuánto tiempo crees que lleva muerta?

Sara bajó el brazo junto al costado del cuerpo para que Carlos pudiera aplicar la tinta en los dedos y tomar las huellas.

– El rigor mortis se produce entre seis y doce horas después de la muerte y después desaparece gradualmente. Por el grado de flacidez alcanzado, diría que lleva muerta un día, dos a lo sumo. -Señaló el color lívido en la parte posterior del cuerpo y apretó con los dedos las manchas amoratadas-. Ya hay lividez cadavérica. Empieza a descomponerse. Debía de hacer mucho frío en esa caja. El cadáver se ha conservado bien.

– ¿Y qué es ese moho alrededor de la boca?

Sara miró la tarjeta que le pasó Carlos para comprobar que éste había conseguido una buena muestra de lo que quedaba de las yemas de los dedos de la chica. Le hizo una señal de asentimiento y, tras devolverle la tarjeta, dijo a Jeffrey:

– Hay mohos que crecen muy deprisa, sobre todo en ese entorno. Es posible que la chica vomitara y que el moho se formara a partir del vómito. -Se le ocurrió otra posibilidad-. Ciertos hongos pueden consumir el oxígeno en los espacios cerrados.

– Había más en el interior de la caja -recordó Jeffrey, mientras miraba la foto de la chica. Se la mostró a Sara-. No ha salido tan mal como me temía.

Sara asintió, aunque no se imaginaba qué sensación le habría provocado la imagen si hubiese conocido a la chica y visto esa foto. A pesar de los esfuerzos de Sara, era evidente que había padecido una muerte atroz.

Jeffrey tendió la foto hacia Lena para enseñársela, pero ella negó con la cabeza.

– ¿Crees que abusaron de ella? -preguntó Jeffrey.

– Eso lo veremos ahora -contestó Sara, dándose cuenta de que había postergado lo inevitable.

Carlos le pasó el espéculo y acercó una lámpara portátil. Sara sintió que todos contenían el aliento mientras ella examinaba la pelvis, y cuando anunció que no había señales de abusos sexuales, todos parecieron suspirar de alivio. Sara no sabía por qué casos como éste resultaban todavía más espeluznantes cuando además se producía una violación, pero era innegable que se quedó más tranquila al saber que la chica no había tenido que sufrir otra vejación más antes de morir.

A continuación, Sara examinó los ojos, y observó los dispersos vasos sanguíneos rotos. Tenía los labios amoratados y la lengua, que asomaba un poco entre los labios, presentaba un intenso color morado.

– No suele aparecer petequia en esta clase de asfixia -observó.

– ¿Crees que puede haber muerto por otra causa? -le preguntó Jeffrey.

– No lo sé -contestó Sara con sinceridad. Perforó el centro del ojo con una aguja hipodérmica de calibre dieciocho y extrajo humor vitreo del globo ocular. Carlos llenó de solución salina otra jeringa y Sara la inyectó para sustituir el líquido que había extraído y evitar así que se hundiera el ojo.

Cuando Sara acabó el reconocimiento externo del cadáver, les preguntó:

– ¿Listos?

Jeffrey y Lena asintieron. Sara pisó el pedal bajo la mesa para encender el magnetófono y grabó en la cinta:

– El caso del juez de instrucción número ocho cuatro siete dos es el cadáver sin embalsamar de una mujer blanca, de pelo y ojos castaños, no identificada. Edad desconocida, aunque podría tener entre dieciocho y veinte años. Peso: cincuenta kilos; estatura: un metro sesenta. La piel está fría al tacto, como corresponde a la permanencia bajo tierra durante un período de tiempo sin especificar. -Apagó la grabadora y dijo a Carlos-: Necesitamos las temperaturas de las últimas dos semanas.

Carlos lo anotó en la pizarra mientras Jeffrey preguntaba:

– ¿Crees que ha pasado allí más de una semana?

– El lunes estuvimos a bajo cero -le recordó ella-. No había mucha orina en el frasco, pero cabe la posibilidad de que la muchacha limitara la ingestión de líquido por temor a que se le acabara. Es probable que se deshidratara por el miedo. -Tras dar unos golpecitos a la grabadora, cogió un bisturí y dijo-: Se inicia el reconocimiento interno con una incisión en forma de Y.

La primera vez que practicó una autopsia le tembló la mano. Como médico, le habían enseñado a proceder con delicadeza. Como cirujana, le habían enseñado que cada corte que realizaba en un cuerpo debía ser medido y controlado; cada movimiento de la mano tenía el fin de curar, no de lastimar. Las primeras incisiones realizadas en una autopsia -en las que se rajaba el cuerpo como si fuera un pedazo de carne cruda- iban en contra de todo lo que había aprendido.

Hundió el bisturí en el lado derecho, a la altura del acromion. Desde ahí realizó un corte hacia el punto medio entre los pechos, deslizando la punta de la hoja sobre las costillas hasta detenerse en el apéndice xifoides. Repitió la operación en el lado izquierdo. Luego, mientras trazaba una línea hasta el pubis, rodeando el ombligo, la piel se replegó al paso del bisturí y asomó la grasa abdominal amarilla bajo la presión de la hoja.

Carlos dio a Sara una tijera y, mientras ella la empleaba para cortar el peritoneo, Lena ahogó un grito y se llevó una mano a la boca.

– ¿Qué te…? -preguntó Sara cuando Lena, sin poder reprimir las arcadas, salía a toda prisa de la sala.

En el depósito de cadáveres no había lavabo, y Sara supuso que Lena intentaría ir al del hospital en el piso de arriba. Por el ruido de las arcadas que reverberó en el hueco de la escalera, supo que Lena no había llegado a tiempo. Tosió varias veces y se oyó el claro sonido de las salpicaduras.

Carlos rezongó entre dientes y fue a buscar un cubo y una fregona.

Jeffrey tenía una expresión de desagrado. Nunca se le había dado bien estar cerca de enfermos.

– ¿Crees que está muy mal?

Sara bajó la mirada hacia el cadáver, aún preguntándose por qué Lena se había puesto en semejante estado. La inspectora ya había asistido a autopsias y nunca había reaccionado mal. En realidad, ni siquiera había iniciado aún la disección del cadáver; sólo quedaban a la vista parte de las visceras abdominales.

– Es el olor -señaló Carlos.

– ¿Qué olor? -inquirió Sara, pensando que tal vez había perforado un intestino.

Carlos frunció el entrecejo.

– Como en las ferias.

La puerta se abrió y Lena, avergonzada, volvió a la habitación.

– Lo siento -se disculpó-, no sé qué… -Se detuvo a un par de metros de la mesa, llevándose la mano a la boca como si fuera a vomitar otra vez-. Dios mío, ¿qué es eso?

Jeffrey se encogió de hombros.

– Yo no huelo nada.

– ¿Carlos? -preguntó Sara.

– Es… es como un olor a quemado.

– No -disintió Lena, retrocediendo-. Es como a leche agria. Es como si te doliera la mandíbula al olerlo.

Sara sintió que se le disparaba una alarma en la cabeza.

– ¿Es un olor amargo? -preguntó-. ¿Algo así como almendras amargas?

– Supongo -coincidió Lena, manteniéndose todavía a distancia.

Carlos asentía también, y Sara sintió que un sudor frío le recorría el cuerpo.

– Cielo santo -exclamó Jeffrey, apartándose del cadáver.

– Tendremos que acabar con esto en el laboratorio estatal -dijo Sara, tapando el cadáver con una sábana-. Aquí ni siquiera tengo una máscara antigás.

– En Macon hay una cámara de aislamiento -le recordó Jeffrey-. Puedo llamar a Nick y ver si podemos usarla.

Sara se quitó los guantes.

– Estaría más cerca que el laboratorio estatal, pero sólo me dejarían mirar.

– ¿Eso supone algún problema para ti?

– No -contestó Sara, y se sacó la mascarilla quirúrgica, reprimiendo un estremecimiento al pensar en lo que habría podido suceder.

Sin pedírselo, Carlos se acercó con la bolsa de cadáveres.

– Ten cuidado -advirtió Sara, y le dio una mascarilla-. Hemos tenido mucha suerte -les dijo al tiempo que ayudaba a Carlos a meter el cadáver en la bolsa-. Sólo alrededor de un cuarenta por ciento de las personas puede detectar el olor.

– Menos mal que has venido -dijo Jeffrey a Lena.

Lena miró alternativamente a Sara y a Jeffrey.

– ¿De qué habláis?

– Cianuro. -Sara cerró la cremallera de la bolsa-. Eso es lo que has olido. -Al ver que Lena seguía sin entender, Sara añadió-: La envenenaron.

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