VIERNES

Capítulo 13

Tumbada en su lado de la cama, Sara miraba por la ventana. Oía a Jeffrey trajinar con los cazos en la cocina. A eso de las cinco de la mañana se había llevado un susto de muerte al descubrirlo dando brincos a oscuras mientras se ponía el pantalón corto para salir a correr; a la luz de la luna, entre las sombras, parecía el asesino del hacha. Un cuarto de hora después la había vuelto a despertar, jurando como un carretero al pisar sin querer a Bob. Expulsado de la cama por Jeffrey, el galgo había adquirido la costumbre de dormir en la bañera, y se indignó tanto como el propio Jeffrey cuando los dos se encontraron allí.

Aun así, la presencia de Jeffrey en la casa en cierto modo la tranquilizaba. Le gustaba darse la vuelta en mitad de la noche y sentir el calor de su cuerpo. Le gustaba el sonido de su voz y el olor de la crema de avena que se ponía en las manos cuando pensaba que ella no lo veía. Le gustaba sobre todo que él le preparara el desayuno.

– Mueve el culo y ven a preparar los huevos -gritó Jeffrey desde la cocina.

Despegándose de las mantas a regañadientes, Sara farfulló una maldición que habría sido causa de profunda vergüenza para ella si su madre la hubiese oído. La casa estaba helada a pesar de que el sol iluminaba el pantano y por las ventanas de atrás entraban los destellos cobrizos despedidos por las olas. Cogió la bata de Jeffrey y se la puso antes de recorrer el pasillo.

De pie ante la cocina, Jeffrey freía beicon. Llevaba un pantalón de chándal y una camiseta negra, que realzaba el morado de su ojo a la luz de la mañana.

– He supuesto que estabas despierta -dijo él.

– A la tercera va la vencida -respondió ella, acariciando a Billy cuando se le acercó.

Bob estaba repantigado en el sofá con las patas en alto. Sara vio a Bubba, su viejo gato, acosar a algún animal en el jardín de atrás.

Jeffrey ya había sacado los huevos y se los había dejado junto a un cuenco. Sara los rompió, procurando no manchar la encimera con las claras. Al ver lo mal que lo hacía, Jeffrey decidió ocuparse personalmente y dijo:

– Siéntate.

Sara se dejó caer en un taburete junto a la isla de la cocina y lo observó limpiar lo que ella había ensuciado.

Preguntó lo evidente.

– ¿No podías dormir?

– No -contestó él, tirando el paño al fregadero.

Jeffrey estaba angustiado por el caso, pero Sara también sabía que Lena le inquietaba casi por igual. Desde que la conocía, Jeffrey siempre había tenido un motivo para preocuparse por Lena Adams. Al principio, era porque tenía un comportamiento demasiado impulsivo en la calle, demasiado agresivo en las detenciones. Después, a Jeffrey le había preocupado su actitud competitiva, su deseo de ser la primera de la brigada fueran cuales fueran los atajos que se sintiera obligada a tomar. Él le había dado una buena formación como inspectora, asignándole a Frank como compañero pero siempre bajo su propia tutela, preparándola para algo, para algo que, en opinión de Sara, Lena nunca conseguiría. Era demasiado testaruda para dirigir a nadie, demasiado egoísta para seguir a nadie. Doce años antes, Sara habría vaticinado que Jeffrey siempre tendría alguna razón para preocuparse por Lena. De hecho, lo único que la sorprendía de ella era que se hubiera liado con Ethan Green, nazi y cabeza rapada.

– ¿Intentarás hablar con Lena? -preguntó Sara.

Jeffrey no contestó.

– Es demasiado lista para eso.

– No creo que los malos tratos tengan nada que ver con la inteligencia -dijo Sara.

– Por eso no creo que Cole le hiciera nada a Rebecca -dijo Jeffrey-. Esa chica tiene mucho carácter. Seguro que Cole no habría elegido a una persona que ofreciera demasiada resistencia.

– ¿Brad sigue buscando en Catoogah?

– Sí -contestó él, no muy convencido de que la búsqueda fuera a servir de algo. Pasó a hablar de Cole Connolly como si en su cabeza se hubiese desarrollado otra conversación-. Rebecca le habría contado a su madre lo que sucedía y Esther… Esther habría degollado a Cole. -Con la mano ilesa, rompió los huevos uno por uno sobre el cuenco-. Cole no habría corrido ese riesgo.

– Los depredadores tienen una capacidad innata para elegir a sus víctimas -coincidió Sara, pensando otra vez en Lena.

Por alguna razón, las circunstancias de su atormentada vida se habían impuesto, convirtiéndola en una presa fácil para una persona como Ethan. Sara entendía muy bien cómo había sucedido. Todo tenía una lógica, pero aun así le costaba aceptarlo.

– Anoche no conseguía quitarme la cara de Cole de la imaginación, el pánico en su mirada cuando se dio cuenta de lo que pasaba. Dios mío, qué muerte tan espantosa.

– Así murió también Abby -le recordó Sara-. Sólo que ella estaba sola y a oscuras y no tenía ni idea de qué le sucedía.

– Creo que él sí era consciente -dijo Jeffrey-, o al menos lo entendió en el último momento.

Había dos tazas delante de la cafetera; Jeffrey las llenó y le dio una a Sara. Ésta vio que él vacilaba antes de beber, y se preguntó si llegaría el día en que sería capaz de tomarse un café sin acordarse de Cole Connolly. En líneas generales, ella lo tenía mucho más fácil que Jeffrey. Él estaba en primera línea de fuego. Era el primero en ver los cadáveres; era quien comunicaba la noticia a los padres y seres queridos, quien sentía el peso de su desesperación por descubrir al autor de la muerte de su hijo, su madre o su amante. Con razón, en la policía se daba uno de los índices de suicidio más altos entre todas las profesiones.

– ¿Qué te dice tu intuición? -preguntó ella.

– No lo sé -contestó él mientras batía los huevos-. Lev reconoció que se había sentido atraído por Abby.

– Pero eso es normal -dijo ella, y luego se corrigió-: Bueno, es normal si sucedió como él lo cuenta.

– Paul dice que estaba en Savannah. Voy a comprobarlo, pero aun así no sabremos dónde pasó las noches.

– Eso también podría ser prueba de su inocencia -le recordó Sara.

Jeffrey le había enseñado hacía mucho tiempo que una persona con una buena coartada debía ser vigilada atentamente. Ni siquiera la propia Sara podría presentar un testigo capaz de jurar que había estado toda la noche sola en su casa cuando Abigail Bennett había sido asesinada.

– Seguimos sin tener los resultados de la carta que recibiste -dijo él-. De todos modos, no creo que el laboratorio averigüe nada. -Frunció el entrecejo-. Esa puta prueba cuesta un dineral.

– ¿Por qué la has pedido?

– Porque no me gusta la idea de que alguien se ponga en contacto contigo por un caso -contestó él, y ella percibió resentimiento en su voz-. No eres policía. No tienes nada que ver con esto.

– Quizá me la enviaron a mí porque sabían que te lo diría.

– ¿Y por qué no la mandaron directamente a la comisaría?

– Mi dirección está en el listín telefónico -dijo ella-. Es posible que la persona que la mandó temiera que la carta se perdiese en comisaría. ¿Crees que la escribió una de las hermanas?

– Ni siquiera te conocen.

– Les dijiste que yo era tu mujer.

– Sigue sin gustarme -insistió él, sirviendo los huevos en los dos platos y añadiendo un par de tostadas en cada uno. Volvió al tema inicial-. Lo que no acabo de ver es qué relación tiene el cianuro con todo esto. -Le tendió el plato de beicon y ella cogió dos lonchas-. Cuantas más vueltas le damos, más vemos que Dale es la única fuente posible -Jeffrey añadió-: Pero Dale aseguró que tiene el garaje cerrado con llave en todo momento.

– ¿Le crees?

– Puede que pegue a su mujer -respondió Jeffrey-, pero pienso que dijo la verdad. Esas herramientas son su medio de vida. Seguro que no deja esa puerta abierta, y menos teniendo en cuenta que pasaba por ahí gente de la granja.

Sacó la mermelada y se la dio a Sara.

– ¿Es posible que él tenga algo que ver?

– No sé cómo -contestó Jeffrey-. No tiene ninguna relación con Abby, ninguna razón para envenenarla a ella o a Cole -pensando en voz alta, dijo-: Debería citar a toda la familia, separarlos y ver quién es el primero en venirse abajo.

– Dudo que Paul lo permita.

– A lo mejor me llevo al viejo a comisaría.

– Jeffrey, no lo hagas -dijo ella. Sin saber por qué, sintió la necesidad de proteger a Thomas Ward-. Es un pobre anciano desvalido.

– En esa familia nadie está desvalido. -Jeffrey hizo una pausa-. Ni siquiera Rebecca.

Sara reflexionó al respecto.

– ¿Crees que tiene algo que ver?

– Creo que está escondida. Creo que sabe algo.

Sentado a su lado en la isla de la cocina, se tiró de los pelos de una ceja, dando vueltas a los inquietantes detalles que lo habían mantenido en vela toda la noche.

Sara le frotó la espalda.

– Ya aparecerá algo. Lo que tienes que hacer es empezar otra vez desde cero.

– Tienes razón. -La miró-. Todo acaba remitiendo al cianuro. Ahí está la clave. Quiero hablar con Terri Stanley. Necesito hablar con ella sin Dale delante para ver qué dice.

– Hoy vendrá a la consulta -dijo Sara-. Tuve que hacerle un hueco al mediodía.

– ¿Qué pasa?

– El más pequeño no ha mejorado.

– ¿Vas a hablarle de los morados?

– Estoy en la misma situación que tú -contestó-. No puedo arrinconarla y obligarla a decirme qué está pasando. Si fuera tan fácil, te habrías quedado sin trabajo.

Sara se había sentido culpable la noche anterior; no entendía cómo era posible que llevase tantos años viendo a Terri Stanley sin darse cuenta de lo que sucedía en su casa.

– En realidad, no puedo traicionar la confianza de Lena -prosiguió Sara-, y es muy probable que sólo consiga ahuyentarla. Sus hijos están enfermos. Necesita la consulta. Es un lugar seguro para ella. Si alguna vez veo que a esos niños les han tocado un solo pelo, puedes estar seguro de que le diré algo. No le permitiría salir del edificio con ellos.

– ¿Alguna vez la acompaña Dale cuando va a la consulta?

– No que yo sepa.

– ¿Te importa si me paso por allí para hablar con ella?

– No sé si me sentiría cómoda -respondió Sara.

No le gustaba la idea de que se empleara su consulta como una segunda comisaría.

– Dale tiene una pistola cargada en su taller, y sospecho que no le hace gracia que la policía hable con su mujer.

– Ah -dijo ella, sin poder añadir nada más; eso cambiaba las cosas.

– ¿Y si espero en el aparcamiento a que ella salga? -propuso Jeffrey-. De allí puedo llevármela a la comisaría.

Sara sabía que eso sería mucho más seguro; aun así, no le atraía la idea de tender una trampa a Terri Stanley para cogerla desprevenida.

– Estará con su hijo.

– A Marla le encantan los niños.

– Esto no me gusta nada.

– Estoy seguro de que a Abby Bennett tampoco le gustó que la metieran en una caja.

En eso tenía razón; sin embargo, seguía sin gustarle la idea. Mal que le pesara, al final cedió.

– Tiene hora a las doce y cuarto.


La funeraria de Brock se encontraba en una mansión victoriana construida a principios del siglo XX por un hombre que había sido el responsable de los talleres de mantenimiento de los ferrocarriles en Avondale. Para su desgracia, había metido mano en las arcas de la compañía ferroviaria para financiar la construcción y, cuando lo cogieron, la casa se subastó. John Brock la había adquirido por una cantidad insignificante y la había convertido en una de las funerarias más prósperas de Atlanta.

Al morir John, el negocio pasó a su único hijo. Sara había ido al colegio con Dan Brock y la funeraria estaba en la ruta de su autocar. La familia vivía en el piso de arriba, y cada mañana, Sara sentía cierto malestar cuando el autocar se detenía delante de la casa de los Brock, no porque fuera aprensiva, sino porque la madre de Brock insistía en esperar en la calle con su hijo, hiciera el tiempo que hiciera, para poder darle un beso de despedida. Tras esta escena bochornosa, Dan subía al autocar, donde todos los niños se burlaban de él con sonoros besuqueos.

La mayoría de las veces Brock acababa sentándose al lado de Sara. Ella nunca había pertenecido al grupo de los chicos populares, ni de los drogatas, ni siquiera de los empollones. En general, tenía la cabeza hundida en un libro y no se fijaba en quién iba a su lado a menos que en el asiento contiguo se dejara caer Brock. Ya por entonces era parlanchín, y más bien raro. A Sara siempre le había dado lástima, y eso no había cambiado en los más de treinta años transcurridos desde que iban juntos al colegio. Era un soltero empedernido que cantaba en el coro de la iglesia, y aún vivía con su madre.

– ¿Hola? -gritó Sara al abrir la puerta del gran vestíbulo que se extendía a lo ancho de toda la casa.

Audra Brock no había cambiado mucho la decoración desde que su marido adquirió la mansión, y las gruesas alfombras y cortinas seguían siendo de estilo Victoriano. Había sillas repartidas por todo el vestíbulo y mesas con cajas de Kleenex ocultas discretamente detrás de adornos florales que ofrecían un respiro a los deudos.

– ¿Brock? -llamó, dejando su maletín en una silla para sacar el certificado de defunción de Abigail Bennett.

Le había prometido a Paul Ward que le enviaría el documento a Brock el día anterior, pero no había tenido tiempo. Carlos se había tomado el día libre, cosa rara en él, y Sara no quiso hacer esperar a la familia un día más.

– ¿Brock? -volvió a intentarlo, mirando su reloj y preguntándose dónde estaba ese hombre. Iba a llegar tarde a la consulta-. ¿Hola?

No había visto coches en la calle, por lo que dedujo que en esos momentos no se estaba celebrando ningún funeral. Pasó por delante de las capillas, echando un vistazo en cada una. Encontró a Brock en la del fondo. Aunque era alto y torpe, había conseguido agacharse hasta casi desaparecer dentro de un ataúd, con la tapa apoyada en la espalda. A su lado se veía la pierna de una mujer, doblada por la rodilla, y un pequeño pie calzado con un zapato de tacón colgaba por fuera del ataúd. Si no lo hubiese conocido, Sara habría pensado que Brock estaba haciendo algo obsceno.

– ¿Brock?

Él se sobresaltó, golpeándose la cabeza contra la tapa.

– ¡Cielo santo! -exclamó Brock, y se echó a reír, llevándose las manos al pecho cuando la tapa se cerró ruidosamente-. Casi me matas del susto.

– Perdona.

– ¡Supongo que estoy en el sitio idóneo para eso! -bromeó, y se dio una palmada en el muslo.

Sara se obligó a reír. El sentido del humor de Brock estaba a la altura de su sociabilidad.

Acarició con la mano el reluciente borde del ataúd de color amarillo chillón.

– Un encargo especial. Bonito, ¿eh?

– Huy, sí -contestó ella, sin saber qué más decir.

– Una fanática del instituto de Tecnología de Georgia que quería ser enterrada con sus colores -explicó, señalando las bandas negras en la tapa-. Oye -dijo, con una amplia sonrisa-. Siento pedírtelo, pero ¿podrías echarme una mano con ella?

– ¿Qué ocurre?

Brock volvió a levantar la tapa, dejando a la vista el cadáver de una octogenaria de aspecto angelical. Tenía el pelo cano recogido en un moño y las mejillas ligeramente sonrosadas gracias a unos toques de colorete para darles un lustre saludable. Habría desentonado menos en el museo de Madame Tussaud que en un ataúd de color amarillo limón. A juicio de Sara, una de las pegas del embalsamamiento era el artificio que conllevaba: el colorete y el rímel, los productos químicos para conservar el cuerpo e impedir que se descompusiera. No le hacía ninguna gracia la idea de morir y que alguien -peor aún, que Dan Brock- le introdujera algodón por sus orificios para que no se le saliera el líquido de embalsamar.

– Intentaba bajársela -dijo Brock, señalando la chaqueta de la mujer, que la tenía remangada a la altura de los hombros-. Es un poco grandullona. Si pudieras levantarle las piernas mientras yo tiro…

– Cómo no -accedió Sara pese a que nada deseaba menos en esos momentos.

Cogió a la mujer por los tobillos y la levantó mientras Brock, sin dejar de hablar, se apresuraba a bajarle la chaqueta.

– No quería tener que volver a llevarla al piso de abajo, donde tengo la polea, y mi madre ya no está para estos trotes.

Sara bajó las piernas.

– ¿Se encuentra bien?

– Ciática -susurró él, como si semejante dolencia fuera motivo de vergüenza para su madre-. Es un horror cuando empiezan a hacerse mayores. En fin… -Introdujo la mano en el féretro para alisar el forro de seda. A continuación, se frotó las palmas como si se limpiara después de semejante tarea-. Gracias por ayudarme. ¿Qué puedo hacer por ti?

– Ah. -Sara casi se había olvidado del motivo de su visita. Volvió hacia la hilera de sillas donde había dejado los documentos de Abby-. Le dije a Paul Ward que te traería el certificado de defunción ayer jueves, pero estuve liada.

– Seguro que eso no será problema -contestó Brock con una sonrisa-. Chip ni siquiera me ha llegado aún del crematorio.

– ¿Chip?

– Charles -se corrigió-. Perdona, es que Paul lo llamaba Chip, pero imagino que ése no era su nombre.

– ¿Y para qué quiere Paul el certificado de defunción de Charles Donner?

Brock se encogió de hombros, como si eso fuera lo más normal del mundo.

– Siempre pide certificados de defunción cuando muere alguien de la granja.

Sintiendo la repentina necesidad de sujetarse a algo firme, Sara apoyó la mano en el respaldo de la silla.

– ¿Muere mucha gente en la granja?

– No -contestó Brock, y se rió, aunque Sara no le vio la gracia-. Siento haberte dado una impresión equivocada. Tampoco tanta gente. Dos a principios de año, y con Chip ya son tres. Y un par el año pasado, si no recuerdo mal.

– Eso me parece mucho -dijo Sara, pensando que Brock no había contado a Abigail, con la que sumarían cuatro en lo que iba de año.

– Bueno, es posible -respondió Brock lentamente, como si acabara de caer en la cuenta de lo poco comunes que eran las circunstancias-. Pero debes tener en cuenta la clase de gente que tienen allí. Marginados, en su mayoría. Creo que es muy cristiano por parte de la familia correr con los gastos.

– ¿De qué murieron?

– Veamos -empezó a decir Brock, tamborileándose en la barbilla con el dedo-. Todos por causas naturales, eso seguro. Eso si consideras que matarse con alcohol y drogas es una causa natural. Uno de ellos, un hombre, estaba tan lleno de alcohol que su cuerpo tardó menos de tres horas en incinerarse. Llevaba puesto su propio combustible. Y eso que era delgado, sin mucha grasa.

Sara sabía que la grasa ardía mejor que el músculo, pero no le gustaba que se lo recordaran con el desayuno tan reciente.

– ¿Y los demás?

– Tengo copias de los certificados de defunción en mi despacho.

– ¿Los firmó Jim Ellers? -preguntó Sara, refiriéndose al forense del condado de Catoogah.

– Sí -respondió Brock, indicándole que lo acompañara al vestíbulo.

Sara lo siguió, preocupada. Jim Ellers era un buen hombre, pero como Brock, era director de una funeraria, no médico. Jim siempre enviaba los casos más difíciles a Sara o al laboratorio estatal. En los últimos ocho años, Sara sólo recordaba haber recibido de Catoogah una herida de bala y una puñalada. Jim no debía de haber visto nada anormal en las muertes de la granja. Tal vez fuera así. Brock tenía razón en que los trabajadores eran marginados. El alcoholismo y la drogadicción eran enfermedades difíciles de tratar, y si no se atajaban, en general producían problemas de salud catastróficos y en último extremo la muerte.

Brock abrió una gran puerta de madera de dos hojas que daba a lo que antes había sido la cocina. Ahora era su despacho, en cuyo centro había un enorme escritorio con una pila de papeles en la bandeja de entrada.

– Mi madre no ha estado en condiciones para poner orden.

– No tiene importancia.

Brock se acercó a la hilera de archivos al fondo del despacho. Volvió a llevarse los dedos a la cara y a tamborilearse en la barbilla, sin abrir ningún cajón.

– ¿Pasa algo?

– Puede que necesite un momento para poder recordar sus nombres. -Sonrió como disculpándose-. Mi madre tiene mucha mejor memoria que yo para estas cosas.

– Brock, esto es importante -comentó Sara-. Vete a buscar a tu madre.

Capítulo 14

– Sí, señora -dijo Jeffrey al teléfono, mirando a Lena con cara de exasperación. Ésta adivinó que Barbara, la secretaria de Paul Ward, parecía dispuesta a contarle su vida y milagros, hasta el último detalle, incluido su número de la seguridad social. La mujer hablaba con voz metálica y tan estridente que Lena la oía a dos metros de distancia-. Me parece bien. Sí, señora. -Jeffrey apoyó la cabeza en la mano-. Ah, disculpe, disculpe -intentó decir, y luego añadió-: Perdone, pero tengo otra llamada. Muchas gracias. -Colgó, aunque siguió oyéndose el cacareo de Barbara por el auricular hasta que él lo colocó en la horquilla-. ¡Madre mía! -exclamó, frotándose la oreja-. ¡Qué barbaridad!

– ¿Ha intentado salvar tu alma?

– Dejémoslo en que se siente muy satisfecha participando en la labor de la iglesia.

– ¿Eso significa que diría cualquier cosa con tal de proteger a Paul?

– Probablemente -contestó Jeffrey, reclinándose en la silla. Miró sus notas, que se reducían a tres palabras-. Confirma que Paul estaba en Savannah. Incluso se acuerda de que la noche en que murió Abby se quedaron los dos trabajando hasta tarde.

Lena sabía que precisar la hora de la muerte no era una ciencia exacta.

– ¿Toda la noche?

– Buena pregunta -dijo él-. También ha dicho que Abby fue a llevar unos papeles un par de días antes de desaparecer.

– ¿Y qué impresión le causó?

– Según ella, estaba tan alegre como siempre. Paul firmó unos documentos, se fueron a comer juntos y luego él la llevó a la estación de autobús.

– Quizá discutieran en la comida.

– Sí, quizá -coincidió él-. Pero ¿qué razón podría tener para matar a su sobrina?

– Tal vez el hijo que ella esperaba era de él -sugirió Lena-. No sería la primera vez.

Jeffrey se rascó la mandíbula.

– Sí -reconoció, y Lena advirtió que aquella idea le desagradaba-. Pero Cole Connolly estaba convencido de que el padre era Chip.

– ¿Estás seguro de que no la envenenó Cole?

– Todo lo seguro que puedo estar -contestó-. Tal vez tengamos que separar las dos cosas, dejar de preocuparnos por quién mató a Abby. ¿Quién mató a Cole? ¿Quién podría desear su muerte?

Lena tenía más dudas acerca de la sinceridad de Cole sobre la muerte de Abby. Jeffrey había quedado conmocionado al verlo morir; hasta qué punto su convicción de la inocencia de Cole no estaría influida por aquella espantosa experiencia.

– Tal vez alguien que sabía que Cole había envenenado a Abby decidió vengarse, quiso que sufriera igual que sufrió Abby -aventuró Lena.

– No le mencioné a nadie de la familia que la habían envenenado hasta después de la muerte de Cole -le recordó él-. Por otro lado, el asesino sabía que él bebía café por las mañanas. Me comentó que las hermanas le insistían en que lo dejase.

Lena dio un paso más.

– Es posible que Rebecca también lo sepa.

Jeffrey asintió.

– Se esconde por alguna razón -dijo Jeffrey. Y añadió-: O al menos espero que esté escondida.

Eso mismo estaba pensando Lena.

– ¿Estás seguro de que Cole no la encerró en algún sitio? ¿Para castigarla por algo?

– Sé que piensas que no debería creerle -dijo Jeffrey-, pero dudo mucho que la secuestrara. La gente como Cole sabe elegir a sus víctimas. -Se inclinó sobre la mesa, con las manos entrelazadas, como si fuera a decir algo vital para el caso-. Eligen a las personas que saben que no lo contarán. Lo mismo sucede con Dale al elegir a Terri. Esos individuos saben a quién pueden zarandear: quién callará y lo aceptará y quién no.

Lena sintió que le ardían las mejillas.

– Rebecca parecía bastante rebelde. Sólo la vimos aquella vez, pero me dio la sensación de que no se dejaba zarandear. -Se encogió de hombros-. Pero eso nunca se sabe, ¿no?

– No, desde luego -convino él, mirándola atentamente-. Por lo que sabemos, podría ser la propia Rebecca quien estuviera detrás de todo.

Frank se detuvo en la puerta con un fajo de papeles en la mano. Señaló algo que ninguno de los dos había pensado.

– El envenenamiento es un crimen de mujer.

– Rebecca estaba asustada cuando habló con nosotros -observó Lena-. No quería que su familia se enterara. Aunque también es posible que no quisiera que se enterasen porque nos mentía.

– ¿Te pareció capaz de hacer algo así? -Preguntó Jeffrey.

– No -reconoció ella-. Lev y Paul, posiblemente. Y Rachel es bastante inquebrantable.

– De todos modos, ¿por qué el hermano vive en Savannah?

– Es una ciudad portuaria -le recordó Jeffrey-. Allí sigue habiendo mucho comercio. -Señaló los papeles que llevaba Frank-. ¿Qué es eso?

– El resto de los informes económicos -contestó al entregárselos.

– ¿Has visto algo interesante?

Frank negó con la cabeza al tiempo que se oía la voz de Marla por el intercomunicador.

– Comisario, Sara en la línea tres.

Jeffrey descolgó el auricular.

– ¿Qué hay?

Lena hizo ademán de salir para dejarlo hablar a solas, pero Jeffrey le indicó con un gesto que se quedara. Sacó el bolígrafo y dijo al auricular:

– Deletréalo. -Y escribió algo. Luego-: De acuerdo, el siguiente.

Mientras él escribía una serie de nombres, todos masculinos, Lena iba leyéndolos al revés.

– Muy bien -dijo Jeffrey a Sara-. Ya te llamaré después. -Colgó y, sin detenerse siquiera para tomar aliento, explicó-: Sara está en la funeraria de Brock. Dice que en los dos últimos años han muerto nueve personas en la granja.

– ¿Nueve? -Lena estaba segura de haber oído mal.

– Brock recibió cuatro cadáveres. Los demás fueron enviados a Richard Cable.

Lena sabía que Cable era el dueño de una de las funerarias del condado de Catoogah. Preguntó:

– ¿Cuál fue la causa de la muerte?

Jeffrey arrancó la hoja de su cuaderno.

– Intoxicación etílica, sobredosis. Uno tuvo un infarto. Jim Ellers, de Catoogah, hizo las autopsias. Y en todas dictaminó muerte natural.

Lena se mostró escéptica, no respecto de las palabras de Jeffrey, sino de la competencia de Ellers.

– ¿Ha dicho que en dos años murieron de muerte natural nueve personas que vivían en el mismo lugar?

– Cole Connolly tenía mucha droga escondida en su habitación -señaló Jeffrey.

– ¿Crees que les echó una mano? -preguntó Frank.

– Eso hizo con Chip -explicó Jeffrey-. Me lo confesó él mismo. Dijo que lo tentaba con la manzana, o algo así.

– O sea que Cole elegía a los «débiles» -conjeturó Lena-, los tentaba con drogas o con lo que fuera para ver si las aceptaban y le daban así razón.

– Y los que las aceptaban acababan reuniéndose con su Creador -concluyó Jeffrey, pero Lena adivinó, por su falsa sonrisa, que eso no era todo.

– ¿Qué más hay? -preguntó.

– La Iglesia por el Bien Mayor ha pagado todas las incineraciones.

– Incineraciones -repitió Frank-. Así que no hay posibilidad de exhumar los cadáveres.

– ¿Qué me he perdido? -preguntó Lena, sabiendo que había algo más.

– Paul Ward es quien tiene todos los certificados de defunción -contestó Jeffrey.

– Pero ¿por qué…? -empezó a decir Lena tontamente. No obstante, se contestó a sí misma-: El seguro de vida.

– Bingo -dijo Jeffrey, dando a Frank el papel con los nombres-. Vete a buscar a Hemming y repasad el listín telefónico. ¿Tenemos el de Savannah? -Frank asintió-. Buscad las grandes compañías de seguros. Comenzaremos por ahí. No habléis con los corredores locales; llamad a las líneas calientes de prevención contra el fraude de las aseguradoras nacionales. Los corredores locales podrían estar confabulados.

– ¿Estarán dispuestos a dar esa información por teléfono? -preguntó Lena.

– Lo harán si creen que los han timado -contestó Frank-. Ahora mismo me pongo a ello.

Cuando Frank salió del despacho, Jeffrey apuntó a Lena con el dedo.

– Sabía que había dinero de por medio, que era por algo concreto.

– Tenías razón -reconoció Lena.

– Hemos encontrado a nuestro general -comentó él-. Cole dijo que él sólo era un viejo soldado, pero necesitaba a un general que le indicara lo que debía hacer.

– Abby fue a Savannah pocos días antes de morir. A lo mejor descubrió lo de las pólizas de los seguros de vida.

– ¿Cómo? -preguntó Jeffrey.

– Su madre dijo que trabajó un tiempo en la oficina, que se le daban bien los números.

– Lev la vio una vez en la oficina ante la fotocopiadora. Tal vez descubrió algo que no debía. -Jeffrey hizo una pausa, reflexionando acerca de las distintas posibilidades-. Rachel dijo que Abby fue a Savannah antes de morir porque Paul se había dejado unos documentos en su maletín. Quizás Abby viera las pólizas.

– ¿Crees que Abby le plantó cara en Savannah? -le preguntó Lena.

Jeffrey asintió.

– Y Paul llamó a Cole para ordenarle que la castigara.

– O llamó a Lev.

– O a Lev -coincidió él.

– Cole ya sabía lo de Chip. Los siguió a Abby y a él al bosque -y añadió-: No sé, es extraño. No parece que Paul sea muy religioso.

– ¿Y por qué tendría que serlo?

– Para decirle a Cole que enterrara a su sobrina en el ataúd en el bosque -le contestó ella-. Me pega más Lev en el papel de general. Además, Paul nunca ha estado en el garaje de Dale. Si el cianuro salió de allí, apunta directamente a Lev, porque es el único al que podemos relacionar con el garaje. -Hizo una pausa-. O a Cole.

– No creo que fuera Cole -insistió Jeffrey-. ¿Al final has hablado de eso con Terri Stanley?

Lena sintió que se sonrojaba de nuevo, pero en esta ocasión era de vergüenza.

– No.

Jeffrey apretó los labios, pero no dijo lo evidente. Si ella hubiese interrogado a Terri, tal vez no se encontrarían allí en ese momento. Tal vez Rebecca estaría sana y salva en su casa, Cole Connolly seguiría vivo y ellos estarían en la sala de interrogatorios, hablando con la persona que había matado a Abigail Bennett.

– Metí la pata -dijo ella.

– Sí, así es. -Esperó unos segundos antes de añadir-: No me escuchas, Lena. Necesito estar seguro de que vas a hacer lo que te digo. -Hizo una pausa como si esperara que ella lo interrumpiera. No lo hizo, y él continuó-: Puedes ser una buena policía, una policía lista. Por eso te ascendí a inspectora.

Lena bajó la vista, incapaz de apreciar el cumplido, pues sabía lo que se avecinaba.

– Todo lo que ocurre en este pueblo es responsabilidad mía -prosiguió Jeffrey-, y si alguien sufre un percance o algo peor porque no obedeces mis órdenes, me las cargo yo.

– Lo sé. Lo siento.

– Esta vez no basta con decir que lo sientes. Decir que lo sientes significa que entiendes de qué te hablo y que no volverás a hacerlo. -Esperó a que ella asimilara sus palabras-. Ya he oído demasiadas disculpas. Necesito ver acciones, no oír palabras huecas.

La tranquilidad con que le hablaba era peor que si le hubiese levantado la voz. Lena clavó la vista en el suelo, preguntándose cuántas veces iba a permitirle Jeffrey meter la pata antes de darla definitivamente por caso perdido.

Acto seguido, Jeffrey se levantó inesperadamente, cogiéndola desprevenida. Lena se estremeció, presa de un irracional miedo de que él fuera a golpearla.

Jeffrey, horrorizado, la miró como si no la hubiera visto nunca en su vida.

– Es que… -Lena no sabía qué decir-. Me has asustado.

Jeffrey sacó la cabeza por la puerta y dijo a Marla:

– Dile a la mujer que está a punto de entrar que pase -anunció a Lena-: Ha venido Mary Ward. Acabo de verla llegar al aparcamiento.

Lena intentó recobrar la compostura.

– Creía que no le gustaba conducir.

– Supongo que hoy habrá hecho una excepción -contestó Jeffrey, sin dejar de mirar a Lena como si fuera un libro que no podía leer-. ¿Estás en condiciones de pasar por esto?

– Claro -respondió ella, y se obligó a levantarse de la silla.

Sintiéndose nerviosa y fuera de lugar, se remetió la camisa en el pantalón.

Jeffrey le cogió la mano entre las suyas, y ella de nuevo se quedó de una pieza. Nunca la había tocado así. No era en absoluto propio de él.

– Ahora te necesito en plena forma.

– Lo estoy-aseguró ella, retirando la mano para volver a remeterse la camisa, a pesar de que ya la llevaba bien-. Vamos.

Lena no lo esperó. Se cuadró de hombros y atravesó la sala de revista con paso firme. Marla tenía la mano en el intercomunicador cuando Lena abrió la puerta.

Mary Ward estaba sujetando el bolso contra el pecho en el vestíbulo.

– Comisario Tolliver -dijo, como si Lena no estuviera delante de ella.

Con un pañuelo viejo y raído de colores negro y rojo en los hombros, aparentaba más edad ahora que la primera vez que la había visto. Debía de tener sólo diez años más que Lena. O fingía, o era realmente una de las personas más patéticas sobre la faz de la tierra.

– Pase a mi despacho -la invitó Jeffrey, y condujo a Mary cogida del codo a través de la puerta abierta antes de que pudiera cambiar de parecer-. ¿Se acuerda de la inspectora Adams?

– Lena -corrigió ella, y en actitud servicial, preguntó-: ¿Le apetece un café o algo?

– No tomo cafeína -contestó la mujer con voz tensa, como si hubiera estado gritando y se hubiera quedado ronca.

Lena vio asomar de la manga un pañuelo de papel arrugado y supuso que había estado llorando.

Jeffrey ofreció a Mary un asiento ante el escritorio de su despacho. Esperó a que se sentara y luego, para darle una sensación de familiaridad, ocupó una silla a su lado. Lena se quedó detrás de ellos, pensando que Mary se sentiría más cómoda si hablaba sólo con Jeffrey.

– ¿En qué puedo ayudarla, Mary? -preguntó Jeffrey.

Tardó en contestar, y en el pequeño despacho se oyó su respiración mientras aguardaban a que hablara.

– Usted dijo que mi sobrina estaba en una caja, comisario Tolliver.

– Sí.

– Que Cole la enterró en una caja.

– Así es -corroboró él-. Cole lo confesó antes de morir.

– ¿Y usted la encontró allí? ¿Fue usted quien encontró a Abby?

– Mi mujer y yo estábamos en el bosque. Encontramos el tubo de metal en el suelo. Nosotros mismos la desenterramos.

Mary cogió el pañuelo de papel de la manga y se secó la nariz.

– Hace varios años… -Se interrumpió-: Bueno, supongo que debería empezar por el principio.

– Tómeselo con calma.

Eso hizo, y Lena apretó los labios, deseando sacudirla para obligaría a hablar.

– Tengo dos hijos varones -explicó Mary-. William y Peter. Viven en el oeste.

– Recuerdo que nos lo dijo -comentó Jeffrey, aunque Lena lo había olvidado.

– Decidieron abandonar la iglesia. -Se sonó-. Para mí, fue muy duro perder a mis hijos. Pero nosotros no les dimos la espalda. Cada uno toma sus propias decisiones. No excluimos a la gente porque… -Se le apagó la voz-. Fueron mis hijos quienes nos dieron la espalda a nosotros. A mí.

Jeffrey esperó, y la única señal de impaciencia era su mano aferrada al brazo de la silla.

– Cole era muy severo con ellos -dijo-. Los disciplinaba.

– ¿Los maltrataba?

– Los castigaba cuando se portaban mal -reconoció, sin ir más allá-. Mi marido había muerto un año antes. Yo me alegraba de contar con la ayuda de Cole. Creía que necesitaban a un hombre fuerte en sus vidas. -Se sorbió la nariz y se la enjugó-. Eran otros tiempos.

– Entiendo -dijo Jeffrey.

– Cole tiene, o tenía, muy claras las ideas sobre el bien y el mal. Yo confiaba en él. Mi padre confiaba en él. Era ante todo un hombre de Dios.

– ¿Eso cambió por alguna razón?

Dio la impresión de que la invadía la tristeza.

– No. Yo creía todo lo que me decía. A costa de mis propios hijos, creí en él. Le di la espalda a mi hija.

Lena enarcó las cejas de inmediato.

– ¿Tiene usted una hija?

Asintió.

– Genie.

Jeffrey se reclinó en la silla, aunque seguía tenso.

– Ella me lo contó -prosiguió Mary-. Genie me contó lo que él le había hecho. -Hizo una pausa-. La caja en el bosque.

– ¿Él la enterró allí?

– Iban de acampada -explicó Mary-. Cole se llevaba a los niños a acampar a menudo.

Lena sabía que Jeffrey estaba pensando en Rebecca, en el hecho de que se había fugado al bosque otras veces.

– ¿Y qué le contó su hija?

– Me contó que Cole la engañó, que le dijo que se la llevaba a dar una vuelta por el bosque. -Calló, pero al cabo de un momento se obligó a continuar-. La dejó allí cinco días.

– ¿Y usted qué hizo cuando ella se lo contó?

– Se lo pregunté a Cole. -Cabeceó al pensar en su propia estupidez-. Y él me contestó que no podría quedarse en la granja si yo creía a Genie en lugar de a él. Se lo tomó muy mal.

– Pero ¿no lo negó? -preguntó Jeffrey.

– No -contestó-. No me di cuenta de eso hasta anoche. Nunca lo negó. Me dijo que debía rezar, dejar que el Señor decidiera a quién debía creer: si a él o a Genie. Yo confiaba en él. Tenía una noción tan estricta del bien y el mal… Lo consideraba un hombre temeroso de Dios.

– ¿Se enteró de eso alguien más de la familia?

Volvió a negar con la cabeza.

– Yo estaba avergonzada. Mi hija era una mentirosa -Mary se corrigió-: Bueno, mentía sólo sobre algunas cosas. Ahora me doy cuenta, pero entonces, no lo veía tan claro. Genie era una chica muy rebelde. Se drogaba. Iba con chicos. Se distanció de la iglesia. Se distanció de su familia.

– ¿Qué explicación dio para la desaparición de Genie?

– Hablé de ello con mi hermano y me aconsejó que dijera que se había fugado con un chico. Era una historia creíble. Pensé que nos ahorraría a todos el bochorno de la verdad, y ninguno de nosotros quería disgustar a Cole. -Se enjugó una lágrima con el pañuelo-. En esa época su presencia era muy valiosa para nosotros. Mis dos hermanos estaban fuera estudiando, y las chicas no éramos capaces de llevar la granja. Cole se ocupaba de todo junto con mi padre; era esencial para que la granja funcionase.

De pronto se abrió la puerta cortafuegos y apareció Frank, que se detuvo en seco cuando vio a Jeffrey y Mary Ward sentados ante el escritorio. Entró en el despacho y, tras apoyar una mano en el hombro de Jeffrey, le dio una carpeta. Jeffrey la abrió, a sabiendas de que Frank no lo habría interrumpido a menos que se tratara de algo importante. Lena advirtió que miraba varios faxes. La comisaría tenía un presupuesto muy justo y el fax, un aparato de diez años, funcionaba con papel térmico en lugar del normal. Jeffrey alisó las páginas mientras las examinaba. Cuando alzó la vista, Lena no supo adivinar si las noticias eran buenas o malas.

– Mary -dijo Jeffrey-, la he llamado señora Ward todo este tiempo. ¿Su nombre de casada es Morgan?

La sorpresa asomó a la cara de Mary.

– Sí -contestó-. ¿Por qué?

– ¿Y su hija se llama Teresa Eugenia Morgan?

– Sí.

Jeffrey le concedió un momento para recomponerse.

– Mary -empezó a decir-. ¿Abby conoció a su hija?

– Claro que sí -dijo-. Genie tenía diez años cuando nació Abby. La trató como si fuera su propia hija. Abby se quedó destrozada cuando Genie se marchó. Las dos sufrieron mucho.

– ¿Es posible que Abby visitara a su hija el día que fue a Savannah?

– ¿A Savannah?

Jeffrey sacó un fax.

– Según vemos aquí, la dirección de Genie es el 241 de Sandon Square, Savannah.

– Pues no -replicó ella, confusa-. Mi hija vive aquí mismo, comisario Tolliver. Su apellido de casada es Stanley.


De camino a casa de los Stanley, Lena iba al volante mientras Jeffrey hablaba por el móvil con Frank. Apuntaba lo que le decía éste en un bloc de espiral apoyado en la rodilla, confirmando con gruñidos que iba tomando nota.

Lena echó un vistazo al espejo retrovisor para asegurarse de que Brad Stephens los seguía detrás en su coche patrulla. Por una vez, se alegró de la presencia del joven policía. Brad era un bobalicón, pero últimamente había estado haciendo gimnasia y la prueba de ello era la musculatura que había desarrollado. Jeffrey les había hablado del revólver cargado que guardaba Dale Stanley encima de uno de los armarios del garaje. Aunque Lena no se moría de ganas de enfrentarse al marido de Terri, esperaba en parte que diera algún pretexto a Jeffrey y Brad para demostrarle cómo se sentía uno cuando otra persona más grande y más fuerte lo molía a palos.

– No, no la metas en una celda -ordenó Jeffrey a Frank-. Dale leche y galletas si es necesario. Basta con que la mantengas alejada del teléfono y sus hermanos.

Lena sabía que se refería a Mary Morgan. La mujer se quedó atónita cuando Jeffrey le dijo que no podía abandonar la comisaría, pero como a todo buen ciudadano respetuoso con la ley, le daba tanto miedo ir a la cárcel que se limitó a asentir y aceptar cuanto él decía.

– Buen trabajo, Frank -dijo Jeffrey-. Avísame si te enteras de algo más -añadió, y colgó.

Volvió a anotar algo en su bloc, en silencio.

Lena no tuvo paciencia para esperar a que él acabara de tomar nota.

– ¿Qué te ha dicho?

– De momento han encontrado seis pólizas -contestó, sin dejar de escribir-. Lev y Terri constan como beneficiarios de Abby y Chip. Mary Morgan está en dos, y Esther Bennett en otras dos.

– ¿Y qué ha dicho Mary al respecto?

– Que no tenía ni idea de qué hablaba Frank. Paul lleva todos los asuntos de la familia.

– ¿Frank la ha creído?

– No está seguro -contestó Jeffrey-. Ni siquiera yo estoy seguro y he estado hablando con ella media hora.

– No se puede decir que vivan por todo lo alto.

– Según Sara, se hacen su propia ropa.

– No es el caso de Paul -señaló ella-, ¿Cuál era el valor de las pólizas?

– Unos cincuenta mil dólares cada una. Serán codiciosos, pero no tontos.

Lena sabía que una cifra desorbitada habría despertado las sospechas de las compañías de seguros. De esa manera, en cambio, la familia había podido cobrar casi medio millón de dólares en los últimos dos años, todo libre de impuestos.

– ¿Y la casa? -preguntó Lena.

En las pólizas constaba que todos los beneficiarios vivían en la misma dirección de Savannah. Tras una rápida llamada al juzgado del condado de Chatham, se supo que la casa de Sandon Square había sido adquirida por una tal Stephanie Linder cinco años antes. O bien había otra Ward de la que Jeffrey no había oído hablar, o alguien le estaba jugando una mala pasada a la familia.

– ¿Crees que Dale también tiene que ver con esto? -preguntó Lena.

– Frank ha pedido un informe económico -dijo-. Dale y Terri están hasta el cuello de deudas: tarjetas de crédito, hipoteca, las letras de dos coches. Tienen tres facturas del hospital pendientes de pago. Sara dice que el hijo ha estado ingresado un par de veces. Están muy necesitados de dinero.

– ¿Crees que la mató Terri? -preguntó Lena, pensando que Frank tenía razón cuando dijo que el envenenamiento era un crimen de mujer.

– ¿Por qué habría de matarla?

– Sabía lo que hacía Cole. Pudo haberlo seguido.

– Pero ¿por qué habría de matar a Abby?

– A lo mejor no lo hizo -aventuró Lena-. A lo mejor Cole mató a Abby y Terri decidió darle a probar su propia medicina.

Jeffrey movió la cabeza en un gesto de negación.

– No creo que Cole matara a Abby. Se le veía realmente apenado por su muerte.

Lena lo dejó correr, pero en el fondo opinaba que Jeffrey concedía el beneficio de la duda a uno de los psicópatas más hijos de puta con que se había topado.

Jeffrey abrió el móvil y marcó un número. Alguien lo cogió y él dijo:

– Hola, Molly. ¿Puedes pasarle un recado a Sara? -Hizo una pausa-. Dile que estamos yendo a casa de los Stanley. Gracias, -Colgó y dijo a Lena-: Terri tenía hora con Sara al mediodía.

Eran las diez y media. Lena se acordó de la pistola en el garaje de Dale.

– ¿Y por qué no la hemos ido a buscar allí?

– Porque la consulta de Sara es coto vedado.

Lena pensó que la excusa era bastante pobre, pero sabía que no debía insistir. Jeffrey era el mejor policía que había conocido, pero cuando estaba por medio Sara Linton, parecía un cachorro apaleado. Para cualquier otro hombre el hecho de que ella lo hiciera comer en la palma de su mano habría sido bochornoso, pero él parecía enorgullecerse de ello.

Jeffrey debió de intuir sus pensamientos -o al menos alguno de ellos-, porque dijo:

– No sé de qué es capaz Terri. En cualquier caso, no quiero que monte un número en una consulta llena de críos.

Señaló un buzón negro que asomaba junto a la calle.

– Es ahí a la derecha.

Lena redujo la velocidad y dobló hacia el camino de entrada de los Stanley, seguida por Brad. Vio a Dale trabajar en el garaje y se le cortó la respiración. Lo había conocido hacía años, en otro picnic de la policía, cuando su hermano Pat acababa de incorporarse al cuerpo. Lena había olvidado lo grande que era. Pero no sólo era grande; también era fuerte.

Jeffrey se bajó del coche, pero Lena vaciló. Se obligó a sí misma a coger la manilla, abrir la puerta y salir. Oyó cerrarse la puerta de Brad detrás de ella, pero no quiso apartar la mirada de Dale ni un segundo. De pie en la puerta del garaje, Dale sostenía una llave inglesa de aspecto muy pesado con sus enormes manos. El armario donde guardaba la pistola estaba a pocos metros. Como Jeffrey, tenía un ojo morado.

– Hola, Dale -saludó Jeffrey-. ¿Qué le ha pasado en el ojo?

– Tropecé con una puerta -bromeó.

Lena sintió curiosidad por saber qué le había pasado en realidad. Terri habría tenido que subirse a una silla para alcanzar su cabeza. Dale pesaba unos cuarenta kilos más que ella y la superaba en altura unos sesenta centímetros por lo menos. Lena le miró las manos y pensó que eran lo bastante grandes para rodearle el cuello. Podría estrangularla sin pensárselo dos veces. A Lena le horrorizaba esa sensación, la sensación de que los pulmones se le agitaban en el pecho, los ojos se le ponían en blanco y todo empezaba a desvanecerse pese a sus esfuerzos por no perder el sentido.

Flanqueado por Brad y Lena, Jeffrey avanzó un paso.

– Le ruego que salga del garaje -dijo a Dale.

Dale apretó la llave.

– ¿Qué ocurre? -Esbozó una fugaz sonrisa-. ¿Acaso los ha llamado Terri?

– ¿Por qué habría de llamarnos?

– Por nada -dijo él, encogiéndose de hombros, pero por su manera de sujetar la llave saltaba a la vista que sí tenía motivos para preocuparse.

Lena echó un vistazo a la casa, buscando a Terri. Si Dale tenía un ojo morado, Terri debía de estar bastante peor.

Obviamente Jeffrey pensaba lo mismo. Aun así, dijo a Dale:

– No tiene nada que temer.

Dale era más listo de lo que aparentaba.

– No es ésa la impresión que tengo.

– Salga del garaje, Dale.

– La casa de un hombre es su castillo -respondió Dale-. No tienen derecho a venir aquí. Salgan de mi propiedad ahora mismo.

– Queremos hablar con Terri.

– Nadie habla con Terri a menos que yo lo diga, y yo no lo digo, así que…

Jeffrey se detuvo a un metro de Dale, y Lena se colocó a su izquierda, pensando que podía llegar a la pistola antes que él. Reprimió una maldición cuando vio que el armario, por su altura, estaba fuera de su alcance. A ese lado tendría que haberse puesto Brad. Medía al menos treinta centímetros más que ella. Cuando Lena hubiera acercado un taburete para coger la pistola, Dale estaría ya de camino a México.

– Suelte esa llave -ordenó Jeffrey.

Dale lanzó una mirada a Lena y después a Brad.

– Les agradecería que retrocedieran un paso o dos.

– No está en situación de dar órdenes, Dale -dijo Jeffrey.

Lena quiso llevarse la mano a la pistola, pero sabía que debía obedecer las indicaciones de Jeffrey. Él mantenía los brazos a los lados, pensando seguramente que lograría convencer a Dale. Ella no lo veía tan claro.

– Me están agobiando -se quejó Dale-. Eso no me gusta.

Levantó la llave a la altura del pecho, con un extremo apoyado en la palma de la mano. Lena sabía que ese hombre no era tonto. La llave podía hacer mucho daño, pero no a tres personas a la vez, y menos teniendo en cuenta que las tres iban armadas. Observó a Dale atentamente, segura de que intentaría coger la pistola.

– Esta actitud no va a beneficiarle en nada -le advirtió Jeffrey-. Sólo queremos hablar con Terri.

Dale se movió con notable agilidad para un hombre de su tamaño, pero Jeffrey se le adelantó. Cogió la porra del cinturón de Brad y golpeó a Dale en las corvas cuando éste se abalanzó hacia la pistola. Dale se desplomó como una pila de ladrillos.

Lena no pudo por menos de sobrecogerse al ver a Brad, normalmente tan dócil, hincar la rodilla en la espalda de Dale, aplastándolo contra el suelo mientras lo esposaba. Había bastado con un golpe en las corvas para derribarlo. Ni siquiera se resistió cuando Brad, tras ponerle un juego de esposas en cada mano, le tiró de los brazos hacia atrás para inmovilizárselos a la espalda.

– Le he advertido que no lo hiciera -dijo Jeffrey a Dale.

Dale aulló como un perro cuando Brad lo puso de rodillas.

– Joder, tenga cuidado -se quejó, moviendo los hombros como si temiera que se le hubieran desencajado-. Quiero llamar a mi abogado.

– Ya lo hará más tarde. -Jeffrey le devolvió la porra a Brad y ordenó-: Llévalo al asiento trasero del coche.

– Sí, jefe -dijo Brad, y puso a Dale en pie, provocando otro aullido.

El grandullón se dirigió al coche arrastrando los pies y levantando una nube de polvo detrás de él.

– No es tan duro como parece, ¿eh? -dijo Jeffrey en voz baja para que sólo lo oyera Lena-. Seguro que se cree muy hombre cuando le da una paliza a su mujer.

Lena sintió que el sudor le resbalaba por la espalda. Jeffrey se sacudió el polvo de la pernera del pantalón con la mano antes de encaminarse hacia la casa.

– Ahí dentro hay dos niños -recordó a Lena.

Lena buscó algo que decir.

– ¿Crees que Terri se resistirá?

– No sé qué hará.

La puerta se abrió antes de que llegaran al porche delantero. Terri Stanley estaba dentro, con un bebé dormido en brazos. A su lado había otro niño, de unos dos años, que se frotaba los ojos con los pequeños puños, como si acabara de despertarse. Terri tenía las mejillas hundidas, círculos oscuros en torno a los ojos, un labio reventado, un hematoma reciente de color amarillo azulado en la mandíbula y verdugones de un color rojo encendido en el cuello. Lena entendió por qué Dale no había querido que hablaran con su mujer. La había molido a palos. Lena no se explicaba cómo se tenía en pie.

Terri observó a Brad llevarse a su marido al coche patrulla y, eludiendo la mirada de Jeffrey y Lena, dijo con voz inexpresiva:

– No presentaré cargos. Ya pueden soltarlo.

Jeffrey se volvió hacia el coche.

– Sólo vamos a hacerle sufrir un rato.

– Así sólo empeoran las cosas -hablaba con cuidado, obviamente para evitar que se le partiera el labio otra vez. Lena conocía el truco, igual que conocía el dolor en la garganta que se sentía al forzar la voz para hacerse entender-. Nunca me había pegado así. No en la cara. -Se le quebró la voz. Estaba desbordada, no tenía escapatoria-. Que mis hijos tengan que ver esto…

– Terri… -empezó a decir Jeffrey, pero no supo cómo seguir.

– Me matará si lo dejo -arrastraba las palabras a causa del labio hinchado.

– Terri…

– No voy a presentar cargos.

– No se lo estamos pidiendo.

Terri titubeó, como si no fuera ésa la respuesta que esperaba.

– Tenemos que hablar con usted -dijo Jeffrey.

– ¿De qué?

Jeffrey recurrió a un viejo truco de policías.

– Eso usted ya lo sabe.

Lanzó una mirada a su marido, sentado en el asiento trasero del coche patrulla de Brad.

– No le hará daño.

Lo miró con cautela, como si Jeffrey le hubiese contado un chiste malo.

– No nos iremos a ninguna parte hasta que hablemos con usted -dijo Jeffrey.

– Supongo que pueden pasar -cedió por fin, retrocediendo y apartándose de la puerta abierta-. Tim, mamá tiene que hablar con esta gente.

Cogió al niño de la mano y lo llevó a una habitación con un gran televisor en el centro. Lena y Jeffrey esperaron en el amplio vestíbulo al pie de la escalera mientras Terri ponía un DVD.

Lena alzó la vista hacia el elevado techo, que cubría el vestíbulo y el pasillo del piso superior. En el lugar donde debía colgar una araña sólo se veían cables sueltos asomando de una placa de yeso. La pared junto a la escalera estaba rayada, y alguien había abierto un pequeño boquete en lo alto. Los barrotes que sostenían el pasamanos del otro lado se veían un tanto doblados, y cerca del rellano de arriba varios se habían agrietado o roto. Debió de hacerlo Terri, pensó Lena, e imaginó a Dale subiéndola a rastras por la escalera y a ella agitando las piernas desesperadamente. En total había contado doce peldaños y el doble de barrotes a los que agarrarse en un intento de impedir lo inevitable.

Las voces agudas de una película de dibujos animados resonaron en las frías baldosas del vestíbulo. Terri volvió, todavía con el pequeño en brazos.

– ¿Dónde podemos hablar? -preguntó Jeffrey.

– Permítame acostarlo primero -le pidió, refiriéndose al bebé-. La cocina está allí atrás.

Subió por la escalera y Jeffrey ordenó a Lena que la siguiera con un gesto.

La casa era más espaciosa de lo que parecía desde fuera. El rellano al final de la escalera conducía a un largo pasillo y a una serie de habitaciones, en apariencia tres dormitorios y un cuarto de baño. Terri entró en la primera, y Lena se detuvo y no la siguió. Se quedó en la puerta, desde donde vio a la mujer acostar al bebé dormido en la cuna. La habitación tenía una decoración alegre, con nubes en el techo, y una escena pastoral con ovejas y vacas felices en las paredes. Encima de la cuna, colgaba un móvil con más ovejas. Lena no veía al niño mientras su madre le acariciaba la cabeza, pero sí lo vio estirar las pequeñas piernas cuando Terri le quitó los patucos. Nunca había reparado en que los bebés tenían unos pies tan minúsculos, con dedos como nudos, y las plantas se doblaban como la piel de un plátano al acercar las rodillas al pecho.

Terri miraba a Lena fijamente por encima del hombro.

– ¿Tienes hijos? -emitió un sonido ronco que Lena interpretó como un asomo de risa-. O sea, aparte del que dejaste en Atlanta.

Lena sabía que estaba amenazándola, que con sus palabras pretendía recordarle que las dos habían acudido a aquella clínica por el mismo motivo, pero Terri Stanley no era la clase de mujer capaz de cumplir con la amenaza. Cuando se volvió, Lena no pudo evitar compadecerse de ella. A la luz del sol que entraba en la habitación, el hematoma de la mandíbula de Terri se veía como en tecnicolor. Se le había abierto la herida del labio y un hilo de sangre le caía por el mentón. Lena se dio cuenta de que hacía seis meses ésa podría haber sido su propia imagen en un espejo.

– Harías cualquier cosa por ellos -dijo Terri con tristeza-. Soportarías cualquier cosa.

– ¿Cualquier cosa?

Terri tragó saliva y se estremeció de dolor. Saltaba a la vista que Dale había intentado estrangularla. Las moraduras aún no eran visibles, pero ya saldrían, como un collar oscuro alrededor de la garganta. Las escondería con una buena capa de maquillaje, pero ella se sentiría agarrotada toda la semana, movería la cabeza con cuidado, intentaría tragar sin hacer una mueca, esperaría a que los músculos se relajaran y desapareciera el dolor.

– No puedo explicarlo… -dijo.

Lena no era quién para sermonearla.

– Sabes que no es necesario.

– Ya -coincidió Terri.

Se volvió y tapó al bebé con una manta celeste.

Lena contempló su espalda y se preguntó si Terri sería capaz de cometer un asesinato. Si lo era, sin duda sería de las que usarían veneno. Era imposible que Terri fuera capaz de matar a alguien mirándolo a la cara. Era obvio que se había resarcido con Dale. Éste no tenía el ojo a la funerala por un accidente en el afeitado.

– Parece que le has sacudido una buena -comentó Lena.

Terri se volvió, confusa.

– ¿Cómo dices?

– A Dale -aclaró, señalándose el ojo.

Terri desplegó una sincera sonrisa y le cambió la expresión por completo. Lena vislumbró a la mujer que había sido antes de que empezara todo aquello, antes de las palizas de Dale, antes de que la vida se convirtiera en un martirio en lugar de una fuente de satisfacciones. Era una mujer hermosa.

– Lo he pagado caro -dijo Terri-, pero qué bien me ha sabido.

Lena también sonrió, pues conocía el placer de defenderse. Al final costaba caro, pero de entrada era fantástico, casi como un colocón.

Terri respiró hondo y dejó escapar el aire.

– Acabemos con esto de una vez.

Lena bajó por la escalera detrás de ella, sus pasos resonando en el suelo de madera. En la planta baja, no había alfombras y el ruido parecía el chacoloteo de un caballo. Dale no debía de haber puesto alfombras a propósito, para saber exactamente dónde estaba su mujer en todo momento.

Entraron en la cocina, donde Jeffrey contemplaba las fotos y los dibujos infantiles en la nevera. Lena vio que Terri había escrito los nombres de los animales que aparentemente representaba cada figura: león, tigre, oso. Para el punto de la «i» había trazado un círculo abierto como las adolescentes.

– Siéntense -invitó Terri, y apartó una silla de la mesa.

Jeffrey se quedó de pie, pero Lena tomó asiento frente a Terri. La cocina se hallaba razonablemente recogida para esa hora de la mañana. Los platos y los cubiertos del desayuno estaban en el escurridor, y la encimera, limpia. Lena se preguntó si Terri era ordenada por naturaleza o si Dale se lo había impuesto a golpes.

Terri se miró las manos, entrelazadas sobre la mesa. Era una mujer menuda, pero su actitud encogida la hacía parecer más pequeña aún. Irradiaba un aura de tristeza. Lena no se explicaba cómo Dale conseguía pegarle sin partirla en dos.

– ¿Quieren tomar algo? -ofreció Terri.

Lena y Jeffrey rechazaron la invitación al unísono. Tras lo sucedido a Cole Connolly, Lena dudaba que volviera a aceptar algo de nadie.

Terri se reclinó en la silla y Lena la observó atentamente. Advirtió que eran más o menos de la misma estatura y tenían una constitución parecida. Terri debía de pesar unos cinco kilos menos y era tres o cuatro centímetros más baja, pero no había grandes diferencias entre las dos.

– ¿No han venido para hablar de Dale?

– No.

Se tiró de un repelo de la cutícula del pulgar. Se veía sangre seca donde ya se había arrancado piel antes.

– Tenía que haber supuesto que al final vendrían.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Jeffrey.

– Por la nota que le envié a la doctora Linton -contestó-. Supongo que no fue muy astuto por mi parte.

Esta vez Jeffrey tampoco reaccionó.

– ¿Y eso por qué?

– Bueno, ya sé que pueden encontrar en ella toda clase de pruebas.

Lena asintió como si eso fuera cierto, pensando que esa mujer había visto demasiadas series policíacas por televisión, donde las técnicos de laboratorio se paseaban en trajes de Armani y zapatos de tacón, extraían restos de cutícula de la espina de una rosa, volvían a su laboratorio y allí, por un milagro de la ciencia, descubrían que el agresor era un albino diestro que coleccionaba sellos y vivía con su madre. Al margen de que ningún laboratorio criminal del mundo podía permitirse pagar los millones de dólares que costaban los equipos que salían en esas series, la verdad era que el ADN se descomponía. Factores externos podían influir en la cadena, o a veces la muestra era escasa. Las huellas dactilares tenían que ser interpretadas, y eran pocos los casos en que hubiera suficientes puntos de comparación para poder presentarlas en un juicio.

– ¿Por qué le envió la carta a la doctora Linton? -preguntó Jeffrey.

– Sabía que ella haría algo -respondió Terri, y se apresuró a añadir-: No es que creyera que ustedes se quedarían de brazos cruzados, pero la doctora Linton cuida de la gente. Se preocupa de verdad. Sabía que ella lo entendería. -Se encogió de hombros-. Sabía que se lo contaría a usted.

– ¿Y por qué no se lo dijo personalmente? -preguntó Jeffrey-. Y a mí me vio el lunes por la mañana en la consulta. ¿Por qué no me lo dijo entonces?

Terri soltó una risa forzada.

– Dale me mataría si supiera que me he metido en esto. Detesta la iglesia. Detesta todo lo que tenga que ver con ellos. Pero es que… -se le apagó la voz-. Cuando me enteré de lo que le había sucedido a Abby, pensé que ustedes debían saber que ese hombre ya lo había hecho antes.

– ¿Quién lo hizo antes?

Tragó saliva antes de pronunciar su nombre.

– Cole.

– ¿La metió en una caja en el bosque? -preguntó Jeffrey.

Terri asintió y el pelo le tapó los ojos.

– Se suponía que habíamos ido a acampar. Me llevó a dar un paseo. -Hizo una pausa-. Llegamos a un claro, y había un hoyo en el suelo. Un rectángulo. Con una caja dentro.

– ¿Y qué hiciste? -preguntó Lena.

– No me acuerdo -le contestó Terri-. Creo que ni siquiera tuve tiempo de gritar. Me pegó muy fuerte y me metió dentro de un empujón. Me hice una herida en la rodilla y me arañé la mano. Empecé a chillar, pero él se me echó encima y levantó el puño, como si fuera a pegarme. -Guardó silencio por un momento, intentando mantener la compostura mientras contaba lo sucedido-. Así que no me moví. No me moví mientras él me tapaba con las tablas de madera, clavándolas una por una…

Lena se miró las manos mientras pensaba en los clavos penetrando en la madera, el sonido metálico del martillo al golpear la cabeza de metal, el miedo insondable mientras ella permanecía allí, incapaz de salvarse.

– Él rezaba -prosiguió Terri-. Decía cosas como que Dios le había dado la fuerza, que él sólo era un instrumento del Señor. -Cerró los ojos y se le saltaron las lágrimas-. Y de pronto tuve delante esas tablas negras. Se filtraba un poco de luz entre ellas, supongo, pero sólo parecía un poco menos negro que la oscuridad total. Aquello estaba tan oscuro… -Se estremeció al recordarlo-. Lo oí echar la tierra sobre la tapa, sin prisas, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Y rezaba sin parar, levantando la voz cada vez más, como para asegurarse de que yo lo oía.

Calló, y Lena preguntó:

– ¿Y qué hiciste?

Terri tragó saliva de nuevo.

– Empecé a chillar, y mis gritos sólo resonaron en la caja. Me hacían daño en los oídos. No veía nada. Apenas podía moverme. A veces todavía lo oigo -dijo-. Por la noche, cuando intento dormir, oigo el ruido sordo de la tierra que cae sobre la caja. El polvo que se filtra, que se me pega en la garganta. -Al recordarlo, empezó a sollozar-. Era un hombre malísimo.

– Por eso usted se marchó de casa -comentó Jeffrey.

Terri se sorprendió de que dijera eso.

– Su madre nos ha contado lo que pasó, Terri -explicó Jeffrey.

Terri se echó a reír, un sonido hueco desprovisto del menor sentido del humor.

– ¿Mi madre?

– Esta mañana ha venido a la comisaría.

Asomaron más lágrimas a sus ojos y le empezó a temblar el labio inferior.

– ¿Se lo ha contado ella? -preguntó-. ¿Mi madre les ha contado lo que hizo Cole?

– Sí.

– No me creyó -dijo Terri con un hilo de voz-. Le conté lo que me hizo, y ella me contestó que me lo había inventado, que iría al infierno. -Miró alrededor, la cocina, su vida-. Supongo que tenía razón.

– ¿Adónde fuiste cuando te marchaste? -preguntó Lena.

– A Atlanta -respondió-. Salía con un chico, Adam. En realidad, sólo era un medio para escapar de allí. No me habían creído, así que no podía quedarme. -Se sorbió la nariz y se la limpió con el dorso de la mano-. Tenía tanto miedo de que Cole volviera a cogerme. No podía dormir. No podía comer. Vivía esperando a que él fuera a buscarme.

– ¿Por qué volviste?

– Yo… -Se le apagó la voz-. Me crié aquí. Y luego conocí a Dale… -Tampoco esta vez acabó la frase-. Cuando lo conocí, era un buen hombre. Muy tierno. No siempre ha sido como es ahora. Las enfermedades de los niños lo someten a una gran tensión.

Jeffrey no la dejó seguir por ese camino.

– ¿Cuánto tiempo llevan casados?

– Ocho años -contestó.

Ocho años de palizas. Ocho años de poner excusas, de protegerlo, de convencerse de que esta vez sería distinto, de que esta vez cambiaría. Ocho años de saber en el fondo que se engañaba, pero sin poder hacer nada al respecto.

Lena no sobreviviría ocho años soportando eso.

– Cuando conocí a Dale -dijo Terri-, yo ya había dejado las drogas, pero seguía jodida. No tenía muy buen concepto de mí misma.

Lena percibió cierto pesar en su voz. No se regodeaba en la autocompasión. Contemplaba su vida y veía que el hoyo que se había cavado no era muy distinto del hoyo en que la había metido Cole Connolly.

– Antes tomaba speed, me pinchaba. Hice cosas terribles. Creo que Tim es quien más ha pagado las consecuencias. -Añadió-: Tiene muchos problemas de asma. ¿Quién sabe cuánto tiempo se quedan esas drogas en el cuerpo? ¿Quién sabe qué efectos tienen en el organismo?

– ¿Cuándo dejó de drogarse? -preguntó Jeffrey.

– A los veintiún años -contestó ella-. Las dejé de la noche a la mañana, sin más. Sabía que no llegaría a los veinticinco si no lo hacía.

– ¿Ha estado en contacto con su familia desde entonces?

Volvió a tirarse del repelo de la cutícula.

– Hace un tiempo le pedí dinero a mi tío -reconoció-. Lo necesitaba para… -Volvió a tragar saliva.

Lena sabía para qué necesitaba el dinero. Terri no trabajaba. Dale debía de controlar cada centavo que entraba en la casa. Tenía que pagar la clínica de alguna manera, y la única solución había sido pedir prestado a su tío.

– La doctora Linton ha sido muy amable -dijo Terri-. Pero teníamos que pagarle algo por todo lo que ha hecho. El seguro no cubre la medicación de Tim. -De pronto, alzó la vista y el miedo asomó a sus ojos-. No se lo digan a Dale -rogó, mirando a Lena-. Por favor, no le digan que pedí dinero. Es muy orgulloso. No le gusta que mendigue.

Lena sabía que Dale indagaría adónde había ido a parar el dinero.

– ¿Veías alguna vez a Abby? -preguntó Lena.

Le temblaron los labios en un intento de contener el llanto.

– Sí -contestó-. A veces pasaba por aquí para ver cómo estábamos los críos y yo. Nos traía comida, caramelos para los niños.

– ¿Sabías que estaba embarazada?

Terri asintió, y Lena se preguntó si Jeffrey percibía la tristeza que emanaba de ella. Debía de estar acordándose del niño que había perdido, el de Atlanta. Lena no pudo evitar pensar en lo mismo. Por alguna razón, le vino a la cabeza la imagen del bebé de arriba, sus piececillos en el aire, la manera en que Terri lo había tapado con la manta. Lena tuvo que bajar la vista para que Jeffrey no le viera las lágrimas que le abrasaban los ojos.

Sintió la mirada de Terri sobre ella. Terri tenía la intuición propia de una mujer maltratada, una percepción instintiva de las emociones cambiantes que se adquiría tras años intentando no decir ni hacer nada indebido.

Jeffrey, sin percatarse de nada, preguntó:

– ¿Y usted qué le dijo a Abby cuando ella le contó que estaba embarazada?

– Tenía que haber sabido qué iba a pasar -dijo-. Tenía que haberla prevenido.

– ¿Prevenido de qué?

– Tenía que haberle hablado de Cole, de lo que me hizo a mí.

– ¿Por qué no la previno?

– No me creyó ni mi propia madre -afirmó-. No sé… Con los años, llegué a pensar que tal vez me lo había inventado. En esa época me drogaba mucho, tomaba cosas muy malas. No tenía la cabeza clara. Era más fácil pensar que simplemente me lo había inventado.

Lena sabía a qué se refería. Una se mentía a sí misma en distintos grados para poder aguantar un día más.

– ¿Abby le contó que salía con alguien? -preguntó Jeffrey.

Terri asintió y contestó con pesar:

– Con Chip. Le dije que no se liara con él. Tiene que entender que las chicas que se crían en la granja de Cultivos Sagrados no saben nada de la vida. Nos tienen aisladas, como si nos protegieran, pero en realidad eso sólo sirve para facilitarles las cosas a los hombres. -Soltó otra risa forzada-. Ni siquiera sabía lo que era el sexo hasta que lo practiqué.

– ¿Cuándo le dijo Abby que se marchaba?

– Pasó por aquí antes de ir a Savannah más o menos una semana antes de morir -respondió Terri-. Me dijo que se marcharía con Chip cuando la tía Esther y el tío Eph se fueran a Atlanta al cabo de un par de días.

– ¿Parecía disgustada?

Se quedó pensando.

– Parecía preocupada. Eso no era propio de Abby. Pero tenía muchas cosas en la cabeza. Estaba… estaba distraída.

– ¿En qué sentido?

Terri bajó la vista, intentando ocultar su reacción.

– Pues con cosas.

– Terri, necesitamos saber qué cosas -insistió Jeffrey.

– Estábamos aquí, en la cocina -habló por fin. Señaló la silla de Lena-. Ella estaba sentada ahí mismo. Tenía el maletín de Paul en el regazo, sosteniéndolo como si no pudiera soltarlo. Me acuerdo de que pensé que podía venderlo y con eso dar de comer a mis hijos durante un mes.

– ¿Es un maletín bonito? -preguntó Jeffrey, y Lena supo que estaba pensando exactamente lo mismo que ella.

Abby había abierto el maletín y encontrado algo que Paul no quería que viera.

– Debió de costarle mil dólares -dijo Terri-. Ese hombre gasta dinero a manos llenas. No lo entiendo.

– ¿Qué dijo Abby? -preguntó Jeffrey.

– Que tenía que ir a ver a Paul, y cuando volviera, se marcharía con Chip. -Se sorbió la nariz-. Quería que yo dijera a sus padres que los quería con todo su corazón. -Rompió a llorar otra vez-. Tengo que decírselo. Es lo mínimo que le debo a Esther.

– ¿Cree que le contó a Paul que estaba embarazada?

Terri negó con la cabeza.

– No lo sé. No creo que fuera a Savannah a pedir ayuda.

– ¿A pedir ayuda para deshacerse del bebé? -preguntó Lena.

– ¡No, por Dios! -exclamó, horrorizada-. Abby jamás mataría a su bebé.

Lena abrió la boca para decir algo, pero no le salió la voz.

– ¿Para qué cree que quería hablar con Paul? -preguntó Jeffrey.

– ¿Para pedirle dinero, tal vez? -aventuró Terri-. Le dije que necesitaría dinero si se largaba con Chip. Ella no sabía cómo era el mundo real. Cuando tenía hambre, se encontraba la comida en la mesa. Cuando tenía frío, allí estaba el termostato. Nunca tuvo que valerse por sí misma. Le advertí que necesitaría dinero para ella, y que lo escondiera de Chip, que se quedara con una parte, por si él la dejaba. No quería que cometiera los mismos errores que yo. -Se sonó la nariz-. Era una chica tan dulce, tan dulce.

Una chica dulce que intentó sobornar a su tío para que le pagara con dinero manchado de sangre, pensó Lena.

– ¿Cree que Paul le dio el dinero? -preguntó Lena.

– No lo sé -reconoció Terry-. Fue la última vez que la vi. Después de eso tenía que marcharse con Chip. Es lo que pensé que había hecho hasta que me enteré… hasta que ustedes la encontraron el domingo pasado.

– ¿Dónde estaba usted el sábado por la noche?

Terri se limpió la nariz con el dorso de la mano.

– Aquí -contestó-. Con Dale y los niños.

– ¿Alguien más puede confirmarlo?

Se quedó pensando, mordiéndose el labio inferior.

– Bueno, vino Paul -dijo-. Sólo un momento.

– ¿El sábado por la noche? -preguntó Jeffrey, lanzando una mirada a Lena.

Paul había repetido varias veces que la noche en que murió su sobrina estaba en Savannah. Incluso su locuaz secretaria lo había corroborado. Paul dijo que había ido a la granja el domingo por la noche para ayudar en la búsqueda de Abby.

– ¿Por qué vino Paul? -preguntó Jeffrey.

– Le trajo a Dale ese chisme para uno de sus coches.

– ¿Qué chisme?

– Ese chisme del Porsche -contestó-. A Paul le encantan los coches ostentosos; bueno, en realidad le encanta todo lo ostentoso, intenta escondérselo a su padre y los demás, pero le gusta tener sus juguetes.

– ¿Qué clase de juguetes?

– Trae coches viejos que encuentra en subastas, y Dale se los restaura a precio de amigo. Al menos eso dice Dale. No sé cuánto cobra, pero debe de ser más barato hacerlo aquí que en Savannah.

– ¿Cuántos coches ha traído Paul?

– Que yo sepa, ha traído dos o tres. -Terri se encogió de hombros-. Tendría que preguntárselo a Dale. Yo suelo estar en la parte de atrás, ocupándome de la tapicería.

– Dale no me comentó que Paul vino a verlo la otra noche.

– No me extraña -dijo Terri-. Paul le paga en efectivo. No lo declara a Hacienda. -Intentó defenderlo-. Nos persiguen los acreedores. El hospital ya ha embargado la cuenta de Dale por el ingreso de Tom del año pasado. El banco informa de todo lo que entra y sale. Perderíamos la casa si no tuviéramos ese dinero extra.

– Yo no trabajo para el fisco -dijo Jeffrey-. Lo único que me importa es lo que pasó el sábado por la noche. ¿Está segura de que Paul vino el sábado?

Terri asintió.

– Puede preguntárselo a Dale -contestó-. Estuvieron en el garaje unos diez minutos y luego se marchó. Yo sólo lo vi por la ventana. En realidad, a mí Paul ni me habla.

– ¿Y eso por qué?

– Para él soy una perdida -contestó, sin el menor sarcasmo en la voz.

– Terri -dijo Jeffrey-, ¿ha estado Paul alguna vez solo en el garaje?

– Pues claro -contestó Terri, como si fuera evidente.

– ¿Cuántas veces? -insistió Jeffrey.

– No lo sé. Muchas.

Jeffrey ya no se mostraba tan conciliador. La presionó más.

– ¿Y en los últimos tres meses? ¿Ha entrado?

– Supongo -repitió, nerviosa-. ¿Qué más da si Paul ha estado en el garaje?

– Sólo quiero saber si ha tenido ocasión para coger algo de allí.

Soltó una carcajada de desdén ante la sola insinuación.

– Dale le habría retorcido el pescuezo.

– ¿Y qué hay de las pólizas de seguros? -preguntó él.

– ¿Qué pólizas?

Jeffrey sacó un fax doblado y lo dejó en la mesa delante de ella.

Terri arrugó la frente al leer el documento.

– No lo entiendo.

– Es una póliza de seguro de cincuenta mil dólares de la que usted es la beneficiaría.

– ¿De dónde ha sacado esto?

– No es usted quien debe hacer las preguntas -dijo Jeffrey, abandonando el tono comprensivo-. Cuéntenos qué está pasando, Terri.

– Pensé… -Se interrumpió y meneó la cabeza.

– ¿Qué pensaste? -preguntó Lena.

Terri cabeceó, mientras se tiraba del repelo del pulgar.

– ¿Terri? -insistió Lena, para evitar que Jeffrey fuera demasiado duro con ella; era evidente que tenía algo que contar, y ése no era momento para impacientarse.

Jeffrey cambió de tono.

– Terri, necesitamos su ayuda. Sabemos que Cole metió a Abby en la caja, igual que a usted, sólo que Abby no salió viva. Necesitamos que nos ayude a averiguar quién la mató.

– Yo no… -Se le apagó la voz.

– Terri, Rebecca ha desaparecido -prosiguió Jeffrey.

Terri masculló algo, al parecer unas palabras de aliento. Sin previo aviso, se levantó y dijo:

– Enseguida vuelvo.

– Un momento.

Jeffrey la cogió del brazo cuando ella estaba a punto de salir de la cocina, pero dio un respingo y Jeffrey la soltó.

– Perdone -se disculpó ella, frotándose el brazo donde Dale la había lastimado. Lena vio que se le arrasaban los ojos en lágrimas de dolor. Aun así, Terri repitió-: Enseguida vuelvo.

Esta vez Jeffrey no la tocó pero, en un tono que no tenía nada de cordial, dijo:

– La acompañaremos.

Tras un momento de vacilación, Terri movió la cabeza en un parco gesto de asentimiento. Miró por el pasillo para asegurarse de que no había nadie. Lena sabía que buscaba a Dale. Aunque estaba esposado en el coche patrulla, seguía temiendo que la agrediera.

Abrió la puerta de atrás y lanzó otra mirada furtiva, esta vez para comprobar que Lena y Jeffrey la seguían.

– Déjela un poco abierta por si Tim me necesita -dijo a Jeffrey.

En consideración a su paranoia, Jeffrey entornó despacio la mosquitera para que no se cerrara del todo.

Se dirigieron los tres juntos hacia el jardín trasero. Los perros, seguramente rescatados de la perrera, no eran de raza. Aullaron al tiempo que se abalanzaban sobre Terri, reclamando su atención. Ella les acarició la cabeza con gesto ausente y bordeó el garaje. Se detuvo en la esquina, y detrás Lena vio un anexo. Si Dale miraba hacia allí, los vería entrar.

Jeffrey se percató de ello casi al mismo tiempo que Lena.

– Puedo… -empezó a decir Jeffrey, cuando Terri respiró hondo y salió al espacio abierto del jardín.

Lena la siguió, y aunque no se volvió hacia el coche patrulla, sintió el calor de la mirada de Dale.

– No está mirando -aseguró Jeffrey, pero tanto Lena como Terri tenían demasiado miedo para comprobarlo.

Terri sacó una llave del bolsillo y la introdujo en la cerradura de la puerta del cobertizo. Encendió las luces al entrar en la habitación abarrotada de objetos. Había una máquina de coser en el centro, rollos de cuero negro apilados contra las paredes y una intensa luz en el techo. Terri debía de coser allí la tapicería de los coches que restauraba Dale. Era un espacio frío y húmedo, poco más que un taller tercermundista, y debía de ser un tormento en pleno invierno.

Terri se dio la vuelta y por fin miró por la ventana. Lena siguió su mirada y vio la silueta oscura de Dale Stanley sentado en el asiento trasero del coche patrulla.

– Me matará cuando se entere de esto -dijo Terri. Y dirigiéndose a Lena, añadió-: Pero poco importa una razón más o menos, ¿no?

– Podemos protegerte, Terri. Podemos meterlo en la cárcel ahora mismo y nunca más volverá a ver la luz del día.

– Saldrá -dijo ella.

– No -replicó Lena, porque sabía que había maneras de asegurarse de que un recluso no volviera a salir. Si lo metían en la celda adecuada con el preso adecuado, se le podía joder la vida para siempre-. Podemos asegurarnos de ello.

Por la manera en que Terri la miró, Lena supo que la había entendido.

Jeffrey las había estado escuchando mientras se paseaba por la pequeña habitación. De pronto, apartó dos rollos de tela de la pared. Se oyó un ruido detrás de ellos, casi como el correteo de un ratón. Apartó otro rollo y tendió la mano hacia la chica agazapada contra la pared.

Había encontrado a Rebecca Bennett.

Capítulo 15

Mientras Lena hablaba con Rebecca Bennett, Jeffrey la observaba, pensando que aun después de tantos años, si alguien le preguntaba cómo era realmente su compañera, no sabría qué contestar. Cinco minutos antes, durante la conversación con Terri Stanley, Lena estaba en esa misma cocina sin apenas decir nada, comportándose como una niña asustada. Sin embargo, con Rebecca Bennett, se había hecho cargo de la situación y actuaba como la policía que podía ser en lugar de como la mujer maltratada que era.

– Cuéntame qué pasó, Rebecca -dijo Lena con firmeza a la vez que cogía las manos de la chica, combinando en su justa medida autoridad y empatía.

Aunque no era ni mucho menos la primera vez que Jeffrey veía semejante transformación en Lena, le costaba creerlo.

Rebecca, una niña todavía asustada, titubeó. Era obvio que estaba agotada, pues el tiempo que había pasado escondida de su tío había hecho mella en ella como una corriente de agua que lame la roca de un río. Encorvada, con la cabeza gacha, parecía que su mayor deseo en la vida era desaparecer.

– Después de marcharse ustedes -explicó-, me fui a mi habitación.

– ¿Te refieres al lunes?

Rebecca asintió.

– Mi madre me dijo que me acostara.

– ¿Y qué pasó?

– Tenía frío, y al apartar las sábanas para meterme en la cama, aparecieron unos papeles.

– ¿Qué papeles? -preguntó Lena.

Rebecca miró a Terri, y ésta asintió con un parco gesto de la cabeza, animándola a seguir. Rebecca guardó silencio por un momento, sin apartar la mirada de su prima. A continuación, introdujo la mano en el bolsillo delantero de su vestido y sacó un fajo perfectamente doblado de papeles. Lena les echó un vistazo y se los entregó a Jeffrey. Éste vio que eran los originales de las pólizas de seguro que Frank había descubierto.

Lena se reclinó en la silla, observando a la chica.

– ¿Cómo es que no los encontraste el domingo?

Rebecca volvió a mirar a Terri.

– El domingo por la noche me quedé a dormir en casa de mi tía Rachel. Mi madre no quería que yo saliera a buscar a Abby.

Jeffrey recordó que Esther se lo había dicho en la cafetería. Alzó la vista justo a tiempo de ver a las dos primas cruzando sus miradas.

Lena también lo había advertido. Apoyó la palma de la mano en la mesa.

– ¿Qué más, Becca? ¿Qué más encontraste?

Terri empezó a morderse el labio otra vez mientras Rebecca fijaba la mirada en la mano de Lena apoyada en la mesa.

– Abby confió en que sabrías qué hacer con esos papeles -dijo Lena, sin alterar la voz-. No defraudes esa confianza.

Rebecca mantuvo la mirada clavada en la mano de Lena durante tanto tiempo que Jeffrey temió que estuviera en trance. Finalmente miró a Terri y asintió con la cabeza. Ésta, sin decir nada, se acercó a la nevera y despegó los imanes que sujetaban los dibujos de su hijo. Había varias capas de papel sobre la superficie metálica.

– Dale nunca mira aquí -dijo, y sacó una hoja doblada de papel contable de detrás de una representación infantil de la crucifixión.

En lugar de dársela a Jeffrey o Lena, se la entregó a Rebeca. Lentamente, la chica desdobló el papel y lo deslizó hacia Lena por la mesa.

– ¿Esto también lo encontraste en la cama? -preguntó Lena mientras leía la hoja.

Al inclinarse sobre su hombro, Jeffrey vio una lista de nombres y reconoció algunos: eran de trabajadores de la granja. Las columnas se desglosaban en sumas de dólares y fechas, algunas ya pasadas, otras futuras. Mentalmente, Jeffrey estableció una relación con las fechas de las pólizas. Sobresaltado, comprendió que aquello era una especie de plan de ingresos, una enumeración de las pólizas de cada trabajador y la fecha prevista de cobro.

– Me lo dejó Abby -dijo Rebecca-. Por alguna razón, quería que lo tuviera yo.

– ¿Por qué no se lo has enseñado a nadie? -preguntó Lena-. ¿Por qué te fugaste?

Terri respondió por su prima, hablando en voz baja como si le diera miedo meterse en un lío por intervenir.

– Paul -dijo-. Es su letra.

Rebecca tenía lágrimas en los ojos. Asintió en respuesta a la pregunta tácita de Lena, y Jeffrey sintió aumentar la tensión por la revelación, todo lo contrario de lo que esperaba que sucediera al conocerse la verdad. Era obvio que los documentos que tenían en su poder las aterrorizaban, pero dárselo a la policía tampoco les había procurado el menor alivio.

– ¿Le tienes miedo a Paul? -preguntó Lena.

Rebecca asintió con la cabeza, al igual que Terri.

Lena volvió a examinar el papel, aunque Jeffrey tenía la certeza de que lo había entendido perfectamente.

– O sea que encontraste esto el lunes, y sabías que era la letra de Paul.

Como Rebecca no contestó, intervino Terri:

– Esa noche vino angustiadísima. Dale dormía en el sofá. Mi idea era esconderla en el cobertizo hasta que supiéramos cómo actuar. -Meneó la cabeza-. Aunque era poco lo que podíamos hacer.

– Le envió aquella advertencia a Sara -le recordó Jeffrey.

Terri encogió un hombro, como si reconociera que enviar esa carta había sido una manera cobarde de revelar la verdad.

– ¿Por qué no hablasteis con vuestra familia de esto? -preguntó Lena a Terri con delicadeza-. ¿Por qué no les enseñasteis los documentos?

– Paul es el ojito derecho de la familia. Ellos no saben cómo es en realidad.

– ¿Y cómo es?

– Un monstruo -contestó Terri. Se le empañaron los ojos-. Hace ver que puedes confiar en él, como si fuera tu mejor amigo, y cuando te vuelves, te da la puñalada por la espalda.

– Es malo -balbuceó Rebecca, confirmando las palabras de su prima.

Terri siguió hablando con voz más firme, aún con lágrimas en los ojos.

– Va de simpático, como si estuviera de tu lado. ¿Saben quién me dio la droga la primera vez que me coloqué? -Terri apretó los labios y miró a Rebecca, probablemente dudando sí debía decirlo delante de ella-. Fue él. Paul me dio mi primera raya de coca. Estábamos en su despacho y me dijo que no pasaba nada. Yo ni siquiera sabía qué era; habría podido ser una aspirina. -De pronto se la veía furiosa-. Fue él quien me enganchó a las drogas.

– ¿Y por qué lo hizo?

– Porque podía -contestó Terri-. Eso es lo suyo, corrompernos. Controlarnos a todos mientras él se cruza de brazos y contempla cómo se arruinan nuestras vidas.

– ¿De qué manera os corrompe? -preguntó Lena, y Jeffrey supo adónde quería ir a parar.

– No me refiero a eso -dijo Terri-. Dios mío, esto es mucho peor que si se nos follara. -Rebecca dio un respingo al oír aquella palabra malsonante, y Terri procuró cuidar su vocabulario-. Le gusta someternos -prosiguió-. No soporta a las chicas; nos odia a todas, cree que somos tontas. -Las lágrimas empezaron a resbalar, y Jeffrey advirtió que la ira de Terri se debía a una virulenta sensación de traición-. Mi madre y los demás lo tienen por un santo varón. Cuando le conté a mi madre lo de Cole, ella se lo dijo a Paul, y Paul contestó que yo me lo había inventado, y ella le creyó. -Soltó un resoplido de indignación-. Es un cabrón. Va de colega, como si pudieras confiar en él, y cuando confías, te castiga por ello.

– Él no -intervino Rebecca, aunque en voz baja. Jeffrey se percató de que a la chica le costaba aceptar que su tío fuese capaz de semejante maldad. Aun así, prosiguió-: Le pide a Cole que lo haga. Y luego no se da por enterado.

Terri se enjugó las lágrimas con mano trémula al reconocer el proceso por el que estaba pasando Rebecca.

Lena esperó unos segundos antes de preguntar:

– Rebecca, ¿a ti te ha enterrado alguna vez?

Ella negó lentamente con la cabeza.

– Abby me contó que se lo hizo a ella -contestó.

– ¿Cuántas veces?

– Dos -y añadió-: E incluso esta última vez…

– Ay, Dios -suspiró Terri-. Y pensar que yo habría podido impedirlo. Habría podido decir algo…

– Tú no podías hacer nada -la interrumpió Lena.

Sin embargo, Jeffrey no estaba tan seguro de eso.

– Esa caja… -empezó a decir Terri, cerrando los ojos al recordar-. Cole volvía cada día para rezar. Yo lo oía por el tubo. A veces lo hacía a gritos, y yo me encogía, pero me alegraba tanto de saber que había alguien allí, que no estaba del todo sola… -Se enjugó los ojos con el puño, y sus palabras contenían una mezcla de tristeza e ira-. La primera vez que me lo hizo, se lo conté a Paul, y Paul me prometió que hablaría con él. Qué tonta fui. Tardé muchísimo en darme cuenta de que era Paul quien se lo ordenaba. Era imposible que Cole supiera todas esas cosas de mí: qué hacía, con quién iba. Todo venía de Paul.

Rebecca lloraba a lágrima viva.

– Nunca hacíamos nada bien. La tenía tomada con Abby, intentaba meterla en líos. Le decía que al final se presentaría un hombre y le daría su merecido, que sólo era cuestión de tiempo.

– Chip -dijo Terri, escupiendo el nombre-. A mí me hizo lo mismo: me puso a Adam delante.

– ¿Paul lo urdió todo para que Abby se liara con Chip?

– Lo único que tenía que hacer era asegurarse de que pasaban mucho tiempo juntos. Los hombres son así de idiotas. -Se sonrojó, como si de pronto se acordara de que Jeffrey era un hombre-. O sea…

– No se preocupe -dijo Jeffrey, sin comentar que las mujeres podían ser igual de idiotas; si no fuera así, no tendría trabajo.

– Simplemente le gustaba ser testigo de las desgracias ajenas -comentó Terri-. Quiere controlar a las personas, tenderles trampas y luego verlas estrellarse. -Se mordió el labio inferior y un hilo de sangre brotó de la herida. Era evidente que el paso de los años no había aplacado su ira-. Nadie lo pone en tela de juicio. Todos dan por sentado que dice la verdad. Lo adoran.

Rebecca había permanecido en silencio, pero parecía que las palabras de Terri le habían dado la fuerza necesaria. Alzó la vista y dijo:

– El tío Paul puso a Chip en la oficina con Abby. Chip no sabía nada de ese tipo de trabajo, pero Paul se aseguró así de que pasaban juntos tiempo suficiente para que acabara ocurriendo algo.

– ¿Para que ocurriera qué? -preguntó Lena.

– ¿Y tú qué crees? Estaba embarazada.

Rebecca ahogó un grito y, atónita, miró a su prima.

– Lo siento, Becca -se apresuró a disculparse Terri-. No tenía que habértelo dicho.

– El bebé… -susurró Rebecca, llevándose la mano al pecho-. Su bebé está muerto. -Las lágrimas le resbalaron por las mejillas-. Dios mío, también asesinó al bebé.

Lena enmudeció, y Jeffrey la observó atentamente, sin entender por qué las palabras de Rebecca le habían producido semejante efecto. Terri, igual de sobrecogida, fijó la mirada en la nevera, en los dibujos de vivos colores de sus hijos. «León. Tigre. Oso.» Depredadores, todos. Como Paul.

Jeffrey no tenía ni idea de qué demonios pasaba allí, pero sí sabía que Lena había planteado algo importante.

– ¿Quién mató al bebé? -preguntó Jeffrey.

Rebecca alzó la vista hacia Terri, y ambas miraron a Jeffrey.

– Cole -dijo Terri, como si eso fuera evidente-. La mató Cole.

– ¿Cole envenenó a Abby? -especificó Jeffrey.

– ¿La envenenó? -repitió Terri, con expresión perpleja-. Pero si se asfixió…

– No, Terri. Abby fue envenenada -explicó Jeffrey-. Alguien la mató con cianuro.

Terri se hundió en la silla, y en su expresión se adivinó que por fin entendía lo sucedido.

– Dale tiene cianuro en su garaje.

– Así es -coincidió Jeffrey.

– Paul estuvo allí -dijo ella-. Entra y sale cuando quiere.

Jeffrey mantenía la atención fija en Terri, deseando con toda su alma que Lena se diera cuenta de la envergadura de su error al no formular una pregunta tan sencilla a Terri. La hizo en ese momento:

– ¿Paul sabía que allí había cianuro?

Terri asintió.

– Un día me los encontré a los dos en el garaje. Dale preparaba revestimientos de cromo para un coche de Paul.

– ¿Eso cuándo fue?

– Hará unos cuatro o cinco meses -respondió-. Su madre lo llamó por teléfono y yo fui a avisarle. Dale se enfadó conmigo porque yo no podía entrar en su taller. A Paul no le gustaba verme allí. Ni siquiera me miraba. -Se le demudó el rostro, y Jeffrey advirtió que no quería hablar de eso delante de su prima-. Dale hizo un comentario en broma acerca del cianuro. Era un puro alarde delante de Paul, para demostrarle lo tonta que era.

Jeffrey ya se lo imaginaba, pero necesitaba oírlo.

– ¿Y qué fue lo que dijo Dale, Terri?

Se mordió el labio y resbaló otro hilo de sangre.

– Me dijo que un día de éstos iba a ponerme cianuro en el café, que ni siquiera me daría cuenta hasta que me llegara al estómago y los ácidos activaran el veneno. -Le tembló el labio, pero esta vez fue de indignación-. Me dijo que el veneno me mataría poco a poco, que yo sabría exactamente qué me pasaba y que él se quedaría mirándome, viendo cómo me revolcaba por el suelo y me cagaba encima. Me dijo que me miraría a los ojos hasta el último momento para que yo supiera que me había envenenado él.

– ¿Y qué hizo Paul al oír eso? -preguntó Jeffrey.

Terri miró a Rebecca y tendió la mano para acariciarle el pelo. Todavía le costaba hablar mal de Dale, y Jeffrey no entendía de qué quería proteger a la chica.

Jeffrey repitió la pregunta.

– ¿Qué hizo Paul al oír eso, Terri?

Terri bajó la mano y la apoyó en el hombro de Rebecca.

– Nada -contestó-. Pensé que se reiría, pero no hizo absolutamente nada.


Jeffrey consultó su reloj por tercera vez y volvió a mirar a la secretaria apostada como un centinela ante el despacho de Paul en la granja. Era menos locuaz que la de Savannah, pero tenía una actitud igual de protectora con su jefe. La puerta detrás de ella estaba abierta, y Jeffrey vio unas espléndidas butacas de piel y una mesa consistente en dos enormes pies de mármol con un tablero de cristal encima. Las paredes estaban recubiertas de estanterías, con libros de derecho encuadernados en cuero y objetos de golf desperdigados por doquier. Terri Stanley tenía razón; sin duda, a su tío le gustaba tener juguetes.

La secretaria de Paul apartó la vista del ordenador y dijo:

– Paul debe de estar a punto de llegar.

– ¿Puedo esperar en su despacho? -propuso Jeffrey, pensando que así podría examinar los objetos de Paul.

La secretaria se rió ante semejante idea.

– Paul ni siquiera me deja entrar a mí cuando no está -dijo, sin dejar de teclear-. Será mejor que se quede aquí. No tardará.

Jeffrey se cruzó de brazos y se reclinó contra el respaldo de la silla. Sólo hacía cinco minutos que esperaba, pero empezaba a pensar que tal vez debía ir a buscar al abogado él mismo. Si bien la secretaria no había llamado a su jefe para avisarle que el comisario estaba allí, su coche oficial blanco con los distintivos oficiales se veía a la legua. Jeffrey había aparcado justo delante de la puerta principal del edificio.

Volvió a mirar el reloj, advirtiendo que había pasado otro minuto. Había dejado a Lena en casa de los Stanley para vigilar a las dos mujeres. No quería que la culpa llevara a Terri a cometer alguna tontería, como, por ejemplo, llamar a su tía Esther o, peor aún, a su tío Lev. Jeffrey les había dicho que Lena se quedaba allí para protegerlas, y ninguna de las dos lo había puesto en duda. Brad se había llevado a Dale acusado de resistirse a la autoridad, pero no podrían retenerlo más de un día. Jeffrey dudaba seriamente que Terri fuera a colaborar en la acusación. A sus treinta años escasos, con dos niños enfermos, sin oficio ni beneficio, estaba atada de pies y manos. Lo mejor que podía hacer Jeffrey era hablar con Pat Stanley y decirle que pusiera orden en casa de su hermano. Si de Jeffrey dependiera, Dale estaría en esos momentos en el fondo de una cantera.

– ¿Reverendo Ward? -dijo la secretaria, y Lev asomó la cabeza por la puerta de recepción-. ¿Sabe dónde está Paul? Tiene una visita.

– Comisario Tolliver -saludó Lev, entrando en la recepción. Estaba secándose las manos con una toalla de papel y Jeffrey supuso que salía del lavabo-. ¿Ocurre algo?

Jeffrey lo observó, aún no del todo convencido de que ignoraba por completo lo que sucedía. Rebecca y Terri habían insistido en ello, pero para Jeffrey era evidente que Lev Ward llevaba la voz cantante en la familia. No le cabía en la cabeza que Paul pudiera salirse con la suya ante las narices de su hermano mayor.

– Busco a su hermano -dijo Jeffrey. Lev consultó su reloj.

– Tenemos una reunión dentro de veinte minutos. No creo que haya ido muy lejos.

– Necesito hablar con él ahora.

– ¿Puedo ayudarlo en algo? -se ofreció Lev.

Jeffrey se alegró de que le facilitara las cosas.

– Vayamos a su despacho -dijo.

– ¿Tiene que ver con Abby? -preguntó Lev mientras recorría el pasillo hacia el fondo del edificio.

Llevaba unos vaqueros gastados, una camisa de franela y unas botas camperas viejas a las que debían de haberles cambiado las medias suelas al menos media docena de veces. Del cinturón llevaba prendida una funda de cuero con un cúter de los que se usan para cortar moquetas.

– ¿Está poniendo una moqueta? -preguntó Jeffrey, recelando de la herramienta, que tenía una cuchilla muy afilada capaz de cortar prácticamente cualquier cosa.

Lev se quedó desconcertado.

– Ah -dijo, mirándose la cadera como si se sorprendiera de descubrir la funda allí-. Estaba abriendo cajas -explicó-. Los viernes siempre nos llegan los pedidos. -Se detuvo frente a una puerta abierta-. Ya hemos llegado.

Jeffrey leyó el cartel en la puerta, que rezaba: ALABADO SEA EL SEÑOR, ¡ADELANTE!

– Mi humilde morada -dijo Lev, señalando el despacho.

A diferencia de su hermano, no tenía una secretaria que le vigilase el despacho. De hecho, el suyo era pequeño, casi como el de Jeffrey. Ocupaba el centro de la habitación un escritorio metálico y una silla con ruedas sin brazos. Enfrente había dos sillas plegables y alrededor, en el suelo, ordenadas pilas de libros. Colgaban de las paredes, sujetos con chinchetas, dibujos infantiles, probablemente de Zeke.

– Disculpe el desorden -dijo Lev-. Según mi padre, una habitación revuelta es señal de una cabeza revuelta. -Se rió-. Supongo que tiene razón.

– El despacho de su hermano es un poco… un poco más lujoso.

Lev volvió a reír.

– Mi padre no paraba de meterse con él cuando éramos pequeños, pero ahora Paul ya es un hombre adulto, un poco mayor para que lo aleccionen. -Se puso serio-. La vanidad es un pecado, pero todos tenemos nuestras debilidades.

Jeffrey volvió a lanzar una mirada al vestíbulo y vio una fotocopiadora en un pequeño pasillo delante del despacho.

– ¿Y cuál es su debilidad, Lev? -preguntó Jeffrey.

Lev pareció pensárselo.

– Mi hijo.

– ¿Quién es Stephanie Linder?

Lev se sorprendió.

– ¿Por qué lo pregunta?

– Respóndame.

– Era mi mujer. Murió hace cinco años.

– ¿Está usted seguro de eso?

Lev se indignó.

– Cómo no voy a saber si mi mujer está viva o muerta.

– Lo pregunto por curiosidad -explicó Jeffrey-. Verá, hoy ha venido su hermana Mary a verme y me ha dicho que tiene una hija. No recuerdo que nadie lo haya mencionado antes.

Lev tuvo el sentido común de mostrar arrepentimiento.

– Sí, es verdad que tiene una hija.

– Una hija que huyó de su familia.

– Genie, o Terri, como ahora prefiere llamarse, fue una adolescente muy conflictiva. Tuvo una vida muy difícil.

– Yo diría que todavía lo es. ¿Usted no lo cree?

– Se ha reformado -la defendió-. Pero es una chica orgullosa. Todavía albergo la esperanza de que se reconcilie con la familia.

– Su marido le pega.

Lev se quedó boquiabierto.

– ¿Dale?

– Cole la metió en una caja también a ella. Como a Abby. Cuando lo hizo, Terri tenía más o menos la misma edad que Rebecca. ¿Mary no se lo contó nunca?

Lev puso la mano en la mesa como si necesitara apoyo para mantenerse en pie.

– Pero ¿por qué…? -Calló al caer en la cuenta de lo que había estado haciendo Cole Connolly durante todos esos años-. Dios mío -susurró.

– Tres veces, Lev. Cole metió a Abby en esa caja tres veces. La última vez no salió.

Lev alzó la vista hacia el techo, y Jeffrey sintió alivio al ver que era para contener las lágrimas y no para empezar a rezar espontáneamente. Jeffrey le dio tiempo, dejándolo luchar con sus emociones

Finalmente, Lev preguntó:

– ¿A quién más? ¿A quién más se lo hizo? -Jeffrey no contestó, pero se alegró de percibir indignación en la voz de Lev-. Mary nos dijo que Genie se había fugado a Atlanta para abortar. -Obviamente creyó adivinar la siguiente observación de Jeffrey, porque añadió-: Mi padre tiene unas creencias muy firmes acerca de la vida, comisario Tolliver, al igual que yo. Aun así… -Hizo una pausa, como si necesitara un mornento para recomponerse-. Nunca le habríamos dado la espalda. Jamás. Todos hacemos cosas que Dios no aprueba, eso no significa necesariamente que seamos malos. Nuestra Genie, o Terri, no era mala chica. Era una adolescente que cometió un error, un error muy grande. La buscamos y la buscamos. Pero ella no quería que la encontráramos. -Cabeceó-. Si lo hubiese sabido…

– Alguien lo sabía -dijo Jeffrey.

– No -insistió Lev-. Si alguno de nosotros hubiese sabido lo que hacía Cole, las repercusiones habrían sido muy graves. Yo mismo habría llamado a la policía.

– Según parece, no les gusta que la policía intervenga en sus asuntos.

– Quiero proteger a nuestros empleados.

– Pues mi impresión es que han puesto a su familia en peligro por intentar salvar a un montón de desconocidos.

Lev apretó la mandíbula.

– Es lógico que lo vea así.

– ¿Por qué no quiso denunciar la desaparición de Rebecca?

– Siempre vuelve -contestó-. Entiéndalo, es una chica muy tozuda. Nosotros no podemos hacer nada…

– No acabó la frase-. No creerá… -Titubeó-. ¿Cole…?

– ¿Que si Cole enterró a Rebecca como a las demás niñas? -acabó Jeffrey la pregunta, observando a Lev atentamente, intentando adivinar qué pasaba por su cabeza-. ¿Usted qué cree, reverendo Ward?

Lev suspiró lentamente, como si le costara asimilar todo aquello.

– Tenemos que encontrarla. Siempre va al bosque. Dios mío, el bosque… -Hizo ademán de marcharse.

– Está a salvo -dijo Jeffrey para detenerlo.

– ¿Dónde? -preguntó Lev-. Lléveme a verla. Esther está destrozada.

– Está a salvo -se limitó a decir Jeffrey-. Todavía no he acabado de hablar con usted.

Lev comprendió que la única manera de salir por la puerta era pasando por encima de Jeffrey. Aunque estaba seguro de que hubiera ganado la pelea, Jeffrey se alegró de que Lev, más alto que él, desistiera.

– ¿Llamará al menos a su madre? -preguntó Lev.

– Ya lo he hecho -mintió Jeffrey-. Esther se ha alegrado mucho de saber que estaba bien.

Lev volvió a sentarse con un profundo alivio, pero sin duda aún alterado.

– No es fácil asimilar una cosa así. -Tenía la costumbre de morderse el labio inferior, igual que su sobrina-. ¿Por qué me ha preguntado por mi mujer?

– ¿Alguna vez fue propietaria de una casa en Savannah?

– Claro que no -contestó-. Stephanie vivió aquí toda su vida. Creo que ni siquiera fue nunca a Savannah.

– ¿Cuánto tiempo hace que Paul trabaja allí?

– Unos seis años, más o menos.

– ¿Por qué en Savannah?

– Tenemos muchos proveedores y clientes en esa zona. Para él es más cómodo tratar con ellos en persona. -Y añadió con cierto tono de culpabilidad-: A Paul la granja se le queda pequeña. Le gusta estar en la ciudad.

– ¿Su mujer no lo acompaña?

– Tiene seis hijos -señaló Lev-. Obviamente también pasa mucho tiempo en su casa.

Jeffrey advirtió que Lev había malinterpretado su pregunta, pero tal vez en esa familia era normal que los maridos dejaran solas a sus mujeres con los niños una semana de cada dos. Jeffrey no conocía a ningún hombre al que no le gustaría semejante apaño, pero no concebía que ninguna mujer se conformase.

– ¿Ha estado usted alguna vez en su casa de Savannah? -preguntó.

– Bastantes -contestó Lev-. Vive en un apartamento encima del despacho.

– ¿No vive en una casa en Sandon Square?

Lev soltó una carcajada.

– Qué va -dijo-. Es una de las calles más caras de la ciudad.

– ¿Y su mujer nunca estuvo allí?

Lev volvió a negar con la cabeza y dijo con cierta irritación:

– He estado contestando a sus preguntas lo mejor que he podido. ¿Sería tan amable de decirme qué está pasando?

Jeffrey decidió que había llegado el momento de ceder un poco. Sacó del bolsillo las pólizas de seguro originales y se las dio a Lev.

– Abby le dejó esto a Rebecca.

Lev cogió los papeles y los extendió sobre su escritorio.

– ¿Cómo se lo dejó?

Jeffrey no contestó, pero Lev no se percató de ello. Inclinado sobre la mesa, recorría el texto de cada página con el dedo mientras leía. Jeffrey reparó en que se le tensaba la mandíbula y vio que se erguía de ira.

– Esta gente vivía en nuestra granja.

– Así es.

– Éste. -Cogió un papel-. Larry se marchó. Cole nos dijo que se había marchado.

– Está muerto.

Lev lo miró fijamente, escrutando el rostro de Jeffrey como si quisiera adivinar sus intenciones.

Jeffrey sacó su bloc de notas y leyó:

– Larry Fowler murió de intoxicación etílica el veintiocho de julio del año pasado. El levantamiento del cadáver se llevó a cabo en la jurisdicción de Catoogah a las veintiuna cincuenta.

Lev, incrédulo, lo miró unos segundos.

– ¿Y éste? -preguntó, cogiendo otro papel-. Mike Morrow. Conducía el tractor la temporada pasada. Tenía una hija en Wisconsin. Cole dijo que se fue a vivir con ella.

– Sobredosis. El trece de agosto, a las doce cuarenta.

– ¿Por qué nos dijo que se fueron si en realidad murieron? -preguntó Lev.

– Supongo que habría sido un poco difícil explicar por qué ha muerto tanta gente en la granja en los últimos dos años.

Lev volvió a examinar las pólizas.

– Usted cree que… cree que…

– Su hermano pagó la incineración de los nueve cadáveres.

Lev, ya pálido, se puso lívido al comprender las implicaciones de lo que Jeffrey acababa de decir.

– Estas firmas -empezó a decir, revisando otra vez los documentos-. Ésta no es mía -dijo, señalando un papel con un dedo-. Ésta -añadió- no es la firma de Mary; es zurda. Y ésa seguro que tampoco es la de Rachel. ¿Por qué iba a ser beneficiaría de una póliza de seguro a nombre de una persona a la que ni siquiera conocía?

– Dígamelo usted.

– Esto es muy grave -dijo, arrugando los papeles-. ¿Quién sería capaz de una cosa así?

– Dígamelo usted -repitió Jeffrey.

Lev, con los dientes apretados y una vena palpitando en la sien, volvió a hojear los papeles.

– ¿Tenía una póliza a nombre de mi mujer?

– No lo sé -contestó Jeffrey sinceramente.

– ¿Y usted de dónde sacó su nombre?

– Todas las pólizas están domiciliadas en una casa de Sandon Square. El nombre de la propietaria es Stephanie Linden

– Él… usó… -Lev estaba tan furioso que no podía ni hablar-. Usó… usó el nombre de mi mujer… ¿para hacer esto?

En su trabajo, Jeffrey había visto a más de un hombre llorar, pero normalmente era porque habían perdido a un ser querido o -la mayoría de las veces- porque se daban cuenta de que irían a la cárcel y se compadecían de sí mismos. Las lágrimas de Lev Ward eran de pura rabia.

– Un momento -dijo Jeffrey cuando Lev pasó a su lado-. ¿Adónde va?

Lev salió corriendo hacia el despacho de Paul.

– ¿Dónde está? -quiso saber Lev.

Jeffrey oyó a la secretaria decir:

– No sé…

Lev se dirigía ya a la puerta de entrada, con Jeffrey pegado a sus talones. El predicador no estaba en muy buena forma, pero tenía el paso largo. Cuando Jeffrey llegó al aparcamiento, Lev ya estaba junto a su coche. En lugar de subirse, se quedó allí, inmóvil.

Jeffrey se acercó a él al trote.

– ¿Lev?

– ¿Dónde está? -gruñó-. Déme diez minutos para hablar con él. Sólo diez minutos.

Jeffrey jamás habría adivinado que aquel predicador de carácter afable tuviera semejante genio.

– Lev, tiene que volver ahí dentro.

– ¿Cómo ha podido hacernos esto? -preguntó-. ¿Cómo ha podido…? -Lev parecía estar deduciendo todo lo sucedido. Se volvió hacia Jeffrey-. ¿Paul mató a mi sobrina? ¿Mató a Abby? ¿Y también a Cole?

– Eso creo -le contestó Jeffrey-. Tuvo acceso al cianuro. Sabía usarlo.

– Dios mío -dijo, no a modo de exclamación sino en una sincera súplica-. ¿Por qué? -quiso saber-. ¿Por qué los mató? ¿Qué mal le había hecho Abby a nadie?

En lugar de responder a sus preguntas, Jeffrey dijo:

– Tenemos que encontrar a su hermano, Lev. ¿Dónde está?

Demasiado furioso para hablar, Lev meneó la cabeza de un lado al otro en un gesto tenso.

– Tenemos que encontrarlo -repitió Jeffrey, y en ese momento sonó su móvil en el bolsillo. Miró el identificador de llamadas y vio que era Lena. Se apartó para contestar y, tras abrirlo, contestó-: ¿Qué hay?

Lena habló en un susurro, pero él la entendió perfectamente.

– Está aquí -dijo-. El coche de Paul acaba de detenerse en el camino de entrada.

Capítulo 16

Lena tenía el corazón en la garganta, una palpitación constante que le impedía hablar.

– No hagas nada hasta que yo llegue -ordenó Jeffrey-. Esconde a Rebecca. No dejes que la vea.

– ¿Y si…?

– Nada de «Y si…», inspectora. Haz lo que te digo.

Lena miró a Rebecca y vio terror en sus ojos. Podía acabar con aquello en ese mismo instante: derribar al cabrón de Paul y llevarlo a la comisaría. ¿Y después qué? Nunca conseguirían arrancarle una confesión al abogado. No pararía de reírse hasta que la causa quedara sobreseída por falta de pruebas.

– ¿Está claro? -preguntó Jeffrey.

– Sí, jefe.

– Pon a Rebecca a salvo -ordenó-. Es nuestro único testigo. Ése es tu cometido, Lena. No metas la pata.

La comunicación se cortó con un brusco chasquido.

Desde la ventana de delante, Terri iba informándoles de los movimientos de Paul.

– Está en el garaje -susurró-. Está en el garaje.

Lena cogió a Rebecca del brazo y se la llevó hacia el vestíbulo.

– Vete arriba -indicó, pero la chica estaba tan asustada que no se movió.

– Está dando la vuelta por detrás. ¡Dios mío, daos prisa! -Se alejó corriendo por el pasillo para seguir los pasos de Paul.

– Rebecca -insistió Lena, intentando obligarla a moverse-. Tenemos que subir.

– ¿Y si Paul…? -empezó a decir Rebecca-. No puedo…

– Está en el cobertizo -gritó Terri-. ¡Becca, por favor! ¡Sube!

– Se enfadará mucho -gimoteó Rebecca-. Dios mío, por favor…

– ¡Viene hacia aquí! -exclamó Terri con voz aguda.

– Rebecca -lo intentó otra vez Lena.

Terri volvió al vestíbulo y empujó a Rebecca mientras Lena tiraba de ella hacia la escalera.

– ¡Mamá! -Tim se agarró a la pierna de su madre con los brazos.

Con voz severa, Terri ordenó a su hijo:

– Vete arriba. -Le dio una palmada en el trasero al ver que el niño no obedecía con suficiente prontitud.

La puerta de atrás se abrió y se quedaron todos paralizados al oír la voz de Paul:

– ¿Terri?

Tim ya había llegado al final de la escalera, pero Rebecca, aterrorizada, se detuvo en seco, respirando como un animal herido.

– ¿Terri? -repitió Paul-. ¿Dónde coño estás? -Se oyeron sus lentos pasos en la cocina-. Joder, esto está patas arriba.

Con todas sus fuerzas, Lena cogió a Rebecca y la subió empujándola casi a rastras. Cuando llegaron arriba, estaba sin aliento y tenía la sensación de que le habían desgarrado las entrañas.

– ¡Estoy aquí! -respondió Terri a su tío, y se oyó el taconeo de sus zapatos en las baldosas del vestíbulo mientras se dirigía a la cocina.

Mientras oía sus voces amortiguadas en el piso de abajo, Lena metió a Rebecca y Tim en la primera habitación que encontró. Cuando se dio cuenta de que era la del bebé, ya era demasiado tarde.

En la cuna, el bebé gorjeó. Lena esperó a que se despertara y llorara. Después de lo que se le antojó una eternidad, el niño volvió la cabeza hacia el otro lado y siguió durmiendo.

– Ay, Señor -susurró Rebecca, rezando.

Lena le tapó la boca con la mano y la condujo con cuidado hacia el armario, seguida de Tim. Por primera vez, Rebecca pareció entrar en razón y abrió la puerta despacio, con los ojos muy cerrados, como si temiera que el menor ruido alertara a Paul de su presencia. Al ver que no ocurría nada, se sentó detrás de una pila de mantas de invierno en el suelo del armario y cogió a Tim en brazos.

Lena contuvo la respiración y cerró la puerta con sigilo, esperando a que Paul irrumpiera de un momento a otro. Apenas lo oía hablar por encima de los latidos de su corazón, pero de pronto sus pesados pasos resonaron en el hueco de la escalera.

– Esta casa está hecha una pocilga -dijo Paul, y lo oyó derribar objetos mientras recorría la casa. Lena sabía que estaba todo impecable, como también sabía que Paul estaba comportándose como un gilipollas-. Joder, Terri, ¿es que has vuelto a darle a la coca? ¡Vaya caos! ¿Cómo puedes criar a tus hijos aquí?

Terri farfulló una respuesta y Paul gritó:

– ¡No me repliques!

Había llegado al vestíbulo, donde su voz reverberaba en el suelo de baldosas y ascendía por el hueco de la escalera como el retumbo de un trueno. Con cautela, Lena salió de puntillas de la habitación del bebé y, arrimándose a la pared de enfrente, oyó a Paul gritar a Terri. Lena esperó un momento y luego se deslizó hacia la izquierda, en dirección al rellano de la escalera para ver qué ocurría abajo. Jeffrey le había ordenado que esperara, que escondiera a Rebecca hasta que él llegase. Debía quedarse en la habitación, vigilar que los niños no hicieran ruido y asegurarse de que estaban a salvo.

Lena contuvo la respiración mientras se acercaba a la escalera poco a poco y se arriesgó a echar un vistazo.

Paul estaba de espaldas a ella y Terri enfrente de él.

Lena retrocedió y se escondió tras la esquina. El corazón le latía con tanta fuerza que sentía palpitar una arteria a un lado del cuello.

– ¿Cuándo volverá? -exigió saber Paul.

– No lo sé.

– ¿Dónde está mi medallón?

– No lo sé.

Como Terri había contestado lo mismo a todas sus preguntas, al final Paul espetó:

– ¿Es que no sabes nada, Terri?

Ella guardó silencio, y Lena volvió a mirar hacia abajo para asegurarse de que seguía allí.

– No tardará -dijo Terri, alzando la vista hacia Lena-. Puedes esperarlo en el garaje.

– ¿No me quieres en tu casa? -preguntó él. Lena se apresuró a esconderse cuando Paul se dio la vuelta-. ¿Y eso por qué?

Lena se llevó la mano al pecho, deseando que se le apaciguara el corazón. Los hombres como Paul tenían un instinto casi animal. Podían oír a través de las paredes, ver todo lo que sucedía. Consultó la hora y calculó el tiempo que había transcurrido desde su llamada a Jeffrey. Aun si venía a toda velocidad con las luces de emergencia y la sirena encendidas, tardaría al menos un cuarto de hora en llegar.

– ¿Qué está pasando, Terri? ¿Dónde está Dale?

– Por ahí.

– Conmigo no te pases de lista.

Lena oyó un ruido semejante a una palmada. El corazón le dio un vuelco.

– Por favor, espera en el garaje.

– ¿Por qué no me quieres en tu casa, Terri? -preguntó Paul con la mayor naturalidad del mundo.

Otra vez el ruido. Lena no tuvo que mirar para saber qué ocurría. Conocía ese ruido repugnante, sabía que era una bofetada con la palma de la mano abierta, como también sabía lo que se sentía en la cara.

Se oyó algo en la habitación del bebé, Rebecca o Tim que se movían en el armario, y a continuación crujió una tabla del parqué. Lena cerró los ojos, paralizada. Jeffrey le había ordenado que esperara, que protegiera a Rebecca. Pero no le había dicho qué debía hacer si Paul las encontraba.

Lena abrió los ojos. Sabía exactamente qué haría. Con cuidado, desenfundó la pistola, apuntándola hacia el espacio por encima del rellano abierto. Paul era un hombre corpulento. Lo único que tenía Lena a su favor era el factor sorpresa, y no iba a renunciar a él por nada del mundo. Casi podía saborear la sensación de triunfo cuando Paul doblara la esquina y, en lugar de encontrarse con un niño asustado, se topase con una Glock ante su cara de presuntuoso.

– Es Tim -insistió Terri, en el piso de abajo.

Paul no dijo nada, pero Lena oyó pasos en la escalera de madera. Pasos lentos, sigilosos.

– Es Tim -repitió Terri. Los pasos se detuvieron-. Está enfermo.

– Toda tu familia está enferma -se mofó Paul, subiendo otro peldaño con unos mocasines Gucci que servirían para pagar un plazo de la hipoteca de la casa-. Es tu culpa, Terri. Por todas esas drogas que tomaste y esos tíos que te follaste. Por todas esas mamadas, todas esas veces que te dieron por el culo. Seguro que el semen te está pudriendo por dentro.

– Calla.

Sujetando la pistola con firmeza, Lena la sostuvo al frente, apuntada hacia el rellano abierto, mientras esperaba a que él llegara al final de la escalera para poder cerrarle la puta boca.

– Un día de éstos… -empezó a decir, subiendo otro peldaño-, un día de éstos tendré que contárselo a Dale.

– Paul…

– ¿Cómo crees que se sentirá cuando sepa que ha metido la polla ahí? -preguntó Paul-. ¿En toda esa mierda que tienes dentro?

– ¡Pero si tenía dieciséis años! -dijo ella entre sollozos-. ¿Qué iba a hacer? ¡No me quedaba más remedio!

– Y ahora tus hijos están enfermos -dijo, regodeándose en la angustia de Terri-. Están enfermos por lo que hiciste. Enfermos por esa roña y mugre que tienes dentro.

A Lena se le encogió el estómago de odio al oír el tono con que hablaba. Sintió el impulso de hacer algún ruido para incitarlo a subir más deprisa. La pistola le quemaba en la mano, lista para disparar en cuanto él entrara en su ángulo de visión.

Paul siguió subiendo.

– No eras más que una puta de mierda -dijo.

Terri calló.

– ¿Y has vuelto a las andadas? -prosiguió él, acercándose a Lena.

Sólo unos pasos más y habría llegado. Sus palabras eran tan odiosas, tan familiares. Podía ser Ethan hablándole a ella. Ethan subiendo por la escalera para molerla a palos.

– ¿Te crees que no sé para qué necesitabas el dinero? -preguntó Paul. Se había detenido a un par de peldaños del rellano, tan cerca de Lena que ésta olía su colonia de aroma floral-. Trescientos cincuenta pavos -comentó, dando una palmada a la barandilla como si contara un chiste-. Eso es mucho dinero, Ter. ¿En qué te gastaste toda esa pasta?

– Te dije que te lo devolvería.

– Ya me lo devolverás cuando puedas -dijo, como si fuera un viejo amigo en lugar de su verdugo-. Dime para qué era, Genie. Yo sólo quería ayudarte.

Con los dientes apretados, Lena observó la sombra de Paul detenerse en el rellano. Terri le había pedido a Paul el dinero para pagar la clínica. Seguro que la obligó a postrarse de rodillas y luego le dio una patada en la boca antes de marcharse.

– ¿Para qué lo querías? -repitió Paul; retrocedió escalera abajo ahora que su presa se lo ponía más fácil. Para sus adentros, Lena pidió a gritos que volviera, pero pocos segundos después oyó los pasos de Paul en el suelo de baldosas del vestíbulo como si hubiera bajado los últimos peldaños dando saltos de alegría-. ¿Para qué lo necesitabas, puta? -Terri no contestó, y él volvió a abofetearla. El ruido resonó en los oídos de Lena-. Contesta, puta.

– Lo usé para pagar las facturas del hospital -respondió Terri en un hilo de voz.

– Lo usaste para poderte quitar de encima a ese bebé que llevabas dentro.

Terri dejó escapar un resuello. Lena bajó la pistola a un lado y cerró los ojos ante el sufrimiento de la otra mujer.

– Me lo contó Abby -dijo él-. Me lo contó todo.

– No.

– Estaba muy preocupada por su prima Terri -prosiguió-. No quería que fuera al infierno por lo que iba a hacer. Le prometí que hablaría contigo.

Terri comentó algo y Paul se rió.

Lena se asomó por la esquina, con la pistola en alto, y apuntó hacia la espalda de Paul cuando éste volvió a abofetear a Terri, esta vez con tal fuerza que la tiró al suelo. La levantó y la obligó a darse la vuelta justo cuando Lena se escondía otra vez.

Con los ojos cerrados, Lena repasó a cámara lenta lo que acababa de ver. Paul había tendido la mano para coger a Terri y la había levantado de un tirón al tiempo que se volvía hacia la escalera. Tenía un bulto bajo la chaqueta. ¿Llevaba pistola? ¿Iba armado?

– Levántate, puta -dijo Paul con repugnancia.

– Tú la mataste -lo acusó Terri-. Sé que mataste a Abby.

– Ten cuidado con lo que dices -advirtió él.

– ¿Por qué? -preguntó Terri en tono de súplica-. ¿Por qué le hiciste daño a Abby?

– Se lo hizo ella misma -contestó él-. A estas alturas tendríais que saber que no conviene cabrear al viejo Cole.

Lena esperó a que Terri dijera algo, que dijera que él era peor que Cole, que lo había organizado todo, que le había metido a Cole en la cabeza la idea de que las chicas necesitaban un castigo.

Pero Terri permaneció callada, y el único ruido que oyó Lena fue el del motor de la nevera en la cocina. Asomó la cabeza por la esquina para mirar y en ese preciso momento Terri se atrevió a hablar.

– Sé lo que le hiciste -acusó, y Lena la maldijo por su atrevimiento.

Si en algún momento Terri debía envalentonarse, no era ese. Jeffrey pronto llegaría, tal vez sólo faltarían cinco minutos.

– Sé que la envenenaste con el cianuro -dijo Terri-. Dale te explicó cómo se usaba.

– ¿Y qué?

– ¿Por qué? -preguntó Terri-. ¿Por qué mataste a Abby? Nunca te hizo nada. Aparte de quererte.

– Era mala -afirmó él, como si eso fuera razón suficiente-. Cole lo sabía.

– Se lo dijiste tú a Cole -acusó Terri-. No te creas que no sé lo que pasaba.

– ¿Qué pasaba?

– Tú le decías que éramos malas -respondía ella-. Le metías todas esas ideas espantosas en la cabeza y él venía y nos castigaba. -Soltó una risotada cáustica-. Es curioso que Dios nunca le ordenara castigar a los chicos. ¿Has estado alguna vez en esa caja, Paul? ¿Alguna vez te enterraron por ir a ver a tus putas de Savannah y esnifar coca?

– «Id ahora a ver a aquella maldita, y sepultadla…» -comenzó a reclamar Paul.

– ¿Cómo te atreves a recitarme las Escrituras?

– «Se rebeló contra su Dios -citó él-, caerán a espada.»

Terri obviamente conocía el versículo. Su ira se palpaba en el aire.

– Cállate, Paul.

– «Sus niños serán estrellados, y sus mujeres encintas serán abiertas.»

– «Incluso el diablo puede citar las Escrituras para defender su causa» -dijo Terri. Paul se echó a reír, como si ella le hubiera marcado un tanto-. Perdiste la religión hace años.

– Mira quién fue a hablar.

– Yo no voy por ahí fingiendo que no es verdad -replicó en un tono cada vez más firme, más virulento. Ésa era la mujer que le había devuelto el golpe a Dale. Ésa era la mujer que se había atrevido a defenderse-. ¿Por qué la mataste, Paul? -Esperó y luego preguntó-: ¿Por las pólizas de seguro?

Paul irguió la espalda. No se había sentido amenazado cuando Terri mencionó el cianuro, pero Lena supuso que lo de las pólizas era ya otro cantar.

– ¿Y tú qué sabes de eso?

– Me lo contó Abby, Paul. La policía ya lo sabe.

– ¿Qué sabe? -La cogió del brazo y se lo retorció. Lena sintió que se le tensaba el cuerpo. Volvió a levantar la Glock, esperando el momento adecuado-. ¿Qué les has contado, imbécil?

– Suéltame.

– Voy a partirte la cara, gilipollas de mierda. Dime qué le has contado a la policía.

Lena dio un respingo cuando de pronto Tim apareció, pasó corriendo a su lado y casi se cayó por la escalera al ir a reunirse con su madre. Lena tendió la mano hacia el niño, pero no lo alcanzó, y retrocedió justo a tiempo para que Paul no la viera.

– ¡Mamá! -gritó el niño.

Terri soltó una exclamación de sorpresa y Lena la oyó decir:

– Tim, vuelve arriba. Mamá está hablando con el tío Paul.

– Ven aquí, Tim -le dijo Paul, y a Lena se le formó un nudo en el estómago cuando escuchó los piececillos de Tim bajar por la escalera.

– No -protestó Terri, y añadió-: Tim, aléjate de él.

– Vamos, grandullón -dijo Paul.

Lena echó un rápido vistazo. Paul tenía a Tim en brazos, y el niño le rodeaba la cintura con las piernas. Lena volvió a esconderse, temiendo que Paul la viera si se daba la vuelta. «Mierda», dijo para sí, y lamentó no haber disparado cuando tuvo ocasión.

Al otro lado del pasillo, vio a Rebecca en la habitación del bebé, que asomaba la mano para cerrar la puerta del armario. Lena despotricó para sus adentros todavía más, maldiciéndola por no haber sido capaz de retener al niño.

Lena lanzó una mirada hacia el vestíbulo, evaluando la situación. Paul seguía de espaldas a ella, pero Tim se aferraba con fuerza a él rodeándole los hombros con su brazo delgado y largo y mirando a su madre. A esa distancia, era imposible saber qué daño podía causar la nueve milímetros. La bala podía atravesar el cuerpo de Paul y penetrar en Tim. Lena se arriesgaba a matar al niño en el acto.

– Por favor -rogó Terri, como si Paul tuviera la propia vida de Terri en sus manos-. Suéltalo.

– Dime qué le has dicho a la policía -dijo Paul.

– Nada. No he dicho nada.

Paul no le creyó.

– ¿Abby te dejó esas pólizas, Terri? ¿Eso hizo?

– Sí -contestó Terri con voz trémula-. Te las daré. Suéltalo, por favor.

– Vete a buscarlas y luego hablamos.

– Por favor, Paul. Suéltalo.

– Tráemelas.

Saltaba a la vista que Terri no sabía mentir.

– Están en el garaje -dijo.

Y Lena supo que Paul no se había dejado engañar. Aun así, le ordenó:

– Ve tú. Yo me quedo a vigilar a Tim.

Terri debió de vacilar, porque Paul levantó la voz.

– ¡Ahora! -dijo en voz tan alta que Terri se sobresaltó y gritó. Cuando él volvió a hablar, empleó un tono normal que a Lena le dio más miedo-. Tienes treinta segundos, Terri.

– Yo no…

– Veintinueve…, veintiocho…

La puerta principal se abrió y Terri desapareció. Lena no movió ni un músculo. El corazón le latía como un tambor.

Abajo, Paul habló como si se dirigiera a Tim, pero levantó la voz lo suficiente para que se le oyera en el piso de arriba:

– ¿Estará tu tía Rebecca en el piso de arriba, Tim? -preguntó en tono alegre, casi como si hablara en broma-. ¿Qué te parece si vamos a ver si tu tía Rebecca está ahí arriba? ¿Eh? Vamos a ver si se esconde como la rata que es…

Tim emitió un sonido que Lena no entendió.

– Muy bien, Tim -dijo Paul, como si estuvieran jugando-. Subiremos a hablar con ella, y luego le haremos la cara nueva. ¿Eso te gusta, Tim? Le pondremos esa cara bonita como un mapa y nos aseguraremos de que la tía Becca se quede tan hecha papilla que ya nadie quiera volver a mirarla.

Lena escuchaba y esperaba a que él subiera por la escalera para poder volarle la cabeza. Pero no subió. Era evidente que esas provocaciones formaban parte de un juego para él. Aun sabiéndolo, Lena no pudo evitar el pavor que la invadía al oír su voz. Era tan intenso su deseo de hacerle daño, de hacerlo callar para siempre… Nadie debía volver a escucharlo nunca más.

La puerta se abrió y se volvió a cerrar. Sin aliento, Terri dijo atropelladamente:

– No las encuentro. Las he buscado…

«Mierda -pensó Lena-. La pistola de Dale. No.»

– Perdona, pero no me extraña-dijo Paul.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Terri aún con voz trémula, pero Lena adivinó algo bajo el miedo, un conocimiento oculto que le daba poder.

Debía de haber cogido la pistola. Debía de pensar que era capaz de detenerlo.

Tim dijo algo y Paul se echó a reír.

– Exacto -coincidió Paul, y luego dijo a Terri-: Tim cree que su tía Rebecca está arriba.

Lena oyó otro ruido, esta vez un clic. Lo reconoció en el acto: el percutor de una pistola.

Paul se sorprendió, pero no se alarmó.

– ¿De dónde la has sacado?

– Es de Dale -respondió Terri, y Lena sintió que se le encogía el estómago-. Sé usarla.

Paul se echó a reír como si la pistola fuera de plástico. Lena se asomó para mirar desde lo alto de la escalera y lo vio caminar hacia Terri. Había perdido su oportunidad. Paul ahora tenía al niño. Debería haberse enfrentado a él en la escalera. Debería haberle disparado entonces. ¿Por qué coño le había hecho caso a Jeffrey? Debería haberse asomado por la esquina y haber acribillado a ese hijo de puta a balazos.

– Hay una gran diferencia entre saber usar una pistola y usarla -dijo Paul.

Lena percibió la mordacidad de sus palabras, odiándose por su indecisión. Maldijo a Jeffrey y sus órdenes. Ella sabía apañárselas sola. Debería haber hecho caso a su intuición desde el principio.

– Vete ya, Paul -dijo Terri.

– ¿Vas a usarla? -preguntó-. ¿Y si hieres a Tim? -La provocaba como si fuera un juego-. A ver qué tal estás de puntería. -Lena lo veía perfectamente, cómo acortaba la distancia entre él y Terri, con Tim en brazos. De hecho, zarandeaba al niño a la vez que acosaba a su sobrina-. Vamos, Genie, a ver cómo lo haces. Dispara a tu propio hijo. Ya has matado a uno, ¿no? ¿Qué más da otro?

A Terri le temblaban las manos. Sostenía la pistola al frente, con las piernas separadas y la culata apoyada en la palma de la mano. A cada paso que Paul daba, perdía poco a poco su determinación.

– Puta estúpida -la provocó-. Vamos, dispara. -Estaba a menos de medio metro de ella-. Aprieta el gatillo, chica. Muéstrame lo dura que eres. Hazte valer por una vez en tu patética vida. -Al final, tendió la mano y le quitó la pistola, diciendo-: Imbécil de mierda.

– Suéltalo -suplicó-. Sólo te pido que sueltes a mi hijo y te marches.

– ¿Dónde están esos papeles?

– Los quemé.

– ¡Mentira!

Le golpeó la mejilla con la pistola. Terri se cayó al suelo y escupió un chorro de sangre.

Lena sintió el dolor en sus propios dientes, como si Paul le hubiera pegado a ella. Tenía que hacer algo. Tenía que acabar con aquello. Sin pensar, se arrodilló y luego se estiró boca abajo en el suelo. Según las normas, debía identificarse, dar a Paul la oportunidad de tirar el arma. Sabía que él nunca se entregaría. Los hombres como Paul no se rendían si tenían la menor posibilidad de escapar. Y en ese momento tenía dos posibilidades: una estaba en sus brazos y la otra en el suelo.

Lena se arrastró hasta el extremo del rellano y, sujetando la pistola con las dos manos, apoyó la culata en el borde del último peldaño.

– Bueno, bueno -dijo Paul.

Estaba de espaldas a ella, al lado de Terri, y Tim le rodeaba la cintura con las piernas. Lena no veía el cuerpo del niño; no podía apuntar y tener la absoluta certeza de que no lo heriría también a él.

– Estás asustando a tu hijo.

Tim permanecía callado. Debía de haber visto tantas veces cómo su madre recibía palizas que no se inmutaba.

– ¿Qué le has dicho a la policía? -preguntó Paul.

Terri se protegió con las manos al ver que Paul levantaba el pie para darle una patada.

– ¡No! -gritó cuando sintió en la cara el impacto del mocasín italiano.

Terri cayó desplomada de nuevo, con un gemido de dolor que a Lena le partió el alma.

Lena volvió a encañonarlo, intentando apuntar con pulso firme. Si Paul parara de moverse, si Tim estuviera un poco más abajo, podría acabar con todo en el acto. Paul ni sospechaba que ella estaba allí. Caería al suelo antes de darse cuenta de qué era lo que lo había derribado.

– Vamos, Terri -insistió Paul.

Aunque Terri no hizo el menor ademán de incorporarse, él volvió a levantar la pierna y le asestó un puntapié en la espalda. Ella dejó escapar un gemido.

– ¿Qué les dijiste? -repitió Paul como un mantra. Lena vio que apuntaba a la cabeza de Tim y bajó su pistola, consciente de que no debía correr riesgos-. Sabes que le pegaré un tiro. Sabes que le volaré los sesitos por toda la casa.

Terri se puso de rodillas con dificultad y, juntando las manos como una suplicante, imploró:

– Por favor, te lo ruego. Suéltalo.

– ¿Qué les dijiste?

– Nada -respondió-. ¡Nada!

Tim había empezado a llorar, y Paul lo mandó callar diciendo:

– Basta, Tim. Sé un hombre fuerte para el tío Paul.

– Por favor -suplicó Terri.

Lena percibió un movimiento con el rabillo del ojo. Rebecca estaba en la puerta de la habitación del bebé, inmóvil en el umbral. Lena cabeceó una vez, y, al ver que la chica no obedecía, endureció el semblante y, con gestos exagerados, le ordenó que volviera al armario.

Cuando Lena miró otra vez hacia el vestíbulo, vio que Tim había hundido la cara en el hombro de su tío. Se tensó cuando alzó la vista y vio a Lena en lo alto de la escalera apuntando con la pistola. Clavó su mirada en la de ella.

De pronto, Paul dio media vuelta, con la pistola empuñada, y disparó hacia la cabeza de Lena.

Terri soltó un chillido al oír la explosión, y Lena rodó hacia un lado, con la esperanza de no estar en la línea de tiro cuando otro disparo reverberó en toda la casa. La madera se astilló cerca de ella y de pronto se abrió la puerta principal, tras lo cual se oyó la voz de Jeffrey que gritaba: «¡No se mueva!», pero a Lena se le antojó muy lejana mientras que la detonación retumbaba en su oído. No sabía si era sangre o sudor lo que le resbalaba por las mejillas cuando volvió a mirar desde la escalera. Jeffrey, de pie en el vestíbulo, apuntaba con la pistola al abogado. Paul, que seguía sujetando a Tim contra el pecho, hincaba el cañón en su sien.

– Suéltelo -ordenó Jeffrey, alzando la vista hacia Lena.

Lena se llevó la mano a la cabeza y reconoció el tacto pegajoso de la sangre. Le cubría toda la oreja, pero no sentía dolor.

Terri lloraba a lágrima viva, con las manos en el estómago, y rogaba a Paul que soltara a su hijo. Parecía rezar.

– Baje la pistola -instó Jeffrey a Paul.

– Ni hablar -replicó.

– No tiene adónde ir -dijo Jeffrey, lanzando otra mirada a Lena-. Está rodeado.

Paul siguió la mirada de Jeffrey. Lena intentó ponerse en pie, pero tuvo vértigo. Volvió a arrodillarse, con la pistola a un lado. No podía fijar la vista.

– Parece que necesita ayuda -dijo Paul muy tranquilo.

– Por favor -rogó Terri, casi en otro mundo-. Por favor, suéltalo. Te lo suplico.

– No tiene escapatoria -dijo Jeffrey-. Suelte la pistola.

Lena notó un sabor metálico en la boca. Se llevó la mano otra vez a la cabeza y se palpó el cráneo. No advirtió nada alarmante, pero empezó a dolerle la oreja. Se toqueteó el cartílago con cuidado hasta que descubrió de dónde procedía la sangre. La parte superior del lóbulo había desaparecido, algo menos de un centímetro. La bala debía de haberla rozado.

Se quedó de rodillas, parpadeando, intentando fijar la vista. Terri la miraba y, con ojos suplicantes, la instaba a hacer algo para acabar con aquello.

– Ayúdalo -imploró-. Por favor, ayuda a mi niño.

Lena se limpió unas gotas de sangre de un ojo y por fin vio qué era el bulto bajo la chaqueta de Paul. Un teléfono móvil. El muy hijo de puta sólo llevaba un móvil prendido del cinturón.

– Por favor -rogó Terri-. Lena, por favor.

Poseída de un profundo odio que le quemaba la garganta, Lena apuntó a Paul a la cabeza y dijo:

– Tire la pistola.

Paul se volvió al instante, sin soltar a Tim. Alzó la vista hacia Lena y evaluó la situación. Lena se dio cuenta de que una parte de él no se creía que una mujer pudiera cumplir sus amenazas, y eso aumentó su odio hacia él.

– Tírela, cabrón -conminó con voz intimidatoria.

Por primera vez, Paul dio señales de nerviosismo.

– Tire la pistola -repitió Lena poniéndose en pie con mano firme.

Si hubiese sabido con total certeza que daría en el blanco, lo habría matado en ese mismo instante, le habría vaciado el cargador en la cabeza hasta dejarla reducida a un muñón de la columna vertebral.

– Obedezca, Paul. Suelte la pistola -ordenó Jeffrey.

Lentamente, el abogado bajó la pistola, pero en lugar de tirarla al suelo, la dirigió hacia la cabeza de Terri. Sabía que no le dispararían mientras tuviera a Tim como escudo. Apuntar a Terri era una manera más de demostrar que tenía controlada la situación.

– Creo que deberían acatar su propia orden -dijo.

Sentada en el suelo, con las manos extendidas hacia su hijo, Terri rogó:

– No le hagas daño, Paul. -Tim hizo ademán de ir hacia su madre, pero Paul lo retuvo con firmeza-. Te ruego que no le hagas daño.

Paul retrocedió hacia la puerta principal y dijo:

– Bajen las pistolas. Ahora mismo.

Jeffrey lo miró un momento, sin obedecer. Finalmente tiró su pistola al suelo y levantó las manos, mostrando que estaban vacías.

– Los refuerzos están en camino.

– No llegarán a tiempo -presagió Paul.

– No se lo lleve. Déjelo aquí.

– ¿Para que me sigan? -preguntó Paul con sorna, acomodándose a Tim en la cadera. El niño se había dado cuenta de lo que sucedía y empezó a jadear, como si le costara respirar. Paul se acercó a la puerta, indiferente al malestar del niño-. Ni lo sueñe. -Alzó la vista hacia Lena-. Ahora le toca a usted, inspectora.

Lena esperó una señal de Jeffrey para agacharse y dejar la pistola en el suelo. Se mantuvo en esa posición, sin alejarse del arma.

A Tim le costaba cada vez más respirar y empezó a emitir un resuello agudo cada vez que tomaba aire.

– Tranquilo -susurró Terri, acercándose de rodillas-. Sólo tienes que respirar, cariño. Intenta respirar.

Paul se dirigió hacia la puerta principal, sin apartar la mirada de Jeffrey, pues creía que él era la verdadera amenaza. Lena bajó un par de peldaños, sin saber qué haría si llegaba al final. Quería destrozar a Paul con sus propias manos, oírlo gritar de dolor mientras lo hacía picadillo.

– Tranquilo, cariño -dijo Terri con dulzura, arrastrándose hacia ellos de rodillas. Tendió la mano y tocó el pie de su hijo con la yema de los dedos. El niño jadeaba con el pecho, agitándose violentamente-. Sólo intenta respirar.

Paul ya casi había salido por la puerta.

– No intenten seguirme -advirtió a Jeffrey.

– Usted no va a llevarse a ese niño a ninguna parte -dijo Jeffrey.

– Impídamelo.

Hizo ademán de irse, pero Terri cogió a Tim del pie, reteniéndolos a los dos. Paul apretó la pistola contra su sien.

– Aléjate -ordenó Paul, y Lena se detuvo en el acto en la escalera, sin saber a quién se lo decía. Dio otro paso cuando Paul repitió-: Apártate.

– El asma…

– Me da igual -bramó Paul-. Apártate.

– Mamá te quiere -susurró Terri una y otra vez, sin hacer caso a la amenaza de Paul mientras se aferraba al pie de Tim-. Mamá te quiere mucho…

– Cállate -dijo Paul entre dientes.

Intentó zafarse, pero Terri se agarraba con fuerza, rodeando toda la pierna de Tim con los dedos para cogerse mejor. Paul levantó la pistola y le dio un culatazo en la cabeza.

Jeffrey cogió su pistola con un rápido movimiento y apuntó hacia el pecho de Paul.

– Deténgase ahora mismo.

– Cariño -dijo Terri. Se había tambaleado, pero seguía de rodillas, sujetando la pierna de Tim-. Mamá está aquí, cariño. Mamá está aquí.

Tim se estaba poniendo azul y le castañeteaban los dientes como si tuviera frío. Paul intentó apartarlo de su madre, pero ella seguía aferrada a él, diciéndole:

– «… Bástate mi gracia…»

– Suelta -dijo Paul, intentando separarlos, pero ella se negaba a desprenderse de su hijo-. Terri… -Paul parecía presa del pánico, como si lo hubiese atacado un animal rabioso-. Terri, lo digo en serio.

– «… porque mi poder se perfecciona en la debilidad…»

– ¡Suéltalo, maldita sea!

Paul volvió a levantar la pistola y le asestó un golpe aún más virulento. Terri cayó hacia atrás, pero tendió la otra mano y cogió a Paul por la camisa, tirando de ella al intentar mantener el equilibrio.

Jeffrey tenía a Paul en el punto de mira, pero ni siquiera a tan corta distancia podía arriesgarse a disparar. El niño estaba en medio. Tenía el mismo problema que Lena. Si erraba el tiro un centímetro, lo mataría.

– Terri -dijo Lena, como si ella pudiera ayudar en algo.

Había llegado al último peldaño, pero nada podía hacer salvo ver cómo Terri se aferraba a Tim, apretando la frente ensangrentada contra la pierna del niño. Tim parpadeaba. Tenía los labios azules y la cara pálida como un fantasma mientras sus pulmones se afanaban por respirar.

– Deténgase ahora mismo, Paul -advirtió Jeffrey.

– «Porque cuando soy débil -pronunció Terri-, entonces soy fuerte.»

Paul intentó soltarse, pero Terri, sin ceder, se agarró a la cintura de su pantalón. Entonces Paul levantó la pistola por encima del hombro y, justo cuando iba a asestar el golpe, Terri ladeó la cabeza. La pistola le dio de refilón en la mejilla y fue a estrellarse contra la clavícula. A Paul se le deslizó en la mano y una bala escapó del arma, que hirió a Terri en la cara. La mujer volvió a tambalearse, pero logró mantenerse erguida, sin soltar a Paul y el niño. Tenía un orificio en la mandíbula y le colgaba un trozo de hueso fragmentado. La sangre le salía de la herida abierta a borbotones, derramándose en las baldosas del suelo. En un acto reflejo, Terri se agarró aún más a la camisa de Paul, dejando un rastro de sangre en la tela blanca con los dedos.

– No -dijo Paul, tambaleándose hacia atrás intentando alejarse de ella.

Horrorizado por lo que veía, su expresión reflejaba una mezcla de repulsión y miedo. Aturdido, tiró la pistola y estuvo a punto de caérsele Tim de los brazos al tropezar con la barandilla del porche.

Con las pocas fuerzas que le quedaban, Terri seguía sujeta a Paul, lo tiró al suelo y cayó encima de él, manchándole la camisa de sangre. Agarrándose a la camisa, se arrastró hacia su hijo. Tim estaba pálido como un cadáver y tenía los ojos cerrados. Terri apoyó la cabeza en la espalda de Tim, con la parte destrozada del rostro vuelta hacia el otro lado.

Jeffrey dio una patada a la pistola para alejarla de la mano de Paul y luego sacó al niño de debajo de su madre. Lo tumbó en el suelo y empezó a practicarle la reanimación cardiopulmonar.

– Lena -dijo, y después gritó-: ¡Lena!

Saliendo del trance, Lena abrió el móvil en un gesto automático y llamó a una ambulancia. A continuación, se arrodilló al lado de Terri y apoyó los dedos en su cuello. Tenía el pulso débil. Lena le apartó el pelo del rostro maltrecho y dijo:

– Te pondrás bien.

Paul, que seguía debajo de Terri, intentó apartarse, pero Lena le gruñó:

– Como te atrevas siquiera a respirar, te mato.

Paul asintió. Con labios trémulos, contempló horrorizado la cabeza de Terri en su regazo. Nunca había visto a sus víctimas tan de cerca; siempre se había protegido de la sucia realidad de sus actos. La bala había penetrado por un lado de la cara de Terri antes de salir por la base del cuello. Las quemaduras de la pólvora formaban puntos negros en la piel. Tenía la mejilla izquierda destrozada y se le veía la lengua a través de la herida. El hueso fracturado se entremezclaba con la sangre y la materia gris. Fragmentos de las muelas posteriores se le habían adherido al pelo.

Lena acercó la cara a Terri y dijo:

– ¿Terri? Terri, aguanta un poco.

Terri abrió un momento los ojos. Con la respiración entrecortada, intento hablar.

– ¿Terri?

Lena la vio mover la lengua en la boca; el hueso blanco temblaba del esfuerzo.

– Tranquila -la consoló Lena-. Ya viene la ambulancia. Aguanta un poco más.

Terri movió la mandíbula despacio, en un intento desesperado de hablar. No podía articular palabra, la boca se negaba a obedecerla. Pareció agotar todas sus fuerzas al decir:

– Lo he… conseguido.

– Lo has conseguido -confirmó Lena, cogiéndole la mano con cuidado para no moverla.

Las lesiones medulares son traicioneras; cuanto más altas, mayores los daños. Ni siquiera sabía si Terri sentía que la tocaba, pero Lena necesitaba agarrarse a algo.

– Te tengo cogida de la mano, Terri. No te dejes ir.

– Vamos, Tim -musitó Jeffrey, y Lena lo oyó contar a la vez que ejercía presión sobre el pecho del niño, intentando reanimarle el corazón.

La respiración de Terri era cada vez más lenta. Volvió a parpadear.

– Lo… he… conseguido.

– ¿Terri? -dijo Lena-. ¿Terri?

– Respira, Tim -instó Jeffrey.

Respiró hondo y expulsó el aire en la boca inerte del niño.

Burbujas de sangre roja asomaron a los labios húmedos de Terri. Se oyó un gorgoteo procedente del pecho y sus rasgos se desdibujaron.

– ¿Terri? -repitió Lena en tono de súplica, cogiéndose a su mano e intentando insuflarle vida. Oyó una sirena a lo lejos, anunciándose como un faro. Lena supo que eran los refuerzos; la ambulancia no podía llegar tan pronto. Aun así, mintió-. ¿Oyes? -preguntó, apretando la mano de Terri con todas sus fuerzas-. Ya llega la ambulancia, Terri.

– Vamos, Tim -insistió Jeffrey-. Vamos.

Terri parpadeó, y Lena supo que oía la sirena, que comprendía que llegaba ayuda. Expulsó aire con brusquedad.

– Lo… he… con…

– Ciento uno, ciento dos… -decía Jeffrey, contando las compresiones.

– Lo… he…

– Terri, háblame -rogó Lena-. Vamos, chica. ¿Qué has conseguido? Cuéntame qué has hecho.

Al intentar hablar, Terri tosió débilmente y le salpicó a Lena la cara de sangre. Lena no se movió, permaneció cerca de ella, mientras intentaba mantener el contacto visual para que Terri no se dejara ir.

– Cuéntamelo -dijo Lena, buscando algo en sus ojos, alguna señal de que se recuperaría. Sólo tenía que hacerla hablar, conseguir que aguantara-. Cuéntame qué has hecho.

– He…

– ¿Qué has hecho?

– He…

– Vamos, Terri, no te dejes ir. No te rindas ahora. -Lena oyó el coche patrulla detenerse con un chirrido en el camino de acceso-. Dime qué has hecho.

– Me he… -empezó a decir Terri-. Me he…

– ¿Qué has hecho? -Lena sintió las lágrimas que le ardían en la cara cuando Terri aflojó la mano en torno a la suya-. No te rindas, Terri. Dime qué has conseguido.

Hizo una mueca, o un espasmo, casi como si quisiese sonreír pero ya no supiese hacerlo.

– ¿Qué has hecho, Terri? ¿Qué has conseguido?

– Me… he… -Volvió a salir sangre-… escapado.

– Muy bien -dijo Jeffrey cuando Tim empezó a jadear tras aspirar la primera bocanada de aire-. Muy bien, Tim. Respira.

Un grueso hilo de sangre brotó de la comisura de la boca de Terri, trazando una línea en su mejilla como una cera de un color vivo al recorrer un papel. Lo que le quedaba de mandíbula se distendió. Tenía los ojos vidriosos.


Lena se marchó de la comisaría a eso de las nueve de la noche con la sensación de que hacía semanas que no estaba en su casa. Se sentía débil y le dolían los músculos como si hubiese corrido mil kilómetros. Todavía tenía la oreja dormida por la anestesia que le habían administrado en el hospital para coser la herida causada por la bala de Pau.l El pelo le taparía el trozo que le faltaba, pero Lena sabía que cada vez que se mirara en el espejo, cada vez que se tocara la herida, se acordaría de Terri Stanley, de la expresión de su cara, de ese simulacro de sonrisa cuando se apagó.

A pesar de que ya no quedaba la menor señal visible, Lena sentía aún la sangre de Terri: en el pelo, bajo las uñas. Hiciera lo que hiciera, seguía oliéndola, percibiendo su sabor, notándola. Le pesaba, como la culpa, y le sabía a derrota amarga. No la había ayudado. No había hecho nada para protegerla. Terri tenía razón: las dos se ahogaban en el mismo mar.

Cuando se desvió hacia su barrio, sonó el móvil y miró el identificador de llamadas, deseando con toda su alma que Jeffrey no la necesitara otra vez en la comisaría. Al ver el número, no lo reconoció. Dejó sonar el teléfono varias veces antes de caer en la cuenta. Era el número de Lu Mitchell. Casi lo había olvidado después de tantos años.

Abrió torpemente el móvil, y a continuación maldijo cuando se lo llevó a la oreja herida. Se lo pasó a la otra.

– Diga.

No contestó nadie, y se le cayó el alma a los pies al pensar que había saltado el contestador. Estaba a punto de colgar cuando Greg dijo:

– ¿Lee?

– Sí -respondió, procurando que no se le notara que se le había cortado la respiración-. ¿Qué tal? ¿Cómo va?

– He oído lo de esa mujer en las noticias -dijo-. ¿Estabas tú allí?

– Sí -contestó, preguntándose cuánto tiempo hacía que nadie se interesaba por su trabajo: Ethan era demasiado egocéntrico y Nan demasiado aprensiva.

– ¿Estás bien?

– La he visto morir -dijo Lena-. La tenía cogida de la mano y la he visto morir.

Lo oyó respirar al otro lado de la línea y pensó en Terri, en el sonido de su respiración antes de morir.

– Menos mal que te tenía a su lado.

– Tengo mis dudas.

– No digas eso -disintió Greg-. Al menos ha muerto acompañada.

Incapaz de contenerse, Lena dijo:

– No soy muy buena persona, Greg. -De nuevo, sólo lo oyó respirar-. He cometido errores muy graves.

– Todo el mundo los comete.

– No como yo -dijo-. No los que he cometido yo.

– ¿Quieres que hablemos?

Era lo que más deseaba en el mundo, hablar de ello, contarle todo lo sucedido, horrorizarlo con los detalles truculentos. Pero no podía. Lo necesitaba demasiado, necesitaba saber que él estaba allí cerca, al lado de su casa, sosteniéndole la madeja de lana a Lu, su madre, que le tejía otra bufanda espantosa.

– En fin -dijo Greg, y Lena intentó llenar el silencio.

– Me ha gustado el compacto.

– ¿Lo has recibido? -preguntó él, en un tono más animado.

– Sí -contestó ella, aparentando una despreocupación que no sentía-. Me encanta la segunda canción.

– Se llama «Oldest Story in the World».

– Lo sabría si hubieses anotado los títulos de las canciones.

– Para eso vas y te compras el compacto, boba -dijo Greg. Lena se había olvidado de lo que se sentía al bromear, y parte de la opresión desapareció de su pecho-. La carátula del disco está muy bien. Tiene muchas fotos de las chicas. Ann ha salido estupenda. -Greg soltó una risa autodespectiva-. No es que fuera a echar a Nancy de la cama a patadas, pero tú ya sabes que yo prefiero a las morenas.

– Ya.

Se dio cuenta de que ella también sonreía, y deseó seguir hablando así con él para siempre, no tener que pensar en Terri muriéndose delante de ella, ni en que los hijos de Terri habían perdido a la única persona en el mundo que podía protegerlos. Ahora sólo les quedaba Dale, Dale y el miedo de morir asesinados como su madre.

Apartó esos pensamientos de la cabeza y dijo:

– La duodécima canción también me ha gustado.

– Ésa es «Down the Nile» -contestó él-. ¿Desde cuándo te gustan las baladas?

– Desde… -No lo sabía-. No lo sé. Simplemente me gusta.

Había entrado en el camino de acceso y se había detenido detrás del Toyota de Nan.

– «Move On» está bien -decía Greg, pero Lena ya no escuchaba.

Vio que la luz del porche estaba encendida y la bicicleta de Ethan apoyada contra la escalinata.

– ¿Lee?

Su sonrisa se había apagado.

– ¿Sí?

– ¿Estás bien?

– Sí -susurró.

La cabeza le daba vueltas. ¿Qué hacía Ethan en su casa? ¿Qué hacía con Nan?

– ¿Lee?

Tragó saliva y se obligó a hablar.

– Tengo que colgar, Greg. ¿Vale?

– ¿Pasa algo?

– No, nada -mintió, sintiendo que el corazón iba a estallarle en el pecho-. Sólo que ahora no puedo hablar.

Lena colgó sin darle tiempo a contestar, lanzó el teléfono al asiento contiguo y abrió la puerta sin poder contener el temblor de la mano.

Lena no supo cómo logró subir por la escalinata, pero se encontró con la mano en el pomo de la puerta, las palmas pegajosas y sudadas. Respiró hondo y abrió.

– ¡Hola! -Nan se levantó de un brinco de la silla donde había estado sentada, colocándose detrás como si necesitara un escudo. Con los ojos muy abiertos, habló empleando un tono de voz anormalmente agudo-. Te esperábamos. ¡Dios mío! ¡La oreja! -gritó y se llevó la mano a la boca.

– No es tan grave como parece.

Ethan estaba sentado en el sofá, con los brazos extendidos sobre el respaldo y las piernas separadas en una postura hostil que parecía abarcar toda la sala. No habló, pero no hacía falta. La amenaza de su presencia rezumaba por cada uno de sus poros.

– ¿Estás bien? -insistió Nan-. Lena, ¿qué ha pasado?

– Hemos tenido complicaciones -contestó Lena con la mirada fija en Ethan.

– En las noticias no han dicho gran cosa -dijo Nan.

Lena se dirigió lentamente a la cocina, casi mareada por la tensión. Ethan se quedó donde estaba, con la mandíbula apretada, los músculos agarrotados. Lena vio que tenía la mochila a sus pies y se preguntó qué llevaba dentro. Probablemente algo pesado. Algo con que pegarle.

– ¿Te apetece un té? -le ofreció Nan.

– No, gracias -contestó Lena, y luego dijo a Ethan-: Vamos a mi habitación.

– Podríamos jugar a las cartas, Lee -propuso Nan con voz trémula. Aunque obviamente estaba asustada, no se arredró-. ¿Por qué no jugamos los tres a las cartas?

– No te preocupes -contestó Lena, sabiendo que debía procurar por todos los medios que Nan no sufriera ningún daño.

Se había metido en ese lío ella sola, y Nan no debía pagar las consecuencias por culpa de ella. Se lo debía a Sibyl. Se lo debía a sí misma.

– ¿Lee? -probó Nan.

– No te preocupes, Nan -dirigiéndose a Ethan, repitió-: Vamos a mi habitación.

Al principio él no se movió, demostrándole que estaba al mando de la situación. Por fin se levantó con parsimonia, estirando los brazos ante él, simulando un bostezo. Lena le dio la espalda, indiferente a la pantomima. Entró en su habitación y se sentó en la cama, esperando y rezando para que dejara a Nan en paz.

Ethan entró tranquilamente en el dormitorio, observándola con desconfianza.

– ¿Dónde has estado? -preguntó, y cerró la puerta con un suave chasquido.

Tenía los brazos a los lados, y la mochila colgaba de una de sus manos.

Lena se encogió de hombros.

– Trabajando.

Ethan soltó la mochila, que cayó al suelo ruidosamente.

– Te he estado esperando.

– No tendrías que haber venido aquí -dijo ella.

– ¿Ah, no?

– Te habría llamado -y mintió-: Iba a pasar por tu casa después.

– Torciste la llanta de la rueda delantera de mi bicicleta -dijo él-. La nueva me ha costado ochenta dólares.

Lena se levantó y se acercó al escritorio.

– Te la pagaré -dijo, abriendo el primer cajón.

Guardaba el dinero en una vieja caja de puros. A su lado tenía un estuche de plástico negro que contenía una Mini-Glock. El padre de Nan era policía y, tras el asesinato de Sibyl, había insistido en que su hija tuviera una pistola. Nan se la había dado a Lena, y Lena la había guardado en el cajón por si acaso. Por la noche, siempre tenía su pistola reglamentaria en la mesita, pero si algo le permitía conciliar el sueño, era única y exclusivamente porque sabía que la Mini-Glock estaba en el cajón, en el estuche de plástico sin llave.

Podía coger la pistola en ese momento. Podía cogerla y usarla y expulsar por fin a Ethan de su vida.

– ¿Qué haces? -quiso saber él.

Lena sacó la caja de puros y cerró el cajón. Puso la caja en el tocador y levantó la tapa. Ethan tendió su enorme mano ante ella y la cerró.

Estaba justo detrás, y su cuerpo rozaba el suyo. Lena notó su aliento en la nuca cuando él dijo:

– No quiero tu dinero.

Lena se aclaró la garganta para poder hablar.

– ¿Y qué quieres?

Ethan se acercó un poco más.

– Ya sabes qué quiero.

Lena notó la erección cuando él se apretó contra su trasero. Apoyando las manos en el tocador a ambos lados de Lena, la atrapó entre sus brazos.

– Nan no ha querido decirme quién era el chico del compacto -dijo él.

Lena se mordió el labio hasta sacarse sangre. Se acordó de Terri Stanley cuando llamaron a la puerta de su casa esa mañana, la manera en que tensaba la mandíbula al hablar para que no se le abriera el labio. Terri ya nunca más tendría ese problema. Nunca más se quedaría despierta por la noche, pensando en cuál sería la siguiente brutalidad de Dale. Nunca más volvería a tener miedo.

Ethan empezó a restregarse contra ella. Lena sintió asco.

– Nan y yo hemos mantenido una conversación muy amena.

– Deja a Nan en paz.

– ¿Quieres que la deje en paz? -preguntó Ethan. Lena notó que su brazo se enroscaba a su cuerpo como un reptil. Al instante le agarró un pecho con tal fuerza que se mordió el labio para reprimir un grito-. Esto es mío -le recordó-. ¿Me oyes?

– Sí.

– Sólo yo puedo tocarte.

Lena cerró los ojos, obligándose a no gritar mientras él le rozaba la nuca con los labios.

– Mataré a cualquiera que te toque. -Cerró el puño en torno al pecho como si quisiera arrancárselo-. Tanto me da un muerto más o menos -dijo entre dientes-. ¿Me oyes?

– Sí.

El corazón le dio un vuelco y de pronto no lo notó latir. Un poco antes estaba entumecida de miedo, pero ahora ya no sentía nada.

Lentamente, Lena se dio la vuelta. Se vio a sí misma levantar las manos, no para abofetearlo, sino para cogerle la cara con ternura. Mareada, aturdida, tuvo la sensación de estar en el otro lado de la habitación, observándose a sí misma con Ethan. Cuando sus labios se unieron a los de él, no sintió nada. Su lengua no sabía a nada. Cuando notó los dedos callosos de él en la bragueta del pantalón, se quedó indiferente.

En la cama, estuvo más brusco que nunca, inmovilizándola, quizá con mayor violencia porque ella no se resistía. Durante todo ese tiempo, Lena siguió sintiéndose escindida, incluso cuando él la embistió como un cuchillo que le traspasaba las entrañas. Lena era tan consciente de su dolor como lo era de su respiración: un hecho, un proceso incontrolable a través del cual su cuerpo sobrevivía.

Ethan acabó pronto y Lena se quedó con la sensación de ser el territorio marcado por un perro. Tumbado de espaldas, Ethan respiró hondo, satisfecho de sí mismo. Lena no volvió en sí hasta que le llegó su ronquido grave y regular. El olor de su sudor. El sabor de su lengua. La humedad pegajosa entre las piernas.

Ethan no había usado condón.

Lena se puso de costado con cuidado y sintió cómo escapaba de su interior la semilla que él le había dejado. Miró avanzar el reloj lentamente: primero los minutos, después las horas. Una hora. Dos. Esperó a que hubieran pasado tres horas y se levantó de la cama. Se agachó y contuvo el aliento, esperando un cambio en el ritmo de la respiración de Ethan.

Con gran lentitud, como si anduviera por el agua, abrió el cajón superior de su escritorio y sacó el estuche de plástico negro. Se sentó en el suelo, de espaldas a Ethan, y sin respirar abrió el estuche. El chasquido se oyó en la habitación como un disparo. Ahogó una exclamación cuando Ethan se movió en la cama. Con los ojos cerrados, Lena luchó contra el pánico mientras esperaba sentir la mano de Ethan en la espalda, los dedos alrededor de su garganta. Se volvió, mirando por encima del hombro.

Ethan estaba de costado, de espaldas a ella.

El arma estaba cargada, con una bala ya en la recámara. Sujetó la pistola contra el pecho con las dos manos, sintiendo cada vez más su peso hasta que apoyó las manos en el regazo. Aunque era una versión más pequeña que su arma reglamentaria, la Mini-Glock podía causar los mismos daños si se disparaba de cerca. Lena volvió a cerrar los ojos, percibiendo en la cara la sangre de Terri, oyendo sus últimas palabras, casi triunfantes: «Me he escapado».

Lena fijó la mirada en la pistola, notando la frialdad del metal negro entre sus manos. Se volvió para comprobar que Ethan seguía dormido.

La mochila seguía en el suelo donde él la había dejado. Lena apretó los dientes al abrir la cremallera, y el ruido reverberó en su pecho. Era una mochila bonita, de Swiss Army, con bolsillos grandes y espacio de sobra. Ethan lo guardaba todo en esa mochila: su cartera, sus libros de texto, incluso ropa de gimnasia. No notaría un kilo más.

Lena metió la mano en la mochila y abrió la cremallera del compartimento trasero exterior. Contenía lápices, unos cuantos bolígrafos, pero nada más. Escondió la pistola allí y, tras cerrar la cremallera, dejó la mochila en el suelo.

Retrocediendo, volvió a rastras a la cama. Con cautela apoyó las manos en el colchón y bajó el cuerpo poco a poco junto a Ethan.

Él expulsó el aire, casi resoplando, y al darse la vuelta, dejó caer un brazo sobre el pecho de Lena. Lena volvió la cabeza para mirar el reloj, contando los minutos que faltaban para que sonara el despertador, para que Ethan saliera de su vida para siempre.

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