MIÉRCOLES

Capítulo 9

Apoyado en los azulejos, Jeffrey dejó que el agua caliente de la ducha le asaeteara la piel. Se había duchado la noche anterior, pero nada podía eliminar la sensación de estar sucio de tierra. No sólo de tierra, sino de tierra de una tumba. Abrir la segunda caja, percibir el olor a moho de la descomposición, había sido casi tan espantoso como encontrar a Abby. La segunda caja lo cambiaba todo. Había en algún lugar otra chica, otra familia, otra muerte. Al menos tenía la esperanza de que fuera sólo una. El laboratorio no entregaría el resultado del ADN hasta finales de la semana. Entre eso y el análisis de la carta que había recibido Sara, las pruebas estaban costándole la mitad del presupuesto que le quedaba para el resto del año, pero eso le traía sin cuidado. Buscaría empleo de mozo de gasolinera en Texaco si era necesario. Mientras tanto, en ese mismo instante, algún representante del estado de Georgia disfrutaba en Washington de un desayuno de doscientos dólares.

Se obligó a salir de la ducha, sintiendo que necesitaba aún una hora más bajo el agua caliente. Vio que Sara había entrado sin que la oyera y había dejado una taza de café para él en el estante encima del lavabo. La noche anterior la había llamado desde el bosque para darle algunos detalles del hallazgo. Después él mismo había llevado a Macon las pocas pruebas encontradas en la caja; a la vuelta había ido a la comisaría, y allí había repasado una por una las notas sobre el caso. Hizo una lista de diez páginas de las personas con las que debía hablar, de las pistas que debían seguir. Para entonces ya eran las doce de la noche, y tuvo que decidir si iba a casa de Sara o a la suya. Incluso llegó a hacer esto último sin acordarse de que las chicas ya se habían mudado hasta que llegó. A eso de la una de la madrugada las luces seguían encendidas y, a juzgar por la estridente música que se oía desde la calle, dentro se celebraba una fiesta. Estaba demasiado cansado para ir a decirles que la apagaran.

Jeffrey se puso unos vaqueros y entró en la cocina con la taza de café. Junto al sofá, Sara doblaba la manta que él había usado la noche anterior.

– No quise despertarte -dijo él, y ella asintió con la cabeza.

Era evidente que ella no le había creído, pero le había dicho la verdad. Mal que le pesara, había dormido solo casi todas las noches en los últimos años, y después de lo que había encontrado en el bosque no se había sentido capaz de volver a casa junto a Sara. Pese a lo sucedido en la cocina dos noches antes, acostarse en la cama con ella, meterse entre las sábanas limpias, le habría parecido una profanación.

Vio la taza vacía de ella en la encimera y preguntó:

– ¿Quieres más café?

Ella negó con la cabeza y, tras alisar la manta, la dejó a los pies del sofá.

Jeffrey le sirvió café de todos modos. Cuando se dio la vuelta, Sara miraba el correo sentada junto a la isla de la cocina.

– Perdona -dijo él.

– ¿Por qué?

– Me siento… -Se le apagó la voz.

Ni siquiera sabía cómo se sentía.

Sara hojeaba una revista, sin probar el café que él le había servido. Al ver que Jeffrey no acababa la frase, alzó la vista.

– No hace falta que me lo expliques -lo interrumpió, y él sintió que le quitaba un gran peso de encima.

Aun así, lo intentó.

– Fue una noche dura.

Ella le sonrió, aunque la sonrisa no se reflejó en sus ojos a causa de la preocupación.

– Sabes bien que lo entiendo.

Sin embargo, Jeffrey percibía aún tensión en el aire, pero no sabía si se debía a Sara o eran figuraciones suyas. Tendió la mano hacia ella.

– Deberías vendarte la mano -dijo ella.

Se había quitado la venda después de cavar en el bosque. Se miró el corte, que tenía muy enrojecido. Al acordarse, sintió el dolor de la herida.

– Creo que se me ha infectado.

– ¿Te has tomado las pastillas que te di?

– Sí.

Sara alzó la vista y supo que mentía.

– Unas cuantas -añadió mientras intentaba recordar dónde demonios las había dejado-. Tomé unas cuantas. Un par.

– Eso es incluso peor que no tomarlas -dijo ella, volviendo a mirar la revista-. Así aumentas la resistencia del organismo contra los antibióticos. -Siguió hojeando la revista.

– ¿Qué más da? Igualmente me matará la hepatitis -dijo Jeffrey por bromear.

Ella lo miró, y él vio que se le empañaban los ojos sólo de pensarlo.

– Eso no tiene gracia.

– No -reconoció él-. Es que… necesitaba estar solo. Anoche.

Ella se enjugó las lágrimas.

– Lo entiendo.

Con todo, él tuvo que preguntar:

– ¿No estás enfadada conmigo?

– Claro que no -insistió ella, cogiéndole la mano ilesa.

Le apretó la mano unos instantes antes de soltarla y volver a fijar la mirada en la revista. Él vio que era Lancet, una revista médica extranjera.

– De todos modos no habría sido muy buena compañía -dijo él, recordando su noche de insomnio-. No paré de darle vueltas -añadió-. Es peor encontrar la caja vacía, no saber qué ha pasado.

Por fin Sara cerró la revista y le dedicó toda su atención.

– El otro día insinuaste que quizás el plan era volver a buscar los cadáveres de las víctimas una vez hubieran muerto.

– Lo sé -dijo él, y ésa precisamente había sido una de las razones de su insomnio. Había visto cosas horrendas en su trabajo, pero no estaba preparado para enfrentarse a un criminal tan trastornado como para matar a una chica y llevarse luego su cuerpo por la razón que fuera-. ¿Qué clase de persona haría algo así?

– Un enfermo mental -contestó ella.

Sara era una científica hasta la médula y pensaba que existían explicaciones concretas para el comportamiento de la gente. Nunca había creído en la maldad, pero tampoco se había sentado ante una persona que había asesinado a sangre fría o violado a un niño. Como casi todo el mundo, se permitía el lujo de filosofar sobre el tema desde detrás de sus libros de texto. Jeffrey, que tenía que lidiar con la realidad a diario, veía las cosas de otra manera y pensaba que alguien capaz de semejante crimen debía tener el alma trastornada.

Sara se bajó del taburete.

– Hoy deberían llegar los resultados de los grupos sanguíneos -dijo ella. Abrió el armario al lado del fregadero y sacó dos muestras de antibióticos; abrió una y luego otra-. He llamado a Ron Beard al laboratorio estatal mientras estabas en la ducha. Hará los análisis hoy a primera hora. Al menos así sabremos cuántas víctimas hubo.

Jeffrey cogió los comprimidos y se los tomó con el café.

Ella le entregó otras dos muestras.

– ¿Me harás el favor de tomarte esto después de comer?

Aunque con toda seguridad se saltaría la comida, Jeffrey asintió.

– ¿Qué piensas de Terri Stanley?

Sara se encogió de hombros.

– Parece buena chica. Algo desbordada por la situación, pero ¿quién no lo estaría?

– ¿Crees que bebe?

– ¿Alcohol? -preguntó Sara, sorprendida-. Nunca se lo he olido. ¿Por qué?

– Lena dice que la vio vomitar en el picnic el año pasado.

– ¿El picnic de la policía? -preguntó Sara-. Creo que Lena no fue. ¿No estaba de excedencia?

Jeffrey se quedó pensando, sin hacer caso al tono con que Sara dijo «excedencia».

– Lena comentó que la vio en el picnic -dijo él.

– Puedes mirar tu agenda -sugirió ella-. Tal vez me equivoque, pero creo que no fue.

Sara nunca se equivocaba con las fechas. Jeffrey sintió que una duda inquietante se abría paso en su cerebro. ¿Por qué había mentido Lena? ¿Qué intentaba ocultar esta vez?

– ¿No se referiría al picnic anterior? -preguntó Sara-. Me acuerdo de que esa vez unos cuantos bebieron demasiado. -Se echó a reír-. ¿Te acuerdas de que Frank no paraba de cantar el himno nacional como si fuera Ethel Merman?

– Sí -dijo Jeffrey.

Era obvio que Lena había mentido, pero no entendía por qué. No le constaba que Lena fuera amiga íntima de Terri Stanley. De hecho, le constaba que no era amiga íntima de nadie. Si ni siquiera tenía perro.

– ¿Qué vas a hacer hoy? -preguntó Sara.

Jeffrey intentó volver en sí.

– Si Lev no nos mintió, los trabajadores de la granja deberían venir a la comisaría a primera hora de la mañana. Ya veremos si él accede a someterse al polígrafo. Hablaremos con ellos, para ver si alguien sabe qué le pasó a Abby -añadió-: No te preocupes, no espero una confesión.

– ¿Y qué pasa con Chip Donner?

– Se ha dictado una orden de búsqueda y captura -contestó Jeffrey-. No sé, Sara, pero no lo creo capaz de algo así. No es más que un pobre desgraciado. Dudo que tenga la disciplina suficiente para planear una cosa así. Además, la segunda caja era vieja. Podría tener cuatro o cinco años. Y por esas fechas Chip estaba en la cárcel. Ése es prácticamente el único dato concreto que tenemos.

– ¿Quién crees que es el culpable, pues?

– Está el capataz, Cole… -empezó a decir Jeffrey-. Los hermanos, las hermanas, los padres de Abby, Dale Stanley. -Suspiró-. Básicamente todas las personas con las que he hablado desde que empezó este maldito asunto.

– Pero ¿no sospechas de nadie en particular?

– De Cole -respondió.

– ¿Sólo porque hablaba de Dios a gritos a aquella gente?

– Sí -reconoció él, y desde luego tras oírlo en boca de Sara parecía una deducción sin fundamento. Había intentado alejar a Lena del aspecto religioso del caso, pero tal vez se había dejado influir por sus prejuicios-. Quiero volver a hablar con la familia, quizás a solas.

– Reúnete con las mujeres a solas -aconsejó Sara-. Tal vez hablen con mayor libertad si los hermanos no están delante.

– Buena idea. -Volvió a intentarlo-: No quiero que te mezcles con esa gente, Sara. Y tampoco me gusta nada que Tessa trate con ellos.

– ¿Por qué?

– Porque tengo un presentimiento -respondió Jeffrey-. Presiento que traman algo. Pero no sé qué es.

– La devoción no es precisamente un delito -objetó ella-. Si fuera así, tendrías que detener a mi madre -y añadió-: De hecho, tendrías que detener a casi toda mi familia.

– No estoy diciendo que tenga que ver con la religión -aclaró Jeffrey-. Es por su manera de comportarse.

– ¿Cómo se comportan?

– Como si escondieran algo.

Sara se apoyó en la encimera. Jeffrey supo que no iba a ceder.

– Tessa me lo pidió como favor.

– Y yo te pido que no lo hagas.

Sara se sorprendió.

– ¿Acaso pretendes que elija entre tú y mi familia?

Eso era exactamente lo que Jeffrey le pedía, pero sabía que más le valía no decirlo. Ya había perdido la partida en una ocasión, pero esta vez conocía mejor las reglas.

– Sólo quiero que vayas con cuidado -dijo él.

Sara se disponía a contestar cuando sonó el teléfono. Tardó unos segundos en encontrar el inalámbrico en la mesita de centro.

– Diga.

Escuchó un momento y luego le dio el teléfono a Jeffrey.

– Tolliver -dijo Jeffrey, extrañado al oír una voz femenina.

– Soy Esther Bennett -susurró con voz ronca-. Su tarjeta…, la que me dio…, tenía un número de teléfono. Lo siento, yo…

La mujer rompió a llorar.

Sara lo miró intrigada y Jeffrey cabeceó.

– Esther -dijo al teléfono-. ¿Qué ocurre?

– Es Becca -contestó ella, con la voz trémula de dolor-. Ha desaparecido.


Mientras aparcaba delante de la cafetería Dipsy's, Jeffrey advirtió que no había vuelto allí desde la muerte de Joe Smith, el anterior sheriff de Catoogah. Cuando Jeff empezó a trabajar en el condado de Grant, él y Joe quedaban cada dos meses para tomar café quemado y tortitas que parecían de goma. Con el tiempo, cuando las anfetaminas empezaron a ser un verdadero problema en los pueblos, sus encuentros se volvieron más serios y regulares. Cuando Ed Pelham asumió el cargo, Jeffrey ni siquiera propuso una visita de cortesía, y todavía menos una comida. Por lo que a él se refería, Cincuenta Centavos no le llegaba a la suela de los zapatos ni a una niña de tres años, por no hablar de las suelas de las botas de un hombre como Joe Smith.

Jeffrey echó un vistazo al aparcamiento vacío y le sorprendió que Esther Bennett conociera ese lugar. No la imaginaba comiendo nada que no saliera de su propia cocina, de su propio huerto. Si ése era el concepto que tenía de un restaurante, más le valía comer cartón en su casa.

Cuando entró en la cafetería, May-Lynn Bledsoe estaba detrás de la barra y le dirigió una mirada cáustica.

– Empezaba a creer que ya no me querías.

– Eso sería imposible -le contestó Jeffrey, asombrado de que ella bromeara con él: había ido a esa cafetería unas cincuenta veces sin que ella le diera siquiera la hora.

Miró alrededor y vio que no había nadie.

– Has venido antes de la hora punta -lo informó ella, aunque él dudaba que la gente acudiera en tropel a ninguna hora.

Con el humor avinagrado de May-Lynn y el café tibio, no había grandes motivos para recomendar ese establecimiento. A Joe Smith le encantaban sus patatas fritas con queso y cebolla y siempre pedía triple ración para acompañar su caíé. Jeffrey sospechaba que el infarto repentino de Joe había ahuyentado a más de un cliente.

Vio entrar en el aparcamiento de gravilla un Toyota último modelo y esperó a que saliera el conductor. El viento de primera hora de la mañana levantaba tierra y arena, y cuando Esther Bennett intentó apearse del coche, la puerta se le cerró. Jeffrey quiso ir a ayudarla, pero May-Lynn se plantó en la puerta como si temiera que se marchara. Mientras se quitaba algo de entre las muelas que la obligó a meterse el dedo meñique en la boca hasta el tercer nudillo, preguntó:

– ¿Quieres lo de siempre?

– Sólo café, por favor -contestó él a la vez que observaba a Esther subir a toda prisa por la escalera de la entrada, sujetándose el abrigo con las dos manos.

Cuando entró, sonó la campanilla de la puerta y Jeffrey se levantó para saludarla.

– Comisario Tolliver -dijo Esther, sin aliento-. Disculpe por el retraso.

– No se preocupe -repuso él, invitándola a tomar asiento.

Intentó cogerle el abrigo, pero ella no se lo permitió.

– Disculpe -repitió, y se sentó en el reservado con una sensación de apremio tan palpable como el olor a cebolla asada que flotaba en el aire.

Él tomó asiento enfrente de ella.

– Cuénteme qué ha pasado.

Una sombra alargada se proyectó sobre la mesa, y al alzar la vista, Jeffrey vio a May-Lynn a su lado con el bloc en la mano. Esther la miró y, tras una breve vacilación, preguntó:

– ¿Me trae un vaso de agua, por favor?

La camarera torció los labios como si acabara de calcular la propina.

– Agua.

Jeffrey esperó a que volviera a la barra y preguntó a Esther:

– ¿Cuándo desapareció?

– Anoche -contestó Esther. Le temblaba el labio inferior-. Lev y Paul han dicho que debía esperar un día para ver si volvía, pero no puedo…

– Tranquila -dijo él, sin comprender que alguien fuera capaz de decirle a esa mujer aterrorizada que esperara-. ¿Cómo se dio cuenta de que había desaparecido?

– Me levanté a comprobar si estaba bien. Después de lo de Abby… -Se interrumpió y tragó saliva-. Quería ver cómo estaba, asegurarme de que dormía. -Se llevó la mano a la boca-. Entré en su habitación y…

– Agua -dijo May-Lynn, plantando un vaso delante de Esther con brusquedad.

A Jeffrey se le agotó la paciencia.

– ¿Quieres hacer el favor de no interrumpir?

May-Lynn hizo un gesto de indiferencia, como si él no tuviera razón alguna para protestar, y volvió a la barra.

Jeffrey se disculpó mientras recogía el agua derramada con un puñado de servilletas de papel muy finas.

– Lo siento -dijo-, pero aquí el servicio deja muchísimo que desear.

Esther le miró las manos como si nunca hubiera visto a nadie limpiar una mesa. Jeffrey pensó que seguramente nunca había visto limpiar a un hombre.

– ¿Descubrió que había desaparecido anoche, pues? -preguntó.

– Antes llamé a Rachel. Becca se quedó a dormir en casa de mi hermana la noche en que nos dimos cuenta de que Abby había desaparecido. No quería que anduviera por ahí con nosotros mientras la buscábamos. Necesitaba saber dónde estaba. -Esther hizo una pausa y bebió un sorbo de agua. Jeffrey vio que le temblaba la mano-. Pensé que tal vez había vuelto allí.

– ¿Y no fue así?

Esther negó con la cabeza.

– Después llamé a Paul -prosiguió-. Me dijo que no me preocupara -emitió una exclamación de disgusto-. Lev me dijo lo mismo. Siempre ha vuelto, pero después de lo de Abby… -Tomó aire como si le costara respirar-. Después de lo de Abby…

– ¿Dijo algo antes de irse? -preguntó Jeffrey-. ¿Se comportó de una manera extraña?

Esther se llevó la mano al bolsillo del abrigo y sacó un papel.

– Dejó esto.

Jeffrey cogió la nota doblada que le tendió Esther y se sintió un poco engañado. El papel era de color rosado y la tinta negra. Escrita en letra de niña, la nota decía: «Mamá, no te preocupes por mí. Volveré».

Jeffrey la miró, sin saber qué decir. El hecho de que la chica hubiera dejado una nota cambiaba mucho las cosas.

– ¿Ésta es su letra?

– Sí.

– El lunes usted le dijo a mi inspectora que Rebecca ya se había fugado antes.

– Así no -dijo ella en tono insistente-. Nunca había dejado una nota.

Jeffrey pensó que, dadas las circunstancias, la chica sólo había intentado actuar con consideración.

– ¿Cuántas veces ha sucedido?

– El año pasado, dos, una en mayo y otra en junio -respondió-. Y luego una tercera en febrero de este año.

– ¿Sabe por qué se fuga?

– No lo entiendo.

– Las chicas no suelen fugarse porque sí -dijo Jeffrey, eligiendo las palabras con cautela-. Normalmente huyen de algo.

Si la hubiese abofeteado, Esther no habría reaccionado peor. Dobló la nota y se la volvió a guardar en el bolsillo a la vez que se ponía en pie.

– Lamento haberle hecho perder el tiempo.

– Señora Bennett…

Ya había salido por la puerta y Jeffrey no consiguió alcanzarla por muy poco cuando ella bajaba corriendo por la escalera.

– Señora Bennett -dijo, siguiéndola hasta el aparcamiento-. No se vaya así.

– Ya me avisaron de que usted diría eso.

– ¿Quién?

– Mi marido. Mis hermanos. -Le temblaban los hombros. Sacó un pañuelo de papel y se sonó-. Dijeron que nos echaría la culpa a nosotros, que no serviría de nada siquiera intentar hablar con usted.

– No recuerdo haberle echado la culpa a nadie.

Ella cabeceó mientras se volvía.

– Ya sé qué está pensando, comisario Tolliver.

– Dudo que…

– Paul ya me lo advirtió. La gente de fuera nunca nos entiende. Al final, hemos acabado aceptándolo. No sé por qué lo he intentado. -Apretó los labios, y la ira reforzó su determinación-. Puede que usted no esté de acuerdo con nuestras creencias, pero soy madre. Una de mis hijas ha muerto y la otra ha desaparecido. Sé que ocurre algo. Sé que Rebecca nunca sería tan egoísta como para dejarme sola en un momento así a no ser por una necesidad imperiosa.

Jeffrey pensó que Esther, sin reconocerlo, estaba contestando a su pregunta de antes. Esta vez procuró ser aún más cauto.

– ¿Y qué necesidad podría tener?

Esther pareció buscar una respuesta, pero no dijo nada.

Jeffrey volvió a intentarlo.

– ¿Qué podría haberla inducido a marcharse?

– Sé lo que piensa.

– ¿Qué podría haberla inducido a marcharse? -repitió él.

Esther no contestó.

– ¿Señora Bennett?

Ella se rindió y, levantando las manos, exclamó:

– ¡No lo sé!

Jeffrey aguardó un momento, mientras el viento frío agitaba el cuello del abrigo de Esther. Tenía la nariz roja de llorar y las lágrimas le resbalaban por las mejillas.

– Becca no haría una cosa así -dijo entre sollozos-. No lo haría a menos que se viera obligada.

Al cabo de unos segundos, Jeffrey le abrió la puerta del coche. La ayudó a entrar y se arrodilló a su lado para poder hablar. No necesitaba volverse para saber que May-Lynn estaba de pie detrás de la ventana observándolos. Quería hacer cuanto pudiera para proteger a Esther Bennett, y esperaba que ella percibiera su compasión cuando le preguntó:

– Dígame de qué huía.

Esther se secó las lágrimas y luego fijó la mirada en el pañuelo de papel, doblándolo y desdoblándolo como si pudiera encontrar la respuesta en el papel arrugado.

– Es muy distinta de Abby -dijo por fin-. Muy rebelde. Nada que ver conmigo a su edad. Nada que ver con ninguno de nosotros -pese a estas palabras, añadió-: Es preciosa. Un espíritu vigoroso. Es mi angelito temible.

– ¿Contra qué se rebelaba? -preguntó Jeffrey.

– Contra las reglas -contestó ella-. Contra todo lo que encontraba.

– Cuando se fugó las otras veces, ¿adónde fue?

– Dijo que acampó en el bosque.

Jeffrey sintió que se le detenía el corazón.

– ¿Qué bosque?

– El de Catoogah. De pequeñas siempre iban allí a acampar.

– ¿No iban al parque estatal de Grant?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Cómo llega hasta allí? -preguntó-. Está lejos de su casa.

A Jeffrey no le gustó la idea de que Rebecca estuviera en ningún bosque, y menos teniendo en cuenta lo que le había pasado a su hermana.

– ¿Se veía con algún chico?

– No lo sé -confesó-. No sé nada de su vida. Creía que conocía a Abby, pero ahora… -Se llevó una mano a la boca-. No sé nada.

A Jeffrey empezó a dolerle la rodilla y se apoyó en los talones para aliviar la presión.

– ¿Rebecca no quería pertenecer a la iglesia? -aventuró.

– Dejamos que los hijos elijan. No los obligamos a llevar esa vida. Los de Mary eligieron… -Respiró hondo y expulsó el aire lentamente-. Los dejamos elegir cuando tienen edad suficiente para saber qué quieren. Lev se fue a la universidad. Paul estuvo un tiempo perdido y luego volvió, pero yo siempre lo quise. Nunca dejó de ser mi hermano. -Levantó las manos-. Es que no me lo explico. ¿Por qué se habrá ido? ¿Por qué ha tenido que hacerlo ahora?

A lo largo de su carrera, Jeffrey había llevado muchos casos de chicos desaparecidos. Por suerte, la mayoría se había resuelto con relativa facilidad. El hambre y el frío los obligaba a volver, al descubrir que había cosas peores que recoger la habitación o comer guisantes. Aunque intuía que Rebecca Bennett no huía de las tareas domésticas, Jeffrey sintió la necesidad de aplacar los temores de su madre.

Habló con la mayor delicadeza posible.

– Becca ya se ha fugado antes.

– Sí.

– Siempre vuelve al cabo de uno o dos días.

– Siempre ha vuelto con su familia, con toda su familia. -Parecía casi derrotada, como si Jeffrey no la entendiera-. No somos lo que usted cree.

Jeffrey no sabía qué creer. Mal que le pesara, empezaba a entender por qué los hermanos de Esther no se habían alarmado tanto como ella. Si Rebecca tenía por costumbre fugarse un par de días, dar a todos un susto de muerte y luego regresar, ésta podría ser otra llamada de atención. La cuestión era ¿por qué consideraba necesario hacerlo? ¿Por un impulso adolescente? ¿O por algo más siniestro?

– Pregunte lo que quiera -accedió Esther, armándose de valor-. Adelante.

– Señora Bennett… -empezó.

Esther había recobrado parte de su compostura.

– Creo que si va a preguntarme si mis hijas han sido víctimas de acoso sexual por parte de mis hermanos, al menos debería llamarme Esther.

– ¿Es eso lo que teme?

– No -contestó sin pensárselo dos veces-. El lunes temía que usted me dijera que mi hija había muerto. Ahora temo que me diga que no hay esperanza para Rebecca. Lo que temo es la verdad, comisario Tolliver. No las conjeturas.

– Necesito que conteste a mi pregunta, Esther.

Tardó en responder, como si la sola idea le repugnara.

– Ni mis hermanos ni mi marido han tenido nunca una conducta inapropiada con mis hijas.

– ¿Y Cole Connolly?

Ella negó con la cabeza una vez.

– De una cosa puede estar seguro: si alguien hiciera daño a mis hijas, no sólo a mis hijas, sino a cualquier niño, lo mataría con mis propias manos y que Dios me juzgase.

Jeffrey la miró unos segundos. En sus ojos verdes se traslució la sinceridad de sus palabras. Jeffrey le creyó, o al menos creyó que ella lo pensaba de verdad.

– ¿Qué va a hacer? -preguntó Esther.

– Puedo pedir una orden de búsqueda y hacer unas cuantas llamadas. Telefonearé al sheriff de Catoogah, pero piense que Rebecca tiene antecedentes de fugas y dejó una nota.

Esperó a que ella asimilara sus palabras mientras también él reflexionaba. Si Jeffrey hubiese querido secuestrar a Rebecca Bennett, lo más probable era que lo hubiera hecho todo exactamente así: habría dejado una nota y aprovechado su historial para protegerse durante unos días.

– ¿Cree que la encontrará?

Jeffrey no quiso siquiera pensar en la posibilidad de que una chica de catorce años pudiera estar en una tumba.

– Si la encuentro, quiero hablar con ella -contestó.

– Ya habló con ella.

– Quiero hablar con ella a solas -aclaró Jeffrey, sabiendo que no tenía derecho a pedirlo, igual que sabía que Esther siempre podía retirar su promesa-. Es menor de edad. Legalmente, no puedo hablar con ella sin el permiso de al menos uno de sus padres.

Esther tardó en contestar, obviamente sopesando las consecuencias. Por fin asintió.

– Tiene mi permiso.

– Lo más probable es que esté acampada en algún sitio -dijo él, sintiéndose culpable por haberse aprovechado de la desesperación de una madre y deseando con toda su alma no equivocarse respecto a lo sucedido a la chica-. Seguro que volverá por su propia iniciativa dentro de un par de días.

Esther volvió a sacar la nota del bolsillo.

– Encuéntrela -dijo, poniéndole el papel en la mano-. Por favor. Encuéntrela.


Cuando Jeffrey volvió a la comisaría, había un gran autobús al fondo del aparcamiento con el rótulo «Granja de Cultivos Sagrados» en el costado. Pese al frío, unos cuantos trabajadores se arremolinaban delante de la comisaría, y vio el vestíbulo abarrotado de gente. Al bajar del coche, reprimió una maldición a la vez que se preguntaba si eso era una broma de Lev Ward.

Una vez dentro se abrió paso entre el grupo de desharrapados más apestosos que había visto desde la última vez que cruzó el centro de Atlanta en coche. Contuvo el aliento mientras esperaba a que Marla pulsara el botón para abrirle la puerta, temiendo vomitar si se quedaba mucho más tiempo en la caldeada sala.

– Hola, comisario -saludó Marla mientras le cogía el abrigo-. Supongo que ya sabe de qué va esto.

Frank se le acercó con cara de pocos amigos.

– Hace dos horas que están aquí. Vamos a tardar todo el día sólo para tomar nota de los nombres.

– ¿Dónde está Lev Ward? -preguntó Jeffrey.

– Connolly ha dicho que ha tenido que quedarse en casa con una de sus hermanas.

– ¿Con cuál?

– Ni idea -contestó Frank, obviamente desbordado por la experiencia de interrogar a semejante multitud de desastrados-. Ha dicho que tenía diabetes o algo así.

– Mierda -maldijo Jeffrey.

Ward estaba tirando demasiado de la cuerda. Su ausencia no sólo hacía perder tiempo a Jeffrey, sino que además significaba que Mark McCallum, el experto en poligrafía enviado por la delegación del FBI en Georgia, tendría que pasar otra noche en el pueblo a expensas del Departamento de Policía del condado de Grant.

Jeffrey sacó su bloc de notas y escribió el nombre y la descripción de Rebecca Bennett. Extrajo una foto del bolsillo y se la dio a Frank.

– Es la hermana de Abby -explicó-. Comunica su descripción por radio. Desapareció a las diez de la noche de ayer.

– Mierda.

– Se ha fugado otras veces -aclaró Jeffrey-, pero no me gusta que esto haya sucedido tan poco tiempo después de la muerte de su hermana.

– ¿Crees que sabe algo?

– Creo que tiene una razón para huir.

– ¿Has llamado a Cincuenta Centavos?

Jeffrey hizo una mueca de aversión. Había telefoneado a Ed Pelham de camino a la comisaría. Como era de prever, el sheriff del condado vecino prácticamente se le había reído en la cara. Jeffrey no podía reprochárselo -la chica se había fugado antes-, pero esperaba que Ed se lo tomara más en serio teniendo en cuenta lo sucedido a Abigail Bennett.

– ¿Brad sigue batiendo la zona alrededor del pantano? -preguntó Jeffrey-. Dile que se vaya a casa y coja la mochila o el equipo de acampada o lo que sea. Luego que Hemming y él vayan al bosque estatal de Catoogah y busquen allí. Si alguien les pregunta qué hacen, que expliquen que están acampando.

– De acuerdo.

Frank se volvió para marcharse, pero Jeffrey lo detuvo.

– Incluye en la orden de búsqueda y captura de Donner la posibilidad de que esté con una chica -previendo la siguiente pregunta de Frank, se encogió de hombros y dijo-: Es un tiro al aire, pero ya veremos si da en el blanco.

– Bien -dijo-. He llevado a Connolly a la sala de interrogatorios número uno. ¿Vas a hablar con él ahora?

– Que sufra un poco -contestó Jeffrey-. ¿Cuánto crees que durarán los demás interrogatorios?

– Cinco horas, tal vez seis.

– ¿Ha surgido ya algo interesante?

– No, salvo que Lena ha amenazado a uno de ellos con sacudirle un revés si no cortaba ya el rollo de Dios Nuestro Señor -añadió-: Creo que estamos perdiendo el tiempo.

– En eso coincido contigo -convino Jeffrey-. Quiero que vayas a hablar con las personas de la lista que compraron sales de cianuro al proveedor de Atlanta.

– Iré después de ver a Brad y cambiar la orden de búsqueda y captura.

Jeffrey se fue a su despacho y cogió el auricular incluso antes de sentarse. Marcó el número de Lev Ward en la granja de Cultivos Sagrados e hizo lo que le indicó la voz grabada de la centralita. Mientras esperaba a que le pasaran la llamada, entró Marla y le dejó una pila de mensajes en la mesa. Le dio las gracias justo cuando saltaba el contestador de Lev Ward.

– Soy el comisario Tolliver -dijo-. Necesito que me llame lo antes posible.

Jeffrey le dio el número de su móvil para que Lev no se escabullera dejando un mensaje. Colgó y cogió sus notas de la noche anterior, incapaz de ver el sentido a las largas listas que había hecho. Tenía preguntas para cada miembro de la familia, pero a la fría luz del día se dio cuenta de que si planteaba cualquiera de ellas, Paul Ward se presentaría en su despacho en un abrir y cerrar de ojos. Legalmente, ninguno de ellos estaba obligado a hablar con la policía. Jeffrey no tenía razón alguna para emplazarlos en la comisaría y dudaba seriamente que Lev Ward cumpliera la promesa de someterse a la prueba de detección de mentiras. Cuando introdujeron sus nombres en el ordenador, no habían obtenido gran cosa. Jeffrey lo había intentado con Cole Connolly pero, al no tener la inicial del segundo nombre ni ningún dato más concreto, como la fecha de nacimiento o una dirección anterior, el buscador había localizado a unos seiscientos Cole Connollys en el sur de Estados Unidos. Al ampliar la búsqueda a Coleman Connolly, se habían sumado otros trescientos.

Jeffrey se miró la mano, donde la venda había empezado a desprenderse. Esther le había cogido la mano antes de irse esa mañana, rogándole una vez más que encontrara a su hija. Jeffrey estaba convencido de que si ella hubiese sabido algo, se lo habría contado todo en ese momento, de que habría hecho cualquier cosa con tal de que su única hija viva volviera a casa. Había desafiado a sus hermanos y su marido por el simple hecho de hablar con él, y cuando Jeffrey le preguntó si iba a contarles que lo había visto, ella había dado una enigmática respuesta: «Si me lo preguntan, les diré la verdad». Jeffrey sospechaba que los hombres ni siquiera se plantearían la posibilidad de que Esther hubiera hecho algo por su propia cuenta sin permiso. El riesgo que había corrido era señal suficiente de su desesperación por llegar a la verdad. Lo malo era que Jeffrey ni siquiera sabía por dónde empezar a buscar. Ese caso era como un gran círculo, y lo único que él podía hacer era dar vueltas hasta que alguien cometiera un error.

Hojeó sus mensajes, intentando fijar la vista el tiempo suficiente para leerlos. Estaba agotado y le dolía la mano. No contribuyeron a mejorar las cosas las dos llamadas del alcalde y una nota de que habían telefoneado del hotel Dew Drop para hablar de la factura de Mark McCallum, el experto en poligrafía que había venido por Lev Ward. Al parecer, al joven le gustaba el servicio de habitaciones.

Jeffrey se frotó los ojos y fijó la mirada en el nombre de Buddy Conford. El abogado había tenido que ir al juzgado, pero volvería a la comisaría cuanto antes para hablar con su hijastra. Jeffrey se había olvidado por un momento de Patty O'Ryan. Apartó la nota y siguió repasando la pila.

Le dio un vuelco el corazón al ver el nombre del penúltimo mensaje. El primo de Sara, el doctor Hareton Earnshaw, había llamado. En el apartado de «Comentarios», Marla había escrito: «Dice que está todo en orden», y luego había añadido: «¿Estás bien?».

Cogió el auricular y marcó el número de la consulta de Sara. Tras pasar varios minutos a la espera escuchando un clásico de los Chipminks, Sara se puso.

– Ha llamado Hare -dijo Jeffrey-. Está todo en orden.

Ella dejó escapar un suspiro.

– Buena noticia.

– Sí.

Jeffrey se acordó de la otra noche, del riesgo que corrió Sara al darle placer con la boca. Le entró un sudor frío, seguido por una sensación de alivio más profunda que la que había experimentado al leer el mensaje de Hare por primera vez. Había llegado a aceptar la posibilidad de recibir una mala noticia, pero la idea de arrastrar a Sara con él era demasiado dolorosa para contemplarla siquiera. Ya le había hecho bastante daño.

– ¿Qué ha dicho Esther? -preguntó Sara.

Jeffrey la puso al tanto de la desaparición de su hija y los temores de Esther. Sara se mostró claramente escéptica.

– ¿Y siempre ha vuelto? -preguntó.

– Sí -contestó jeffrey-. Ni siquiera habría aceptado la denuncia de desaparición de no haber sido por Abby. No sé si pensar que se esconde para llamar la atención o que lo hace por algún motivo.

– ¿Y el motivo sería que Rebecca sabe qué le pasó a Abby? -preguntó Sara.

– O algo más -dijo él, sin saber muy bien todavía qué pensar. Expresó la sospecha que había intentado contener desde la llamada de Esther de esa mañana-. Podría estar en algún sitio, Sara. En algún sitio como Abby.

Sara guardó silencio.

– Tengo a un equipo batiendo el bosque. Tengo a Frank recorriendo las joyerías. Tenemos una comisaría llena de ex drogadictos y alcohólicos de la granja, apestosos en su mayoría. -Se interrumpió, pensando que tenía para rato si seguía enumerando las pistas que no conducían a ninguna parte.

Sin venir a cuento, Sara dijo:

– Le he dicho a Tess que la acompañaría a la iglesia esta noche.

Jeffrey sintió un nudo en el estómago.

– Preferiría que no fueras, de verdad.

– Pero no puedes darme una razón.

– No -reconoció él-. Es una corazonada, y en ese sentido el corazón nunca me falla.

– Tengo que hacerlo por Tess -insistió ella-. Y por mí misma.

– ¿No te estarás volviendo religiosa?

– Necesito comprobar una cosa -dijo ella-. Ahora mismo no puedo contártelo, pero lo haré después.

Jeffrey se preguntó si seguía enfadada con él por haber dormido en el sofá.

– En realidad, no es nada. Sólo que necesito pensarlo un poco más antes de hablar de ello -explicó-. Oye, tengo un paciente esperando.

– Bien.

– Te quiero.

Jeffrey se dio cuenta de que volvía a sonreír.

– Hasta luego.

Colgó y se quedó mirando las luces parpadeantes del teléfono. Sintió que había recobrado la energía y pensó que era un buen momento para hablar con Cole Connolly.

Se encontró con Lena en el pasillo delante del lavabo. Bebía una Coca-Cola apoyada contra la pared. Dio tal respingo cuando él se acercó, que derramó el refresco en la pechera de la blusa.

– Mierda -masculló, limpiándose con la mano.

– Perdona -dijo él-. ¿Qué pasa?

– Necesitaba un poco de aire fresco -contestó ella, y Jeffrey asintió con la cabeza.

Saltaba a la vista que los empleados de Cultivos Sagrados habían ido a trabajar a primera hora de la mañana; prueba de ello era el olor a sudor.

– ¿Ha surgido algo?

– En esencia, lo único que hemos conseguido es más de lo mismo. Era buena chica, alabado sea el Señor. Se esforzaba al máximo, el Señor está contigo.

Jeffrey no acusó recibo de su sarcasmo, aunque coincidía plenamente con ella. Empezaba a ver que Lena no andaba tan desencaminada cuando dijo que aquello era una secta. Sin duda esa gente se comportaba como si le hubieran lavado el cerebro.

Lena suspiró.

– Sabes, en realidad, al margen de todas esas patrañas, parecía buena chica. -Lena apretó los labios y Jeffrey se sorprendió al descubrir esa faceta de ella. Sin embargo, se desvaneció tan pronto como había aparecido, y Lena añadió-: En fin, seguro que tenía algo que esconder. Todo el mundo esconde algo.

Jeffrey percibió un brillo de culpabilidad en su mirada, pero en lugar de preguntarle por Terri Stanley y el picnic de la policía, le comunicó:

– Rebecca Bennett ha desaparecido.

Lena puso cara de sorpresa.

– ¿Cuándo?

– Anoche. -Jeffrey le mostró la nota que Esther le había puesto en la mano delante de la cafetería-. Dejó esto.

Lena la leyó y dijo:

– Aquí pasa algo raro. -Jeffrey se alegró de que alguien se tomara aquello en serio-. ¿Por qué se fugó tan poco después de la muerte de su hermana? Ni siquiera yo era tan egoísta a los catorce años. Su madre debe de estar como loca.

– Ha sido su madre quien me lo ha dicho -explicó Jeffrey-. Me ha llamado esta mañana a casa de Sara. Sus hermanos no querían que presentara denuncia.

– ¿Por qué? -preguntó Lena, y le devolvió la nota-. ¿Qué daño podía hacer?

– No les gusta recurrir a la policía.

– Ya -replicó Lena-, pues ya veremos si sigue sin gustarles cuando vean que no vuelve -preguntó-: ¿Crees que la están reteniendo por la fuerza?

– Abby no dejó una nota.

– No -coincidió Lena, y añadió-: Esto no me gusta. No me huele nada bien.

– Ni a mí -dijo Jeffrey, guardando la nota en el bolsillo-. Quiero que empieces tú el interrogatorio de Connolly. Sospecho que no le gustará que sea una mujer quien le haga las preguntas.

Lena sonrió brevemente, como un gato que ve un ratón.

– ¿Quieres que lo cabree?

– No aposta.

– ¿Qué estamos buscando?

– Sólo quiero ver de qué pie calza -contestó él-. Averiguar cómo era su relación con Abby. Mencionar a Rebecca. Y ver si pica el anzuelo.

– De acuerdo.

– Y quiero volver a hablar con Patty O'Ryan. Tenemos que averiguar si Chip se veía con alguien.

– ¿Con alguien como Rebecca Bennett?

En ocasiones a Lena le funcionaba la cabeza de una manera que a Jeffrey le daba miedo. Se limitó a encogerse de hombros.

– Buddy ha dicho que vendrá dentro de un par de horas.

Lena tiró su Coca-Cola a la basura y se encaminó hacia la sala de interrogatorios.

– Estoy impaciente por verlo.


Jeffrey le abrió la puerta y vio cómo Lena se transformaba en la policía que, como él bien sabía, era muy capaz de ser. Entró caminando con paso firme, como si le colgara un par de bolas de latón entre las piernas. Apartó una silla y se sentó frente a Cole Connolly sin pronunciar palabra, con las piernas separadas y a unos centímetros de la mesa. Apoyó el brazo en el respaldo de la silla vacía a su lado.

– ¿Qué hay? -preguntó.

Cole lanzó una mirada a Jeffrey y luego miró otra vez a Lena.

– ¿Qué hay?

Lena se llevó la mano al bolsillo trasero, sacó el bloc de notas y lo plantó en la mesa.

– Soy la inspectora Lena Adams. Éste es el comisario Tolliver. ¿Podría darnos su nombre completo?

– Cletus Lester Connolly, señora.

Tenía ante él un bolígrafo y unas cuantas hojas de papel junto a una Biblia ajada. Connolly ordenó los papeles mientras Jeffrey se apoyaba contra la pared y se cruzaba de brazos. Contaba al menos sesenta y cinco años, y ofrecía un aspecto pulcro, con su camiseta blanca limpia y planchada y la raya bien marcada en las perneras de los vaqueros. El trabajo en el campo lo mantenía en forma, y conservaba los hombros anchos y unos bíceps ceñidos por las mangas. Tenía un vello blanco e hirsuto por todo el cuerpo: le asomaba por el cuello de la camiseta, le salía por las orejas y le cubría los brazos. En realidad, le poblaba prácticamente todo el cuerpo salvo la calva.

– ¿Por qué lo llaman Cole? -preguntó Lena.

– Mi padre se llamaba así -explicó, mirando a Jeffrey-. Me harté de recibir palizas por llamarme Cletus. Lester no es mucho mejor, así que adopté el nombre de mi padre a los quince años.

Jeffrey pensó que al menos eso explicaba por qué no había salido nada en los ordenadores cuando introdujeron su nombre. Sin embargo, no cabía duda de que había estado entre rejas. Mostraba esa actitud alerta propia de los presidiarios. Permanecía en guardia, en busca de una vía de escape.

– ¿Qué le ha pasado en la mano? -pregunto Lena.

Jeffrey se fijó en que Connolly tenía un corte muy fino, de algo más de dos centímetros, en el dorso del índice derecho. No era nada especial; desde luego no era un arañazo ni una herida por defenderse. Parecía más bien el tipo de corte que uno se hacía cuando trabajaba con las manos y dejaba de prestar atención durante una fracción de segundo.

– Me lo hice trabajando en el campo -contestó Connolly, mirándose el corte-. Supongo que debería ponerme una tirita.

– ¿Cuánto tiempo estuvo en el ejército? -preguntó Lena.

Connolly se sorprendió, pero ella señaló el tatuaje del hombro. Jeffrey lo identificó como una insignia militar, pero no sabía de qué cuerpo. También reconoció el tatuaje situado más abajo, de esos tan rudimentarios que se hacen en la cárcel: en algún momento, Connolly se había pinchado la piel con una aguja y, usando la tinta de un bolígrafo, se había grabado en la carne de manera indeleble las palabras «Jesús es nuestro salvador».

– Doce años, hasta que me echaron -respondió Connolly. Después, como si previera la siguiente pregunta, añadió-: Tuve que escoger entre un tratamiento y la expulsión. «Baja deshonrosa.»

– Debió de ser duro.

– Sí, lo fue -convino, poniendo la mano sobre la Biblia. Jeffrey dudó que ese gesto significara que fuera a decir la verdad, pero ésa era la imagen que quería dar. Era evidente que sabía contestar a una pregunta sin dar apenas información. Era un maestro de la evasiva: sostenía la mirada, se cuadraba de hombros y se iba por la tangente-. Pero no tanto como la vida en la calle.

Lena le aflojó un poco de cuerda.

– ¿A qué se refiere?

– Me detuvieron por robar un coche a los diecisiete años -explicó, sin apartar la mano de la Biblia-. El juez me dio a elegir entre el ejército o la cárcel. Fui derecho de la teta de mi madre a la del Tío Sam, y disculpe mi vocabulario -lo dijo con un brillo en la mirada. Tardó unos minutos en bajar la guardia con Lena, y a partir de ese momento empezó a tratarla como si fuera un chico más. Delante de sus narices, Cole Connolly se había convertido en un viejo servicial, deseoso de contestar a las preguntas, al menos a las que consideraba inofensivas-. No sabía valerme por mí mismo en el mundo real. Cuando salí, me apandillé con unos colegas que pensaron que atracar un supermercado del barrio sería pan comido.

Jeffrey deseó tener un dólar por cada hombre condenado a muerte que se había iniciado atracando supermercados.

– Uno de ellos nos delató antes de llegar al establecimiento; aceptó un trato a cambio de una reducción de condena por tráfico de drogas. Me esposaron incluso antes de entrar. -Connolly se echó a reír y le brillaron los ojos. Si lamentaba que lo hubieran delatado, no parecía guardar mucho rencor-. La cárcel me encantó; era como estar en el ejército. Me daban tres pitillos al día, me decían cuándo tenía que comer, cuándo tenía que dormir, cuándo tenía que cagar. Tanto es así que cuando llegó el momento de la libertad condicional, no quise irme.

– ¿Cumplió toda la condena?

– Exacto -contestó, sacando pecho-. El juez se irritó conmigo por mi actitud. Además, yo tenía muy mal genio y a los celadores eso tampoco les gustaba.

– Ya me lo imagino.

– Acabé así más de una vez -dijo, y señaló el ojo morado de Jeffrey, probablemente para darle a entender que era consciente de la presencia del otro hombre en la sala.

– ¿Tuvo muchas peleas allí dentro?

– Tantas como es de esperar -reconoció.

Observaba a Lena atentamente, calibrándola. Jeffrey sabía que ella se daba cuenta, como también sabía que el interrogatorio de Cole Connolly iba a ser muy difícil.

– ¿Y allí encontró a Jesucristo, pues? -preguntó ella-. Es curioso que Jesucristo frecuente las cárceles de esa manera.

Al oírla, Connolly hizo un visible esfuerzo por contenerse, apretando los puños, tensando el torso hasta convertirse en un sólido muro de ladrillos. Lena había empleado exactamente el tono adecuado, y Jeffrey volvió a ver por un momento al hombre que habían visto por primera vez en la granja, el hombre que no toleraba las flaquezas. Lena atenuó un poco la presión.

– En la cárcel un hombre dispone de mucho tiempo para pensar en sí mismo.

Connolly hizo un gesto de asentimiento, tenso como una serpiente a punto de atacar. Lena seguía reclinada en la silla con el brazo apoyado en el respaldo en una postura relajada. Jeffrey, al ver por debajo de la mesa que Lena había acercado la otra mano a su pistola, supo que había percibido el peligro igual que él.

Sin embargo, siguió hablando con despreocupación, empleando la misma retórica que Connolly.

– Estar en la cárcel es una auténtica prueba para un hombre. Puede fortalecerlo o debilitarlo.

– Muy cierto -corroboró él.

– Algunos sucumben. Allí dentro hay mucha droga.

– En efecto. Es más fácil conseguirla allí que en la calle.

– Uno tiene muchísimo tiempo para apalancarse y ponerse ciego.

Connolly tenía aún la mandíbula tensa. Jeffrey temió que Lena hubiera ido demasiado lejos, pero no le pareció oportuno intervenir.

– Tomé muchas drogas -Connolly hablaba con voz entrecortada-. Nunca lo he negado. Cosas malas, que se te meten dentro, te llevan a obrar mal. Tienes que ser muy fuerte para resistirte. -Alzó la vista hacia Lena, y su vehemencia sustituyó a la ira tan deprisa como el aceite desplaza el agua-. Yo era un hombre débil, pero vi la luz. Recé al Señor para pedirle la salvación y Él me tendió una mano. -Levantó la mano para ilustrarlo-. Se la cogí y dije: «Sí, Señor. Ayúdame a levantarme. Ayúdame a volver a nacer».

– Menuda transformación -señaló Lena-. ¿Y qué fue lo que lo llevó a cambiar de vida?

– En mi último año en la cárcel, Thomas empezó a venir de visita. Él es el instrumento del Señor. Por mediación suya, el Señor me enseñó un camino mejor.

– ¿Se refiere al padre de Lev? -preguntó Lena.

– Participaba en el programa asistencial de la cárcel -explicó Connolly-. Los reclusos veteranos procurábamos pasar inadvertidos. Íbamos a la iglesia, asistíamos a las reuniones de estudios bíblicos, eludíamos las situaciones donde existía el riesgo de caer en las provocaciones de algún gallito que quería hacerse valer. -Se rió, convirtiéndose otra vez en el viejo bonachón que era antes de su estallido-. Nunca creí que yo mismo acabaría siendo uno de esos fanáticos de la Biblia. Hay gente que está con Jesús y gente que está en contra de él, y yo estaba en contra de él. El precio de mis pecados sin duda habría sido una muerte terrible, solitaria.

– Pero ¿entonces conoció a Thomas Ward?

– Últimamente no está bien de salud, a causa de una apoplejía, pero en aquella época era como un león, que Dios lo bendiga. Thomas me salvó el alma. Me proporcionó un lugar al que ir cuando salí de la cárcel.

– ¿Le dio tres pitillos al día? -preguntó Lena, aludiendo a las palabras de Connolly acerca de que el ejército y después la cárcel habían cuidado de él.

– ¡Ja! -dijo el anciano, dando una palmada en la mesa, riéndose de la asociación de ideas. Los papeles se alborotaron y él los ordenó, cuadrando los bordes-. Supongo que es una manera tan buena como otra de decirlo. En el fondo sigo siendo un soldado, pero ahora soy un soldado del Señor.

– ¿Ha observado algo sospechoso en los alrededores de la granja recientemente? -preguntó Lena.

– No.

– ¿A nadie que se comportara de manera extraña?

– No es por nada, pero tiene que pensar en la clase de gente que nos llega -advirtió-. Son todos un poco raros. No estarían allí si no lo fueran.

– Entiendo -concedió ella-. Pero me refiero a si alguien ha actuado de manera sospechosa, como si hubiera hecho algo malo.

– Todos han estado metidos en algo malo, y algunos todavía lo están en la granja.

– ¿Como por ejemplo?

– Vienen de un refugio de Atlanta, donde vivían compadeciéndose de sí mismos, y al final buscan un cambio de aires, convencidos de que esto de aquí será el paso definitivo para convertirse en personas mejores.

– ¿Y no lo es?

– Para unos pocos, sí -reconoció Connolly-, pero muchos, cuando llegan aquí, se dan cuenta de que lo que los llevó a las drogas, el alcohol y la mala vida es lo mismo que los mantiene aferrados a sus vicios. -No esperó a que Lena lo instara a seguir hablando-. La debilidad, jovencita. La debilidad del alma, la debilidad del espíritu. Hacemos cuanto podemos por ayudarlos, pero antes tienen que poseer la fortaleza necesaria para ayudarse a sí mismos.

– Nos han dicho que robaron dinero de la caja para gastos menores.

– Eso sucedió hace unos meses -confirmó-. Nunca supimos quién fue.

– ¿Algún sospechoso?

– Unos doscientos -contestó, y se rió.

Jeffrey supuso que trabajar con un hatajo de alcohólicos y drogadictos no contribuía a crear un clima de confianza en el entorno laboral.

– ¿No había nadie que se interesara más por Abby de lo debido? -preguntó Lena.

– Era una chica muy guapa -dijo él-. Muchos la miraban, pero yo dejaba bien claro que era coto vedado.

– ¿No tuvo que decírselo a nadie en particular?

– No que yo recuerde.

Las costumbres de la cárcel eran difíciles de abandonar, y Connolly padecía la incapacidad del recluso de dar un sí o no por respuesta.

– ¿No se fijó en si ella se relacionaba más con alguna persona en concreto? ¿Si pasaba más tiempo del debido con alguien?

Connolly negó con la cabeza.

– Créame, me he estado devanando los sesos desde que sucedió, intentando imaginar quién pudo hacer daño a esa pobre criatura. Y no se me ocurre nadie, y eso que me he remontado a varios años atrás.

– Iba mucho en coche sola -recordó Lena.

– Le enseñé a conducir el viejo Buick de Mary cuando tenía quince años.

– ¿Estaban muy unidos?

– Abigail era como una nieta para mí. -Parpadeó para quitarse las lágrimas de los ojos-. A mi edad, se diría que ya nada puede sorprenderlo a uno. Muchos amigos empiezan a enfermar. Menudo susto me llevé cuando Thomas tuvo la apoplejía el año pasado. Lo encontré yo. No sabe lo duro que fue ver cómo ese hombre recibía semejante lección de humildad. -Se frotó los ojos con el dorso de la mano. Jeffrey vio que Lena asentía, en señal de comprensión-. Pero Thomas era un hombre mayor. Uno no espera que suceda, pero tampoco se sorprende. Abby sólo era una buena chica. Tan sólo una buena chica. Tenía toda una vida por delante. Nadie merece morir así, y ella menos.

– Por lo que nos han contado, era una muchacha fuera de lo corriente.

– Es verdad -coincidió él-. Era un ángel. Dulce y pura como la nieve. Yo habría dado mi vida por ella.

– ¿Conoce usted a un joven llamado Chip Donner?

De nuevo Connolly pareció pensárselo.

– No lo recuerdo. Allí no para de entrar y salir gente. Algunos se quedan una semana, otros un día. Los afortunados se quedan toda una vida. -Se rascó la barbilla-. El apellido me suena, aunque no sé de qué.

– ¿Y Patty O'Ryan?

– No.

– Supongo que conoce a Rebecca Bennett.

– ¿Becca? -preguntó-. Claro que sí.

– Anoche desapareció.

Connolly asintió; obviamente ya lo sabía.

– Es una cabezota, esa niña. Se larga, da un susto de muerte a su madre, luego vuelve y aquí paz y después gloria.

– Sabemos que ya se fugó antes.

– Al menos esta vez ha tenido el detalle de dejar una nota.

– ¿Sabe adónde puede haber ido?

Se encogió de hombros.

– Suele acampar en el bosque. Yo llevaba allí a los niños cuando era más joven. Para enseñarles a sobrevivir empleando las herramientas que Dios nos dio. Así aprenden a respetar su generosidad.

– ¿Los llevaba a algún sitio en particular?

Asintió con la cabeza, como si tuviera prevista la pregunta.

– Ya he ido a primera hora de la mañana. Nadie ha estado allí desde hace años. No tengo ni idea de adónde ha podido ir esa chica. -Y añadió-: Ojalá lo supiera; le daría unos buenos azotes en el trasero por hacerle esto a su madre precisamente ahora.

Marla llamó a la puerta y abrió al mismo tiempo.

– Disculpe que lo moleste, comisario -dijo, y entregó un papel a Jeffrey.

Él lo cogió mientras Lena preguntaba a Connolly:

– ¿Cuánto tiempo hace que pertenece a la iglesia?

– Pronto hará veintiún años -respondió-. Yo ya estaba allí cuando Thomas heredó las tierras de su padre. A mí aquello me parecía un desierto, pero también Moisés empezó en el desierto.

Jeffrey no le quitaba el ojo de encima, intentando descubrir alguna señal delatora en su actitud. La mayoría de la gente hacía un gesto característico cuando mentía. Algunos se rascaban la nariz, otros se movían nerviosos. Connolly permanecía inmóvil, con la mirada fija al frente. O era un mentiroso consumado, o era un hombre sincero. Jeffrey no estaba dispuesto a apostar por ninguna de las dos posibilidades.

Connolly siguió contando la historia del nacimiento de Cultivos Sagrados.

– En aquella época teníamos a unos veinte trabajadores. Claro que entonces los hijos de Thomas, aún muy pequeños, no eran de gran ayuda, en especial Paul, que era el más perezoso. Holgazaneaba mientras los demás se mataban a trabajar y luego pretendía cosechar él los frutos. Igual que un abogado -explicó. Lena asintió-. Empezamos con cuarenta hectáreas de soja. No usábamos productos químicos ni pesticidas. La gente nos tomaba por locos, pero ahora eso del cultivo ecológico se ha puesto de moda. Por fin ha llegado nuestro momento. Sólo me hubiese gustado que Thomas pudiera verlo. Fue nuestro Moisés, literalmente. Nos sacó de la esclavitud, de la esclavitud de la droga, el alcohol, la moral laxa. Fue nuestro salvador.

Lena interrumpió el sermón.

– ¿El señor Wade sigue mal?

Connolly adoptó una actitud más solemne.

– El Señor ya se hará cargo de él.

Jeffrey abrió la nota de Marla, la miró y reprimió un taco.

– ¿Quiere añadir algo más? -preguntó a Connolly.

Éste pareció sorprendido por la brusquedad de Jeffrey.

– No se me ocurre nada.

No fue necesario que Jeffrey indicara nada a Lena. Ésta se levantó y Connolly la imitó.

– Me gustaría volver a hablar con usted mañana si es posible. ¿Digamos por la mañana? -propuso Jeffrey.

Por un instante, Connolly pareció acorralado, pero enseguida recobró la compostura.

– No hay problema -contestó con una sonrisa tan forzada que Jeffrey pensó que se le romperían los dientes-. Mañana se celebra el oficio en memoria de Abby. ¿Tal vez después?

– Tendríamos que hablar con Lev a primera hora -advirtió Jeffrey con la esperanza de que ese dato le fuera transmitido a Lev Ward-. ¿Por qué no viene con él?

– Ya veremos -respondió Connolly, sin prometer nada.

Jeffrey abrió la puerta.

– Le agradezco que haya venido y nos haya traído a esta gente.

Connolly seguía confuso, y parecía un tanto inquieto por la nota que Jeffrey tenía en la mano, como si deseara conocer a toda costa su contenido. Jeffrey no sabía si era un hábito adquirido en sus tiempos carcelarios o simple curiosidad natural.

– Ya puede llevarse a toda esa gente -indicó Jeffrey-. Estoy seguro de que tienen mucho trabajo. No queremos hacerles perder más tiempo.

– No hay ningún problema -repitió Connolly, tendiendo la mano-. Si necesita algo más, no tiene más que decírmelo.

– Se lo agradezco -dijo Jeffrey, y cuando le estrechó la mano sintió que Connolly le aplastaba los huesos-. Nos veremos por la mañana cuando venga con Lev.

Connolly percibió una amenaza en sus palabras. Había abandonado la pose de viejo servicial.

– Bien.

Lena se dispuso a salir detrás de él, pero Jeffrey la retuvo. Le mostró la nota que le había dado Marla, asegurándose de que Connolly no viera la pulcra letra de maestra de la secretaria. «Llamada del 25 de Cromwell Road. La casera menciona un "olor sospechoso".»

Habían encontrado a Chip Donner.


El 25 de Cromwell Road fue en su día, allá por los años treinta, una casa bonita para una familia acomodada. Con el paso del tiempo, los amplios salones delanteros habían sido divididos en habitaciones y las plantas superiores se reformaron para alojar a inquilinos que no tenían inconveniente en compartir el único cuarto de baño de la casa. Cuando un ex presidiario salía de la cárcel, no había muchos sitios a los que podía ir. Si además estaba en libertad condicional, disponía de un tiempo limitado para fijar su residencia y conseguir un empleo si no quería que el supervisor de su libertad condicional lo volviera a mandar a la cárcel. Los cincuenta dólares que le proporcionaba el estado cuando salía por la puerta no daban para mucho, y casas como la de Cromwell satisfacían esa necesidad en particular.

Jeffrey pensó que, como mínimo, el caso estaba desarrollando su sentido olfativo abierto a toda clase de experiencias nuevas. La casa de Cromwell olía a sudor y pollo frito, con un vago e inquietante tufo a carne podrida cortesía de una habitación del último piso.

La casera lo recibió en la puerta tapándose la nariz y la boca con un pañuelo. Era una mujer corpulenta y le colgaban de los brazos grandes pliegues de piel. Jeffrey procuró no mirar cómo se le balanceaban mientras hablaba.

– Nunca nos ha dado el menor problema -aseguró a Jeffrey mientras lo acompañaba al interior de la casa.

Una moqueta de color verde oscuro, en su día de buena lana, ahora estaba desgastada por los años de uso y lo que parecía aceite lubricante. Las paredes no debían de haberse pintado desde que Nixon ocupaba la Casa Blanca y tenían todos los zócalos y esquinas llenos de rozaduras. En otro tiempo la carpintería había sido espléndida, pero varias capas de pintura cubrían las molduras esculpidas. De manera incongruente, en la entrada pendía una hermosa araña de cristal tallado que debió de formar parte de la decoración de la casa desde sus orígenes.

– ¿Oyó algo anoche? -preguntó Jeffrey, intentando respirar por la boca sin parecer un perro jadeante.

– Nada de nada -contestó, y luego añadió-: Salvo el televisor que tiene encendido el señor Harris al lado de la habitación de Chip. -Señaló la escalera-. Se ha quedado sordo en los últimos años, pero es quien más tiempo lleva aquí. Siempre digo a los chicos que si no soportan el ruido, tendrán que buscarse otro sitio.

Jeffrey miró hacia la calle por la puerta principal, preguntándose por qué Lena tardaba tanto. La había enviado a buscar a Brad Stephens para que ayudara a examinar el lugar de los hechos. Junto con medio cuerpo de policía, Brad seguía en el bosque buscando cualquier detalle sospechoso.

– ¿Hay una entrada por detrás? -preguntó.

– Por la cocina. -Señaló la parte trasera de la casa-. Chip aparcaba en la puerta cochera -explicó-. El jardín trasero da a un callejón que desemboca en Sanders.

– ¿Sanders es la calle paralela a Cromwell? -quiso asegurarse Jeffrey.

Aun cuando Marty Lam hubiera estado sentado delante de la puerta como era su obligación, no habría visto llegar a Chip. Tal vez Marty reflexionaría acerca de esa posibilidad durante la semana de suspensión de empleo y sueldo que pasaría en su casa.

– Broderick pasa a llamarse Sanders después del cruce con McDougall.

– ¿Recibía visitas?

– Ah, no, iba muy a la suya.

– ¿Llamadas?

– Hay un teléfono público en el pasillo. No pueden usar la línea de la casa. No suena mucho.

– ¿No venía ninguna amiga en especial?

Ella ahogó una risa como avergonzada.

– Está prohibido recibir visitas femeninas en la casa. Yo soy la única mujer que puede entrar.

– Bien -dijo Jeffrey. Había estado aplazando lo inevitable-. ¿Cuál es su habitación?

– La primera a la izquierda. -Señaló la escalera con el brazo tembloroso-. Espero que no le importe que me quede aquí.

– ¿Ha mirado dentro de la habitación?

– No, por Dios -respondió ella, negando con la cabeza-. Ya hemos tenido un par de casos. Sé qué aspecto tienen sin necesidad de que me lo recuerden.

– ¿Un par? -preguntó Jeffrey.

– Bueno, no murieron aquí -aclaró-. No, miento: uno sí. Creo que se llamaba Rutherford. ¿O Ruther? -Agitó la mano-. En cualquier caso, al último se lo llevó la ambulancia. Sucedió hará ocho o diez años. Tenía una aguja clavada en el brazo. Subí por el olor. -Bajó la voz-. Se había defecado encima.

– Ajá.

– Creí que se había ido al otro barrio, pero llegaron los auxiliares clínicos y se lo llevaron al hospital; dijeron que todavía tenía posibilidades.

– ¿Y el otro?

– Ah, el señor Schwartz, que en paz descanse -recordó-. Un viejito muy simpático. Creo que era judío. Murió mientras dormía.

– ¿Y eso cuándo fue?

– Mi madre aún vivía, así que debió de ser hará diecinueve… -se lo pensó-, en el ochenta y seis, creo.

– ¿Usted va a misa?

– La Baptista Primitiva -contestó-. ¿Lo he visto alguna vez por allí?

– Tal vez -dijo al tiempo que pensaba que en los últimos diez años sólo había ido a la iglesia para ver un momento a Sara.

Gracias a sus aptitudes culinarias, Cathy ejercía un enorme poder sobre sus hijas en Navidad y Semana Santa, y Sara acostumbraba dejarse convencer para ir a misa esos días a fin de recoger luego los frutos en forma de una buena comilona.

Jeffrey dirigió la mirada hacia la empinada escalera; no le hacía ninguna gracia lo que le esperaba arriba.

– Mi compañera está a punto de llegar -dijo-. Cuando venga, dígale que suba.

– Claro. -Se metió la mano por dentro del vestido y, tras rebuscar unos segundos, sacó una llave.

Después de obligarse a coger la llave tibia y un poco húmeda, Jeffrey empezó a subir por la escalera. La barandilla, medio suelta, se desprendía de la pared en varios sitios, y la madera sin pintar tenía un brillo untuoso.

El olor iba en aumento conforme subía, e incluso sin las indicaciones habría encontrado la habitación por el olfato.

La puerta estaba cerrada con un candado y un pasador. Jeffrey se calzó unos guantes de látex, lamentando no habérselos puesto antes de que la casera le diera la llave. El candado estaba oxidado, e intentó cogerlo por los bordes para no borrar las huellas dactilares. Le costó introducir la llave y esperaba que no se rompiera dentro de la cerradura. Tras varios segundos de rezar y sudar en el calor húmedo de la casa, oyó con satisfacción un chasquido al abrirse el candado. Tocando sólo los extremos, corrió el pasador y luego accionó la manija para abrir la puerta.

La habitación era lo que uno se esperaba encontrar tras ver el vestíbulo de la casa. La misma moqueta verde mugrienta cubría el suelo. De la ventana colgaba un estor barato sujeto al marco con cinta adhesiva azul para que no entrara la luz. En lugar de cama, había un sofá cama, abierto a medias, como si alguien, mientras sacaba el colchón, se hubiera interrumpido. Todos los cajones de la única cómoda estaban abiertos, y su contenido tirado por el suelo. En un rincón había un cepillo y un peine junto a un cuenco de cristal roto por la mitad del que habían caído unos mil centavos en monedas, desparramadas alrededor. Dos lámparas de mesa, casi intactas pero sin pantalla, habían caído al suelo. No había armario, pero alguien había dispuesto una cuerda a lo largo de la pared a modo de tendedero para colgar camisas. Las camisas, todavía con las perchas, estaban tiradas por el suelo. Un extremo de la cuerda seguía prendido de la pared. Chip Donner sujetaba el otro con una mano inerte.

Detrás de Jeffrey, Lena dejó caer con un golpe sordo su caja de herramientas con lo necesario para el reconocimiento del lugar de los hechos.

– Se ve que hoy la criada libra.

Jeffrey había oído los pasos de Lena en la escalera, pero no había podido apartar la mirada del cadáver. La cara de Chip parecía un trozo de carne cruda. Tenía el labio inferior prácticamente arrancado y caído sobre la mejilla izquierda, como sí alguien lo hubiera apartado. Por encima de la barbilla se veían las puntas de varios dientes rotos que habían traspasado la piel. Lo que quedaba de la mandíbula inferior pendía ladeado. Una cuenca del ojo estaba completamente hinchada, y la otra vacía; el globo ocular colgaba a un lado de la mejilla sujeto por algo que parecía un par de hebras sanguinolentas. Donner no llevaba camisa y su piel blanca relucía a la luz del pasillo. Unas treinta marcas finas y rojas se entrecruzaban en el torso, formando un dibujo que Jeffrey no reconoció. A esa distancia, daba la impresión de que alguien había dibujado líneas perfectamente rectas por todo el tronco con un rotulador rojo.

– Nudilleras de metal -adivinó Lena, señalando el pecho y el estómago-. Un instructor de la academia tenía exactamente lo mismo en el cuello. Un delincuente salió de detrás de un cubo de basura y se le echó encima sin darle tiempo a sacar la pistola.

– Ni siquiera se ve si todavía le queda cuello.

– ¿Y qué es eso que le asoma por el costado? -preguntó Lena.

Jeffrey se agachó para ver mejor, todavía desde la puerta. Entrecerró los ojos, intentando descubrir qué era.

– Creo que son las costillas.

– Joder -exclamó Lena-. ¿A quién coño habrá cabreado?

Capítulo 10

Al sentir los pies entumecidos, Sara desplazó el peso del cuerpo de una pierna a la otra. Había empezado la autopsia de Charles Donner hacía tres horas y aún no había encontrado ningún dato concluyente.

Volvió a encender la grabadora:

– Perforación extraperitoneal de la vejiga causada por un impacto descendente y contundente. No se advierte fractura de la pelvis -explicó a Jeffrey-: La vejiga está vacía, sólo por eso no se perforó. Es posible que fuera al lavabo antes de entrar en su habitación.

Jeffrey anotó algo en su cuaderno. Como Sara y Carlos, llevaba una máscara y gafas protectoras. Al entrar en la casa de Cromwell, Sara casi había vomitado por el olor. Aunque era obvio que Donner había muerto hacía poco tiempo, aquel hedor tenía una explicación científica. Presentaba perforaciones en los intestinos y el estómago, y la bilis y las heces encharcaron la cavidad abdominal y se filtraron por las punciones del costado. El calor concentrado en la pequeña habitación había actuado sobre las vísceras, que fermentaron en el torso como una llaga purulenta. Tenía el abdomen tan hinchado a causa de las bacterias que cuando Sara lo trasladó al depósito de cadáveres y lo abrió, los fluidos se desparramaron por los lados de la mesa de autopsias y cayeron al suelo.

– Fractura transversal del esternón, fracturas bilaterales de las costillas, parénquima pulmonar perforada, laceraciones capsulares superficiales en los riñones y en el bazo. -Se interrumpió, con la sensación de que estaba repasando la lista de la compra-. El lóbulo izquierdo del hígado ha sufrido amputación y ha quedado aplastado entre la pared abdominal anterior y la columna vertebral.

– ¿Crees que fue obra de dos personas? -preguntó Jeffrey.

– No lo sé -contestó ella-. No se aprecian heridas defensivas en manos y brazos, pero eso podría significar simplemente que lo cogieron por sorpresa.

– ¿Cómo puede hacerse una cosa así a una persona?

Sara sabía que no era una pregunta retórica.

– La pared abdominal es flácida y comprimible. En general, cuando recibe un golpe, transmite automáticamente el impacto a las visceras abdominales. Es como si dieras una palmada a un charco de agua. Según la fuerza del golpe, los órganos huecos, como el estómago y los intestinos, pueden reventar, el bazo se lacera y el hígado sufre daños.

– Houdini murió así -comentó Jeffrey, y pese a las circunstancias, Sara sonrió por su afición a las anécdotas históricas-. Había retado a cualquiera que le pegara en el estómago con toda su fuerza. Pero al final, un chico lo cogió desprevenido y lo mató.

– Ya -coincidió Sara-. Si tensas los músculos abdominales, puedes dispersar el impacto. Si no, puedes morir. Dudo que Donner haya tenido tiempo para siquiera pensarlo.

– ¿Tienes ya una idea de cuál fue la causa de la muerte?

Sara miró el cadáver, lo que quedaba de la cabeza y el cuello.

– Si me dijeras que este chico sufrió un accidente de automóvil, te creería sin dudarlo. Jamás he visto semejantes traumatismos causados con un objeto contundente. -Señaló los pliegues de piel desprendidos del cuerpo sólo por los impactos-. Estas avulsiones, las laceraciones, las contusiones abdominales… -Meneó la cabeza ante tamaño desastre-. Lo golpearon tan fuerte en el pecho que la parte posterior del corazón sufrió lesiones por el contacto con la columna vertebral.

– ¿Estás segura de que esto sucedió anoche?

– Al menos en las últimas doce horas.

– ¿Murió en la habitación?

– Sin lugar a dudas.

El cadáver de Donner se había descompuesto a causa de los jugos intestinales que manaron de la herida abierta en uno de los costados. Los ácidos estomacales habían abierto agujeros en la lana de la moqueta. Cuando Sara y Carlos intentaron mover el cadáver, se encontraron con que estaba pegado al suelo. Para llevárselo, tuvieron que cortar los vaqueros y la parte de la alfombra a la que estaban pegados.

– ¿De qué murió, pues? -preguntó Jeffrey.

– Tienes dónde elegir -contestó ella-. Una dislocación de la articulación atlanto-occipital pudo haber seccionado la espina dorsal. Tal vez sufrió un hematoma subdural provocado por una aceleración rotatoria de la cabeza. -Iba enumerando las posibilidades con los dedos de la mano-. Arritmia cardíaca, aorta seccionada, asfixia traumática, hemorragia pulmonar… -Dejó de enumerar-. O tal vez fue el simple shock. Demasiado dolor, demasiados traumatismos, y el cuerpo sencillamente se viene abajo.

– ¿Crees que Lena tiene razón en lo de las nudilleras?

– Encaja -concedió Sara-. Nunca he visto marcas como éstas. La anchura coincide, y eso explicaría cómo alguien pudo hacer algo así con los puños. Los daños externos son mínimos, sólo los causados por la fuerza del metal contra la piel, pero internamente… -Señaló la masa de visceras destrozadas extraídas del cadáver-. Esto es ni más ni menos lo que esperaría encontrar.

– Vaya una manera de morir.

– ¿Has encontrado algo en la habitación? -preguntó ella.

– Sólo las huellas dactilares de Donner y la casera -contestó él, y tras pasar las páginas de su bloc de notas, leyó-: Un par de bolsas, probablemente de heroína, y agujas escondidas en el relleno de la parte inferior del sofá. Unos cien dólares en efectivo guardados en la base de una lámpara. Un par de revistas porno en el armario.

– Nada del otro mundo -dijo ella, al tiempo que se preguntaba cuándo había dejado de sorprenderle la cantidad de pornografía que consumían los hombres. Había llegado al extremo de desconfiar de cualquier hombre que no tuviera algún tipo de material pornográfico.

– Tenía pistola, una nueve milímetros.

– ¿Estaba en libertad condicional? -preguntó Sara, sabiendo que la tenencia de armas lo habría enviado derecho a la cárcel otra vez antes de tener tiempo siquiera para dar una explicación.

Jeffrey no le dio importancia.

– Yo también tendría una pistola si viviera en ese barrio.

– ¿Y no había ninguna señal de Rebecca Bennett?

– No, ni de ninguna otra chica. Como ya he dicho, sólo encontramos dos juegos de huellas dactilares en la habitación.

– Eso por sí mismo ya es sospechoso.

– Exacto.

– ¿Has encontrado la cartera? -Tras cortarle los pantalones, Sara se había fijado en que Donner tenía los bolsillos vacíos.

– Hemos encontrado monedas y el tique de un supermercado por la compra de unos cereales detrás de la cómoda -dijo Jeffrey-. Pero no la cartera.

– Lo más probable es que cuando llegó a su casa, se vaciara los bolsillos, saliera al cuarto de baño y, al volver a su habitación, fuera agredido.

– Pero ¿por quién? -preguntó Jeffrey, más para sí que para Sara-. Un camello al que engañó, quizás. Un amigo que sabía que tenía las bolsitas, pero no dónde las guardaba. Un ladrón del barrio que buscaba dinero en efectivo.

– Es bastante lógico pensar que un camarero tiene dinero en efectivo.

– No le pegaron para sonsacarle información -dijo Jeffrey.

Sara coincidió. El autor del crimen no se había detenido a media paliza para preguntarle a Chip Donner dónde escondía sus objetos de valor.

Jeffrey estaba visiblemente frustrado.

– Podría ser alguien relacionado con Abigail Bennett. Podría ser alguien que no la conocía. Ni siquiera sabemos si existía relación entre ambos.

– No parecía haber señales de lucha -comentó Sara-. Y la habitación estaba bastante revuelta.

– No tanto -discrepó Jeffrey-. Si esa persona buscaba algo, no se esmeró mucho.

– Un yonqui no es capaz de actuar con tal concentración. Nadie así de colgado podría coordinar lo suficiente para atacar de ese modo a alguien.

– ¿Ni siquiera con fenciclidina?

– No había pensado en eso -reconoció Sara.

La fenciclidina era una droga volátil y daba al consumidor una fuerza extraordinaria, así como alucinaciones muy vividas. Cuando Sara trabajaba en el hospital Grady de Atlanta, una noche había ingresado en urgencias un paciente que había roto la soldadura de la barandilla de metal de la cama a la que estaba esposado y había amenazado a un miembro del personal con ella.

– Es posible -concedió ella.

– A lo mejor el asesino desordenó la habitación para que pareciera un robo.

– En ese caso habría sido alguien que fue allí concretamente para matarlo.

– No entiendo por qué no tiene heridas de haberse defendido -comentó Jeffrey-. ¿Crees que Donner se quedó quieto sin hacer nada?

– Tiene una fractura transversal en el maxilar, una LeFort III. Sólo las había visto en los libros de texto.

– Por favor, háblame más claro.

– Le han desprendido la carne de la cara a golpes -explicó-. Si tuviera que adivinar qué sucedió, diría que alguien lo cogió totalmente por sorpresa, le dio un puñetazo en la cara y lo dejó sin sentido.

– ¿Un puñetazo?

– Es un hombre pequeño -señaló ella-. Es posible que el primer golpe fuera el que le partió la espina dorsal. La cabeza dio una sacudida y se acabó.

– Tenía sujeta la cuerda de la ropa -le recordó él-, enrollada en la mano.

– Pudo haberse cogido al caer en un acto reflejo -replicó ella-. Pero a estas alturas es imposible saber qué lesión es anterior o posterior a la muerte. Creo que lo que descubriremos es que el asesino sabía dar una paliza, y lo hizo rápida y metódicamente, y luego se largó.

– Tal vez Chip conocía a su agresor.

– Sí, es posible. ¿Qué hay de su vecino de la habitación de al lado?

– Tiene unos noventa años y está sordo como una tapia -respondió Jeffrey-. De hecho, por el olor en la habitación, creo que ese viejo ni siquiera sale para ir al cuarto de baño.

Sara pensó que seguramente lo mismo podía decirse de todos los ocupantes de la casa. Tras pasar media hora en la habitación de Donner, se sentía muy sucia.

– ¿Estuvo alguien más en la casa anoche?

– La casera estaba en el piso de abajo, pero miraba la televisión con el volumen muy alto. Hay otros dos hombres que viven allí, pero tienen coartada.

– ¿Seguro?

– Los detuvieron por embriaguez y alteración del orden público una hora antes de la agresión. Durmieron la mona a expensas de tus impuestos en los calabozos del condado de Grant.

– Me alegro de poder devolver algo a la comunidad. -Sara se quitó los guantes.

– ¿Puedes coserlo tú? -pidió Sara a Carlos, que, como siempre, había permanecido allí en silencio.

– Sí, claro -contestó él, y se dirigió al armario a buscar el material necesario.

Sara se quitó las gafas y la máscara, agradeciendo la sensación de aire fresco. Se quitó la bata y la lanzó a la bolsa de la ropa sucia de camino a su despacho.

Jeffrey, detrás de ella, la imitó y dijo:

– Supongo que ya es tarde para ir a la iglesia con Tessa esta noche.

Sara consultó el reloj mientras se sentaba.

– En realidad, no. Tengo tiempo para irme corriendo a casa y ducharme.

– No quiero que vayas -dijo él, apoyándose en la mesa-. Esa gente me da muy mala espina.

– ¿Has descubierto alguna relación entre la iglesia y Donner?

– ¿Cuentan las sospechas infundadas?

– ¿Crees que pudo ser alguien en particular?

– Cole Connolly estuvo en la cárcel. Él sabría dar una paliza a alguien.

– Creía que habías dicho que era un viejo.

– Está en mejor forma que yo -contestó Jeffrey-. Pero no mintió sobre el tiempo que cumplió en prisión. Sus antecedentes son bastante antiguos, pero revelan que pasó veintidós años en la cárcel de Atlanta. El robo del coche a los diecisiete años debió de suceder en los años cincuenta. Ni siquiera constaba en el ordenador, pero él lo mencionó de todos modos.

– Pero ¿por qué iba a matar a Chip? ¿O, ya puestos, a Abby? ¿Y qué relación tiene con el cianuro? ¿De dónde lo sacó?

– Si yo pudiera contestar a esas preguntas, probablemente ni siquiera estaríamos aquí -reconoció-. ¿Qué era lo que necesitabas ver con tus propios ojos?

Sara se acordó de lo que había dicho antes por teléfono y deseó darse una patada por haberlo mencionado siquiera.

– Es una bobada.

– ¿Qué clase de bobada?

Sara se levantó y cerró la puerta, a pesar de que Carlos debía de ser la persona más discreta que había conocido.

Volvió a sentarse y entrelazó las manos ante ella sobre el escritorio.

– Sólo es una tontería que se me ha ocurrido.

– A ti nunca se te ocurren tonterías.

Sara pensó en corregirlo, pensando que el ejemplo más reciente era el riesgo que había corrido un par de noches atrás. En lugar de eso, dijo:

– Ahora mismo no quiero hablar del tema.

Jeffrey, con la mirada fija en la pared del fondo, chasqueó la lengua y Sara se dio cuenta de que estaba molesto.

– Jeff. -Tomó su mano entre las suyas-. Te prometo que te lo contaré, ¿vale? Después de esta noche, te explicaré por qué necesito hacerlo, y los dos nos reiremos de ello.

– ¿Sigues enfadada conmigo por haber dormido en el sofá?

Sara negó con la cabeza, sin entender por qué él insistía en eso. Le había dolido encontrarlo en el sofá, pero no se había enfadado. Era evidente que no era tan buena actriz como ella creía.

– ¿Por qué habría de enfadarme por eso?

– Es que no entiendo por qué estás tan empeñada en tratar con esa gente. Teniendo en cuenta la manera en que mataron a Abigail Bennett y que ha desaparecido otra chica relacionada con el caso, creo que lo mejor que podrías hacer es mantener a Tessa alejada de ellos.

– Ahora mismo no puedo explicártelo -dijo ella-. No tiene nada que ver contigo ni con él. -Señaló la sala de exploración-. Ni con este caso, ni con una conversión religiosa por mi parte. Te lo prometo. Lo juro.

– No me gusta quedar excluido de tu vida así.

– Ya lo sé -repuso ella-. Y sé que no es justo. Pero necesito que confíes en mí, ¿de acuerdo? Sólo te pido que me des un poco de espacio. -Quiso añadir que quería el mismo espacio que ella le había concedido la noche anterior, pero prefirió no volver a sacar el tema-. Confía en mí.

Jeffrey miró las manos que sostenían la suya.

– Me estás poniendo muy nervioso, Sara. Esa gente podría ser peligrosa.

– ¿Vas a prohibirme ir? -dijo, medio en broma-. No veo un anillo en mi dedo, señor Tolliver.

– De hecho… -dijo él, mientras abría el cajón del escritorio de Sara.

Ella siempre se quitaba las joyas y las dejaba en su despacho antes de las intervenciones. El anillo de la Universidad de Auburn de él estaba junto a un par de pendientes de diamantes que le había regalado para Navidad el año anterior. Cogió el anillo y ella tendió la mano para que él se lo pusiera en el dedo. Sara pensó que él volvería a pedirle que no fuera, pero en lugar de eso, dijo:

– Ten cuidado.


Cuando aparcó frente a la casa de sus padres, Sara se sorprendió al ver a su primo Hare apoyado en su Jaguar descapotable y engalanado como un modelo de una revista de automóviles.

– Hola, Zanahoria -saludó Hare antes de que ella cerrara la puerta de su coche.

Sara echó un vistazo al reloj. Llegaba a recoger a Tessa con cinco minutos de retraso.

– ¿Qué haces aquí?

– Tengo una cita con Bella -contestó él, quitándose las gafas de sol mientras se acercaba a ella-. ¿Por qué está la puerta de la casa cerrada con llave?

Sara se encogió de hombros.

– ¿Dónde están mis padres?

Él se dio unas palmadas en los bolsillos como si los buscara. Sara quería mucho a su primo, lo quería de verdad, pero a veces le entraban ganas de estrangularlo por aquella tendencia suya a tomarlo todo a broma.

Dirigió una rápida mirada hacia el apartamento encima del garaje.

– ¿Está Tessa?

– Si está, se ha puesto su traje invisible -contestó Hare.

A la vez que volvía a ponerse las gafas, se apoyó en el coche de Sara. Llevaba un pantalón blanco, y Sara por un momento lamentó que su padre le hubiera lavado el coche.

– Tenemos que ir a un sitio.

Para evitar las burlas, no le dijo adónde. Volvió a consultar el reloj, pensando que le concedería a Tessa diez minutos y luego se marcharía a casa. No le hacía especial ilusión ir a la iglesia, y cuanto más pensaba en las sospechas de Jeffrey, más se inclinaba a pensar que no era buena idea.

– ¿No vas a decirme lo guapo que estoy? -preguntó Hare con una caída de ojos.

Sara no pudo menos que alzar la mirada al cielo. Lo que más detestaba de Hare era que no contento con hacer el payaso, siempre se las ingeniaba para sacar lo que había de infantil en los demás.

– Si tú me lo dices a mí, yo te lo diré a ti. Pero tú primero -insistió él.

Sara se había arreglado para ir a la iglesia, pero no iba a picar el anzuelo.

– He hablado con Jeffrey -dijo ella, cruzándose de brazos.

– ¿Ya os habéis casado?

– Sabes que no.

– No olvides que quiero ser la dama de honor, ¿eh?

– Hare…

– Ya te he contado el chiste, ¿no? ¿El de la vaca que conseguía leche gratis?

– Las vacas no beben leche -replicó Sara-. ¿Por qué no me dijiste que Jeffrey podía haber contraído el virus?

– Cuando acabé la carrera tuve que hacer cierto juramento… -dijo él-. Algo que rima con estep-o-mático.

– Hare…

– Super-mático…

– Hare. -Sara dejó escapar un suspiro.

– ¡Hipocrático! -exclamó, chasqueando los dedos-. Yo no entendía por qué teníamos que estar allí con nuestras togas comiendo canapés, pero ya sabes que no pierdo ocasión de ponerme un vestidito.

– ¿Desde cuándo tienes escrúpulos de conciencia?

– Los perdí a eso de los trece años. -Le guiñó un ojo-. ¿Te acuerdas de cómo intentabas cogérmelos cuando nos bañábamos juntos?

– A los trece, no; por entonces tú y yo no teníamos más de dos años -le recordó ella, y bajó la mirada con expresión de desprecio-. Y cuando me acuerdo, me viene a la cabeza la expresión «una aguja en un pajar».

Hare ahogó una protesta y se llevó una mano a la boca.

– ¡Hola! -saludó Tessa. Venía por la calle, con la tía Bella-. Siento llegar tarde.

– No importa -dijo Sara, aliviada y decepcionada a la vez.

Tessa dio un beso a Hare en la mejilla.

– ¡Qué elegante! -elogió Tessa.

– Gracias -contestaron Sara y Hare al unísono.

– Subamos a casa -dijo Bella-. Hare, ve a buscarme una Coca-Cola, por favor. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó una llave-. Y de paso coge mi chal, que está en el respaldo de mi silla.

– A sus órdenes -contestó él, y se encaminó hacia la casa.

– Llegamos tarde. Tal vez deberíamos… -insinuó Sara a Tessa.

– Dame un minuto para cambiarme -dijo Tessa, y salió disparada hacia la escalera de su apartamento sin dar tiempo a Sara a emprender una elegante retirada.

Bella rodeó a Sara por los hombros con el brazo.

– Se te ve agotada.

– Esperaba que Tessa se diera cuenta.

– Es probable que lo haya visto, pero le hace tanta ilusión que la acompañes que no lo considera un obstáculo para no ir. -Cogiéndose a la barandilla, Bella se sentó en la escalinata.

Sara tomó asiento a su lado y dijo:

– No entiendo por qué quiere que vaya.

– Esto es una novedad para ella -explicó Bella-. Quiere compartirlo.

Acodándose en el peldaño, Sara se reclinó y lamentó que Tessa no hubiera encontrado algo más interesante que compartir. En el cine del pueblo ponían un ciclo de Hitchcock, por ejemplo. O si no, podían aprender a bordar.

– Bella -preguntó Sara-. ¿Por qué has venido?

Bella, sentada al lado de su sobrina, se echó hacia atrás.

– Hice el ridículo por amor.

De haberlo dicho otra persona, Sara se habría reído, pero sabía que su tía Bella era especialmente sensible cuando se trataba de su vida amorosa.

– Él tenía cincuenta y dos años -explicó-. ¡Habría podido ser mi hijo!

Sara enarcó las cejas ante semejante escándalo.

– Me dejó por una buscona de cuarenta y uno -prosiguió Bella con tristeza-. Una pelirroja. -La expresión de Sara debió de reflejar cierta solidaridad, porque Bella añadió-: No como tú. -Se apresuró a aclarar-: En su caso, no era natural. -Se quedó mirando la calle con nostalgia-. Pero era todo un hombre. Encantador. Guapísimo.

– Siento que lo hayas perdido.

– Lo peor es que me arrastré a sus pies -confesó-. Una cosa es que te dejen, y otra pedir una segunda oportunidad después de recibir una bofetada.

– No irás a decirme que él te ha…

– Cielos, no -respondió ella, y se echó a reír-. Que Dios se apiade del pobre desgraciado que se atreva a levantarle la mano a tu tía Bella.

Sara sonrió.

– Pero deberías tomar buena nota -advirtió la anciana-. Llega un momento en que uno no acepta más el rechazo.

Sara se mordió el labio inferior, ya un poco harta de que la gente le aconsejara que se casase con Jeffrey.

– A mi edad -prosiguió Bella-, no te preocupas de las mismas cosas que cuando eres joven y libre.

– ¿Y qué te preocupa ahora?

– La compañía, la posibilidad de hablar de literatura y teatro y temas de actualidad. Tener a alguien que te entienda, que ha pasado por lo mismo que tú y ha sabido sacarle provecho.

Sara percibió la tristeza de su tía, pero no sabía cómo consolarla.

– Lo siento, Bella.

– Bueno -dijo, y le dio unas palmadas en la pierna-. No sufras por tu tía Bella. He pasado por cosas peores, eso te lo aseguro. Me han zarandeado como si fuera un estuche de lápices usados -guiñó un ojo-, pero he mantenido el tipo. -Bella apretó los labios y examinó a Sara como si la viera por primera vez-. ¿Qué te pasa, cariño?

Sara sabía que habría sido inútil mentir.

– ¿Dónde está mamá?

– En una reunión de la Liga de Mujeres Votantes -contestó Bella-. Y no sé por dónde andará tu padre. Estará en el Waffle House hablando de política con los otros viejos.

Sara respiró hondo y se lanzó, pensando que ése era un momento tan bueno como cualquier otro.

– ¿Puedo hacerte una pregunta?

– Adelante.

Sara se volvió hacia ella y bajó la voz por si Tessa tenía las ventanas abiertas o Hare se acercaba sigilosamente.

– El otro día dijiste que papá había perdonado a mamá cuando ella lo engañó.

Bella la miró con cautela.

– Eso es asunto de ellos.

– Lo sé -coincidió Sara-. Sólo que… -Decidió ir al grano-. Fue Thomas Ward, ¿no? Se interesó por Thomas Ward.

Bella tardó un tiempo antes de asentir con la cabeza. Para sorpresa de Sara, añadió:

– Era el mejor amigo de tu padre desde la escuela.

Sara no recordaba haber oído a Eddie mencionar nunca su nombre, aunque, dadas las circunstancias, pensó que era comprensible.

– Perdió a su mejor amigo por culpa de eso. Creo que le dolió tanto como la posibilidad de perder a tu madre.

– Thomas Ward está al frente de la iglesia con la que Tessa está tan ilusionada.

De nuevo Bella asintió.

– Lo sé.

– El caso es que… -Sara empezó a decir, sin saber muy bien cómo plantearlo-. Tiene un hijo.

– Creo que tiene un par. Y varias hijas.

– Tessa dice que se parece a mí.

Bella enarcó las cejas.

– ¿Qué insinúas?

– Me da miedo decirlo.

Por encima de ellas se abrió y cerró la puerta de Tessa y se oyeron sus pasos al bajar a toda prisa por la escalera. Sara casi podía percibir su nerviosismo.

– Querida -explicó Bella, apoyando la mano en la rodilla de Sara-, el simple hecho de estar en el gallinero no te convierte en gallina.

– Bella…

– ¿Lista? -preguntó Tessa.

– Pasadlo bien -dijo Bella, dando a Sara un apretón en el hombro cuando ésta se levantó-. Dejaré la luz encendida.


La iglesia no era lo que Sara se esperaba. Situada en los lindes de la granja, recordaba a las ilustraciones de las antiguas iglesias sureñas que Sara había visto de niña en los libros de cuentos. En lugar de las estructuras enormes y recargadas de Heartsdale en Main Street, con aquellas vidrieras que daban color al centro del pueblo, la Iglesia por el Bien Mayor era poco más que una casa de madera, con la fachada blanca y la puerta muy parecida a la de la casa de Sara. No le habría sorprendido que el interior estuviera aún iluminado con velas.

Pero por dentro era muy distinta. Una alfombra roja cubría el largo pasillo central, flanqueado por bancos de madera de estilo Shaker. La madera estaba impoluta, y Sara vio las señales de la talla a mano en las volutas que adornaban los respaldos. Varias arañas de gran tamaño colgaban del techo. El pulpito, impresionante, era de caoba, y el crucifijo detrás de la zona bautismal parecía traído del monte Sinaí. Aun así, Sara había visto iglesias más recargadas y con mayor exhibición de esplendor. El diseño austero de la sala tenía algo reconfortante, como si el arquitecto hubiera querido asegurarse de que la atención se centraba no en el propio edificio, sino en lo que sucedía en su interior.

Tessa cogió a Sara de la mano cuando entraron en la iglesia.

– Es bonita, ¿verdad?

Sara asintió.

– No sabes cuánto me alegro de que hayas venido.

– Espero no decepcionarte.

Tessa le apretó la mano.

– ¿Cómo ibas a decepcionarme? -preguntó, conduciendo a Sara hacia la puerta de detrás del pulpito. Luego explicó-: Primero vamos al salón de la hermandad, y después vendremos aquí para el oficio.

Tessa abrió la puerta y entraron en una gran sala iluminada. En el centro se extendía una mesa muy larga con suficientes sillas para cincuenta personas. Había candelabros con las velas encendidas y las llamas parpadeaban suavemente. Varias personas estaban sentadas a la mesa, pero la mayoría se hallaba de pie en torno al fuego que ardía al fondo de la sala. Bajo una hilera de ventanales había una mesa de juego con una cafetera y los famosos bollos de miel que Tessa había mencionado.

Al arreglarse para esa noche, Sara había hecho la gran concesión de ponerse medias, pues mientras elegía la ropa recordó una vieja advertencia de su madre sobre la relación entre las piernas desnudas en la iglesia y el fuego del infierno. Cuando vio a los presentes, se dio cuenta de que habría podido ahorrarse la molestia. La mayoría iba en vaqueros. Unas pocas mujeres llevaban falda, pero hechas a mano, como el vestido que le había visto a Abigail Bennett.

– Ven, que te presentaré a Thomas -propuso Tessa, arrastrándola hacia la cabecera de la mesa donde vio a un anciano en una silla de ruedas entre dos mujeres.

– Thomas -dijo Tessa, agachándose y poniendo la mano sobre la de él-. Ésta es mi hermana, Sara.

Tenía un lado del rostro paralizado, los labios ligeramente separados, pero cuando alzó la vista hacia Sara, le brillaron los ojos de satisfacción. Movió la boca con visible esfuerzo al hablar, y Sara no entendió ni una palabra de lo que decía.

– Dice que tienes los ojos de tu madre -tradujo una de las mujeres.

Sara no veía el menor parecido entre ella y su madre, pero sonrió cortésmente.

– ¿Conoce a mi madre?

Thomas le devolvió la sonrisa y la mujer dijo:

– Cathy vino precisamente ayer y trajo un pastel de chocolate delicioso. -Dándole unas palmadas en la mano al anciano como si fuera un niño, añadió-: ¿Verdad, papá?

– Ah -dijo Sara, incapaz de hablar.

Si Tessa se sorprendió, lo disimuló bien.

– Ahí está Lev -anunció-. Ahora vuelvo.

Sara, manteniendo las manos cruzadas, se preguntó qué demonios hacía allí.

– Soy Mary -se presentó la primera mujer que le había hablado-, y ésta es mi hermana Esther.

– Señora Bennett -dijo Sara, dirigiéndose a Esther-, la acompaño en el sentimiento.

– Usted encontró a nuestra Abby -respondió la mujer, cayendo en la cuenta. No miraba a Sara, sino por encima de su hombro. Al cabo de unos segundos, fijó la vista en ella-. Gracias por atenderla.

– Siento no haber podido hacer nada más.

A Esther le temblaba el labio inferior. Aunque no se parecían en nada, aquella mujer le recordaba a su propia madre. Poseía la serenidad de Cathy, la calma resuelta propia de la espiritualidad incondicional.

– Su marido y usted han sido muy amables -dijo Esther.

– Jeffrey hace cuanto puede -aseguró Sara, sabiendo que no debía mencionar a Rebecca ni el encuentro en la cafetería.

– Gracias -interrumpió un hombre alto y bien vestido. Se había acercado a Sara sin que ella se diera cuenta-. Soy Paul Ward -dijo a Sara; habría adivinado que era abogado aunque Jeffrey no se lo hubiese dicho-. Soy el tío de Abby; mejor dicho, uno de los tíos.

– Encantada -dijo Sara, pensando que aquel hombre no pegaba allí ni con cola. Ella entendía poco de modas, pero era evidente que el traje que llevaba debía de haberle costado un dineral. Le quedaba como un guante.

– Cole Connolly -se presentó el hombre que lo acompañaba.

Era mucho más bajo que Paul y debía de tener unos treinta años más, pero rebosaba energía. Viéndolo, Sara recordó el rasgo que su madre siempre describía como «estar imbuido del espíritu del Señor». También recordó lo que había dicho Jeffrey sobre él. Connolly parecía bastante inofensivo, pero Jeffrey rara vez se equivocaba con la gente.

– ¿Te importaría ir a ver cómo está Rachel? -preguntó Paul a Esther.

La mujer pareció vacilar, pero accedió. Antes de irse, dijo a Sara:

– Gracias una vez más, doctora.

– Mi esposa, Lesley, no ha podido venir esta noche -le explicó Paul a Sara, sin venir a cuento-. Se ha quedado en casa con uno de los niños.

– Espero que no esté enfermo.

– Lo de siempre -dijo él-. Seguro que ya sabe cómo son esas cosas.

– Sí -contestó ella, preguntándose por qué sentía la necesidad de estar en guardia en presencia de ese hombre.

A todos los efectos, parecía el diácono de la iglesia -y probablemente lo era-, pero a Sara no le gustó la familiaridad de su trato, como si supiera algo de ella sólo por el hecho de conocer su profesión.

– ¿Usted es la médico forense del condado? -preguntó Paul, sin andarse con rodeos.

– Sí.

– El oficio por Abby es mañana. -Bajó la voz-. Está pendiente lo del certificado de defunción.

Aunque sorprendida de que se lo pidiera de una manera tan directa, contestó:

– Puedo enviar copias a la funeraria mañana.

– Es en la de Brock -dijo él, refiriéndose a la funeraria de Grant-. Se lo agradecería.

Connolly, incómodo, se aclaró la garganta. Mary susurró «Paul», y señaló a su padre. Era obvio que sus palabras habían perturbado al anciano. Se había removido en la silla, volviendo la cabeza a un lado. Sara no pudo ver si tenía lágrimas en los ojos.

– Sólo quería resolver un pequeño asunto pendiente -explicó Paul, y enseguida cambió de tema-. Sabe, doctora Linton, la he votado varias veces.

El cargo de médico forense era electo, aunque en su caso no resultaba muy halagador, teniendo en cuenta que Sara había sido la única candidata en los últimos doce años.

– ¿Vive usted en el condado de Grant? -preguntó ella.

– Antes vivía allí mi padre -contestó él, apoyando la mano en el hombro del viejo-. A orillas del pantano.

Sara sintió un nudo en la garganta. Cerca de la casa de sus padres.

– Mi familia se mudó hace varios años -dijo Paul-. Nunca me he molestado en borrarme del censo.

– Pues creo que Ken tampoco -intervino Mary. Y dirigiéndose a Sara-: Ken es el marido de Rachel. Anda por aquí. – Señaló a un hombre orondo parecido a Papá Noel que hablaba con un grupo de adolescentes-. Ahí está.

– Ah -respondió Sara, sin saber qué decir.

El grupo de adolescentes a su alrededor se componía en su mayoría de chicas, todas vestidas igual que Abby, todas de aproximadamente la misma edad que ésta. Echó un vistazo al resto de la sala y pensó que había muchas mujeres jóvenes. Eludió la mirada de Connolly, pero era muy consciente de su presencia. Parecía un hombre normal, pero ¿qué aspecto podría tener un hombre capaz de enterrar y envenenar a una muchacha, o tal vez a varias? Tampoco podía esperarse que tuviera cuernos y colmillos.

Thomas dijo algo, y Sara se obligó a atender otra vez la conversación.

– Dice que él también la votó -tradujo Mary-. Dios mío, papá, no me puedo creer que ninguno de vosotros no se haya borrado del censo. Seguro que eso es ilegal. Cole, tiene que insistirles para que lo hagan.

– Yo estoy empadronado en Catoogah -dijo Connolly con tono de disculpa.

– ¿Y tú también sigues empadronado en Grant, Lev? -preguntó Mary.

Sara se volvió y chocó con un hombre alto que llevaba a un niño en brazos.

– Huy-dijo Lev, cogiéndola por el codo.

Era muy alto, pero tenía los ojos verdes y el cabello rojo como ella.

– Usted es Lev -alcanzó a decir.

– Culpable -contestó él, y sonrió, enseñando unos dientes blancos perfectos.

Aunque Sara no solía ser vengativa, quiso borrarle esa sonrisa de los labios. Eligió probablemente la peor manera de hacerlo.

– Siento lo de su sobrina.

La sonrisa desapareció en el acto.

– Gracias. -Se le humedecieron los ojos, sonrió a su hijo y enterró sus emociones con la misma velocidad con que habían asomado-. Esta noche estamos aquí para celebrar la vida. Estamos aquí para alzar nuestras voces y mostrar nuestra alegría al Señor.

– Amén -dijo Mary, y, para mayor énfasis, dio unas palmadas en el brazo de la silla de ruedas de su padre.

– Éste es mi hijo, Zeke -dijo Lev.

Sara sonrió al pequeño y pensó que Tessa tenía razón: era el niño más adorable que había visto. Aunque menudo para sus cinco años, sus manos y sus pies indicaban que estaba a punto de dar un estirón.

– Encantada de conocerte, Zeke.

Bajo la atenta mirada de su padre, el niño tendió la mano para que Sara se la estrechara. Al cogerle los deditos, sintió una sintonía inmediata.

Lev le frotó la espalda y, con una expresión de manifiesta felicidad, dijo:

– Es mi mayor orgullo y alegría.

Sara asintió. Zeke bostezó con la boca tan abierta que enseñó hasta las amígdalas.

– ¿Tienes sueño? -preguntó Sara.

– Sí.

– Está agotado -lo disculpó Lev. Dejó a Zeke en el suelo y dijo-: Vete a buscar a tu tía Esther y dile que estás listo para irte a la cama.

Lev le dio un beso en la cabeza y luego una palmada en el trasero para que se pusiera en marcha.

– Estos últimos dos días han sido muy duros para todos nosotros -explicó a Sara.

Ella percibió su dolor, pero en realidad no sabía si estaba fingiendo, consciente de que luego ella se lo contaría todo a Jeffrey.

– Nos consolamos pensando que está en un lugar mejor -dijo Mary.

Lev frunció el entrecejo como si no la hubiera entendido, pero enseguida se recuperó y dijo:

– Sí, sí, así es.

Por la reacción de Lev, Sara se dio cuenta de que las palabras de su hermana lo habían cogido desprevenido. Se preguntó si antes Lev se refería a Rebecca en lugar de Abby, pero no podía preguntárselo sin delatar a Esther.

Sara vio a Tessa en el otro extremo de la sala. Quitaba el envoltorio a un bollo de miel mientras hablaba con un joven que vestía sobriamente y llevaba el pelo recogido en una cola de caballo. Tessa vio que Sara la miraba y, tras disculparse, se acercó. Alborotó el pelo a Zeke cuando éste pasó a su lado. Sara nunca se había alegrado tanto de ver a su hermana hasta que abrió la boca.

– Os parecéis más vosotros dos que nosotras -dijo, señalando a Sara y Lev.

Los dos se echaron a reír, y Sara hizo cuanto pudo por imitarlos. Tanto Lev como Paul eran más altos que ella, mientras que Mary y Esther se acercaban al metro ochenta que medía Sara. Por una vez, Tessa era la que quedaba fuera de lugar por su baja estatura. Sara pocas veces se había sentido tan incómoda.

– Te acuerdas de mí, ¿verdad? Y perdona que te tutee.

Sara miró alrededor, avergonzada de no acordarse de un chico al que había conocido hacía más de treinta años.

– Lo siento, pero no.

– De catequesis -aclaró él-. Papá, ¿cómo se llamaba aquella mujer? ¿Señora Dugdale? -Thomas asintió, y una sonrisa se dibujó en el lado derecho de su cara-. No parabas de hacer preguntas -dijo Lev a Sara-. Yo quería taparte la boca con celo porque nos daban zumo al acabar de leer la Biblia y tú levantabas la mano una y otra vez para preguntar de todo.

– Eso me suena de algo -comentó Tessa.

Estaba comiendo un bollo de miel y se comportaba con absoluta despreocupación, como si su madre no hubiese tenido una aventura con el hombre sentado en una silla de ruedas a su lado, el hombre que había engendrado un hijo casi idéntico a Sara.

– Había un libro ilustrado con un dibujo de Adán y Eva -contó Lev a su padre-, y ella preguntó: «Señora Dugdale, si Dios creó a Adán y Eva, ¿por qué tienen ombligo?».

Thomas soltó una carcajada inconfundible, y su hijo lo imitó. Sara debía de estar acostumbrándose a la manera de hablar de Thomas, porque lo entendió perfectamente cuando dijo:

– Es una buena pregunta.

– No sé por qué no te contestó simplemente que era una interpretación artística, no una imagen real -dijo Lev.

Aunque Sara apenas guardaba memoria de la señora Dugdale, salvo su constante alegría, sí recordó su respuesta.

– Contestó que había que tener fe, creo.

– Vaya -dijo Lev pensativo-, detecto el desprecio por la religión del científico.

– Lo siento -se disculpó Sara.

Sin duda no había ido allí para insultar a nadie.

– «La religión sin ciencia está ciega» -citó Lev.

– Te olvidas de la primera parte -le recordó ella-. Einstein también dijo que la ciencia sin religión está coja.

Lev enarcó las cejas.

Incapaz de dejar pasar una ocasión para exhibir sus conocimientos, Sara añadió:

– También dijo que deberíamos buscar lo que es, y no lo que creemos que debería ser.

– Toda teoría es una idea no demostrada -apuntó Lev.

Thomas volvió a reír, obviamente disfrutando con la conversación. Sara se avergonzó, como si le hubieran reprochado sus alardes.

Lev la incitó a seguir.

– Es una dicotomía interesante, ¿no te parece?

– No lo sé -murmuró Sara.

No estaba dispuesta a entablar una discusión filosófica con aquel hombre delante de su propia familia en la sala de la iglesia que probablemente había construido su padre con sus propias manos. Sara también era consciente de que no quería complicarle la vida a Tessa.

Lev no pareció darse cuenta.

– ¿Qué fue primero, el huevo o la gallina? -preguntó Lev-. ¿Dios creó al hombre o el hombre creó a Dios?

Procurando no dejarse arrastrar, Sara decidió decir lo que creía que él quería oír.

– La religión desempeña un papel importante en la sociedad.

– Eso sí -coincidió él, y ella no supo si le tomaba el pelo o si pretendía provocarla; en cualquier caso, se sintió molesta.

– La religión ofrece un vínculo común. Crea grupos, familias, que forman sociedades con los mismos valores y objetivos. Estas sociedades tienden a prosperar más que los grupos sin una influencia religiosa. Transmiten ese imperativo a sus hijos, y los hijos a los suyos, y así sucesivamente.

– El gen de Dios -apuntó Lev.

– Supongo -concedió ella, lamentando de pronto haberse dejado arrastrar así.

De pronto intervino Connolly, más enfadado de lo que Sara habría supuesto.

– Joven, o está usted a la diestra del Señor o no lo está -dijo él con tal tono que Sara se puso roja como un tomate.

– Yo sólo…

– Es usted fiel o infiel -insistió Connolly. Cogió una Biblia de encima de la mesa y alzó la voz-. Me compadezco de los infieles, porque heredan una eternidad en los abismos en llamas del infierno.

– Amén -murmuró Mary.

Pero Sara no apartó la mirada de Connolly. De pronto, se había convertido en el hombre contra el que Jeffrey la había prevenido. Intentó aplacarlo.

– Lo siento si…

– Vamos, Cole -interrumpió Lev en tono jocoso, como si Connolly fuera un tigre sin dientes-. Hablábamos por hablar.

– Con la religión no se juega -replicó Connolly, con las venas del cuello hinchadas-. ¡Usted, joven, no debe jugar con las vidas de los demás! Estamos hablando de la salvación. ¡De la vida y la muerte!

– Cole, tranquilo -dijo Tessa para suavizar la tensión.

Aunque Sara sabía cuidar muy bien de sí misma, se alegró de recibir el apoyo de su hermana, sobre todo porque no tenía ni idea de hasta dónde podía llegar Connolly.

– Es una invitada, Cole -dijo Lev, y si bien sus palabras eran cordiales, contenían un tono que, sin ser exactamente amenazador, reafirmaba su autoridad-. Una invitada que tiene tanto derecho como tú a expresar sus opiniones.

Thomas Ward dijo algo, pero Sara sólo lo entendió en parte. Dedujo que aludía a que Dios bendecía al hombre con libertad para elegir.

Saltaba a la vista que Connolly contenía su indignación cuando respondió:

– Tengo que ir a ver si Rachel necesita ayuda.

Se alejó furioso, con los puños cerrados a los lados. Sara se fijó en sus amplios hombros y la espalda musculosa. Pensó que, pese a su edad, Cole Connolly podía dar una paliza a la mitad de los hombres de aquella sala sin pestañear.

Lev lo observó irse. Aunque Sara no conocía al predicador y no sabía si lo sucedido le había divertido o molestado, pareció sincero cuando dijo:

– Lo siento.

– ¿Y eso a qué venía? -preguntó Tessa-. Nunca lo he visto tan alterado.

– Abby ha supuesto una gran pérdida para nosotros -contestó Lev-. Cada uno se enfrenta al dolor a su manera.

Sara tardó un momento en recuperar la voz.

– Siento haberlo molestado.

– No tienes que disculparte -dijo Lev, y Thomas, desde su silla, emitió un murmullo de aprobación-. Cole es de otra generación. La introspección no es su fuerte. -Sonrió abiertamente-. «La vejez debería arder y soñar al acabar el día…»

– «Rabia, rabia contra la luz desfalleciente» -concluyó Tessa.

Sara no supo qué la sorprendió más, si el estallido de ira de Connolly o que Tessa citara a Dylan Thomas. Vio que su hermana tenía un brillo en la mirada y por fin entendió su repentina conversión religiosa.

Se había encaprichado del pastor.

– Lamento que te haya molestado -dijo Lev a Sara.

– No estoy molesta -mintió Sara, intentando adoptar un tono convincente.

Sin embargo, a Lev parecía preocuparle que su invitada se sintiera insultada.

– El problema con la religión -dijo Lev- es que siempre llegas a un punto en que no hay respuestas a las preguntas.

– La fe -apuntó Sara sin pensar.

– Sí. -Lev sonrió, y ella no supo si estaba o no de acuerdo con ella-. La fe. -Enarcó una ceja mirando a su padre-. La fe es una proposición engañosa.

El enfado de Sara debía de ser evidente, porque Paul dijo:

– Hermano, en vista de cómo tratas a las mujeres, no me extraña que no te hayas vuelto a casar.

Thomas se echó a reír otra vez y un hilo de saliva le resbaló por la barbilla. Mary se apresuró a limpiárselo. El viejo habló, esta vez con visible esfuerzo, porque lo que quería decir no era breve, y Sara no entendió una sola palabra.

En lugar de traducir, Mary lo reprendió:

– Papá.

– Dice que si fueras un palmo más baja y estuvieras un poco más enfadada, serías la viva imagen de tu madre -dijo Lev a Sara.

Tessa se rió con él.

– Es agradable que digan esas cosas de otros para variar -y dirigiéndose a Thomas-: La gente siempre dice que yo me parezco a mi madre y Sara al lechero.

Aunque Sara no podría asegurarlo, creyó percibir cierta reserva en la sonrisa de Thomas.

– Por desgracia, yo lo único que he heredado de mi padre es su terquedad -dijo Lev.

La familia se rió de buena gana.

Lev echó un vistazo al reloj.

– Empezamos dentro de unos minutos. Sara, ¿te importaría acompañarme?

– Claro que no -contestó ella, esperando que él no continuara con la conversación.

Lev le abrió la puerta del presbiterio y la cerró suavemente después de entrar. Dejó la mano en el pomo como para asegurarse de que nadie los seguía.

– Siento haberte apretado las tuercas así -dijo Lev.

– No me has molestado -replicó ella.

– Echo de menos las discusiones teológicas con mi padre -explicó-. Como has visto, le cuesta hablar, y yo sólo… Bueno, es posible que me haya dejado llevar un poco. Quiero disculparme.

– No estoy ofendida -dijo ella.

– A veces puede ser un poco difícil tratar con Cole -prosiguió él-. Lo ve todo en blanco y negro.

– Ya me he dado cuenta.

– El problema es que hay determinada clase de personas… -Lev sonrió enseñando los dientes-. Pasé por la universidad unos años. Psicología. -Casi parecía avergonzarse-. Hay cierta tendencia entre la gente culta a pensar que todo creyente es estúpido o se engaña.

– En ningún momento he pretendido dar esa impresión.

Él captó la indirecta, y lanzó una a su vez.

– Tengo entendido que Cathy es muy religiosa.

– Lo es -contestó Sara. Sin embargo, no quería que ese hombre pensara siquiera en su madre, y menos aún que mencionara su nombre-. Es una de las personas más inteligentes que conozco.

– Mi madre murió cuando era un niño. Nunca tuve el placer de conocerla profundamente.

– Lo siento -dijo Sara.

Lev la miró fijamente y asintió como si hubiera tomado una decisión. Si no hubiesen estado en una iglesia y él no hubiese llevado un crucifijo prendido en la solapa, Sara habría jurado que aquel hombre coqueteaba con ella.

– Tu marido es un hombre muy afortunado -dijo él.

En lugar de corregirlo, Sara contestó:

– Gracias.


Cuando Sara llegó a su casa, Jeffrey leía Andersonville en la cama. Se alegró tanto de encontrarlo allí que por un momento pensó que le fallaría la voz si intentaba hablar.

Jeffrey cerró el libro, señalando la página con el dedo.

– ¿Cómo ha ido?

Ella se encogió de hombros mientras se desabrochaba la blusa.

– Tessa estaba contenta.

– Me alegro -dijo él-. Necesita estar contenta.

Sara se bajó la cremallera de la falda. Había dejado las medias en el suelo del coche, donde se las había quitado de camino a casa.

– ¿Has visto la luna? -preguntó él, y Sara tuvo que pensar un momento antes de saber a qué se refería.

– Ah. -Miró por las ventanas de la habitación, donde el pantano reflejaba la luna llena con toda nitidez-. Magnífica.

– Seguimos sin saber nada de Rebecca Bennett.

– Esta noche he hablado con su madre -comentó Sara-. Está muy preocupada.

– Yo también.

– ¿Crees que corre peligro?

– Creo que no dormiré tranquilo hasta que sepa dónde está.

– ¿No se ha encontrado nada en la batida del bosque?

– Nada -corroboró él-. Y Frank tampoco ha averiguado nada en las joyerías. Y todavía no hemos recibido los resultados del laboratorio sobre los grupos sanguíneos en la segunda caja.

– Ron habrá estado muy ocupado -dijo ella, extrañada de que el patólogo no hubiera cumplido su promesa-. Deben de tener mucho trabajo o algo así.

Jeffrey la observó.

– ¿Ha sucedido algo esta noche?

– ¿Te refieres a algo en particular? -preguntó ella.

Se acordó del enfrentamiento con Cole Connolly, pero seguía molesta por la discusión. No sabía muy bien cómo explicarle a Jeffrey lo que sentía, y cuanto más lo pensaba, más sospechaba que la interpretación de Lev acerca de su conducta podía ser acertada. También se avergonzaba un poco de su propio comportamiento y no estaba del todo segura de si no había provocado ella al viejo.

– Paul, el hermano, me ha pedido una copia del certificado de defunción de Abby -contó a Jeffrey.

– Qué raro -comentó Jeffrey-. Me pregunto por qué.

– ¿No habrá un testamento o un fideicomiso? -Sara se desabrochó el sujetador mientras entraba en el cuarto de baño.

– Es abogado -dijo Jeffrey-. Seguro que hay algún embrollo legal de por medio. ¿Algo más?

– He conocido al hijo de Lev -dijo, sin saber muy bien por qué se lo contaba.

El niño tenía las pestañas más largas y bonitas que Sara había visto, y al recordar la manera en que había bostezado, con el abandono que sólo puede mostrar un niño, se le abrió un espacio en el corazón que había intentado cerrar hacía mucho tiempo.

– ¿Zeke? -preguntó Jeffrey-. Es un niño encantador.

– Sí -coincidió ella, buscando en el cubo de la ropa sucia una camiseta lo bastante limpia para dormir.

– ¿Y qué más ha sucedido?

– Me he dejado arrastrar a una discusión teológica con Lev.

Sara encontró una camiseta de Jeffrey y se la puso. Cuando se enderezó, vio el cepillo de dientes de él en el cubilete junto al suyo. La espuma de afeitar y la maquinilla estaban colocadas una al lado de la otra, y su desodorante junto al de ella en la estantería.

– ¿Y quién ha ganado? -preguntó él.

– Nadie -consiguió contestar, mientras ponía en el cepillo la pasta de dientes.

Se lavó los dientes con los ojos cerrados. Estaba rendida.

– ¿No te habrán convencido para que te bautices?

– No, son todos muy amables -respondió, demasiado cansada para reírse-. Entiendo por qué a Tessa le gusta ir allí.

– ¿No han exhibido serpientes ni hablado en lenguas desconocidas?

– Han cantado un himno y hablado de las buenas obras. -Se enjuagó la boca y dejó el cepillo en el cubilete-. Son mucho más divertidos que los de la iglesia de mi madre, eso te lo aseguro.

– ¿Ah, sí?

– Ajá -contestó ella, mientras se metía en la cama y se deleitaba con el contacto de las sábanas limpias.

El hecho de que Jeffrey se encargara de la colada era razón suficiente para disculpar casi todos, si no todos, sus defectos. Él se tumbó de costado, apoyándose en un codo.

– ¿Divertidos en qué sentido?

– No hablan del fuego del infierno, como diría Bella. -De pronto se acordó y le preguntó-. ¿Les dijiste que soy tu mujer?

Jeffrey tuvo el detalle de aparentar bochorno.

– Es posible que se me escapara.

Sara le dio un amago de puñetazo en el pecho y él fingió desplomarse como si le hubiera pegado de verdad.

– Están muy unidos -señaló ella.

– ¿La familia?

– No les he notado nada especialmente raro. Mejor dicho, no son más raros que mi propia familia, y tú no digas nada, señor Tolliver, porque te recuerdo que conozco a tu madre.

Jeffrey aceptó la derrota con un leve gesto de asentimiento.

– ¿Estaba Mary?

– Sí.

– Es la otra hermana. Lev no fue a la comisaría con el pretexto de que ella estaba enferma.

– Pues a mí no me ha parecido enferma -dijo Sara-. Pero tampoco la he explorado.

– ¿Y los demás?

Sara reflexionó un momento.

– Rachel no ha estado mucho tiempo. Y a ese Paul le gusta controlar.

– A Lev también.

– Ha dicho que mi marido era un hombre afortunado. -Sonrió, sabiendo que eso le molestaría.

Jeffrey tensó la mandíbula.

– No me digas.

Sara se rió y apoyó la cabeza en su pecho.

– Le he dicho que la afortunada era yo por tener un marido tan honrado -dijo «marido» con el acento típico sureño.

Sara puso la mano sobre el vello del pecho porque le hacía cosquillas en la nariz. Jeffrey acarició con el dedo su anillo de la universidad, que ella todavía llevaba puesto. Sara cerró los ojos, esperando que él dijera algo, que repitiera la pregunta que le había estado haciendo en los últimos seis meses, pero en lugar de eso, quiso saber:

– ¿Qué necesitabas ver con tus propios ojos esta noche?

A sabiendas de que no podía seguir posponiendo lo inevitable, Sara contestó:

– Mi madre tuvo una aventura.

Jeffrey tensó el cuerpo.

– ¿Tu madre? ¿Cathy? -preguntó, tan incrédulo como Sara en un primer momento.

– Me lo contó hace unos años -explicó Sara-. Dijo que no fue una relación sexual, pero ella se marchó de casa y dejó a mi padre.

– No parece propio de ella.

– No puedo contárselo a nadie.

– No lo diré -dijo-. Además, ¿quién iba a creerme?

Sara volvió a cerrar los ojos, deseando que su madre no se lo hubiera contado nunca. En ese momento Cathy pretendía demostrar que Sara podía resolver las cosas con Jeffrey si de verdad lo deseaba, pero ahora esa información le resultaba tan ingrata como una discusión teológica con Cole Connolly.

– Fue con el fundador de esa iglesia, Thomas Ward.

Jeffrey esperó un momento.

– ¿Y?

– Y no sé qué pasó, pero obviamente mis padres se reconciliaron. -Alzó la vista hacia Jeffrey-. Me dijo que volvieron porque ella se quedó embarazada de mí.

Él tardó un momento en contestar.

– Ésa no es la única razón por la que volvió con él.

– Los niños cambian las cosas -dijo Sara, acercándose al tema de su propia infertilidad como nunca se había atrevido antes-. Un niño es un lazo entre dos personas. Te ata para siempre.

– Y también el amor -apuntó él, apoyando la mano en la mejilla de ella-. Te ata el amor. Las experiencias. Compartir tu vida. Ver envejecer al otro.

Sara volvió a apoyar la cabeza.

– Sólo sé que tu madre quiere a tu padre -prosiguió Jeffrey, como si no hubieran estado hablando de sí mismos.

Sara se armó de valor.

– Dijiste que Lev tenía el mismo pelo y los mismos ojos que yo.

Jeffrey contuvo la respiración al menos veinte segundos.

– Joder -exclamó, incrédulo-. ¿No pensarás que…? -Se interrumpió-. Sé que lo dije en broma, pero…

Ni siquiera él podía pronunciar las palabras en voz alta.

Sara, con la cabeza aún apoyada en el pecho de él, alzó la vista hacia su barbilla. Jeffrey se había afeitado, probablemente en previsión de algún tipo de celebración esa noche tras conocer la buena noticia sobre sus análisis de sangre.

– ¿Estás cansado? -preguntó ella.

– ¿Y tú?

Sara se enroscó el vello en los dedos.

– Podría dejarme convencer.

– ¿Hasta qué punto?

Sara se tumbó de espaldas y lo arrastró consigo.

– ¿Por qué no lo compruebas tú mismo?

Aceptando su propuesta, Jeffrey la besó lenta y suavemente.

– Estoy tan contenta -dijo ella.

– Pues yo me alegro de que lo estés.

– No. -Apoyó las manos en la cara de él-. Estoy contenta porque no te has contagiado.

Jeffrey volvió a besarla, con calma, jugueteando con sus labios. Sara empezó a relajarse cuando él se apretó contra ella. A ella le encantaba sentir el peso de su cuerpo encima, la manera en que él sabía dónde tocarla. Si hacer el amor era un arte, Jeffrey era un maestro, y mientras le recorría el cuello con los labios, ella volvió la cabeza, con los ojos entornados, disfrutando de la sensación, hasta que vio de soslayo un destello fuera de lo normal al otro lado del pantano.

Sara aguzó la mirada, pensando que tal vez era el efecto de la luna reflejada en el agua o cualquier otra cosa.

– ¿Qué pasa? -preguntó Jeffrey, dándose cuenta de que ella tenía la cabeza en otra parte.

– Chist -dijo ella, mirando hacia el pantano. Volvió a ver el destello, y apartando a Jeffrey, dijo-: Levántate.

– ¿Por qué? -preguntó él.

– ¿Siguen batiendo el bosque?

– De noche no -contestó-. ¿Qué…?

Sara se levantó de la cama y apagó la luz de la mesilla de noche. Sus ojos tardaron un momento en adaptarse a la oscuridad, y extendiendo los brazos, se acercó a tientas a la ventana.

– He visto algo -dijo-. Ven.

Jeffrey se levantó y, tras detenerse junto a ella, escrutó el pantano.

– No veo…-Calló.

Otra vez el destello. Sin duda era una luz. Había alguien al otro lado del pantano con una linterna. Exactamente donde habían encontrado a Abby.

– Rebecca.

Jeffrey se movió como si hubiera oído un disparo. Antes de que Sara encontrara su ropa, ya se había puesto los vaqueros. Sara oyó sus pasos sobre la pinaza del jardín trasero mientras se ponía las zapatillas de deporte y salía tras él.

La luna llena iluminaba el sendero que bordeaba el pantano, y Sara corría a la misma velocidad que Jeffrey, varios metros por detrás. Él no se había puesto la camisa, y Sara sabía que iba descalzo porque ella llevaba sus zapatillas. Se le había salido el talón de la derecha, y Sara se obligó a detenerse unos segundos para calzársela bien. Perdió un tiempo precioso, y luego echó a correr todavía más deprisa, sintiendo el corazón en la garganta. Recorría la misma ruta casi todas las mañanas, pero ahora se le antojó que tardaba una eternidad en llegar al otro lado del pantano.

Jeffrey era un velocista mientras que a Sara se le daban mejor las carreras de fondo. Cuando por fin pasó por delante de la casa de sus padres, recobró la energía y en pocos minutos lo alcanzó. Los dos aflojaron el paso al acercarse al bosque y se detuvieron cuando el haz de una linterna atravesó el sendero ante ellos.

Jeffrey obligó a Sara a agacharse a la vez que él. Respiraban al unísono, y Sara temió que los delatara el ruido.

Vieron que la luz de la linterna avanzaba en dirección al bosque, aproximándose cada vez más al sitio donde Jeffrey y Sara habían encontrado a Abigail sólo tres días antes. De pronto Sara sintió un momento de pánico. Quizás el asesino volvía después para recuperar los cadáveres. Quizás había una tercera caja que no habían encontrado en las batidas y el secuestrador había regresado para llevar a cabo otra parte del ritual.

– Quédate aquí -le susurró Jeffrey al oído.

Se alejó agachado antes de que ella pudiera detenerlo. Sara se acordó de que iba descalzo, y se preguntó si era consciente de lo que hacía. Tenía la pistola en la casa. Nadie sabía que estaban allí.

Sara lo siguió, manteniéndose a cierta distancia, procurando por todos los medios no pisar algo que hiciera ruido. Más adelante vio que la luz de la linterna se había detenido y apuntaba hacia el suelo, probablemente el agujero vacío donde había yacido Abby.

Un grito agudo reverberó en el bosque y Sara se quedó petrificada.

Siguió una risa -más bien un cacareo-, que la asustó más que el grito.

– No se mueva de donde está -ordenó Jeffrey con voz firme e imperiosa a la persona que sostenía la linterna. La chica volvió a gritar. La luz de la linterna se levantó, y Jeffrey dijo-: Aparte eso de mi cara.

La otra persona obedeció, y Sara dio un paso más hacia delante.

– ¿Qué coño hacéis aquí? -preguntó Jeffrey.

Sara ya los veía: una pareja de adolescentes de pie frente a Jeffrey. Aunque llevaba sólo unos vaqueros, Jeffrey ofrecía un aspecto amenazador.

La chica volvió a gritar en el momento en que Sara, sin querer, pisó una rama.

– Por Dios, ¿sabéis que ha pasado aquí? -preguntó Jeffrey entre dientes, todavía sin resuello por la carrera.

El chico tenía unos quince años y estaba casi tan asustado como la muchacha a su lado.

– Yo… yo sólo quería enseñarle… -Se le quebró la voz, aunque estaba más que abochornado-. Sólo pretendíamos divertirnos.

– ¿Esto te parece divertido? -gruñó Jeffrey-. Aquí murió una mujer. La enterraron viva.

La chica rompió a llorar. Sara la reconoció de inmediato. Lloraba prácticamente cada vez que iba a la consulta, tanto si le ponían una inyección como si no.

– ¿Liddy? -preguntó Sara.

La chica se sobresaltó, pese a haber visto a Sara allí pocos segundos antes.

– ¿Doctora Linton?

– Tranquila, no pasa nada.

– Sí pasa -replicó Jeffrey.

– Les estás dando un susto de muerte -dijo Sara a Jeffrey, y luego preguntó a los chicos-: ¿Qué hacéis aquí a estas horas?

– Roger quería enseñarme… enseñarme… el lugar… -lloriqueó-. ¡Lo siento!

– Yo también lo siento -intervino Roger-. Ha sido una tontería. Lo siento -ahora hablaba más deprisa, ya que probablemente se había dado cuenta de que Sara podía sacarlos del apuro-. Lo siento, doctora Linton. No queríamos hacer nada malo. Sólo estábamos…

– Es tarde -interrumpió Sara, reprimiendo el deseo de estrangularlos. Tenía flato debido a la carrera y sintió el aire frío-. Ahora debéis volver los dos a vuestras casas.

– Sí, doctora -contestó Roger; cogió a Liddy por el brazo y prácticamente la arrastró por el sendero hacia la calle.

– Niñatos estúpidos -farfulló Jeffrey.

– ¿Estás bien?

Jeffrey se sentó en una roca, masculló una maldición, respirando todavía con dificultad.

– Me he cortado en el pie.

Sara se acercó a él, también sin resuello.

– ¿Es que te has empeñado en no pasar ni un solo día de esta semana sin hacerte daño?

– Eso parece -contestó él-. Joder, qué susto me han dado.

– Al menos no era…

Sara no acabó la frase. Los dos sabían cuál era la alternativa.

– Tengo que averiguar quién la mató -dijo Jeffrey-. Se lo debo a su madre. Tiene que saber por qué sucedió.

Sara miró hacia el otro lado del pantano, intentando localizar su casa, la casa de los dos. Al salir al jardín, habían tropezado con los focos y los habían derribado, y mientras Sara miraba la casa, se apagaron.

– ¿Cómo tienes el pie?

– Me duele… -Dejó escapar un profundo suspiro-. Dios mío, me estoy cayendo a pedazos.

Sara le frotó la espalda.

– Estás bien.

– La rodilla, el hombro, la mano… -Levantó la pierna-. Y ahora el pie.

– Te olvidas del ojo -le recordó ella, rodeándole la cintura con el brazo e intentando consolarlo.

– Me estoy haciendo viejo.

– Podrían pasarte cosas peores -señaló ella, aunque, por su silencio, se dio cuenta de que Jeffrey no estaba de humor para bromas.

– Este caso puede conmigo.

Siempre se implicaba a fondo en los casos; ésa era una de las muchas cosas que a Sara le encantaban de él.

– Lo sé -dijo ella, y reconoció-: Me sentiría mucho mejor si supiéramos dónde está Rebecca.

– Hay algo que se me escapa -dijo él. Le cogió la mano-. Seguro que hay algo que se me escapa.

Sara contempló el pantano, los destellos de la luna reflejados en las olas que lamían la orilla. ¿Sería eso lo último que vio Abby antes de que la enterraran viva? ¿Sería eso lo último que vio Rebecca?

– Tengo que contarte una cosa.

– ¿Algo más sobre tus padres?

– No -contestó ella, y se habría dado una patada por no habérselo dicho antes-. Tiene que ver con Cole Connolly. Seguro que no es nada, pero…

– Cuéntamelo -la interrumpió él-, y ya decidiré yo mismo si no es nada.

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