JUEVES

Capítulo 11

Sentada a la mesa de la cocina, Lena tenía la mirada clavada en el móvil. Debía llamar a Terri Stanley. Era ineludible. Debía disculparse, decirle que haría cuanto estuviera en sus manos para ayudarla. Lo que no sabía era qué haría después. ¿Cómo podía ayudarla? ¿Qué podía hacer por Terri cuando era incapaz de ayudarse a sí misma?

En el pasillo, se oyó el chasquido de la puerta del cuarto de baño cuando Nan la cerró. Lena esperó el sonido de la ducha y luego la voz de Nan ofreciendo su triste versión de una canción que sonaba en todas las emisoras de radio. En ese momento levantó la tapa del móvil y marcó el número de los Stanley.

Desde el altercado en la gasolinera, Lena había convertido el número de teléfono en un mantra, de modo que al pulsar las teclas tuvo una sensación de déjà vu. Se acercó el teléfono al oído. Sonó siete veces antes de que descolgaran. El corazón se le paró por un segundo a la vez que rogaba que la persona al otro lado de la línea no fuera Dale.

Obviamente, el nombre de Lena salió en el identificador de llamadas de los S1 anley.

– ¿Qué quieres? -susurró Terri entre dientes.

– Quiero disculparme -dijo Lena-. Quiero ayudarte.

– Puedes ayudarme dejándome en paz -replicó, sin alzar la voz.

– ¿Dónde está Dale?

– Por ahí. -Terri parecía cada vez más asustada-. Volverá de un momento a otro. Verá tu número en el teléfono.

– Dile que he llamado para darte las gracias por haber venido.

– No se lo creerá.

– Terri, escúchame…

– No tengo opción.

– No tenía que haberte hecho daño.

– Eso ya lo he oído otras veces.

Ante la insinuación, Lena hizo una mueca.

– Tienes que largarte de ahí.

Guardó silencio por un momento.

– ¿Y por qué piensas que eso es lo que yo quiero? -le preguntó Terri.

– Porque lo sé -dijo Lena, y las lágrimas asomaron a sus ojos-. Dios mío, Terri. Lo sé, ¿vale? Confía en mí.

Terri permaneció callada tanto tiempo que Lena pensó que había colgado.

– ¿Terri?

– ¿Cómo lo sabes?

A Lena el corazón le latía de tal modo que lo notaba en las costillas. Nunca había reconocido ante nadie sus problemas con Ethan; incluso en ese momento se sintió incapaz de reconocerlo abiertamente. Sólo pudo decirle a Terri:

– Lo sé por la misma razón que tú.

La joven volvió a callar.

– ¿Alguna vez has intentado dejarlo? -preguntó Terri.

Lena pensó en todas las veces que había intentado mantenerse a distancia, sin contestar el teléfono, sin ir al gimnasio, refugiándose en el trabajo. Pero él siempre daba con ella. Siempre encontraba la manera de volver a introducirse en su vida.

– ¿Crees que puedes ayudarme? -preguntó Terri al borde de la histeria.

– Soy policía.

– Mira, guapa, tú no eres nada-dijo con aspereza-. Las dos nos ahogamos en el mismo mar.

Lena sintió que sus palabras la traspasaban como puñales. Iba a decir algo, pero oyó un suave chasquido en la línea y luego silencio. Aguardó, sin perder la esperanza, hasta que salió la voz grabada de una operadora que le recomendó colgar y volver a marcar el número.

Nan entró en la cocina con su elegante bata rosa ceñida a la cintura y una toalla enrollada a la cabeza.

– ¿Esta noche cenarás aquí?

– Sí -contestó Lena. Y luego-: No, no lo sé. ¿Por qué?

– He pensado que estaría bien que charláramos -dijo, poniendo el hervidor en el fuego-. Para ver cómo te va. No hemos hablado desde que volviste de casa de Hank.

– Estoy bien -le aseguró Lena.

Nan se volvió para mirarla con atención.

– Tienes mala cara.

– Ha sido una semana dura.

– Mira, acabo de ver pasar a Ethan en bicicleta por el camino de entrada.

Lena se puso en pie tan deprisa que sintió un mareo.

– Tengo que irme a trabajar.

– ¿Por qué no lo invitas a entrar? -sugirió Nan-. Prepararé más té.

– No -balbució Lena-. Llego tarde.

Siempre se ponía nerviosa cuando Ethan coincidía con Nan. Ethan era demasiado imprevisible, y a ella le avergonzaba que Nan supiera con qué clase de hombre estaba liada.

– Hasta luego -se despidió a la vez que se metía el móvil en el bolsillo de la chaqueta.

Prácticamente salió corriendo de la casa y paró en seco cuando vio a Ethan junto a su coche. Estaba arrancando algo pegado con celo a la ventanilla del lado del conductor.

Lena bajó por la escalinata disimulando su agitación.

– ¿Y esto qué es? -preguntó Ethan, sosteniendo un pequeño sobre. Lena reconoció la letra de Greg a tres metros-. ¿Quién más te llama Lee?

Ella se lo arrancó de la mano antes de que él pudiera hacer nada para evitarlo.

– Casi todas las personas que me conocen -contestó-. ¿Qué haces aquí?

– He pensado en pasar a verte antes de ir al trabajo.

Lena miró el reloj.

– Vas a llegar tarde.

– No pasa nada.

– La supervisora de tu libertad condicional dijo que si volvías a llegar tarde, te abriría un expediente.

– Por mí, esa tortillera puede irse a la mierda.

– Y también puede volver a enviarte a la cárcel, eso es lo que puede hacer, Ethan.

– Tranquila, ¿vale? -Intentó coger el sobre, pero ella fue más rápida que él. Él arrugó la frente y preguntó-: ¿Qué es?

Lena se dio cuenta de que no iba a poder irse de allí hasta que abriera el sobre. Le dio la vuelta y retiró el celo con cuidado como una vieja que quisiese guardar el papel de un regalo.

– ¿Qué es? -repitió Ethan.

Lena abrió el sobre, deseando que no hubiera nada dentro que pudiera causarle problemas. Sacó un compacto con una etiqueta en blanco.

– Es un compacto.

– ¿Un compacto de qué?

– Ethan -empezó a decir Lena, mirando hacia la casa. Vio que Nan miraba por la ventana-. Sube al coche.

– ¿Por qué?

Abrió el maletero para que él pudiera meter su bicicleta.

– Porque vas a llegar tarde al trabajo.

– ¿De qué es el compacto?

– No lo sé.

Empezó a levantar la bicicleta, pero él se le adelantó, y los músculos de los brazos se marcaron bajo las mangas largas de la camiseta. En su época de cabeza rapada se había tatuado el cuerpo con símbolos nazis, y rara vez usaba prendas que los dejara a la vista, y menos cuando iba a trabajar de camarero a la cafetería de la universidad.

Lena se subió al coche y esperó a que él metiera su bicicleta en el maletero y se sentara a su lado. Lena dejó el compacto detrás de la visera, con la esperanza de que él lo olvidara. Pero nada más entrar, Ethan lo cogió.

– ¿Quién te ha enviado esto?

– Una persona que conozco -y le ordenó-: Ponte el cinturón.

– ¿Por qué estaba pegado con celo a tu coche?

– Tal vez porque es muy discreto y no ha querido entrar.

Lena se dio cuenta de que había usado el masculino sólo un segundo después de que la palabra le hubiera salido de la boca. Hizo ver que no había dicho nada, poniendo la marcha atrás y retrocediendo por el camino de entrada. Al volverse, miró de reojo a Ethan. Éste tenía la mandíbula tan tensa que Lena se sorprendió de que los dientes no se le empezaran a romper.

Sin mediar palabra, Ethan encendió la radio y pulsó el botón para extraer el disco. Salió su compacto de Radiohead. Lo cogió por los bordes y metió el de Greg como si fuera una pastilla que quería hacerle tragar a alguien.

Lena se tensó al oír el tañido de una guitarra seguido de la respuesta de los demás instrumentos. La introducción duró unos segundos, hasta que una estridente guitarra y la batería dieron paso a la voz inconfundible de Ann Wilson.

Ethan frunció la nariz como si algo oliera mal.

– ¿Qué es esta mierda?

– Heart -contestó ella, intentando disimular sus emociones.

El corazón le latía tan rápido que estaba segura de que él lo oía por encima de la música.

Él arrugaba la frente.

– Nunca he oído esa canción.

– Es un disco nuevo.

– ¿Un disco nuevo? -repitió, y aunque Lena mantenía la vista fija en la calle, sentía la mirada de él clavada en ella-. ¿No son esas tías que follaban entre ellas?

– Son hermanas -corrigió Lena, irritada porque seguía corriendo ese viejo rumor.

Heart había tenido un gran impacto en el mundo del rock, y como siempre, los chicos de los otros grupos de éxito se habían sentido lo bastante amenazados para difundir rumores de mal gusto. Como hermana gemela que era, Lena había oído todas las obscenas fantasías masculinas sobre las hermanas; y sólo pensarlo, le daba asco.

Ethan subió el volumen cuando ella se detuvo en un stop.

– No está mal -comentó él, probablemente poniéndola a prueba-. ¿La que canta es la gorda?

– No está gorda.

Ethan soltó una risotada.

– Podría perder peso, Ethan. Siempre serás un gilipollas. -Al ver que él simplemente volvía a reír, Lena añadió-: Como si Kurt Cobain fuera el no va más.

– A mí no me gustaba ese marica.

– ¿Por qué será que toda mujer que no quiere follar contigo es tortillera y todo hombre que no es tan enrollado como tú es marica?

– Nunca he dicho…

– Da la casualidad de que mi hermana era lesbiana -le recordó Lena.

– Lo sé.

– Mi mejor amiga es lesbiana -continuó Lena, aunque nunca se había planteado que Nan fuera su mejor amiga.

– ¿Qué coño te pasa?

– ¿Que qué me pasa? -repitió ella, y pisó el freno tan bruscamente que él casi se dio de cabeza contra el salpicadero-. Te he dicho que te pusieras el puto cinturón.

– De acuerdo -respondió él, y la miró como si pensara que estaba comportándose estúpidamente.

– Déjalo -dijo ella, y se desabrochó su cinturón de seguridad.

– ¿Qué haces? -preguntó él cuando ella tendió la mano para abrirle la puerta-. Joder, ¿qué…?

– ¡Fuera de aquí! -ordenó.

– Pero ¿qué…?

Ella lo empujó y gritó:

– ¡Sal de mi coche, joder!

– ¡Vale, vale! -gritó él a su vez, apeándose-. ¡Estás como una puta cabra! ¿Lo sabías?

Lena pisó el acelerador y la puerta del acompañante se cerró con el impulso. Avanzó unos veinte metros y frenó tan bruscamente que las ruedas chirriaron. Cuando se bajó del coche, Ethan caminaba por la calle temblando de ira.

– ¡Ni se te ocurra volver a dejarme plantado así, hija de puta! -gritó Ethan, apretando los puños y escupiendo saliva con las palabras.

Lena se sintió increíblemente tranquila cuando sacó la bicicleta del maletero y la tiró al suelo. Ethan echó a correr para poder alcanzarla. Seguía corriendo cuando ella miró por el espejo retrovisor al doblar la esquina.


– ¿Por qué sonríes? -preguntó Jeffrey en cuanto Lena entró en la sala de revista.

Él estaba junto a la máquina de café, y ella se preguntó si la esperaba.

– Por nada -contestó ella.

Jeffrey le sirvió un café y se lo pasó.

– Gracias -dijo ella, y en actitud alerta, lo cogió.

– ¿Quieres contarme lo de Terri Stanley?

A Lena se le cayó el alma a los pies.

Jeffrey bebió su café antes de decir:

– En mi despacho.

Lena lo precedió, notando el sudor que le resbalaba por la espalda y preguntándose si eso para Jeffrey sería la gota que colmaba el vaso. El único trabajo que había conocido era el de policía. No sabía hacer nada más. Su excedencia del año anterior lo había demostrado.

Jeffrey se apoyó en la mesa, en espera de que ella se sentara.

– El año pasado no viniste al picnic -dijo él.

– No -reconoció ella, agarrándose a los brazos de la silla como lo había hecho Terri dos días antes.

– ¿Qué está pasando, Lena?

– Creía… -empezó a decir Lena, sin poder acabar la frase.

¿Qué creía? ¿Qué podía contarle a Jeffrey sin revelar demasiado sobre sí misma?

– ¿Es el alcohol? -preguntó él, y por un momento ella no tuvo ni idea de qué le hablaba.

– No -contestó-. Eso me lo inventé.

Él no pareció sorprenderse.

– ¿Ah, sí?

– Sí -reconoció Lena. Dejó que saliera una parte de la verdad, como un fino hilo de aire que escapaba de un globo-: Dale le pega.

Jeffrey, a punto de beber un sorbo de café, se quedó inmóvil con la taza en el aire.

– Vi que tenía morados en el brazo -asintió con la cabeza, como confirmándoselo a sí misma-. Los reconocí. Sé cómo son.

Jeffrey dejó la taza en la mesa.

– Le dije que la ayudaría a escapar.

– Y ella no quiere irse -adivinó él.

Lena movió la cabeza con un gesto de negación.

Él cambió de postura y se cruzó de brazos.

– ¿Crees que eres la persona adecuada para ayudarla?

Lena sintió el calor de su mirada. Eso era lo más cerca que habían estado de hablar de Ethan desde que Lena empezó a salir con él el año anterior.

– Sé que te maltrata -comentó Jeffrey-. He visto las señales. Te he visto llegar con un morado en el ojo disimulado con maquillaje. He visto cómo te encogías de dolor al respirar porque te pegó tan fuerte en el estómago que apenas podías mantenerte en pie. -Y añadió-: Trabajas en una comisaría, Lena. ¿No pensaste que más de un policía se daría cuenta?

– ¿Qué policías? -preguntó ella, aterrorizada, sintiéndose descubierta.

– Este policía -contestó él, y en realidad Lena ya no necesitaba saber nada más.

Fijó la mirada en el suelo, con la sensación de que la vergüenza palpitaba en cada centímetro de su cuerpo.

– Mi padre pegaba a mi madre -explicó Jeffrey, y aunque Lena lo había adivinado hacía mucho tiempo, le sorprendió que él se lo contara. Jeffrey rara vez hablaba de su vida privada a no ser por algo relacionado directamente con un caso-. Yo intervenía -prosiguió-. Creía que si me pegaba a mí, después ella recibiría menos.

Lena se palpó con la lengua el lado interior del labio, sintiendo las profundas cicatrices de las muchas veces que Ethan le había reventado la piel. Le había roto un diente seis meses antes. Al cabo de dos meses, le había abofeteado con tal fuerza en la cabeza que aún no oía bien con el oído derecho.

– Pero nunca sucedió así -continuó Jeffrey-. Se enfadaba conmigo, me pegaba una paliza y luego arremetía contra ella con la misma violencia. Hasta el punto de que yo creía que intentaba matarla. -Hizo una pausa, pero Lena no alzó la vista-. Y un día por fin lo entendí. -Volvió a guardar silencio-. Eso era lo que ella quería -explicó, sin emoción en la voz. Hablaba con absoluta naturalidad, como si se hubiera dado cuenta hacía mucho tiempo de que no había nada que hacer-. Ella quería que él acabara con todo. No veía ninguna otra salida.

Sin darse cuenta, Lena asintió con la cabeza. Tampoco ella iba a librarse. Lo sucedido esa mañana sólo era teatro para convencerse de que no estaba del todo perdida. Ethan volvería. Siempre volvía. Sólo quedaría libre cuando él acabara con ella.

– Incluso ahora que está muerto, en cierto modo ella aún lo espera -comentó Jeffrey-. Espera ese golpe definitivo que le quitaría la vida -casi para sí, añadió-: Aunque tampoco es que le quede mucha.

Lena se aclaró la garganta.

– Sí -dijo ella-. Supongo que Terri se siente igual.

La decepción de Jeffrey fue evidente.

– Conque Terri, ¿eh?

Lena asintió y se obligó a alzar la vista, procurando con todas sus fuerzas contener las lágrimas. Se sentía tan vulnerable que no podía ni moverse. Con cualquier otra persona, se habría venido abajo y se lo habría contado todo. Pero no con Jeffrey. No podía permitir que él la viera así. Bajo ninguna circunstancia podía permitir que él viese lo débil que era.

– No creo que Pat lo sepa -dijo ella.

– No -coincidió él-. Pat traería a Dale a rastras si lo supiera. Aunque sean hermanos.

– ¿Qué vamos a hacer, pues?

– Ya sabes cómo va. -Se encogió de hombros-. Llevas en este oficio tiempo de sobra para saber cómo son las cosas. Podemos denunciarlo, pero el caso no prosperará a menos que Terri esté dispuesta a colaborar. Tiene que declarar contra él.

– Eso no lo hará -dijo Lena, recordando que la había llamado cobarde.

Se había llamado a sí misma cobarde. ¿Sería capaz Lena de presentarse ante un tribunal y señalar a Ethan con el dedo? ¿Tendría la voluntad necesaria para acusarlo, para mandarlo a la cárcel? Ante la idea de enfrentarse a él, un escalofrío de miedo le recorrió la espalda.

– Una cosa que aprendí de mi madre -dijo Jeffrey- es que no se puede ayudar a una persona que no quiere que la ayuden.

– Sí -coincidió ella.

– Según las estadísticas, una mujer maltratada tiene más probabilidades de ser asesinada cuando abandona al maltratador.

– Exacto -dijo ella, y se acordó de Ethan otra vez, de cómo se había echado a correr tras su coche esa mañana.

¿Había pensado que sería tan fácil? ¿De verdad había pensado que él lo aceptaría sin más? Lo más probable era que en ese mismo instante estuviera planeando su venganza, ideando todas las clases de dolores que podía infligirle para castigarla por siquiera pensar que podía librarse de él.

– No se puede ayudar a una persona que no quiere que la ayuden -repitió él.

Lena asintió.

– Es verdad.

Jeffrey la miró fijamente un momento.

– Hablaré con Pat cuando venga, le diré lo que ocurre.

– ¿Crees que hará algo?

– Creo que lo intentará -contestó Jeffrey-. Quiere a su hermano. Eso es lo que la gente no entiende.

– ¿Qué gente?

– La gente que no sabe de qué va -respondió él, y se tomó su tiempo antes de explicarse-. Es difícil odiar a alguien a quien se quiere.

Ella asintió, mordiéndose el labio, sin poder hablar.

Jeffrey se puso en pie.

– Buddy está aquí -y preguntó-: ¿Estás bien?

– Esto… -empezó a decir Lena-. Sí.

– Bien -dijo él, adoptando de nuevo una actitud profesional mientras abría la puerta.

Salió del despacho y Lena lo siguió, todavía sin saber qué decir. Jeffrey se comportó como si no hubiera sucedido nada entre ellos: coqueteó con Marla, diciéndole algo de su vestido nuevo, y se inclinó para pulsar el botón y dejar entrar a Buddy en la sala de revista.

El abogado entró cojeando con una sola muleta, sin la pierna ortopédica.

A Lena el tono de voz de Jeffrey le pareció forzado, como si intentara por todos los medios fingir que no pasaba nada. Bromeó con Buddy:

– ¿Tu mujer ha vuelto a quitarte la pierna?

Buddy no estaba tan afable como de costumbre.

– Acabemos con esto de una vez.

Jeffrey se detuvo y dejó que Buddy lo precediera. Cuando empezaron a caminar, Lena vio que Jeffrey renqueaba casi a la par de Buddy. Éste también se dio cuenta, y le lanzó una mirada penetrante.

Jeffrey parecía abochornado.

– Anoche me corté en el pie.

Buddy enarcó las cejas.

– Ojo no se te infecte.

Se tocó el muñón para subrayar la advertencia.

Jeffrey palideció.

– Le he pedido a Brad que llevara a Patty a la sala del fondo.

Lena encabezó la marcha camino de la sala de interrogatorios, procurando no pensar en lo que había dicho Jeffrey en su despacho. Se obligó a concentrarse en la conversación con Buddy sobre el equipo de fútbol del instituto. A los Rebels les esperaba una temporada dura, y los dos hombres recitaron estadísticas como predicadores que leen una Biblia.

Lena oyó a Patty O'Ryan aun antes de abrir la puerta. La chica chillaba como una parca en celo.

– ¡Sacadme de aquí, coño! ¡Quitadme estas cadenas, joder, hijos de puta!

Lena se detuvo ante la puerta mientras esperaba a los otros dos. Tenía que anular la parte del cerebro que repetía una y otra vez las palabras de Jeffrey. No podía dejar que sus sentimientos siguieran interfiriendo en su trabajo. Ya la había pifiado en el interrogatorio a Terri Stanley. No podía volver a fallar. Su amor propio no se lo permitiría.

Como si le adivinara el pensamiento, Jeffrey miró a Lena con una ceja enarcada, queriendo saber si estaba en condiciones de seguir adelante. Lena movió la cabeza en un ligero gesto de asentimiento, y él, tras echar un vistazo por la ventana de la puerta, dijo a Buddy:

– Esta mañana tiene un pequeño problema con el síndrome de abstinencia.

– ¡Sacadme de aquí de una puta vez! -gritó O'Ryan a pleno pulmón, o al menos Lena confiaba en que no fuera capaz de gritar más alto; por de pronto, el cristal de la puerta temblaba.

– ¿Quieres entrar y hablar con ella a solas antes de empezar? -propuso Jeffrey a Buddy.

– Ni hablar -contestó él horrorizado-. Ni se te ocurra dejarme solo con ella, joder.

– Papá -dijo la chica, ronca de tanto gritar-. Tengo que salir de aquí. Tengo una cita, una entrevista para un trabajo. Tengo que ir o llegaré tarde.

– Tal vez antes quieras pasar por casa a cambiarte -propuso Lena al advertir que O'Ryan se había rasgado el escueto atuendo de bailarina de striptease.

– ¡Y tú cierra la puta boca, chicana de mierda! -exclamó O'Ryan, volcando toda su rabia en Lena.

– Tranquila -dijo Jeffrey, sentándose frente a ella a la mesa.

Buddy solía colocarse al otro lado con su cliente, pero esta vez tomó asiento junto a Jeffrey. Lena, que tenía muy claro que no volvería a ponerse al alcance de la chica, se quedó observando al lado del espejo, cruzada de brazos.

– Háblame de Chip -dijo Jeffrey.

– ¿Qué pasa con Chip?

– ¿Sales con él?

O'Ryan miró a Buddy en busca de la respuesta. Éste, dicho sea en su honor, no cedió ni un ápice.

– Teníamos un rollo -contestó O'Ryan.

Echó la cabeza atrás para apartarse el pelo de los ojos. Bajo la mesa, movía el pie arriba y abajo como un conejo en celo. Tenía tensos todos los músculos del cuerpo, y Lena supuso que la chica estaba en pleno mono. Había visto a suficientes yonquis con el síndrome de abstinencia en las celdas para saber que aquello debía de ser tremendamente doloroso. Si O'Ryan no fuera tan mal bicho, le habría dado lástima.

– ¿Qué quieres decir exactamente con eso de «rollo»? -preguntó Jeffrey-. ¿Os acostabais, os poníais ciegos juntos?

O'Ryan no apartaba la mirada de Buddy, como si quisiera castigarlo.

– Algo así.

– ¿Conoces a Rebecca Bennett?

– ¿A quién?

– ¿Y a Abigail Bennett?

Soltó tal resoplido de desagrado que le temblaron los orificios de la nariz.

– Es una de esas fanáticas religiosas de la granja.

– ¿Chip tuvo una relación con ella?

Se encogió de hombros, y la esposa en su muñeca tintineó contra la argolla de metal en la mesa.

– ¿Chip tuvo una relación con ella? -repitió Jeffrey.

No contestó. En lugar de eso, empezó a golpetear la argolla con la esposa.

Jeffrey se reclinó con un suspiro, como si no quisiera hacer lo que se disponía a hacer. Era obvio que Buddy se dio cuenta de la jugada y, aunque se preparó para lo que se avecinaba, no hizo nada para evitarlo.

– ¿Reconoces a Chip? -preguntó Jeffrey, y lanzó una fotografía a la mesa.

Lena alargó el cuello para ver cuál de las fotos de Chip Donner en el lugar del crimen había elegido. Eran todas espantosas, pero ésa en particular -un primer plano de la cara donde se veían los labios prácticamente arrancados- era horrenda.

– Ése no es Chip -dijo O'Ryan con una sonrisa.

Jeffrey echó otra foto.

– ¿Y éste?

Ella bajó la vista y la desvió enseguida. Lena vio que Buddy miraba fijamente la única puerta de la habitación, probablemente deseando salir de allí cuanto antes.

– ¿Y qué me dices de ésta? -preguntó Jeffrey, enseñándole otra más.

O'Ryan empezaba a admitirlo. Lena vio que le temblaba el labio inferior. Aunque la chica había llorado varias veces desde su detención, ésa era la primera que sus lágrimas le parecieron sinceras.

Estaba inmóvil.

– ¿Qué ha pasado? -susurró.

– Obviamente -contestó Jeffrey, dejando las demás fotos en la mesa-, alguien se cabreó con él.

O'Ryan subió las piernas y las encogió contra el pecho.

– Chip -susurró, meciéndose hacia delante y hacia atrás.

Lena había visto a más de un sospechoso moverse así. Era una manera de consolarse, como si con los años se hubieran dado cuenta de que no podían esperar consuelo de nadie más.

– ¿Alguien se la tenía jurada? -preguntó Jeffrey.

Ella negó con la cabeza.

– Todo el mundo apreciaba a Chip.

– A juzgar por estas fotos, yo diría que alguien no piensa lo mismo que tú. -Jeffrey esperó a que ella asimilara sus palabras-. ¿Quién sería capaz de hacerle una cosa así, Patty?

– Intentaba reformarse -dijo ella, todavía en voz baja-. Quería desengancharse.

– ¿Quería dejar las drogas?

La chica tenía la mirada clavada en las fotografías, sin tocarlas, y Jeffrey las apiló y volvió a metérselas en el bolsillo.

– Cuéntamelo, Patty.

Ella se estremeció violentamente.

– Se conocieron en la granja.

– ¿En la granja de soja de Catoogah? -quiso saber Jeffrey-. ¿Chip estuvo allí?

– Sí -contestó ella-. Todo el mundo sabe que puedes refugiarte allí un par de semanas si es necesario. Vas a misa los domingos, recoges un par de vainas de soja y a cambio te dan comida y un techo bajo el que dormir. Haces ver que rezas y esas gilipolleces y te dan un lugar seguro donde vivir unos días.

– ¿Y Chip necesitaba un lugar seguro donde vivir?

Ella movió la cabeza en un gesto de negación.

– Háblame de Abby-dijo Jeffrey en tono conciliador.

– La conoció en la granja hace unos años, cuando era una cría. A él le cayó bien. Pero poco después lo detuvieron por un atraco. Lo encerraron un par de años. Cuando volvió, Abby se había hecho mayor. -Se enjugó una lágrima del ojo-. Era una mosquita muerta, pero él cayó en la trampa. Cayó de cabeza.

– Cuéntame qué pasó.

– Ella venía al Kitty. ¿No es increíble? -Se rió de lo absurdo del hecho-. Se presentaba allí con su ropa fea y sencilla y sus manoletinas y decía: «Vamos, Chip, ven a la iglesia conmigo. Ven a rezar conmigo». Y él se marchaba corriendo con ella sin despedirse siquiera de mí.

– ¿Mantenían relaciones sexuales?

Ella soltó una risa despectiva.

– No existía palanca capaz de separar esas dos piernas.

– Estaba embarazada.

O'Ryan irguió la cabeza.

– ¿Crees que Chip era el padre?

Ni siquiera oyó la pregunta. Lena vio la ira que bullía en su interior como agua hirviendo a punto de derramarse. Tenía el mismo genio vivo que Cole Connolly, pero Lena, sin saber por qué, temía más los estallidos de la chica cuando se descontrolaba que los del viejo.

– Gilipollas de mierda -dijo entre dientes. Volvía a golpear la argolla de metal con la esposa, produciendo un rítmico redoble-. Seguro que la llevó al puto bosque. Allí es adonde íbamos nosotros a follar.

– ¿Al bosque de Heartsdale?

– Puta de mierda -espetó, sin percatarse de la conexión que intentaba establecer Jeffrey-. Nos pinchábamos allí cuando íbamos al cole.

– ¿Fuiste al colegio con Chip?

– Hasta que ese hijo de puta me echó -dijo ella, señalando a Buddy, que no se inmutó-. Me echó a la calle. Me tuve que espabilar sola. Le dije a Chip que se alejara de ella. En esa familia todos están como putas cabras.

– ¿Qué familia?

– Los Ward -contestó-. No se crea que Abby es la única que iba al Kitty.

– ¿Quién más iba?

– Todos. Todos los hermanos.

– ¿Quiénes?

– ¡Todos! -gritó, dando tal puñetazo en la mesa que la muleta de Buddy se cayó al suelo.

Lena descruzó los brazos, lista para actuar si O'Ryan intentaba hacer alguna tontería.

– Se las dan de puretas y santurrones, pero son tan asquerosos como todos los demás. -Volvió a resoplar, esta vez como un cerdo-. Y estaba aquel que encima tenía una polla minúscula. Se corría en tres segundos y luego se echaba a llorar como una niña -imitó el gimoteo-: «Ay, Señor, iré al infierno; ay, Señor, arderé con el diablo». ¡Qué asco me daba! A ese hijo de puta se la traía floja el infierno cuando me cogía la cabeza y me obligaba a tragármela.

Buddy, boquiabierto, había palidecido.

– ¿Qué hermano es ése, Patty? -preguntó Jeffrey.

– El más bajo -contestó ella, rascándose el brazo con tal vehemencia que se dejó una señal roja-. El de los pelos de punta.

Lena intentó adivinar a cuál se refería. Paul y Lev eran de la estatura de Jeffrey, y los dos tenían pelo abundante.

O'Ryan siguió rascándose el brazo. Pronto le saldría sangre.

– Le daba a Chip todo lo que quería. Caballo, coca, hierba…

– ¿Traficaba?

– Se lo regalaba.

– ¿Regalaba drogas?

– A mí no -replicó con ira.

Se miró el brazo, pasándose el dedo por las señales rojas. Empezó a mover otra vez la pierna debajo de la mesa, y Lena pensó que si no se clavaba pronto una aguja en el brazo, iba a perder la chaveta por completo.

– Sólo a Chip. A mí nunca me daba nada. Incluso le ofrecí dinero, pero me mandó a tomar por culo. Como si su mierda no oliera.

– ¿Te acuerdas de cómo se llama?

– No -respondió-. Pero siempre andaba rondando por el local. A veces se sentaba al final de la barra y no hacía más que observar a Chip. Seguro que quería follárselo.

– ¿Era pelirrojo?

– No -contestó como si Jeffrey fuera idiota.

– ¿Era moreno?

– No me acuerdo del color del pelo, ¿vale? -Le brillaron los ojos como a un animal hambriento-. Ya no pienso decir nada más -y dijo a Buddy-: Sácame de aquí.

– Un momento, no hemos acabado -atajó Jeffrey.

– Tengo una entrevista de trabajo.

– Ya -dijo Jeffrey.

– ¡Sácame de aquí! -vociferó, inclinándose sobre la mesa para acercarse cuanto podía a la cara de Buddy-. ¡Ahora mismo, joder!

Buddy abrió la boca con un chasquido.

– Me parece que no has acabado de contestar a las preguntas.

Ella lo imitó como una niña caprichosa de tres años.

– Me parece que no has acabado de contestar a las preguntas.

– Tranquila -advirtió Buddy.

– Tranquilo tú, cojo de mierda -replicó ella a voz en cuello. Le temblaba todo el cuerpo a causa del síndrome de abstinencia-. ¡Sácame de aquí de una puta vez! ¡Ahora mismo!

Buddy recogió su muleta del suelo. Prudentemente, esperó a llegar a la puerta para decir:

– Comisario, haga lo que quiera con ella. Yo me lavo las manos.

– ¡Cobarde, hijo de puta! -exclamó O'Ryan, abalanzándose hacia Buddy. Se había olvidado de que seguía encadenada a la mesa y las esposas tiraron de ella como si fuera un perro sujeto con una correa-. ¡Cabrón! -gritó, a punto de venirse abajo. En medio del alboroto, se le había caído la silla y la lanzó de una patada hacia la otra punta de la habitación. Acto seguido, soltó un aullido de dolor-. ¡Los demandaré, hijos de puta! -vociferó, cogiéndose el pie-. ¡Cabrones!

– ¿Patty? -dijo]effrey-. ¿Patty?

La chica aullaba como una sirena, y Lena contuvo el deseo de taparse los oídos con las manos. Jeffrey se levantó con el ceño fruncido y, arrimado a la pared, se dirigió hacia la puerta. Lena salió al pasillo detrás de él de inmediato, sin perder de vista a O'Ryan hasta que la puerta las separó.

Jeffrey meneó la cabeza, como si le pareciera increíble que un ser humano pudiera comportarse de esa manera.

– Es la primera vez en mi vida que ese cabrón me da pena -dijo, refiriéndose a Buddy. Dio unos pasos por el pasillo para alejarse del alboroto-. ¿Crees que hay otro hermano Ward?

– Tiene que haberlo.

– ¿Una oveja negra?

Lena se acordó de la conversación con la familia dos días antes.

– Creía que ése era el cometido de Paul.

– ¿Qué?

– Paul dijo que él era la oveja negra de la familia.

Jeffrey abrió la puerta cortafuegos de la sala de revista y la dejó pasar. Lena vio a Mark McCallum, el experto en poligrafía de la división del FBI en Georgia, sentado en el despacho de Jeffrey. Frente a él estaba Lev Ward.

– ¿Y eso, dime, cómo demonios lo has conseguido? -preguntó Lena.

– Ni idea -contestó Jeffrey mientras miraba alrededor en la sala de revista, probablemente buscando a Cole Connolly. Marla estaba en su escritorio. Jeffrey le preguntó-: ¿Lev Ward ha venido solo?

– Que yo sepa, sí -respondió Marla tras echar un vistazo por la ventana del vestíbulo.

– ¿Cuándo ha llegado?

– Hará unos diez minutos. -Sonrió amablemente-. He supuesto que querrías que llamara a Mark para decirle que viniera y se pusiera manos a la obra antes de la hora de comer.

– Gracias -dijo él, y se encaminó hacia su despacho.

– ¿Quieres que Brad y yo vayamos a buscar a Cole? -propuso Lena.

– Dejemos eso de momento -contestó Jeffrey, y llamó a la puerta de su despacho.

Mark les hizo señas para que pasaran.

– Estoy preparando las cosas -dijo.

– Gracias por quedarte un día más, Mark. -Jeffrey le estrechó la mano-. Me he enterado de que le estás sacando partido al servicio de habitación del Dew Drop.

Mark se aclaró la garganta y siguió ajustando los botones de su aparato.

– Comisario -dijo Lev, todo lo cómodo que cabría esperar en alguien conectado a un polígrafo-. He recibido su mensaje esta mañana. Siento no haber podido venir ayer.

– Gracias por estar aquí -dijo Jeffrey. Sacó su bloc de notas y empezó a escribir mientras hablaba-. Le agradezco que le dedique su tiempo a esto.

– La familia va a reunirse dentro de unas horas en la iglesia para rendir homenaje a Abby. -Se volvió hacia Lena-. Buenos días, inspectora -saludó en voz baja, y luego se dirigió otra vez a Jeffrey-. Me gustaría disponer de todo el tiempo posible para preparar mi alocución. Corren tiempos difíciles para todos.

Jeffrey seguía escribiendo.

– Contaba con que Cole Connolly vendría con usted.

– Lo siento -se disculpó Lev-. Cole no me ha dicho nada. Estará en el homenaje. Le pediré que venga directamente aquí cuando acabe.

Jeffrey escribía aún en su cuaderno.

– ¿No habrá funeral?

– Por desgracia, tuvimos que incinerar el cadáver. Va a ser sólo una pequeña reunión de hermandad entre los miembros de la familia para hablar de la vida de Abby y lo mucho que la queríamos. Nos gustan las cosas sencillas.

Jeffrey acabó de escribir.

– ¿No asistirán personas ajenas a la familia?

– Bueno, no es un oficio corriente; es más bien una reunión familiar. Oiga…

Jeffrey arrancó el papel y se lo dio a Mark.

– Le dejaremos marcharse cuanto antes.

Lev miró la nota, sin disimular su curiosidad.

– Se lo agradezco. -Se reclinó en la silla-. Paul no estaba de acuerdo con que yo viniera, pero me ha parecido que era mejor cooperar.

– Mark -dijo Jeffrey mientras se sentaba detrás de su escritorio-, ¿crees que estamos demasiado apretados aquí dentro?

– Esto… -Mark vaciló por un instante. Normalmente se quedaba a solas en la habitación con el interrogado, pero los resultados poligráficos no se aceptaban como pruebas en los tribunales y Ward no estaba detenido. Lena sospechaba que los detectores de mentiras servían sobre todo para intimidar a la gente. No le habría extrañado encontrarse con ratones en su interior correteando sobre ruedas al abrir uno-. Claro que no -dijo Mark-. No hay ningún problema. -Ajustó más botones y luego quitó el capuchón de la estilográfica-. Reverendo Ward, ¿está listo para empezar?

– Llámeme Lev, por favor.

– De acuerdo. -Mark tenía un cuaderno al lado del polígrafo que Lev no veía porque lo tapaba el aparato. Lo abrió y puso dentro la nota de Jeffrey-. Le recuerdo que, en la medida de lo posible, debe limitarse a contestar con un sí o un no a las preguntas. En estos momentos no necesitamos que dé explicaciones. Si considera que algo necesita una aclaración, ya hablará de ello después con el comisario Tolliver. El aparato sólo registrará las respuestas afirmativas o negativas.

Lev echó una mirada al manguito para medir la presión sanguínea en el brazo.

– Entendido.

Mark accionó un interruptor y el papel empezó a desenrollarse lentamente en el aparato.

– Por favor, intente relajarse y mire al frente.

Las agujas de colores temblaron sobre el papel cuando Lev respondió:

– De acuerdo.

Con voz neutra, Mark leyó las preguntas:

– ¿Se llama Thomas Leviticus Ward?

– Sí.

Mark señaló algo en el papel.

– ¿Vive en el 63 de Plymouth Road?

– Sí.

Otra señal.

– ¿Tiene cuarenta y ocho años?

– Sí.

Otra.

– ¿Tiene un hijo, Ezequiel?

– Sí.

– ¿Su mujer ha muerto?

– Sí.

El interrogatorio siguió con preguntas de los detalles más triviales de la vida de Lev a fin de establecer unos parámetros para la veracidad de sus respuestas. Lena no tenía ni idea de qué indicaba el vaivén de las agujas, y las señales de Mark eran un jeroglífico para ella. Sin darse cuenta, se ensimismó hasta que empezaron a hablar de lo importante.

Mark mantuvo la voz neutra e indiferente, como si siguiera preguntando a Lev sobre sus estudios.

– ¿Conoce a alguien en la vida de su sobrina Abigail que podría desearle algún mal?

– No.

– ¿Alguien ha mostrado interés sexual en Abigail, que usted sepa?

– No.

– ¿Mató usted a su sobrina Abigail?

– No.

– ¿Mostró ella interés alguna vez en una persona que usted consideró inadecuada?

– No.

– ¿Alguna vez se enfadó con su sobrina?

– Sí.

– ¿Alguna vez le pegó?

– Una, en el trasero. Es decir, sí. -Sonrió, nervioso-. Disculpe.

Mark hizo caso omiso de la interrupción.

– ¿Mató usted a Abigail?

– No.

– ¿Tuvo alguna vez contacto sexual con ella?

– Nunca. O sea, no.

– ¿Tuvo alguna vez un contacto indebido con ella?

– No.

– ¿Conoce a un hombre que se llama Dale Stanley?

Lev pareció sorprenderse.

– Sí.

– ¿Ha entrado en su garaje con él?

– Sí.

– ¿Tiene usted un hermano que se llama Paul Ward?

– Sí.

– ¿Tiene más hermanos?

– No.

– ¿Sabe dónde está su sobrina Rebecca Bennett?

Lev, sorprendido, miró a Jeffrey.

– ¿Sabe dónde está su sobrina Rebecca Bennett? -repitió Mark.

Lev volvió a mirar al frente y contestó:

– No.

– ¿Se llevó usted algo del garaje de Dale Stanley?

– No.

– ¿Enterró usted a Abigail en el bosque?

– No.

– ¿Sabe usted de alguien que hubiera deseado hacerle daño a su sobrina?

– No.

– ¿Ha estado alguna vez en el Pink Kitty?

Apretó los labios, confuso.

– No.

– Dígame si alguna vez su sobrina le ha parecido sexualmente atractiva.

Lev vaciló.

– Sí, pero… -contestó por fin.

– Sí o no, por favor -lo interrumpió Mark.

Por primera vez, Lev pareció perder un poco la compostura. Meneó la cabeza, como si se reprendiera por su respuesta,

– Necesito explicarme. -Miró a Jeffrey-. Por favor, ¿podríamos detener esto?

Sin esperar respuesta, se quitó los sensores del pecho y los dedos.

– Permítame -se ofreció Mark, que obviamente deseaba proteger su equipo.

– Lo siento. Pero… Esto es demasiado para mí.

Jeffrey hizo una señal a Mark para que permitiera a Lev desconectarse él solo del aparato.

– Intentaba ser sincero -dijo Lev-. Dios santo, qué lío.

Mark cerró su cuaderno.

– Enseguida volvemos -dijo Jeffrey a Lev.

Lena le franqueó el paso y ocupó la silla de Jeffrey cuando los dos hombres salieron a hablar.

– Yo nunca le habría hecho daño a Abby -explicó Lev a Lena-. Qué lío, qué lío.

– No se preocupe -dijo Lena, reclinándose en la silla.

Esperaba que no se le notara la suficiencia. Desde el principio había tenido la corazonada de que Lev estaba involucrado. Era sólo cuestión de tiempo que Jeffrey le sonsacara la verdad.

Lev cruzó las manos entre las rodillas y se inclinó. Se quedó así hasta que Jeffrey volvió al despacho. Empezó a hablar antes de que Jeffrey se sentara en la silla de Mark.

– Intentaba ser sincero. No quería que una mentira sin importancia lo indujera a pensar… Dios mío, lo siento. ¡Cómo la he liado!

Jeffrey se encogió de hombros como si hubiera sido un simple malentendido.

– Explíquemelo.

– Abby era… -Se tapó la cara con las manos-. Era una chica atractiva.

– Se parecía mucho a su hermana Esther -recordó Lena.

– No, no -dijo Lev con voz trémula-. Nunca he hecho nada indebido con mi hermana ni con mi sobrina. Con ninguna de mis sobrinas -precisó en un tono casi suplicante para que le creyeran-. Sucedió una vez, sólo una vez. Abby estaba en la oficina. Yo no sabía que era ella. Sólo la vi por detrás, y mi reacción fue… -Se dirigió a Jeffrey-. Ya sabe cómo son esas cosas.

– Yo no tengo sobrinitas guapas -contestó.

– Dios mío -repitió Lev con un suspiro-. Ya me dijo Paul que me arrepentiría. -Se reclinó con una angustia palpable-. Oiga, he leído más de una novela basada en crímenes reales. Ya sé de qué va. Siempre investigan primero a los miembros de la familia. Quería que se descartara esa posibilidad. Quería ser lo más sincero posible. -Puso los ojos en blanco y levantó la vista al techo, como si esperara una intervención de las alturas-. Sucedió sólo una vez. Ella iba por el pasillo, juntó a la fotocopiadora, y yo no la reconocí por detrás, y cuando se volvió, casi me caí de espaldas. No es que… -Se interrumpió y luego continuó con cautela-: No fue algo consciente, ni siquiera me paré a pensarlo. Sencillamente estaba absorto y me dije: «Qué mujer tan atractiva». En ese momento me di cuenta de que era Abby, y le aseguro que después me pasé un mes sin poder siquiera hablar con ella. Nunca en mi vida he sentido tanta vergüenza. -Lev abrió las manos-. Cuando el agente me ha hecho esa pregunta, ha sido lo primero que me ha venido a la cabeza: me he acordado de aquel día. Y sabía que él se daría cuenta si mentía.

Jeffrey se lo tomó con calma antes de comunicarle:

– La prueba no ha sido concluyente.

Lev pareció exhalar todo el aire que llevaba dentro.

– He liado las cosas por intentar hacerlas bien.

– ¿Por qué no ha querido denunciar la desaparición de su otra sobrina?

– Me pareció… -Calló, como si no encontrara la respuesta-. No quería hacerles perder el tiempo. Becca se ha fugado otras veces. Es muy melodramática.

– ¿Alguna vez tocó usted a Abigaií? -preguntó Jeffrey.

– Jamás.

– ¿Pasaba ella tiempo a solas con usted?

– Sí, claro. Soy su tío. Y su pastor.

– ¿Le confesó algo alguna vez? -preguntó Lena.

– No es así como funciona -contestó Lev-. Simplemente conversábamos. A Abby le encantaba leer la Biblia. Ella y yo analizábamos las Escrituras. Y jugábamos al Scrabble. Lo hago con todos mis sobrinos.

– Entenderá por qué esto nos extraña -dijo Jeffrey.

– Lo siento mucho -respondió Lev-. Me temo que no he ayudado en nada.

– No -coincidió Jeffrey-. ¿Para qué fue a casa de los Stanley?

Lev tardó unos instantes en reaccionar ante el brusco cambio de tema.

– Dale llamó para quejarse de que nuestros trabajadores usaban su propiedad como atajo. Hablé con él, recorrimos los límites de sus tierras y acordamos poner una valla.

– Me parece raro que fuera usted personalmente -comentóJeffrey-. En esencia es usted quien está a cargo de la granja, ¿no?

– En realidad, no -contestó-. Cada uno de nosotros se ocupa de un área.

– No fue esa la impresión que yo tuve -insistió Jeffrey-. A mí me pareció que usted estaba a cargo de todo.

– Soy responsable del funcionamiento diario -reconoció Lev con aparente reticencia.

– Es una granja de un tamaño considerable.

– Sí, lo es.

– Recorrer los límites de la propiedad de Dale, hablar de levantar una valla… ¿No sería lógico que hubiese delegado algo así en otra persona?

– Precisamente mi padre siempre me insiste en eso. Me temo que soy un poco obsesivo y necesito controlarlo todo. Es un problema que debería resolver.

– Dale es un hombre fuerte -prosiguió Jeffrey-. ¿No le preocupó ir allí solo?

– Me acompañó Cole. Es el capataz de la granja. No sé si ayer tuvo tiempo de hablar con él de eso. Es uno de los primeros éxitos de Cultivos Sagrados. Mi padre lo conoció en la cárcel. Han pasado más de dos décadas y Cole sigue con nosotros.

– Lo condenaron por atraco a mano armada -señaló Jeffrey.

– Así es -contestó Lev, asintiendo-. Iba a atracar un supermercado. Alguien lo delató. El juez no se compadeció de él. No me cabe duda de que Cole se lo buscó, pero también es cierto que pagó por ello durante más de veinticinco años. Es un hombre muy distinto del que planeó ese atraco.

– ¿Entró usted en el taller de Dale? -preguntó Jeffrey, cambiando de tema.

– ¿Cómo dice?

– De Dale Stanley. ¿Entró en su taller cuando fue allí a hablar de la valla?

– Sí. No me interesan los coches, no es lo mío, pero me pareció que tenía que complacerlo por cortesía.

– ¿Y dónde estaba Cole mientras tanto? -preguntó Lena.

– Se quedó en el coche -contestó Lev-. No lo llevé porque pretendiera intimidar a nadie. Sólo quería que Dale supiera que yo no estaba solo.

– ¿Y Cole se quedó en el coche todo el rato? -preguntó Jeffrey.

– Sí.

– ¿Incluso cuando recorrieron los límites entre su propiedad y la de Dale?

– Es propiedad de la iglesia, pero sí.

– ¿Alguna vez ha empleado a Cole para intimidar a alguien? -preguntó Jeffrey.

Lev, incómodo, tardó en contestar.

– Sí.

– ¿De qué manera?

– A veces viene gente que intenta aprovecharse de nuestra organización. Cole habla con ellos. Se lo toma como un asunto personal cuando alguien intenta aprovecharse de la iglesia. Bueno, en realidad de la familia. Es de una lealtad absoluta a mi padre.

– ¿Alguna vez agredió a esa gente que intentaba aprovecharse?

– No -insistió Lev-. Jamás.

– ¿Por qué está tan seguro?

– Porque es consciente de su problema.

– ¿Qué problema?

– Tiene, o tenía, muy mal genio. -Lev pareció acordarse de algo-. Estoy seguro de que su mujer le habló de su estallido de anoche. Créame, lo único que le pasa es que se enardece con sus creencias. Soy el primero en reconocer que se excedió un poco, pero yo mismo habría controlado la situación si hubiera hecho falta.

Lena no entendió a qué se refería, pero supo que no debía interrumpir.

Por su parte, Jeffrey lo pasó por alto y preguntó:

– ¿Hasta qué punto Cole tenía mal genio? Ha dicho que tenía mal genio. ¿Hasta qué punto lo tenía?

– Recurría a la violencia física. No cuando lo conoció mi padre, sino antes -Lev añadió-: Es un hombre muy fuerte. Tiene mucha fuerza.

Jeffrey recordó algo.

– No pretendo contradecirlo, Lev, pero ayer estuvo aquí, y me pareció un hombre bastante inofensivo.

– Lo es -coincidió Lev-. Ahora.

– ¿Ahora?

– En el ejército perteneció a la Unidad de Operaciones Especiales. Allí hizo muchas cosas malas. Uno no consume mil dólares de heroína por semana si le gusta la vida que lleva. -Pareció percibir la impaciencia de Jeffrey-. El atraco… -añadió Lev-. Es probable que hubiera recibido una condena menos severa, porque ni siquiera entró en la tienda, pero se resistió cuando lo detuvieron. Un agente resultó gravemente herido, estuvo a punto de perder un ojo. -Lev se mostró atribulado al pensarlo-. Cole lo agredió con sus propias manos.

Jeffrey se irguió.

– Eso no consta en sus antecedentes.

– No sé por qué -dijo Lev-. Nunca he visto sus antecedentes, claro, pero él reconoce sin vergüenza sus transgresiones pasadas. Ha hablado de ello delante de la congregación como parte de su Testimonio.

Jeffrey seguía sentado en el borde de la silla.

– ¿Dice que lo agredió con sus propias manos?

– Con los puños -explicó Lev-. Se ganaba la vida boxeando a puño limpio antes de ir a la cárcel. Llegó a hacer mucho daño a algunas personas. Es una parte de su vida de la que no se enorgullece.

Jeffrey tardó un momento en asimilarlo.

– Cole Connolly lleva la cabeza rapada.

Por el cambio de postura, se notó que eso era lo último que esperaba oír Lev.

– Sí -contestó-. Se la afeitó la semana pasada. Antes llevaba el pelo cortado al uno.

– ¿De punta?

– Supongo que podría describirse así. A veces, cuando se le secaba el sudor, le quedaba un poco de punta. -Sonrió con tristeza-. Abby acostumbraba a bromear con él por eso.

Jeffrey se cruzó de brazos.

– ¿Cómo definiría la relación entre Cole y Abby?

– Él tenía una actitud protectora con ella. Intachable. Es muy bueno con todos los niños de la granja. Yo no diría que prestara más atención a Abby que a los demás -y añadió-: Siempre está cuidando de Zeke. Confío en él plenamente.

– ¿Conoce usted a Chip Donner?

A Lev pareció sorprenderle el nombre.

– Trabajó en la granja de manera intermitente durante unos años. Cole me dijo que robó dinero de la caja de gastos menores. Le pedimos que se marchara.

– ¿No llamaron a la policía?

– No solemos involucrar a la policía en nuestros asuntos. Ya sé que suena mal…

– Deje de preocuparse por cómo suenan las cosas, reverendo Ward; sólo cuéntenos qué pasó.

– Cole le pidió a ese joven, Donner, que se marchara. Al día siguiente ya no estaba.

– ¿Sabe usted dónde está Cole ahora mismo?

– Todos nos tomamos la mañana de hoy libre por el homenaje a Abby. Supongo que estará en el apartamento encima del granero, preparándose. -Lev volvió a intentarlo-. Comisario Tolliver, créame, todo eso ya forma parte de su pasado. Cole es un buen hombre. Es como un hermano para mí. Para todos nosotros.

– Como usted mismo ha dicho, reverendo Ward, primero tenemos que descartar a la familia.

Capítulo 12

Jeffrey percibió en Lena una agitación comparable a la suya cuando aparcaron delante del granero donde vivía Cole Connolly. Si resolver un caso era como una montaña rusa, en ese momento estaban al final de la pendiente, a ciento cincuenta kilómetros por hora camino del siguiente bucle. Lev Ward llevaba casualmente una foto de su familia en la cartera. Con su acostumbrado vocabulario soez, Patty O'Ryan había señalado a Cole Connolly como el hijo de puta que visitaba a Chip en el Pink Kitty.

– El corte del dedo -recordó Lena.

– ¿Qué corte? -preguntó Jeffrey, pero enseguida cayó en la cuenta: Connolly había explicado que se había hecho el corte en el índice trabajando en el campo.

– Visto el aspecto de Chip Donner, lo lógico sería suponer que tendría algo más que un pequeño corte en el dorso de la mano -y reconoció-: Claro que O. J. sólo se hizo un corte en el dedo.

– Y Jeffrey McDonald.

– ¿Y ése quién es? -preguntó Lena.

– Apuñaló brutalmente a toda su familia: dos niños y la mujer embarazada -y añadió-: La única herida que no se auto-infligió fue un corte en el dedo.

– Un hombre encantador -comentó Lena, y a continuación-: ¿Crees que Cole tiene a Rebecca?

– Creo que vamos a averiguarlo -contestó Jeffrey, deseando con toda su alma que la chica se hubiera fugado, que estuviera en algún sitio sana y salva, no bajo tierra exhalando el último suspiro mientras rezaba para que alguien la encontrara.

Jeffrey dobló por el mismo camino de gravilla que habían recorrido en su visita a la granja el lunes anterior. Habían seguido el viejo Ford Festiva de Lev Ward, que éste condujo respetando escrupulosamente el límite de velocidad. Jeffrey sospechó que también lo respetaría sin un policía detrás. Cuando Lev giró hacia el granero, incluso puso el intermitente.

Jeffrey aparcó.

– Vamos allá -dijo a Lena, y los dos se apearon del coche.

Lev señaló una escalera delante del granero.

– Vive ahí arriba.

Jeffrey alzó la vista, alegrándose de que no hubiera ventanas en la fachada que pusieran a Connolly sobre aviso.

– Quédate aquí -indicó a Lena, y se dirigió hacia el granero. Lev hizo ademán de seguirlo, pero Jeffrey lo detuvo-. Prefiero que se quede aquí abajo.

Parecía que Lev iba a protestar, pero al final dijo:

– Sé que está equivocado, comisario Tolliver. Cole quería a Abby. No es la clase de hombre que haría algo así. No sé qué clase de animal sería capaz, pero Cole no…

– Asegúrate de que nadie me interrumpa -ordenó Jeffrey a Lena. Y dirigiéndose a Lev, añadió-: Le agradecería que esperara aquí hasta que baje.

– Tengo que preparar mi alocución -dijo el predicador-. Hoy celebramos el homenaje a Abby. La familia me espera.

Jeffrey sabía que la familia incluía a un abogado bastante sagaz, y desde luego el menor de sus deseos era que Paul Ward interrumpiera su inminente conversación con Connolly. El ex presidiario era un hombre de armas tomar, y ya bastantes problemas tendrían para hacerle hablar sin necesidad de que Paul se entrometiera.

Jeffrey estaba fuera de su jurisdicción, no disponía de una orden de detención y la única prueba incriminatoria que tenía para interrogar a Connolly era el testimonio de una bailarina de striptease capaz de matar a su propia madre por una dosis. No le quedó más remedio que decir a Lev:

– Haga lo que tenga que hacer.

Lena se metió las manos en los bolsillos cuando el pastor se marchó en su coche.

– Se va derecho a ver a su hermano.

– Me da igual si tienes que atarlos de pies y manos -replicó Jeffrey-, pero no los dejes entrar en el apartamento.

– Sí, jefe.

Jeffrey subió sigilosamente al apartamento de Connolly por la empinada escalera. Al llegar al rellano, miró por la ventana de la puerta y vio a Connolly delante del fregadero. Estaba de espaldas, y cuando se volvió, Jeffrey vio que había estado llenando un hervidor de agua. No pareció sorprenderse al ver a alguien mirar por su ventana.

– Pase -invitó, poniendo el hervidor en el hornillo.

Se oyeron los chasquidos de un encendedor de cocina.

– Señor Connolly-dijo Jeffrey, sin saber bien cómo empezar.

– Cole -corrigió el viejo-. Iba a preparar un café. -Sonrió a Jeffrey, con el mismo brillo en los ojos que el día anterior-. ¿Le apetece una taza?

Jeffrey vio un frasco de café instantáneo Folgers en la encimera y reprimió una sensación de asco. Su padre había sido un entusiasta del Folgers en polvo, que según él era el mejor remedio para la resaca.

Puestos a elegir, antes Jeffrey habría bebido agua del inodoro, pero contestó:

– Sí, gracias.

Connolly sacó otra taza del armario. Jeffrey vio que sólo había dos.

– Siéntese -propuso Connolly, echando dos grandes cucharadas de café negro granuloso en las tazas.

Jeffrey apartó una silla de la mesa a la vez que echaba una ojeada al apartamento de Connolly, compuesto de una sola habitación con la cocina a un lado y el dormitorio al otro. La cama tenía sábanas blancas y una colcha sencilla, todo perfectamente remetido con precisión militar. Aquel hombre llevaba una vida espartana. Salvo por un crucifijo colgado encima de la cama y un póster religioso pegado con celo a una pared blanca, nada revelaba el menor detalle sobre la persona que vivía allí.

– ¿Hace mucho que vive aquí? -preguntó Jeffrey.

– Pues… -Connolly pareció pensárselo-. Calculo que unos quince años. Nos trasladamos todos a la granja hace ya unos años. Yo antes estaba en la casa, pero los nietos empezaron a hacerse mayores y quisieron tener sus propias habitaciones, su propio espacio. Ya sabe cómo son los críos.

– Ya -dijo Jeffrey-. Este apartamento no está mal.

– Lo construí yo mismo -dijo Connolly con orgullo-. Rachel me ofreció su casa, pero vi este lugar aquí arriba y supe que podría sacarle partido.

– Es usted un buen carpintero -elogió Jeffrey, observando la habitación con mayor detenimiento.

La caja donde habían encontrado a Abby tenía las juntas biseladas con precisión, igual que la segunda caja. Las había construido un hombre meticuloso, alguien que no escatimaba el tiempo con tal de hacer las cosas bien.

– Hay que medir dos veces y serrar una. -Connolly se sentó a la mesa, puso una taza delante de Jeffrey y se quedó con la suya. Entre las dos había una Biblia, encima de una pila de servilletas-. ¿Qué lo trae por aquí?

– Tengo más preguntas -dijo Jeffrey-. Espero que no le importe.

Connolly movió la cabeza en un gesto de negación, como si no tuviera nada que esconder.

– Claro que no. Me gustaría ayudar en lo que pueda. Pregunte.

Jeffrey percibió el olor del café instantáneo ante él y tuvo que apartar la taza antes de poder hablar. Decidió empezar por Chip Donner. O'Ryan les había proporcionado una conexión concreta. El vínculo con Abby era más tenue, y Connolly no era la clase de hombre que se dejaba colgar con su propia cuerda.

– ¿Ha oído hablar alguna vez de un bar que se llama Pink Kitty?

Connolly observó a Jeffrey sin desviar a la mirada.

– Es un local de striptease en la carretera.

– Exacto.

Connolly movió la taza hacia la izquierda, colocándola delante de la Biblia.

– ¿Ha estado allí alguna vez, Cole?

– Una pregunta extraña para hacérsela a un cristiano.

– Una bailarina de striptease dice que usted ha estado allí.

Cole se frotó la cabeza rapada, enjugándose el sudor.

– ¡Qué calor hace aquí dentro! -dijo, y se dirigió hacia la ventana.

Aunque estaban en una segunda planta y la ventana era pequeña, Jeffrey se tensó por si Connolly intentaba huir.

Connolly se volvió otra vez hacia él.

– Yo no me fiaría mucho de la palabra de una puta.

– No -reconoció Jeffrey-. Tienden a decir lo que creen que el otro quiere oír.

– Muy cierto -coincidió, guardando el frasco de Folgers.

Se acercó al fregadero, lavó la cuchara y la secó con un paño viejo antes de dejarla en el cajón. El hervidor empezó a silbar y lo apartó del fuego.

– Acérquemelas -pidió a Jeffrey, y éste le deslizó las tazas por encima de la mesa-. Cuando estaba en el ejército -dijo Cole mientras vertía el agua hirviendo en las tazas-, no había ni un solo bar de striptease al que no fuéramos una u otra vez. Antros de perdición, del primero al último. -Dejó el hervidor otra vez en el hornillo y sacó la cuchara que acababa de lavar para revolver el café-. Entonces yo era un hombre débil. Un hombre muy débil.

– ¿Qué hacía Abby en el Pink Kitty, Cole?

Connolly siguió removiendo y el líquido transparente adquirió un color negro artificial.

– Abby quería ayudar a la gente -contestó, y luego volvió al fregadero-. No sabía que se metía en la boca del lobo. Era un alma inocente.

Jeffrey observó a Cole mientras lavaba otra vez la cuchara. La guardó en el cajón y luego se sentó delante de Jeffrey.

– ¿Quería ayudar a Chip Donner? -preguntó Jeffrey.

– Ése no merecía ayuda -repuso Cole, llevándose la taza a los labios. Despedía vapor y él sopló el líquido antes de volver a dejarla en la mesa-. Demasiado caliente.

Jeffrey se reclinó en la silla para alejarse del olor.

– ¿Por qué no merecía ayuda?

– Lev y los demás no se dan cuenta, pero algunas de estas personas sólo pretenden aprovecharse de la organización. -Señaló a Jeffrey con el dedo-. Usted y yo ya sabemos cómo es esta gente. Mi cometido es echarlos de la granja. No hacen más que ocupar el sitio de otra persona que podría… que quiere mejorar. De una persona con una fe firme en el Señor.

Jeffrey aprovechó la coyuntura.

– Ya, esa gente mala sólo quiere sacar tajada. Cogen lo que pueden y se largan.

– Exacto -coincidió Cole-. Y mi cometido es echarlos con cajas destempladas.

– Antes de que den ejemplo a los demás.

– Eso mismo.

– ¿Y qué le hizo Chip a Abby?

– Se la llevó al bosque. Ella era una pobre inocente. Una inocente.

– ¿Usted lo vio llevársela al bosque? -preguntó Jeffrey, extrañado de que un hombre de setenta y dos años siguiera a una joven.

– Sólo quería asegurarme de que ella estaba bien -explicó Connolly-. No me importa decirle que me preocupaba su alma.

– ¿Se siente responsable de la familia?

– Dado el estado en que está Thomas, tenía que cuidar de ella.

– Yo eso lo veo continuamente -lo animó Jeffrey-. Basta con una sola manzana podrida.

– Eso es muy cierto, comisario. -Connolly volvió a soplar el café y lo probó. Se quemó la lengua e hizo una mueca-. Intenté quitárselo de la cabeza. Iba a marcharse con ese chico. Estaba haciendo la maleta, a punto de tomar el camino del mal. Yo no podía permitirlo. Por Thomas, por la familia, no podía permitir que perdieran otra alma.

Jeffrey asintió al ver cómo encajaban todas las piezas. Imaginó a Abigail haciendo la maleta, pensando que iniciaba una nueva vida, hasta que apareció Cole Connolly y lo cambió todo. ¿Qué debió de pasar por la cabeza de Abby cuando la llevó al bosque? Sin duda estaba aterrorizada.

– No entiendo por qué deseó su muerte -dijo Jeffrey.

Connolly irguió la cabeza. Miró fijamente a Jeffrey por unos instantes.

– Usted construyó esa caja, Cole. -Señaló el apartamento-. Usted hace las cosas bien. Lo delata la calidad de su trabajo. -Jeffrey intentó facilitarle el camino-. No creo que usted deseara su muerte.

Connolly no contestó.

– Es su madre la que me preocupa -dijo Jeffrey-. Esther es una buena mujer.

– Eso es verdad.

– Necesita saber qué le pasó a su hija, Cole. Cuando estuve en su casa, en la habitación de Abby, intentando averiguar qué le pasó, Esther me lo rogó. Me cogió del brazo, Cole. Tenía lágrimas en los ojos. -Hizo una pausa-. Esther necesita saber qué le pasó a su hija, Cole. Lo necesita para su tranquilidad.

Connolly se limitó a asentir.

– Está llegando el punto, Cole -prosiguió Jeffrey-, en que no me va a quedar más remedio que empezar a llevarme a gente a la comisaría. Voy a tener que empezar a dar tiros al aire y ver si alguno da en el blanco.

Connolly se apoyó en el respaldo de la silla, con los labios muy apretados.

– Primero citaré a Mary, después a Rachel.

– Dudo que Paul lo permita.

– Puedo retenerlas veinticuatro horas sin presentar cargos. -Buscando el punto de presión adecuado, añadió-: Creo que Mary y Rachel podrían ser testigos esenciales.

– Usted mismo -dijo Connolly, imperturbable, y se encogió de hombros.

– Por quien más lo siento es por Thomas -insistió Jeffrey, sin apartar la mirada de Connolly, intentando determinar hasta dónde podía presionarlo. Al oír el nombre de su mentor, Connolly se tensó, y Jeffrey continuó-: Haremos todo lo posible para que esté cómodo. Las puertas de esas celdas son bastante estrechas, pero seguro que podremos entrarlo en volandas si la silla de ruedas no pasa.

El grifo del fregadero goteaba, y en el posterior silencio Jeffrey oyó su eco en la pequeña habitación. Siguió observando atentamente a Connolly, cómo cambiaba su expresión mientras luchaba por representarse la imagen implícita en la amenaza de Jeffrey.

Jeffrey vio el efecto conseguido y fue un poco más lejos.

– Lo retendré en el calabozo, Cole. Hare lo que sea necesario para averiguar qué pasó, eso se lo aseguro.

Connolly tenía la taza de café sujeta con fuerza, pero la soltó como si de pronto hubiera tomado una decisión.

– ¿Dejará a Thomas en paz? -preguntó.

– Le doy mi palabra.

Connolly asintió. Aun así, tardó en volver a hablar. Jeffrey estaba a punto de incitarlo de nuevo cuando el viejo dijo:

– Nunca había muerto nadie.

Jeffrey sintió que le subía la adrenalina, pero hizo el esfuerzo de no interrumpir el ritmo de la conversación. Nadie reconocía abiertamente que había hecho algo terrible. Siempre se andaban con rodeos, abriéndose camino poco a poco hacia la confesión, convenciéndose de que en realidad eran buenas personas que habían cometido un pequeño desliz.

– Nunca había muerto nadie -repitió Connolly.

– ¿A quién más se lo hizo, Cole? -preguntó Jeffrey, procurando no emplear un tono acusatorio.

Connolly movió la cabeza en un lento gesto de negación.

– ¿Y Rebecca?

– Aparecerá.

– ¿Aparecerá como Abby?

– Aparecerá vivita y coleando -contestó Connolly-. Con esa niña nada me ha dado resultado. Nunca me ha hecho caso.-Connolly miró el café fijamente, pero no se traslucía la menor señal de remordimiento-. Abby estaba encinta.

– ¿Se lo dijo ella? -preguntó Jeffrey, y se imaginó a Abby intentando utilizar esa circunstancia para influir en él, pensando que así persuadiría a ese viejo loco para que no la metiera en la caja.

– Me partió el corazón -dijo Connolly-. Pero también me impulsó a hacer lo que debía hacer sin vacilaciones.

– Así que la enterró a orillas del pantano. En el mismo lugar adonde Chip la había llevado para acostarse con ella.

– Iba a fugarse con él -repitió Connolly-. Fui a rezar con ella, y la encontré haciendo la maleta, para fugarse con esa basura, para criar a su hijo en el pecado.

– No podía permitirle una cosa así -lo animó Jeffrey.

– Era una pobre inocente. Necesitaba ese tiempo a solas para reflexionar sobre lo que le había permitido hacer a ese chico. Estaba mancillada. Necesitaba alzarse y renacer.

– ¿Ése es el objetivo? -preguntó Jeffrey-. ¿Los entierra para que renazcan? -como Connolly no contestó, inquirió-: ¿Enterró usted a Rebecca, Cole? ¿Es allí donde está ahora?

Puso la mano en la Biblia y recitó:

– «Sean consumidos de la tierra los pecadores… y los impíos dejen de ser.»

– Cole, ¿dónde está Rebecca?

– Ya se lo he dicho, no lo sé.

– ¿Abby era una pecadora? -prosiguió Jeffrey.

– Lo dejé en manos de Dios -replicó el hombre-. Él me dice que les dé tiempo para rezar, para la contemplación. Me ordena la misión, y yo doy a las chicas la oportunidad de cambiar su vida -de nuevo, recitó-: «El Señor guarda a todos los que lo aman, mas destruirá a todos los impíos».

– ¿Abby no amaba al Señor? -preguntó Jeffrey.

El hombre parecía sinceramente apenado, como si no hubiera tenido nada que ver con su muerte.

– El Señor decidió llevársela. -Se frotó los ojos-. Yo sólo obedecí sus órdenes.

– ¿Le ordenó que matara a Chip de una paliza? -le preguntó Jeffrey.

– Ese chico no le hacía ningún bien al mundo.

Jeffrey interpretó aquella respuesta como una confesión de culpabilidad.

– ¿Por qué mató a Abby, Cole?

– Fue el Señor quien decidió llevársela. -Su dolor era sincero-. Se quedó sin aire, la pobre desdichada.

– Usted la metió en esa caja.

Asintió con un leve gesto de cabeza, y Jeffrey vio aflorar otra vez la ira de Cole.

– Eso hice.

Jeffrey presionó un poco más.

– Usted la mató.

– «No quiero la muerte del impío» -recitó-. Yo sólo soy un viejo soldado. Ya se lo he dicho. Soy un instrumento del Señor.

– ¿Ah, sí?

– Pues sí -replicó Connolly con aspereza ante el sarcasmo de Jeffrey, y, con un destello de cólera en los ojos, dio un puñetazo en la mesa.

Tardó unos instantes en recuperar el control, y Jeffrey se acordó de Chip Donner, de cómo esos puños que tenía delante le habían destrozado las tripas. Instintivamente, Jeffrey apretó la espalda contra la silla, tranquilizándose al sentir el contacto de su pistola.

Connolly volvió a probar el café.

– Con Thomas en el estado en que se encuentra… -Se llevó la mano al estómago y se le escapó un eructo en apariencia ácido-. Perdón -se disculpó-. Una indigestión. Sé que no debería beber esto. Mary y Rachel no paran de decírmelo, pero la cafeína es la única adicción a la que no puedo renunciar.

– ¿Con Thomas en el estado en que se encuentra…? -preguntó Jeffrey para animarlo a seguir.

Connolly dejó la taza en la mesa.

– Alguien tiene que intervenir. Alguien tiene que hacerse cargo de la familia o todo aquello para lo que hemos trabajadose irá a pique -y aclaró-: Somos todos simples soldados. Lo que necesitamos es un general.

Jeffrey se acordó de que O'Ryan había dicho que el hombre que iba al Kitty daba drogas a Chip Donner.

– Es difícil decir que no cuando alguien te lo pone delante de las narices -comentó Jeffrey, y le preguntó-: ¿Por qué le daba drogas a Chip?

Connolly cambió de posición en la silla, como para ponerse más cómodo.

– La serpiente tentó a Eva, y ella cedió. Chip era como todos los demás. Ninguno de ellos se resiste mucho tiempo.

– Le creo.

– Dios advirtió a Adán y Eva que no tomaran el fruto del árbol, y no obedecieron. -Cole sacó una servilleta de debajo de la Biblia y se enjugó la frente con ella-. Uno es fuerte o es débil. Ese chico era débil -con tristeza, añadió-: Supongo que al final resultó que nuestra Abigail también lo era. Los designios del Señor son inescrutables. No somos nadie para cuestionarlos.

– Abby fue envenenada, Cole. Dios no decidió llevársela. Alguien la asesinó.

Permaneciendo inmóvil con la taza de café ante la boca, Connolly observó a Jeffrey. Antes de contestar, tomó un sorbo y colocó la taza delante de la Biblia o Ira vez.

– Olvida usted con quién está hablando, joven -advirtió con un tono amenazador bajo su aparente serenidad-. No soy un simple viejo; soy un viejo ex presidiario. No puede engañarme con sus mentiras.

– No le miento.

– Pues perdóneme si no le creo.

– La envenenaron con cianuro.

Él negó con la cabeza, incrédulo.

– Si quiere detenerme, adelante. Pero no tengo nada más que decir.

– ¿A quién más se lo hizo, Cole? ¿Dónde está Rebecca?

Meneó la cabeza, riéndose.

– Cree que soy una especie de rata, ¿eh? Que voy a irme de la lengua sólo por salvar el pellejo. -Señaló a Jeffrey con el dedo-. Permítame que le diga una cosa, joven. Yo… -Se llevó la mano a la boca y tosió-. Yo nunca…

Volvió a toser. La tos se convirtió en arcadas. Jeffrey se levantó de un salto de la silla cuando un hilo oscuro de vómito salió de la boca de Connolly.

– ¿Cole?

Connolly empezó a respirar con dificultad y luego a jadear. Se llevó las manos al cuello y se hincó las uñas en la carne.

– ¡No! -exclamó con un grito ahogado, presa del terror, fijando la mirada en Jeffrey-. ¡No! ¡No!

En medio de violentas convulsiones, se cayó al suelo.

– ¿Cole? -repitió Jeffrey, clavado donde estaba mientras veía que la cara del viejo se convertía en una horrenda mueca de sufrimiento y pánico.

Se estremeció y dio tal patada a la silla que ésta salió despedida contra la pared y se astilló. Con el pantalón manchado de excrementos, se arrastró hacia la puerta dejando en el suelo un reguero inmundo. De pronto se detuvo, sin dejar de estremecerse, y puso los ojos en blanco. Le temblaban tanto las piernas que se le salieron los zapatos.

En menos de un minuto había muerto.


Lena se paseaba junto al coche patrulla cuando Jeffrey bajó por la escalera. Se sacó el pañuelo y se enjugó el sudor de la frente, recordando que Connolly había hecho lo mismo poco antes de morir.

Metió la mano por la ventanilla abierta del coche y cogió su móvil. Al agacharse se mareó y, cuando se irguió, respiró hondo.

– ¿Estás bien? -preguntó Lena.

Jeffrey se quitó la americana y la dejó en el coche. Marcó el número del despacho de Sara mientras le decía a Lena:

– Ha muerto.

– ¿Qué?

– No tenemos mucho tiempo -dijo, y acto seguido preguntó a la recepcionista de Sara-: ¿Puedes pedirle que se ponga? Es una emergencia.

– ¿Qué ha pasado? -quiso saber Lena. Bajando la voz, añadió-: ¿Ha intentado algo?

Jeffrey se sorprendió sólo un poco de que ella lo creyera capaz de matar a un sospechoso bajo custodia.

Sara se puso al teléfono.

– ¿Jeff?

– Necesito que vengas a la granja de los Ward.

– ¿Qué pasa?

– Cole Connolly ha muerto. Estaba bebiendo café… Creo que había cianuro en la taza. De pronto… -Jeffrey no quería pensar en lo que acababa de ver-. Se ha muerto delante de mí.

– Jeffrey, ¿estás bien?

Como sabía que Lena lo escuchaba, se limitó a contestar:

– Ha sido bastante desagradable.

– Cariño… -dijo Sara.

Jeffrey lanzó una mirada por encima de su coche, como si quisiera asegurarse de que no venía nadie, para que Lena no viera la emoción en su rostro. Cole Connolly era un hombre repulsivo, un enfermo que tergiversó la Biblia para justificar sus atrocidades; aun así, era un ser humano. Para Jeffrey muy pocas personas merecían esa clase de muerte, y si bien Connolly era uno de los primeros de la lista, no había sido nada agradable ser testigo presencial de su sufrimiento.

– Necesito que vengas ahora mismo -dijo a Sara-. Quiero que lo veas antes de avisar al sheriff. -Y sobre todo para que lo oyera Lena, añadió-: Estoy fuera de mi jurisdicción.

– Voy para allá.

Jeffrey cerró el móvil y se lo guardó en el bolsillo a la vez que se apoyaba en el coche. Aún tenía el estómago revuelto y lo invadía el pánico cuando pensaba que había tomado un trago de café pese a saber con certeza que no lo había probado. Por primera vez en su vida, los despreciables hábitos de su padre habían beneficiado a Jeffrey en lugar de repatearle. Elevó una silenciosa plegaria de agradecimiento a Jimmy Tolliver, aunque sabía que si existía el cielo, Jimmy Tolíiver no habría pasado de la entrada.

– ¿Jefe? -dijo Lena. Aunque él no la había oído, era obvio que le había hablado-. Le he preguntado por Rebecca Bennett. ¿Ha dicho algo de ella?

– No sabía dónde estaba.

– Ya -Lena echó un vistazo alrededor y preguntó-: ¿Y ahora qué hacemos?

Jeffrey habría deseado no estar al mando en ese momento. Sólo quería quedarse apoyado en el coche, intentando respirar y esperando a Sara. Ojalá hubiera tenido esa opción.

– Cuando llegue Sara -le dijo-, quiero que vayas a buscar a Cincuenta Centavos. Dile que tu móvil no tenía cobertura. Y no te des mucha prisa, ¿vale?

Lena asintió con la cabeza.

Jeffrey miró el granero oscuro, la estrecha escalera que habría podido inspirar a Dante una de sus obras.

– ¿Ha confesado que hizo lo mismo a otras chicas? -preguntó Lena.

– Sí -contestó él-. Ha dicho que nunca había muerto nadie.

– ¿Le crees?

– Sí -respondió-. Alguien escribió esa nota a Sara. Alguien que anda por ahí ha sobrevivido a esto.

– Rebecca -aventuró Lena.

– No era su letra -dijo, recordando la nota que Esther le había dado.

– ¿Crees que la escribió alguna de las tías? ¿Tal vez la madre?

– Esther no podía saberlo -contestó Jeffrey-. Nos lo habría dicho. Ella quería a su hija.

– Esther es leal a su familia -le recordó Lena-. Se somete a sus hermanos.

– No siempre -replicó él.

– Y Lev -dijo ella-. No sé qué pensar de él. Me es imposible encasillarlo.

Jeffrey asintió, sin atreverse a hablar por miedo a que se le quebrara la voz.

Lena se cruzó de brazos y guardó silencio. Jeffrey miró el camino otra vez y cerró los ojos para intentar reponerse de su estómago revuelto. Aunque eran más bien náuseas. Se sentía mareado, casi al borde del desmayo. ¿Seguro que no había probado el café? Incluso había bebido unos tragos de aquella limonada acida el otro día. ¿Cabía la posibilidad de que hubiera ingerido un poco de cianuro?

Lena empezó a pasearse de un lado para otro, y cuando entró en el granero, él no la detuvo. Volvió a salir al cabo de unos minutos y echó un vistazo al reloj.

– Espero que Lev no vuelva.

– ¿Cuánto tiempo ha pasado?

– Menos de una hora -contestó ella-. Si aparece Paul antes de que Sara…

– Vamos -dijo él, apartándose del coche.

Lena lo siguió hacia el apartamento, por una vez en silencio. No le preguntó nada hasta que llegaron a la cocina y vio las dos tazas de café en la mesa.

– ¿Crees que lo ha tomado aposta?

– No -contestó Jeffrey, y nunca había negado nada con tal convicción.

Cole Connolly había reaccionado con evidente terror al descubrir lo que le sucedía. Jeffrey sospechaba que Connolly incluso supo quién lo había envenenado. Por el pánico que detectó en su mirada, Jeffrey adivinó que el viejo tenía plena conciencia de lo que ocurría. Más aún, comprendió que lo habían traicionado.

Lena pasó al lado del cadáver con cuidado. Jeffrey no sabía si por estar en la habitación corrían algún riesgo, ni qué precauciones debían tomar, pero era incapaz de concentrarse en una sola cosa por mucho tiempo. No dejaba de pensar en la taza de café. Fueran cuales fueran las circunstancias, siempre aceptaba cuando alguien a quien pretendía sonsacar información lo invitaba a tomar algo. Según el Protocolo de Operaciones 101, había que procurar que la otra persona se sintiera a gusto, inducirlo a pensar que te hacía un favor, que uno era amigo suyo.

– Mira esto. -De pie junto al armario, Lena señalaba la ropa que colgaba ordenadamente de la barra-. Igual que la de Abby. ¿Te acuerdas? Su armario estaba igual. Tenía todas las prendas exactamente a la misma distancia. Habría podido medirse con una regla, te lo juro. -Señaló los zapatos-. Y ahí lo mismo.

– Cole debió de volver para colgar la ropa -explicó Jeffrey, aflojándose la corbata para poder respirar-. La sorprendió cuando hacía la maleta para marcharse.

– Cuesta perder las viejas costumbres -dijo Lena, metió la mano en el armario y sacó una maleta rosa del fondo-. Esto no parece de él -comentó, y a continuación la puso en la cama y la abrió.

Jeffrey intentó acercarse, pero sus pies se negaron a obedecer a su cerebro. De hecho, había retrocedido casi hasta la puerta.

Lena no pareció darse cuenta. Estaba arrancando el forro de la maleta para ver si había algo escondido. Luego abrió la cremallera del bolsillo exterior.

– Premio.

– ¿Qué hay?

Lena dio la vuelta a la maleta y la sacudió. Una cartera marrón cayó en la cama. Cogiéndola por los bordes, la abrió y leyó:

– Charles Wesley Donner.

Jeffrey volvió a tirarse de la corbata. Incluso con la ventana abierta, la habitación empezaba a convertirse en una sauna.

– ¿Algo más?

Lena extrajo algo del forro con las yemas de los dedos.

– Un billete de autobús a Savannah -contestó-. Con fecha de cuatro días antes de la desaparición de Abby.

– ¿Está a nombre de alguien?

– Abigail Bennett.

– Guárdalo.

Lena se guardó el billete en el bolsillo mientras se dirigía a la cómoda. Abrió el cajón superior.

– Igual que la de Abby -dijo-. La ropa interior está doblada exactamente igual que la suya. -Abrió el siguiente cajón, yluego el otro-. Calcetines, camisetas, todo. Está todo idéntico.

Jeffrey se apretó contra la pared, con un nudo en el estómago. Respiraba con dificultad.

– Cole dijo que Abby iba a marcharse con Chip.

Lena se dirigió hacia los armarios de la cocina.

– ¡No toques nada de allí! -exclamó Jeffrey como una mujer aterrorizada.

Ella lo miró y volvió a cruzar la habitación. Se detuvo delante del póster, en jarras. Era la imagen de un par de manos enormes que sostenían una cruz. La cruz irradiaba haces de fuego como relámpagos. Lena pasó la mano por el póster como si lo limpiara.

– ¿Qué hay? -consiguió preguntar Jeffrey, sin querer verlo por sí mismo.

– Espera.

Lena levantó una esquina del póster, intentando no romper el borde pegado con celo. Lentamente, retiró el papel. Detrás, había un hueco en la pared con unos cuantos estantes.

Jeffrey se obligó a acercarse un paso. Vio bolsas en los estantes. Aunque habría podido adivinar su contenido, Lena se las mostró.

– Mira -dijo, y le dio una bolsa transparente.

Jeffrey reconoció lo que era. Sin embargo, lo más interesante era que llevaba una etiqueta con un nombre.

– ¿Quién es Gerald? -preguntó él.

– ¿Quién es Bailey? -Le dio otra bolsa, y luego otra-. ¿Quién es Kat? ¿Quién es Barbara?

Jeffrey cogió las bolsas, pensando que tenía en sus manos drogas por un valor de mil dólares.

– Algunos de estos nombres me suenan -dijo Lena.

– Es la gente de la granja a la que interrogamos. -Lena volvió al hueco-. Anfetaminas, coca, hierba. Aquí hay un poco de todo.

Sin querer, Jeffrey miró el cadáver y se sintió incapaz de apartar la mirada.

– Le daba drogas a Chip -dijo Lena-. Tal vez se las daba a más gente.

– La serpiente tentó a Eva -dijo Jeffrey, citando a Connolly.

A sus espaldas oyó el eco de unos pasos y, al volverse, vio a Sara subir por la escalera.

– Siento haber tardado tanto -se disculpó ella, a pesar de haber llegado en un tiempo récord-. ¿Qué ha pasado?

Jeffrey salió al rellano y, señalando el póster, ordenó a Lena:

– Tápalo. -Se guardó las bolsas en el bolsillo para poder mandarlas a analizar y así no tener que esperar a que lo hiciera Ed Pelham con su habitual parsimonia. Dirigiéndose a Sara, dijo-: Gracias por venir.

– No hay de qué -dijo ella.

Lena se reunió con ellos en el rellano.

– Vete a buscar a Cincuenta Centavos -ordenó Jeffrey, sabiendo que no encontrarían nada más; ya había retrasado demasiado el aviso al sheriff del condado de Catoogah.

Sara le cogió la mano en cuanto Lena se marchó.

– Estaba ahí mismo, bebiendo café -explicó Jeffrey.

Sara miró la habitación y luego a él.

– ¿Y tú no has bebido nada?

Jeffrey tragó saliva, con la sensación de que tenía cristales en la garganta. Seguramente la primera sensación de Cole había sido ésa, una molestia en la garganta. Había empezado con una tos, luego habían seguido las arcadas, y finalmente el dolor casi lo había desgarrado.

– ¿Jeffrey?

Él sólo pudo negar con la cabeza.

Sara lo tenía aún cogido de la mano.

– Estás frío -dijo.

– Estoy un poco alterado.

– ¿Lo has visto todo?

Asintió con la cabeza.

– Me he quedado ahí mirando, Sara. Me he quedado ahí viéndolo morir.

– No podías hacer nada -dijo ella.

– Tal vez…

– Ha sido una muerte demasiado rápida para intervenir-observó Sara. Al no responderle, ella lo abrazó. Susurró junto a su cuello-: Tranquilo, tranquilo.

Jeffrey cerró los ojos otra vez y apoyó la cabeza en el hombro de Sara, que olía a limpio: a jabón, colonia de lavanda y champú. Respiró hondo; necesitaba el aroma de Sara para eliminar la muerte que respiraba desde hacía media hora.

– Tengo que hablar con Terri Stanley-dijo él-. El cianuro es la clave. Lena no…

– Vamos, pues -lo interrumpió ella.

Al principio él no se movió.

– ¿Quieres ver…?

– Ya he visto bastante -respondió ella, tirando de su mano para obligarlo a ponerse en marcha-. Ahora mismo no puedo hacer nada. Ese hombre es un peligro biológico, al igual que todo lo que hay ahí dentro -y añadió-: Ni siquiera tenías que haber entrado. ¿Lena ha tocado algo?

– Hay un póster -dijo, y añadió-: Gonnolly tenía drogas escondidas detrás.

– ¿Las consumía él?

– No creo -contestó Jeffrey-. Se las ofrecía a los demás, para ver si las aceptaban.

Apareció el coche del sheriff del condado de Catoogah en medio de una nube de polvo. Jeffrey no se explicaba cómo había podido llegar tan pronto, si Lena ni siquiera habría tenido tiempo de llegar a su oficina.

– ¿Qué coño está pasando aquí? -le preguntó Pelham saliendo del coche de manera tan apresurada que ni siquiera se molestó en cerrar la puerta.

– Ha habido un asesinato -contestó Jeffrey.

– ¿Justo cuando tú estabas aquí?

– ¿Has hablado con mi inspectora?

– Me la he encontrado en la carretera y me ha hecho señas para que me detuviera. Alégrate de que yo ya viniera de camino.

Jeffrey no se sintió con ánimos para decirle dónde podía meterse su amenaza. Se acercó al coche de Sara, deseando alejarse cuanto antes de Cole Gonnolly.

– ¿Vas a decirme qué coño haces en mi jurisdicción sin pedir permiso? -exigió saber Pelham.

– Marcharme -respondió Jeffrey, como si eso no fuera evidente.

– Ni se te ocurra marcharte sin mi autorización -ordenó Pelham-. Vuelve aquí ahora mismo.

– ¿Vas a detenerme? -le preguntó Jeffrey, abriendo la puerta del coche.

Sara estaba justo detrás de él.

– Ed, es posible que quieras llamar a la división del FBI para que se ocupe de esto -dijo Sara.

Pelham sacó pecho como una nutria.

– Somos perfectamente capaces de ocuparnos del lugar de un crimen, gracias.

– Ya lo sé -contestó ella, con el tono dulce y cordial que empleaba cuando estaba a punto de dar un zarpazo a alguien-. Pero como sospecho que ese hombre de ahí arriba ha sido envenenado con cianuro, y como basta con una concentración de aire de trescientas partes por un millón para matar a un ser humano, te aconsejo que llames a alguien mejor equipado para examinar el lugar de un crimen con alto riesgo de toxicidad.

Pelham se ajustó la cartuchera.

– ¿Crees que es peligroso?

– No creo que Jim quiera ocuparse de esto -contestó Sara.

Jim Ellers era el forense de Catoogah. Con sesenta y tantos años, era propietario de una de las funerarias más importantes; estaba jubilado pero conservaba el cargo de forense para sufragar pequeños gastos. No era médico titulado, más bien alguien a quien no le importaba hacer autopsias para pagar la cuota de su club de golf.

– ¡Mierda! -Pelham escupió en el suelo-. ¿Sabes lo que va a costar esto?

Sin esperar una respuesta, volvió al coche y sacó el micrófono de la radio.

Jeffrey se metió en el coche y Sara lo siguió.

– Menudo imbécil -masculló ella mientras arrancaba.

– ¿Me llevas a la iglesia? -preguntó él.

– Claro -dijo ella, dando marcha atrás-. ¿Dónde se encuentra tu coche?

– Supongo que todavía lo tendrá Lena. -Miró el reloj-. Debería llegar de un momento a otro.

– ¿Estás en condiciones?

– Voy a necesitar una buena copa -contestó Jeffrey.

– La tendré preparada cuando llegues a casa.

Él sonrió pese a las circunstancias.

– Siento haberte hecho perder el tiempo viniendo hasta aquí.

– No ha sido una pérdida de tiempo -respondió ella, y se detuvo delante de un edificio blanco.

– ¿Ésta es la iglesia?

– Sí.

Jeffrey se bajó del coche y miró la estructura pequeña y sencilla.

– Nos veremos luego en casa -dijo él.

Ella se inclinó y le apretó la mano.

– Ten cuidado.

Jeffrey la miró alejarse y esperó hasta perder de vista el coche antes de subir por la escalinata de la iglesia. Pensó en llamar a la puerta, pero finalmente decidió no hacerlo. Abrió y entró en la capilla.

Aunque la gran sala estaba vacía, Jeffrey oyó voces al fondo. Vio una puerta detrás del pulpito, y esta vez sí llamó.

Abrió Paul Ward, y se mostró claramente sorprendido.

– ¿En qué puedo ayudarlo?

Si bien Ward impedía el paso por la puerta, Jeffrey vio a la familia reunida en torno a una gran mesa detrás de él. Mary, Rachel y Esther estaban a un lado; Paul, Ephraim y Lev al otro. En la cabecera había un anciano en una silla de ruedas. Ante él tenía una urna metálica que debía de contener las cenizas de Abby.

Lev se puso en pie y dijo a Jeffrey:

– Pase, por favor.

Renuente, Paul dejó pasar a Jeffrey. Era obvio que no se alegraba de verlo allí.

– Siento interrumpirlos -se disculpó Jeffrey.

– ¿Hay alguna novedad? -preguntó Esther.

– Ha sucedido algo -contestó Jeffrey. Se acercó al hombre en la silla de ruedas-. Creo que no nos conocemos, señor Ward.

El hombre movió la boca con dificultad y dijo algo que Jeffrey interpretó como «Thomas».

– Thomas -repitió Jeffrey-. Siento conocerlo en estas circunstancias.

– ¿Qué circunstancias? -preguntó Paul, y Jeffrey miró a Lev.

– Yo no les he dicho nada -dijo Lev a la defensiva-. Le he dado mi palabra.

– ¿A qué te refieres? -exigió saber Paul-. Lev, ¿en qué lío te has metido? -Thomas levantó una mano trémula para apaciguarlos, pero Paul atajó-: Papá, esto es grave. Si soy el asesor jurídico de la familia, deben tomar en consideración mis consejos.

Para sorpresa de todos, Rachel intervino:

– Paul, tú no eres nuestro jefe.

– Paul -terció Lev-. Siéntate, por favor. No creo haberme metido en ningún lío.

Aunque Jeffrey no estaba tan seguro de eso, dijo:

– Cole Connolly ha muerto.

Todos ahogaron un grito al unísono y Jeffrey se sintió de pronto como si aquello fuera una escena de un relato de Agatha Christie.

– Dios mío -dijo Esther, llevándose una mano al pecho-. ¿Qué ha pasado?

– Lo han envenenado.

Esther miró a su marido y luego a su hermano mayor.

– No me lo explico.

– ¿Envenenado? -preguntó Lev, dejándose caer en una silla-. ¿Cómo demonios…?

– Tengo casi la total certeza de que ha sido con cianuro -continuó Jeffrey-. El mismo cianuro que mató a Abby.

– Pero… -empezó a decir Esther, meneando la cabeza-. Usted dijo que murió de asfixia.

– El cianuro es una sustancia asfixiante -dijo él, como si no les hubiera ocultado la verdad aposta-. Alguien debió de mezclar las sales con agua y echarlas por el tubo…

– ¿Un tubo? -preguntó Mary. Era la primera vez que hablaba, y Jeffrey vio que estaba pálida como el papel-. ¿Qué tubo?

– El tubo acoplado a la caja -les explicó-. El cianuro hizo reacción…

– ¿Una caja? -repitió Mary, como si fuera la primera vez que lo oía.

Y cabía la posibilidad de que así fuera, pensó Jeffrey. El día de su visita a la granja había salido corriendo de la habitación cuando él empezó a explicar lo sucedido a Abby. Tal vez los hombres habían ocultado ese detalle en particular a sus sensibles oídos.

– Cole me ha dicho que ya lo había hecho otras veces -prosiguió Jeffrey, mirando a las hermanas una por una-. ¿Castigó así a los demás niños cuando eran pequeños? -Miró a Esther-. ¿Castigó así alguna vez a Rebecca?

Esther respiraba con dificultad.

– ¿Por qué diablos…?

Paul la interrumpió.

– Comisario Tolliver, creo que en estos momentos debe respetar nuestra soledad.

– Tengo más preguntas -repuso Jeffrey.

– Por supuesto, pero estamos… -objetó Paul.

– De hecho -lo interrumpió Jeffrey-, una es para usted.

Paul parpadeó.

– ¿Para mí?

– ¿Abby fue a verlo pocos días antes de desaparecer?

– Pues… -Se detuvo a pensar-. Sí, creo que sí.

– Te llevó aquellos papeles, Paul -dijo Rachel-. Los del tractor.

– Exacto -recordó Paul-. Los dejé aquí en mi maletín -explicó-: Había que firmar y enviar unos documentos jurídicos urgentemente.

– ¿Y no podía enviarlos por fax?

– Tenían que ser los originales -explicó Paul-. Era un viaje rápido, ir y volver enseguida. Abby lo hacía muy a menudo.

– Tampoco tanto -lo contradijo Esther-. Una o dos veces al mes a lo sumo.

– Bueno, es una manera de hablar -dijo Lev-. Ella le llevaba los papeles a Paul para que él no tuviera que perder cuatro horas en la carretera.

– Iba en autobús -dijo Jeffrey-. ¿Por qué no en coche?

– A Abby no le gustaba conducir por la interestatal -contestó Lev-. ¿Pasa algo? ¿Cree que conoció a alguien en el autobús?

– ¿Usted estaba en Savannah la semana en que desapareció? -preguntó Jeffrey a Paul.

– Sí -contestó el abogado-. Ya se lo he dicho. Paso una semana allí y otra aquí. Llevo todos los asuntos legales de la granja yo solo. Eso me lleva mucho tiempo. -Sacó un bloc del bolsillo y anotó algo-. Aquí está el número de teléfono de mi despacho de Savannah -dijo, arrancando el papel-. Puede llamar a mi secretaria y ella le confirmará dónde estaba.

– ¿Y por la noche?

– ¿Me está pidiendo una coartada? -preguntó, incrédulo.

– Paul… -intervino Lev.

– Oiga, mire -dijo Paul, señalando a Jeffrey con el dedo a escasos centímetros de la cara-. Ha interrumpido el homenaje a mi sobrina. Entiendo que tenga que hacer su trabajo, pero no es el momento adecuado.

Jeffrey no cedió.

– No me señale con el dedo.

– Ya estoy harto…

– No me señale con el dedo -repitió Jeffrey, y al cabo de un momento Paul tuvo la sensatez de bajar la mano.

Jeffrey miró a las hermanas, después a Thomas, sentado a la cabecera de la mesa.

– Alguien asesinó a Abby-dijo, poseído de una ira que a duras penas podía contener-. Cole Connolly la enterró en esa caja. Pasó en ella varios días y noches hasta que alguien, alguien que sabía que estaba allí enterrada, fue y le echó cianuro en la garganta.

Esther se llevó la mano a la boca y se le arrasaron los ojos en lágrimas.

– Acabo de ver a un hombre morir así -prosiguió-. Lo he visto retorcerse en el suelo, boquear, consciente de que iba a morir, probablemente rogándole a Dios que se lo llevara deprisa sólo para dejar de sufrir.

Esther, llorando a lágrima viva, agachó la cabeza. Los demás parecían horrorizados, y cuando Jeffrey echó un vistazo alrededor, nadie salvo Lev lo miró a los ojos. Parecía que el predicador iba a decir algo, pero Paul lo detuvo apoyando la mano en su hombro.

– Rebecca sigue desaparecida -les recordó Jeffrey.

– ¿Cree…? -empezó a preguntar Esther, se le apagó la voz cuanto comprendió plenamente las posibles consecuencias.

Jeffrey observó a Lev, intentando interpretar su mirada inexpresiva. Paul había tensado la mandíbula, pero Jeffrey no sabía si era por ira o preocupación.

Al final, fue Rachel quien, con voz trémula al pensar que su sobrina podía estar en peligro, formuló la pregunta:

– ¿Cree que Rebecca fue secuestrada?

– Creo que alguien de esta sala sabe exactamente qué está pasando, que casi con toda seguridad ha participado en ello. -Jeffrey lanzó un puñado de tarjetas de visita a la mesa-. Aquí tienen mi número de teléfono. Llámenme cuando estén dispuestos a averiguar la verdad.

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