SÁBADO

Capítulo 17

Sara sujetó la correa de Bob con fuerza cuando éste apuntó el hocico hacia el campo que se extendía al otro lado de la calle. Como buen perro de caza, Bob no podía contener el impulso de salir tras cualquier cosa que corriese, y Sara sabía que si soltaba la correa, lo más probable era que no volviese a verlo.

Jeffrey, que tiraba con igual fuerza de la correa de Bitty, también dirigió la mirada hacia el campo.

– ¿Un conejo?

– Una ardilla -aventuró Sara, apartando a Bob de la calzada.

El perro obedeció sin rechistar, pues la pereza también era un rasgo genético de los galgos, y siguió avanzando al trote por la calle, balanceando su esbelto cuerpo a cada paso.

Jeffrey rodeó la cintura de Sara con el brazo.

– ¿Tienes frío?

– Sí -contestó ella, entornando los ojos para protegerse de la luz del sol.

Esa mañana el teléfono los había despertado a las siete menos cinco y, aunque en un primer momento ambos soltaron una maldición, la invitación de Cathy a desayunar tortitas los convenció y salieron de la cama a regañadientes. Los dos tenían trabajo atrasado que debían recuperar ese fin de semana, pero Sara pensó que estarían en mejores condiciones con el estómago lleno.

– He estado pensando -dijo Jeffrey-, y quizá deberíamos tener otro perro.

Ella lo miró de reojo. Bob había estado a punto de tener un infarto esa mañana cuando Jeffrey encendió la ducha sin comprobar antes que el perro no estaba en su lugar de costumbre.

– O un gato.

Ella soltó una carcajada.

– Si ni siquiera te gusta el que tenemos ahora.

– Bueno. -Se encogió de hombros-. Quizás uno diferente, que elijamos los dos.

Sara volvió a apoyar la cabeza en su hombro. Al margen de lo que creyera Jeffrey, Sara no siempre podía adivinarle el pensamiento, pero en ese instante sabía exactamente qué quería él. Por la manera de hablar de Terri y su hijo la noche anterior, Sara se había dado cuenta de algo que hasta entonces nunca se había planteado siquiera. Durante años, había vivido su incapacidad para tener hijos sólo como una pérdida personal, pero ahora comprendía que también era una pérdida para Jeffrey. No podía explicar por qué, pero de algún modo el hecho de saber que para él ésa era una necesidad tan profunda como para ella le permitía ver las cosas de otro modo: más que un fracaso, era algo que superar.

– Pienso vigilar a esos niños -dijo Jeffrey, y ella supo que se refería a los hijos de Terri-. Pat va a ponerse muy duro con él.

Sara dudaba que el hermano de ese hombre pudiera ejercer alguna influencia, y preguntó:

– ¿Dale tendrá la custodia?

– No lo se -respondió-. Cuando le daba el masaje cardíaco… -empezó a decir, y Sara supo que se sentía mal por el hecho de haberle roto al niño dos costillas cuando le practicaba la reanimación cardiovascular-. Tenía los huesos tan pequeños, como palillos.

– Siempre es mejor que dejarlo morir -dijo Sara. A continuación, al darse cuenta de lo duras que debían de haberle parecido a él sus palabras, añadió-: Las fracturas de costillas tienen cura, Jeffrey. Le salvaste la vida a Tim. Hiciste lo que debías.

– Me alegré de ver la ambulancia.

– Saldrá del hospital dentro de unos días -le aseguró ella, frotándole la espalda para aliviar sus preocupaciones-. Hiciste lo que debías.

– Me recordó a Jared -dijo él, y la mano de ella se detuvo como por propia voluntad.

Jared era el niño que durante todos esos años había sido como una especie de sobrino para Jeffrey, hasta que de pronto se enteró de que era su hijo.

– Me acuerdo de que cuando era pequeño, lo lanzaba al aire y lo cogía -dijo él-. Le encantaba. Se reía tanto que le entraba hipo.

– Seguro que Nell hubiese querido matarte -dijo Sara, pensando que la madre de Jared debía de contener el aliento al verlo.

– Sentía sus costillas contra las manos cuando lo cogía. Tiene una risa tan maravillosa. Le encantaba estar en el aire. -Esbozó una leve sonrisa y pensó en voz alta-: Tal vez un día será piloto.

Siguieron caminando, los dos en silencio, oyendo sólo sus pisadas y el tintineo de las chapas de identificación de los perros. Con la cabeza apoyada en el hombro de Jeffrey, Sara sintió que lo único que en ese momento deseaba era estar siempre así. Él le estrechó la cintura y ella contempló a los perros, imaginando que empujaba un cochecito de bebé en lugar de sujetar una correa.

A los seis años, Sara le había dicho a su madre con presunción que un día tendría dos hijos, un niño y una niña, y que el niño sería rubio y la niña morena. Cathy había hablado en broma de esta temprana muestra de determinación de su hija hasta que ésta tenía veintitantos años. En la época del instituto, de la facultad y por último de la especialización, aquello había sido motivo de chanzas en la familia, sobre todo habida cuenta de que Sara apenas salía con chicos. Se habían reído de su precocidad implacablemente durante años, hasta que de pronto cesaron las bromas. A los veintiséis años, Sara se había quedado estéril. A los veintiséis años, había perdido la creencia infantil de que bastaba con desear algo intensamente para hacerlo posible.

Mientras caminaba por la calle, con la cabeza apoyada en el hombro de Jeffrey, Sara se permitió jugar a ese juego peligroso, aquel en que se preguntaba cómo serían sus hijos. Jared tenía la tez y el pelo morenos de Jeffrey y los intensos ojos azules de su madre. ¿Su bebé sería pelirrojo, con una mata de rizos elásticos como muelles? ¿O tendría una melena morena, casi azul, espesa y ondulada como la de Jeffrey, el tipo de pelo que no se podía parar de acariciar con los dedos? ¿Sería amable y delicado como su padre, convirtiéndose en el tipo de hombre que algún día haría a una mujer más feliz de lo que jamás pensó que podría llegar a ser?

Jeffrey respiraba hondo, hinchando el pecho.

Sara se secó los ojos, esperando que él no se diera cuenta de su sensiblería.

– ¿Cómo está Lena? -preguntó Sara.

– Le he dado el día libre. -Jeffrey también se frotó los ojos, pero ella no podía mirarlo-. Se merece una medalla por haber obedecido por fin mis órdenes.

– La primera vez siempre es especial.

Jeffrey respondió a la broma con una risa irónica.

– Dios mío, pobre Lena, qué mal está.

Ciñendo el brazo en torno a la cintura de él, Sara pensó que tampoco ellos estaban mucho mejor.

– Ya sabes que no puedes hacer nada por ella, ¿no?

Jeffrey dejó escapar otro profundo suspiro.

– Sí.

Sara alzó la mirada hacia él y vio que tenía los ojos tan empañados como ella.

Al cabo de unos segundos, él chasqueó la lengua para obligar a Billy a volver a la acera.

– En fin…

– En fin… -repitió ella.

Jeffrey se aclaró la garganta varias veces antes de decir:

– El abogado de Paul debería llegar hoy a eso del mediodía.

– ¿De dónde viene?

– De Atlanta -contestó Jeffrey, y la sola palabra reflejó toda su aversión a esa ciudad.

Sara se sorbió la nariz mientras intentaba recobrar la compostura.

– ¿De verdad crees que Paul Ward confesará algo?

– No -reconoció, tirando de la correa de Billy cuando el perro se detuvo a olfatear entre unos matojos-. Cerró la boca en cuanto retiramos el cuerpo de Terri de encima de él.

Sara guardó silencio por un momento, pensando en el sacrificio de esa mujer.

– ¿Crees que se mantendrán los cargos?

– Los presentados por intento de secuestro y hacer uso de un arma de fuego no plantearán el menor problema -respondió él-. Con dos policías como testigos presenciales no hay discusión posible. -Meneó la cabeza-. ¿Quién sabe qué pasará? Desde luego yo lo acusaría de premeditación; vi sus intenciones con mis propios ojos. Pero con un jurado nunca se sabe…-Se le apagó la voz-. Llevas el cordón del zapato desatado. -Le dio la correa de Billy y se arrodilló delante de ella para atárselo-. También se le imputa un delito de homicidio durante una actuación criminal, y de intento de homicidio en la persona de Lena. Entre todo eso tiene que haber algo allí para meterlo entre rejas durante un tiempo.

– ¿Y Abby? -preguntó Sara, observando las manos de Jeffrey.

Se acordó de la primera vez que él le ató el cordón del zapato. Estaban en el bosque, y ella no sabía muy bien qué sentía por Jeffrey hasta que él se arrodilló delante de ella. Al verlo ahora, no entendió cómo no se había dado cuenta de lo mucho que lo necesitaba en su vida.

– Fuera -dijo Jeffrey para ahuyentar a Billy y Bob, que intentaban morder los cordones en movimiento. Acabó de hacer el nudo doble, se puso en pie y cogió la correa-. En cuanto al asesinato de Abby, no sé qué pasará. Por la declaración de Terri, sabemos que Paul tuvo acceso al cianuro, pero ella ya no está aquí para contarlo. Y dudo mucho que Dale alardee de haberle explicado a Paul cómo se usaban las sales. -Volvió a rodearle la cintura con el brazo y la atrajo hacia sí mientras seguían caminando-. Rebecca está alterada. Esther me ha dicho que podría hablar con ella mañana.

– ¿Crees que te dirá algo útil?

– No -reconoció él-. Sólo puede decir que encontró unos papeles que dejó Abby. Joder, si ni siquiera puede estar segura de que fue ella quien los dejó. No oyó lo que le pasó a Terri porque se quedó todo el rato en el armario y no puede declarar acerca de los entierros porque es un testimonio de oídas. Aunque lo aceptara un juez, fue Cole quien metió a las chicas en las cajas. Paul se las ingenió para no ensuciarse las manos -y admitió-: Borró bastante bien el rastro de sus crímenes.

– Imagino que ni siquiera un abogado astuto de Atlanta podrá darle la vuelta al hecho de que toda la familia de su cliente está dispuesta a declarar en contra de él.

Curiosamente, ésa era la verdadera amenaza para Paul Ward. No sólo había falsificado las firmas de su familia en las pólizas, sino que había cobrado talones a favor de ellos y se había embolsado el dinero. La acusación de fraude por sí sola ya podía valerle una pena de prisión hasta la vejez.

– Su secretaria también se ha retractado -informó Jeffrey-. Dice que en realidad Paul no se quedó trabajando hasta tarde esa noche.

– ¿Y qué hay de los muertos de la granja? ¿Los trabajadores para los que Paul contrató las pólizas?

– Podrían interpretarse como muertes casuales, por suerte para Paul -dijo Jeffrey, si bien Sara sabía que no era ésa la opinión de él. Aunque Jeffrey quisiera presentar cargos, no encontraría pruebas de una actuación delictiva. Los nueve muertos habían sido incinerados y sus familias, si las tenían, los habían dado por perdidos hacía mucho tiempo-. Con el asesinato de Cole pasa lo mismo -prosiguió-. Salvo las del propio Cole, no había huellas en el tarro de café. Se encontraron las huellas de Paul en el apartamento, pero también las de todos los demás.

– Creo que Cole recibió su merecido -comentó Sara, consciente de la severidad de su juicio. En los años anteriores a su relación con Jeffrey, Sara se había permitido el lujo de ver la ley en blanco y negro. Confiaba en que los tribunales cumplían con su cometido, en que los jurados cumplían realmente con su obligación. Vivir con un policía la había llevado a un cambio de postura radical-. Lo has hecho bien.

– Pensaré que eso es verdad cuando sepa que Paul Ward está en el corredor de la muerte.

Sara habría preferido verlo pasar el resto de su vida entre rejas, pero no le apetecía en absoluto iniciar una discusión sobre la pena de muerte con Jeffrey. Ésa era una de las pocas cosas en que él no la haría cambiar de opinión, por mucho que lo intentara.

Habían llegado a casa de los Linton, y Sara vio a su padre de rodillas delante del Buick blanco de su madre. Estaba lavando el coche y limpiaba los rayos de las llantas con un cepillo de dientes.

– Hola, papá -saludó Sara, y le dio un beso en la cabeza.

– Tu madre fue a esa granja -refunfuñó Eddie, mojando el cepillo de dientes en agua jabonosa. Era evidente que le molestaba que Cathy hubiera ido a visitar a su antiguo amante, pero había decidido desquitarse con el coche-. Le dije que se llevara mi furgoneta, pero es que esa mujer nunca me hace caso.

Sara se dio cuenta de que, como de costumbre, su padre no se molestaba en reconocer la presencia de Jeffrey.

– ¿Papá? -dijo.

– ¿Sí? -contestó entre dientes.

– Quería decirte… -Esperó a que él alzara la vista-. Jeffrey y yo estamos viviendo juntos.

– No me digas -dijo Eddie, volviéndose otra vez hacia la rueda.

– Estamos pensando en tener otro perro.

– Enhorabuena -contestó él en un tono que distaba mucho de ser festivo.

– Y en casarnos -añadió ella.

El cepillo de dientes se detuvo, e incluso Jeffrey, a su lado, ahogó una exclamación.

Eddie retiró una mota de alquitrán con el cepillo. Levantó la mirada hacia Sara y después hacia Jeffrey.

– Toma -dijo, tendiendo a éste el cepillo de dientes-. Si vas a formar parte de la familia otra vez, tienes que compartir las responsabilidades.

Sara le cogió la correa a Jeffrey para que éste pudiera quitarse la chaqueta. Él se la dio y dijo:

– Gracias.

Ella le dedicó su sonrisa más dulce.

– De nada.

Jeffrey cogió el cepillo y, tras arrodillarse al lado del padre de Sara, empezó a limpiar los radios con esmero.

Lógicamente, Eddie no se conformó con eso.

– A ver si te esfuerzas un poco más -ordenó-. Mis hijas lo harían mejor.

Sara se llevó una mano a la boca para que no vieran su sonrisa.

Tras dejarlos solos para que confraternizaran o se mataran, ató las correas de los perros a la barandilla del porche delantero. Al entrar, oyó unas carcajadas procedentes de la cocina y recorrió el pasillo, con la sensación de que habían pasado años, no seis días, desde su última visita.

Cathy y Bella estaban casi exactamente en el mismo lugar que la vez anterior: Bella, sentada a la mesa con un periódico; Cathy, delante de los fogones.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Sara, y dio un beso a su madre al tiempo que cogía un trozo de beicon del plato.

– Me voy-anunció Bella-. Esto es mi desayuno de despedida.

– ¡Qué lástima! -contestó Sara-. Tengo la sensación de que ni siquiera te he visto.

– Porque no me has visto -señaló Bella. Restó importancia a la disculpa de Sara con un gesto de la mano-. Has estado muy ocupada con tu trabajo.

– ¿Adónde te vas?

– A Atlanta -contestó Bella, y le guiñó un ojo-. Échate una buena siesta antes de venir a verme.

Sara puso los ojos en blanco.

– Lo digo en serio, cielo -insistió Bella-. Ven a verme alguna vez.

– Es posible que ande un poco mal de tiempo durante una época -empezó a decir Sara, sin saber cómo comunicar la noticia.

Se dio cuenta de que sonreía tontamente mientras esperaba a captar toda la atención de las mujeres.

– ¿Qué pasa? -preguntó su madre.

– He decidido casarme con Jeffrey.

– Ya era hora -dijo Cathy, volviéndose otra vez hacia los fogones-. Lo extraño es que él todavía quiera casarse contigo.

– Vaya, muchas gracias -contestó Sara, preguntándose por qué se tomaba la molestia.

– No le hagas caso a tu madre, cariño -terció Bella, levantándose de la mesa. Dio un fuerte abrazo a Sara y añadió-: Enhorabuena.

– Gracias -dijo Sara en tono mordaz, sobre todo para que la oyera su madre, pero Cathy no se dio por aludida.

Bella dobló el periódico y se lo metió bajo el brazo.

– Bueno, os dejo para que charléis -dijo-. No digáis nada malo de mí a menos que yo pueda oírlo.

Sara contempló la espalda de su madre, sin entender por qué no decía nada. Finalmente, incómoda con ese silencio, dijo:

– Pensé que te alegrarías por mí.

– Me alegro por Jeffrey -respondió Cathy-. Hay que ver con qué calma te lo has tomado.

Sara dejó la chaqueta de Jeffrey doblada sobre el respaldo de la silla de Bella y se sentó. Preparada para escuchar un sermón sobre sus fallos, se sorprendió al oír las siguientes palabras de Cathy:

– Bella me contó que fuiste a esa iglesia con tu hermana.

Sara se preguntó qué más le habría contado su tía.

– Sí, señora.

– ¿Conociste a Thomas Ward?

– Sí -repitió Sara-. Parece un buen hombre.

Cathy dio unos golpes con el tenedor a un lado de la sartén antes de volverse. Se cruzó de brazos.

– ¿Tienes algo que preguntarme, o prefieres seguir la vía más cobarde y hacerme llegar la pregunta otra vez a través de tu tía Bella?

Sara sintió una llamarada de rubor que le subía desde el cuello y se extendía por toda su cara. En su momento no lo había pensado, pero su madre tenía razón. Sara había mencionado sus temores a Bella porque sabía que su tía iría a contárselos a su madre.

Respirando hondo, se armó de valor.

– ¿Fue él?

– Sí.

– Lev es… -Sara buscó las palabras, deseando poder preguntarlo por mediación de su tía Bella. Su madre clavaba los ojos en ella como agujas-. Lev es pelirrojo.

– ¿Tú no eres médico? -preguntó Cathy con brusquedad.

– Pues sí…

– ¿No fuiste a la Facultad de Medicina?

– Sí.

– En ese caso, deberías saber algo de genética. -Hacía mucho tiempo que Sara no veía a Cathy tan enfadada-. ¿Te has parado siquiera a pensar en cómo se sentiría tu padre si supiera que tú has sospechado aunque sólo sea por un minuto…? -Se interrumpió, intentando controlar su ira-. Ya te lo dije en su momento, Sara. Te dije que sólo fue una relación sentimental, nunca física.

– Lo sé.

– ¿Te he mentido alguna vez?

– No, mamá.

– A tu padre se le partiría el corazón si supiera… -Apuntaba a Sara con el dedo, y de pronto bajó la mano-. A veces me pregunto si tienes cerebro en la cabeza.

Se volvió otra vez hacia los fogones y cogió el tenedor.

Sara se tomó la reprimenda de la mejor manera posible, dándose perfecta cuenta de que su madre no había contestado a la pregunta. Incapaz de contenerse, repitió:

– Lev es pelirrojo.

Cathy soltó el tenedor y se volvió otra vez.

– ¡También lo era su madre, idiota!

Tessa entró en la cocina con un grueso libro en las manos.

– ¿La madre de quién?

Cathy se refrenó.

– No es asunto tuyo.

– ¿Estás haciendo tortitas? -preguntó Tessa mientras dejaba el libro en la mesa.

Sara leyó el título: Las obras completas de Dylan Thomas.

– No -se mofó Cathy-, estoy convirtiendo agua en vino.

Tessa lanzó una mirada a Sara. Sara se encogió de hombros, como si no fuera ella la causa de la cólera de su madre.

– El desayuno estará listo dentro de unos minutos -les informó Cathy-. Poned la mesa.

Tessa no se movió.

– En realidad, yo tenía otros planes para esta mañana.

– ¿Qué planes? -preguntó Cathy.

– Le dije a Lev que me pasaría por la iglesia -contestó, y Sara se mordió la lengua.

Tessa lo vio y salió en su defensa.

– Están todos pasando por un mal momento.

Sara asintió, pero Cathy tenía la espalda tiesa como un palo, y su desaprobación era tan visible como la luz parpadeante de una sirena.

Tessa prosiguió con cautela:

– Lo que hizo Paul no significa que todos sean mala gente.

– Yo no he dicho eso -replicó Cathy-. Thomas Ward es uno de los hombres más íntegros que he conocido.

Dirigió a Sara una mirada iracunda, retándola a decir algo.

– Lamento no ir a tu iglesia, yo sólo… -se disculpó Tessa.

– Oye, guapa, sé exactamente a qué vas allí -repuso Cathy.

Tessa miró a Sara enarcando las cejas, pero Sara sólo pudo encogerse otra vez de hombros, alegrándose de que su madre se enzarzara en esa pelea.

– Eso es un lugar de culto. -Esta vez Cathy señaló a Tessa con el dedo-. La iglesia no es un sitio más donde ir a ligar.

Tessa soltó una carcajada, pero enmudeció de pronto al ver que su madre hablaba en serio.

– No es eso -adujo-. Me gusta ir allí.

– A ti lo que te gusta es Leviticus Ward.

– Bueno -reconoció Tessa con una sonrisa en los labios-, sí, pero también me gusta la iglesia.

Cathy se plantó en jarras y miró alternativamente a sus dos hijas como si no supiera qué hacer con ellas.

– Lo digo en serio, mamá -insistió Tessa-. Quiero ir allí. No sólo por Lev, también por mí.

Pese a sus propias ideas al respecto, Sara salió en su defensa.

– Lo que dice es verdad.

Cathy apretó los labios, y por un momento Sara pensó que iba a llorar. Siempre había sabido que la religión era importante para su madre, pero Cathy nunca se la había impuesto a sus hijas. Quería que ellas eligieran la espiritualidad por su propia iniciativa, y Sara vio lo feliz que la hacía que Tessa hubiera entrado en vereda. Por un breve instante, sintió celos por no poder hacer lo mismo.

– ¿Está ya el desayuno? -gritó Eddie, dando un portazo al entrar en la casa.

La sonrisa de Cathy se convirtió en una mueca de desagrado cuando se volvió hacia los fogones.

– Vuestro padre se cree que esto es una pensión.

Eddie entró en la cocina; llevaba los calcetines agujereados y le asomaban los dedos. Lo seguía Jeffrey con los perros, que se acercaron a la mesa y se tumbaron en el suelo, en espera de las sobras.

Viendo la espalda envarada de su mujer y luego las expresiones de sus hijas, Eddie percibió claramente la tensión.

– El coche está limpio -anunció.

Parecía esperar algo, y Sara pensó que si lo que buscaba era una medalla, se había equivocado de día.

Cathy se aclaró la garganta mientras daba la vuelta a una tortita en la sartén.

– Gracias, Eddie.

Sara se dio cuenta de que no había dado la noticia a su hermana. Se volvió hacia Tessa.

– Jeffrey y yo nos vamos a casar.

Tessa se llevó un dedo a la boca e hizo un sonido semejante a un chasquido. La exclamación que soltó distó mucho de ser de júbilo.

Sara se reclinó en la silla, apoyando los pies en la tripa de Bob. Después de todo lo que había tenido que soportar de su familia en los últimos tres años, pensó que al menos se merecía un cariñoso apretón de manos.

– ¿Te gustó el pastel de chocolate que os envié la otra noche? -preguntó Cathy a Jeffrey.

Sara fijó la mirada en el abdomen de Bob como si allí estuviera grabado el sentido de la vida.

– Ah, sí -dijo Jeffrey, lanzando una mirada penetrante a Sara que ésta sintió sin necesidad de ver-. El mejor que he probado.

– Tengo más en la nevera si quieres.

– Estupendo -contestó Jeffrey en un tono empalagosamente dulce-. Gracias.

Sara oyó una especie de gorjeo y tardó en caer en la cuenta de que era el móvil de Jeffrey. Buscó en el bolsillo de su chaqueta, sacó el móvil y se lo entregó.

– Tolliver -dijo él. Al principio parecía confuso, y acto seguido se le ensombreció el rostro. Salió al pasillo para hablar en privado. Aun así, Sara oyó lo que decía, aunque él no dio muchas pistas acerca del contenido de la conversación-. ¿Cuándo se ha ido? -preguntó. Y después-: ¿Estás segura de que quieres hacerlo? -Tras un breve silencio, añadió-: Haces bien.

Jeffrey volvió a la cocina y se disculpó.

– Tengo que irme -anunció-. Eddie, ¿te importaría prestarme tu furgoneta?

– Las llaves están al lado de la puerta -contestó Eddie, para gran sorpresa de Sara, como si su padre no aborreciera a Jeffrey con toda su alma desde hacía cinco años.

– ¿Sara? -dijo Jeffrey.

Ella cogió la chaqueta de Jeffrey y salió con él al pasillo.

– ¿Qué pasa?

– Era Lena -contestó él, inquieto-. Ha dicho que anoche Ethan le robó una pistola a Nan Thomas.

– ¿Nan tiene una pistola? -preguntó Sara.

No se imaginaba que la bibliotecaria pudiera tener un arma más letal que unas tijeras dentadas.

– Ha dicho que la lleva en la mochila. -Jeffrey cogió las llaves de Eddie, colgadas del gancho junto a la puerta-. Se ha ido a trabajar hace cinco minutos.

Sara le dio la chaqueta.

– ¿Y ella por qué te lo ha dicho?

– Él sigue en libertad condicional -le recordó Jeffrey, casi incapaz de contener la euforia-. Tendrá que cumplir toda la condena: otros diez años de cárcel.

Sara no lo veía claro.

– No entiendo por qué te ha llamado.

– El porqué da igual -dijo él, abriendo la puerta-. Lo que importa es que ese hombre vuelva a la cárcel.

Sara sintió una punzada de miedo cuando él bajó por la escalinata.

– Jeffrey… -Esperó a que él se diera media vuelta. Sólo se le ocurrió decir-: Ten cuidado.

Jeffrey le guiñó un ojo, como si no pasara nada.

– Estaré de vuelta dentro de una hora.

– Va armado.

– Y yo -le recordó él, dirigiéndose hacia la furgoneta del padre de Sara. La saludó con la mano, como para ahuyentarla-. Vuelve dentro; estaré aquí antes de que te des cuenta.

La puerta de la furgoneta se abrió con un chirrido y, a regañadientes, Sara entró en la casa.

– ¿Señora Tolliver? -la llamó Jeffrey.

Ella se detuvo y se dio media vuelta. Al oír aquellas palabras, sintió que su sensible corazón le daba un vuelco.

Jeffrey le dirigió una sonrisa sesgada.

– Guárdame un poco de tarta.


* * *
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