LUNES

Capítulo 4

Jeffrey abrió tanto la boca al bostezar que le crujió la mandíbula. Se retrepó en la silla y se quedó mirando la sala de revista por la mampara de vidrio de su despacho, simulando que estaba concentrado. Brad Stephens, el patrullero más joven del cuerpo del condado de Grant, le dirigió una sonrisa de bobo.

Jeffrey movió la cabeza en un gesto de asentimiento, lo que le provocó una punzada de dolor en el cuello. Tenía la sensación de haber dormido sobre un bloque de hormigón, cosa que no era de extrañar, ya que la noche anterior entre él y el suelo sólo había mediado un saco de dormir tan viejo y húmedo que la organización benéfica Buena Voluntad había declinado amablemente su donación. Sin embargo, sí había aceptado su colchón, un sofá que había conocido tiempos mejores y tres cajas de artículos de cocina por los que Jeffrey se había peleado con Sara durante los trámites de divorcio. Como no había abierto las cajas en los cinco años desde la firma de los papeles, pensó que sería suicida volver a llevarlas ahora a la casa de ella.

Al vaciar su casa en las últimas semanas, le sorprendió las escasas pertenencias que había acumulado durante su etapa de soltero. La noche anterior, en lugar de contar ovejas, había repasado mentalmente sus adquisiciones. A excepción de diez cajas de libros, unas bonitas sábanas -regalo de una mujer que rogaba a Dios que Sara no conociera nunca-, y unos cuantos trajes que se había comprado durante esos años, Jeffrey no tenía nada nuevo del tiempo en que habían vivido separados. La bicicleta, el cortacésped, las herramientas -salvo un taladro inalámbrico que había comprado para sustituir el viejo, que se le cayó en un cubo de pintura de veinte litros-, todo eso se lo había llevado el día que abandonó la casa de Sara. Y ahora los pocos objetos de valor que tenía estaban otra vez allí.

Y dormía en el suelo.

Bebió un sorbo de café tibio antes de reanudar la tarea que lo ocupaba esa mañana desde hacía media hora. Jeffrey nunca había sido uno de esos que se creían menos hombres por leer un manual de instrucciones, pero tras haber seguido cuatro veces, uno por uno, los pasos descritos en el manual de su móvil sin ser capaz de introducir su propio número de teléfono en el sistema de marcado rápido, se sentía como un imbécil. Ni siquiera estaba seguro de si Sara aceptaría el teléfono. Ella detestaba esos artilugios, pero Jeffrey no quería dejarla ir a Macon sin que dispusiera de un medio para ponerse en contacto con él si sucedía algo.

– Primer paso -masculló, como si al leer las instrucciones en voz alta convenciera al teléfono para que viera la lógica. Siguió los dieciséis pasos por quinta vez, pero cuando Jeffrey pulsó el botón de marcado, no pasó nada-. ¡Mierda! -exclamó, y dio un puñetazo en la mesa. Luego, como lo había dado con la mano izquierda herida, gritó-: ¡Joder! -Se miró la muñeca y vio la sangre traspasar la venda blanca que le había puesto Sara la noche anterior en el depósito de cadáveres-. Dios mío -añadió por si acaso, al tiempo que pensaba que los últimos diez minutos sentaban las bases de lo que tenía visos de ser un día espantoso.

Como si alguien lo hubiera llamado, Brad Stephens apareció en la puerta de su despacho.

– ¿Necesita ayuda con eso?

Jeffrey le lanzó el teléfono.

– Pon mi número en el marcado rápido.

Brad pulsó unas cuantas teclas y preguntó:

– ¿Su número de móvil?

– Sí -contestó, y escribió el número de la casa de Cathy y Eddie Linton en un pósit amarillo-. Y éste también.

– Vale -dijo Brad, leyendo el número del revés sin dejar de tocar más teclas.

– ¿Necesitas el manual de instrucciones?

Brad lo miró de reojo, como si Jeffrey le tomara el pelo, y siguió programando el teléfono. De pronto, Jeffrey se sintió como si tuviera cien años.

– Listo -dijo Brad con la mirada fija en el móvil mientras seguía pulsando una tecla tras otra-. Tome, pruébelo ahora.

Jeffrey marcó el icono de la agenda y salieron los números en la pantalla.

– Gracias.

– Bueno, si no necesita nada más…

– Con esto es suficiente -dijo Jeffrey, levantándose de la silla. Se puso la americana y guardó el móvil en el bolsillo-. Supongo que no ha llegado nada acerca de la solicitud de información sobre personas desaparecidas, ¿no?

– No -contestó Brad-. Le avisaré en cuanto sepa algo.

– Estaré en la consulta de Sara y luego volveré aquí.

Jeffrey salió de su despacho detrás de Brad. Movió el hombro en círculo al caminar hacia la puerta de la sala de revista para relajar los músculos, tan tensos que incluso tenía el brazo agarrotado. Antiguamente la recepción de la comisaría formaba parte del vestíbulo, pero ahora quedaba aislada tras una ventanilla, como la de un banco, para registrar la llegada de todos los visitantes. Marla Simms, secretaria de la comisaría desde tiempos inmemoriales, pulsó el botón de debajo de su escritorio para abrirle la puerta a Jeffrey.

– Si me necesitan, estaré en la consulta de Sara -indicó Jeffrey.

Marla le sonrió de oreja a oreja.

– Pórtate bien.

Jeffrey le guiñó un ojo antes de salir.

Había llegado a la comisaría a las cinco y media de la mañana después de renunciar a conciliar el sueño a eso de las cuatro. Entre semana acostumbraba correr media hora, pero ese día había pensado que bien podía irse directo al trabajo sin que se lo pudiera acusar de holgazán. Tenía un montón de trámites pendientes, entre ellos acabar el presupuesto de la comisaría para que el alcalde pudiera vetarlo todo justo antes de irse dos semanas a Miami para el gran congreso anual de autoridades municipales. Jeffrey suponía que con la factura del minibar del alcalde podrían pagarse al menos dos chalecos antibalas, pero un político nunca veía las cosas de ese modo.

Heartsdale era una ciudad universitaria y, en su camino, Jeffrey se cruzó con varios estudiantes que iban a clase. Los estudiantes de primero tenían que vivir en las residencias, pero tan pronto como cursaban segundo dejaban el campus. Jeffrey había alquilado su casa a un par de chicas de tercero que esperaba que fueran tan dignas de confianza como aparentaban. El Instituto de Tecnología de Grant era una facultad de cerebros, y si bien no había asociaciones de estudiantes extraacadémicas ni partidos de fútbol, algunos chicos sabían divertirse. Jeffrey había hecho una cuidadosa criba de los posibles inquilinos, y por su experiencia como policía sabía que no recuperaría su casa de una sola pieza si se la alquilaba a un grupo de chicos. A esa edad el cerebro no funcionaba del todo bien, y si había cerveza o sexo de por medio -o, con suerte, las dos cosas-, el cerebro no alcanzaba los niveles mínimos de pensamiento. Las dos inquilinas habían dicho que su único pasatiempo era la lectura. Con la suerte que tenía Jeffrey últimamente, seguro que pretendían convertir su casa en un laboratorio de anfetamínas.

La universidad estaba al final de Main Street, y Jeffrey se dirigió hacia la verja detrás de un grupo de estudiantes. Eran chicas, todas jóvenes y guapas, todas indiferentes a su presencia. En otros tiempos, el ego de Jeffrey se habría resentido si un grupo de chicas hacía caso omiso de él, pero ahora le preocupaban más otras cosas. Él mismo podría estar acechándolas, escuchando su conversación para averiguar dónde encontrarlas más tarde; podría ser un individuo cualquiera.

Detrás de él sonó una bocina y Jeffrey se dio cuenta de que había bajado a la calzada. Reconoció al conductor, Bill Burgess, de la tintorería; lo saludó con la mano al cruzar la calle, al tiempo que daba gracias a Dios porque el viejo, pese a sus cataratas, lo había visto y había esquivado el coche a tiempo.

Jeffrey rara vez recordaba los sueños, lo cual era una suerte teniendo en cuenta lo desagradables que podían ser, pero la noche anterior había visto una y otra vez a la muchacha de la caja. En ocasiones le cambiaba la cara, y de pronto veía a la chica que había matado el año anterior. Apenas era una niña, de poco más de trece años, que en su mundo había padecido más malas experiencias que la mayoría de los adultos en toda una vida. La adolescente, muy necesitada de ayuda, amenazó con matar a otra chica para poner así fin a su propio sufrimiento. Jeffrey se había visto obligado a dispararle para salvar a la otra niña. Tal vez las cosas habrían podido ser distintas. Quizás ella no habría matado a la niña. Quizá las dos seguirían vivas y la chica de la caja sería sólo otro caso en lugar de una pesadilla.

Jeffrey suspiró mientras caminaba por la acera. Había tantos «quizás» en su vida que no sabía qué hacer con ellos.

La consulta de Sara estaba en la acera de enfrente de la comisaría, al lado de la entrada del Instituto de Tecnología Grant. Miró la hora en su reloj al abrir la puerta de la calle y, al comprobar que ya eran más de las siete, pensó que Sara ya habría llegado. Los lunes no atendía a los pacientes hasta las ocho, pero ya había una joven paseándose por la sala de espera con un niño en brazos, apoyado en la cadera, que lloraba.

– ¿Qué hay? -saludó Jeffrey.

– Hola, comisario -contestó la madre, y él le vio las ojeras.

El niño, dotado de un par de pulmones que hacían vibrar las ventanas, tenía al menos dos años.

La mujer cambió al niño de posición, levantando la pierna para apoyarlo. La pobre no debía de pesar más de cincuenta kilos, y Jeffrey se preguntó cómo podía cargar con el niño.

– La doctora Linton debe de estar a punto de salir -dijo al darse cuenta de que él la miraba.

– Gracias -agradeció Jeffrey, quitándose la americana.

La pared de la sala de espera que daba al este era de ladrillos de cristal y hasta en las mañanas más frías de invierno uno tenía la sensación de estar en una sauna cuando salía el sol.

– ¡Qué calor hace aquí dentro! -se quejó la mujer, reanudando sus paseos.-Desde luego.

Jeffrey esperó a que dijera algo más, pero ella estaba absorta en su hijo, intentando hacerle callar. Jeffrey no entendía cómo era posible que las madres con niños en coma no entrasen en coma. En momentos así, se explicaba por qué su propia madre llevaba una petaca en el bolso.

Se apoyó en la pared y miró los juguetes apilados ordenadamente en una esquina. Había al menos tres carteles en la sala con la advertencia: SE PROHIBE EL USO DE MÓVILES. A juicio de Sara, si un niño estaba tan enfermo como para ir al médico, los padres debían prestarle atención y no ponerse a parlotear por teléfono. Jeffrey sonrió, acordándose de la primera y única vez que Sara había llevado un móvil en su coche. Sin querer, había pulsado repetidas veces la tecla de marcado rápido asignada al número de Jeffrey, y él, cada vez que cogía el teléfono, la oía cantar al son de la música que emitía la radio durante varios minutos. Hasta la tercera llamada, Jeffrey no se dio cuenta de que lo que oía era a Sara cantando a coro con Boy George, y no una loca que zurraba a un gato.

Sara abrió la puerta contigua al despacho y se acercó a la madre. No advirtió la presencia de Jeffrey, y él, sin decir nada, la observó. Normalmente ella se recogía el pelo en una cola para trabajar, pero esa mañana lo llevaba suelto y le caía sobre los hombros. Vestía una blusa blanca y una falda con vuelo negra que le llegaba justo por debajo de la rodilla. Aunque los zapatos no eran de tacón muy alto, torneaban sus pantorrillas de tal modo que Jeffrey no pudo reprimir una sonrisa. Vestida así, cualquier otra mujer habría parecido camarera de una brasería del centro, pero a Sara, alta y esbelta, la favorecía.

– Sigue quejándose -dijo la madre, cambiando el niño de posición.

Sara acarició la mejilla del niño para tranquilizarlo. El niño calló como por ensalmo, y a Jeffrey se le hizo un nudo en la garganta. A Sara se le daban muy bien los niños. Ella no podía tener hijos, pero ése era un tema del que apenas hablaban. Sencillamente había cosas que eran demasiado dolorosas.

Jeffrey se quedó mirándola mientras Sara dedicaba unos instantes más al niño, tocándole el fino pelo por encima de la oreja con una sonrisa de evidente placer en los labios. Parecía un momento íntimo, y Jeffrey, invadido de pronto por la extraña sensación de ser un intruso, se aclaró la garganta.

Sara se volvió, y como no esperaba verlo allí, casi se sobresaltó.

– Enseguida estoy contigo -dijo a Jeffrey. Dirigiéndose otra vez a la madre, le entregó una bolsa blanca y, muy seria, le explicó-: Estas muestras deberían bastar para una semana. Si el jueves no se advierte una clara mejoría, llámeme.

– Gracias, doctora Linton -dijo la joven madre-. No sé cómo voy a pagarle por…

– Lo importante es que el niño mejore -interrumpió Sara-. Y usted debe dormir un poco. No le hace ningún bien estar siempre agotada.

La madre recibió la advertencia con un leve gesto de asentimiento y Jeffrey, pese a que no la conocía, supo que el consejo caía en saco roto.

Obviamente Sara también lo sabía.

– Al menos inténtelo, ¿de acuerdo? Acabará enferma.

La mujer vaciló y luego asintió.

– Lo intentaré.

Sara se miró la mano, y Jeffrey tuvo la impresión de que no se había dado cuenta de que sostenía el pie del niño. Le frotó el tobillo con el pulgar y volvió a esbozar la misma sonrisa íntima de antes.

– Gracias -dijo la madre-. Gracias por venir a la consulta tan temprano.

– No tiene importancia. -Sara nunca había sido amiga de alabanzas y agradecimientos. Los acompañó hasta la puerta y, sosteniéndola, repitió-: Llámeme si no mejora.

– Sí, doctora.

Sara cerró la puerta cuando salieron y, sin mirar a Jeffrey, atravesó el vestíbulo despacio. Él abrió la boca para hablar, pero ella se le adelantó.

– ¿Alguna novedad acerca de la chica no identificada? -preguntó.

– No -contestó él-. Puede que nos llegue algo cuando la Costa Oeste inicie la jornada laboral.

– No creo que se escapase de su casa.

– Yo tampoco.

Los dos se quedaron callados un momento. Jeffrey no sabía qué decir.

Como siempre, fue Sara quien rompió el silencio.

– Me alegro de que hayas venido -dijo, volviendo a las salas de reconocimiento. Él la siguió, pensando que aquello era buena señal, hasta que ella añadió-: Quiero extraerte sangre para un análisis hepático.

– Eso ya lo hizo Hare.

– Ya, bueno -dijo ella sin más explicaciones.

No le sostuvo la puerta, y Jeffrey la paró antes de que le diera en la cara. Por desgracia, lo hizo con la mano izquierda y recibió el golpe de pleno en la herida abierta. Fue como si le clavaran un cuchillo.

– Joder, Sara -dijo entre dientes.

– Lo siento.

Su disculpa parecía sincera, pero en sus ojos asomó un atisbo de venganza. Le cogió la mano y él la retiró instintivamente. Pero ante la mirada de irritación de ella, le dejó ver la venda.

– ¿Desde cuándo sangra? -preguntó ella.

– No sangra -negó él, sabiendo que si le decía la verdad casi con toda seguridad le haría algo realmente doloroso.

Aun así, la siguió por el pasillo hacia el mostrador de las enfermeras como un cordero camino del matadero.

– No has comprado el antibiótico, ¿verdad? -Se inclinó sobre el mostrador y, tras rebuscar en el cajón, sacó un puñado de sobres de colores llamativos-. Tómate esto.

Jeffrey miró los sobres de muestras rosadas y verdes, con animales de granja impresos en el papel de aluminio.

– ¿Qué son?

– Antibióticos.

– ¿No son para niños?

Por su mirada, Sara le dio a entender que no iba a caer en el chiste fácil.

– Es la mitad de la dosis de adultos con los personajes de una película infantil y un precio más alto. Toma dos por la mañana y otros dos por la noche.

– ¿Durante cuánto tiempo?

– Hasta que yo diga que lo dejes -ordenó-. Ven aquí.

Jeffrey, sintiéndose como un niño, la siguió a la sala de reconocimiento. Cuando él era pequeño, su madre trabajaba en la cafetería del hospital, así que Jeffrey no se vio en la necesidad de ir a la consulta del pediatra cada vez que tenía un problema de salud. Cal Rodgers, el médico de urgencias, se ocupaba de él y, según sospechaba Jeffrey, también se ocupaba de su madre. La primera vez que oyó reír a su madre fue cuando Rodgers contó un chiste sin la menor gracia acerca de un parapléjico y una monja.

– Siéntate -ordenó Sara, sujetándolo por el hombro como si necesitara ayuda para subirse a la mesa de exploración.

– Puedo yo solo -dijo Jeffrey, pero ella ya le estaba quitando la venda de la mano.

Tenía la herida abierta como una boca húmeda, y Jeffrey sintió un dolor palpitante que le recorría el brazo.

– Se te ha abierto -lo reprendió ella, sosteniendo una pequeña palangana metálica debajo de la mano mientras le limpiaba la herida.

Jeffrey procuró no reaccionar ante el dolor, pero la verdad es que vio las estrellas. Nunca había entendido por qué una herida dolía más al curarla que en el momento de producirse. Apenas se acordaba de cuando se había cortado la mano en el bosque, pero ahora, cada vez que movía los dedos, sentía como si se le clavaran agujas en la piel.

– ¿Qué has hecho? -preguntó ella en tono de desaprobación.

En lugar de contestar, pensó en la sonrisa de Sara al niño. La había visto de muchos humores distintos, pero esa sonrisa en concreto era nueva para él.

– ¿Jeff? -insistió ella.

Cabeceando, deseó tocarle la cara, pero temió acabar con un muñón sangriento donde antes tenía la mano.

– Volveré a vendártela -indicó ella-, pero debes andar con cuidado. No conviene que se infecte.

– Sí, doctora -contestó él, esperando que Sara alzara la vista y sonriera.

Pero ella preguntó:

– ¿Dónde dormiste anoche?

– No donde hubiese querido.

Sara no le siguió la corriente y empezó a vendar otra vez la mano con los labios muy apretados. Cortó un trozo de esparadrapo con los dientes.

– Debes tener mucho cuidado y mantener la herida limpia.

– ¿Por qué no me paso por aquí más tarde para que me la limpies tú?

– Bueno… -empezó a decir, pero bajó la voz mientras abría y cerraba cajones, y al fin sacó un tubo de vacío y una jeringa.

Jeffrey se llevó un susto de muerte al pensar que Sara iba a clavarle una aguja en la mano, hasta que de pronto se acordó de que quería extraerle sangre.

Sara le desabrochó el puño de la camisa y se la arremangó. Para no mirar, Jeffrey alzó la vista hacia el techo mientras esperaba el pinchazo. En lugar de eso, oyó un profundo suspiro.

– ¿Qué? -preguntó él.

Ella le dio unos cuantos golpecitos en el antebrazo, buscando la vena.

– Yo tengo la culpa.

– ¿De qué?

Sara tardó en contestar, como si meditara la respuesta.

– Cuando me fui de Atlanta, estaba en medio de una tanda de vacunas para la hepatitis A y B. -Le hizo un torniquete alrededor del bíceps, tirando con fuerza-. Te ponen dos inyecciones en un intervalo de unas semanas, y al cabo de cinco meses te dan otra de refuerzo. -Guardó silencio otra vez mientras le frotaba la piel con alcohol-. A mí me pusieron las dos primeras, pero cuando volví aquí, no fui a por el refuerzo. No sabía qué iba a hacer con mi vida, y menos aún si seguiría ejerciendo la medicina. -Hizo una pausa-. No pensé en acabar el tratamiento hasta la época…

– ¿Qué época?

Quitó el tapón de la jeringa con los dientes y contestó:

– El divorcio.

– Pues entonces no pasa nada -dijo Jeffrey, refrenándose para no salir corriendo cuando ella le clavó la aguja en la vena.

Sara lo hizo con delicadeza, pero Jeffrey odiaba las inyecciones. A veces se mareaba sólo de pensar en ellas.

– Son agujas para niños -dijo ella, con más sarcasmo que consideración-. ¿Por qué dices que no pasa nada?

– Porque sólo me acosté con ella una vez -dijo él-. Al día siguiente me echaste.

– Exacto. -Sara acopló el tubo de vacío a la jeringa y soltó el torniquete.

– O sea que cuando volvimos a estar juntos estabas ya vacunada. Por tanto, debes ser inmune.

– Te olvidas de aquella vez.

– ¿Qué…?

Se interrumpió al acordarse. La noche antes del juicio por el divorcio, Sara se presentó en su casa borracha como una cuba y en actitud receptiva. En su desesperación por recuperarla, Jeffrey se aprovechó de las circunstancias, pero todo fue en vano, ya que ella se marchó furtivamente antes del amanecer. Después no le devolvió las llamadas y, cuando esa noche él fue a su casa, ella le cerró la puerta en las narices.

– Estaba en medio de la tanda -explicó ella-. Me faltaba el refuerzo.

– Pero ¿te habías puesto las primeras dos vacunas?

– Aun así, existe riesgo. -Sacó la aguja y le puso el tapón-. Y no hay vacuna para la hepatitis C. -Le aplicó un aposito de algodón en el brazo y lo obligó a doblar el codo para sostenerlo. Cuando lo miró, Jeffrey supo que iba a recibir una lección-. Hay cinco tipos básicos de hepatitis, algunos con cepas distintas -empezó a explicar, al tiempo que tiraba la jeringa al cubo de residuos con riesgo biológico-. La A es básicamente como un gripazo. Dura un par de semanas, y después, desarrollas anticuerpos. No puedes volver a contraerla.

– Ya.

Era el único detalle que retenía de su visita a la consulta de Hare. El resto lo recordaba como en una nebulosa. Había intentado escuchar -lo había intentado de verdad- al primo de Sara cuando le explicó las diferencias y factores de riesgo, pero era tal su deseo de salir de allí cuanto antes que no pudo pensar en otra cosa. Tras una noche en vela, le asaltaron diversas dudas, pero fue incapaz de telefonear a Hare para consultárselas. Durante los días siguientes osciló entre un estado de negación y otro de pánico absoluto. Jeffrey era capaz de recordar hasta el último detalle de un caso sucedido quince años atrás, pero no le había quedado grabada en la memoria ni una sola palabra de lo que había dicho Hare.

– La hepatitis B es distinta. Puedes tenerla y curarte, o puede ser crónica. Alrededor de un diez por ciento de los infectados se convierten en portadores. El riesgo de contagio es de uno entre tres. El riesgo del sida es de uno entre trescientos.

Sin duda Jeffrey carecía de las dotes matemáticas de Sara, pero podía calcular las probabilidades.

– Tú y yo hemos tenido relaciones sexuales más de tres veces desde lo de Jo.

Aunque Sara intentó disimular, Jeffrey percibió la mueca al oír el nombre.

– Es una lotería, Jeffrey.

– No he querido decir…

– La hepatitis C suele contagiarse mediante el contacto con la sangre. Podrías tenerla y no saberlo. Normalmente uno no se entera hasta que aparecen los síntomas, y a partir de entonces empieza la cuenta atrás: fibrosis hepática, cirrosis, cáncer…

Él se limitaba a mirarla fijamente. Sabia cómo acabaría aquello. Como en un accidente ferroviario, no podía hacer nada salvo esperar a que el tren descarrilara.

– Estoy furiosa contigo -dijo Sara, la afirmación más evidente que había salido de sus labios-. Estoy furiosa porque esto saca a relucir toda esa historia otra vez. -Se interrumpió en un intento de serenarse-. Quería olvidar lo ocurrido, empezar de nuevo, y esto vuelve a restregármelo todo por la cara. -Parpadeó con los ojos empañados-. Y si estás enfermo…

Jeffrey se centró en lo que se creía capaz de controlar.

– Es mi culpa, Sara. Metí la pata. Soy yo quien lo estropeó todo. Lo sé.

Aunque hacía tiempo que había aprendido a no añadir ningún «pero», en su cabeza seguía muy presente. Sara había estado distante, dedicando más tiempo al trabajo y a su familia que a Jeffrey. Él no era la clase de marido que esperaba la cena en la mesa todas las noches, pero habría deseado que ella encontrara al menos un poco de tiempo para él entre tantas actividades.

– ¿Hiciste con ella esas cosas que haces conmigo? -preguntó Sara con un hilo de voz.

– Sara…

– ¿No tomaste precauciones?

– Ni siquiera sé qué significa eso.

– Sí lo sabes -replicó Sara.

Ahora era ella quien lo miraba fijamente, y se produjo entonces uno de esos raros momentos en que él podía adivinarle el pensamiento.

– Dios mío -susurró Jeffrey, deseando con toda su alma estar en cualquier otro sitio.

No eran un par de pervertidos ni mucho menos, pero una cosa era explorar ciertas cosas en la cama, y otra muy distinta analizarlas a la fría luz del día.

– Si tenías un corte en la boca y ella… -Sara obviamente no podía acabar-. Incluso durante las relaciones sexuales normales, la gente puede sufrir pequeños desgarros, lesiones microscópicas.

– Ya te he entendido -la atajó él con aspereza.

Ella cogió el tubo con su sangre y escribió algo en la etiqueta con un bolígrafo.

– No estoy preguntándotelo porque quiera conocer detalles morbosos.

Él no se molestó en reprocharle la mentira. Cuando sucedió, ella lo sometió a un tercer grado, con preguntas concretas sobre cada uno de los pasos que había dado, cada beso, cada acción, como si tuviera algún tipo de obsesión voyeurista.

Sara se puso en pie y, tras abrir un cajón, sacó una tirita de un color rosado chillón con un dibujo de Barbie. Él había tenido el codo doblado durante todo ese tiempo, y cuando estiró el brazo, notó que se le había dormido. Tras retirar las bandas de la parte adhesiva, le puso la tirita encima del algodón. No volvió a hablar hasta después de echar las bandas a la basura.

– ¿No vas a decirme que tengo que superarlo? -Sara fingió un gesto de indiferencia-. Sólo ocurrió una vez, ¿verdad? No significó nada.

Jeffrey se mordió la lengua al reconocer la trampa. La ventaja de dar vueltas a lo mismo durante los últimos cinco años era que sabía cuándo debía callar. Aun así, le representó un esfuerzo no enzarzarse en una discusión con ella. Sara se negaba a ver las cosas desde su punto de vista, y acaso tuviera razón, pero eso no era óbice para que hubiera motivos por los que él actuó de ese modo, y no todos tenían que ver con que era un cabrón sin entrañas. Sabía que le tocaba desempeñar el papel de suplicante. La flagelación no era un precio muy alto a cambio de la paz.

– Siempre dices que tengo que superarlo. Que sucedió hace mucho tiempo, que ya no eres el mismo, que has cambiado. Que ella no te importaba.

– Si te lo digo ahora, ¿servirá de algo?

– No -contestó Sara-. Supongo que todo seguirá igual.

Apoyándose en la pared, Jeffrey lamentó no poder adivinarle el pensamiento en ese momento.

– Y esto ¿a qué nos conduce?

– Quiero odiarte.

– Eso no es ninguna novedad -dijo él, pero Sara no pareció percibir la ligereza en su voz, porque le dio la razón con un gesto de asentimiento.

Jeffrey cambió de posición en la mesa, sintiéndose como un idiota allí con los pies colgando a medio metro del suelo. Oyó que Sara murmuraba «Joder» y levantó la cabeza sorprendido. Sara casi nunca usaba ese vocabulario, y él no supo si tomarse el improperio como buena o mala señal.

– No sabes hasta qué punto me irritas, Jeffrey.

– Creía que eso te enternecía.

Sara lo fulminó con la mirada.

– Como se te ocurra… -Su voz se apagó gradualmente-. ¿Qué sentido tiene? -preguntó, y él se dio cuenta de que no era una pregunta retórica.

– Lo siento -se disculpó Jeffrey, y esta vez lo dijo en serio-. Siento haber provocado esta situación. Siento haberlo estropeado todo. Siento que hayamos tenido que pasar por ese infierno…, que tú lo hayas tenido que pasar…, para llegar hasta aquí.

– ¿Y dónde es aquí?

– Supongo que eso depende de ti.

Sara se sorbió la nariz, se tapó la cara con las manos y exhaló un largo suspiro. Cuando volvió a mirarlo, Jeffrey advirtió que quería llorar pero se contenía. Mirándose la mano, jugueteó con el esparadrapo.

– No te lo toques -ordenó ella, poniendo la mano encima de la suya.

La dejó allí, y él notó su calor a través de la venda. Miró sus dedos largos y gráciles, las venas azules en el dorso de la mano que dibujaban un complejo mapa debajo de la piel pálida. Le acarició los dedos, preguntándose cómo demonios había sido tan tonto como para darlo por hecho.

– No he dejado de pensar en esa chica -comentó él-. Se parece mucho a…

– Wendy -lo interrumpió ella.

Wendy era la niña a la que había matado de un tiro.

Jeffrey apoyó su otra mano extendida sobre la de ella, deseando hablar de cualquier cosa salvo del tiroteo.

– ¿A qué hora irás a Macon?

Ella echó un vistazo al reloj de él.

– He quedado con Carlos dentro de media hora en el depósito de cadáveres.

– Es curioso que los dos hayan olido el cianuro -observó Jeffrey-. La abuela de Lena era mexicana. Y también Carlos. ¿Hay alguna relación?

– No que yo sepa. -Ella lo miraba con atención, adivinándole las intenciones como si fuera un libro abierto.

– Estoy bien -dijo Jeffrey a la vez que se bajaba de la mesa.

– Lo sé -respondió Sara. Acto seguido preguntó-: ¿Y qué hay del bebé?

– Tiene que haber un padre por algún sitio. -Jeffrey sabía que si encontraban al padre, recaerían en él todas las sospechas.

– Una mujer embarazada tiene más probabilidades de morir por homicidio que por cualquier otra causa -señaló Sara.

Con cara de preocupación, se dirigió al fregadero para lavarse las manos.

– El cianuro no se encuentra en las estanterías de un supermercado. ¿De dónde lo sacaría yo si quisiera matar a alguien?

– Lo contienen algunos productos de parafarmacia. -Sara cerró el grifo y se secó las manos con una toalla de papel-. Se han dado casos de niños envenenados con quitaesmaltes.

– ¿Eso contiene cianuro?

– Sí -contestó Sara, tirando la toalla a la basura-. Lo consulté en un par de libros anoche cuando no podía dormir.

– ¿Y?

Apoyó la mano en la mesa de reconocimiento.

– Se encuentra en casi todas las frutas y los huesos: de melocotón, albaricoque, cereza. Aunque harían falta muchos, así que no es muy práctico. Varias industrias usan cianuro, y también algunos laboratorios farmacéuticos.

– ¿Qué clase de industrias? -preguntó él-. ¿Crees que podría haber en la universidad?

– Es probable -contestó ella.

Jeffrey pensó que debía intentar averiguarlo. El Instituto de Tecnología de Grant era en esencia una facultad de agronomía, y allí se realizaban toda clase de experimentos por encargo de las grandes empresas químicas, a fin de obtener la nueva fórmula infalible para que los tomates crecieran más deprisa o los guisantes fueran más verdes.

– También sirve como endurecedor en los revestimientos metálicos -explicó Sara-. Algunos laboratorios lo usan para realizar controles, y a veces se emplea para fumigar. Está en el humo de tabaco. El ácido cianhídrico se obtiene quemando lana o diversos tipos de plásticos.

– Sería difícil meter humo por un tubo.

– El individuo tendría que llevar una máscara, pero tienes razón. Hay maneras mejores de hacerlo.

– ¿Como cuáles?

– Hace falta un ácido para activarlo. Las sales de cianuro mezcladas con un vinagre de uso doméstico podrían matar a un elefante.

– ¿No es eso lo que usó Hitler en los campos de concentración? ¿Sales?

– Creo que sí -contestó ella, frotándose los brazos.

– Si se usó un gas -dijo Jeffrey, pensando en voz alta-, estuvimos en peligro al abrir la caja.

– Puede que para entonces se hubiera disipado. O que la madera y la tierra lo absorbieran.

– ¿Sería posible que el cianuro le hubiese llegado por contaminación del suelo?

– Es un parque público bastante concurrido. Va mucha gente a correr. Dudo que alguien pudiese llevar a escondidas residuos tóxicos sin que nadie se diese cuenta.

– ¿Pero?

– Pero -convino Sara- si alguien tuvo tiempo para enterrarla allí, cualquier cosa es posible.

– ¿Tú cómo lo harías?

Sara se lo pensó.

– Mezclaría las sales con agua -contestó- y las echaría por el tubo. Obviamente la chica tendría la boca cerca para respirar. En cuanto las sales llegan al estómago, el ácido activa el veneno. Habría tardado minutos en morir.

– Hay un enchapador en las afueras del pueblo -señaló Jeffrey-. Se dedica a revestimientos metálicos, pan de oro, y cosas así.

– Dale Stanley -informó Sara.

– ¿El hermano de Pat Stanley? -preguntó Jeffrey.

Pat Stanley era uno de sus mejores patrulleros.

– Esa madre que has visto antes aquí es su mujer.

– ¿Qué le pasa al crío?

– Una infección bacteriana. El hijo mayor vino hace tres meses con el caso más grave de asma que he visto desde hace mucho tiempo. Desde entonces no ha parado de entrar y salir del hospital.

– Tampoco ella parecía andar muy bien de salud.

– No sé cómo aguanta -reconoció Sara-. Pero no me deja tratarla.

– ¿Crees que le pasa algo?

– Creo que está a punto de sufrir una crisis nerviosa.

Jeffrey se quedó pensativo.

– Supongo que debería ir a verlos.

– Es una muerte terrible, Jeffrey. El cianuro es un asfixiante químico. Elimina todo el oxígeno de la sangre hasta que ya no queda nada. Esa chica sabía qué le sucedía. El corazón debía de latirle a mil por hora. -Sara movió la cabeza en un gesto de negación, como si quisiera borrar la imagen.

– ¿Cuánto crees que tardó en morir?

– Depende de cómo ingirió el veneno, de cómo se le administró. Entre dos y cinco minutos; yo diría que fue bastante rápido. No presenta ninguna de las señales típicas de un envenenamiento por cianuro prolongado.

– ¿Y cuáles son?

– Fuerte diarrea, vómitos, ataques, síncopes. Básicamente, el cuerpo hace cuanto puede para eliminar el veneno lo antes posible.

– ¿Puede hacerlo? O sea, por sí mismo.

– Normalmente, no. Es una sustancia muy tóxica. En una sala de urgencias se pueden probar unas diez cosas distintas, desde carbón hasta nitratoamílico en cápsulas, pero en realidad lo único que se puede hacer es tratar los síntomas a medida que aparecen y cruzar los dedos. Actúa muy rápido y casi siempre es letal.

– Pero ¿crees que fue rápido? -no pudo evitar preguntar Jeffrey.

– Eso espero.

– Quiero que te lleves esto -dijo él, sacando el móvil del bolsillo de la chaqueta.

Sara arrugó la nariz.

– No lo quiero.

– Me gusta saber dónde estás.

– Ya sabes dónde voy a estar -replicó ella-. Con Carlos en Macon y luego otra vez aquí.

– ¿Y si encuentran algo en la autopsia?

– Cogeré uno de los diez teléfonos del laboratorio y te llamaré.

– ¿Y si me olvido de la letra de «Karma Chameleon»? -preguntó Jeffrey en broma, aludiendo a la canción de Boy George que le había oído cantar por el móvil.

Sara lo fulminó con la mirada y él se echó a reír.

– Me gusta que me cantes.

– Ésa no es la razón por la que no lo quiero.

Jeffrey dejó el teléfono en la mesa al lado de ella.

– Supongo que no cambiarás de opinión si te pido que lo hagas por mí…

Sara lo miró fijamente por un instante y luego abandonó la sala de reconocimiento. Cuando él todavía se preguntaba si acaso debía seguirla, ella volvió con un libro en la mano.

– No sé si tirarte esto a la cabeza o regalártelo -le dijo.

– ¿Qué es?

– Lo encargué hace unos meses -explicó Sara-. Llegó la semana pasada. Iba a regalártelo cuando por fin te mudaras. -Lo levantó para que él pudiera leer el título en el estuche granate-. Andersonville, de Kantor -dijo, y luego añadió-: Es una primera edición.

Con la mirada fija en el libro, Jeffrey abrió y cerró la boca varias veces antes de poder articular palabra.

– Debió de costarte una fortuna.

Ella lo miró con expresión irónica a la vez que le entregaba la novela.

– En ese momento me pareció que la valías.

Sacó el libro del estuche con la sensación de que sostenía el Santo Grial. La portada era azul y blanca, y las páginas tenían los bordes un tanto desvaídos. Con cuidado, Jeffrey lo abrió por la portadilla.

– Está firmado. Lo firmó MacKinlay Kantor.

Ella se encogió ligeramente de hombros, como para quitarle importancia.

– Sé que te gusta el libro, y…

– No me puedo creer que hayas hecho esto -consiguió decir Jeffrey, con la sensación de que no podía tragar saliva.

De niño, la señorita Fleming, una de sus profesoras de lengua, le había dado el libro para leer un día en que había tenido que quedarse castigado en el colegio después de clase. Hasta entonces Jeffrey había sido una nulidad en todo, resignándose casi a la idea de que, cuando tuviera que elegir una profesión, tendría que conformarse con ser mecánico u operario de una fábrica, o peor aún, un ladronzuelo de poca monta como su padre. Pero esa novela había despertado algo en él, un deseo de aprender. Ese libro le había cambiado la vida.

Probablemente un psiquiatra establecería una relación entre esa fascinación de Jeffrey con una de las prisiones más famosas de la Confederación durante la Guerra de Secesión y el hecho de que fuera policía, pero a Jeffrey le gustaba pensar que Andersonville le inculcó una empatía de la que había carecido hasta entonces. Antes de trasladarse al condado de Grant y ocupar el cargo de comisario de policía, había visitado el condado de Sumter, en Georgia, para ver ese lugar con sus propios ojos. Todavía recordaba el escalofrío que sintió en el interior de la prisión de Fort Sumter. Más de trece mil presos habían perecido durante los cuatro años que permaneció abierta. Se quedó allí hasta que se puso el sol y ya no se veía nada.

– ¿Te gusta? -preguntó Sara.

– Es precioso -contestó, incapaz de decir nada más.

Recorrió el lomo dorado con el dedo. Kantor había recibido el Pulitzer por ese libro. Jeffrey había recibido toda una vida.

– En fin -dijo Sara-, pensé que te gustaría.

– Y me gusta. -Intentó pensar en algo profundo que decir para expresar su gratitud, y sin embargo acabó preguntando-: ¿Por qué me lo das ahora?

– Porque debes tenerlo.

– ¿Como regalo de despedida? -preguntó en broma, pero sólo a medias.

Ella se humedeció los labios y tardó en contestar.

– Sólo porque debes tenerlo.

Desde la parte delantera del edificio, se oyó una voz masculina:

– ¿Comisario?

– Brad -dijo Sara. Salió al vestíbulo y, antes de que Jeffrey pudiera añadir nada más, anunció-: Estamos aquí.

Brad abrió la puerta con el sombrero en una mano y un móvil en la otra.

– Se ha dejado el móvil en la comisaría -dijo a Jeffrey.

Jeffrey no ocultó su irritación.

– ¿Has venido hasta aquí para decirme eso?

– N-no -tartamudeó-. O sea, sí, pero también porque hemos recibido una llamada. -Se detuvo para recuperar el aliento-. Una mujer desaparecida. De veintiún años, pelo y ojos castaños. La vieron por última vez hace diez días.

Jeffrey oyó susurrar a Sara:

– Bingo.

Cogió su abrigo y el libro. Le dio el móvil nuevo a Sara y dijo:

– Llámame en cuanto sepas algo de la autopsia. -Y antes de que ella pudiera protestar, preguntó a Brad-: ¿Dónde está Lena?

Capítulo 5

Lena quería salir a correr, pero en Atlanta le habían dicho que no realizara esfuerzos antes de un par de semanas. Esa mañana se había quedado en la cama tanto rato como había podido, haciendo ver que dormía hasta que Nan se fue a trabajar. Unos minutos después salió a dar un paseo. Necesitaba tiempo para pensar en lo que había visto en la radiografía de la chica muerta. El feto era del tamaño de sus dos puños juntos, igual que el que habían sacado de su útero.

Mientras caminaba por la calle, Lena no pudo evitar acordarse de la otra mujer de la clínica, de las miradas furtivas que se habían lanzado, de la actitud culpable de la mujer al dejarse caer en la silla, como si quisiera que se la tragara la tierra. Lena se preguntó de cuántos meses estaría, qué la habría llevado a la clínica. Había oído historias de mujeres que abortaban en lugar de usar anticonceptivos, pero no se podía creer que alguien fuera capaz de someterse a semejante suplicio más de una vez. Incluso después de una semana, era incapaz de cerrar los ojos sin evocar una imagen deformada del feto. Seguro que lo que ella imaginaba era peor que la intervención en sí.

Pero sí se alegraba de no tener que estar presente en la autopsia que iba a practicarse ese día. No deseaba ver una imagen concreta de cómo había sido su propio bebé. Sólo deseaba seguir adelante con su vida y, en esos momentos, eso significaba enfrentarse a Ethan.

La noche anterior Ethan la había localizado en su casa tras sonsacarle a Hank su paradero. Lena le había contado el verdadero motivo de su regreso, que Jeffrey la había llamado para pedirle que volviera, y preparó el terreno para verlo poco en los días siguientes diciéndole que tenía que concentrarse en el caso. Ethan era listo, quizá más que Lena en muchos aspectos, y cada vez que percibía que ella empezaba a distanciarse, decía las palabras adecuadas para que tuviera la sensación de que podía elegir. Por teléfono, con una voz suave como la seda, le había dicho que hiciera lo que le pareciese más oportuno y que lo llamase cuando pudiera. Lena no sabía hasta qué punto tomarlo al pie de la letra, hasta dónde llegaba la cuerda que tenía al cuello. ¿Por qué era tan débil en todo lo que se refería a él? ¿Cuándo había adquirido Ethan el poder que tenía sobre ella? Debía tomar medidas para echarlo de su vida. Tenía que haber una manera mejor que ésa de vivir.

Lena dobló hacia Sanders Street y, al notar una ráfaga de aire frío que agitaba las hojas, metió las manos en los bolsillos de la chaqueta. Había entrado en el cuerpo de policía del condado de Grant quince años antes para estar cerca de su hermana. Sibyl trabajaba en la sección de ciencias de la universidad, donde había tenido una carrera muy prometedora hasta que segaron su vida. Lena no podía decir lo mismo de sus propias oportunidades profesionales. Unos meses atrás había hecho lo que diplomáticamente suele llamarse un «paréntesis» en el cuerpo para trabajar en la universidad durante un tiempo antes de decidir volver a encauzar su vida. Jeffrey había tenido la generosidad de permitirle recuperar su antiguo empleo, pero ella sabía que algunos de sus otros compañeros la veían con resentimiento.

No se lo echaba en cara. Visto desde fuera, debía de dar la impresión de que Lena lo tenía todo muy fácil, pero viéndolo desde dentro, ella sabía que no era así. Habían transcurrido casi tres años desde la violación. Tenía aún profundas cicatrices en los pies y las manos de cuando su agresor la clavó al suelo. El verdadero dolor no empezó hasta que la liberaron.

Pero de algún modo, las cosas empezaban a ser más llevaderas. Ahora podía entrar en una habitación vacía sin sentir que se le erizaba el vello de la nuca. Ya no tenía ataques de pánico cuando se quedaba sola en su casa. A veces despertaba y se pasaba media mañana sin acordarse de lo sucedido.

Debía reconocer que Nan Thomas era una de las razones por las que su vida empezaba a ser más llevadera. Cuando Sibyl las presentó, Lena la detestó a primera vista. No es que Sibyl no hubiera tenido otras amantes, pero en el caso de Nan percibió algo de permanente. Lena incluso había dejado de hablarse con su hermana durante un tiempo cuando las dos mujeres se fueron a vivir juntas. Como tantas otras cosas, Lena ahora lo lamentaba, y Sibyl ya no estaba para oír sus disculpas. Lena suponía que podía disculparse con Nan, pero cada vez que se lo planteaba, no le salían las palabras.

Vivir con Nan era como intentar aprender la letra de una canción conocida. Uno primero se dice que esta vez prestará atención de verdad, pero al cabo de tres versos se olvida de sus intenciones y se deja llevar por el ritmo familiar de la música. Después de seis meses de compartir la casa, Lena tan sólo conocía detalles superficiales sobre la vida de la bibliotecaria. A Nan le encantaban los animales pese a sus graves alergias; le gustaba el ganchillo, y los viernes y los sábados por la noche se dedicaba a leer. Cantaba en la ducha y por la mañana, antes de ir a trabajar, tomaba té verde en un tazón azul que había sido de Sibyl. Siempre llevaba las gruesas gafas manchadas de huellas, pero era muy exigente con la ropa, por más que en general los colores de sus vestidos fuesen más propios de un huevo de Pascua que de una mujer de treinta y seis años. Como el padre de Lena y Sibyl, el de Nan había sido policía. Aún vivía, pero Lena no lo había conocido ni lo había oído siquiera llamar por teléfono. De hecho, las únicas veces que sonaba el teléfono en la casa acostumbraba a ser Ethan, que llamaba a Lena.

Cuando Lena entró en el camino de acceso a la casa, el Corolla marrón de Nan estaba aparcado detrás de su Celica. Lena consultó el reloj para ver cuánto tiempo llevaba paseando. Jeffrey le había dado la mañana libre para compensarla por el día anterior, y a ella le apetecía pasar un rato sola. Por lo común, Nan volvía a casa a la hora de comer, pero eran sólo poco más de las nueve.

Lena cogió el Grant Observer del jardín y echó una ojeada a los titulares mientras se dirigía a la puerta. Una tostadora se había incendiado en alguna casa el sábado por la noche y habían tenido que llamar a los bomberos. Dos alumnos del instituto Robert E. Lee habían quedado en segundo y quinto lugar en un concurso de matemáticas del estado. No se mencionaba a la chica desaparecida que habían encontrado en el bosque. Probablemente la edición ya estaba cerrada cuando Jeffrey y Sara se habían encontrado con la tumba. Sin duda la noticia aparecería en primera plana al día siguiente. Quizás el periódico los ayudaría a localizar a la familia de la chica.

Mientras abría la puerta, leyó la noticia del incendio causado por la tostadora, sin entender por qué se necesitaron dieciséis bomberos voluntarios para sofocarlo. Percibiendo una presencia distinta en la habitación, alzó la vista y, atónita, vio a Nan sentada en una silla enfrente de Greg Mitchell, el antiguo novio de Lena. Habían vivido juntos durante tres años hasta que Greg se hartó de su mal genio. Hizo las maletas y se marchó cuando ella estaba en el trabajo -una maniobra cobarde aunque, en retrospectiva, comprensible-, dejando una breve nota en la nevera. Tan breve que recordaba cada palabra. «Te quiero pero no aguanto más. Greg.»

En los siete años transcurridos desde entonces habían hablado en total dos veces, las dos por teléfono, y las dos conversaciones terminaron cuando Lena colgó sin que Greg pudiera decir más que: «Soy yo».

– Lee -dijo Nan, casi gritando, y se puso en pie al instante, como si la hubieran sorprendido con las manos en la masa.

– Hola -consiguió decir Lena, y se le atragantó la palabra.

Se había llevado el periódico al pecho como si necesitase protección. Y quizá fuera así.

En el sofá, al lado de Greg, había una mujer más o menos de la edad de Lena. Tenía la piel aceitunada y el cabello castaño recogido en una cola suelta. En sus buenos días, podía pasar por prima lejana de Lena, una de las parientes feas de la rama de Hank. Ese día, sentada junto a Greg, la chica tenía más bien pinta de puta. Lena sintió cierta satisfacción al ver que Greg se conformaba con una réplica de calidad inferior, pero aun así tuvo que contener una punzada de celos.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó. Greg pareció desconcertado, y ella, procurando suavizar su tono, aclaró-: Quiero decir, aquí, en el pueblo. ¿Cómo es que has vuelto?

– Esto… Mmm… -Una sonrisa abochornada se dibujó en su rostro. Quizás esperaba que ella lo golpease con el periódico. No sería la primera vez. Señalándose el tobillo, explicó-: Me he roto la tibia y el peroné. -Lena vio un bastón entre el sofá y la chica-. He vuelto a casa por un tiempo para que mi madre me cuide.

Lena sabía que su madre vivía a dos manzanas. El corazón le dio un extraño vuelco al preguntarse cuánto tiempo llevaba él allí. Tras devanarse los sesos buscando algo que decir, se conformó con preguntar:

– ¿Y ella cómo está? Tu madre.

– Tan cascarrabias como siempre.

Tenía los ojos de un azul diáfano, en contraste con el cabello negro azabache. Lo llevaba más largo, o tal vez se le había pasado cortárselo. Greg se olvidaba continuamente de cosas como ésas, siempre colgado horas y horas delante del ordenador programando aunque la casa se viniera abajo. Eso había sido motivo de discusión permanente. Todo era motivo de discusión permanente. Ella nunca se rendía, nunca cedía ni un ápice en nada. La sacaba de quicio y, aunque había llegado a odiarlo a muerte, era posiblemente el único hombre a quien había amado de verdad.

– ¿Y tú? -preguntó él.

– ¿Qué? -dijo Lena, absorta aún en sus pensamientos. Greg tamborileó en el bastón, y ella vio que tenía las uñas mordidas hasta la carne. Greg lanzó una mirada a las otras dos mujeres, con una sonrisa algo más vacilante.

– Te he preguntado cómo te va.

Lena se encogió de hombros y siguió un largo silencio durante el que no pudo más que mirarlo. Por fin, se obligó a fijar la vista en las manos. Había hecho jirones el ángulo del periódico como un ama de casa nerviosa. Nunca se había sentido tan violenta en la vida. En el manicomio había chiflados que sabían comportarse en sociedad mejor que ella.

– Lena -terció Nan con voz tensa-, te presento a Mindy Bryant.

Mindy tendió la mano y Lena se la estrechó. Vio que Greg se fijaba en las cicatrices en el dorso de su mano y, cohibida, la retiró.

– Me he enterado de lo que pasó -dijo él, con un tono de serena tristeza.

– Ya -consiguió decir ella, metiéndose las manos en los bolsillos de atrás-. Oye, tengo que arreglarme para ir a trabajar.

– Ah, vale -dijo Greg.

Intentó ponerse en pie. Mindy y Nan hicieron ademán de ayudarlo; Lena, en cambio, no se movió. Habría querido echarle una mano, incluso llegó a contraer los músculos, pero por alguna razón sus pies permanecieron pegados al suelo.

Apoyado en el bastón, Greg dijo a Lena:

– Sólo quería pasar para deciros que he vuelto.

Se inclinó y besó a Nan en la mejilla. Lena recordó las continuas discusiones que había tenido con Greg a causa de la orientación sexual de Sibyl. Él siempre se ponía del lado de su hermana y debía de parecerle bien que Lena y Nan vivieran juntas. O quizá no. Greg no era retorcido y no guardaba rencor por mucho tiempo; era una de las muchas cualidades suyas que ella no había comprendido.

– Siento lo de Sibyl. Mi madre no me lo contó hasta que volví -dijo Greg.

– No me extraña -contestó Lena.

Lu Mitchell había aborrecido a Lena nada más conocerla. Era una de esas mujeres que consideraba a su hijo un santo varón.

– Bueno, ya me voy -dijo Greg.

– Ya -respondió Lena, y retrocedió para franquearle el paso hasta la puerta.

– Déjate ver alguna vez -dijo Nan, y le dio unas palmadas en el brazo.

Todavía se la notaba nerviosa, y Lena se fijó en que parpadeaba mucho. Había algo distinto en ella, pero Lena no sabía qué era.

– Estás guapísima, Nan -dijo Greg-. Fantástica, de verdad.

Nan se ruborizó, y Lena cayó en la cuenta de que no llevaba gafas. ¿Cuándo había empezado Nan a usar lentillas? Y ya puestos, ¿por qué motivo? Nunca había mostrado gran preocupación por su aspecto físico, y sin embargo ese día incluso había prescindido de sus habituales tonos pastel y llevaba unos vaqueros y una sencilla camiseta negra. Lena nunca le había visto una prenda de un color más oscuro que el verde manzana. Mindy había dicho algo, y Lena se disculpó:

– ¿Perdona?

– Decía que ha sido un placer conocerte. -Tenía voz de pito, y Lena confió en que su sonrisa forzada no delatase su aversión.

– También yo me alegro de conocerte -dijo Greg.

Lena abrió la boca para decir algo y luego cambió de parecer. Greg estaba ya en la puerta, con la mano en el picaporte. Dirigió una última mirada a Lena por encima del hombro.

– Ya nos veremos.

– Ya -contestó Lena, con la sensación de que eso era prácticamente lo único que había dicho en los últimos cinco minutos.

La puerta se cerró con un chasquido y las tres mujeres se quedaron de pie en círculo. Mindy dejó escapar una risa nerviosa, y Nan se sumó con una carcajada un poco demasiado estridente. Se llevó la mano a la boca para sofocarla.

– Tengo que volver al trabajo -dijo Mindy. Se inclinó para besar a Nan en la mejilla, pero Nan se apartó. Se dio cuenta de su reacción y volvió a acercarse, golpeando sin querer a Mindy en la nariz.

Mindy se rió, frotándose en la nariz.

– Te llamaré.

– Esto… vale -contestó Nan, roja como un tomate-. Aquí me encontrarás. Hoy, quiero decir. O mañana en el trabajo. -Miró alrededor, eludiendo a Lena-. O sea, estaré por aquí.

– De acuerdo -respondió Mindy con una sonrisa un poco más tensa. Y dirigiéndose a Lena, añadió-: Encantada de conocerte.

– Sí, lo mismo digo.

Mindy lanzó una mirada furtiva a Nan.

– Hasta luego.

Nan se despidió con la mano y Lena se despidió a su vez:

– Adiós.

La puerta se cerró y Lena sintió que la habitación se había quedado sin aire. Nan seguía sonrojada y apretaba tanto los labios que empezaban a perder el color. Lena decidió romper el hielo y comentó:

– Parece simpática.

– Sí -coincidió Nan-. O sea, no. No es que no sea simpática. Es sólo que… Ay, Dios. -Se llevó los dedos a los labios para obligarse a callar.

Lena buscó algún comentario positivo que hacer.

– Es mona.

– ¿Tú crees? -Nan se ruborizó otra vez-. Quiero decir, no es que importe. Sólo que…

– No pasa nada, Nan.

– Es demasiado pronto.

Lena no supo qué más decir. No se le daba bien consolar a la gente. No se le daba bien lidiar con las emociones, circunstancia que Greg había mencionado varias veces antes de hartarse y marcharse.

– Greg acaba de presentarse aquí sin más -explicó Nan, y cuando Lena se volvió hacia la puerta de la calle, aclaró-: Ahora no, hace un rato. Estábamos las dos aquí, Mindy y yo. Mientras charlábamos, él ha llamado y… -Se interrumpió y respiró hondo-. Greg tiene buen aspecto.

– Sí.

– Dice que se pasa el día paseando por el barrio -dijo Nan-. Por la pierna. Está haciendo fisioterapia. No quería ser grosero. Ya sabes, por si lo veíamos por la calle y nos preguntábamos qué hacía por aquí.

Lena movió la cabeza en un gesto de asentimiento.

– No sabía que estabas aquí. Que vivías aquí.

– Ah.

Volvió a producirse un silencio.

– En fin… -dijo Nan.

– Pensaba que estarías en el trabajo -la interrumpió Lena.

– Me he tomado la mañana libre.

Lena apoyó la mano en la puerta. Saltaba a la vista que Nan había querido mantener su cita en secreto. Quizá se avergonzaba, o quizá temía la reacción de Lena.

– ¿Has tomado café con ella? -preguntó Lena.

– Es demasiado pronto después de Sibyl -explicó Nan-. No me he dado cuenta hasta que tú has llegado…

– ¿De qué?

– Se parece a ti. A Sibyl. -Se corrigió-: No es idéntica a Sibyl, no es tan guapa. No es tan… -Nan se frotó los ojos con los dedos y susurró-: Mierda.

Una vez más, Lena se quedó sin palabras.

– Malditas lentillas -protestó Nan.

Bajó la mano, pero Lena vio que se le habían empañado los ojos.

– Tranquila, Nan -dijo Lena, con una extraña sensación de responsabilidad-. Ya han pasado tres años -señaló, aunque daba la impresión de que habían sido apenas tres días-. Mereces vivir. Ella habría querido que tú…

Nan la interrumpió con un gesto de asentimiento, sorbiéndose la nariz ruidosamente. Agitó las manos ante la cara.

– Mejor será que vaya a quitarme esta mierda. Es como si tuviera agujas en los ojos.

Casi corriendo, se fue al baño y cerró de un portazo. Lena contempló la posibilidad de acercarse a la puerta y preguntarle si se encontraba bien, pero se le antojó una intrusión. La idea de que Nan pudiera salir algún día con alguien ni se le había pasado por la cabeza. Al cabo de un tiempo de vivir con ella empezó a considerarla asexual, una persona que sólo existía en el contexto de su vida doméstica. Por primera vez comprendió que Nan debía de haber padecido una soledad espantosa durante todo aquel tiempo.

Lena estaba tan absorta en sus pensamientos que el teléfono sonó varias veces antes de que Nan preguntase a voz en grito:

– ¿No vas a cogerlo?

Lena descolgó el auricular sólo un segundo antes de que saltase el contestador.

– ¿Sí?

– Lena -dijo Jeffrey-. Sé que te di la mañana libre…

El alivio la invadió como un rayo de sol.

– ¿Cuándo me necesitas?

– Estoy delante de tu casa.

Lena se acercó a la ventana y vio su coche patrulla blanco.

– Dame un minuto para cambiarme.


Reclinada en el asiento del acompañante, Lena contemplaba el paisaje mientras Jeffrey conducía por una carretera de grava en los aledaños del pueblo. El condado de Grant se componía de tres municipios: Heartsdale, Madison y Avondale. Heartsdale, sede del Instituto de Tecnología de Grant, era la joya del condado, y con sus enormes mansiones anteriores a la guerra y casas de cuentos de hadas, desde luego lo parecía. En comparación, Madison era un pueblucho, una versión de segunda de lo que debería ser una población, y Avondale, desde que el ejército había cerrado la base militar, era directamente el culo del mundo. Lena y Jeffrey tuvieron la mala suerte de que la llamada viniera de Avondale. Todos los policías que Lena conocía temían las llamadas de esa parte del condado, donde a causa de la pobreza y los odios el pueblo entero parecía una olla a punto de romper a hervir.

– ¿Has acudido alguna vez a una llamada tan lejos? -preguntó Jeffrey.

– Ni siquiera sabía que aquí hubiera casas.

– No las había la última vez que pasé. -Jeffrey le entregó una carpeta; encima, sujeto con un clip, había un papel que contenía las indicaciones-. ¿Qué carretera tenemos que coger?

– La de Plymouth -leyó ella. En el margen superior había un nombre-. ¿Ephraim Bennett?

– El padre, por lo visto.

Jeffrey aminoró la velocidad para poder leer un cartel con el rótulo desdibujado. Era gris y verde con letras blancas, pero tenía algo de casero, como si lo hubiesen hecho con material de bricolaje.

– Nina Street -leyó ella, preguntándose cuándo se habían construido todas aquellas carreteras.

Después de trabajar con la policía de carreteras durante casi diez años, Lena pensaba que conocía el condado mejor que nadie. Al mirar alrededor, se sintió como si estuviera en territorio extranjero.

– ¿Seguimos en Grant? -preguntó ella.

– Justo en el límite -contestó él-. El condado de Catoogah está a la izquierda y Grant a la derecha.

Volvió a reducir la marcha al pasar junto a otro cartel.

– Pinta Street -informó ella-. ¿Quién fue el primero en atender la llamada?

– Ed Pelham -contestó Jeffrey, casi escupiendo el nombre. La superficie del condado de Catoogah no llegaba a la mitad de la de Grant y sólo tenía un sheriff y cuatro ayudantes. El año anterior, Joe Smith, el afable abuelo que había ocupado el cargo de sheriff durante treinta años, había caído fulminado por un infarto durante un discurso inaugural en el club Rotario, desencadenando una feroz carrera política entre dos de sus ayudantes. El resultado de las elecciones había sido tan ajustado que, conforme a las leyes del condado, el ganador se decidió lanzando una moneda al aire tres veces. Ed Pelham había accedido al puesto con el apodo de «El cincuenta centavos», y las dos monedas de veinticinco que le abrieron el camino no fueron la única razón; su valía también tuvo que ver con que era tan vago como afortunado, pues no tenía ningún reparo en dejar que otros hicieran el trabajo por él siempre y cuando él llevara el sombrero de ala ancha y recogiera la paga.

– Uno de sus ayudantes recibió la llamada anoche -explicó Jeffrey-. Pero él no la ha comunicado hasta esta mañana, al darse cuenta de que no entraba en su jurisdicción.

– ¿Te ha telefoneado Ed?

– Ha telefoneado a la familia y le ha dicho que tenía que ponerse en contacto con nosotros.

– Un encanto -dijo ella-. ¿Sabía algo de nuestra desconocida?

Jeffrey fue más diplomático de lo que habría sido Lena.

– Aunque se le estuviera quemando el culo, ese soplapollas no se enteraría de nada.

Lena soltó una risotada.

– ¿Quién es Lev?

– ¿Cómo?

– El nombre apuntado aquí abajo -explicó ella, mostrándole el papel-. Has escrito «Lev» y lo has subrayado.

– Ah -contestó Jeffrey, obviamente sin prestarle la menor atención mientras aminoraba para leer otro cartel.

– Santa Marla -leyó Lena, reconociendo los nombres de las naos por la clase de historia del instituto-. ¿Y aquí quién vive? ¿Un puñado de peregrinos?

– Los peregrinos vinieron en el Mayflower.

– Ah -dijo Lena.

Por algo la psicologa del instituto le había dicho que la universidad no era apta para todo el mundo.

– Colón capitaneó la Niña, la Pinta y la Santa Marla.

– Ya. -Percibió la mirada de Jeffrey, que debía de pensar que ella no tenía nada en la cabeza-. Colón.

Por suerte, Jeffrey cambió de tema.

– Lev es el que nos ha llamado esta mañana -aclaró Jeffrey, y volvió a acelerar. Los neumáticos despidieron grava hacia atrás y Lena, por el retrovisor lateral, vio formarse una polvareda-. Es el tío. He devuelto la llamada y he hablado con el padre.

– Conque el tío, ¿eh?

– Sí -respondió Jeffrey-. A ése no le quitaremos el ojo de encima. -Frenó hasta detener el coche en una cerrada curva a la izquierda después de la cual la carretera quedaba cortada.

– Plymouth -dijo Lena, señalando un estrecho camino de tierra a la derecha.

Jeffrey dio marcha atrás para poder girar sin caer en una zanja.

– He introducido sus nombres en el ordenador.

– ¿Algún resultado?

– El padre tiene una multa por exceso de velocidad en Atlanta de hace dos días.

– Una buena coartada.

– Atlanta no está tan lejos -comentó él-. ¿A quién demonios se le ocurre vivir aquí?

– A mí no -contestó Lena.

Miró los ondulados prados por la ventanilla. Las vacas pacían y un par de caballos galopaban a lo lejos como salidos de una película. Para algunos, aquello sería parte del paraíso, pero Lena necesitaba algo más que pasarse el día mirando a las vacas.

– ¿Cuándo llegó aquí todo esto? -preguntó Jeffrey.

Lena miró hacia el lado opuesto de la carretera y vio extensas tierras de labranza, hilera tras hilera de plantas.

– ¿Son cacahuetes? -preguntó ella.

– Me parecen un poco altos para eso.

– ¿Qué más se cultiva aquí?

– Republicanos y paro -contestó él-. Esto debe de ser algún tipo de explotación agrícola. Nadie podría permitirse cultivar una superficie como ésta por su cuenta.

– Ahí está.

Lena señaló un cartel al final de un camino de acceso serpenteante que conducía a una serie de edificios. En elegantes letras doradas se leía: COOPERATIVA DE SOJA DE CULTIVOS SAGRADOS. Debajo, en letras más pequeñas, rezaba: FUNDADA EN 1984.

– ¿Esto va de hippies? -preguntó Lena.

– A saber -contestó Jeffrey, y subió la ventanilla al percibir una vaharada de olor a estiércol en el coche-. Me horrorizaría tener que vivir cerca de aquí.

Lena vio un enorme granero de aspecto moderno y delante un grupo de al menos cincuenta trabajadores. Debían de estar haciendo un descanso.

– Por lo visto, la soja es un buen negocio.

Jeffrey redujo la marcha hasta detenerse en medio del camino.

– ¿Saldrá este sitio en el mapa?

Lena abrió la guantera y sacó el plano por hojas del condado de Grant e inmediaciones. Mientras pasaba las páginas, buscando Avondale, Jeffrey dejó escapar una maldición y se dirigió hacia la granja. Una de las cosas que le gustaban a Lena de su comisario era que no temía pedir indicaciones. Greg era igual; siempre era Lena quien decía que debían seguir un par de kilómetros más por si tenían suerte y encontraban el lugar que buscaban.

El camino que llevaba al granero parecía más bien una carretera de dos carriles, con roderas a ambos lados. Probablemente circulaban por allí camiones pesados que iban a cargar la soja o lo que fuera que se cultivaba en esa zona. Lena no sabía cómo era la soja, pero supuso que haría falta mucha para llenar una caja, por no hablar ya de un camión.

– Vamos a preguntar aquí -dijo Jeffrey, y detuvo el coche.

Lena se dio cuenta de que estaba irritado, pero no sabía si era porque se habían perdido o porque el rodeo prolongaba la espera de la familia. Con los años, había aprendido de Jeffrey que, a menos que hubiera una buena razón para esperar, había que dar las malas noticias lo antes posible.

Bajaron del coche y rodearon el granero rojo. Detrás Lena vio a un segundo grupo de trabajadores alrededor de un hombre mayor, bajo y enjuto. Éste vociferaba de tal modo que Lena lo oía con toda claridad pese a hallarse a quince metros.

– ¡El Señor no tolera la vagancia! -decía el anciano a voz en cuello, señalando a un hombre más joven con el dedo a pocos centímetros de su cara-. ¡Tu debilidad nos ha costado el trabajo de toda una mañana!

El otro hombre, arrepentido, bajó la vista. Entre la multitud había dos muchachas, y ambas lloraban.

– ¡La debilidad y la avaricia! -prosiguió el anciano. Era tal la ira que destilaba su voz que cada palabra parecía una acusación. Tenía una Biblia en la otra mano, y la levantó como una antorcha que alumbraba el camino hacia la revelación-. ¡Vuestra debilidad os perderá! -clamó-. ¡El Señor os pondrá a prueba, y debéis ser fuertes!

– Dios mío -farfulló Jeffrey, y luego-: Disculpe, caballero.

El hombre se dio media vuelta, y el ceño se convirtió en una expresión de desconcierto. Llevaba una camisa blanca de manga larga extremadamente almidonada y vaqueros igual de acartonados, con la raya marcada en la pernera. Tocado con una gorra de los Braves, sus grandes orejas sobresalían a los lados como vallas publicitarias. Se enjugó la saliva de la boca con la manga de la camisa.

– ¿En qué puedo ayudarlo? -preguntó el viejo, y Lena advirtió que estaba ronco de gritar.

– Buscamos a Ephraim Bennett -dijo Jeffrey.

El hombre volvió a mudar la expresión. Sonrió de oreja a oreja y se le iluminaron los ojos.

– Está al otro lado de la carretera -respondió, señalando el camino por donde habían venido Jeffrey y Lena, e indicó-: Tendrán que dar media vuelta, girar a la izquierda y seguir medio kilómetro; lo verán a la derecha.

Pese a su jovialidad, la tensión flotaba en el aire como un nubarrón. Costaba reconciliar al hombre que poco antes gritaba a voz en cuello con ese amable abuelito que les ofrecía su ayuda. Lena echó una ojeada al grupo de trabajadores, unos diez en total. Algunos parecían tener un pie en la tumba. Una chica en particular daba la impresión de no poder mantenerse en pie, aunque Lena no sabía si era por el sufrimiento o a causa de una borrachera. Todos tenían pinta de hippies colocados.

– Gracias -dijo Jeffrey al anciano, pero parecía no querer marcharse.

– Que Dios lo bendiga -contestó el hombre, y luego dio la espalda a Jeffrey y Lena, como si los despidiera-. Hijos míos -dijo con la Biblia en alto-, volvamos a los campos.

Lena percibió la vacilación de Jeffrey y no se movió hasta que él hizo ademán de marcharse. Aunque no se trataba de tirar al viejo al suelo y preguntarle qué demonios sucedía, supo que los dos pensaban lo mismo: allí ocurría algo raro.

Guardaron silencio hasta que entraron en el coche. Jeffrey arrancó y echó marcha atrás para poder dar la vuelta.

– ¡Qué extraño! -comentó Lena.

– Extraño ¿por qué?

Lena no supo si Jeffrey no coincidía con ella o sólo pretendía inducirla a explicar lo que habían visto.

– Por todo ese rollo de la Biblia.

– Parecía un poco fanático -reconoció Jeffrey-, pero eso es normal por aquí.

– Aun así -insistió ella-, ¿quién se lleva una Biblia a trabajar?

– Supongo que mucha gente por estos alrededores.

Volvieron a la carretera principal y casi de inmediato Lena vio un buzón a su lado.

– Trescientos diez -dijo-. Es aquí.

Jeffrey giró.

– El simple hecho de ser religioso no implica que alguien sea raro.

– No he dicho eso -insistió Lena, aunque quizá sí.

Desde los diez años, había odiado la Iglesia y todo aquello parecido a un hombre en lo alto de un pulpito dando órdenes a diestro y siniestro. Sin ir más lejos, la obsesión de su tío Hank por la religión era peor que su antigua adicción a la cocaína, que se había inyectado en las venas durante casi treinta años.

– Intenta mantener una mentalidad abierta -recomendó Jeffrey.

– Ya -contestó ella, preguntándose si se había olvidado de que unos años antes la había violado un fanático religioso, un individuo que se deleitaba crucificando a mujeres.

Si Lena detestaba la religión, desde luego no le faltaban razones para ello.

El camino de acceso que tomó Jeffrey era tan largo que Lena temió que se hubiesen equivocado en el desvío. Cuando pasaron por delante de un granero y lo que parecía un anexo, Lena tuvo una sensación de déjà vu. Reese, donde se había criado, estaba plagado de sitios así. El ultraliberalismo económico de la administración Reagan había llevado a los granjeros a la ruina. Familias enteras habían abandonado las tierras que les pertenecían desde hacía generaciones, dejándolas en manos de los bancos para que se las apañaran como pudieran. La mayoría de los bancos las vendían a multinacionales, que a su vez contrataban a inmigrantes ilegales, reduciendo así las pagas y aumentando los beneficios.

– ¿Se usa cianuro en los pesticidas hoy día?

– Ni idea. -Lena sacó su cuaderno para recordarse que debía averiguarlo.

Jeffrey aminoró la marcha cuando llegaron a una empinada cuesta. Había tres cabras en el camino, y tocó la bocina para que se apartaran. Las campanillas que llevaban colgadas del cuello tintinearon cuando se dirigieron al trote hacia un gallinero. Delante de una pocilga, una adolescente y un niño sostenían un cubo entre los dos. La muchacha llevaba un vestido sencillo, el niño un peto sin camiseta ni zapatos. Ambos siguieron el coche con la mirada, y a Lena se le erizó el vello del brazo.

– Como alguien empiece a tocar el banjo, me largo -dijo Jeffrey.

– Y yo detrás de ti -contestó Lena, aliviada al ver que por fin asomaba la civilización.

La casa era una construcción modesta, con dos mansardas en un tejado muy inclinado. La madera parecía recién pintada y en buen estado de conservación, y salvo por la presencia de una furgoneta vieja y destartalada, aquello habría podido ser fácilmente la vivienda de un profesor universitario de Heartsdale. Unas flores bordeaban el porche delantero y un sendero de tierra hasta el camino de acceso. Cuando se apearon del coche, Lena vio a una mujer detrás de la puerta mosquitera. Tenía las manos entrelazadas ante ella y, por la evidente tensión que mostraba, Lena dedujo que era la madre de la chica desaparecida.

– Esto no va a ser fácil -comentó Jeffrey, y Lena, no por primera vez, se alegró de que fuera él, y no ella, quien se encargaba de semejantes tareas.

Lena cerró la puerta y, mientras apoyaba la mano en el capó, salió un hombre de la casa. Pensó que lo seguiría la mujer, pero detrás vio aparecer a un hombre de mayor edad.

– ¿Comisario Tolliver? -le preguntó el más joven.

Tenía el pelo de un color rojo oscuro, pero sin las pecas que suelen acompañarlo. Su piel era tan pálida como cabía esperar, y sus ojos verdes tan claros que, a la luz del sol de la mañana, Lena pudo distinguir el color a tres metros de distancia por lo menos. Era atractivo para quien le gustara esa clase de hombre, pero con la camisa de manga corta remetida en los Dockers caquis, tenía todo el aspecto de un profesor de matemáticas de instituto.

Jeffrey quedó desconcertado por un momento, pero enseguida se recuperó y dijo:

– ¿Señor Bennett?

– Lev Ward -aclaró-. Éste es Ephraim Bennett, el padre de Abigail.

– Ah -murmuró Jeffrey, y Lena advirtió su sorpresa.

Pese a la gorra de béisbol y el peto, Ephraim Bennett aparentaba unos ochenta años, difícilmente la edad de un hombre con una hija veinteañera. Con todo, era un hombre nervudo y enjuto, con un brillo de salud en los ojos. Aunque le temblaban las manos, Lena pensó que no se le escapaba nada.

– Lamento sinceramente conocerlo en estas circunstancias -dijo Jeffrey.

Ephraim le estrechó la mano con firmeza pese a su evidente temblor.

– Le agradezco que se ocupe de esto personalmente. -Tenía el marcado acento sureño que Lena sólo había oído en las películas de Hollywood. La saludó quitándose la gorra-: Encantado.

Lena devolvió el saludo con un gesto, observando a Lev, que parecía estar al mando pese a los treinta y tantos años que separaban a los dos hombres.

– Gracias por venir tan pronto -dijo Ephraim a Jeffrey, si bien Lena no habría dicho que habían respondido con celeridad precisamente.

La llamada se había realizado la noche anterior. Si en lugar de Ed Pelham la hubiese atendido Jeffrey, éste habría ido de inmediato a casa de los Bennett, sin esperar al día siguiente.

– Surgió un problema de jurisdicción -se disculpó Jeffrey.

– Eso fue culpa mía -intervino Lev-. Nuestra granja está en el condado de Catoogah. No lo pensé.

– Ninguno de nosotros lo pensó -lo disculpó Ephraim.

Lev agachó la cabeza, como para recibir la absolución.

– Nos hemos acercado a la granja de enfrente para pedir indicaciones. Había un hombre, de unos sesenta y cinco o setenta años…

– Cole -dijo Lev-, nuestro capataz.

Jeffrey guardó silencio por un momento, probablemente en espera de más información. Al ver que no se la daban, añadió:

– Nos explicó cómo llegar hasta aquí.

– Lamento no haber explicado cómo llegar -dijo Lev. Y luego propuso-: ¿Por qué no entramos a hablar con Esther?

– ¿Su cuñada? -preguntó Jeffrey.

– Mi hermana pequeña -aclaró Lev-. Espero que no les importe, pero también vendrán mi hermano y mis otras hermanas. Nos hemos pasado la noche en vela preocupados por Abby.

– ¿Se ha fugado alguna vez? -preguntó Lena.

– Perdone -se disculpó Lev, dirigiendo la atención hacia Lena-. No me he presentado. -Le ofreció la mano. Lena esperaba esa clase de apretón propio de muchos hombres, con la mano flácida igual que un pescado muerto, cogiendo los dedos de una mujer como si temieran rompérselos, pero él le estrechó la mano con la misma firmeza que a Jeffrey y la miró a los ojos-. Leviticus Ward.

– Lena Adams -contestó ella.

– ¿Inspectora? -aventuró él-. Hemos estado muy preocupados por todo esto. Disculpe mis modales.

– Lo entiendo -respondió Lena, reparando en que el hombre se las había arreglado para eludir la respuesta a su pregunta sobre Abby.

Lev retrocedió un paso e invitó muy gentilmente a Lena a que entrara.

Intrigada por los modales anticuados de esos hombres, Lena se encaminó hacia la casa, observando las sombras que la seguían. Cuando llegaron a la puerta, Lev la abrió y la dejó pasar primero.

Esther Bennett estaba sentada en el sofá, con los pies cruzados por los tobillos y las manos en el regazo. Tenía la espalda recta como un palo de escoba, y Lena, con tendencia a encorvarse, se cuadró de hombros sin darse cuenta, como para no ser menos.

– ¿Comisario Tolliver? -preguntó Esther Bennett.

Era mucho más joven que su marido; debía de rondar los cuarenta años, y su pelo moreno empezaba a encanecer en las sienes. Con un vestido de algodón blanco y un delantal a cuadros rojos, parecía recién salida de un libro de cocina de Betty Crocker. Llevaba el pelo recogido en un tirante moño, pero a juzgar por los mechones que se desprendían, lo tenía casi tan largo como su hija. Lena no tuvo la menor duda de que la muchacha muerta era la hija de esa mujer. Se parecían como dos gotas de agua.

– Llámeme Jeffrey. Tiene una casa preciosa, señora Bennett.

Siempre lo decía, aun cuando la casa fuese un cuchitril. Pero en ese caso, la mejor descripción era calificarla de sencilla. La mesa de centro carecía de adornos, y en la repisa de la chimenea sólo había un simple crucifijo de madera colgado de un ladrillo. Dos sillones de orejas, deslucidos pero de aspecto robusto, flanqueaban una ventana que daba al jardín delantero. El sofá de color naranja debía de ser una reliquia de los años sesenta, pero se encontraba en buen estado. En las ventanas no pendían cortinas ni estores, y ninguna alfombra cubría el suelo de madera. El plafón debía de ser de cuando se construyó la casa, que seguramente era tan vieja como Ephraim. Aunque estaban en el salón, supuso Lena, una ojeada por el pasillo le indicó que la decoración del resto de la casa era también de estilo minimalista.

Eso mismo debió de pensar Jeffrey sobre la casa, ya que preguntó:

– ¿Hace mucho que viven aquí?

– Desde antes de nacer Abby -contestó Lev.

– Siéntense, por favor -dijo Esther, extendiendo las manos. Se levantó cuando Jeffrey tomó asiento, y él volvió a ponerse en pie-. Por favor -repitió, indicándole que volviera a sentarse.

– El resto de la familia estará a punto de llegar -comentó Lev a Jeffrey.

– ¿Le apetece tomar alguna cosa, comisario Tolliver? ¿Una limonada? -ofreció Esther.

– Ah, muy bien, gracias -contestó Jeffrey, probablemente porque sabía que la mujer se relajaría si aceptaba su ofrecimiento.

– ¿Y usted, señorita…?

– Adams -informó Lena-. No quiero nada, gracias.

– Esther, esta mujer es inspectora -dijo Lev.

– Ah -exclamó Esther, abochornada por su error-. Lo siento, inspectora Adams.

– No se preocupe -aseguró Lena, sin entender por qué se sentía como si fuese ella la que debía disculparse.

Advertía algo extraño en esa familia, y se preguntó qué secretos escondía. Tenía el radar en alerta roja desde que habían visto al viejo chiflado de la granja. Seguro que estaban todos cortados por el mismo patrón.

– No nos vendría mal una limonada, Esther -dijo Lev, y Lena advirtió la habilidad con que controlaba la situación.

Parecía dársele bien estar al mando, cosa que siempre había despertado recelos en Lena en el transcurso de una investigación.

Esther había recobrado la compostura.

– Por favor, pónganse cómodos. Vuelvo enseguida.

Abandonó el salón en silencio, deteniéndose sólo para apoyar brevemente la mano en el hombro de su marido.

Los hombres permanecieron de pie como si esperaran algo. Al verle la cara a Jeffrey, Lena dijo:

– ¿Y si voy a ayudarla?

Los hombres respiraron aliviados, y cuando salió al pasillo tras los pasos de Esther, Lena oyó a Lev decir algo en broma que no entendió, posiblemente una alusión a que el lugar de una mujer estaba en la cocina. Tenía la clara impresión de que era una familia chapada a la antigua, donde los hombres estaban al mando y las mujeres debían ser vistas pero no oídas.

Lena recorrió parsimoniosamente el pasillo hasta el fondo de la casa con la esperanza de descubrir algo que explicara por qué aquella gente era tan rara. Había tres puertas a la derecha, todas cerradas, y dedujo que eran los dormitorios. A la izquierda, vio una sala de estar y una gran biblioteca con libros desde el suelo hasta el techo, cosa que la sorprendió. Por alguna razón, siempre había pensado que los fanáticos religiosos eran poco aficionados a la lectura.

Si Esther tenía la edad que aparentaba, su hermano Lev debía de rondar los cincuenta años. Era buen conversador, con voz de predicador baptista. A Lena nunca le habían atraído especialmente los hombres de tez clara, pero Lev tenía algo casi magnético. Por su aspecto, le recordaba un poco a Sara Linton. Los dos irradiaban la misma seguridad, pero así como en Sara ese rasgo producía rechazo, en Lev resultaba tranquilizador. Si fuera vendedor de coches de ocasión, sería de los mejores.

– Ah -exclamó Esther, sorprendiéndose cuando Lena entró en la cocina.

La mujer sostenía una foto y pareció dudar si enseñársela. Pero al fin se decidió y se la ofreció. Era de una niña de unos doce años, con dos largas trenzas castañas.

– ¿Abby? -preguntó Lena, y tuvo la certeza de que ésa era la chica que Jeffrey y Sara habían encontrado en el bosque.

Esther observó a Lena, como si intentara adivinarle el pensamiento. Por lo visto, prefirió permanecer en la ignorancia, porque enseguida le dio la espalda a Lena y volvió a su trabajo en la cocina.

– A Abby le encanta la limonada -comentó-. La toma muy dulce; a mí, en cambio, no me gusta con azúcar.

– A mí tampoco -dijo Lena, no porque fuera cierto, sino por complacer.

Se sentía nerviosa desde el instante en que puso los pies en esa casa. Como policía, había aprendido a confiar en sus primeras impresiones.

Esther partió un limón por la mitad y extrajo el zumo a mano con un exprimidor metálico. Ya iba por el sexto limón, y el cuenco debajo del exprimidor estaba casi lleno.

– ¿Puedo ayudarla? -preguntó Lena, pensando que las únicas bebidas que ella preparaba iban en sobres y solían mezclarse con una batidora.

– Ya casi he acabado -respondió Esther, y luego, como si hubiera insultado a Lena de algún modo, añadió en tono de disculpa-: La jarra está al lado de la cocina.

Lena se acercó al armario y sacó una gran jarra de cristal. Pesaba bastante y debía de ser antigua. Sosteniéndola con las dos manos, la llevó a la encimera.

– ¡Cuánta luz hay aquí! -comentó por decir algo.

Un gran tubo de neón colgaba del techo, pero no estaba encendido. Iluminaba la cocina el sol que entraba por tres ventanales en la pared del fregadero y por dos claraboyas alargadas encima de la mesa. Como el resto de la casa, la cocina era sencilla, y Lena sintió curiosidad por saber cómo era la gente que optaba por vivir con semejante austeridad.

Esther alzó la vista hacia el sol.

– Sí, resulta agradable, ¿verdad? La construyó el padre de Ephraim, desde los cimientos hasta el techo.

– ¿Cuánto hace que se casó?

– Veintidós años.

– ¿Abby es la mayor?

Sonrió mientras sacaba otro limón de la bolsa.

– Exacto.

– Al llegar hemos visto a dos chicos.

– Rebecca y Zeke -dijo Esther sin dejar de sonreír con orgullo-. Becca es mía. Zeke es de Lev y su difunta esposa.

– Conque dos chicas, ¿eh? -observó Lena, sintiéndose como una idiota-. Debe de ser una gran satisfacción para una madre.

Esther hizo rodar un limón por la tabla de cortar para ablandarlo.

– Sí -contestó, pero Lena percibió una vacilación en su voz.

Lena contempló el prado por la ventana. Vio unas cuantas vacas tumbadas bajo un árbol.

– Esa granja de enfrente… -empezó a decir.

– La cooperativa -interrumpió Esther-. Es donde conocí a Ephraim. Fue a trabajar allí… esto… debió de ser justo después de que mi padre iniciara la segunda fase de ampliación a mediados de los ochenta. Nos casamos y poco después vinimos a vivir aquí.

– Usted debía de tener más o menos la edad de Abby ahora -adivinó Lena.

Esther alzó la vista, como si no se le hubiese ocurrido.

– Sí -contestó-. Es verdad. Yo acababa de enamorarme y me había independizado. Tenía el mundo entero a mis pies.

Estrujó otro limón en el exprimidor.

– Ese hombre mayor con el que nos hemos encontrado -empezó a decir Lena-, Cole…

Esther sonrió.

– Está en la granja desde siempre. Mi padre lo conoce hace años.

Lena esperó a que dijera algo más, pero Esther calló. Como Lev, parecía reacia a dar información sobre Cole, y eso avivó aún más la curiosidad de Lena por ese hombre.

Se acordó de la pregunta que Lev había eludido poco antes y se le antojó que ése era un momento tan bueno como cualquier otro para repetirla.

– ¿Abby se ha fugado alguna vez?

– Ah, no, no es esa clase de chica.

– ¿Y cómo son las chicas que se fugan? -se interesó entonces Lena, preguntándose si Esther sabía que su hija estaba embarazada.

– Abby está muy unida a su familia. Nunca sería tan desconsiderada con nosotros.

– A veces a esa edad las chicas hacen cosas sin pensar en las consecuencias.

– Eso sería más propio de Becca -dijo Esther.

– ¿Rebecca se ha fugado?

En lugar de contestar a su pregunta, la mujer dijo:

– Abby nunca pasó por esa fase de rebeldía. En ese sentido se parece mucho a mí.

– ¿Y eso a qué se debe?

Esther iba a responder esta vez, pero cambió de parecer. Cogió la jarra y vertió en ella el zumo de limón. Se acercó al fregadero y, tras abrir el grifo, dejó correr el agua para que se enfriara.

Lena no sabía si la mujer era reticente por naturaleza o si veía la necesidad de censurar sus respuestas por temor a que su hermano se enterara de que había hablado más de la cuenta. Buscó una manera de sonsacarle información.

– Yo era la pequeña -dijo, cosa que era verdad, aunque sólo se llevaba un par de minutos con su hermana-. Y siempre me metía en líos.

Esther asintió, pero no dijo nada más.

– Cuesta aceptar que tus padres son personas de verdad -añadió Lena-. Te pasas la vida exigiéndoles que te traten como a un adulto, y en cambio no estás dispuesta a hacer eso mismo con ellos.

Esther miró por encima del hombro hacia el largo pasillo antes de decir:

– Rebecca se fugó el año pasado. Volvió al día siguiente, pero nos dio un buen susto.

– ¿Y Abby no ha desaparecido nunca? -repitió Lena.

Esther respondió casi en un susurro:

– A veces se iba a la granja sin decirnos nada.

– ¿Ahí enfrente?

– Sí, ahí al lado. Ahora que lo pienso, fue una tontería preocuparse. La granja es una prolongación de la casa. Abby no corría peligro. Sólo nos preocupamos a la hora de cenar, cuando no supimos nada de ella.

Lena se dio cuenta de que la mujer se refería a un día concreto y no a algo que pasara a menudo.

– ¿Abby se quedó allí a dormir?

– Con Lev y mi padre. Viven allí con Mary. Mi madre murió cuando yo tenía tres años.

– ¿Quién es Mary?

– Mi hermana mayor.

– ¿Mayor que Lev?

– Ah, no. Lev es el mayor. Luego viene Mary, después Rachel, Paul y finalmente yo.

– Menuda familia -se admiró Lena, pensando que la madre debió de morir de agotamiento.

– Mi padre fue hijo único y quiso tener muchos niños a su alrededor.

– ¿Su padre es el dueño de la granja?

– La familia posee gran parte de ella junto con otros inversores -respondió Esther mientras abría un armario y sacaba una bolsa de azúcar de un kilo-. Mi padre la fundó hace más de veinte años.

Lena intentó formular la siguiente pregunta con tacto.

– Creía que las cooperativas eran propiedad de los trabajadores.

– Todos los trabajadores tienen la oportunidad de invertir después de pasar dos años en la granja -explicó mientras medía una taza de azúcar.

– ¿De dónde vienen estos trabajadores?

– De Atlanta en su gran mayoría. -Revolvió la limonada con una cuchara de madera para mezclar el azúcar-. Algunos están de paso, en busca de unos meses de soledad. Otros quieren un estilo de vida distinto y deciden quedarse. Los llamamos «almas», porque parecen almas perdidas. -Una sonrisa irónica asomó a sus labios-. No soy una ingenua. Algunos se esconden descaradamente de la ley. Por eso siempre vacilamos antes de llamar a la policía. Lo que queremos es ayudarlos, no esconderlos, pero algunos huyen de cónyuges o padres que los maltratan. No podemos proteger sólo a las personas con las que estamos de acuerdo. O todo o nada.

– ¿Llamar a la policía para qué?

– Se ha producido algún que otro robo -explicó Esther, y se apresuró a añadir-: Sé que he hablado más de lo debido, pero es poco probable que Lev se lo comente. Aquí, como ya se habrá dado cuenta, vivimos muy aislados, y el sheriff no está muy dispuesto a dejarlo todo y salir corriendo sólo porque ha desaparecido una horquilla.

Pelham no saldría corriendo por nada salvo por una cena.

– ¿Sólo ha sido eso? ¿Horquillas desaparecidas?

– También se han llevado palas, y un par de carretillas.

– ¿Y madera?

Miró a Lena sin entender.

– Pues eso no lo sé. No usamos mucha madera en la granja. ¿Se refiere a estacas? Las plantas de soja no son trepadoras.

– ¿Qué más ha desaparecido?

– Hará un mes robaron la caja con el dinero para gastos menores. Creo que había unos trescientos dólares.

– ¿Y para qué usan ese dinero?

– Para ir a la ferretería, o a veces hay que comprar pizza cuando la gente se queda trabajando hasta tarde. Procesamos las plantas aquí mismo, y es un trabajo muy repetitivo. Algunas de las almas que nos llegan no están muy cualificadas, pero otras se aburren con esa clase de tareas, así que les asignamos otras en la granja, como el transporte, o la contabilidad. No la contabilidad en serio, sino repasar facturas, archivar… Nuestro objetivo es enseñarles a hacer algo útil, darles una sensación de satisfacción, para que se la lleven consigo cuando vuelvan a su vida real.

A Lena todo eso le sonaba a secta y, dejándose llevar por su carácter, preguntó:

– O sea, ¿se los traen de Atlanta y a cambio ellos sólo tienen que rezar sus oraciones por la noche?

Esther sonrió como si siguiera la corriente a Lena:

– Sólo les pedimos que vayan al oficio del domingo. No es obligatorio. Celebramos la reunión de hermandad todos los días a las ocho, y también son bienvenidos si desean asistir. La mayoría prefiere no ir, y lo aceptamos. No les exigimos nada salvo que obedezcan las reglas y sean respetuosos con nosotros y sus compañeros.

Se habían desviado del tema, y Lena intentó reconducir la conversación.

– ¿Usted trabaja en la granja?

– Normalmente doy clases a los niños. La mayoría de las mujeres que vienen aquí tienen hijos. Intento ayudarlas cuanto puedo, pero tampoco ellas se quedan mucho tiempo. Lo único que puedo darles es cierta estructura.

– ¿Cuánta gente hay a la vez?

– Yo diría que unas doscientas personas, pero eso puede preguntárselo a Lev. Yo no me ocupo de los registros de empleados y cosas así.

Lena tomó nota mentalmente de que debía acceder a esos registros, aunque no pudo por menos de imaginar a un montón de chicos a quienes lavaban el cerebro para que renunciaran a sus bienes materiales y se unieran a esa extraña familia. Se preguntó si Jeffrey estaría llevándose la misma impresión en el salón.

– ¿Aún da clases a Abby?

– Hablamos de literatura, sobre todo. Me temo que no puedo ofrecerle gran cosa más allá del programa habitual de secundaria. Ephraim y yo nos planteamos enviarla a una pequeña universidad, tal vez Tifton o West Georgia, pero a ella no le interesó. Le encanta trabajar en la granja, entiéndalo. Su mayor don es la capacidad de ayudar a los demás.

– ¿Siempre lo ha hecho así? -preguntó Lena-. Me refiero a la escolarización en casa.

– Todos estudiamos en casa. Todos menos Lev. -Sonrió concorgullo-. Paul sacó una de las notas más altas en el examen de acceso a la Universidad de Georgia.

A Lena no le interesaba la trayectoria académica de Paul.

– ¿Ése es su único trabajo en la granja? ¿Dar clases?

– Ah, no. -Se echó a reír-. En la granja, llegado el momento, todos tenemos que hacer de todo. Yo empecé en los campos, igual que Becca ahora. Zeke es aún un poco joven, pero lo hará dentro de unos años. Mi padre cree que si uno va a dirigir la empresa, tiene que conocer cada una de sus partes. Yo me ocupé un tiempo de la contabilidad. Por desgracia, se me dan bien los números: Si por mí fuera, me pasaría todo el día leyendo en el sofá. Pero mi padre quiere que estemos preparados para el día en que él falte.

– ¿Usted dirigirá la granja en un futuro?

Volvió a reírse ante semejante idea, como si fuera inconcebible que una mujer pudiera dirigir una empresa.

– Tal vez se encargue Zeke o alguno de los chicos. La cuestión es estar preparado. Eso tiene especial importancia si se considera que nuestra mano de obra no está particularmente motivada para quedarse. Es gente de la ciudad, acostumbrada a otro ritmo de vida. Al principio esto les encanta: la tranquilidad, la soledad, la facilidad en comparación con su antigua vida en la calle, pero con el tiempo empiezan a aburrirse un poco, después se aburren mucho, y al final, sin darse cuenta, lo mismo que antes los atraía los lleva a salir corriendo. Procuramos ser selectivos a la hora de formarlos. No nos interesa dedicar toda una temporada a enseñar un trabajo especializado a una persona cuando va a marcharse en pleno proceso para volver a la ciudad.

– ¿Drogas? -preguntó Lena.

– Claro -le contestó Esther-. Pero nos andamos con mucho cuidado. Hay que ganarse la confianza. En la granja están prohibidos el alcohol y el tabaco. Si alguien quiere ir al pueblo, puede hacerlo, pero nadie lo llevará en coche. En cuanto ponen el pie aquí, los obligamos a firmar un contrato de conducta. Si lo incumplen, tienen que marcharse. La mayoría lo agradece, y los nuevos saben por los veteranos que cuando decimos que una infracción los envía de vuelta a Atlanta, lo decimos en serio. -Suavizó el tono de voz-. Sé que parece muy severo, pero tenemos que deshacernos de los malos para que quienes intentan ser buenos tengan una oportunidad. Seguro que usted, como agente de las fuerzas del orden, lo entiende.

– ¿Cuánta gente viene y se va? -preguntó Lena-. Aproximadamente, quiero decir.

– Yo diría que el índice de abandonos es de alrededor del setenta por ciento. -Una vez más la remitió a los hombres de la familia-. Tendría que preguntar el porcentaje exacto a Lev o Paul. Ellos llevan la cuenta de todas esas cosas.

– Pero ¿usted se ha fijado en que la gente viene y se marcha?

– Claro.

– ¿Y qué me dice de Abby? -preguntó Lena-. ¿Es feliz aquí?

Esther sonrió.

– Espero que sí, pero nunca obligamos a nadie a quedarse si no quiere. -Aunque Lena asintió como si lo entendiera, Esther tuvo la necesidad de añadir-: Sé que todo esto le resultará extraño. Somos religiosos, pero no creemos que haya que imponer la religión a los demás. Cuando uno acude al Señor, debe obrar por propia voluntad o, de lo contrario, no tiene ningún valor para Él. Por sus preguntas, deduzco que ve usted con escepticismo el funcionamiento de la granja y a mi familia, pero le aseguro que nuestro único objetivo es el mayor bien de todos. Obviamente no concedemos gran importancia a las necesidades materiales. -Señaló la casa-. Para nosotros, lo importante es la salvación de las almas.

La plácida sonrisa de Esther fue lo más desalentador que Lena había experimentado a lo largo de ese día. Intentó afrontarla preguntando:

– ¿Qué hace Abby en la granja?

– A ella se le dan los números incluso peor que a mí -respondió Esther con orgullo-. Trabajó un tiempo en el despacho, pero empezó a aburrirse, así que todos acordamos que podía dedicarse a la clasificación. No es un trabajo difícil, y le permite relacionarse. Le gusta tratar con gente, mezclarse con los demás. Supongo que es normal en una chica joven.

Lena esperó un momento, extrañada de que la mujer todavía no hubiera preguntado por su hija. O estaba en plena fase de negación, o sabía de sobra dónde estaba Abby.

– ¿Abby supo lo de los robos?

– Se enteró poca gente -contestó Esther-. Lev prefiere que la iglesia se ocupe de los problemas de la Iglesia.

– ¿La iglesia? -preguntó Lena, fingiendo no saber de qué le hablaba.

– Ah, perdone -dijo Esther, y Lena advirtió que empezaba casi cada frase con una disculpa-. La Iglesia por el Bien Mayor, ése es nuestro nombre. Siempre doy por sentado que la gente ya sabe a qué nos dedicamos.

– ¿Y a qué se dedican?

Saltaba a la visa que a Lena no se le daba bien disimular su cinismo; aun así, Esther explicó con paciencia:

– Cultivos Sagrados financia las actividades para la promoción de nuestra fe en Atlanta.

– ¿Qué clase de actividades?

– Intentamos acercar la obra de Jesús a los pobres. Tenemos contactos en diversos refugios para los sin techo y las mujeres maltratadas. Algunos centros de reinserción social tienen nuestro teléfono entre sus teclas de marcado rápido. A veces nos llegan hombres y mujeres que acaban de salir de la cárcel y no tienen adónde ir. Es espantoso ver cómo nuestro sistema penitenciario engulle a esa gente y luego la escupe.

– ¿Reciben información sobre esas personas?

– En la medida de lo posible -contestó Esther, volviendo a la limonada-. Tenemos talleres de formación donde aprenden los distintos aspectos del procesado. La elaboración de la soja ha cambiado mucho en los últimos diez años.

– Se la encuentra una en casi todo -comentó Lena, y pensó que no sería prudente mencionar que eso sólo lo sabía porque vivía con una fanática del tofu y la comida sana, lesbiana para más señas.

– Sí -coincidió Esther, sacando tres vasos del armario.

– Ya saco yo el hielo -se ofreció Lena.

Abrió el congelador y vio un enorme bloque de hielo en lugar de cubitos.

– Cójalo con las manos, no importa -dijo Esther-. O mejor puedo…

– Ya lo tengo -anunció Lena a la vez que sacaba el bloque y se mojaba de paso la pechera de la blusa.

– Enfrente tenemos una cámara frigorífica para almacenar en frío. Es una lástima gastar agua aquí cuando allí hay de sobra. -Indicó a Lena que dejara el bloque en el fregadero-. Intentamos preservar nuestros recursos naturales -explicó, empleando un punzón para extraer unos trozos-. Mi padre fue el primer granjero de la región en aprovechar el agua de lluvia para el riego. Ahora tenemos demasiadas tierras para eso, claro está, pero empleamos tanta agua de lluvia como podemos.

Pensando en la pregunta de Jeffrey sobre las posibles fuentes de cianuro, Lena inquirió:

– ¿Y qué me dice de los pesticidas?

– Ah, no -contestó Esther, echando el hielo en los vasos-. No usamos, jamás. Empleamos abonos naturales. Ni se imagina los efectos que tienen los fosfatos a nivel freático. No, ni hablar. -Se rió-. Mi padre dejó bien claro desde el principio que sólo emplearíamos medios naturales. Todos formamos parte de esta tierra. Tenemos una responsabilidad para con nuestros vecinos y las personas que vendrán después de nosotros.

– Eso parece muy… -Lena buscó una palabra positiva- solidario.

– La mayoría de la gente piensa que es mucho lío para muy poca cosa -explicó Esther-. Es una situación difícil. ¿Debemos envenenar el medio ambiente y ganar más dinero para ayudar a los necesitados, o mantenemos nuestros principios y ayudamos a menos gente? Es la clase de pregunta que Jesús planteó a menudo: ¿hay que ayudar a muchos o a pocos? -Dio un vaso a Lena-. ¿Le parece que está demasiado dulce? Me temo que por aquí no usamos mucho azúcar.

Lena tomó un sorbo y sintió que se le agarrotaba la mandíbula.

– Está un poco acida -consiguió decir, intentando reprimir el sonido gutural que cobraba forma en su garganta.

– Ah. -Esther volvió a sacar el azúcar y echó más en el vaso de Lena-. ¿Y ahora?

Lena volvió a intentarlo, bebiendo esta vez menos cantidad.

– Bien -dijo.

– Bien -repitió Esther, echando más azúcar en el otro vaso.

En el tercero no añadió nada, y Lena esperó que ése no fuera para Jeffrey.

– Todo el mundo tiene sus particularidades, ¿no? -comentó Esther al pasar por delante de Lena en dirección al pasillo.

Lena la siguió.

– ¿Cómo dice?

– Me refiero a los gustos -explicó-. A Abby le encantan los dulces. Una vez, de niña, se comió una taza casi entera de azúcar antes de que me diera cuenta de que se había metido en el armario.

Frente a la biblioteca, Lena comentó:

– Tienen muchos libros.

– Clásicos, sobre todo. Y algunos best sellers y novelas del Oeste, claro. A Ephraim le encanta la novela policíaca. Supongo que le atrae porque en esos libros todo es siempre blanco o negro. Los buenos por un lado, los malos por otro.

– Ojalá fuera así -no pudo evitar decir Lena.

– A Becca le encanta la novela rosa. Ve un libro con un Adonis de pelo largo en la portada y lo devora en dos horas.

– ¿Usted la deja leer novela rosa? -preguntó Lena, pensando que eran de esos chiflados que salían en las noticias exigiendo la prohibición de Harry Potter.

– Dejamos a nuestros hijos leer todo lo que quieran. Eso es a cambio de no tener un televisor en casa. Aunque lo que lean sea basura, siempre será mejor que verla por televisión.

Lena asintió, aunque no imaginaba su vida sin televisión.

En los últimos tres años, ver cualquier programa con la mente en blanco había sido lo que la había mantenido cuerda.

– Bien, ya están aquí -dijo Lev cuando entraron en el salón; cogió uno de los vasos que llevaba Esther y se lo dio a Jeffrey.

– Ah, no -exclamó Esther, quitándoselo-. Éste es el suyo. -Dio la limonada más dulce a Jeffrey, que, como Ephraim, se había puesto de pie al aparecer las dos mujeres-. A Lev le gusta acida y supongo que usted la prefiere más dulce.

– En efecto -coincidió Jeffrey-. Muchas gracias.

Se abrió la puerta y entró un hombre que parecía la versión masculina de Esther, sujetando por el codo a una mujer mayor que él de apariencia demasiado frágil para caminar sola.

– Disculpen el retraso -dijo el hombre.

Jeffrey, con la limonada en la mano, se apartó para que la mujer ocupara su silla. Llegó otra mujer que se parecía más a Lev, con el pelo de un color rojizo claro recogido en un moño en lo alto de la cabeza. A Lena le pareció una de esas granjeras robustas capaces de dar a luz en medio de un campo y seguir cosechando algodón el resto del día. De hecho, la familia entera tenía un aspecto recio. La más baja era Esther, y medía quince centímetros más que Lena.

– Mi hermano Paul -dijo Lev, señalando al hombre-. Ésta es Rachel. -La granjera saludó con un gesto-. Y aquí Mary.

Por lo que había dicho Esther, Mary era más joven que Lev; debía de rondar la cuarentena, pero por su apariencia y actitud se diría que tenía veinte años más. Se sentó despacio, como si temiera caerse y romperse la cadera. Incluso su voz parecía la de una anciana cuando dijo en tono lastimero:

– Tendrán que disculparme, pero ando mal de salud.

– Mi padre no ha podido reunirse con nosotros -dijo Lev, eclipsando hábilmente a su hermana-. Ha tenido una apoplejía y apenas sale de casa.

– No se preocupe -dijo Jeffrey, y luego, dirigiéndose a los demás miembros de la familia, añadió-: Soy el comisario Tolliver. Ésta es la inspectora Adams. Gracias a todos por venir.

– ¿Nos sentamos? -propuso Rachel, acercándose al sofá.

Hizo una señal a Esther para que se colocara a su lado. De nuevo Lena advirtió la división de tareas entre los hombres y las mujeres de la familia: a ellas les correspondía asignar los asientos y el trabajo en la cocina; a ellos, todo lo demás.

Apoyado en la repisa de la chimenea, Jeffrey ladeó ligeramente la cabeza, señalando a Lena que se sentara a la izquierda de Esther. Lev esperó a que obedeciera antes de ayudar a Ephraim a acomodarse en la butaca más cerca de Jeffrey. Éste enarcó disimuladamente las cejas y Lena supo que debía de haberse enterado de bastantes cosas mientras ella estaba en la cocina. Se moría de ganas de comparar datos.

– Bien -dijo Jeffrey, como si ya hubieran acabado con los prolegómenos y pudieran ir al grano-. ¿Dicen que Abby desapareció hace diez días?

– Eso fue culpa mía -dijo Lev, y Lena pensó por un momento que iba a confesar-. Creí que Abby se había ido con la familia a la misión de Atlanta, y Ephraim creyó que se había quedado en la granja con nosotros.

– Todos llegamos a la misma conclusión -intervino Paul-. No creo que haya necesidad de culpar a nadie.

Lena examinó a aquel hombre por primera vez, pensando que hablaba como un abogado. Era el único que vestía ropa de confección. El traje era de raya diplomática, la corbata de un intenso color morado en contraste con la camisa blanca. Llevaba un corte de pelo de peluquería. Paul Ward parecía el ratón de ciudad al lado de sus hermanos, los ratones de campo.

– En cualquier caso, ninguno de nosotros temió que hubiera pasado nada malo -dijo Rachel.

Jeffrey ya debía de conocer el funcionamiento de la granja, porque la siguiente pregunta no fue sobre la familia ni la organización interna de Cultivos Sagrados.

– ¿Tenía Abby un trato especial con alguien en la granja? ¿Algún trabajador, tal vez?

– En realidad no la dejábamos relacionarse con los empleados -le contestó Rachel.

– Pero seguro que conocía a más gente -señaló Jeffrey, y bebió un sorbo de limonada; mientras dejaba el vaso en la repisa, pareció hacer un esfuerzo sobrehumano para no estremecerse a causa de la acidez.

– Asistía a las reuniones de la iglesia, claro, pero los trabajadores del campo suelen mantener las distancias.

– No nos gusta discriminar -añadió Esther-, pero los trabajadores son bastante toscos. Abby en realidad no conocía ese aspecto de la granja. Tenía órdenes de no acercarse a ellos.

– Pero ¿no trabajaba Abby en los campos? -preguntó Lena, recordando su anterior conversación.

– Sí, pero sólo con otros miembros de la familia. Con primos, sobre todo -respondió Lev-. Nuestra familia es bastante numerosa.

– Rachel tiene cuatro hijos, Paul seis -informó Esther-. Los hijos de Mary viven en Wyoming y…

Se interrumpió.

– ¿Y? -la animó a seguir Jeffrey.

Rachel se aclaró la garganta, pero fue Paul quien habló.

– No vienen mucho por aquí -explicó, con una tensión en la voz que se hizo eco de la que Lena sintió de pronto en la sala-. Hace tiempo que no nos visitan.

– Diez años -precisó Mary, alzando la vista hacia el techo, como para contener las lágrimas. Lena se preguntó si habían huido de la granja. Es lo que habría hecho ella, eso desde luego-. Eligieron otro camino. Rezo por ellos todos los días cuando me levanto y todas las noches cuando me voy a dormir.

Temiendo que Mary monopolizara la conversación, Lena preguntó a Lev:

– ¿Está usted casado?

– Ya no. -Por primera vez pareció vulnerable-. Mi mujer falleció de parto hace varios años. -Esbozó una sonrisa afligida-. Por desgracia, era nuestro primer hijo, Ezekiel, pero ahora lo tengo a él para consolarme.

Jeffrey aguardó un tiempo prudencial antes de preguntar:

– Así pues, ustedes pensaron que Abby se había ido con sus padres, y sus padres pensaron que estaba con ustedes. Esto sucedió, ¿cuándo? ¿Hace diez días que se fueron de misión?

– Exacto -contestó Esther.

– ¿Y salen de misión unas cuatro veces al año?

– Sí.

– ¿Usted es enfermera diplomada? -preguntó Jeffrey.

Esther asintió, y Lena procuró disimular su sorpresa. Aquella mujer había dado un montón de información inútil acerca de sí misma sin mayor reparo; el hecho de que se hubiera callado precisamente ese detalle se le antojó sospechoso.

– Estudiaba en la Facultad de Medicina de Georgia cuando me casé con Ephraim. Mi padre pensó que estaría bien tener a alguien en la granja con experiencia práctica en primeros auxilios, y las demás chicas no soportan ver sangre.

– Es verdad -corroboró Rachel.

– ¿Hay muchos accidentes aquí? -preguntó Jeffrey.

– Por suerte, no. Hace tres años un hombre se cortó el tendón de Aquiles. Fue un horror. Conseguí contener la hemorragia gracias a mi formación, pero sólo pude administrarle los primeros auxilios. La verdad es que necesitamos un médico.

– ¿Qué médico los atiende? -preguntó Jeffrey-. A veces hay niños en la granja. -Como a modo de explicación, añadió-: Mi mujer es pediatra en el pueblo.

– Sara Linton, claro -dijo Lev, y una sonrisa al recordar asomó a sus labios.

– ¿Conoce a Sara?

– Fuimos a catequesis juntos hace mucho tiempo. -Lev alargó la palabra «mucho», como si hubieran compartido secretos.

Lena notó que a Jeffrey le irritó esa familiaridad, sin saber si su reacción se debía a los celos o a un simple impulso protector.

Como era propio de él, Jeffrey no permitió que su irritación interfiriera en la entrevista, y volvió a encauzar la conversación al preguntar a Esther:

– ¿No llaman por teléfono a casa para ver cómo va todo? -Viendo que Esther parecía confusa, añadió-: Cuando viajan a Atlanta, ¿no llaman para saber cómo están sus hijos?

– Se quedan con su familia -contestó.

Lo dijo con recato, pero Lena había visto un brillo en sus ojos, como si se sintiera insultada.

Rachel prosiguió con la explicación:

– Estamos muy unidos, comisario Tolliver, por si no se ha dado cuenta.

Jeffrey recibió la bofetada mejor de lo que la habría encajado Lena y preguntó a Esther:

– ¿Puede decirme cuándo se dio cuenta de que había desaparecido?

– Anoche volvimos tarde -contestó Esther-. Antes pasamos por la granja para ver a mi padre y recoger a Abby y Becca…

– ¿Becca tampoco fue con ustedes? -preguntó Lena.

– Claro que no -respondió la madre, como si hubiera insinuado algo absurdo-. Sólo tiene catorce años.

– Ya -dijo Lena, sin saber a qué edad una joven podía hacer el recorrido de los refugios para los sin techo de Atlanta.

– Becca se quedó con nosotros en casa -explicó Lev-. Le gusta estar con mi hijo, Zeke -prosiguió-: Cuando Abby no se presentó a cenar la primera noche, Becca supuso que había cambiado de parecer y se había ido a Atlanta. Ni siquiera se molestó en mencionarlo.

– Me gustaría hablar con ella -dijo Jeffrey.

Era evidente que a Lev no le gustaba la idea, pero movió la cabeza en señal de asentimiento.

– De acuerdo.

– ¿Abby no se veía con nadie? -insistió Jeffrey-. ¿No le interesaba ningún chico?

– Sé que cuesta creerlo debido a su edad -dijo Lev-, pero Abby vivía entre algodones. No fue a la escuela. No sabía gran cosa de la vida fuera de la granja. Intentamos prepararla llevándola a Atlanta, pero no le gustaba. Prefería una vida más enclaustrada.

– ¿Había ido antes de misión?

– Sí -contestó Esther-. Dos veces. Y no le gustó, no le gustó estar fuera.

– «Enclaustrada» es una palabra interesante -señaló Jeffrey.

– Sé que parece que hablamos de una monja -dijo Lev-, y puede que no andemos muy desencaminados. No era católica, claro, pero sí muy devota. Tenía pasión por servir al Señor.

– Amén -añadió Ephraim entre dientes, pero Lena tuvo la impresión que lo decía de una manera superficial, como si hubiera dicho «Salud» después de un estornudo.

– Tenía una fe muy sólida -afirmó Esther, y enseguida se llevó la mano a la boca, como si se hubiera dado cuenta de su desliz.

Por primera vez, había hablado de su hija en pasado. Rachel, sentada a su lado, le cogió la mano.

– ¿No había nadie en la granja que le prestara más atención de la debida? ¿Un desconocido, tal vez?

– Aquí hay muchos desconocidos, comisario Tolliver -contestó Lev-. Forma parte de nuestra labor invitar a desconocidos a nuestra casa. Isaías nos insta a albergar en casa a los pobres errantes. Es nuestra obligación ayudarlos.

– Amén -dijo la familia.

– ¿Se acuerda de cómo iba vestida la última vez que la vio? -preguntó Jeffrey a Esther.

– Sí, claro. -Esther hizo una breve pausa, como si con el recuerdo fuese a reventar una presa, desbordando sus emociones contenidas-. Habíamos cosido un vestido azul juntas. A Abby le encantaba la costura. Encontramos el patrón en un viejo baúl del desván que era de la madre de Ephraim. Le hicimos un par de cambios para darle un aire más moderno. Lo llevaba cuando nos despedimos.

– ¿Fue aquí en la casa?

– Sí, a primera hora de la mañana. Becca ya se había marchado a la granja.

– Becca estaba conmigo -aclaró Mary.

– ¿Tienen algo más que añadir? -preguntó Jeffrey.

– Abby es muy tranquila -dijo Esther-. De niña nunca se ofuscaba. Es una chica muy especial.

– Abby se parece mucho a su madre, comisario Tolliver -intervino Lev, con voz tan seria que sus palabras no parecieron un cumplido a su hermana, sino una afirmación objetiva-. Las dos tienen la misma tez, los mismos ojos almendrados. Es una muchacha muy atractiva.

Lena repitió las palabras de Lev para sus adentros y se preguntó si insinuaba que otro hombre podría desear a su sobrina o si estaba revelando algo más profundo sobre sí mismo. Era difícil saberlo. De pronto parecía bastante abierto y sincero, pero en otros momentos Lena habría dudado de su palabra aunque le dijese que el cielo era azul. Saltaba a la vista que el predicador estaba al frente de la iglesia y de la familia, y Lena tuvo la clara impresión de que debía de ser mucho más listo de lo que aparentaba.

– Le até una cinta al pelo. Una cinta azul -recordó Esther, tocándose el cabello-. Ahora me acuerdo. Ephraim había cargado el coche, y cuando ya estábamos listos para salir, encontré la cinta en mi bolso. La había guardado con la intención de emplearla como adorno en un vestido o algo así, pero pegaba tanto con su vestido que le dije que se acercara, y se agachó mientras yo le ataba la cinta al pelo… -Se le apagó la voz, y Lena vio que tragaba saliva-. Tiene un pelo tan suave…

Rachel le apretó la mano a su hermana. Esther miraba por la ventana como si quisiera estar lejos de allí. Lena lo interpretó como un mecanismo de defensa que conocía muy bien. Era mucho más fácil alejarse de las cosas que vivir con las emociones a flor de piel.

– Rachel y yo vivimos en la granja con nuestras familias -explicó Paul-. Cada uno en su casa, claro, pero todos muy cerca de la casa principal. Anoche, al no encontrarla, buscamos a Abby por todo el recinto. Los trabajadores también participaron en la búsqueda. Registramos las casas, los edificios, de arriba abajo. Al final, llamamos al sheriff.

– Lamento que hayan tardado tanto en responder -se disculpó Jeffrey-. Han estado muy ocupados.

– Imagino que no mucha gente de su profesión se preocupa por la desaparición de una veinteañera -dijo Paul.

– ¿Y eso por qué lo dice?

– Las chicas se fugan de sus casas continuamente, ¿no es cierto? -dijo-. No crea que vivimos totalmente ajenos al mundo exterior.

– No acabo de entenderlo.

– Yo soy la oveja negra de la familia -dijo Paul, y por la reacción de sus hermanos, Lena se dio cuenta de que aquélla era una vieja broma familiar-. Soy abogado. Me ocupo de los asuntos jurídicos de la granja. Estoy semana sí semana no en Savannah.

– ¿Estuvo usted aquí la semana pasada? -preguntó Jeffrey.

– Volví anoche cuando supe lo de Abby-contestó, y se produjo un silencio.

– Hemos oído rumores -dijo Rachel, dando fin a la caza-. Unos rumores terribles.

Ephraim se llevó la mano al pecho. Le temblaban los dedos.

– Es ella, ¿verdad?

– Eso me temo, señor. -Jeffrey metió la mano en el bolsillo y sacó una Polaroid.

Como a Ephraim le temblaban demasiado las manos, Lev la cogió por él. Lena los observó con atención mientras miraban la foto. Ephraim se mantuvo sereno y callado; Lev ahogó un grito y cerró los ojos, aunque no derramó ninguna lágrima. Lena lo vio mover los labios en una muda oración. Ephraim, con la vista fija en la foto, temblaba tanto que la butaca parecía vibrar. Detrás de él, Paul miró la foto con semblante impasible. Lena buscó en el primero indicios de culpabilidad, y luego cualquier tipo de señal. Pero salvo por el movimiento de la nuez de Adán al tragar saliva, permaneció inmóvil como una roca. Esther se aclaró la garganta.

– ¿Puedo verla? -preguntó, señalando la foto. Parecía muy tranquila, pero el miedo y la angustia que sentía saltaban a la vista.

– ¡Ay, mujer! -dijo Ephraim, y la voz se le quebró a causa del dolor-. Mírala si quieres, pero créeme, no quieres verla así. No quieres llevar esto en la memoria.

Esther cedió a los deseos de su marido, pero Rachel cogió la foto. Lena vio cómo apretaba los labios hasta formar un trazo rígido.

– Dios mío -musitó-. ¿Por qué?

Tal vez sin poder evitarlo, Esther miró por encima del hombro de su hermana y vio la foto de su difunta hija. Sus hombros se estremecieron con un pequeño temblor que dio paso a espasmos de dolor, a la vez que hundía la cabeza en las manos y exclamaba entre sollozos:

– ¡No!

Mary, hasta entonces sentada en silencio, se levantó de pronto con la mano en el pecho y salió corriendo del salón. Poco después se oyó un portazo en la cocina.

Lev no dijo nada cuando vio irse a su hermana. Aunque Lena no supo interpretar su expresión, le pareció que la salida melodramática de Mary lo había molestado.

Lev se aclaró la garganta antes de preguntar:

– Comisario Tolliver, ¿podría explicarnos qué sucedió?

Jeffrey vaciló, y Lena sintió curiosidad por saber qué les contaría.

– La encontramos en el bosque -explicó-. La habían enterrado.

– ¡Ay, señor! -Esther, con la respiración entrecortada, se dobló como si le doliera algo; Rachel, con labios trémulos y lágrimas en las mejillas, le frotó la espalda.

– Se quedó sin aire -continuó Jeffrey sin entrar en detalles.

– Mi niña -gimió Esther-. Mi pobre Abigail.

Los chicos, que estaban en la pocilga, entraron. La puerta mosquitera se cerró con un portazo tras ellos. Los adultos dieron todos un respingo como si hubieran oído un disparo.

Ephraim fue el primero en hablar, en un claro esfuerzo por recobrar la compostura.

– Zeke, ¿qué te hemos dicho acerca de la puerta?

Zeke se apoyó en la pierna de Lev. Era un niño larguirucho, aunque todavía no daba señales de ser tan alto como su padre. Tenía los brazos delgados como palillos.

– Perdona, tío Eph.

– Perdona, papá -dijo Becca, aunque no había sido ella quien había dado el portazo.

Era una chica muy flaca, y aunque a Lena no se le daba bien adivinar edades, no le habría calculado más de catorce años. Obviamente no había llegado aún a la pubertad.

Zeke miraba a su tía con labios trémulos. Sin duda se daba cuenta de que algo iba mal. Se le humedecieron los ojos.

– Ven aquí, cariño -dijo Rachel, tirando de Zeke y sentándolo en su regazo; apoyó la mano en su pierna y lo acarició para consolarlo: intentaba contener su dolor, pero en vano.

– ¿Qué ocurre? -preguntó Rebecca desde la puerta.

Lev puso la mano en el hombro de la chica.

– Tu hermana se ha ido a reunirse con el Señor.

Con los ojos desorbitados, la adolescente abrió la boca y se llevó la mano al estómago. Intentó preguntar algo, pero no le salieron las palabras.

– Recemos juntos -comentó Lev.

– ¿Qué? -dijo Rebecca, como si se hubiera quedado sin aliento.

Nadie le contestó. Salvo Rebecca, todos agacharon la cabeza, pero en lugar del sermón altisonante que Lena habría esperado de Lev, guardaron silencio.

Rebecca se quedó inmóvil, con la mano en el estómago, los ojos muy abiertos, mientras el resto de la familia rezaba.

Lena dirigió a Jeffrey una mirada interrogativa, sin saber qué hacer. Se sintió incómoda, desplazada. Hank había dejado de llevarla a ella y a Sibyl a rastras a la iglesia desde el día en que Lena destrozó la Biblia de otra niña. No tenía por costumbre estar con gente religiosa, fuera de la comisaría.

Jeffrey se limitó a encogerse de hombros y beber un sorbo de limonada. Levantó los hombros y tensó la mandíbula en reacción al sabor ácido.

– Disculpen -dijo Lev-. ¿En qué podemos ayudarlos?

Jeffrey habló como si recitara una lista.

– Quiero los contratos de todas las personas de la granja. Me gustaría hablar con todas las personas que estuvieron en contacto con Abigail en cualquier momento a lo largo del último año. Quiero registrar su habitación por si encontramos alguna pista. Tendría que llevarme el ordenador que han mencionado y ver si alguien se ha puesto en contacto con ella por internet.

– Nunca se quedaba sola con el ordenador -dijo Ephraim.

– De todos modos, señor Bennett, tenemos que comprobarlo todo.

– Están siendo minuciosos, Ephraim -explicó Lev-. En última instancia, tú decides, pero creo que debemos hacer cuanto podamos para ayudarlos, aunque sólo sea para descartar posibilidades.

Jeffrey aprovechó la oportunidad.

– ¿Les importaría hacer una prueba con un detector de mentiras?

Paul casi se echó a reír.

– Ni pensarlo.

– Te ruego que no hables por mí -reprendió Lev a su hermano. Se dirigió de nuevo a Jeffrey-: Haremos todo lo posible por ayudarles.

– No creo que… -replicó Paul.

Esther enderezó los hombros, con la cara hinchada por la aflicción y los ojos ribeteados.

– Por favor, no discutáis -rogó a sus hermanos.

– No discutimos -dijo Paul, quien sin embargo parecía buscar pelea.

A lo largo de los años, Lena había visto cómo el dolor sacaba a la luz la auténtica personalidad de la gente. Notó la tensión entre Paul y su hermano mayor y se preguntó si era la habitual rivalidad fraterna o algo más profundo. Por el tono de Esther, se adivinaba que no era la primera vez que discutían.

Lev alzó la voz, pero se dirigió a los niños.

– Rebecca, ¿por qué no te llevas a Zeke al jardín? Tu tía Mary está allí y seguro que te necesita.

– Un momento -intervino Jeffrey-. Tengo un par de preguntas que hacerle.

Paul apoyó la mano en el hombro de su sobrina.

– Adelante -contestó con un tono y una actitud que indicaban que ataría a Jeffrey en corto.

– Rebecca, ¿sabes si tu hermana se veía con alguien? -preguntó Jeffrey.

La muchacha miró a su tío como si pidiera permiso. Finalmente posó la mirada en Jeffrey.

– ¿Se refiere a un chico?

– Sí -contestó él.

Lena se dio cuenta de que era inútil preguntarle nada. Esa muchacha jamás diría nada delante de su familia, y menos teniendo en cuenta que ella misma parecía algo rebelde. La única manera de sonsacarle la verdad era hablando con ella a solas, y Lena dudaba seriamente que Paul, o cualquiera de los hombres, lo consintieran.

De nuevo Rebecca miró a su tío antes de contestar.

– Abby tenía prohibido salir con chicos.

Si Jeffrey advirtió que no había contestado a su pregunta, no lo demostró.

– ¿Te extrañó que no se presentara en la granja el día en que tus padres se fueron de viaje?

Lena miraba la mano de Paul en el hombro de la chica para ver si la apretaba. No podía decirlo.

– ¿Rebecca? -insistió Jeffrey.

– Pensé que había cambiado de opinión -contestó, levantando un poco la barbilla. Y añadió-: ¿De verdad está…?

Jeffrey asintió.

– Me temo que sí. Por eso necesitamos toda tu ayuda para averiguar quién es el culpable.

Los ojos se le anegaron en lágrimas y Lev pareció perder un poco la compostura ante el dolor de su sobrina.

– Si no le importa… -dijo a Jeffrey. Éste movió la cabeza en un gesto de asentimiento y Lev ordenó a la chica-: Ve a llevar a Zeke con tu tía Mary, cariño. Ya verás como todo se arregla.

Paul esperó a que se fueran antes de reanudar la conversación.

– Debo recordarles que nuestros contratos son especiales. Ofrecemos comida y cobijo a cambio de un día de trabajo honrado.

– ¿No pagan a nadie? -espetó Lena.

– Claro que sí -contestó Paul con brusquedad. No debía de ser la primera vez que se lo preguntaban-. Algunos aceptan el dinero, otros lo donan a la iglesia. Hay varios trabajadores que llevan aquí diez, veinte años, y nunca han tenido dinero en el bolsillo. Lo que reciben a cambio es un lugar seguro para vivir, una familia y la sensación de que no desperdician su vida. -Para poner de relieve sus palabras, señaló el salón en el que se hallaba, tal como había hecho su hermana en la cocina-. Todos vivimos humildemente, inspectora. Nuestro objetivo es ayudar al prójimo, no a nosotros mismos.

Jeffrey se aclaró la garganta.

– Aun así, nos gustaría hablar con ellos.

– Pueden llevarse el ordenador ahora -ofreció Paul-. Y me encargaré de que la gente que ha estado en contacto con Abby se presente en la comisaría a primera hora de la mañana.

– La cosecha -le recordó Lev, antes de explicarse-: Nuestra explotación está especializada en edamame, las semillas de soja más jóvenes. El horario de la recolecta es desde el amanecer hasta las nueve de la noche; luego hay que procesarlas y ponerlas en frío. Es un proceso muy laborioso, y no empleamos mucha maquinaria.

Jeffrey miró por la ventana.

– ¿No podemos ir ahora?

– Pese a lo mucho que deseo llegar al fondo de este asunto -contestó Paul-, tenemos una empresa bajo nuestro cargo.

– Además, debemos respetar a nuestros trabajadores -añadió Lev-. Estoy seguro de que entenderán que algunos se ponen muy nerviosos en presencia de la policía, unos porque han sido víctimas de la violencia policial, otros porque han estado en la cárcel recientemente y tienen miedo. Hay mujeres y niños que han sufrido violencia doméstica sin encontrar apoyo en las fuerzas del orden público…

– Ya -dijo Jeffrey, como si no fuera la primera vez que oía ese discurso.

– Y esto no deja de ser una propiedad privada -le recordó Paul, con la actitud y la manera de hablar de un auténtico abogado.

– Podemos cambiar los turnos para sustituir a los trabajadores que estuvieron en contacto con Abby. ¿Les va bien el miércoles por la mañana?

– Supongo que no nos quedará más remedio -contestó Jeffrey con un tono que ponía de manifiesto su irritación por el retraso.

Esther tenía las manos cruzadas en el regazo, y Lena percibió cierta indignación en ella. Obviamente no estaba de acuerdo con sus hermanos, pero también era evidente que no les llevaría la contraria.

– Los acompañaré a la habitación de Abby-ofreció.

– Gracias -dijo Lena, y todos se pusieron en pie al mismo tiempo pero, por suerte, sólo Jeffrey las siguió por el pasillo.

Esther se detuvo delante de la última puerta a la derecha y se apoyó con la palma de la mano en la madera, como si dudase que las piernas la sostendrían.

– Sé que esto es difícil para usted -dijo Lena-. Haremos todo lo posible para encontrar al culpable.

– Mi hija era una persona muy reservada.

– ¿Cree que le escondía algún secreto?

– Todas las hijas esconden secretos a sus madres.

Esther abrió la puerta y, al ver los objetos de su hija en la habitación, se le distendieron los músculos del rostro debido a la tristeza. Lena reaccionaba igual ante los efectos personales de Sibyl, cuando todo evocaba un recuerdo del pasado, una época más feliz en que su hermana estaba viva.

– ¿Señora Bennett? -preguntó Jeffrey a la mujer, que les bloqueaba el paso.

– Por favor -suplicó ella, cogiéndolo de la manga de la chaqueta-. Averigüe por qué sucedió esto. Tiene que haber una razón.

– Hare cuanto pueda para…

– No es suficiente -insistió ella-. Se lo ruego. Tengo que saber por qué se fue. Necesito saberlo, para mi propia tranquilidad.

Lena vio que Jeffrey tragaba saliva.

– No quiero hacer promesas vanas, señora Bennett. Sólo puedo prometerle que lo intentaré. -Sacó una de sus tarjetas y miró por encima del hombro para asegurarse de que no lo veía nadie-. Mi número particular está en el dorso. Llámeme cuando quiera.

Esther vaciló antes de coger la tarjeta y por fin se la guardó en la manga del vestido. Dirigió a Jeffrey un único gesto de asentimiento con la cabeza, como si hubiera llegado a un acuerdo con él, y luego retrocedió, dejándolos entrar en la habitación de su hija.

– Los dejo con lo suyo.

Jeffrey y Lena cruzaron otra mirada cuando Esther fue a reunirse con su familia. Lena advirtió que Jeffrey se sentía tan incómodo como ella. El ruego de Esther era comprensible, pero sólo sirvió para añadir más presión a lo que auguraba iba a ser un caso muy difícil.

Lena ya había entrado en la habitación para iniciar el registro, pero Jeffrey se quedó en la puerta, vuelto hacia la cocina. Lanzó una mirada hacia el salón, como para asegurarse de que nadie lo veía, y luego se alejó por el pasillo. Lena se disponía a seguirlo cuando Jeffrey volvió a aparecer en la puerta acompañado de Rebecca Bennett.

Hábilmente, Jeffrey hizo pasar a la chica a la habitación de su hermana, tomándola por el codo para guiarla como un tío preocupado. En voz baja, le dijo:

– Es muy importante que nos hables de Abby.

Rebecca miró nerviosa hacia la puerta.

– ¿Quieres que la cierre? -ofreció Lena, apoyando la mano en el pomo.

Tras pensárselo un momento, Rebecca negó con la cabeza. Lena la observó y pensó que era tan bonita como su hermana poco agraciada. Se había soltado la trenza de pelo castaño oscuro y los espesos mechones le caían ondulados sobre los hombros. Aunque Esther había dicho que la chica tenía catorce años, ofrecía un aspecto de mujer que debía de atraer mucho la atención en la granja. A Lena le extrañó que hubiera sido Abby, y no Rebecca, la chica secuestrada y enterrada en una caja.

– ¿Abby se veía con alguien? -preguntó Jeffrey. Rebecca se mordió el labio inferior. A Jeffrey no le importaba esperar, pero Lena vio que empezaba a preocuparle que algún familiar irrumpiera en la habitación.

– Yo también tengo una hermana mayor -intervino Lena, omitiendo el hecho de que había muerto-. Sé que no quieres chivarte, pero Abby ya no está. No la meterás en un lío si nos cuentas la verdad.

La chica siguió mordiéndose el labio.

– No lo sé -balbució con lágrimas en los ojos.

Miró a Jeffrey y Lena adivinó que la chica veía en él una figura de autoridad más que en una mujer. Aprovechándose de ello, Jeffrey la instó:

– Cuéntamelo, Rebecca.

– A veces se iba durante el día -confesó con un gran esfuerzo.

– ¿Sola?

Rebecca asintió con la cabeza.

– Decía que se iba al pueblo, pero tardaba mucho.

– ¿Cuánto tiempo?

– No lo sé.

– Desde aquí se tarda un cuarto de hora en llegar al pueblo -calculó Jeffrey por ella-. Digamos que iba a una tienda; eso le llevaría otro cuarto de hora o veinte minutos, ¿no? -preguntó. La chica volvió a asentir-. O sea que, como mucho, se ausentaría una hora, ¿no es así?

Un nuevo gesto de asentimiento.

– Pero eran más bien dos.

– ¿Alguien le preguntó algo al respecto?

Negó con la cabeza.

– Sólo yo me di cuenta.

– Estoy seguro de que te das cuenta de muchas cosas -supuso Jeffrey-. Sospecho que te fijas más en lo que sucede que los adultos.

Rebecca se encogió de hombros, pero el cumplido había surtido efecto.

– Es sólo que se comportaba de una manera extraña.

– ¿Cómo?

– Una mañana vomitó, pero me dijo que no se lo contara a mi madre.

«El embarazo», pensó Lena.

– ¿Te dijo por qué vomitó? -preguntó Jeffrey.

– Por algo que había comido, me explicó, pero no comía mucho.

– ¿Por qué crees que no quería que se lo contaras a tu madre?

– Porque mi madre se preocuparía -respondió Rebecca. Se encogió de hombros-. A Abby no le gustaba que los demás se preocuparan por ella.

– ¿Y tú estabas preocupada?

Lena vio que tragaba saliva.

– A veces lloraba por la noche. -Ladeó la cabeza-. Mi habitación está al lado y yo la oía.

– ¿Lloraba por algo en concreto? -preguntó Jeffrey, y Lena vio que se esforzaba por tratar a la chica con delicadeza-. ¿Tal vez alguien le hizo daño?

– La Biblia nos enseña a perdonar -contestó la muchacha. En cualquier otra persona, Lena habría pensado que hacía teatro, pero la chica parecía expresar lo que consideraba un consejo sabio en lugar de un sermón-. Si no podemos perdonar a los demás, el Señor no nos perdonará a nosotros.

– ¿Ella tenía que perdonar a alguien?

– Si fuera así -contestó Rebecca-, mi hermana habría rezado para pedir ayuda.

– ¿Por qué crees que lloraba?

Rebecca recorrió la habitación con la mirada, contemplando los objetos de su hermana con palpable tristeza. Debía de pensar en Abby, en cómo era la habitación cuando vivía. Lena sintió curiosidad por saber cuál era la relación entre las dos hermanas. Pese a ser gemelas, ella y Sibyl se peleaban continuamente por cualquier cosa, desde quién ocupaba el asiento de delante en el coche hasta quién cogía el teléfono. Por alguna razón, Lena no se imaginaba que Abby fuera así.

– No sé por qué estaba triste -contestó por fin Rebecca-. No me lo dijo.

– ¿Estás segura, Rebecca? -insistió Jeffrey, y le sonrió para animarla-. Puedes contárnoslo. No nos enfadaremos ni la juzgaremos. Sólo queremos saber la verdad para encontrar a la persona que hizo daño a Abby y castigarla.

Ella asintió con la cabeza y volvieron a humedecérsele los ojos.

– Ya sé que quieren ayudar.

– No podemos ayudar a Abby si tú no nos ayudas a nosotros -replicó Jeffrey-. Cualquier cosa puede servir, Rebecca, por tonta que parezca. Ya decidiremos nosotros si es útil o no.

Miró alternativamente a Lena y a Jeffrey. Lena no sabía si la muchacha escondía algo o si simplemente temía hablar con desconocidos sin permiso de sus padres. En cualquier caso, necesitaban que respondiera a sus preguntas antes de que alguien empezara a echarla de menos.

Lena intentó dirigirse a ella con delicadeza.

– ¿Quieres hablar conmigo a solas, cariño? Si quieres, podemos hablar a solas, tú y yo.

Una vez más, Becca pareció pensárselo. Tardó al menos medio minuto en contestar:

– Yo…

Justo en ese momento se oyó un portazo en la parte de atrás de la casa. La chica se sobresaltó como si hubiera sonado un disparo.

Desde el salón, una voz masculina preguntó:

– ¿Becca? ¿Eres tú?

Zeke apareció por el pasillo. Cuando Rebecca vio a su primo, se acercó a él y lo cogió de la mano.

– Soy yo, papá -dijo en voz alta mientras llevaba al niño a donde estaba su familia.

Lena contuvo el taco que asomó a sus labios.

– ¿Crees que sabe algo? -preguntó Jeffrey.

– Ni idea.

Jeffrey parecía pensar lo mismo, y Lena percibió su frustración en su voz cuando dijo:

– Acabemos con esto de una vez.

Lena se acercó a la gran cómoda junto a la puerta. Jeffrey se dirigió al escritorio de enfrente. La habitación era pequeña, de unos tres metros cuadrados. Había una cama nido contra las ventanas que daban al granero. No se veían pósteres en las paredes blancas ni señales de que aquello había sido la habitación de una joven. La cama estaba perfectamente hecha, cubierta con un edredón multicolor remetido con absoluta precisión. Apoyado contra las almohadas, había un Snoopy de peluche, posiblemente más viejo que Abby, con el cuello caído a un lado por el paso del tiempo.

Uno de los cajones superiores contenía calcetines cuidadosamente doblados. Lena abrió el otro cajón, donde vio ropa interior plegada de un modo similar. A Lena le llamó la atención que la muchacha se hubiera molestado en doblar la ropa interior. Su meticulosidad era evidente, así como su preocupación por el orden. Los cajones inferiores revelaron una pulcritud rayana en la obsesión.

Todo el mundo tiene un lugar preferido donde guardar las cosas, igual que todo policía tiene un lugar preferido donde buscar. Jeffrey miró debajo de la cama, entre el colchón y el somier. Lena se acercó al armario y se arrodilló para examinar los zapatos. Había tres pares, todos gastados pero bien cuidados. Las zapatillas de deporte se habían limpiado con betún blanco, y las manoletinas estaban remendadas. El tercer par presentaba un aspecto impecable; debían de ser sus zapatos de vestir.

Lena dio unos golpes con los nudillos en el suelo de madera del armario, en busca de un compartimento secreto. No oyó nada sospechoso y todas las tablas estaban firmemente clavadas. A continuación, registró los vestidos colgados en el armario. Aunque Lena no tenía una regla, habría jurado que todos los vestidos se hallaban dispuestos a la misma distancia uno de otro, sin tocarse. Había un chaquetón de invierno, obviamente de confección. Los bolsillos estaban vacíos, el dobladillo intacto. No había nada escondido en una costura rota o en un bolsillo secreto.

Lev apareció en la puerta con un ordenador portátil en las manos.

– ¿Han encontrado algo? -preguntó.

Lena se sobresaltó, pero intentó no demostrarlo. Jeffrey se enderezó, con las manos en los bolsillos.

– Nada útil -contestó.

– Puede quedárselo todo el tiempo que quiera -dijo Lev-. No creo que encuentre nada.

– Como usted mismo ha dicho -contestó Jeffrey, enrollando el cable alrededor del ordenador-, tenemos que descartar todas las posibilidades.

Hizo una señal con la cabeza a Lena y ésta salió tras él. Mientras recorría el pasillo, Lena oyó hablar a la familia, pero cuando llegaron al salón, todos callaron.

– Lo siento mucho -dijo Jeffrey a Esther.

Ella lo miró fijamente; incluso para Lena sus ojos verde claro eran desgarradores. No dijo nada, pero su ruego era evidente.

Lev abrió la puerta de la casa.

– Gracias a los dos -dijo-. Estaré allí el miércoles por la mañana a las nueve.

Paul estuvo a punto de decir algo, pero se contuvo en el último momento. Lena casi pudo ver qué le pasaba por su pequeña cabeza de abogado. Debía de reconcomerse por el hecho de que Lev hubiera aceptado someterse al polígrafo. Supuso que en cuanto ellos se fueran, ambos hermanos tendrían unas palabras.

– Tendremos que pedir a alguien que venga para hacer la prueba -dijo Jeffrey a Lev.

– Claro -aceptó Lev-. Pero debo reiterar que sólo puedo asegurarle que yo la haré. Del mismo modo, la gente que verán mañana habrá acudido por su propia voluntad. No quiero decirle cómo tiene que hacer su trabajo, comisario Tolliver, pero será difícil conseguir que vayan. Si intenta obligarlos a hacer la prueba del detector de mentiras, lo más probable es que se marchen.

– Gracias por su consejo -dijo Jeffrey en tono poco sincero-. ¿Le importaría enviar también a su capataz?

Paul pareció sorprenderse.

– ¿Cole?

– Es probable que haya estado en contacto con todo el mundo en la granja -comentó Lev-. Es buena idea.

– A propósito -intervino Paul, dirigiendo la mirada hacia Jeffrey-, la granja es propiedad privada. No solemos admitir la presencia de la policía a menos que sea por un asunto oficial.

– ¿Y esto no lo considera un asunto oficial?

– Es un asunto de familia -dijo, y luego tendió la mano-. Muchas gracias por su ayuda.

– Una pregunta -dijo Jeffrey-: ¿Abby sabía conducir?

Paul bajó la mano.

– Claro. Desde luego tenía edad para hacerlo.

– ¿Disponía de algún coche?

– Cogía el de Mary -contestó-. Mi hermana dejó de conducir hace un tiempo. Abby lo usaba para repartir comida y hacer recados en el pueblo.

– ¿Iba sola?

– Por lo general, sí -contestó Paul con la cautela propia de los abogados cuando dan información sin recibir nada a cambio.

– A Abby le encantaba ayudar a la gente -añadió Lev.

Paul apoyó la mano en el hombro de su hermano.

– Gracias a los dos -dijo Lev.

Los dos policías se detuvieron al pie de la escalinata y miraron a Lev mientras entraba en la casa y cerraba la puerta con firmeza. Lena dejó escapar un suspiro y se volvió hacia el coche. Jeffrey la siguió y, absorto, subió al vehículo.

No dijo nada hasta que llegaron a la carretera y pasaron de nuevo por delante de Cultivos Sagrados. Esta vez Lena vio la granja con otros ojos y se preguntó qué se traían entre manos realmente allí.

– Una familia extraña -comentó Jeffrey. -Y que lo digas.

– No nos hará ningún bien dejarnos cegar por nuestros prejuicios -añadió, dirigiéndole una mirada severa.

– Creo que tengo derecho a una opinión.

– Es verdad -dijo él, y Lena notó que Jeffrey posaba la mirada en las cicatrices de su mano-. Pero ¿cómo te sentirás dentro de un año si el caso no se ha resuelto porque sólo tuvimos en cuenta su religión?

– ¿Y si resulta que el hecho de que sean fanáticos religiosos es lo que nos lleva a desentrañar el caso?

– La gente mata por distintas razones -le recordó él-. Dinero, amor, lujuria, venganza. Tenemos que centrarnos en eso. ¿Quién tiene un móvil? ¿Quién tiene los medios?

Estaba en lo cierto, pero Lena sabía de primera mano que a veces la gente hacía cosas simplemente porque le faltaba un tornillo. Al margen de lo que dijera Jeffrey, era demasiada casualidad que esa chica acabara enterrada en una caja en medio del bosque y que su familia fuera una panda de fanáticos provincianos.

– ¿No crees que pudo ser un ritual? -preguntó ella.

– Creo que el dolor de la madre era real.

– Sí -coincidió ella-, yo también lo creo. -Y sintió la necesidad de añadir-: Eso no significa que el resto de la familia no esté involucrado. Aquello es una puta secta.

– Todas las religiones son sectas -señaló él, y aunque Lena detestaba la religión, tuvo que disentir.

– Yo no diría que la parroquia baptista del pueblo sea una secta.

– Son personas que piensan igual y que comparten los mismos valores y creencias religiosas. Eso es una secta.

– En fin -atajó ella.

Seguía sin estar de acuerdo con él, pero tampoco sabía cómo discutírselo. Dudaba que el Papa de Roma se considerase líder de una secta. Había una religión dominante y, por otro lado, estaban los bichos raros que se paseaban por ahí con serpientes y creían que la electricidad proporcionaba un canal de acceso directo al demonio.

– Al final todo nos lleva al cianuro -dijo Jeffrey-. ¿De dónde salió?

– Esther me ha dicho que no usan pesticidas.

– Será imposible conseguir una orden para comprobarlo. Aun cuando Ed Pelham cooperara por el lado de Catoogah, no tenemos motivos para poder pedirla.

– Ojalá hubiéramos mirado más detenidamente cuando estábamos allí.

– Habrá que investigar a fondo a ese tal Cole.

– ¿Crees que se presentará el miércoles por la mañana?

– Ni idea -contestó Jeffrey, y luego preguntó-: ¿Qué haces esta noche?

– ¿Por qué?

– ¿Te apetece ir al Pink Kitty?

– ¿El bar de las camareras con las tetas al aire a pie de carretera?

– El bar de striptease -la corrigió, como si él se hubiera ofendido.

Sosteniendo el volante con una mano, hurgó en su bolsillo y sacó un librito de cerillas. Se lo dio y ella reconoció el logo del Pink Kitty en la tapa. El bar tenía un enorme cartel fosforescente que se veía a kilómetros de distancia.

– Dime -continuó mientras cogía la autopista-, ¿por qué una veinteañera ingenua se llevó unas cerillas de un bar de striptease y se las metió por el culo a su animal de peluche preferido?

Por eso había mostrado tanto interés en el Snoopy de peluche de la cama de Abby. La muchacha había escondido las cerillas allí.

– Buena pregunta -respondió ella, levantando la tapa: todas las cerillas seguían intactas.

– Te recogeré a las diez y media.

Capítulo 6

Cuando Tessa abrió la puerta de la calle, Sara estaba tumbada en el sofá con un paño húmedo en la cara.

– ¿Sara? -gritó Tessa-. ¿Estás en casa?

– Aquí -contestó Sara desde debajo del paño.

– Vaya -exclamó Tessa. Sara adivinó su presencia cerca del extremo del sofá-. ¿Y ahora qué ha hecho Jeffrey?

– ¿Por qué le echas la culpa a Jeffrey?

Antes de responder, Tessa apagó el reproductor de CD en medio de una canción.

– Tú sólo escuchas a Dolly Parton cuando estás enfadada con él.

Sara se deslizó el paño hacia la frente para ver a su hermana. Tessa estaba leyendo la carátula del CD.

– Es una recopilación de antiguos éxitos.

– ¿Te has saltado la sexta canción? -preguntó Tessa mientras dejaba la caja encima de las que había apilado Sara cuando buscaba algo para escuchar-. Dios mío, se te ve fatal.

– Me siento fatal -reconoció Sara.

Presenciar la autopsia de Abigail Bennett había sido una de las experiencias más difíciles que había vivido Sara desde hacía mucho tiempo. La muchacha no había tenido una muerte dulce. Sus órganos se habían ido apagando uno por uno, hasta que sólo quedó el cerebro. Abby se había dado cuenta de lo que sucedía, había sentido su muerte segundo a segundo, hasta el doloroso final.

Sara se había angustiado tanto que incluso había llamado a Jeffrey por el móvil. En lugar de dejarla desahogarse, Jeffrey la había interrogado acerca de la autopsia. Y tenía tanta prisa por colgar que ni siquiera le había dicho adiós.

– Esto ya está mejor -dijo Tessa cuando oyó el suave susurro de Steely Dan por los altavoces.

Sara miró por las ventanas, sorprendida de que ya se hubiera puesto el sol.

– ¿Qué hora es?

– Casi las siete -contestó su hermana, bajando el volumen del equipo de música-. Mamá os envía algo.

Al incorporarse, Sara suspiró y dejó caer el trapo. Vio una bolsa de papel marrón a los pies de Tessa.

– ¿Qué es?

– Carne asada y pastel de chocolate.

Sara oyó rugir su estómago y sintió hambre por primera vez aquel día. Como obedeciendo a una señal, aparecieron los dos perros. Sara había rescatado a los galgos varios años antes y, a cambio del favor, amenazaban con comerse hasta la casa.

– ¡Fuera! -ordenó Tessa a Bob, el más alto de los dos, cuando olisqueó la bolsa. A continuación le tocó a Billy, pero ella lo ahuyentó al tiempo que le preguntaba a Sara-: ¿Es que nunca les das de comer?

– A veces.

Tessa cogió la bolsa y la puso en la encimera de la cocina, al lado de la botella de vino que había abierto Sara nada más llegar a casa. Sin molestarse siquiera en cambiarse, Sara se había servido el vino, había bebido un buen trago y había mojado un trapo antes de caer desplomada en el sofá.

– ¿Te ha traído papá? -preguntó Sara, extrañada al darse cuenta de que no había oído un coche.

Tessa no podía conducir mientras tomaba su medicación contra los ataques, norma que parecía destinada a ser infringida.

– He venido en bicicleta -contestó, mirando la botella de vino mientras Sara se servía otra copa-. Mataría por un poco de eso.

Sara abrió la boca y volvió a cerrarla. Tessa no podía beber alcohol por su tratamiento, pero al fin y al cabo era una mujer adulta, y ella no era su madre.

– Ya lo sé -dijo Tessa, interpretando la expresión de Sara-. Pero eso no quita que no pueda desear algo, ¿no? -Abrió el bolso y sacó una pila de cartas-. Te traigo esto. ¿Es que no abres nunca tu buzón? Tenías miles de catálogos.

Sara vio una mancha marrón en uno de los sobres y lo olfateó con recelo. Con alivio, advirtió que era el jugo de la carne.

– Lo siento -se disculpó Tessa. Sacó un plato de papel tapado con papel de aluminio y se lo dio a Sara-. Supongo que se ha derramado un poco.

– ¡Ah, qué bueno! -Sara casi gimió cuando retiró el papel de aluminio. Cathy Linton hacía un pastel de chocolate de ensueño, con una receta que se remontaba a tres generaciones de Earnshaws atrás-. Esto es demasiado -dijo Sara, comprobando que había más que suficiente para dos personas.

– Toma -dijo Tessa, sacando otras dos fiambreras del bolso-. Se supone que tienes que compartirlo con Jeffrey.

– Ah. -Sara cogió un tenedor del cajón antes de sentarse en el taburete junto a la isla de la cocina.

– ¿No te vas a comer la carne? -preguntó Tessa.

Sara se llevó un trozo de pastel a la boca y lo acompañó de un sorbo de vino.

– Mamá siempre decía que cuando pudiera pagarme un techo podría cenar lo que quisiera.

– Ojalá pudiera pagarme yo mi propio techo -dijo Tessa entre dientes, y cogió un poco de chocolate del plato de Sara con el dedo-. Estoy harta de no hacer nada.

– Sigues trabajando.

– Sí, ya, soy la pinche de papá.

Sara comió otro trozo de tarta.

– La depresión es uno de los efectos secundarios de tu medicación.

– Permíteme añadir eso a la lista.

– ¿Tienes más problemas?

Tessa se encogió de hombros y retiró las migas de la encimera con las manos.

– Echo de menos a Devon -contestó, refiriéndose a su ex, el padre de su hijo muerto-. Echo de menos tener a un hombre a mi lado.

Sara picoteó el pastel, lamentando por enésima vez no haber matado a Devon Lockwood cuando tuvo ocasión.

– En fin -dijo Tessa, cambiando repentinamente de tema-. Cuéntame qué ha hecho Jeffrey esta vez.

Sara gimió y volvió a concentrarse en su pastel.

– Cuéntamelo.

Al cabo de unos segundos, Sara cedió.

– Es posible que tenga hepatitis.

– ¿Cuál?

– Buena pregunta.

Tessa frunció el entrecejo.

– ¿Tiene algún síntoma?

– ¿Aparte de estupidez profunda y negación aguda? -preguntó Sara-. No.

– ¿Y cómo pudo haberla cogido?

– ¿Y tú qué crees?

– Ah, ya. -Tessa acercó un taburete a Sara y se sentó-. Pero eso sucedió hace mucho tiempo, ¿no?

– ¿Y eso qué importa? -dijo, y enseguida rectificó-: Bueno, sí que importa. Es de antes. De esa única vez.

Tessa apretó los labios. Nunca había escondido su convicción de que Jeffrey se había acostado con Jolene más de una vez. Sara pensó que iba a repetir su teoría, pero en lugar de eso Tessa preguntó:

– ¿Y qué estáis haciendo al respecto?

– Discutir -reconoció Sara-. Es que no puedo parar de pensar en ella. En lo que él hizo con ella. -Cogió otro trozo de pastel y, tras masticar despacio, se obligó a tragar-. Él no sólo… -Sara buscó una palabra que resumiera su indignación-. No sólo se la folló. La cortejó. La llamaba por teléfono. Se reía con ella. A lo mejor le envió flores.

Se quedó mirando el chocolate en el borde del plato. ¿Le habría untado los muslos de chocolate para lamerlo después?

¿Cuántos momentos íntimos habían compartido antes de ese último día? ¿Cuántos hubo después?

Todo lo que Jeffrey había hecho para que Sara se sintiera especial, para que pensara que él era el hombre con quien deseaba compartir el resto de su vida, había sido una táctica empleada sin más con otra mujer. Incluso cabía la posibilidad de que la hubiera empleado con más de otra mujer. Jeffrey tenía un historial sexual que daría que pensar a Hugh Hefner. ¿Cómo podía ser que un hombre tan atento fuera a la vez el cabrón que la había hecho sentirse como un perro apaleado? ¿Acaso era una nueva estrategia que Jeffrey se había inventado para recuperarla? ¿Y la emplearía con otra en cuanto ella hubiera picado?

Lo malo era que Sara sabía muy bien cómo se las había ingeniado Jo para seducirlo. Tuvo que ser un juego para Jeffrey, un reto. Jolene tenía mucha más experiencia que Sara en esas lides. Seguro que se había hecho de rogar, empleando la dosis justa de coqueteo y provocación hasta que picó el anzuelo, y recogiendo luego el sedal lentamente como si pescara un pez. Sin duda en su primera cita no había acabado con los pies apoyados en el borde del fregadero de la cocina mientras se retorcía de éxtasis en el suelo y se mordía la lengua para no pronunciar su nombre a gritos.

– ¿Por qué le sonríes al fregadero? -preguntó Tessa.

Sara meneó la cabeza y bebió un sorbo de vino.

– No lo soporto, no soporto todo esto. Y Jimmy Powell vuelve a estar enfermo.

– ¿El niño con leucemia?

Sara asintió con la cabeza.

– No pinta bien. Mañana tengo que ir a verlo al hospital.

– ¿Y qué tal en Macon?

Sin querer, Sara volvió a ver la imagen de la chica en la mesa, el cuerpo abierto en canal, el médico hundiendo la mano en el vientre para extraer el feto. Otra criatura perdida. Otra familia deshecha. Sara no sabía cuántas veces más podría presenciar algo así sin venirse abajo.

– ¿Sara? -preguntó Tessa.

– Fue tan horrible como me temía.

Sara recogió con el dedo lo que quedaba de salsa de chocolate. Sin darse cuenta, se había comido todo el pastel.

Tessa se acercó a la nevera, sacó una tarrina de helado y volvió al tema inicial.

– Tienes que dejarlo estar, Sara. Jeffrey hizo lo que hizo, y eso nada lo cambiará. O vuelve a tu vida o no, pero no puedes hacerlo ir y venir continuamente. -Destapó el helado-. ¿Quieres un poco?

– No debería -contestó Sara, tendiendo el plato.

– Yo siempre he sido la que engañaba, no la engañada -señaló Tessa, y sacó dos cucharas del cajón, que cerró con la cadera-. Devon simplemente se marchó. No me engañó. Al menos no creo que me engañara. -Sirvió varias cucharadas de helado Blue Bell en el plato de Sara-. O a lo mejor sí lo hizo.

Sara puso la otra mano debajo del plato de papel para que no se doblara por el peso.

– No lo creo.

– No -coincidió Tessa-. Apenas tenía tiempo para mí, y menos para otra mujer. ¿Te conté la vez que se quedó dormido en medio de un polvo? -Sara asintió-. Dios mío, ¿cómo puede alguien seguir interesado en su pareja después de cincuenta años?

Sara se encogió de hombros. No era precisamente una experta.

– Pero ¡qué bien se lo montaba en la cama cuando estaba despierto! -Tessa suspiró y se llevó la cuchara a la boca-. Eso es algo que debes tener en cuenta con Jeffrey. Nunca subestimes el valor de la química sexual. -Sirvió más helado en el plato de Sara-. Devon se aburría conmigo.

– No seas tonta.

– Es verdad -insistió-. Se aburría. Ya no quería hacer nada conmigo.

– ¿Como qué? ¿Salir?

– Pues… por ejemplo, la única manera de conseguir que practicara el sexo oral conmigo era poniéndome un televisor encima del estómago y sujetando el mando a distancia con mi…

– ¡Tess!

Se rió al tiempo que se llevaba una gran cucharada de helado a la boca. Sara se acordó de la última vez que habían comido helado juntas. El día de la agresión a Tessa, fueron al Dairy Queen a tomar batidos. Dos horas después Tessa estaba tirada en el suelo con la cabeza abierta y su hijo muerto dentro de ella.

Tessa apoyó las manos en la encimera y cerró los ojos apretando los párpados. Sara, asustada, se levantó de un salto, pero Tessa explicó:

– Es el dolor de cabeza de tomar cosas frías.

– Voy por un vaso de agua.

– No hace falta. -Acercó la cabeza al grifo de la cocina y bebió un trago. Tras secarse la boca, preguntó-: Uf, ¿por qué sucederá?

– El trigémino en el…

Tessa la interrumpió con la mirada.

– No es necesario que respondas a todas las preguntas, Sara.

Sara se lo tomó como un reproche y bajó la vista hacia el plato.

Tessa se llevó a la boca una cucharada menos generosa de helado antes de volver al tema de Devon.

– Es que lo echo de menos.

– Lo sé, cariño.

No había nada más que decir al respecto. En opinión de Sara, al final Devon había demostrado qué clase de persona era, escabullándose cuando las cosas se pusieron feas. Era una suerte que su hermana se hubiera librado de él, aunque comprendía que a Tessa le costara entenderlo. En cuanto a Sara, la única vez que se había cruzado con Devon en el pueblo, había cambiado de acera para no tener que pasar a su lado. Iba con Jeffrey, y casi le había arrancado el brazo para impedirle que se acercara a hablar con Devon.

Sin venir a cuento, Tessa dijo:

– No pienso volver a tener relaciones sexuales nunca más.

Sara soltó una carcajada.

– Lo digo en serio.

– ¿Por qué?

– ¿Tienes Cheetos?

Sara fue al armario a por una bolsa. Preguntó con cautela:

– ¿Es por esa iglesia nueva a la que vas?

– No. -Tessa cogió la bolsa-. Bueno, tal vez. -Abrió la bolsa con los dientes-. Es que lo que he estado haciendo hasta ahora no me ha servido de nada, así de sencillo. Sería una tonta si siguiera haciéndolo.

– ¿Qué no te ha servido de nada?

Tessa meneó la cabeza.

– Todo. -Ofreció Cheetos a Sara, pero ésta no sólo los rechazó, sino que además se bajó la cremallera de la falda para poder respirar.

– ¿Alguien te ha dicho por qué ha venido Bella? -preguntó Tessa.

– Creía que tú lo sabías.

– No me cuentan nada. Cada vez que entro en la habitación donde están ellas, se callan. Soy como la tecla que quita el volumen de un televisor.

– Yo también -se dio cuenta Sara.

– ¿Me harás un favor? -preguntó Tessa.

– Claro -contestó Sara, advirtiendo el cambio en el tono de voz de Tessa.

– Quiero que me acompañes a la iglesia el miércoles por la noche.

Sara se quedó boquiabierta mientras buscaba una excusa, sintiéndose como un pez que acabaran de sacar de su pecera.

– Ni siquiera es una ceremonia -dijo Tessa-. Es más bien una especie de reunión de hermandad, donde la gente va a charlar. Incluso sirven bollos de miel.

– Tess…

– Ya sé que no quieres ir, pero yo quiero que vayas. -Tessa se encogió de hombros-. Hazlo por mí.

Cathy había empleado la misma táctica para hacer sentir culpables a sus dos hijas y obligarlas a asistir a los oficios de Pascua y Navidad durante los últimos veinte años.

– Tessie -empezó a decir Sara-. Ya sabes que yo no creo…

– Yo tampoco sé si creo -interrumpió Tessa-. Pero me hace bien ir.

Sara se levantó para guardar la carne en la nevera.

– Conocí a Thomas en fisioterapia hace un par de meses.

– ¿Quién es Thomas?

– Viene a ser el líder de la iglesia -explicó Tessa-. Sufrió una apoplejía hace un tiempo. Fue bastante grave. Aunque cuesta mucho entenderlo, tiene una capacidad especial para hablar sin decir una sola palabra.

El lavavajillas estaba lleno de platos limpios desde hacía varios días, y Sara empezó a vaciarlo sólo por hacer algo.

– Fue extraño -prosiguió Tessa-. Yo estaba haciendo esos ejercicios de psicomotricidad absurdos, poniendo las estacas en sus correspondientes agujeros, cuando tuve la sensación de que alguien me observaba, y al levantar la vista, vi a un viejo en silla de ruedas. Me saludó llamándome Cathy.

– ¿Cathy? -repitió Sara.

– Sí, conoce a mamá.

– ¿Y de qué la conoce? -preguntó Sara, segura de que conocía a todos los amigos de su madre.

– No lo sé.

– ¿Se lo has preguntado a mamá?

– Lo intenté, pero estaba ocupada.

Sara cerró el lavavajillas y se apoyó en la encimera.

– ¿Y después qué pasó?

– Me preguntó si quería ir a la iglesia. -Tessa calló un momento-. El hecho de estar allí en fisioterapia, de ver a toda esa gente que está tanto peor que yo… -Se encogió de hombros-. En fin, me ayudó a ver las cosas desde otro punto de vista, ¿sabes? Por ejemplo, para ver cómo he desperdiciado mi vida.

– No has desperdiciado tu vida.

– Tengo treinta y cuatro años y sigo viviendo con mis padres.

– Encima del garaje.

Tessa suspiró.

– Sólo pienso que lo que me pasó no debería ser en balde.

– No tendría que haber sucedido nunca.

– Yo estaba en la cama del hospital, compadeciéndome de mí misma, cabreada con el mundo por lo ocurrido. Y de pronto me di cuenta: había sido una egoísta toda mi vida.

– No es verdad.

– Sí, es verdad. Tú misma lo has dicho.

Sara nunca se había sentido tan arrepentida de sus palabras.

– Estaba enfadada contigo, Tess.

– ¿Sabes una cosa? Es como cuando alguien se emborracha y luego alega que no quiso decir algo, y tienes que disculparlo y olvidarlo porque lo dijo bebido -y explicó-: El alcohol disminuye las inhibiciones; no te hace soltar una mentira detrás de otra. Tú te enfadaste conmigo y dijiste lo que pensabas.

– No es verdad -aseguró Sara, pero incluso a ella le parecieron poco convincentes sus palabras.

– Estuve al borde de la muerte, ¿y para qué? ¿Qué he hecho con mi vida? -Notó que tenía los puños cerrados. Cambió de tema una vez más-: Si te murieras, ¿qué lamentarías no haber hecho?

Aunque no lo dijo, lo primero que pensó Sara fue: «Tener un hijo».

Tessa le adivinó el pensamiento.

– Siempre podrías adoptar.

Sara se encogió de hombros. No pudo contestar.

– Nunca hablamos del tema. Ocurrió hace casi quince años y nunca hablamos de ello.

– Hay una razón -dijo Tessa.

– ¿Cuál? -Sara no quiso seguir-. ¿Qué sentido tiene, Tessie? No cambiará nada. No existe una cura milagrosa.

– Con lo bien que se te dan los niños, Sara, serías una madre excelente.

Sara dijo de inmediato las dos palabras que más detestaba pronunciar:

– No puedo -y a continuación añadió-: Tessie, te lo ruego.

Tessa asintió con la cabeza, aunque Sara supo que sólo era una retirada provisional.

– Pues yo lo que lamentaría es no dejar una huella. No hacer algo para que el mundo sea mejor.

Sara cogió un pañuelo de papel para sonarse la nariz.

– Ya lo haces.

– Hay una razón para todo -insistió Tessa-. Ya sé que tú no lo crees. Sé que no crees en nada que no tenga una teoría científica que lo respalde o una biblioteca llena de libros sobre el tema, pero lo que yo necesito en mi vida es eso. He de pensar que las cosas pasan por alguna razón. He de pensar que saldrá algo bueno de perder a…

Se interrumpió, incapaz de pronunciar el nombre de la hija que había perdido. En el cementerio, entre la tumba de los padres de Cathy y la de un tío muy querido que había muerto en Corea, se alzaba una pequeña losa con el nombre de la niña. A Sara se le partía el corazón cada vez que pensaba en la tumba fría y las posibilidades malogradas.

– Tú conoces a su hijo.

Sara arrugó la frente.

– ¿El hijo de quién?

– De Tom. Iba a tu clase. -Tessa se llevó a la boca un puñado de Cheetos antes de cerrar la bolsa. Siguió hablando mientras masticaba-. Es pelirrojo como tú.

– ¿Iba a mi clase? -preguntó Sara, incrédula.

Los pelirrojos tendían a fijarse los unos en los otros, ya que destacan entre los demás como un perro verde. Sara sabía con certeza que había sido la única niña pelirroja durante sus años en la escuela primaria Cady Stanton. Prueba de ello eran las cicatrices que tenía.

– ¿Cómo se llama?

– Lev Ward.

– En Stanton no había ningún Lev Ward.

– Era en la clase de catequesis -aclaró Tessa-. Cuenta historias curiosas sobre ti.

– ¿Sobre mí? -repitió Sara, muerta de curiosidad.

– Además -añadió Tessa, como si eso fuera un incentivo-, tiene un hijo de cinco años que es un encanto de criatura.

Sara advirtió la treta.

– Ya veo a niños adorables de cinco años en la consulta.

– Tú piénsatelo; no hace falta que me contestes ahora. -Tessa consultó la hora-. Debo volver antes de que oscurezca.

– ¿Quieres que te lleve?

– No, gracias. -Tessa le dio un beso en la mejilla-. Ya nos veremos.

Sara le limpió a su hermana los restos de Cheetos de la cara.

– Ten cuidado.

Tessa hizo ademán de marcharse y de pronto se detuvo.

– No es sólo el sexo.

– ¿Qué?

– Con Jeffrey -explicó-. No se trata sólo de química sexual. Cuando las cosas se ponen feas, al final salís fortalecidos. Es lo que os ha pasado siempre. -Tendió la mano para acariciar detrás de las orejas primero a Billy y después a Bob-. Cada vez que has recurrido a él, ha respondido. Muchos hombres habrían salido corriendo en dirección contraria.

Tessa dejó de acariciar a los perros y se fue, cerrando la puerta suavemente al salir.

Sara cogió los Cheetos, pensando en acabarse la bolsa a pesar de que la cremallera abierta de la falda se le clavaba en la piel. Quiso telefonear a su madre y averiguar qué pasaba. Quiso telefonear a Jeffrey y chillarle, y luego volver a telefonearle y pedirle que fuera a su casa a ver con ella una película antigua por la televisión.

En lugar de eso, volvió al sofá con otra copa de vino e intentó apartarlo todo de su mente. Por supuesto, cuanto más se esforzaba por no pensar, tanto más asomaba todo a la superficie. Pronto empezaron a aparecer en su cabeza imágenes de la chica en el bosque, del niño con leucemia, Jimmy Powell, y de Jeffrey en el hospital con una insuficiencia hepática en fase terminal.

Al final, se obligó a concentrarse en la autopsia. Había observado la intervención desde detrás de un grueso cristal, pero incluso así había estado demasiado cerca para evitar la sensación de malestar. Salvo por las sales de cianuro halladas en el estómago de la chica, los resultados de la autopsia no aportaron nada digno de mención. Sara se estremeció de nuevo al acordarse de la nube de humo que salió del estómago cuando el forense lo abrió. El feto no tenía nada fuera de lo común: era un niño sano que habría llevado una vida normal.

Llamaron a la puerta, primero tímidamente y después, al no oír respuesta, de manera más insistente. Al final, Sara gritó:

– ¡Pasa!

– ¿Sara? -preguntó Jeffrey. Miró alrededor en el salón, obviamente sorprendido al verla en el sofá-. ¿Estás bien?

– Me duele el estómago -contestó ella, sin faltar a la verdad.

Tal vez su madre tenía razón al decir que no había que excederse con el postre en la cena.

– Siento no haber podido llamarte antes.

– Da igual -respondió ella, aunque no daba igual-. ¿Qué ha sucedido?

– Nada -contestó él, a todas luces decepcionado-. Me he pasado toda la tarde en la universidad, yendo de departamento en departamento y buscando a alguien que pudiera decirme qué venenos tienen.

– ¿Y no tienen cianuro?

– Tienen de todo menos eso.

– ¿Y qué hay de la familia?

– No han aportado gran cosa. He pedido un informe económico de la granja. Debería recibirlo mañana. Frank ha estado llamando a todos los refugios, intentando averiguar qué sucede exactamente en esas misiones. -Se encogió de hombros-. El resto del día lo hemos pasado revisando el ordenador portátil. No hay gran cosa.

– ¿Habéis mirado los mensajes del Messenger?

– Ha sido lo primero que ha mirado Brad. Hay varios cruces de mensajes con la tía que vive en la granja, pero la mayoría era sobre las clases de la Biblia, horarios de trabajo, a qué hora se pasaría por su casa, quién iba a preparar el pollo para la cena, quién iba a pelar las zanahorias. Es difícil saber cuáles eran de Abby y cuáles de Rebecca.

– ¿Había algo con fecha de los diez días en que la familia estuvo ausente?

– Hay un documento que fue abierto el día en que se marcharon a Atlanta -contestó Jeffrey-. A eso de las diez y cuarto de la mañana, cuando los padres ya se habían ido. Era un curriculum de Abigail Ruth Bennett.

– ¿Para un empleo?

– Eso parece.

– ¿Crees que planeaba marcharse?

– Los padres querían enviarla a la universidad, pero ella se negó.

– Está bien poder elegir -dijo Sara entre dientes. Cathy prácticamente había obligado a sus hijas azuzándolas con un palo-. ¿Qué clase de empleo buscaba?

– Ni idea -contestó él-. Pero sobre todo mencionaba conocimientos de contabilidad y administración. Hacía muchas cosas en la granja. Supongo que eso habría causado una buena impresión en un posible jefe.

– ¿Estudió desde casa? -preguntó Sara.

Aunque le constaba que no siempre era así, sabía por experiencia que la gente tendía a hacer estudiar a sus hijos desde casa esencialmente por dos razones: para mantener a sus hijos blancos alejados de las minorías o para asegurarse de que no les enseñaban nada fuera del creacionismo y la abstinencia.

– Por lo visto, ése fue el caso de casi toda la familia. -Jeffrey se aflojó la corbata-. Tengo que cambiarme. -A continuación, como si sintiera la necesidad de dar una explicación, añadió-: Todos mis vaqueros están aquí.

– ¿Para qué tienes que cambiarte?

– He de ir a hablar con Dale Stanley, y luego Lena y yo vamos a ir al Pink Kitty.

– ¿El bar de las camareras con las tetas al aire en la carretera?

Jeffrey frunció el entrecejo.

– ¿Por qué las mujeres pueden llamarlo así y, en cambio, un hombre se lleva una patada en los huevos si lo hace?

– Porque las mujeres no tienen huevos -contestó ella, sintiendo un retortijón. Menos mal que no había comido Cheetos-. ¿Para qué vas? ¿O es tu manera de castigarme?

– ¿Castigarte por qué? -preguntó él mientras ella lo seguía al dormitorio.

– No me hagas caso -respondió Sara, sin saber muy bien por qué lo había dicho-. He tenido un día espantoso.

– ¿Puedo hacer algo por ti?

– No.

Jeffrey abrió una caja.

– Encontramos unas cerillas en la habitación de la chica. Son del Pink Kitty. ¿Por qué habría de castigarte?

Sara se sentó en la cama y lo observó mientras revolvía las cajas buscando sus vaqueros.

– No me pareció que esa chica fuera de las que frecuentan el Pink Kitty.

– Nadie en la familia lo parece -dijo él cuando por fin encontró la caja. La miró mientras se bajaba la cremallera y se quitaba el pantalón-. ¿Sigues enfadada conmigo?

– Ojalá lo supiera.

Se quitó los calcetines y los tiró al cesto de la ropa sucia.

– Yo también.

Sara contempló el pantano por las ventanas del dormitorio. No acostumbraba a correr la cortina porque la vista era una de las más hermosas de los alrededores. A menudo, tumbada en la cama por la noche, miraba la luna deslizarse por el cielo antes de conciliar el sueño. Cuántas veces habría mirado por esas mismas ventanas la semana anterior, sin saber que al otro lado del pantano estaba Abigail Bennet, sola, probablemente aterida de frío, sin duda aterrorizada. ¿Estaba ella en su cama, bien abrigada y a gusto, mientras el asesino, al amparo de la oscuridad, envenenaba a Abby?

– ¿Sara? -Jeffrey, en calzoncillos, la miraba-. ¿Qué ocurre?

Sara no quiso contestar.

– Cuéntame algo más de la familia de Abigail.

Jeffrey vaciló un momento antes de seguir cambiándose.

– Son muy raros.

– ¿En qué sentido?

Él sacó un par de calcetines y se sentó en la cama para ponérselos.

– Puede que sean figuraciones mías. Puede que haya visto a demasiada gente recurrir de manera enfermiza a la religión para justificar su atracción sexual por adolescentes.

– ¿Han reaccionado muy mal cuando les has dicho que la chica estaba muerta?

– Ya les habían llegado rumores sobre nuestro hallazgo… No sé cómo, ya que esa granja parece herméticamente aislada. Aunque uno de los tíos sale un poco. No sabría decir por qué, pero ese hombre tiene algo que me inspira desconfianza.

– A lo mejor tienes algo contra los tíos.

– A lo mejor. -Se frotó los ojos con las manos-. La madre se ha llevado un disgusto tremendo.

– No me puedo imaginar lo que debe ser recibir semejante noticia.

– Esa mujer me ha conmovido.

– ¿Por qué?

– Me ha rogado que encontrase al culpable -explicó-. Cuando lo descubra, quizá no le guste.

– ¿De verdad crees que la familia ha tenido algo que ver?

– No lo sé.

Jeffrey se levantó y, mientras se vestía, le dio una descripción más detallada. Uno de los tíos era un hombre autoritario, que parecía tener mucho más poder en la familia de lo que a él le parecía normal. Por edad, el marido habría podido ser el abuelo de la madre. Sara lo escuchaba sentada en la cama, con la espalda apoyada en la cabecera y los brazos cruzados. Cuanto más le contaba Jeffrey, más insistentes eran las señales de alarma.

– Las mujeres son muy… chapadas a la antigua -prosiguió-. Siempre dejan hablar a los hombres. Se someten por completo a sus maridos y hermanos.

– Eso es propio de casi todas las religiones conservadoras -señaló Sara-. En teoría, el hombre tiene que hacerse cargo de la familia. -Esperó un comentario por parte de él, pero como no dijo nada, preguntó-: ¿Has averiguado algo hablando con la hermana?

– Rebecca -precisó-. Nada, y seguro que no me dejarán volver a interrogarla. Sospecho que el tío me colgaría del vello púbico si se enterara de que he hablado con ella en la habitación de Abby.

– ¿Crees que le sonsacarías algo si pudieras hablar con ella?

– ¿Quién sabe? -preguntó éí-. No sé si escondía información o si simplemente estaba triste.

– Es una experiencia dura -observó Sara-. Es probable que ahora mismo no tenga las ideas muy claras.

– Lena se ha enterado por la madre de que Rebecca se ha fugado alguna vez.

– ¿Por qué?

– Eso no se lo ha dicho.

– Pues ahí podría haber algo.

– Es posible que sólo haya sido una de esas cosas de la adolescencia -comentó él, como sí fuera necesario recordarle a Sara que uno de cada siete chicos se fugaba al menos una vez antes de los dieciocho años-. Está bastante verde para su edad.

– Supongo que no es fácil tener mundo cuando uno se cría en un entorno así -y añadió-: Aunque tampoco tiene nada de malo intentar alejar a los hijos del mundo en general -sin pensarlo, dijo-: Si fuera mi hija… -Se contuvo-. Es decir, algunos de los chicos que veo en la consulta… Entiendo por qué sus padres quieren protegerlos lo máximo posible.

Jeffrey se detuvo y la miró con los labios un poco abiertos como si quisiera decir algo.

– Así pues… -prosiguió ella, intentando disolver el nudo que tenía en la garganta-, ¿la familia es muy religiosa?

– Sí -contestó Jeffrey, e hizo una pausa para indicarle a Sara que se daba cuenta de lo que pretendía-. Pero respecto a la chica, no sabría qué decirte. Ya tenía mis dudas antes de que Lena me dijera que se había fugado. Me pareció un tanto rebelde. Cuando la interrogué, en cierto modo desafió a su tío.

– ¿Cómo?

– Es abogado. No quería que Rebecca contestara a mis preguntas. Pero ella contestó igualmente. -Movió la cabeza en un gesto de asentimiento como si admirara el valor de la muchacha-. Sospecho que esa clase de independencia no encaja con la dinámica familiar, y menos si proviene de una chica.

– Los hijos menores tienden a reafirmarse más -dijo Sara-. Tessa siempre se metía en líos. No sé si se debía a que mi padre era más severo con ella o a que ella daba más guerra.

Jeffrey no pudo contener una sonrisa de simpatía. Siempre había admirado el espíritu libre de Tessa. La mayoría de los hombres lo admiraban.

– Es un poco salvaje.

– Y yo no lo soy -dijo Sara, procurando que el pesar no se trasluciera en su voz.

Tessa siempre había sido la que corría riesgos, mientras que las peores infracciones cometidas por Sara en la infancia guardaban relación en su mayor parte con el aprendizaje, como quedarse en la biblioteca hasta tarde para estudiar o esconder una linterna en la cama para leer después de la hora de acostarse.

– ¿Crees que averiguarás algo el miércoles en los interrogatorios?

– Lo dudo. Tal vez Dale Stanley aporte algún dato. ¿Se ha confirmado que son sales de cianuro?

– Sí.

– He estado haciendo averiguaciones y es el único enchapador de la zona. Tengo el presentimiento de que todo acabará de nuevo en esa granja. Es mucha casualidad que haya allí un montón de ex presidiarios y que de pronto esta chica aparezca muerta. Además -alzó la vista hacia ella-, la casa de Dale Stanley está a dos pasos de los límites del condado de Catoogah.

– ¿Crees que Dale Stanley la metió en esa caja?

– No tengo ni idea -contestó Jeffrey-. En estos momentos no me fío de nadie.

– ¿Crees que tiene connotaciones religiosas, eso de enterrar a una persona?

– ¿Y envenenarla? -preguntó él-. Ahí es donde me atasco. Lena está convencida de que hay una conexión religiosa, algo relacionado con la familia.

– No le falta razón para oponerse a cualquier cosa que huela a religión.

– Lena es mi mejor inspectora -respondió Jeffrey-. Sé que tiene… problemas… -Se dio cuenta de que se había quedado corto, pero continuó-: No quiero que se precipite en una dirección sólo porque coincide con su visión del mundo.

– Tiene una concepción estrecha de las cosas.

– Todo el mundo la tiene -dijo él, y aunque Sara estaba de acuerdo, supo que él se consideraba una excepción-. Reconozco que ese lugar es extraño. Por ejemplo, nada más llegar nos encontramos a un hombre al lado del granero predicando la palabra de Dios con una Biblia en la mano.

– Igual que el padre de Hare en las reuniones familiares -comentó Sara, aunque cuando empezaba a hacer proselitismo, las dos hermanas de su tío se reían tanto en sus narices que el tío Roderick rara vez iba más allá de la tercera frase.

– Aun así resulta sospechoso.

– Esto es el sur, Jeffrey. Aquí la gente se aferra mucho a la religión.

– Estás hablando con un chico del centro de Alabama -le recordó él-. Y eso no pasa sólo en el sur. Vete al Medio Oeste o a California o incluso al norte del estado de Nueva York y encontrarás un montón de comunidades religiosas. Aquí se nos conoce más sólo porque nuestros predicadores son mejores.

Sara no discutió con él. Cuanto más lejos de una gran metrópoli, más religiosa tendía a ser la gente. En realidad, ésa era una de las cosas que le gustaban de las poblaciones pequeñas. Aunque ella no era religiosa, le gustaba el concepto de iglesia, la filosofía en la que se basaba el precepto de amar al prójimo y poner la otra mejilla. Por desgracia, últimamente esa máxima no se respetaba mucho.

– Digamos que Lena tiene razón y que la familia es culpable. Que se trata de una secta malévola y enterraron a Abby por la razón que sea -dijo Jeffrey.

– Porque estaba embarazada.

– Vale, pues la enterraron porque estaba embarazada. Pero ¿por qué la envenenaron? No tiene sentido.

Sara no pudo por menos de coincidir.

– En ese caso, ¿por qué habrían de enterrarla? -preguntó Sara-. Seguro que son pro-vida.

– Sencillamente no se sostiene. Tiene que haber otra razón.

– De acuerdo -dijo Sara-, fue alguien de fuera. ¿Por qué un extraño se tomaría la molestia de enterrarla viva y después matarla?

– A lo mejor pensaba volver y llevarse el cadáver. A lo mejor el asesino tenía otros planes y la encontramos antes de que pudiera llevarlos a cabo.

Sara no se lo había planteado, y se estremeció al pensarlo.

– Envié muestras de la madera para que la analizaran -comentó Jeffrey-. Si contienen ADN, lo encontraremos -pensativo, añadió-: Tarde o temprano.

Sara sabía que los resultados de las pruebas tardarían semanas, si no meses, en llegar. El laboratorio criminológico del FBI en Georgia llevaba tal retraso que era un milagro que en ese estado se resolviese algún crimen.

– ¿Y no puedes ir a la granja sin más y hablar con la gente?

– No sin indicios de criminalidad. Eso suponiendo que el gilipollas del sheriff no se me eche encima por entrar en su jurisdicción.

– ¿Y los servicios sociales? -sugirió Sara-. Por lo que has dicho, deduzco que hay niños en la granja. Algunos podrían haberse fugado de sus casas siendo menores de edad.

– Buena idea -dijo él con una sonrisa. Jeffrey disfrutaba cuando conseguía eludir un obstáculo-. Tendré que andarme con cuidado. Algo me dice que ese tal Lev conoce sus derechos. Seguro que la granja tiene a diez abogados en nómina.

Sara se irguió.

– ¿Qué?

– He dicho que seguro que tiene en nómina…

– No, su nombre.

– Lev, uno de los tíos -repitió Jeffrey-. Es curioso, pero se parece un poco a ti. Es pelirrojo. -Se puso una camiseta-. Con unos bonitos ojos azules.

– Yo los tengo verdes -dijo ella, exasperada por la vieja broma de Jeffrey-. ¿En qué se parece a mí?

– Ya te lo he dicho. -Jeffrey se encogió de hombros y se alisó la camiseta de Lynyrd Skynyrd-. ¿Tengo aspecto de palurdo que frecuenta clubes de striptease?

– Háblame de ese hombre, de Lev.

– ¿A qué vienen tantas preguntas?

– Es pura curiosidad -contestó Sara, y añadió-: Tessa va a esa iglesia.

Jeffrey soltó una carcajada de incredulidad.

– ¡No me digas!

– ¿Por qué te cuesta tanto creerlo?

– ¿Tessa? ¿Va a una iglesia? ¿Sin que tu madre la persiga con un látigo?

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Es que son tan… devotos -dijo él, peinándose el pelo hacia atrás con los dedos. Se sentó en el borde de la cama-. No parece del estilo de Tess.

Una cosa era que Sara acusara a Tess de ser ligera de cascos y otra muy distinta oírlo en boca de otra persona, aunque fuera Jeffrey.

– ¿Y cómo es la gente del estilo de Tess?

Jeffrey apoyó una mano en un pie de ella, viendo venir la trampa.

– Sara…

– Olvídalo -dijo ella, sin entender por qué buscaba pelea continuamente.

– No quiero olvidarlo, Sara. ¿Qué te pasa?

Ella se tendió en la cama, hecha un ovillo de espaldas a él.

– Es que he tenido un día espantoso.

Jeffrey le frotó la espalda.

– ¿Por la autopsia?

Ella asintió con la cabeza.

– Me has llamado porque necesitabas hablar de eso -dijo él-. Tenía que haberte escuchado.

Sara sintió un nudo en la garganta y tragó saliva. El hecho de que él se diera cuenta de su error fue para ella casi como si no lo hubiera cometido.

– Imagino que ha sido difícil, cariño -la consoló-. Siento no haber podido estar allí.

– No importa.

– No me gusta que pases por algo así sola.

– Carlos estaba conmigo.

– No es lo mismo. -Siguió frotándole la espalda, trazando pequeños círculos con la palma de la mano. Con un hilo de voz, preguntó-: ¿Qué ocurre?

– No lo sé -admitió ella-. Tessa quiere que la acompañe a esa iglesia el miércoles por la noche.

Jeffrey dejó de mover la mano.

– No quiero que vayas.

Ella lo miró por encima del hombro.

– ¿Por qué?

– Esa gente… -dijo-. No me fío de ellos. No sé por qué, pero allí pasa algo raro.

– ¿De verdad crees que mataron a Abigail?

– No sé qué hicieron -contestó él-. Sólo sé que no quiero que te metas en esto.

– ¿Y en qué puedo meterme?

En lugar de responder, Jeffrey le tiró de la manga y dijo:

– Date la vuelta.

Sara se puso boca arriba, y Jeffrey sonrió al pasar el dedo por la cremallera medio abierta de la falda.

– ¿Qué has cenado?

Demasiado avergonzada para contestar, Sara se limitó a cabecear.

Jeffrey introdujo la mano por debajo de la blusa y le acarició el vientre.

– ¿Te encuentras mejor?

Ella asintió con la cabeza.

– ¡Qué piel tan suave! -susurró él, acariciándola con la yema de los dedos-. A veces me acuerdo y tengo la sensación de estar volando. -Sonrió, como si reviviera un recuerdo íntimo.

Pasados unos minutos, comentó:

– Me he enterado de que han vuelto a ingresar a Jimmy Powell.

Sara cerró los ojos, concentrada en la mano de él. Había estado casi todo el día al borde del llanto, y al oír sus palabras, le fue aún más difícil contenerse. Después de todo lo vivido en las últimas cuarenta y ocho horas, se había tensado como el hilo de un ovillo, pero por alguna razón la ternura de su mano había conseguido relajarla.

– Ésta será la última vez -dijo ella.

Se le formó un nudo en la garganta cuando pensó en el niño enfermo de nueve años. Sara conocía a Jimmy desde que nació, lo había visto crecer. Su diagnóstico había sido un golpe casi tan duro para ella como para los padres.

– ¿Quieres que te acompañe al hospital? -preguntó Jeffrey.

– Te lo agradecería.

Las caricias de Jeffrey eran cada vez más suaves.

– ¿Y después qué?

– ¿Después? -preguntó ella, y sintió el impulso de ronronear como un gato.

– ¿Dónde voy a dormir?

Sara tardó en contestar, deseando que fuera ya el día siguiente y que la decisión se hubiera tomado por arte de magia. Al final, señaló las cajas que él había traído de su casa.

– Tienes todas tus cosas aquí.

La sonrisa de él no logró disimular su decepción.

– Supongo que ésa es una razón tan buena como otra cualquiera.

Capítulo 7

Jeffrey había bajado el volumen de la radio del coche al salir de Heartsdale. Se dio cuenta de que tenía los dientes muy apretados porque sintió una punzada a un lado de la mandíbula. Oyó escapar de su pecho un suspiro de viejo y le entraron ganas de cortarse las venas. Aparte del dolor del hombro y ciertas molestias en la rodilla derecha, el corte en la mano le palpitaba aún. Los años de fútbol le habían enseñado a no hacer caso de los achaques, pero con la edad le costaba cada vez más. Aquel día se sentía realmente viejo; no sólo viejo, sino además decrépito. El disparo en el hombro de hacía unos meses había sido una especie de aviso de que no viviría eternamente. Hubo un tiempo en que podía salir a un campo de fútbol, romperse prácticamente todos los huesos del cuerpo, y despertar al día siguiente como si tal cosa. Ahora le dolía el hombro si se lavaba los dientes con demasiado brío.

Y para colmo el asunto de la hepatitis. La semana anterior, cuando Jo le telefoneó para comunicárselo, él supo que era ella quien estaba al otro lado de la línea aun antes de que pronunciase siquiera una palabra. Vacilante, guardaba silencio unos segundos antes de hablar, como si esperara que la otra persona tomase la iniciativa. Ésa era una de las cosas que le gustaban de ella, el hecho de que le dejara llevar las riendas. Jo se negaba a discutir y había elevado la simpatía en el trato a la categoría de arte. A veces uno agradecía estar con una mujer que no tenía que pensarse cada una de las palabras que salían por su boca.

Al menos esa noche no volvería a dormir en el suelo. Dudaba que Sara lo recibiera en su cama con los brazos abiertos, pero parecía que se le estaba pasando el enfado. Hasta la llamada de Jo, todo había ido muy bien entre ellos, y ahora era fácil echar a otro la culpa de sus problemas recientes. La verdad era que empezaba a tener la impresión de que Sara daba un paso adelante y dos atrás. También le empezaba a hacer mella el hecho de que le hubiera pedido que se casara con él como mínimo cuatro veces y de que cada vez casi hubiera recibido una bofetada en respuesta. Su paciencia tenía un límite.

Al tomar un camino de gravilla, Jeffrey pensó que, entre la granja y la casa de Dale Stanley, iba a parecer que su coche había pasado por una zona en guerra.

Jeffrey aparcó detrás de un automóvil que parecía un Dodge Dart restaurado por completo. «Joder», susurró mientras se apeaba, incapaz de ocultar su admiración. El Dodge, de color azul cárdeno, tenía las lunas tintadas y estaba levantado por detrás. El parachoques, con un cromado impecable, resplandecía a la luz del foco de seguridad del garaje.

– Hola, comisario. -Del garaje salió un hombre delgado y muy alto vestido con un mono de trabajo. Se limpiaba las manos con una toalla sucia-. Creo que nos conocimos en el picnic del año pasado.

– Me alegro de volver a verlo, Dale.

Jeffrey no tenía que alzar la vista para mirar a muchos hombres, pero Dale Stanley era casi un gigante. Se parecía mucho a su hermano menor; era como si alguien hubiera cogido a Pat por la cabeza y los pies y lo hubiera estirado treinta centímetros por cada extremo. Pese a su considerable estatura, Dale tenía un aspecto desenvuelto, como si no le molestara nada en el mundo. Jeffrey le echó unos treinta años.

– Disculpe por haberle hecho venir tan tarde -dijo Dale-. No quería que los niños se asustaran. Se ponen nerviosos cuando viene un policía. -Lanzó una mirada de inquietud a la casa-. Supongo que ya sabrá por qué.

– Me hago cargo -contestó Jeffrey, y Dale pareció tranquilizarse un poco.

Unos meses antes el patrullero Pat Stanley, el hermano menor de Dale, había intervenido en un caso con rehenes, una situación de gran intensidad en la que estuvo a punto de perder la vida. Jeffrey no podía imaginar lo que debía ser enterarse de algo así por las noticias y luego esperar a que apareciese un coche de la policía para comunicarte que tu hermano había muerto.

– Ni siquiera les gusta oír sirenas por la tele -explicó. Jeffrey tuvo la sensación de que Dale era la clase de hombre que cogía las arañas y las sacaba de la casa en lugar de matarlas-. ¿Tiene usted hermanos?

– No que yo sepa -contestó Jeffrey, y Dale echó la cabeza hacia atrás y soltó una risotada como el relincho de un caballo.

Jeffrey esperó a que terminara y preguntó:

– Estamos justo en los límites del condado, ¿no?

– Así es -respondió Dale-. Catoogah está allí y Avondale aquí. Mis hijos irán al colegio de Mason Mill.

Jeffrey miró alrededor, intentando orientarse.

– Su casa parece un sitio agradable.

– Gracias. -Dale señaló el garaje-. ¿Le apetece una cerveza?

– Claro.

Jeffrey no pudo ocultar su admiración cuando entraron en el taller. Dale era sin duda un hombre ordenado. El suelo era de color gris claro, sin una sola mancha de aceite a la vista. Las herramientas colgaban de un tablero con los contornos dibujados para señalar dónde iba cada una. Tarros de papilla para bebé llenos de pernos y tornillos colgaban de debajo de los armarios superiores como copas de vino en un bar. El espacio entero estaba tan iluminado como si fuera de día.

– ¿Qué hace aquí exactamente? -preguntó Jeffrey.

– En esencia restauro coches -dijo, señalando el Dart-. Tengo un cobertizo para pintar ahí atrás. Las reparaciones mecánicas las hago aquí. Mi mujer se ocupa de la tapicería.

– ¿Terri?

Dale lo miró por encima del hombro, probablemente sorprendido de que Jeffrey se acordara de su nombre.

– Sí.

– Parece un buen montaje.

– Bueno, sí -admitió Dale al mismo tiempo que abría una pequeña nevera y sacaba una Bud Light-. Todo nos iría bien si no fuera por mi hijo mayor. Tim ve a su ex mujer, la doctora Linton, más que a mí. Y ahora mi hermana también está enferma y ha tenido que dejar su trabajo en la fábrica. Eso es mucho estrés para la familia. Mucho estrés para un hombre, obligado a velar por todos.

– Sara me comentó que Tim tiene asma.

– Sí, es un caso bastante grave. -Destapó la botella y se la pasó a Jeffrey-. Tenemos que andarnos con mucho cuidado. Dejé de fumar de la noche a la mañana el mismo día que mi mujer lo llevó al médico. Eso casi me costó la vida, se lo aseguro. Pero por los hijos uno hace lo que sea. Usted no tiene hijos, ¿verdad? -Se rió y añadió-: O sea, que usted sepa.

Jeffrey se obligó a reír también, aunque, dadas las circunstancias, la broma no tenía mucha gracia. Tras dejar pasar el tiempo que le pareció oportuno, preguntó:

– Creía que se dedicaba a los revestimientos metálicos.

– Así es -contestó, y cogió un trozo de metal de la encimera. Jeffrey vio que era el viejo medallón de un Porsche, revestido de reluciente oro amarillo. A su lado, un juego de pinceles de punta fina revelaba que Dale había estado rellenando los colores-. Esto es para el hermano de mi mujer. Una preciosidad de coche.

– ¿Podría explicarme el proceso?

– ¿De revestimiento? -Abrió los ojos en una expresión de sorpresa-. ¿Ha venido hasta aquí para recibir una clase de química?

– ¿Podría concederme ese capricho?

Dale no se lo pensó dos veces.

– Claro -asintió, y condujo a Jeffrey a la mesa de trabajo al fondo del taller. Al parecer aliviado por encontrarse en un terreno familiar, explicó-: Se dice que es un proceso en tres fases, pero es más complicado que eso. Consiste básicamente en cargar el metal con esto.

Señaló una máquina que parecía un cargador de baterías. Llevaba incorporados dos electrodos metálicos con sendas asas, una negra y la otra roja. Al lado de la máquina había otro electrodo con un asa amarilla y roja.

– El rojo es el polo positivo; el negro, el negativo. -Dale señaló una bandeja poco profunda-. Primero se coge lo que se quiere revestir y se pone ahí. Se llena con una solución. Si se usa el polo positivo, se limpia con el quitapinturas de cromo. Si se usa el negativo, se activa el níquel.

– Creía que era oro.

– El níquel va debajo. El oro necesita algo a lo que adherirse. Se activa el níquel con una solución acida y se sujeta el polo negativo a un lado con una clavija. Se usa un envoltorio sintético en un extremo del electrodo de revestimiento, se sumerge en la solución de oro y luego se adhiere el oro al níquel. He omitido los detalles más interesantes, pero en esencia se reduce a eso.

– ¿De qué es la solución?

– Sustancias básicas que compro al proveedor -contestó. Tendiendo la mano hacia la parte superior del armario metálico que colgaba en la zona destinada a revestir metales, buscó a tientas y sacó una llave para abrir la puerta.

– ¿Siempre guarda la llave ahí?

– Sí. -Abrió el armario y sacó los frascos uno por uno-. Los niños no llegan.

– ¿Ha entrado alguien alguna vez sin que usted se enterara?

– Nunca -respondió, señalando los miles de dólares en herramientas y equipo alrededor-. Esto es mi sustento. Si alguien entrara aquí y se lo llevara, estaría acabado.

– ¿Nunca deja la puerta abierta? -preguntó Jeffrey, refiriéndose a la puerta del garaje.

No había ventanas ni otras aberturas. La única vía de entrada o salida era la persiana metálica, que parecía lo bastante sólida para no dejar pasar siquiera un camión de alto tonelaje.

– Sólo la dejo abierta cuando estoy aquí -aseguró Dale-. La cierro incluso cuando voy a casa a mear.

Jeffrey se agachó para leer las etiquetas en los frascos.

– Parecen bastante tóxicos.

– Cuando los uso, me pongo una máscara y guantes -dijo Dale-. Hay cosas peores, pero dejé de utilizarlas cuando Tim enfermó.

– ¿Qué cosas?

– Arsénico y cianuro, básicamente. Se mezclan con el ácido. Son bastante volátiles y, si quiere que le diga la verdad, me dan miedo. Han sacado al mercado productos nuevos que también se las traen, pero al menos no te matan si los respiras por error. -Señaló un frasco de plástico-. Ésta es la solución.

Jeffrey leyó la etiqueta.

– ¿Sin cianuro?

– Exacto. -Volvió a reír-. Sinceramente, buscaba una excusa para cambiar de sustancia. Verá, en lo que a la muerte se refiere, soy bastante gallina.

Jeffrey miró cada frasco y, sin tocarlos, leyó las etiquetas. Cualquiera de aquellos productos parecía capaz de matar un caballo.

Dale se mecía sobre los talones, y a juzgar por su expresión se diría que esperaba algún tipo de reciprocidad por la paciencia que había mostrado hasta ese momento.

– ¿Conoce la granja de Catoogah? -preguntó Jeffrey.

– ¿La de soja?

– Esa misma.

– Claro. Si sigue todo recto -señaló la carretera que iba hacia el sudeste-, la encontrará.

– ¿Alguna vez ha venido alguien de allí?

Dale empezó a guardar los frascos.

– Antes a veces atajaban por el bosque de camino al pueblo. Pero yo me puse un poco nervioso. Algunas de esas personas no son precisamente hombres de pro.

– ¿Qué personas?

– Los trabajadores -contestó. Cerró el armario y guardó la llave en su escondite-. Si quiere saber mi opinión, le diré que la familia entera es una panda de idiotas. ¿A quién se le ocurre dejar vivir en su casa a esa gente?

– ¿Y por qué lo dice? -lo animó Jeffrey a seguir.

– Algunas de las personas que se traen de Atlanta están en muy mala situación. Drogas, alcohol, de todo. Eso los empuja a hacer ciertas cosas, a actuar desesperadamente. Pierden la religión.

– ¿Eso a usted le molesta? -preguntó Jeffrey.

– En realidad, no. O sea, supongo que podría decirse que hacen el bien. Es sólo que no me gusta que pasen por mi propiedad.

– ¿Le preocupa que entren a robar?

– Necesitarían un soplete de plasma para entrar aquí -señaló-. Eso, o pasar por encima de mi cadáver.

– ¿Tiene un arma?

– Por supuesto.

– ¿Puedo verla?

Dale cruzó el taller y tendió la mano hacia lo alto de otro armario. Sacó un revólver Smith & Wesson y se lo entregó a Jeffrey.

– Un arma bonita -comentó Jeffrey mientras comprobaba el tambor. Dale la tenía tan concienzudamente limpia como su taller, y bien cargada-. Parece lista para la acción -añadió, devolviéndosela.

– Cuidado -advirtió Dale, casi en broma-. Tiene un gatillo muy sensible.

– ¿Ah, sí? -preguntó Jeffrey, pensando que el hombre debía de estar muy satisfecho consigo mismo por disponer de una coartada tan buena en caso de que algún día disparase «sin querer» a un intruso.

– En realidad no me preocupa que me roben -explicó Dale mientras volvía a guardar el arma en su escondite-. Como ya le he dicho, voy con mucho cuidado. Lo que ocurría era que pasaban por aquí y los perros se ponían como locos, mi mujer se asustaba, los niños lloraban, yo me salía de mis casillas, y usted ya sabe que eso no es bueno. -Se interrumpió y dirigió la mirada hacia el camino de acceso-. No me gusta ser así, pero esto no es el paraíso. Anda muy mala gente por ahí suelta y no la quiero cerca de mis hijos. -Meneó la cabeza-. En fin, comisario, ¿qué voy yo a contarle que usted no sepa?

Jeffrey se preguntó si Abigail Bennett había usado el atajo.

– ¿Alguna vez ha venido alguien de la granja a su casa?

– Nunca -contestó-. Yo estoy aquí durante todo el día. Los habría visto.

– ¿Alguna vez ha hablado con ellos?

– Sólo para echarlos de mis tierras -le comentó-. No me preocupa la casa. Los perros los harían trizas si se atrevieran a llamar a la puerta.

– ¿Y qué hizo para que dejaran de pasar por aquí? -le preguntó Jeffrey.

– Llamé al Cincuenta Centavos. Al sheriff Pelham.

Jeffrey pasó por alto el comentario de Dale.

– ¿Y qué ocurrió?

– Nada -contestó Dale, dando una patada en el suelo con la puntera-. Al final, preferí no molestar a Pat por eso y me presenté allí yo mismo. Hablé con el hijo del viejo Tom, Lev. No es mal hombre para ser un fanático religioso. ¿Lo conoce?

– Sí.

– Le expliqué la situación, le dije que no quería a su gente en mi propiedad. Y me dio la razón.

– ¿Eso cuándo sucedió?

– Hará tres o cuatro meses -respondió Dale-. Incluso vino aquí y recorrimos los lindes de la propiedad. Dijo que pondría una valla para impedir el paso.

– ¿Y lo hizo?

– Sí.

– ¿Y usted lo llevó al taller?

– Claro. -Dale casi pareció avergonzarse, como un niño que alardeaba de sus juguetes-. Estaba restaurando un Mustang del sesenta y nueve. Ese artefacto parecía a punto de cometer una infracción sólo por el hecho de estar ahí aparcado en el camino de entrada.

– ¿A Lev le gustan los coches? -preguntó Jeffrey, sorprendido por ese detalle.

– No conozco a un solo hombre capaz de quedarse indiferente ante ese coche. Lo desmonté de arriba abajo: motor nuevo, suspensión nueva y tubo de escape. Prácticamente lo único original que quedó fue el bastidor, y recorté las columnas y reduje la altura en siete centímetros.

Jeffrey sintió la tentación de dejarlo hablar, aunque se hubiera desviado del tema, pero sabía que no podía.

– Una última pregunta -atajó.

– Adelante.

– ¿Tiene usted cianuro en el taller?

Dale negó con la cabeza.

– No desde que dejé de fumar. La tentación de acabar con todo de una vez era demasiado fuerte. -Se echó a reír, pero calló al ver que Jeffrey no lo imitaba-. Claro, lo tengo aquí mismo.

Volvió al armario situado sobre la zona destinada al revestimiento de metales, sacó la llave y abrió. Introdujo la mano hasta el fondo del estante superior y extrajo una bolsa de plástico grueso que contenía un pequeño frasco de cristal. Al ver el cráneo y las tibias cruzadas en la parte delantera, Jeffrey pensó con un escalofrío en lo que había vivido Abigail Bennett.

Dale dejó ia bolsa en la encimera y se oyó el tintineo del frasco de cristal.

– Ni siquiera me gusta tocar esta mierda -dijo-. Sé que es estable, pero me pone los pelos de punta.

– ¿Alguna vez deja el armario abierto?

– No a menos que esté usando lo que hay dentro.

Jeffrey se inclinó para examinar el frasco.

– ¿Puede decirme si faltan sales?

Dale se agachó también y miró el cristal transparente con los ojos entornados.

– No que yo sepa. -Volvió a enderezarse-. Aunque no lo mido, claro.

– ¿Lev mostró algún interés en lo que había dentro de este armario?

– Dudo que se fijara siquiera en su existencia -se cruzó de brazos y preguntó-: ¿Hay algo que debería preocuparme?

– No -contestó Jeffrey sin mucha convicción-. ¿Puedo hablar con Terri?

– Está con Sally -contestó Dale, y a modo de explicación, añadió-: Mi hermana. Tiene algo en sus… -Señaló las partes bajas-. Terri va a su casa cuando pasa una mala racha y la ayuda con los niños.

– Necesito hablar con ella -insistió Jeffrey-. Tal vez ha visto a alguien cerca del garaje que no tenía por qué estar aquí.

Dale se tensó, como si su honradez hubiera sido puesta en duda.

– Nadie entra aquí si no estoy yo -afirmó, y Jeffrey le creyó. Aquel hombre no tenía un arma sólo porque con ella se sintiese favorecido-. Volverá mañana por la mañana -dijo-. Le diré que vaya a verlo en cuanto llegue.

– Se lo agradecería -Jeffrey señaló el veneno y preguntó-: ¿Le importa si me lo llevo? Quiero examinar las huellas dactilares.

– Será un placer quitármelo de encima -accedió Dale. Abrió un cajón y sacó un guante de látex-. ¿Quiere usar esto?

Jeffrey aceptó el ofrecimiento y se puso el guante para coger la bolsa.

– Dale, siento no poder darle explicaciones. Ha sido de gran ayuda, pero preferiría que no le contara a nadie que he venido a hacerle estas preguntas.

– Descuide. -Dale estaba casi eufórico al ver que el interrogatorio ya había terminado. Cuando Jeffrey se metió en el coche, dijo-: Venga algún día que le sobre tiempo. Saqué fotos de ese Mustang del sesenta y nueve en cada una de las fases.


Cuando Jeffrey se detuvo delante de su casa, Lena estaba sentada en la escalinata.

– Perdona por el retraso -se disculpó cuando ella se subió al coche.

– No importa.

– Estaba hablando con Dale Stanley sobre revestimientos metálicos.

Lena, que había empezado a abrocharse el cinturón, se interrumpió.

– ¿Has averiguado algo?

– No gran cosa -le habló del trabajo de Dale y la visita de Lev-. He dejado el cianuro en la comisaría antes de venir a recogerte. Brad lo llevará a Macon esta noche para que examinen las huellas dactilares.

– ¿Crees que encontrarás algo?

– ¿Tal como ha ido este caso? -preguntó-. Lo dudo.

– ¿Lev se quedó solo en el taller en algún momento?

– No. -Eso mismo había preguntado él antes de despedirse de Dale-. No se me ocurre cómo habría podido robar las sales, y menos aún cómo habría hecho para llevárselas; es una coincidencia muy extraña.

– Y que lo digas -convino Lena, acomodándose en el asiento.

Tamborileaba con el dedo en el apoyabrazos, un gesto nervioso que Jeffrey rara vez le había visto.

– ¿Te pasa algo?

Ella negó con la cabeza.

– ¿Has ido alguna vez a ese lugar?

– ¿Al Pink Kitty? -Lena volvió a negar con la cabeza-. No creo que dejen entrar a mujeres no acompañadas.

– Más les vale.

– ¿Cómo quieres hacerlo?

– No debería haber mucha gente un lunes por la noche -dijo él-. Mostremos la foto para ver si alguien la reconoce.

– ¿Crees que nos dirán la verdad?

– No lo sé -reconoció-, pero me parece que tendremos más posibilidades de que hablen si nos presentamos por las buenas que si entramos a golpe de porra.

– Yo me ocuparé de las chicas -propuso Lena-. A ti te negarán el acceso a los camerinos.

– Buena idea.

Lena bajó la visera y se miró en el espejo; para comprobar el maquillaje, supuso Jeffrey. Le echó otro vistazo. Con su morena tez latina y su cutis perfecto, Lena debía de pasar pocas noches sola, aunque su acompañante fuera esa bala perdida de Ethan Green. Esa noche, en vez de su habitual traje chaqueta, vestía vaqueros negros y una blusa de seda roja ajustada con el cuello abierto. Por lo que vio Jeffrey, no llevaba sujetador, y era obvio que tenía frío.

Jeffrey se revolvió en su asiento y apagó el aire acondicionado, confiando en que ella no lo hubiera visto mirarla. Lena no era tan joven como para poder ser su hija, pero casi siempre se comportaba como si lo fuera y él se sentía inevitablemente como un viejo verde cuando se fijaba en sus encantos.

Lena plegó la visera.

– ¿Qué pasa? -Lo miraba fijamente otra vez.

Jeffrey buscó algo que decir.

– ¿Esto representa algún problema para ti?

– ¿Qué problema va a representar?

Buscó una manera de decirlo sin molestarla, pero al final fue al grano.

– O sea, ¿sigues bebiendo más de la cuenta?

– ¿Y tú sigues pegándosela a tu mujer? -replicó ella.

– No es mi mujer -contestó él, consciente de que era una respuesta pobre al mismo tiempo que salía de su boca-. Oye, es un bar. Si esto va a ser difícil para ti…

– Nada es difícil para mí -comentó Lena, zanjando así la conversación.

Recorrieron el resto del camino en silencio. Con la mirada fija en la carretera, Jeffrey pensó que se había convertido en un experto en elegir la compañía de las mujeres más ariscas del condado. También sentía curiosidad por ver qué encontrarían esa noche en el bar. No había ninguna razón para que una chica como Abigail Bennett escondiera esas cerillas en su Snoopy. Lo había vuelto a coser cuidadosamente, y Jeffrey jamás habría buscado allí si, al tirar de un hilo, éste no hubiese cedido como un punto suelto en un jersey.

Una gata de neón rosa resplandecía a lo lejos, aunque todavía estaban a unos tres kilómetros del bar. Cuanto más se acercaban, más detalles veían, hasta que el felino de nueve metros, con tacones de aguja y un body de cuero negro, se cernió sobre ellos.

Jeffrey aparcó el coche al lado de la carretera. Salvo por el cartel, el edificio no tenía nada de particular: una estructura de una sola planta sin ventanas, con el tejado metálico rosado y un aparcamiento con cabida para unos cien coches. Como era una noche entre semana, sólo había ocupadas poco más de diez plazas, sobre todo por furgonetas y utilitarios. Un camión de alto tonelaje estaba aparcado de lado junto a la valla del fondo.

Incluso con las ventanillas bajadas y las puertas cerradas, Jeffrey oyó la música del club.

– Iremos por las buenas -le recordó Jeffrey.

Lena se desabrochó el cinturón de seguridad y se apeó del coche, todavía enfadada con él por haberle preguntado por la bebida. Jeffrey estaba dispuesto a consentir ciertas cosas a Sara, pero desde luego no iba a dejarse fustigar por una subordinada.

– Espera un momento -dijo Jeffrey, y Lena se detuvo en el acto, sin volverse-. Ojo con esa actitud -le advirtió-. Porque no voy a tolerarla. ¿Entendido?

Lena asintió con la cabeza y siguió andando. Jeffrey se lo tomó con calma, y ella acortó el paso hasta que los dos caminaron codo con codo.

Lena paró delante de la puerta y por fin habló.

– Estoy bien. -Lo miró a los ojos y repitió-: De verdad que estoy bien.

En otras circunstancias, probablemente Jeffrey lo habría dejado pasar. Pero ese día casi todo el mundo le había ocultado hábilmente algún dato importante sobre sí mismo mientras él escuchaba con cara de imbécil. Ya harto, dijo:

– No permitiré insolencias, Lena.

– Sí, jefe -contestó ella sin el menor rastro de sarcasmo en la voz.

– Bien.

La adelantó y abrió la puerta. Dentro colgaba una cortina de humo, y tuvo que obligarse a entrar. Mientras se encaminaba hacia la barra, a la izquierda del local, empezaron a palpitarle los molares posteriores al compás de las notas graves emitidas por los altavoces. Era un espacio frío, húmedo y claustrofóbico, con el techo y el suelo de color negro mate. Las sillas y los reservados en torno al escenario parecían sacados de un restaurante barato de los años cincuenta. Lo asaltó un olor a sudor, orina y algo en lo que no quiso siquiera pensar. El suelo estaba pegajoso, sobre todo alrededor del escenario situado en el centro del local.

Había unos doce hombres de todas las edades, tamaños y formas, la mayoría delante del escenario donde bailaba una chica con un tanga apenas visible y en topless. Había dos individuos barrigudos apoyados en el extremo de la barra, con la mirada fija en el enorme espejo de detrás y media docena de chupitos vacíos delante de cada uno de ellos. Jeffrey se permitió echar un vistazo y vio en el espejo a la chica restregarse contra un poste. Exhibía el cuerpo sin formas de un niño y esa mirada que adoptaban todas en el escenario: «Yo no estoy aquí. En realidad no estoy haciendo esto». Tenía un padre en algún sitio. Tal vez él era la razón por la que ella estuviera allí. Jeffrey pensó que las cosas en casa debían de ir bastante mal para que una chica fuera a parar a un lugar así.

El camarero alzó la barbilla y Jeffrey, con dos dedos en alto, dijo:

– Un par de Rolling Rocks.

El camarero, que llevaba una placa con su nombre en el pecho donde ponía «Chip», tenía cara de amargado. Llenó las jarras y las colocó de un golpe en la barra, con la espuma derramándose por los bordes. La música cambió, y el volumen estaba tan alto que Jeffrey no oyó cuánto costaban las cervezas. Echó un billete de diez dólares en la barra sin saber si recibiría cambio.

Jeffrey se volvió y contempló lo que, con muy buena voluntad, podría llamarse una multitud. En Birmingham había frecuentado más de un bar de striptease con otros policías del cuerpo. Eran los únicos locales abiertos a la hora en que acababan el turno; iban allí para relajarse, charlar un rato, beber mucho y sacarse de la boca el sabor de la calle. Las chicas de allí, más lozanas, no eran tan jóvenes ni estaban tan desnutridas como ésta, a la que se le podían contar las costillas a cinco metros.

Esos lugares siempre destilaban desesperación, ya fuera la de los hombres que contemplaban el escenario, o la de las chicas que bailaban. Una de aquellas noches en Birmingham, mientras Jeffrey estaba en el lavabo orinando, una chica fue agredida. Al oír sus gritos, él echó abajo la puerta del camerino y sacó al agresor a rastras. La chica miraba con evidente cara de asco, no sólo a su agresor sino también a Jeffrey. Aparecieron sus compañeras, todas casi desnudas y todas con la misma mirada. Su hostilidad, su odio enconado, lo había traspasado como un cuchillo. No volvió allí nunca más.

Lena se había quedado en la puerta de entrada, leyendo los anuncios del tablón. Cuando cruzó la sala, todos los hombres la miraron, directamente o a través de los numerosos espejos. Incluso la chica del escenario pareció intrigada y perdió el ritmo al girar alrededor del poste, probablemente pensando que era la competencia. Lena no prestó atención, pero Jeffrey vio las miradas, los ojos recorriendo el cuerpo de ella como en una violación visual. Apretó los puños, pero Lena se dio cuenta y movió la cabeza en un gesto de negación.

– Voy a la parte de atrás a ver a las chicas.

Jeffrey asintió y se volvió para coger su cerveza. Había dos billetes de dólar y unas monedas en la barra, pero Chip había desaparecido. Bebió un sorbo y casi se atragantó con aquel líquido tibio. Esa gente o bien aguaba la bebida con aguas residuales, o bien tenía los barriles conectados a caballos escondidos debajo de la barra.

– Perdón -se disculpó un desconocido al chocar con él. Jeffrey se llevó la mano instintivamente a la cartera, pero vio que seguía allí-. ¿Eres de por aquí? -preguntó el hombre.

Jeffrey hizo caso omiso a la pregunta, pensando que era un lugar bastante absurdo para ligar.

– Yo soy de por aquí -dijo el hombre, balanceándose levemente.

Jeffrey se volvió para mirarlo. Medía un metro setenta, y parecía no haberse lavado el pelo rubio y greñudo desde hacía semanas. Borracho como una cuba, se agarraba a la barra con una mano y extendía la otra hacia un lado como para mantener el equilibrio. Tenía las uñas sucias y la piel de un color amarillo pálido.

– ¿Vienes mucho por aquí? -preguntó Jeffrey.

– Todas las noches -contestó, y al sonreír le asomaba un diente torcido.

Jeffrey sacó una foto de Abigail Bennett.

– ¿La conoces?

El hombre miró la foto, lamiéndose los labios, sin dejar de balancearse hacia delante y hacia atrás.

– Es guapa.

– Está muerta.

El hombre hizo un gesto de indiferencia.

– Eso no quita para que sea guapa. -Señaló las dos jarras de cerveza con la cabeza-. ¿Vas a beberte todo eso?

– Adelante -lo invitó Jeffrey, apartándose para mantenerse a distancia.

Ese hombre debía de ir a la busca y captura de la siguiente copa. Jeffrey conocía el percal, por su padre, Jimmy Tolliver, que tenía esa misma actitud todas las mañanas cuando se levantaba a rastras de la cama.

Lena se acercó a la barra y, por su expresión, Jeffrey no tuvo que preguntarle nada.

– Sólo había una chica en los camerinos -dijo-. Sospecho que se ha fugado de su casa. Le he dejado mi tarjeta, pero dudo que sirva de algo. -Miró detrás de la barra-. ¿Adónde ha ido el camarero?

– A decirle al jefe que han venido un par de policías -adivinó Jeffrey.

– Ya ves, eso por venir por las buenas -comentó ella.

Jeffrey había visto una puerta al lado de la barra y supuso que Chip se había escabullido por allí. Al lado de la puerta había un gran espejo de un tono más oscuro que los demás. Jeffrey supuso que alguien, probablemente el gerente o el dueño, estaba al otro lado mirando.

Jeffrey no se molestó en llamar. La puerta, aunque cerrada con llave, cedió al girar el pomo con fuerza.

– ¡Oiga! -exclamó Chip, retrocediendo hacia la pared y levantando las manos.

El hombre detrás del escritorio contaba billetes con una mano y con la otra pulsaba teclas de una máquina de sumar.

– ¿Qué quiere? -preguntó, sin molestarse en alzar la vista-. Este local cumple la normativa. Pregúnteselo a cualquiera.

– Ya lo sé -dijo Jeffrey, y sacó la foto de Abigail del bolsillo trasero-. Necesito saber si ha visto a esta chica por aquí.

Tampoco entonces el hombre se molestó en levantar la vista.

– No la he visto jamás.

– ¿Quiere mirar y volver a contestar? -preguntó Lena.

Entonces sí alzó la vista. Con una sonrisa en sus labios húmedos, cogió un puro del cenicero y lo mordió. Cuando se reclinó, la silla gimió como una prostituta de setenta años.

– No solemos disfrutar del placer de tan grata compañía.

– Mire la foto… -ordenó Lena, y se fijó en la placa del escritorio-, señor Fitzgerald.

– Albert -corrigió él, cogiendo la foto que le tendía Jeffrey. Examinó la imagen y su sonrisa se desvaneció antes de devolverla-. La chica parece muerta.

– Muy sagaz -apuntó Lena-. ¿Y tú adónde vas?

Jeffrey advirtió que Chip se acercaba disimuladamente a otra puerta, pero Lena lo había visto antes.

– A nin… ningún sitio -contestó tartamudeando.

– Pues más te vale -previno Jeffrey.

En el despacho, a la luz, se veía que el camarero era un hombre escuálido, probablemente a causa de una grave adicción a alguna droga que le quitaba el apetito. Aunque llevaba el pelo cortado por encima de las orejas y el rostro bien afeitado, tenía cierto aire de abandono.

– ¿Quieres mirar esto, Chippie? -preguntó Albert, y le tendió la foto, pero el camarero no la cogió.

Sin embargo, le pasaba algo. Dirigió la mirada hacia Lena, hacia Jeffrey, hacia la foto y por último hacia la puerta. Seguía acercándose a la salida, con la espalda contra la pared como si pudiera escabullirse delante de sus narices.

– ¿Cómo te llamas? -preguntó Jeffrey.

– Donner… -contestó Albert por él-. Charles Donner.

Chip siguió deslizando los pies por el suelo.

– Yo no he hecho nada.

– Detente ahora mismo -ordenó Lena.

Dio un paso hacia Chip, y éste se precipitó hacia la puerta y la abrió. Lena se abalanzó sobre él y, tras agarrarlo de la camisa por detrás, lo obligó a volverse y lo lanzó en dirección a Jeffrey. Aunque éste tardó en reaccionar, logró atrapar al chico antes de que cayera de bruces al suelo. Sin embargo, no pudo evitar que se golpeara contra la mesa metálica.

– Mierda -protestó Chip, y se cogió el codo.

– No ha sido nada -dijo Jeffrey, sujetándolo por el cuello de la camisa.

Sin soltarse el codo, Chip se dobló por la cintura.

– Joder, qué daño.

– Cállate -dijo Lena mientras recogía la fotografía del suelo-. Y mira esto, cabeza de chorlito.

– No la conozco -afirmó, sin dejar de frotarse el codo, y Jeffrey no supo si mentía o decía la verdad.

– ¿Por qué has intentado huir? -preguntó Lena.

– Tengo antecedentes.

– No me digas -dijo Lena-. ¿Por qué has intentado huir?

Al ver que él no contestaba, le dio un coscorrón.

– Joder, tía.

Chip se frotó la cabeza y dirigió una mirada suplicante a Jeffrey. Aunque era un poco más alto que Lena y pesaba unos cinco kilos más, sin duda ella era más musculosa.

– Contéstale -indicó Jeffrey.

– No quiero que me vuelvan a encerrar.

– ¿Hay una orden de detención a tu nombre? -aventuró Jeffrey.

– Estoy en libertad condicional -dijo, aún sujetándose el brazo.

– Vuelve a mirar la foto -ordenó Jeffrey.

Chip apretó la mandíbula, pero era obvio que estaba acostumbrado a obedecer. Miró la foto. No asomó a su rostro ninguna señal de que reconociese a la chica, pero Jeffrey advirtió que la nuez de Adán se le movía como si intentara contener sus emociones.

– La conoces, ¿verdad?

Chip le lanzó una mirada a Lena como si se temiese otro golpe.

– Si eso es lo que quiere que diga, pues sí.

– Quiero que digas la verdad -le espetó Jeffrey, y cuando Chip alzó la vista, tenía las pupilas del tamaño de una moneda. Obviamente iba muy drogado-. ¿Sabías que estaba embarazada, Chip?

Parpadeó varias veces.

– Estoy sin blanca. Apenas tengo para comer.

– No vamos a exigirte una pensión alimenticia, gilipollas -dijo Lena.

La puerta se abrió y apareció la chica del escenario, que los miró, calibrando la situación.

– ¿Todo va bien? -preguntó.

Jeffrey había apartado la mirada cuando la chica abrió la puerta, y Chip, aprovechando la ocasión, le asestó un puñetazo en plena cara.

– ¡Chip! -exclamó la chica cuando éste pasó corriendo a su lado.

Jeffrey se dio tal golpe al caer al suelo que vio literalmente una explosión de estrellas. La chica empezó a gritar como una sirena y luchó con Lena a brazo partido para impedirle que saliera detrás de Chip. Al darse cuenta de que veía doble, y luego triple, Jeffrey parpadeó. Cerró los ojos y no volvió a abrirlos durante lo que le pareció una eternidad.


Jeffrey ya se encontraba mejor cuando Lena lo dejó en casa de Sara. La bailarina de striptease, Patty O'Ryan, había arañado a Lena en el dorso de la mano, pero eso fue todo lo que consiguió antes de que ella le torciera el brazo por detrás y la tirara al suelo. Cuando Jeffrey por fin abrió los ojos, le estaba poniendo las esposas.

«Lo siento», fue lo primero que dijo Lena, pero O'Ryan ahogó sus palabras exclamando: «¡Hijos de puta! ¡Polis de mierda!».

Mientras tanto, Charles Wesley Donner se había escapado, pero luego su jefe se mostró muy servicial y, tras una mínima insistencia, les contó todo acerca de Chip salvo la talla de calzoncillos. Tenía veinticuatro años y llevaba poco más de diez meses trabajando en el Pink Kitty. Conducía un Chevy Nova de 1980 y vivía en Avondale, concretamente en una pensión de Cromwell Road. Jeffrey ya había llamado a la responsable de la libertad condicional de Donner, quien no se había alegrado precisamente de que la llamaran y la despertaran en plena noche. Confirmó la dirección, y Jeffrey envió a un patrullero a vigilar. Se despachó una orden de busca y captura, pero Donner había cumplido seis años de condena por tráfico de drogas y sabía cómo esconderse de la policía.

Jeffrey abrió la puerta de la casa de Sara con el mayor sigilo posible para no despertarla. Chip no era fuerte, pero había asestado el puñetazo en el lugar exacto para derribarlo: debajo del ojo izquierdo, justo al lado del caballete de la nariz. Jeffrey sabía por experiencia que la moradura iría a más, y la hinchazón ya le dificultaba la respiración. Como siempre, la nariz le había sangrado profusamente, por lo que se lo veía peor de lo que estaba en realidad. Siempre sangraba como un grifo cuando recibía un golpe en el caballete de la nariz.

En la cocina, encendió las luces de la encimera y contuvo el aliento, temiendo oír de un momento a otro la voz de Sara. Al no oírla, abrió la nevera y sacó una bolsa de guisantes congelados. Procurando no hacer ruido, la golpeó y separó los guisantes con los dedos. Llevándose la bolsa a la cara, apretó los dientes y soltó un silbido a la vez que se preguntaba una vez más por qué nunca dolía tanto cuando uno se hacía una herida como cuando intentaba curarla.

– ¿Jeff?

Se sobresaltó y se le cayeron los guisantes.

Sara pulsó el interruptor y los fluorescentes del techo parpadearon. Al empezar a palpitarle el dolor al ritmo del parpadeo de la luz, Jeffrey tuvo la sensación de que la cabeza iba a estallarle.

Sara arrugó la frente al verle el morado debajo del ojo.

– ¿Dónde te has hecho eso?

Jeffrey se agachó para recoger los guisantes y la sangre le afluyó a la cabeza.

– En el antro aquel.

– Estás todo manchado de sangre -observó ella en un tono que parecía acusador.

Jeffrey se miró la camiseta, que se veía mucho mejor a la clara luz de la cocina que en el lavabo del Pink Kitty.

– ¿Es tuya esa sangre? -preguntó Sara.

Viendo por dónde iban los tiros, Jeffrey se encogió de hombros. Dio la impresión de que a Sara la preocupaba más la posibilidad de que él contagiara la hepatitis a un desconocido que el hecho de que un imbécil hubiera estado a punto de romperle la nariz.

– ¿Dónde están las aspirinas? -preguntó Jeffrey.

– Sólo tengo Tylenol, y no deberías tomarlo hasta conocer el resultado de tus análisis de sangre.

– Me duele la cabeza.

– Entonces tampoco deberías beber.

El comentario no hizo más que irritarlo. Él no era como su padre. Desde luego aguantaba bien la bebida, y no podía decirse que un sorbo de cerveza aguada fuera beber.

– Jeff.

– Dejémoslo ya, Sara.

Ella se cruzó de brazos como una maestra enfadada.

– ¿Por qué no te lo tomas en serio?

Las palabras escaparon de sus labios antes de que Jeffrey pudiera prever la tormenta que desatarían.

– ¿Por qué me tratas como a un leproso de mierda?

– Podrías ser portador de una enfermedad peligrosa. ¿Sabes qué significa eso?

– Claro que lo sé -contestó él, y de pronto una sensación de laxitud invadió su cuerpo, como si ya no fuera capaz de soportar nada más.

¿Cuántas veces habían hecho eso? ¿Cuántas discusiones habían tenido en esa misma cocina, los dos exasperados hasta el límite? Siempre era Jeffrey quien buscaba la reconciliación, quien pedía disculpas para arreglar las cosas. Lo había hecho toda su vida, desde cuando tenía que aplacar los arrebatos de mal genio de su madre provocados por la bebida hasta cuando se interponía entre ella y los puños de su padre. Como policía, se metía en la vida de los demás a diario, absorbiendo su dolor y su rabia, su aprensión y su miedo. No podía seguir así. Tenía que llegarle el día en que encontrase cierta paz.

Sara siguió aleccionándolo.

– Debes tener cuidado hasta tener los resultados del laboratorio.

– Esto sólo es otra excusa, Sara.

– ¿Una excusa para qué?

– Para apartarme -contestó él, alzando la voz. Sabía que debía dar marcha atrás y tranquilizarse, pero era incapaz de ver más allá de ese momento-. Esto sólo es un recurso más para mantenerme a raya.

– No puedo creer que de verdad pienses eso.

– ¿Y si tengo hepatitis? -preguntó. De nuevo dijo lo primero que se le ocurrió-. ¿No volverás a tocarme nunca más? ¿Es eso lo que quieres decirme?

– No sabemos…

– Mi sangre, mi saliva. Estará todo contaminado. -Se oyó gritar, y no le importó.

– Hay maneras de…

– No pienses que no me he dado cuenta de que te has distanciado.

– ¿Me he distanciado?

Jeffrey rió sin ganas, tan hastiado de todo que ya no le quedaba energía para alzar la voz.

– Ni siquiera me dices que me quieres. ¿Cómo crees que me siento? ¿Cuántas veces tendré que andar por la cuerda floja antes de que me dejes volver? -preguntó. Ella se rodeó la cintura con los brazos-. Lo sé, Sara, y no serán muchas más veces.

Jeffrey miró por la ventana de encima del fregadero, donde vio su reflejo.

Sara tardó al menos un minuto en hablar.

– ¿De verdad te sientes así?

– Sí, es como me siento -contestó él, y supo que era verdad-. No puedo pasarme la vida preguntándome si estás enfadada conmigo. Necesito saber… -intentó acabar, pero se dio cuenta de que le faltaban las fuerzas. Era inútil.

Aunque no ocurrió de inmediato, al final el reflejo de Sara se acercó al de Jeffrey en la ventana.

– ¿Qué necesitas saber?

– Necesito saber que no vas a dejarme.

Sara abrió el grifo y arrancó una toalla del rollo de papel.

– Quítate la camiseta -dijo.

– ¿Qué?

Humedeció la toalla.

– Tienes sangre en el cuello.

– ¿Quieres que vaya a por unos guantes?

Sara hizo caso omiso de la pulla y le levantó la camiseta, procurando no tocarle la nariz.

– No necesito tu ayuda -dijo él.

– Lo sé. -Le restregó el cuello con la toalla de papel, eliminando los restos de sangre. Él le miró la cabeza mientras lo limpiaba. Un hilo de sangre seca le descendía hasta el esternón, y ella se lo quitó también con la toalla antes de tirarla a la basura. A continuación, cogió el frasco de crema que dejaba siempre junto al fregadero y se echó un poco en la palma de la mano-. Te noto la piel seca -comentó.

Al tocarlo con las manos frías, Jeffrey emitió una especie de aullido.

– Perdona -se disculpó ella, y después de frotarse las manos para calentárselas, apoyó suavemente los dedos en su pecho-: ¿Así está mejor?

Él movió la cabeza en un gesto de asentimiento y, percibiendo una sensación de bienestar, deseó que la razón no fuera ella. Era el mismo tira y afloja de siempre, y él empezaba a rendirse una vez más.

Sara siguió aplicándole la crema con un movimiento circular, abarcando un espacio cada vez más amplio. Extremó el cuidado al llegar a la cicatriz rosada del hombro. La herida aún no había cicatrizado del todo, y Jeffrey sintió un cosquilleo eléctrico en la piel dañada.

– Pensé que no sobrevivirías -dijo ella, y él supo que se refería al día en que resultó herido de bala-. Hundí los dedos dentro de ti, pero no sabía si conseguiría restañar la hemorragia.

– Me salvaste la vida.

– Habría podido perderte.

Besó la cicatriz y musitó algo que él no oyó. Siguió besándolo, con los ojos cerrados. Jeffrey sintió que también a él se le cerraban cuando ella le recorrió lentamente el pecho con los labios. Al cabo de un rato, empezó a descender y le bajó la cremallera. Se arrodilló ante él y Jeffrey se reclinó contra el fregadero. Notó la lengua tibia y firme de Sara trazar una línea a lo largo de su miembro y se afianzó con las manos en la encimera por miedo a que le flaquearan las rodillas.

Aunque le temblaba todo el cuerpo de deseo, la cogió por los hombros y la levantó.

– No -dijo, pensando que prefería morir a correr el riesgo de contagiarle una enfermedad espantosa-. No -repitió, aunque nada deseaba más que hundirse dentro de ella.

Sara bajó la mano y la colocó allí donde poco antes estaba su boca. Jeffrey ahogó un gemido cuando ella lo acarició entre las piernas con la otra mano ahuecada. Intentó contener su excitación, pero le fue imposible al verle la cara: los ojos entornados, un leve rubor en las mejillas y la boca cerca de la suya, provocándolo con la promesa de un beso. Jeffrey notó su aliento cuando habló, pero no oyó lo que decía. Empezó a besarlo apasionadamente, su lengua tan suave y delicada que él apenas podía respirar. Movía las dos manos al mismo tiempo, y Jeffrey casi perdió el control cuando ella le mordió con suavidad el labio inferior.

– Sara -gimió él.

Ella le besó la cara, el cuello, la boca y por fin él oyó lo que decía.

– Te quiero -susurró ella, acariciándolo hasta que no pudo contenerse más-. Te quiero.

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