MARTES

Capítulo 8

Lena oyó los gritos de Jeffrey al otro lado de la puerta cerrada de su despacho en cuanto entró en la sala de revista. Se entretuvo cerca de la máquina de café junto al despacho, pero no entendió lo que decía.

Frank se acercó para servirse más café en la taza a pesar de que ya la tenía llena.

– ¿Qué pasa? -preguntó Lena.

– Marty Lam -contestó Frank, encogiéndose de hombros-. ¿Tenía que vigilar aquella casa anoche?

– ¿Por si venía Chip Donner? -preguntó Lena. Jeffrey había enviado a un patrullero a vigilar la casa de Donner por si aparecía-. Sí. ¿Por qué?

– El comisario ha pasado por allí esta mañana y no había nadie.

Los dos guardaron silencio por un momento para tratar de descifrar las palabras de Jeffrey cuando levantaba la voz.

– El comisario está bastante cabreado -comentó Frank.

– ¿Tú crees? -preguntó Lena con un sarcasmo más espeso que el café.

– Oye, no te pases -advirtió Frank.

Siempre había pensado que los casi treinta años que le llevaba a Lena debían procurarle un mínimo de respeto. Lena cambió de tema.

– ¿Te ha llegado el informe económico de la familia?

– Sí -contestó él-. Por lo que veo, la granja no está en números rojos.

– ¿Por mucho?

– No -respondió-. Estoy intentando conseguir una copia de su declaración de la renta. No será fácil. La granja es una propiedad privada.

Lena reprimió un bostezo. La noche anterior no había dormido más de diez segundos.

– ¿Y qué han dicho de ellos en los refugios?

– Que deberíamos dar gracias a Dios todos los días por la existencia de gente así en el planeta -dijo Frank, aunque no parecía dispuesto a rendirse.

De pronto se abrió la puerta del despacho de Jeffrey y salió Marty Lam como un presidiario a punto de enfilar el corredor de la muerte. Tenía la gorra en las manos y la mirada fija en el suelo.

– Frank -dijo Jeffrey, acercándose.

Lena vio que seguía enfadado, y apenas podía imaginar la bronca que le había echado a Marty. La moradura debajo del ojo, no menor que una granada madura, no contribuía a mejorar su humor.

– ¿Te has puesto en contacto con los proveedores de joyerías?

– Aquí precisamente tengo la lista de clientes que compraron cianuro -contestó Frank, sacando un papel del bolsillo-. Vendieron sales a dos tiendas de Macon, una en la calle Setenta y cinco. También hay un enchapador en Augusta. Este año ha comprado tres frascos, por el momento.

– Ya sé que es una lata, pero quiero que los interrogues personalmente. Comprueba si existe alguna conexión religiosa con la iglesia o con Abby. Hoy hablaré con la familia e intentaré averiguar si la chica se fue del pueblo por su cuenta alguna vez -y dirigiéndose a Lena, añadió-: No hemos encontrado huellas dactilares en el frasco de cianuro de Dale Stanley.

– ¿Ninguna? -preguntó Lena.

– Dale siempre se ponía guantes cuando lo usaba -le explicó Jeffrey-. Ésa podría ser la causa.

– O que alguien las haya limpiado.

– Quiero que hables con O'Ryan -dijo Jeffrey-. Buddy Conford acaba de llamar. La representa él.

Lena arrugó la nariz al oír el nombre del abogado.

– ¿Quién lo ha contratado?

– ¿Y yo qué sé?

– ¿No le importa que hablemos con ella? -preguntó Lena.

Era obvio que Jeffrey no estaba dispuesto a dejarse interrogar.

– ¿Acaso he entendido algo mal? ¿Resulta que ahora eres tú el comisario? -No la dejó contestar-. Hazme el favor de llevártela a la puta sala antes de que llegue ese hombre.

– Sí, comisario -respondió Lena, sabiendo que no era buen momento para insistir.

Frank enarcó las cejas y ella se encogió de hombros, sin saber qué decir. Últimamente era imposible descifrar el humor de Jeffrey.

Lena abrió la puerta cortafuegos que daba a la parte trasera de la comisaría. Marty Lam estaba ante el surtidor de agua, sin beber, y ella lo saludó con la cabeza al pasar por su lado. Marty parecía un ciervo sorprendido por los faros de un coche. Lena conocía esa sensación.

Pulsó el código de la caja de seguridad de los calabozos y sacó las llaves. Patty O'Ryan estaba acurrucada en su litera, con las rodillas casi en contacto con el mentón. Aunque seguía vestida, o más bien medio vestida, con su atuendo de bailarina de striptease de la noche anterior, dormida parecía una niña de doce años, un ser inocente zarandeado por un mundo cruel.

– ¡O'Ryan! -gritó Lena, sacudiendo la puerta cerrada de la celda.

El metal golpeó contra el metal, y la chica se llevó tal susto que se cayó al suelo.

– Arriba los corazones -canturreó Lena.

– Cállate, gilipollas -bramó O'Ryan, ya sin el menor rastro de una inocente niña de doce años.

Se llevó las manos a los oídos cuando Lena sacudió la puerta una segunda vez de propina. Obviamente la chica tenía resaca; la única duda era qué sustancia se la había provocado.

– Levántate -ordenó Lena-. Date la vuelta y pon las manos detrás de la espalda.

La chica ya conocía el procedimiento y ni se inmutó cuando Lena le puso las esposas alrededor de las muñecas. Las tenía tan delgadas y huesudas que Lena se vio obligada a ajustar el cierre en la última muesca. Las chicas como O'Ryan rara vez acababan muertas a manos de un asesino. Poseían un desarrollado espíritu de supervivencia. Eran las personas como Abigail Bennett quienes tenían que guardarse las espaldas.

Lena abrió la puerta de la celda y agarró a la chica del brazo para conducirla por el pasillo. Al tenerla cerca, le llegó el olor a sudor y sustancias químicas que su cuerpo desprendía. Hacía tiempo que no se había lavado el pelo castaño grisáceo, que le colgaba, desgreñado, hasta la cintura. Entre los mechones, Lena vio la señal de un pinchazo en el interior del codo izquierdo.

– ¿Te van las anfetas? -aventuró Lena.

Como la mayoría de los núcleos urbanos de todo el país, Grant había experimentado un importante aumento en el tráfico de anfetaminas en los últimos cinco años.

– Conozco mis derechos -respondió la chica entre dientes-. No tienes ninguna razón para retenerme aquí.

– Obstrucción a la justicia, agresión a un agente, resistencia a la autoridad -enumeró Lena-. ¿Quieres mear en una taza? Seguro que encontramos algo más.

– Me voy a mear en ti -replicó ella, y escupió en el suelo.

– Eres toda una dama, O'Ryan.

– Y tú una gilipollas, cabrona de mierda.

– ¡Vaya! -dijo Lena, tirando del brazo de la chica de modo que dio un traspié. O'Ryan soltó un gratificante alarido de dolor-. Por aquí -indicó Lena, y la empujó hacia la sala de interrogatorios.

– Hija de puta -espetó O'Ryan cuando Lena la obligó a sentarse en la silla más incómoda de la comisaría.

– No intentes nada -advirtió Lena mientras le soltaba una de las esposas y la prendía de la argolla que Jeffrey había soldado a la mesa; ésta, a su vez, se hallaba atornillada al suelo, lo que había resultado una buena idea en más de una ocasión.

– No tenéis derecho a retenerme aquí -protestó O'Ryan-. Chip no hizo nada.

– ¿Entonces por qué huyó?

– Porque sabe que de todos modos lo haréis pringar.

– ¿Qué edad tienes? -preguntó Lena, sentándose delante de ella.

– Veintiuno -contestó la chica, levantando la barbilla en un gesto de desafío, con lo que Lena supuso casi con total certeza que era menor de edad.

– No estás haciéndote ningún bien.

– Quiero un abogado.

– Ya tienes uno y viene de camino -respondió Lena.

Eso no se lo esperaba.

– ¿Quién es?

– ¿Es que no lo sabes?

– ¡Mierda! -exclamó, y su expresión volvió a ser la de una niña pequeña.

– ¿Qué pasa?

– No quiero un abogado.

Lena suspiró. Lo que necesitaba esa chica era una buena bofetada.

– ¿Y eso por qué?

– Simplemente no lo quiero -contestó-. Llévame a la cárcel. Acúsame. Haz lo que te dé la gana. -Se lamió los labios con cierta coquetería y miró a Lena de reojo-. ¿No habrá algo más que te apetezca hacer?

– No te hagas ilusiones.

Viendo que su intento no surtía efecto, O'Ryan volvió a convertirse en la niña asustada de antes. Unas lágrimas de cocodrilo resbalaron por sus mejillas.

– Pues llevadme ante el juez. No tengo nada que decir.

– Queremos hacerte unas preguntas.

– Vete a la mierda con tus preguntas -repuso ella-. Conozco mis derechos. No tengo que contestar a nada, joder, y no podéis obligarme.

Salvo por el vocabulario, hablaba como Albert, el dueño del Pink Kitty, la noche anterior, cuando Jeffrey le pidió que fuera a la comisaría. Lena no soportaba a la gente que conocía tan bien sus derechos. Le complicaba mucho el trabajo.

– Patty, no estás haciéndote ningún bien -repitió Lena, inclinada sobre la mesa.

– ¿Y a ti qué coño te importa si me hago bien o no? Mantener la puta boca cerrada es lo que más me conviene.

La mesa estaba salpicada de saliva, y Lena se reclinó, intrigada por saber qué había llevado a Patty O'Ryan a semejante vida. En algún momento había sido la hija de alguien, la amiga de alguien. Ahora era como una sanguijuela, que sólo cuidaba de sí misma.

– Patty, así no irás a ninguna parte. Puedo pasarme todo el día aquí sentada.

– Por mí como si te sientas en una polla enorme y te la metes por el culo, cabrona chupapollas.

Llamaron a la puerta y entró Jeffrey, seguido por Buddy Conford. De pronto O'Ryan cambió de actitud radicalmente. Rompiendo a llorar como una niña perdida, suplicó a Buddy entre sollozos:

– ¡Papá, por favor! ¡Sácame de aquí! ¡Te juro que no hice nada!


Sentada en el despacho de Jeffrey, Lena apoyó el pie en el panel posterior del escritorio y se retrepó en la silla. Buddy le miró la pierna, y Lena no supo si fue por interés o por envidia. En su adolescencia, Buddy perdió la pierna derecha, amputada por encima de la rodilla, a causa de un accidente de automóvil. Pocos años después se quedó tuerto debido a un cáncer de ojo y más recientemente un cliente enfadado le había pegado un tiro a quemarropa por un desacuerdo respecto a la minuta. Aunque ese percance le supuso un riñon, consiguió que los cargos contra su cliente por intento de homicidio se vieran reducidos a una simple agresión. Cuando decía que era abogado defensor, no mentía.

– ¿Cómo va tu novio? ¿Ya no se ha metido en más líos? -preguntó Buddy.

– Ahora no hablemos de eso -contestó Lena, lamentando una vez más haber involucrado a Buddy Conford en los problemas de Ethan.

El caso era que cuando uno estaba al otro lado de la mesa y necesitaba a un abogado, quería al más astuto y retorcido que existiera. Allí se cumplía el proverbio: quien se acuesta con perros se despierta con pulgas. Lena todavía tenía picores.

– ¿Te estás cuidando? -prosiguió Buddy.

Lena se volvió para ver por qué Jeffrey tardaba tanto. Hablaba con Frank y tenía un papel en la mano. Por fin, dio una palmada en el hombro a éste y se encaminó hacia el despacho.

– Disculpad -dijo Jeffrey.

Dirigió una señal con la cabeza a Lena para indicarle que no había ninguna novedad. Se sentó en su escritorio y dejó el papel boca abajo en el cartapacio.

– Vaya ojo a la virulé -comentó Buddy, señalando la cara de Jeffrey.

Obviamente Jeffrey no estaba de humor para conversaciones banales.

– No sabía que tenías una hija, Buddy.

– Una hijastra -corrigió él, como si lamentara admitirlo-. Me casé con su madre el año pasado. Llevábamos diez años saliendo juntos a rachas. No hace más que dar problemas.

– ¿La madre o la hija? -preguntó Jeffrey, y compartieron una de esas risas masculinas ante un comentario machista.

Buddy dejó escapar un suspiro y se cogió a los lados de la silla con las manos. Aunque ese día tenía puesta la prótesis, también llevaba bastón. Al verlo, Lena se acordó de Greg Mitchell. Pese a sus más firmes propósitos, esa mañana de camino al trabajo descubrió de pronto que andaba buscando a su antiguo novio por si había salido a dar un paseo. Aunque no sabía qué le habría dicho.

– Patty tiene un problema con las drogas -explicó Buddy-. La hemos obligado a seguir varios tratamientos.

– ¿Dónde está su padre?

Buddy abrió las manos y se encogió de hombros.

– Ni idea.

– ¿Anfetaminas? -preguntó Lena.

– ¿Qué otra cosa iba a ser? -preguntó él, bajando las manos.

Buddy se ganaba bien la vida gracias a las anfetaminas, no directamente sino representando a clientes acusados de traficar con ellas.

– Tiene diecisiete años -continuó Buddy-. Su madre cree que las toma desde hace ya tiempo. Lo de chutarse es reciente. No puedo hacer nada para impedírselo.

– Es una droga difícil de dejar -comentó Jeffrey.

– Casi imposible -coincidió Buddy. Él debería saberlo. Más de la mitad de su clientela se componía de reincidentes-. Al final, no nos quedó más remedio que echarla de casa. Hará unos seis meses. Sólo hacía que salir hasta altas horas, volver a casa colocadísima y dormir hasta las tres de la tarde. Cuando conseguía despertarse, se dedicaba a insultar a su madre, a insultarme a mí, a insultar al mundo en general; ya sabes, todos son gilipollas menos tú. Y no veas qué vocabulario tiene; es una malhablada compulsiva. En fin, un lío. -Tamborileó en su pierna con los dedos y un sonido hueco reverberó en la habitación-. Uno hace lo que puede para ayudar a los demás, pero todo tiene un límite.

– ¿Adónde fue cuando la echasteis?

– Básicamente dormía en casas de amigas, aunque supongo que entretenía a chicos a cambio de un poco de dinero. Cuando sus amigas se hartaron, empezó a trabajar en el Kitty. -Dejó de tamborilear-. Aunque no os lo creáis, pensé que así se enderezaría.

– ¿Y eso por qué? -preguntó Lena.

– Uno sólo se ayuda a sí mismo cuando por fin toca fondo. -Dirigió a Lena una mirada elocuente y ésta sintió el vivo deseo de abofetearlo-. No me imagino que alguien pueda caer más bajo que desnudándose ante un hatajo de palurdos miserables en el Pink Kitty.

– ¿Nunca ha tenido nada que ver con la granja esa de Catoogah?

– ¿Con los fanáticos religiosos? -Buddy se echó a reír-. Dudo que la aceptaran.

– Pero ¿eso te consta?

– Pregúntaselo a ella, pero no lo creo. No es muy religiosa precisamente. Si va a algún sitio, es para conseguir droga o para ver si puede sacar algún provecho. Puede que ésos sean una panda de locos obsesionados con la Biblia, pero no son tontos. Le verían el plumero de lejos. Y ella sabe distinguir a su público. No perdería el tiempo.

– ¿Conoces a ese tal Chip Donner?

– Sí, lo representé un par de veces como favor a Patty.

– No lo tengo en mis archivos -dijo Jeffrey, refiriéndose a que la policía del condado de County nunca lo había fichado.

– No, fue en Catoogah. -Buddy cambió de posición en su silla-. No es mala persona, debo decir. Un chico de por aquí, que nunca se ha alejado más de cien kilómetros de su casa. El problema es que es tonto. La mayoría son tontos. Y si a eso le sumamos el aburrimiento…

– ¿Y conoces a Abigail Bennett? -lo interrumpió Jeffrey.

– No me suena de nada. ¿Trabaja en el club?

– Es la chica que encontramos enterrada en el bosque.

Buddy se estremeció, como si alguien hubiera pisado su tumba.

– Joder, qué manera tan espantosa de morir. Mi padre siempre nos asustaba con eso cuando íbamos a visitar a su madre en el cementerio. Había un predicador enterrado a un par de tumbas de la suya, y del suelo salía un cable que subía por un poste telegráfico. Mi padre nos contaba que tenía un teléfono dentro del ataúd para poder llamar por si acaso no había muerto de verdad. -Se rió-. Una vez, mi madre llevó un timbre, uno de esos de bicicleta, y estábamos alrededor de la tumba de mi abuela, todos muy serios, cuando de pronto ella tocó el timbre. Estuve a punto de cagarme encima.

Jeffrey se permitió sonreír.

– Pero no estoy aquí para contar anécdotas -dijo Buddy con un suspiro-. ¿Qué queréis de Patty?

– Queremos saber qué relación tiene con Chip.

– Eso os lo puedo aclarar yo mismo. Estaba enamorada de él. Chip no le daba ni la hora, pero ella estaba loca por él.

– Chip conoce a Abigail Bennett.

– ¿De qué?

– Eso quisiéramos saber -contestó Jeffrey-. Esperábamos que Patty nos lo explicase.

Buddy se humedeció los labios. Lena adivinó sus intenciones.

– Lamento decirlo, pero yo no puedo influir en ella.

– Podríamos llegar a un acuerdo -propuso Jeffrey.

– No -dijo él, levantando la mano-. No os engañaré. Ella me detesta. Me culpa de haberle quitado a su madre y también de haberla echado de casa. Yo soy el malo de la película.

– Tal vez le parezcas menos detestable tú que la perspectiva de ir a la cárcel -sugirió Lena.

– Tal vez. -Buddy se encogió de hombros.

– Bien -dijo Jeffrey, visiblemente descontento-, ¿la hacemos sufrir un día más?

– Creo que será lo mejor -aceptó Buddy-. Lamento parecer demasiado duro, pero se necesita algo más que sentido común para convencerla. -En ese momento debió de activarse su faceta de abogado, porque añadió-: Y doy por supuesto que, a cambio de su declaración, se retirarán los cargos por agresión y obstrucción a la justicia.

Lena no pudo reprimir un gruñido de aversión.

– He ahí la razón por la que la gente detesta a los abogados.

– No pareció molestarte cuando necesitaste mis servicios -comentó Buddy con desenfado. Y dirigiéndose a Jeffrey, preguntó-: ¿Comisario?

Jeffrey se reclinó en la silla con los dedos entrecruzados.

– Si no habla mañana, no hay trato.

– De acuerdo -comentó Buddy, y les tendió la mano para cerrar el acuerdo con un apretón-. Ahora cóncededme unos minutos a solas con ella. Intentaré pintarle un buen panorama.

Jeffrey levantó el auricular del teléfono.

– ¿Brad? Por favor, lleva a Buddy a hablar con Patty O'Ryan. -Colgó-. Te espera en el calabozo.

– Gracias -respondió Buddy, y valiéndose del bastón, se levantó.

Guiñó un ojo a Lena antes de salir.

– Gilipollas -dijo ella.

– No hace más que cumplir con su trabajo -señaló Jeffrey, pero Lena se dio cuenta de que él pensaba lo mismo.

Jeffrey trataba con Buddy Conford prácticamente todas las semanas y solía beneficiarse de los acuerdos a los que llegaban, pero Lena creía que O'Ryan habría acabado hablando por sí sola, sin necesidad de negociaciones encubiertas para librarla de dos años de cárcel. Por no decir que le habría gustado que le consultasen si quería o no salvar a esa mala zorra teniendo en cuenta que la agente agredida había sido ella.

Jeffrey miraba el aparcamiento.

– Le pedí a Dale Stanley que enviara a su mujer aquí cuanto antes.

– ¿Crees que vendrá?

– ¿Quién sabe? -Se reclinó y dejó escapar un suspiro-. Quiero volver a hablar con la familia.

– Tienen que venir mañana.

– No me lo creeré hasta que lo vea.

– ¿Piensas que Lev se va a dejar conectar a un detector de mentiras?

– Cualquiera de las dos posibilidades sería muy reveladora -contestó, mirando otra vez por la ventana-. Ahí está.

Al seguir la mirada de Jeffrey cuando éste se puso en pie, Lena vio a una mujer menuda salir de un Dodge clásico. Llevaba a un niño cogido de la mano y a otro apoyado en la cadera. Un hombre alto la acompañaba en dirección a la comisaría.

– Me suena su cara.

– Del picnic de policías -dijo Jeffrey mientras se ponía la chaqueta-. ¿Te importa entretener a Dale?

– Esto… -empezó a decir Lena, desprevenida. Normalmente se ocupaban de los interrogatorios juntos. Por fin, accedió-: No, no hay problema.

– Es posible que ella se suelte más si él no está delante -explicó Jeffrey-. A ese hombre le gusta hablar.

– No hay problema -repitió Lena.

En recepción, Marla lanzó un chillido al ver a los niños y, tras pulsar el botón que abría la puerta, se levantó de un salto y se acercó derecha al bebé apoyado en la cadera de su madre.

– ¡Qué mofletes tan encantadores! -exclamó con una voz tan aguda que habría podido romper un cristal.

Le pellizcó las mejillas al bebé, y éste, en lugar de llorar, se rió. Marla lo cogió en brazos como si fuera la abuela a la que no veía desde hacía tiempo y se apartó. Lena sintió que se le caía el alma a los pies cuando por fin vio a Terri Stanley.

– Ah -murmuró Terri, como si se hubiera quedado sin aliento.

– Gracias por venir -dijo Jeffrey, estrechándole la mano a Dale-. Les presento a Lena Adams… -Su voz se apagó gradualmente, y Lena se obligó a cerrar la boca, que había abierto al ver a Terri. Jeffrey miró a Lena y luego a Terri y añadió-: ¿Se recuerdan del picnic del año pasado?

Terri habló, o al menos movió los labios, pero Lena no oyó sus palabras a causa del torrente de sangre que le zumbaba en los oídos. Jeffrey no tenía que haberse molestado en presentarlas. Lena sabía exactamente quién era Terri Stanley. La otra mujer era más baja que Lena y pesaba al menos diez kilos menos. Llevaba el pelo recogido en un moño como una vieja a pesar de sus veintitantos años. Tenía los labios pálidos, casi azules, y en sus ojos asomó un destello de miedo que pareció una réplica del que Lena sentía. Lena ya había visto antes ese miedo; lo había visto hacía poco más de una semana mientras aguardaba a que la llamaran en la sala de espera de la clínica.

– Yo… yo -empezó Lena con un auténtico tartamudeo, y calló para intentar serenarse.

Jeffrey las observaba a las dos atentamente. Sin previo aviso, decidió cambiar de estrategia y dijo:

– Terri, ¿le importaría que Lena le hiciera unas preguntas? -Dale parecía a punto de protestar, pero Jeffrey preguntó-: ¿Tendría inconveniente en enseñarme otra vez ese Dart? Es una preciosidad.

A Dale no pareció gustarle la propuesta, y Lena se dio cuenta de que buscaba una excusa, pero al final cedió y cogió en brazos al niño que estaba a su lado.

– De acuerdo.

– Enseguida volvemos -dijo Jeffrey a Lena, dirigiéndole una mirada elocuente; iba a querer una explicación, pero Lena no sabía qué podía decir sin delatarse.

– Yo me ocupo de él -se ofreció Marla, y levantó al bebé, que empezó a berrear.

– Podemos hablar en el despacho de Jeffrey -dijo Lena.

Terri se limitó a asentir. Lena vio que llevaba en el cuello una fina cadena de oro con una pequeña cruz. Terri la rozaba con los dedos como si fuera un talismán. Parecía tan aterrorizada como Lena.

– Por aquí -indicó Lena, y se puso en marcha, aguzando la atención para oír los pasos vacilantes de Terri detrás de ella mientras se dirigía al despacho de Jeffrey.

La sala de revista estaba casi vacía; sólo había unos cuantos patrulleros que rellenaban formularios o se guarecían del frío. Cuando llegó al despacho, Lena sintió el sudor que le resbalaba por la espalda. Había sido uno de los recorridos más largos de su vida.

Terri no dijo nada hasta que Lena cerró la puerta.

– Estabas en la clínica.

Lena siguió de espaldas a la mujer, mirando por la ventana a Jeffrey y Dale mientras daban vueltas alrededor del coche.

– Sé que eras tú -dijo Terri con voz más tensa.

– Sí -reconoció Lena, volviéndose.

Terri se había sentado en una de las sillas frente al escritorio de Jeffrey y se agarraba a los brazos como si fuera a arrancárselos.

– Terri…

– Dale me matará si se entera -lo dijo con tal convicción que a Lena no le cupo la menor duda de que era verdad.

– No se enterará por mí.

– ¿Y por quién se enterará? -Saltaba a la vista que estaba aterrorizada, y Lena sintió que su propio pánico desaparecía al comprender que las dos estaban unidas por ese secreto. Terri la había visto en la clínica, pero Lena también había visto a Terri-. Me matará -repitió, y le temblaron los estrechos hombros.

– Yo no se lo contaré -reiteró Lena, pensando que lo que decía era evidente.

– Más te vale -replicó Terri con brusquedad.

Parecía una amenaza, pero Terri carecía de la determinación necesaria para llevarla a cabo. Respiraba con dificultad y tenía los ojos arrasados en lágrimas.

Lena se sentó en la silla a su lado.

– ¿De qué tienes miedo?

– Tú también lo has hecho -insistió ella, mientras se le quebraba la voz-. Eres tan culpable como yo. Has asesinado… has matado a tu… has matado…

Una vez más Lena advirtió que movía los labios pero no le salían las palabras.

– Es posible que vaya al infierno por lo que hice -dijo Terri con rabia-, pero no olvides que puedo llevarte conmigo.

– Lo sé -dijo Lena-. Terri, no pienso decírselo a nadie.

– Ay, Dios mío -dijo, llevándose el puño al pecho-. Por favor, no se lo digas.

– Te lo prometo -aseguró Lena, compadeciéndose de la mujer-. Terri, no te preocupes.

– No lo entenderá.

– No se lo diré -repitió, poniendo la mano sobre la de Terri.

– Es tan difícil -dijo, cogiendo la mano de Lena-. Tan difícil.

Lena sintió que se le humedecían los ojos y apretó la mandíbula, luchando contra el deseo de dejarse llevar.

– Terri -empezó a decir-. Tranquila, Terri. Aquí estás a salvo. No se lo diré.

– Lo sentí… -dijo, llevándose la mano al vientre-. Lo sentí moverse dentro. Sentí las patadas. Pero no podía. No podía tener otro. No podía soportar… No puedo… No tengo fuerzas… Ya no puedo más. No lo soporto…

– Chist -la mandó callar Lena, apartándole un mechón de pelo de los ojos. Terri parecía muy joven, casi una adolescente. Por primera vez desde hacía años, Lena sintió el deseo de consolar a alguien. Había recibido ayuda durante tanto tiempo que ya casi no recordaba cómo se ofrecía a otro-. Mírame -dijo, sacando fuerzas de flaqueza-. Estás a salvo, Terri. No lo contaré. Ni a él ni a nadie.

– Soy tan mala persona… -continuó Terri-. Soy muy mala.

– No es verdad.

– No puedo limpiarme -confesó-. Por mucho que me bañe, nunca estoy limpia.

– Lo sé -dijo Lena, y sintió que se quitaba un peso de encima al reconocerlo-. Lo sé.

– Lo huelo en mí -dijo-. La anestesia, los fármacos.

– Lo sé -repitió Lena, luchando contra el impulso de volver a sumirse en su dolor-. Sé fuerte, Terri. Tienes que ser fuerte.

Terri asintió con la cabeza, tan encorvada que parecía a punto de doblarse.

– Nunca me lo perdonará.

Lena no supo si se refería a su marido o a un poder superior, pero movió la cabeza en señal de asentimiento.

– Nunca me perdonará.

Lena miró a hurtadillas por la ventana. Dale estaba junto al coche, pero Jeffrey se había alejado y hablaba con Sara Linton. Dirigió una mirada hacia la comisaría y levantó la mano como si estuviera enfadado. Sara dijo algo, y Jeffrey asintió con la cabeza, cogió lo que parecía una bolsa de pruebas que ella le dio y se encaminó hacia la comisaría.

– Terri -dijo Lena, sintiendo la amenaza de la inminente llegada de Jeffrey-. Oye, sécate las lágrimas. Mírame -rogó, y Terri alzó la vista-. Estás bien -afirmó Lena, ordenándoselo más que preguntándoselo.

Terri asintió.

– Tienes que estar bien, Terri. -La mujer volvió a asentir al percibir el apremio de Lena.

Lena vio a Jeffrey en la sala de revista. Se detuvo para decirle algo a Marla.

– Ya viene -dijo, y Terri se cuadró de hombros, enderezándose como si fuera una actriz y acabasen de darle la entrada.

Jeffrey llamó a la puerta antes de entrar en el despacho. Aunque saltaba a la vista que algo lo había disgustado, no hizo comentario alguno. La bolsa de pruebas que le había dado Sara en el aparcamiento le asomaba por el bolsillo, pero Lena no vio el contenido. Jeffrey enarcó las cejas en un gesto interrogativo, y ella sintió un nudo en el estómago al tomar conciencia de que no había hecho lo único que él le había ordenado.

– Terri dice que nunca ha visto a nadie en el garaje salvo a Dale -mintió Lena sin vacilar.

– Es verdad -corroboró Terri, asintiendo con la cabeza al tiempo que se levantaba de la silla.

Evitó mirarlo, y Lena se alegró de que Jeffrey, preocupado como estaba, no se diese cuenta de que la mujer había llorado.

Ni siquiera le dio las gracias a Terri por haber ido a la comisaría; en lugar de eso, la despidió diciéndole:

– Dale espera fuera.

– Gracias -contestó Terri, y lanzó una rápida mirada a Lena antes de irse.

La joven cruzó la sala de revista casi corriendo y cogió a su hijo de los brazos de Marla antes de encaminarse hacia la salida.

Jeffrey entregó la bolsa de pruebas a Lena y dijo:

– Esto se lo enviaron a Sara a la consulta.

Dentro había una hoja de un papel pautado procedente de un cuaderno. Lena dio la vuelta a la bolsa y leyó la nota. Las cinco palabras, escritas en mayúsculas con tinta violeta, ocupaban media página: ABBY NO FUE LA PRIMERA.


Lena caminaba por el bosque, con la mirada fija en el suelo, obligándose a mantener la concentración. Sus pensamientos iban de un lado para otro sin orden ni concierto como la bola de una máquina de millón, chocando ahora con la posibilidad de que podría haber otra muchacha enterrada en el bosque, ahora con el recuerdo del miedo en la voz de Terri Stanley cuando le rogaba que no revelara su secreto. La mujer sentía terror ante la perspectiva de que su marido se enterara de lo que había hecho. Dale parecía inofensivo, un hombre incapaz de manifestar la rabia de Ethan, pero Lena entendía el temor de Terri. Era una mujer joven que seguramente nunca había trabajado fuera de su casa. Si Dale los dejaba a ella y sus dos hijos, quedaría abandonada por completo. Lena entendía por qué se sentía atrapada, como entendía asimismo su miedo a ser descubierta.

Durante ese tiempo Lena había estado preocupada por la reacción de Ethan, pero ahora sabía que sus temores no debían limitarse a la amenaza de violencia. ¿Y si Jeffrey se enteraba? Desde luego ella ya había aguantado muchas cosas en los últimos tres años -casi todas culpa suya-, pero no tenía ni idea de dónde estaba la raya más allá de la cual Jeffrey le volvería la espalda. Su mujer era pediatra y, por lo que había visto, a él le encantaban los niños. Nunca hablaban de política. No tenía la menor idea de cuál era su postura frente al aborto. Sí sabía, no obstante, que se pondría como un basilisco si se enteraba de que en realidad no había interrogado a Terri. Habían estado tan inmersas en su miedo que Lena no le había preguntado por el garaje, y menos aún si había habido visitas de las que Dale no se hubiera enterado. Lena debía encontrar una manera de volver a ponerse en contacto con ella para preguntarle por el cianuro, pero no sabía cómo hacerlo sin poner a Jeffrey sobre aviso.

A menos de medio metro, Jeffrey hablaba entre dientes. Había convocado a todos los policías del cuerpo para peinar el bosque en busca de tumbas. La tarea era agotadora, como si revolvieran un mar para encontrar un grano de arena, y a lo largo de todo el día la temperatura del bosque había pasado de un extremo al otro: de pronto el sol abrasaba y acto seguido las sombras gélidas de los árboles convertían el sudor en escalofríos.

Al caer la noche, el frío arreció, pero Lena descartó la idea de ir a buscar su chaqueta. Jeffrey se comportaba como un poseso. Lena sabía que él se echaba la culpa de aquello, igual que sabía que no podía decir nada para ayudarlo.

– Esto deberíamos haberlo hecho el domingo -dijo Jeffrey, como si hubiese podido adivinar por arte de magia que un ataúd en el bosque significaba que habría al menos otro.

Lena no se molestó en responderle; ya lo había intentado antes varias veces en vano. En lugar de eso, mantuvo la mirada fija en el suelo, donde las hojas y la pinaza se fundían en un amasijo mientras sus pensamientos tomaban otros derroteros y se le empañaba la vista a causa de las lágrimas.

Tras casi ocho horas de búsqueda, sin haber abarcado más que la mitad de las ochenta hectáreas de bosque, Lena dudaba que fuera a encontrar un cartel de neón con una gran flecha apuntando hacia abajo, y menos un pequeño tubo de metal sobresaliendo del suelo. Eso sin contar con que la luz declinaba rápidamente. El sol, ya casi oculto, amenazaba con desaparecer tras el horizonte de un momento a otro. Acababan de sacar las linternas, pero los haces de luz no aportaban gran cosa a la búsqueda.

Jeffrey alzó la vista hacia los árboles y se frotó el cuello. Habían hecho un alto al mediodía, interrumpiéndose brevemente para engullir los bocadillos que Frank había encargado en la charcutería del pueblo.

– ¿Por qué habrán enviado esa carta a Sara? -preguntó Jeffrey-. Ella no tiene nada que ver con esto.

– Todo el mundo sabe que sois pareja -señaló Lena, deseando sentarse en algún sitio.

Quería sólo diez minutos de soledad, tiempo suficiente para buscar una manera de volver a ponerse en contacto con Terri. Estaba el problema añadido de Dale. ¿Cómo explicarle que necesitaba hablar de nuevo con su mujer?

– No me gusta que Sara se vea mezclada en esto -dijo Jeffrey, y Lena entendió que una de las razones de su enfado era que Sara, por el hecho de verse involucrada, podía correr peligro-. El matasellos era de aquí -añadió-. Es alguien del condado, de Grant.

– Podría ser alguien de la granja que no quiso enviarlo desde Catoogah -apuntó ella, pensando que cualquiera habría podido echar una carta en la oficina de correos de Grant.

– Lo enviaron el lunes -dijo Jeffrey-. Así que esa persona sabía qué ocurría y quería avisarnos. -El haz de la linterna parpadeó y la sacudió en vano-. Esto es absurdo.

Cogió la radio portátil y encendió el micro.

– ¿Frank?

– ¿Sí? -respondió él al cabo de unos segundos.

– Tendremos que traer focos -ordenó Jeffrey-. Llama a la ferretería y pregunta si nos pueden prestar algo.

– Ahora mismo.

Lena esperó a que Frank desconectara antes de intentar hacer entrar en razón a Jeffrey.

– Es imposible cubrir toda la zona esta noche.

– ¿Quieres venir mañana por la mañana y descubrir que se habría podido salvar a una chica esta noche si hubiésemos actuado antes?

– Es tarde -insistió ella-. Podríamos pasar justo al lado sin darnos cuenta.

– O podríamos encontrarlo -replicó él-. Pase lo que pase, mañana volveremos aquí a buscar. Me da igual si tenemos que traer excavadoras y cavar cada puto centímetro. ¿Está claro?

Lena bajó la mirada y siguió buscando algo que ni siquiera sabía si estaba allí.

Jeffrey la imitó, pero no cejó.

– Esto tenía que haberlo hecho el domingo. Deberíamos haber salido en tropel, con voluntarios. -Jeffrey se detuvo-. ¿Qué pasaba entre tú y Terri Stanley?

– ¿A qué te refieres? -preguntó Lena, en un intento de naturalidad que a ella misma se le antojó lamentable.

– No juegues conmigo -advirtió él-. Algo pasaba.

Lena se humedeció los labios, sintiéndose como un animal acorralado.

– El año pasado, durante el picnic, bebió demasiado -mintió Lena-. La encontré en el lavabo con la cabeza en el váter.

– ¿Es alcohólica? -preguntó Jeffrey, claramente dispuesto a condenarla.

Lena sabía que ése era uno de los puntos débiles de Jeffrey, y como no se le ocurría qué otra cosa decir, decidió seguir por ese camino.

– Sí -contestó, pensando que Terri Stanley podría soportar que Jeffrey pensara que era una borracha a cambio de que su marido no se enterara de lo que había hecho en Atlanta la semana anterior.

– ¿Crees que se ha convertido en un vicio? -preguntó Jeffrey.

– No lo sé.

– ¿Vomitó?

Lena sintió un sudor frío al obligarse a mentir, a sabiendas de que, dadas las circunstancias, había optado por la mejor solución.

– Le dije que debía enderezarse -dijo-. Creo que ya lo controla.

– Hablaré con Sara -dijo, y Lena sintió que se le caía el alma a los pies-. Ella llamará al Servicio de Bienestar Infantil.

– No -replicó Lena, intentando ocultar su desesperación. Una cosa era mentir, y otra meter a Terri en un lío-. Ya te he dicho que ya lo controla. Asiste a reuniones y esas cosas. -Se devanó los sesos para recordar los discursos de Hank sobre AA, sintiéndose como una araña atrapada en su propia tela-. El mes pasado le dieron la ficha de los treinta primeros días.

Jeffrey entornó los ojos, probablemente intentando decidir si Terri decía la verdad.

– ¿Comisario? -se oyó una voz entre los chirridos de la radio-. Aquí en la esquina oeste al lado de la universidad. Tenemos algo.

Jeffrey salió disparado, y Lena echó a correr tras él, con el haz de la linterna subiendo y bajando con el movimiento de sus brazos. Aunque Jeffrey le llevaba al menos diez años, corría mucho más rápido que ella. Cuando llegó a donde estaba el grupo de policías uniformados en el claro, ella estaba al menos a cinco metros de él.

Cuando lo alcanzó, Jeffrey estaba arrodillado junto a una hendidura en el suelo. Un tubo de metal oxidado sobresalía unos cinco centímetros. La persona que lo vio debió de encontrarlo por pura casualidad. Aun sabiendo lo que buscaba, a Lena le costaba distinguirlo.

Brad Stephens se acercó corriendo por detrás de ella. Traía dos palas y una palanca. Jeffrey cogió una de las palas y los dos se dispusieron a cavar. A pesar de que el aire nocturno era fresco, cuando la primera pala golpeó la madera, los dos estaban sudando. El ruido hueco se quedó grabado en los oídos de Lena cuando Jeffrey se arrodilló para apartar lo que quedaba de tierra con las manos. Debió de hacer lo mismo junto a Sara el domingo. Lena no podía imaginar la ansiedad que habría sentido, el pavor cuando se dio cuenta de lo que había encontrado. Incluso ahora, le costaba aceptar que alguien en Grant fuera capaz de algo así.

Brad introdujo la palanca en el borde de la caja, y entre él y Jeffrey intentaron separar la madera. Se desprendió un listón, y dirigieron la luz de las linternas de inmediato hacia la abertura. Salió un hedor intenso: no a carne podrida, sino a humedad y descomposición. Jeffrey apoyó el hombro en la palanca al intentar separar otro listón y la madera se dobló como una hoja de papel. La pasta estaba empapada y manchada de tierra. Era evidente que la caja llevaba mucho tiempo enterrada. En las fotos de la tumba junto al pantano, la caja parecía nueva, y la madera verde resistente a la presión cumplía con su cometido de aislarla de los elementos aún cuando contenía a la chica.

Con las manos, Jeffrey arrancó el sexto listón. Las linternas iluminaron el interior de la caja manchada. En cuclillas, se inclinó hacia atrás, con los hombros encorvados de alivio o decepción. Por su parte, Lena sintió una mezcla de las dos emociones.

La caja estaba vacía.


Lena se había quedado en el lugar del posible crimen hasta que se sacó la última muestra. Al final, con la madera empapada bajo tierra, la caja prácticamente se había desintegrado. Saltaba a la vista que la madera era más vieja que la de la primera caja, como saltaba a la vista que la caja había sido empleada con el mismo fin. Las tablas superiores arrancadas por Jeffrey tenían profundos arañazos, y el fondo estaba lleno de manchas oscuras. Alguien había sangrado allí, defecado allí, quizás había muerto allí. El cuándo y por qué eran tan sólo dos preguntas más que añadir a la creciente lista. Por suerte, Jeffrey había aceptado finalmente que no podían seguir buscando otra caja a oscuras. Había suspendido la búsqueda y ordenado al equipo de diez personas que volvieran al alba.

De vuelta en la comisaría, Lena se había lavado las manos, sin molestarse en cambiarse y ponerse la ropa que guardaba en su taquilla, pues sabía que sólo una buena ducha caliente le aliviaría la angustia que sentía. Sin embargo, cuando llegó a la calle que conducía a su barrio, redujo la velocidad de su Celica y a pesar de la prohibición dio media vuelta para evitar su calle. Se desabrochó el cinturón y, manejando el volante con las rodillas, se quitó la chaqueta. Bajó las ventanillas pulsando el botón y apagó la radio al tiempo que se preguntaba cuánto tiempo hacía que no había tenido un momento así para ella. Ethan creía que seguía trabajando. Nan debía de estar a punto de irse a la cama y ella estaba totalmente sola, sin otra compañía que sus propios pensamientos.

Volvió a cruzar el centro, disminuyendo la velocidad al pasar ante la cafetería, pensando en Sibyl, en la última vez que la había visto. Desde entonces Lena no había hecho otra cosa que meter la pata. Hubo un tiempo en que, pasara lo que pasara, no permitía que su vida personal interfiriera en su trabajo. Era una buena policía, eso era lo único que sabía hacer bien. Y ahora había permitido que su relación con Terri Stanley se interpusiera en el camino de sus obligaciones. Una vez más, sus emociones ponían en peligro lo único constante en su vida de Lena. ¿Qué diría Sibyl de ella ahora? ¿En qué medida se avergonzaría su hermana de la clase de persona en que se había convertido?

Main Street acababa en la entrada de la universidad, y Lena dobló a la izquierda hacia la clínica infantil, dio la vuelta y volvió a salir del centro. Subió las ventanillas cuando empezó a notar el frío y empezó a manipular los diales de la radio, buscando una música suave que le hiciera compañía. Alzó la vista al pasar por delante de la gasolinera y reconoció el Dodge Dart negro aparcado junto a un surtidor.

Sin pensárselo, Lena dio un giro de ciento ochenta grados y se detuvo junto al Dart. Se bajó del coche y buscó a Terri Stanley en la tienda. Estaba dentro, pagando al cajero; incluso a esa distancia, Lena casi pudo oler la derrota en ella. Los hombros encorvados, la mirada gacha. Lena reprimió el impulso de dar gracias a Dios por haberse encontrado con ella por casualidad.

Aunque el depósito de gasolina del Celica estaba casi lleno, Lena puso en marcha el surtidor y se tomó su tiempo para retirar el tapón del depósito e introducir la manguera. Cuando se oyó el primer chasquido del surtidor, Terri ya había salido de la tienda. Llevaba una fina chaqueta azul de Member's Only, que se arremangó hasta los codos mientras cruzaba la gasolinera iluminada. Se dirigía al coche absorta, y Lena se aclaró la garganta varias veces antes de que la mujer se fijara en ella.

– Ah -exclamó Terri, igual que la primera vez que había visto a Lena en la comisaría.

– Hola. -Lena sintió que su sonrisa era forzada-. Tengo que preguntarte…

– ¿Me estás siguiendo? -Terri miró alrededor como si temiera que alguien las viera juntas.

– Estaba poniendo gasolina. -Lena sacó la manguera del Celica, confiando en que Terri no se diera cuenta de que había puesto sólo dos litros-. Tengo que hablar contigo.

– Dale me espera -dijo, bajándose las mangas de la chaqueta.

Pero Lena había visto algo, algo demasiado familiar. Las dos se quedaron inmóviles durante el minuto más largo de la vida de Lena, sin que ninguna de ellas supiera qué decir.

– Terri…

– Tengo que irme -se limitó a contestar ella.

Lena sintió que las palabras se le pegaban a la garganta como melaza. Oyó un sonido agudo dentro de la cabeza, casi como una sirena, un aviso para que se alejara.

– ¿Te pega? -preguntó.

Terri bajó la vista hacia el cemento manchado de petróleo, avergonzada. Lena conocía esa vergüenza, pero verla en Terri le despertó una ira que hacía tiempo que no sentía.

– Te pega -afirmó Lena, acortando el espacio entre las dos como si tuviera que estar cerca para que Terri la oyera-. Ven aquí -dijo, cogiendo a Terri del brazo.

La mujer gimió de dolor cuando Lena le subió la manga. Un cardenal negro le recorría el brazo.

Terri no se apartó.

– No es eso.

– ¿Qué es?

– No lo entiendes.

– ¡Y una mierda! -dijo, apretándola con más fuerza-. ¿Por eso lo hiciste? -exigió saber, y su ira se encendió como fuego en la maleza-. ¿Por eso estabas en Atlanta?

Terri intentó zafarse.

– Por favor, suéltame.

Lena sintió que no podía contener la rabia.

– Le tienes miedo -dijo-. Por eso lo hiciste, cobarde.

– Por favor…

– Por favor, ¿qué? -preguntó-. Por favor, ¿qué?

Ahora Terri lloraba desconsolada y, al intentar apartarse, estuvo a punto de caer al suelo. Lena la soltó, horrorizada al ver que una señal roja en la muñeca de Terri empezaba a asomar por debajo del morado que le había hecho Dale.

– Terri…

– Déjame en paz.

– No tienes por qué aguantarlo.

Terri se dirigió hacia su coche.

– Me voy.

– Lo siento -dijo Lena, siguiéndola.

– Hablas igual que Dale.

Un cuchillo en el estómago le habría dolido menos. Aun así, Lena lo intentó:

– Por favor, déjame ayudarte.

– No necesito tu ayuda.

– Terri…

– ¡Déjame en paz! -chilló, y cerró con un violento portazo, poniendo el seguro como si temiera que Lena fuera a sacarla del coche.

– Terri… -volvió a intentarlo Lena, pero para entonces Terri ya había arrancado.

Los neumáticos quemaron la goma en el asfalto y la manguera del surtidor se estiró y se desprendió del depósito de gasolina del Dart. Lena retrocedió rápidamente cuando la gasolina se derramó por el suelo.

– ¡Oiga! -gritó el dependiente-. ¿Qué pasa ahí?

– Nada -contestó ella, y recogió la manguera y la dejó en su sitio. Metió la mano en el bolsillo, tiró dos dólares al joven y dijo-: Toma, vuelve ahí dentro.

Regresó a su coche antes de que él pudiera gritar algo más.

Los neumáticos del Celica se adhirieron al asfalto y el coche coleó cuando Lena pisó el acelerador. No se dio cuenta de que excedía el límite de velocidad hasta que pasó junto a una ranchera destartalada que llevaba una semana aparcada en el arcén. Se obligó a levantar el pie del acelerador mientras el corazón seguía latiéndole con fuerza. Terri se había sentido aterrorizada por Lena y la había mirado como si temiera que fuera a hacerle daño. Quizá sí se lo habría hecho. Quizá se habría vuelto violenta, desahogando su ira en esa pobre mujer desvalida sólo porque podía hacerlo. ¿Qué demonios le pasaba? Allá en la gasolinera, chillando a Terri, se había sentido como si se chillara a sí misma. La cobarde era ella. La que temía lo que podía pasarle si se enteraba alguien era ella.

El coche redujo la velocidad casi hasta arrastrarse. Lena había llegado a las afueras de Heartsdale, a unos veinte minutos de su casa. El cementerio donde estaba enterrada Sibyl se hallaba cerca de allí, en un llano detrás de la iglesia baptista. Tras la muerte de su hermana, Lena había ido a visitar la tumba al menos una vez a la semana, y en ocasiones dos. Con el tiempo había ido reduciendo las visitas, hasta que dejó de ir por completo. Se llevó una sorpresa cuando se dio cuenta de que no había visitado a Sibyl desde hacía al menos tres meses. Había estado demasiado ocupada, demasiado absorta en su trabajo y lidiando con Ethan. Ahora, en el punto álgido de su vergüenza, no se le ocurría nada más apropiado que ir al cementerio.

Aparcó delante de la iglesia y, sin subir las ventanillas ni cerrar las puertas con llave, se encaminó hacia la entrada del jardín del cementerio. La zona estaba bien iluminada, con focos dirigidos hacia el recinto. Lena sabía que había ido hasta allí por una razón. Sabía qué debía hacer.

Alguien había plantado un puñado de pensamientos junto a la entrada del cementerio que se agitaron con la brisa cuando Lena pasó a su lado. La tumba de Sibyl estaba a un lado del recinto que lindaba con la iglesia, y Lena recorrió el césped lentamente, disfrutando de la soledad. Aunque ese día llevaba casi doce horas de pie, el paseo se le antojó menos sobrecogedor por el hecho de estar allí, tan cerca de Sibyl. Lena siempre pensó que a su hermana le habría parecido bien que la enterraran en ese lugar. Le encantaba la naturaleza.

El bloque de hormigón que Lena había colocado y empleado como banco seguía junto a la lápida de Sibyl, y Lena se sentó, rodeándose las rodillas con los brazos. De día, una enorme pacana daba sombra al lugar, con zarcillos de luz que se filtraban entre las hojas. La losa de mármol que señalaba la última morada de Sibyl estaba limpia como una patena, y tras una rápida mirada a las demás tumbas alrededor, Lena supo que eso había sido obra de una visita y no del personal.

No había flores. Nan era alérgica.

Como si se abriera un grifo, Lena sintió las lágrimas asomar a los ojos. Era muy mala persona. Por malo que fuera Dale para Terri, ella había sido peor. Era policía, tenía la obligación de proteger a la gente, no dar sustos de muerte, no cogerla por la muñeca con tanta fuerza que le dejara una magulladura. Desde luego no era quién para llamar cobarde a Terri Stanley. Si acaso, la cobarde era ella. Ella era la que se había ido corriendo a Atlanta al amparo de una sarta de mentiras, la que había pagado a un desconocido para que corrigiera sus errores y luego se había escondido de las repercusiones como una niña asustada.

El altercado con Terri le había despertado recuerdos que había intentado reprimir, y se encontró de nuevo en Atlanta, reviviendo todo el suplicio otra vez. Iba en el coche con Hank, en un silencio que podía cortarse con un cuchillo. Estaba en la clínica, sentada enfrente de Terri, evitando su mirada, rezando para que se acabara. La llevaban al quirófano gélido, donde apoyaba los pies en los estribos helados y se abría de piernas para el médico, que hablaba tan tranquila, tan suavemente que Lena sintió que la arrullaba hasta hacerla entrar en un estado hipnótico. Todo irá bien. No habrá ningún problema. Simplemente relájate. Respira. Tranquila. Relájate. Ya está. Siéntate. Aquí tienes tu ropa. Llámanos si surge alguna complicación. ¿Estás bien, cariño? ¿Hay alguien esperándote? Siéntate en esa silla. Te llevaremos a la calle. Asesina. Asesina de bebés. Carnicera. Monstruo.

Los manifestantes esperaban delante de la clínica, sentados en tumbonas, bebiendo café caliente de los termos, como si estuvieran en un picnic antes de un gran partido. Cuando salió Lena, se levantaron todos a la vez y le gritaron al tiempo que agitaban carteles con toda clase de imágenes de lo más gráficas y sangrientas. Uno de ellos incluso levantó un tarro con un gesto obsceno, cuyo contenido implícito era más que evidente para cualquiera que estuviera a menos de tres metros. Aun así, no parecía real, y Lena imaginó al hombre -por supuesto, era un hombre- sentado en su casa, tal vez a la mesa de la cocina donde sus hijos se sentaban y desayunaban todas las mañanas, preparando la mezcla en el tarro sólo para atormentar a mujeres asustadas que hacían lo que Lena sabía que era la decisión más difícil de su vida.

Ahora, sentada en el cementerio, mirando la tumba de su hermana, Lena se permitió pensar por primera vez en qué habría hecho la clínica con lo que habían extraído de su cuerpo. ¿Estaría en alguna incineradora, en espera para ser quemado? ¿O bajo tierra, en una tumba sin lápida que nunca vería? Sintió un tirón en lo más hondo del estómago, en el vientre, al pensar en lo que había hecho, en lo que había perdido.

Para sus adentros, le contó a Sibyl lo sucedido, las elecciones que había hecho que la habían llevado hasta allí. Le habló de Ethan, de cómo había muerto algo dentro de ella cuando empezó a verlo, de cómo había dejado que todo lo bueno que había en ella la abandonara como arena arrastrada por la marea. Le habló de Terri, del miedo en su mirada. Ojalá pudiera dar marcha atrás. Ojalá nunca hubiera conocido a Ethan y nunca hubiera visto a Terri en la clínica. Todo iba de mal en peor. Contaba mentiras para encubrir mentiras, hundiéndose en el engaño. No veía ninguna salida.

Lo que más deseaba era tener a su hermana allí, aunque sólo fuera un momento, para que le dijera que todo iría bien. Así había sido su relación desde el principio de los tiempos: Lena metía la pata y Sibyl suavizaba las cosas, hablaba con ella y le mostraba el otro lado. Sin su sabiduría que la guiara, todo le parecía una causa perdida. Estaba derrumbándose. Era impensable que ella hubiera podido dar a luz a un hijo de Ethan. Si apenas podía cuidar de sí misma.

– ¿Lee?

Se volvió y estuvo a punto de caerse del estrecho bloque.

– ¿Greg?

Greg salió de la oscuridad, con la luz resplandeciente a sus espaldas. Se dirigió hacia ella cojeando, con el bastón en una mano y un ramo de flores en la otra.

Lena enseguida se puso en pie, secándose los ojos e intentando ocultar su sorpresa.

– ¿Qué haces aquí? -preguntó mientras se quitaba la arenilla del pantalón por detrás.

Greg bajó la mano que sostenía el ramo.

– Puedo volver cuando hayas acabado.

– No -dijo ella, esperando que la oscuridad no le permitiera ver que había llorado-. Yo sólo… Está bien.

Se volvió hacia atrás, hacia la tumba, para no tener que mirarlo a él. Le vino una imagen de Abigail Bennett, enterrada viva, y Lena sintió que la invadía un pánico irracional. Durante un instante pensó en su hermana viva, pidiendo ayuda, intentando salir de su ataúd arañando la tapa.

Se frotó los ojos antes de volver a mirarlo, pensando que debía de estar perdiendo la cabeza. Quiso contarle todo lo sucedido: no sólo en Atlanta, sino incluso antes, cuando había vuelto a la comisaría tras llevar unas muestras a Macon y Jeffrey le había dicho que Sibyl estaba muerta. Quiso apoyar la cabeza en su hombro y sentir su consuelo. Pero sobre todo, quiso su absolución.

– ¿Lee? -preguntó Greg.

Lena buscó una respuesta.

– Me preguntaba por qué estás aquí.

– He tenido que pedirle a mi madre que me trajera -explicó-. Está en el coche.

Lena miró por encima del hombro de Greg como si desde allí viera el aparcamiento enfrente de la iglesia.

– Es un poco tarde.

– Me ha engañado -dijo él-. Me ha obligado a acompañarla a su círculo de labores.

Lena sentía que tenía la lengua espesa, pero lo que más deseaba era oírlo hablar. Había olvidado lo reconfortante que podía ser su voz, lo suave que resultaba.

– ¿Te ha obligado a sostenerle el hilo?

– Sí -contestó él, y se rió-. Cualquiera habría dicho que ya no caería en esas cosas.

Lena sonrió sin querer, pues sabía que no lo habían engañado. Aunque Greg lo negaría incluso a punta de pistola, siempre había sido el niño bueno de su mamá.

– He traído esto para Sibby -dijo, mostrando las flores-. Ayer vine y como vi que no había, pensé que…

Sonrió. A la luz de la luna, Lena vio que todavía no se había arreglado el diente que ella le había partido sin querer en una partida de frisbee.

– Le encantaban las margaritas -dijo él, y dio las flores a Lena.

Sus manos se rozaron un segundo, y ella sintió como si le pasara la corriente. Greg, por su parte, pareció no inmutarse. Hizo ademán de irse, pero Lena dijo:

– Espera.

Él se volvió lentamente.

– Siéntate -le pidió ella, señalando el bloque.

– No quiero ocupar tu asiento.

– No importa.

Retrocedió para poner las flores delante de la lápida de Sibyl. Cuando volvió a alzar la vista, Greg, apoyado en el bastón, la observaba.

– ¿Estás bien? -preguntó.

Lena intentó pensar en una respuesta. Se sorbió la nariz y se preguntó si tenía los ojos tan rojos como le parecía.

– Son las alergias -dijo.

– Ya.

Lena cruzó las manos detrás de la espalda para no retorcerlas.

– ¿Qué te ha pasado en la pierna?

– Un accidente de coche -contestó él, y luego volvió a sonreír-. Fue culpa mía. Buscaba un compacto y aparté la mirada de la carretera durante un segundo.

– Basta con eso.

– Sí -dijo él-. El Señor Jingles murió el año pasado.

Era su gato. Ella lo odiaba, pero por alguna razón lamentó enterarse de que hubiera muerto.

– Lo siento.

Se levantó una brisa y el árbol por encima de ellos susurró con el viento.

Greg miró hacia la luna con los ojos entrecerrados y luego a Lena.

– Cuando mi madre me contó lo de Sybil… -Se le apagó la voz, y clavó el bastón en el suelo, sacando hierba. Lena creyó ver lágrimas en sus ojos y se obligó a desviar la mirada para que la tristeza de Greg no reavivara la suya-. No me lo pude creer.

– Supongo que también te habrá contado lo mío.

Greg asintió, e hizo algo que no mucha gente podía hacer cuando hablaba de una violación: la miró a los ojos.

– Se llevó un disgusto.

Lena no intentó ocultar su sarcasmo.

– Seguro.

– No, en serio -aseguró Greg, sin dejar de mirarla, sin la menor malicia en sus claros ojos azules-. Mi tía Shelby…, ¿te acuerdas de ella? -Lena asintió-. La violaron cuando iban al instituto. Fue espantoso.

– No lo sabía -dijo Lena.

Había visto a Shelby unas cuantas veces. Al igual que con la madre de Greg, no se podía decir que hubieran hecho muy buenas migas. Lena jamás habría adivinado que la mujer mayor había vivido semejante experiencia. Era una persona muy rígida, pero también lo era la mayoría de las mujeres de la familia Mitchell. Lo que más había sorprendido a Lena desde su agresión era que ser víctima de una violación la había hecho entrar en lo que no era un club precisamente exclusivo.

– De haberlo sabido… -empezó a decir Greg, pero no acabó.

– ¿Qué? -preguntó ella.

– No lo sé. -Tendió la mano hacia el suelo y cogió una pacana que se había caído del árbol-. Me supo muy mal cuando me enteré.

– Sí, fue bastante terrible -admitió Lena, y Greg puso cara de sorpresa-. ¿Qué pasa? -preguntó.

– No lo sé -repitió él, tirando la pecana hacia el bosque-. Antes no hablabas así.

– ¿Cómo?

– De sentimientos.

Lena soltó una carcajada forzada. Su vida entera era una lucha contra los sentimientos.

– ¿Y qué decía?

Greg se lo pensó.

– ¿«Así es la vida»? -dijo, y la imitó encogiéndose de hombros-. ¿«Mala pata»?

Lena sabía que Greg tenía razón, pero no habría sabido ni siquiera empezar a explicárselo.

– La gente cambia.

– Nan dice que sales con alguien.

– Sí, bueno -se limitó a decir, pero el corazón le dio un brinco al enterarse de que él se había molestado en preguntar; ya se las vería con Nan por no habérselo contado.

– Nan tiene buen aspecto -dijo él.

– Lo ha pasado muy mal.

– No me lo pude creer cuando me enteré de que vivíais juntas.

– Es buena persona. Antes no me había dado cuenta.

Dios mío, antes no se había dado cuenta de muchas cosas. Se había convertido en experta en echar a perder todo lo remotamente positivo que había en su vida. Greg era prueba palpable de ello.

Por hacer algo, alzó la vista hacia el árbol. Las hojas estaban a punto de caer. Greg volvió a hacer ademán de marcharse y ella preguntó:

– ¿Qué compacto?

– ¿Eh?

– Tu accidente. -Señaló la pierna-. ¿Qué CD buscabas?

– Heart -contestó, y una sonrisa ingenua asomó a su rostro.

– ¿Bebe Le Strange? -preguntó ella, devolviéndole la sonrisa sin querer.

Cuando vivían juntos, los sábados siempre hacían la limpieza y habían escuchado ese disco de Heart en particular tantas veces que hasta ese día Lena no podía fregar un retrete sin oír «Even It Up» en su cabeza.

– Era el nuevo -explicó él.

– ¿El nuevo?

– Sacaron uno el año pasado.

– ¿De versiones?

– No -contestó, con palpable emoción. Lo único que a Greg le gustaba más que la música era hablar de ella-. Tienen varios temas geniales. A lo Heart de los años setenta. No me puedo creer que no lo supieras. El primer día que salió me fui corriendo a la tienda.

Lena se dio cuenta del tiempo que hacía que no escuchaba música que le gustaba realmente. Ethan prefería el punk, el tipo de porquería desafecta por la que se pirraban los chicos blancos mimados. Lena ni siquiera sabía dónde tenía sus viejos compactos.

No había oído algo que él acababa de decir.

– Perdona, ¿qué has dicho?

– Tengo que irme -dijo-. Mi madre me espera.

De pronto le entraron ganas de llorar otra vez. Se obligó a quedarse donde estaba y no hacer ninguna tontería, como salir corriendo tras él. Dios mío, estaba convirtiéndose en una auténtica imbécil. Se parecía a una de esas mujeres estúpidas de las novelas rosa.

– Cuídate -dijo él.

– Ya -contestó ella, buscando alguna manera de retenerlo-. Tú también.

Se dio cuenta de que seguía sosteniendo las margaritas, y se agachó para dejarlas en la tumba de Sibyl. Cuando volvió a alzar la vista, Greg cojeaba en dirección al aparcamiento. Mantuvo la mirada fija en él, deseando con todas sus fuerzas que se diera la vuelta. No lo hizo.

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