Es un niño como tantos: pendenciero, mentiroso, merodeador y violento, de quien sospechan de entrada los habitantes de la aldea siberiana de Pokrovskoi cuando desaparece una gallina de su gallinero o una oveja de su majada. Sin embargo, a la familia del presunto culpable, Gregorio Rasputín, no le falta nada. Sus padres, Efim y Anna, son campesinos acomodados. Su casa tiene ocho habitaciones y su dominio varias deciatinas de tierra fértil, además de suficiente ganado y buenos caballos de labranza y de tiro. El padre gana bien su vida como labrador y carretero. La madre ha traído al mundo a dos varones robustos y despiertos: primero Miguel; dos años después, Gregorio. Este último, nacido el 10 de enero de 1869, lleva su nombre de pila en honor de san Gregorio de Nicea, cuyo día se celebra el 10 de enero. En cuanto al apellido Rasputín, nadie conoce su origen con certeza. Puede venir de la palabra rasputsvo, que significa libertinaje, o de rasputié, la encrucijada, o de rasputo, el que arregla vínculos y situaciones complicadas. De hecho, la reputación del padre de Gregorio justifica todas esas interpretaciones: es a la vez aficionado a la botella, frecuentador de los grandes caminos en tanto que carretero, y bastante astuto para solucionar los pequeños litigios de sus semejantes.
La educación de sus hijos lo tiene sin cuidado. Como la instrucción no es obligatoria en esa época y el clero más bien desconfía de los mujiks que quieren saber demasiado, no ve ninguna razón para enviar a sus retoños a clase. Según él, aprenderán más abriendo los ojos sobre el vasto mundo que gastando sus fondillos en los bancos, junto a otros chicos descarados. De modo que Miguel y Gregorio crecen en los campos, ayudan mal que bien en los trabajos de la granja, no saben leer ni escribir y participan en todas las travesuras de los picaros de su edad. Su escuela es el campo, con sus espacios ilimitados, el misterio de sus selvas y sus llanuras, la astucia de sus animales salvajes y las supersticiones de un pueblo profundamente apegado a las tradiciones locales y a la fe ortodoxa.
En realidad, Pokrovskoi está en el extremo del mundo habitado. Allí se sabe vagamente que, muy lejos, en Rusia, hay ciudades gigantescas como San Petersburgo y Moscú, llenas de agitación, de riqueza, de luces y uniformes, pero nadie envidia a los "privilegiados" que viven en ellas. El pensamiento de los habitantes de la aldea, que se recuesta sobre la orilla izquierda del Tura, un afluente del Tobol, no va más allá de las ciudades de Tobolsk y Tiumen. Después comienza la tierra desconocida, otro planeta. Nadie, en Pokrovskoi, siente la tentación de ir a ver. ¡Se está tan bien en la atmósfera rústica y familiar de esa comarca ultramontana, que jamás conoció el vasallaje y se encuentra protegida de los males de la civilización por la barrera natural de los Urales! ¡Un paraíso para los niños prendados del aire del campo y la libertad! Miguel y Gregorio tienen plena conciencia de ello y no pierden ocasión de hacer una escapada y vagar de un lado a otro maquinando travesuras. Nadie los vigila cuando se alejan de la casa paterna. Un día, mientras juegan empujándose y riendo al borde del Tura, pierden el equilibrio y caen al río. A pesar de que la corriente los arrastra, logran ganar la orilla. Pero han tomado frío en el agua y se declara una neumonía. No hay médico en los alrededores. La comadrona del lugar se encarga de cuidar, a su manera, a los dos enfermitos, que castañetean los dientes y deliran.
Miguel muere y Gregorio se debate durante semanas contra la fiebre, los accesos de una tos desgarradora y los ahogos. Toda la población de Pokrovskoi ruega por su curación. Han llevado su cama a la cocina para que permanezca al calor del fogón. Una mañana, cuando ya se lo cree perdido como a Miguel, se sienta entre sus cobertores y dice, con una voz apenas perceptible: "¡Sí! ¡Oh, sí! ¡Quiero, quiero!" Luego vuelve a caer sobre la almohada y se duerme apaciblemente. Al despertarse, sonríe a sus padres, estupefactos por esa resurrección providencial. Lo acosan a preguntas y cuenta que una hermosa dama vestida de azul y blanco se le apareció en sueños ordenándole que se curase. El pope de la aldea es llamado a constatar el fenómeno y se muestra categórico: la Santísima Virgen ha visitado al niño y lo ha elegido para un gran destino. Ante el chico maravillado concluye: "Volverá un día y te dirá lo que espera de ti". [1]
La profecía recorre todo el caserío. En esa provincia apartada, la religión forma la trama de la vida cotidiana. No hay un gesto que no tenga su repercusión en los cielos. De ese modo, a pesar de los desbordes de sus instintos, hombres y mujeres creen en los milagros, las apariciones y las advertencias del más allá, en los efectos saludables de ciertas plantas, en la eficacia de la señal de la cruz y en la conversación de las almas con Dios ante los iconos. Según ellos, la torpeza de la condición carnal va a la par de los más puros impulsos de la fe. Aunque uno se conduzca a veces como un puerco, es un hijo querido del Señor.
Más que cualquiera, el pequeño Gregorio está convencido de haber sido beneficiado por una atención particular del poderío celestial. Su enfermedad lo ha debilitado, tiene la cabeza confusa y los nervios frágiles. Duerme mal, a menudo llora sin motivo y se queja porque la "hermosa dama vestida de azul y blanco" no vuelve a verlo. Además, la muerte de Miguel ha creado un gran vacío en su existencia. Se asombra de no tener ya hermano y se pregunta qué pasó con ese compañero de juegos tan ágil y alegre. ¿Por qué la Santa Virgen se lo ha llevado dejándolo a él en la Tierra?
Medita sobre ese enigma mientras rasquetea y alimenta los potros de la granja. Escondido en la caballeriza, les habla como si fueran seres humanos, en la certeza de que lo entienden. Piensa que los animales y él tienen el mismo lenguaje: el de la simplicidad. Varias veces, cuando el caballo de un vecino desaparece, adivina por instinto el nombre del ladrón y el lugar del escondite. Alrededor de él se susurra que, a pesar de su juventud, tiene el don de la videncia.
Con el correr de los meses, se siente cada vez más atraído por los vagabundos que andan errando por las rutas, pretenden ser staretz, elegidos de Dios, piden hospitalidad en las isbas y cuentan a los campesinos estupefactos sus visitas a los monasterios lejanos, los milagros que han presenciado en las tumbas de los bienaventurados y las iluminaciones que han tenido en el curso de sus plegarias. Barbudos, exangües, vestidos de arpillera y con un bastón en la mano, tienen toda la claridad del cielo en sus pupilas y toda la sabiduría del Evangelio en su voz. Al elegir la pobreza por propia voluntad, viven del pan de los demás y pagan a sus bienhechores con relatos edificantes, profecías sombrías y fórmulas curativas. Efim Rasputín los recibe de buena gana en su casa y la familia se reúne alrededor de ellos para escuchar el relato de sus peregrinaciones. Gregorio es todo ojos y oídos ante esos mensajeros del otro lado del mundo. Su sueño sería imitarlos un día, lo antes posible. Ambular sin fin, con una mochila a la espalda y un palo en la mano, mendigar su subsistencia al azar de los caminos y, al mismo tiempo que descubre nuevas comarcas, enseñar la palabra de Dios a los desconocidos. Poco importa que sea un ignorante analfabeto: piensa que en él hay una fuerza, una ciencia infusa que le han sido dadas por el Altísimo durante la enfermedad de la que estuvo a punto de morir. Lo exaspera ser todavía demasiado joven para escabullirse de su familia. Pero los años pasan. El niño se convierte en un adolescente inestable, propenso a ensoñaciones que parecen más bien alucinaciones. A la larga, persuade a sus progenitores de su vocación de peregrino y su padre, impresionado por esa convicción que se afirma de día en día, lo deja partir.
Gregorio empieza por visitar los santuarios locales, se acerca a los ermitaños de la región y se asombra de su miseria, su suciedad y las mortificaciones que se imponen para acercarse a los sufrimientos de Cristo. Al regresar de esas expediciones, se abstiene durante un tiempo de comer carne y renuncia a los dulces. Pero hay ciertas tentaciones a las que ni siquiera un alma bien templada puede resistir. A los diecinueve años conoce, en la fiesta del monasterio vecino de Abalatsk, a una joven seductora y juiciosa cuya cabellera rubia y los profundos ojos negros lo inflaman instantáneamente. Prascovia Dubrovina es cuatro años mayor que él. Se casan. Siguiendo la costumbre, la recién casada se instala en la casa de su suegro, viudo desde hace poco.
El matrimonio es tranquilo al comienzo, pero Prascovia se queja de que Dios tarda en bendecir su unión con un nacimiento. Ni las plegarias de Gregorio ni los ungüentos de la comadrona la curan de su esterilidad. Por fin, tiene un hijo. Gregorio exulta. ¡Ay! El bebé muere a los seis meses.
Ese duelo injusto subleva a Gregorio. Como para vengarse de una traición del Padre Eterno, se dedica a una vida de libertinaje y rapiñas. Él, el sobrio y fiel, bebe y se acuesta. Prascovia tiene sólo el derecho de callarse. En 1892 Gregorio es acusado de haber robado estacas de unas vallas. La asamblea de la aldea lo condena a una proscripción de un año. Él aprovecha para ir en peregrinación al monasterio de Verkhoturié, a cuatrocientos kilómetros al noroeste de Pokrovskoi. Emprende ese largo y penoso viaje sin cólera, con espíritu de penitencia y curiosidad. Tiene veintitrés años. Sin duda está cansado de la rutina de la casa paterna y de las quejas de Prascovia. Decididamente, ésta no sirve más que para comadrear y ocuparse de las tareas domésticas. ¿Pero dónde está el alma? Gregorio tiene, como dicen en Rusia, una "naturaleza libre". Después de años de una existencia casera, vuelve a experimentar el deseo de cambiar de horizonte, de lavarse el corazón frecuentando algunos ermitaños sapientísimos y de probarse a sí mismo que es capaz de andar con los pies sangrantes en busca de la verdad. En los alrededores de Verkhoturié le indican la presencia de un asceta, el staretz Macario, que vive solitario en la selva y se encadena para mortificar su carne. Según la creencia popular, el staretz no siempre es un monje. Puede ser un hombre de condición modesta que ha recibido de Dios el don de esclarecer a sus semejantes. Todo lo que se le pide es que tenga una videncia sobrenatural y que alivie con sus palabras las penas y las dudas de quienes imploran su consejo. Como máximo, su conocimiento de las Sagradas Escrituras debe ser igual a su conocimiento del corazón humano. Cuanto más simple y mísero es él mismo, mayor es su poder sobre los pecadores que solicitan su bendición.
Como muchos antes que él, Gregorio experimenta con gratitud y admiración el ascendiente de Macario. El staretz le enseña los rudimentos de la lectura y la escritura, lo ayuda a descifrar la Biblia y le habla del otro mundo con tanta elocuencia que, al volver a la aldea, Gregorio está transformado. Hay quienes hasta dicen que se nota en él una chifladura, que tiene "una vena de loco". En su rostro aparece a menudo una expresión extraviada. Está tan nervioso que gesticula y se persigna mientras entona cánticos. Unas veces abatido, otras sobreexcitado, pronuncia frases incoherentes, tropieza con las palabras, tartamudeando, y a cada instante invoca la voluntad divina. Prascovia tiene la impresión de que su marido no es del todo un hombre ni del todo un santo. No se atreve a oponerse a la necesidad de huir de la casa que él proclama de cuando en cuando. Incluso cuando va y viene por la isba, se siente que está en otra parte. Como Macario le había asegurado que encontraría la salvación en el vagabundeo, se lanza de nuevo a los caminos.
Va sin una meta precisa, de monasterio en monasterio, duerme entre los monjes o en casa de campesinos y se alimenta al azar de las mesas, agradeciendo a quienes lo hospedaron con oraciones y prédicas. Convertido en un vagabundo, en un strannik, sus viajes lo llevan cada vez más lejos. Realiza así un peregrinaje por el norte de Siberia, al monasterio de Bolok. Luego, en 1893, decide ir con su amigo Dimitri Petchorkin a Grecia, al monte Athos, la montaña santa, patria de los monjes más virtuosos y severos: Es una larga caminata a través de un país cuya lengua desconoce. Pero eso no disminuye su alegría por todo lo que ve, por todo lo que oye en esos asilos de la piedad ortodoxa. Subyugado por la regla de los cenobitas, Petchorkin decide permanecer en la cofradía, pero Gregorio, más tentado por las sorpresas de los grandes caminos que por las delicias espirituales del ascetismo, vuelve a partir en su búsqueda de paisajes y criaturas.
De regreso en Rusia, luego de la experiencia griega, todavía visita a lo largo de tres años la laura de la Trinidad San Sergio de Kiev, las islas Solovki, Valaamo, Sarov, Porchaev, la ermita de Optina, Nilov y otros lugares santos y milagrosos reverenciados por la Iglesia. De todos modos, siempre se las arregla para aparecer en Pokrovskoi en el curso del verano. Durante esos breves regresos al hogar, participa en los trabajos de la granja y el campo, cosecha y seca el heno con su padre y cumple con sus deberes conyugales hacia su mujer. En esos períodos de vida familiar recupera fuerzas para efectuar nuevas peregrinaciones. Por añadidura, sus escalas en Pokrovskoi tienen por resultado dejar embarazada tres veces a Prascovia: Dimitri nace en 1895, Matriona -llamada Maria- en 1898 y Varvara en 1900.
Esta triple paternidad lo alegra, por cierto, pero lo que para él cuenta ante todo es la propagación de la santa palabra. A partir de sus visitas a los diferentes lugares sagrados de la ortodoxia, se siente designado para una misión todavía confusa pero imperiosa: trasmitir a los demás la luminosa certeza que lo habita. Un rumor de confianza lo rodea. Numerosos lugareños lo consideran un sanador de almas y cuerpos. Alentado por esa popularidad, alquila una casa cercana a la suya y agranda el sótano para hacer en él una especie de oratorio subterráneo. Ayudado por algunos vecinos, instala bancos de piedra a los lados y excava nichos en las paredes para depositar en ellos las humildes reliquias traídas de sus viajes. En esa capilla secreta recibe a todos aquellos que sienten la necesidad de ser reconfortados por su voz.
En esos encuentros místicos se reúnen sobre todo las mujeres. En ellos se discuten versículos del Evangelio, se comentan las desdichas de cada uno, se busca el alivio por medio de la oración. Luego, entusiasmo mediante, los adeptos dan libre curso a su amor por el prójimo y se intercambian besos entre "hermanos" y "hermanas". Puede ocurrir también que se vaya en grupo a los baños de vapor o sudaderos. Allí, hombres y mujeres juntos, se dedican a abluciones purificadoras en medio del calor y el vapor. Tal como es costumbre en los baños públicos, se azotan ligeramente para activar la circulación de la sangre. A veces también hacen el amor extraconyugal, en el suelo mojado y bendiciendo a Dios por el placer que proporciona así a sus miserables criaturas.
Pero en la aldea no hay sólo discípulos de Rasputín. Hay quienes piensan que pasa los límites y pacta con el Maligno. Los ecos de esas saturnales se propagan por los alrededores. Inquieto por los desbordes de sus feligreses y por la competencia que le hace Gregorio con sus prédicas, el pope Pedro Ostrumov redacta, en 1901, un informe dirigido a monseñor Antonio, obispo de Tobolsk. Denuncia claramente a Rasputín como perteneciente a la secta de los khlysty, los flagelantes. Acusación de una gravedad capital porque esa secta, nacida en el siglo XVII, después de la revisión de los libros litúrgicos por el patriarca Nikon, no reconoce los nuevos ritos de la Iglesia Ortodoxa.
En sus comienzos, la moral de los khlysty era de un ascetismo estricto. Pero sus asambleas daban pretexto a "fervores" que no tardaron en degenerar en orgías. Primero se procedía a ejecutar danzas rítmicas. Hombres y mujeres, vestidos con túnicas blancas, giraban sobre sí mismos cada vez más rápidamente, alrededor de una pila de "agua bendita", hasta provocar escenas de histeria que correspondían al "descendimiento del Espíritu Santo". En el paroxismo de esos transportes, los cuerpos se buscaban al mismo tiempo que las almas. Y la ceremonia terminaba a menudo con flagelaciones y cópulas colectivas. Al entregarse a esos éxtasis "en montón", los cismáticos no apuntaban a una simple satisfacción erótica sino más bien, según ellos, a la destrucción del pecado por el pecado. Se elevaban hacia Dios hundiéndose en el lodo. Maldecidos por la Iglesia, debían esconderse para escapar de las persecuciones. Pero, a pesar de todos los esfuerzos del clero y de la policía, la herejía se propagaba cada vez más profundamente en el país.
No es seguro que los discípulos de Rasputín hayan llegado tan lejos en su provocación y su licencia. En todo caso, el sacerdote enviado por monseñor Antonio para hacer averiguaciones al respecto se muestra tranquilizador. Ni en ocasión de su visita al oratorio subterráneo ni cuando inspeccionó los baños de vapor encontró huellas de las bacanales descritas por el padre Pedro Ostrumov. Rasputín no es arrestado por falta de pruebas. No obstante, su legajo es conservado en los archivos del obispado para ser trasmitido al Santo Sínodo, en San Petersburgo, en caso de que las quejas se repitan.
Mientras tanto, Rasputín continúa reuniendo a "hermanos" y "hermanas" que experimentan la necesidad de recibir a Dios tanto en la falta como en la gracia. Sin duda Prascovia, demasiado juiciosa y demasiado inocentona, no participa en las prácticas de los iniciados. Pero aun sospechando que Gregorio profesa una religión personal, no piensa criticarlo ni vigilarlo. Por principio, un marido tiene todos los derechos. Y el suyo tiene tal fuego en la mirada que no puede ser otra cosa que un apóstol moderno en la Tierra. Su deber de esposa consiste en no contrariarlo. Por otra parte, él seguramente está en lo cierto, puesto que sus enseñanzas se extienden como una mancha de aceite en la región. Su sótano está abierto a todos los que buscan paz interior. Él les enseña los cantos y las danzas rituales de los khlysty y, a medida que adquiere seguridad, formula más netamente su doctrina, inspirada en la de la secta: el Mal es necesario para que triunfe el Bien. El Señor ama a sus criaturas sólo si se han purificado después de un baño en el pecado. Esta teoría tolerante está de acuerdo con el temperamento robusto y primitivo de Gregorio. Incapaz de castidad y sobriedad, decide que los placeres terrenos son agradables al Padre Eterno. ¡En todo caso, más agradables que la virtud extenuante del justo! ¿Qué sería el arrepentimiento si no hubiera caída? Sólo el que está de rodillas en el estiércol puede levantarse con alguna probabilidad de encontrar la mirada consoladora de Dios. Es Dios quien empuja a su servidor Gregorio a fornicar, a emborracharse, a bailar hasta el agotamiento. Cuando haya tomado esa purga, volverá a ser digno, por algún tiempo, de oír los consejos llegados de lo alto. Sin embargo, en la aldea se vuelve a murmurar acerca de él. Un olor a chamusquina flota en el aire alrededor de la casa de Rasputín. ¿No habrá una segunda denuncia?
Escarmentado por la visita del sacerdote investigador, Rasputín estima prudente alejarse y vuelve a partir para un largo viaje. Durante casi tres años sus recorridas piadosas lo llevan de ciudad en ciudad, de Kiev la santa, cuyas catacumbas visita, a Kazan, sede de una de las academias teológicas de Rusia. En esta última ciudad, llena del murmullo de las plegarias y del tañido de las campanas, conoce a un peletero que, impresionado por su mirada penetrante y su elocuencia torrentosa, le presenta a algunos amigos eclesiásticos: el padre Miguel, del gran seminario; el vicario Crisanto, jefe de la misión rusa en Corea, y el obispo Andrés. Seducido por los vaticinios de ese recién llegado, inculto e inspirado a la vez, el padre Miguel le aconseja dirigirse a la Academia de Teología de San Petersburgo donde, seguramente, encontrará oídos atentos. A fin de abrirle todas las puertas, hasta le da una carta de recomendación para el archimandrita Teófanes en persona. El documento especifica que el nombrado Gregorio Rasputín es un staretz seguro y un vidente sincero.
Provisto de ese viático, Rasputín no duda más. ¡Están olvidados el episodio de los khlysty, los chismes de los vecinos y la envidia del insignificante pope de la parroquia! Puesto que la Iglesia oficial lo apoya, no debe reparar en pequeneces sino salvar los obstáculos y conquistar la capital. Sin embargo, en su espíritu, no se trata de una maniobra ambiciosa. Lo que lo atrae no es el esplendor de San Petersburgo sino la extraordinaria concentración de hombres santos que allí tienen autoridad. Junto a ellos podrá perfeccionar sus dones de sanador y su conocimiento de la verdadera religión. Está convencido de que todo lo que emprenda de allí en adelante se hará por la mayor gloria de Dios. Lleva consigo algo de dinero de su casa. Lo suficiente para pagarse un viaje por barco y por tren sin tener que caminar ni mendigar en el trayecto. Una nueva vida empieza para él y, tal vez, piensa, para la piadosa y bienaventurada Rusia.