El Zar está perplejo. Sin compartir los impulsos místicos de su mujer, es sinceramente religioso y cree que los sermones y las profecías de Rasputín le son dictados por Dios. Además, desde el brusco restablecimiento de Alexis, ya no duda de que el staretz posee un excepcional talento de sanador. ¿Por qué, en esas condiciones, habría que privarse de sus servicios? Sin embargo, circulan tantos rumores inquietantes en San Petersburgo y en provincias sobre ese hombre enigmático y providencial, que Nicolás II quiere cerciorarse de la verdad. Encarga al general Dediulin, comandante del palacio, y a su ayuda de campo, el coronel Drenteln, de someter a Rasputín a un interrogatorio cortés pero exhaustivo y darle su opinión acerca del personaje. Los dos interrogadores cumplen con su misión con una escrupulosa minuciosidad. Sin maltratarlo, dan vuelta a Rasputín de un lado a otro. Rápidamente forman su opinión. Dediulin confía al Zar que, en el curso de su conversación con el staretz, han tenido la impresión de tratar con "un mujik astuto y falso, que utiliza su poder de sugestión para engañar a sus discípulos. Con el fin de confirmar ese diagnóstico, Dediulin, sin que Nicolás II lo sepa, pide al general Guerasimov, jefe de la Okhrana, [8] que vigile a Rasputín en San Petersburgo y que recoja informaciones sobre él en Pokrovskoi. Los informes de los agentes secretos despachados sobre el terreno son terminantes: se trata de un impostor, de un seudoprofeta incapaz de resistir a sus instintos sexuales. Habría corrompido a jovencitas y a mujeres casadas en su aldea y, en San Petersburgo, concurriría a los baños públicos con criaturas de escasa virtud. Hombre excelente en palabras, sería, en realidad, un cabrón de la peor especie. Guerasimov comunica sus conclusiones a su superior inmediato, el ministro del Interior Stolypin, que es asimismo presidente del Consejo. Estupefacto por esas revelaciones, Stolypin se precipita a Tsarkoie Selo a fin de abrir los ojos de Nicolás II sobre la verdadera naturaleza del piadoso Gregorio. Incómodo al principio, el Zar no tarda en acorazarse en el mal humor. Rehusándose a escuchar la lista de las fechorías de Rasputín, dice de pronto, con voz cortante: "¿ La Emperatriz y yo no tendríamos el derecho de tener nuestras propias relaciones, de ver a quien nos plazca?". [9] La causa es dada por concluida. Stolypin se retira, reprendido. Pero, lejos de declararse vencido, Guerasimov refuerza la vigilancia policial alrededor del staretz, descubre otros detalles sobre su vida disoluta e incita a Stolypin a relegar al indeseable a Siberia. Se imparte la orden de detener a Gregorio en la estación de San Petersburgo la próxima vez que vuelva de Tsarkoie Selo. Ahora bien, si Guerasimov tiene espías hábiles, Rasputín tiene los suyos. Sin esperar que le pongan la mano en el cuello, toma la delantera y parte decididamente hacia Pokrovskoi.
Soterrado en su aldea, espera que amaine la tormenta Para distraerse, decora su interior "como en la ciudad" y cuelga por todas partes, en las paredes, fotografías que lo muestran en compañía de los personajes más en vista del imperio. Por suerte, parece que en los lugares encumbrados han olvidado sus travesuras. Sin duda el Zar ha ordenado a la policía que suspenda la vigilancia. En el lado opuesto, Stolypin, que ha sugerido a Sus Majestades que no reciban más al staretz, ve su crédito ante el soberano sensiblemente comprometido. Ahora se lo recibe sólo muy espaciadamente, se le pone mala cara, no se tienen en cuenta sus advertencias.
Retomando energías, Rasputín pasa al ataque: vuelve a San Petersburgo a comienzos de 1909, pide una audiencia a Stolypin y le expone sus quejas: él no tiene nada que reprocharse, los investigadores han sido engañados por calumnias, su consagración a la Iglesia y a la familia imperial es sin tacha… Deseoso de no disgustar más aún al Zar, Stolypin hace redactar un informe donde mezcla verdad y mentira y cierra el legajo provisoriamente.
Recobrado su equilibrio, Rasputín piensa aprovechar la muerte reciente del padre Juan de Cronstadt para participar activamente en los asuntos religiosos del país y dar apoyo a la carrera de los eclesiásticos amigos. En primer lugar entre esos aliados de elección figura el Jerónimo Eliodoro. Éste, instalado en Tsaritsyn, se ha metido en dificultades al atacar al gobierno de la provincia, las autoridades locales y la nobleza, que, según él, por su excesiva tolerancia hacen el juego de los judíos, los francmasones y los revolucionarios de toda laya. En castigo por esos excesos de lenguaje, el Santo Sínodo lo desplaza a Minsk, donde su audiencia no será tan grande. No hace falta más para que Rasputín asuma su defensa. En su indignación "fraternal" llega incluso a abogar por la causa de ese demasiado fogoso partidario del conservadorismo ante Nicolás II. Al encontrarse con Eliodoro en casa de Anna Vyrubova, el Zar consiente en que vuelva a Tsaritsyn, de donde ha sido expulsado por sus superiores jerárquicos.
Victoria para Eliodoro, pero también para Rasputín. Seguro de su impunidad en toda circunstancia, este último se alegra de acompañar a Pokrovskoi, en mayo de 1909, a un pequeño equipo de admiradoras: Anna Vyrubova, la señora Orlova y cierta señora S., que no ha sido identificada. La idea de delegar a esas damas por encima de toda sospecha para que la informen acerca de la vida del santo hombre en el campo, se debe a la Emperatriz. Ahora bien, animado por tantas presencias femeninas, aquél se permite molestar a la señora S. durante el viaje. A su regreso, la víctima de los toqueteos del staretz escribe a la Emperatriz para quejarse de haber sido violada. Inmediatamente, Anna Vyrubova y la señora Orlova declaran que esa acusación infame es falsa. Dicen que su permanencia en Pokrovskoi se ha desarrollado en una atmósfera a la vez bucólica y santificadora. Han escuchado las prédicas del "padre Gregorio", han cantado salmos, han visitado a los "hermanos" y a las "hermanas", han dormido "en una gran pieza, sobre jergones dispuestos en el suelo". [10] Tranquilizada, la Emperatriz decide ignorar la denuncia de una ninfómana.
Poco después de ese intermedio, Rasputín se dirige, con el obispo Hermógenes, a Tsaritsyn, a casa de Eliodoro. El Jerónimo los recibe con todos los honores imaginables. Llega hasta a invitar al " staretz Gregorio" a presentarse ante sus propios feligreses reunidos en la iglesia y proclama: "¡Hijos míos, he aquí a su bienhechor! ¡Agradézcanle!". Ante esas palabras, toda la asistencia se prosterna, la frente contra el suelo. Se apretuja alrededor del "bienhechor", lo colma de palabras de adoración, le besa las manos como si fueran reliquias. Y él acepta esos homenajes con emoción y gratitud. Esa misma noche escribe una carta a Sus Majestades para informarles, en su jerigonza, del recibimiento triunfal que ha tenido en Tsaritsyn: "Muy queridos papá y mamá, unos mil (miles) de personas me siguen… Hay que dar una metro (mitra) al pequeño Eliodoro."
Luego parte de Tsaritsyn hacia Pokrovskoi. Esta vez Eliodoro lo acompaña. En el camino, Rasputín, en confianza, le habla del ascendiente que ha adquirido sobre las mujeres en general y sobre la familia imperial en particular. Para apoyar sus palabras, le muestra, en Pokrovskoi, las cartas de la Zarina y de las grandes duquesas. Son tan sorprendentes en su abandono y su ingenuidad que Eliodoro no puede creer a sus propios ojos. La Zarina, que tiene treinta y siete años, escribe: "Mi inolvidable amigo y maestro, salvador y consejero, ¡cuánto me pesa tu ausencia! Mi alma no encuentra paz y no me encuentro distendida más que cuando tú, mi maestro, estás sentado a mi lado, cuando te beso las manos y apoyo mi cabeza sobre tu santo hombro. ¡Oh, qué liviana me siento entonces y no tengo más que un deseo: dormirme eternamente sobre tu hombro y en tus brazos… Vuelve pronto. Te espero y sufro sin ti… La que te ama por la eternidad. M (Mamá)".
Olga (catorce años) escribe por su parte: "Mi inapreciable amigo, me acuerdo a menudo de ti y de tus visitas en las que nos hablas de Dios. Te extraño mucho y no tengo a nadie a quien confiar mis penas, ¡y tengo tantas penas, tantas…! Reza por mí y bendíceme. Te beso las manos. La que te quiere. Olga".
Y Tatiana (doce años): "Querido y fiel amigo, ¿cuándo volverás por aquí? ¿Te vas a quedar encerrado mucho tiempo en Pokrovskoi…? Arréglate para volver lo antes posible: tú lo puedes todo, ¡Dios te ama tanto…! Sin ti es triste, triste… Beso tus santas manos… Siempre tuya. Tatiana".
María (diez años) también se queja de la ausencia del padre Gregorio: "Por la mañana, desde que me despierto, saco de debajo de la almohada el Evangelio que me regalaste y lo beso. Siento como si te besara a ti".
Hasta Anastasia (ocho años) declara: "Yo te veo a menudo en sueños, y tú, ¿sueñas conmigo? ¿Cuándo vendrás? ¿Cuándo nos reunirás en nuestro cuarto para hablarnos de Dios…? Yo trato de ser juiciosa, como tú dijiste. Si te quedas con nosotros, seré siempre juiciosa. Anastasia". [11]
En cuanto al pequeño Alexis (cinco años), se contenta con enviar al adivino hojas de papel con la letra A (su inicial) trazada torpemente en el medio de la página y adornada con flechitas.
Rasputín está orgulloso de desplegar ante Eliodoro esas pruebas de amor de la familia imperial. Eliodoro se prodiga en comentarios maravillados. Decididamente, piensa, el amigo Gregorio es o un enviado del cielo o un genial usurpador. En las dos hipótesis merece una reverencia. Esas cartas queman las manos del Jerónimo. Las palpa, las huele. ¿Pide a Rasputín que le dé algunas o se las roba pensando que algún día podrán servirle? El caso es que terminan en su bolsillo.
Después de una semana en Pokrovskoi, los dos compinches parten juntos hacia Tsaritsyn. Allí, Rasputín pronuncia diversas prédicas y distribuye pequeños obsequios a los fieles reunidos en el monasterio del Espíritu Santo. Previamente, les ha advertido que todo objeto que viene de sus manos tiene un sentido oculto. "¡Según lo que cada uno reciba será su vida más tarde!", dice. Los asistentes se apiñan y se empujan para ser favorecidos por el santo hombre. Aquel que ha recibido un pañuelo se prepara para verter lágrimas; aquel a quien le toca un terrón de azúcar piensa que la vida será dulce, las jóvenes casaderas se arrebatan los anillos de pacotilla que les ofrece el staretz y se sienten desoladas si les tiende un pequeño icono, que significa que tomarán el velo.
Cuando se marcha de la ciudad, el 30 de diciembre de 1909, dos mil personas lo acompañan en procesión hasta la estación. Desde la plataforma de su vagón, dirige un discurso de adiós a la multitud. Se llora, se agitan las manos hacia él. Jamás se ha sentido más poderoso ni más amado. Eliodoro bendice el tren antes del último sonido de la campana. Pero, al hacerlo, se pregunta si su gran amigo no está a punto de adquirir demasiada importancia, lo que terminaría por perjudicar al clero oficial. Rasputín, por su parte, con su olfato habitual, adivina que su popularidad avanza sobre la de esos mismos eclesiásticos que habían empezado por apostar todo a su favor. Tanto peor, no puede volverse atrás. Dios ha trazado su camino entre las iglesias, los monasterios, las cunas y las tumbas. Debe proseguir sin desviarse una línea el destino que le ha sido asignado desde siempre por el Altísimo. Si un día tropieza, será con el consentimiento del Cielo.
Sin embargo, de regreso en San Petersburgo, se inquieta al sentir que el viento ha cambiado. Las acusaciones provienen de todas partes. Dos mujeres, Khionia Berladskaia y una tal Elena, se dirigen al dulce y modesto obispo Teófanes., en la Academia de Teología, para quejarse de los desbordes lúbricos del staretz. Khionia incluso pretende, jurando sobre el Evangelio, que Rasputín ha abusado de ella en un vagón de ferrocarril. Como ella se había confesado ante él de sus faltas, el oró con ella y luego la derribó de espaldas y la poseyó, afirmando que actuaba así para liberarla de las fuerzas oscuras. Teófanes ya ha oído repetidas veces ese tipo de recriminaciones con respecto a su protegido. Convoca al culpable y lo conmina secamente a explicarse, se niega a escuchar sus excusas embrolladas y le reprocha el haber traicionado su confianza. Luego de lo cual solicita una audiencia al Zar.
No lo recibe el Zar sino la Zarina, acompañada por la inevitable Anna Vyrubova. "Hablé durante una hora", contará Teófanes, "tratando de demostrar que Rasputín se encontraba en un estado de extravío espiritual." Pero Alejandra Fedorovna, aun diciendo que está entristecida por esas revelaciones, continúa pensando que los errores de Gregorio no le impiden ser un auténtico santo. Simplemente, lo es a su manera. En lugar de elevarse por la ausencia de pecado, se eleva por el conocimiento mismo del pecado. En tanto que los otros staretz olvidan que son hombres a fuerza de oraciones, él sigue siéndolo con todas sus debilidades, todos sus vicios, en seguida redimidos por el éxtasis. Por lo tanto está cerca de las criaturas imperfectas que somos, cerca del pueblo ruso, cerca de la verdad rusa y, lejos de ofender a Dios, lo sirve en las tinieblas como en la luz.
Ante esa obstinación, Teófanes se retira, consternado, y decide unirse al clan de los enemigos declarados de Rasputín. Son numerosos y diversos. Les parece que ha llegado el momento de actuar. Se organiza una campaña de prensa con la bendición del archimandrita y está conducida por dos monárquicos de derecha: Tikhomirov, ex populista, jefe de redacción de Noticias Moscovitas, y Novoselov, profesor en la Academia de Teología de Moscú. Pero, para dar más peso a sus protestas, los adversarios del staretz juzgan indispensable asociar a los movimientos de izquierda. El fundador del Partido Octubrista, presidente de la tercera Duma, Gutchkov, se pone a la cabeza de los intelectuales liberales hostiles a la influencia creciente del mago. Desencadenado en Noticias Moscovitas, donde Novoselov acusa a Rasputín de ser un charlatán que deshonra a la familia imperial, el ataque es retomado y reforzado por La Palabra, órgano de la formación política de los KD. [12] Esta última hoja publica, entre el 20 de mayo y el 26 de junio de 1910, una serie de artículos de Gutchkov firmados S. V. Bajo la cobertura de esas iniciales, él fogoso diputado denuncia las indecencias del " staretz perverso", da el nombre de sus víctimas y expone la teoría rasputiniana, según la cual el acto carnal no constituye de ninguna manera un pecado sino que representa un medio excelente de acceder a la beatitud religiosa. Al pasar, el autor destaca las actitudes equívocas de Rasputín con la extrema derecha y los "medios dinásticos", dicho de otro modo, con la familia imperial.
Trastornado, Rasputín se dirige a sus amigos para implorarles ayuda. Ante la aparición del artículo de Novoselov en Noticias Moscovitas, los "creyentes de Tsaritsyn", empujados por Eliodoro, se elevan en un "mensaje" contra las calumnias difundidas por la prensa acerca del "bienaventurado staretz Gregorio", quien presenta incontestablemente "todos los signos de la elección divina". Solicitado a su vez para que vuele en ayuda del "mártir", Hermógenes se muestra más reticente. Como ha escuchado las confidencias del obispo Teófanes y se ha interesado en las diatribas de los diarios, no se encuentra lejos de pensar que los detractores están en lo cierto. Pero reconocerlo sería enajenarse la benevolencia de Sus Majestades. Prudente, Hermógenes guarda silencio…
De todas maneras, aun entre los allegados al trono, el "asunto" levanta oleaje. La niñera del pequeño Alexis, María Vichniakova, se queja a la Zarina de que Rasputín la ha "mancillado" en su habitación del palacio, y que tiene "relaciones" con otras mujeres. Indignada por esas maledicencias propias de las criadas, la Emperatriz la castiga con una suspensión de dos meses. Pero una dama de honor de Su Majestad, Sofía Tiutcheva, está igualmente perturbada. Se: asombra de las familiaridades de Rasputín con las grandes duquesas, a las que visita con frecuencia en su cuarto, por la noche, charlando y riendo con ellas cuando están en camisón. ¿No hay allí un peligro para las hijas de la pareja imperial o, por lo menos, una falta a la dignidad de su condición? Al oír ese nuevo reproche acerca del "santo hombre", Alejandra Fedorovna se congela en una actitud de reprobación altanera y se niega a responder. Entonces, Sofía Tiutcheva, que tiene carácter, se dirige al Zar para expresarle sus dudas acerca de la pureza de las intenciones del staretz. "Entonces, ¿usted tampoco cree en la santidad de Gregorio Efimovitch?", suspira Nicolás II. "¿Y qué diría si yo le confiara que si he sobrevivido a estos años difíciles es gracias a sus plegarias?" [13] Igual reacción de Sus Majestades cuando la hermana mayor de la Zarina, la gran duquesa Isabel, intenta alertar a Alejandra Fedorovna sobre las insinuaciones enojosas que, a causa de Rasputín salpican la Corona. Cortando la palabra a la visitante, la Emperatriz deja caer desdeñosamente: "¡Son las calumnias habituales contra aquellos que viven como santos!". Igual que la niñera Vichniakova, la dama de honor Tiutcheva es alejada del palacio por dos meses, como medida disciplinaria. A causa de eso sentirá tal despecho que no tardará en presentar su renuncia y contará por todas partes que fue licenciada por haber querido revelar a los soberanos las familiaridades del staretz Gregorio con las grandes duquesas.
Con el fin de reforzar el campo de sus aliados en la lucha contra los poderes hostiles, Rasputín se dirige a Saratov e intenta engatusar al piadoso Hermógenes. Para convencerlo de sus buenas intenciones, le pide que lo prepare para el sacerdocio. El obispo encarga a Eliodoro esa misión delicada. Pero Rasputín se revela pronto incapaz de aprender de memoria el texto de las plegarias y los pasajes esenciales del Evangelio. Traduce todo a su propio lenguaje, sin preocuparse por las improvisaciones y la pronunciación defectuosa, a tal punto que su instructor renuncia a prolongar la experiencia. Para consolarse de ese fracaso, Rasputín se hace fotografiar en hábito de sacerdote, con sotana pero sin cruz pectoral, junto a Hermógenes y Eliodoro.
No obstante, algunos meses más tarde, un primer desacuerdo opone al mismo Eliodoro al " staretz amado de Dios" a propósito de León Tolstoi, excomulgado en 1901 por sus ataques contra la Iglesia Ortodoxa. A la muerte del escritor, el 7 de noviembre de 1910, Eliodoro envía un telegrama a Nicolás II para exigir que se pronuncie el anatema contra ese falso cristiano. Ahora bien, es Rasputín quien le responde en lugar de Su Majestad: "Telegrama demasiado severo, Tolstoi enmarañado en las ideas. Falta de los obispos, lo han querido mal. A ti también te critican tus propios hermanos. Tómate el trabajo de reflexionar". En lugar de seguir ese sano consejo, Eliodoro instala en una sala de su monasterio un retrato de Tolstoi sobre el cual los peregrinos son invitados a escupir hasta que los rasgos del modelo desaparezcan bajo la saliva. Puesto al corriente de esos ultrajes a la memoria del difunto, Rasputín se entristece. Él siempre ha admirado a Tolstoi. No como novelista, por supuesto -no ha leído nada de él-, sino como predicador religioso. Le parece notar una afinidad espiritual entre él y el autor de La guerra y la paz, pues ninguno de los dos necesita la mediación de los sacerdotes para comunicarse con Cristo.
Como Eliodoro persiste en vituperar a las autoridades gubernamentales, y por repercusión al régimen, cuya blandura, considera, entrega Rusia a los revolucionarios, a los francmasones, a los judíos y a los ateos, Stolypin decide desplazarlo de Tsaritsyn, donde se comporta como un reyezuelo, para instalarlo en el monasterio de Novosil, dependiente del obispado de Tula. Rasputín interviene en seguida ante el Zar para que su amigo el Jerónimo sea mantenido en la ciudad de su predilección. Pero he aquí que Stolypin, harto de todas esas intrigas, vuelve a su deseo de apartar al mismo Rasputín de San Petersburgo, donde su presencia agita demasiado la opinión pública. Habla de ello al Zar, que lo escucha flemático. Ante la referencia a ciertas escenas inconvenientes en los baños, Nicolás II tiene una sonrisa despreciativa y replica: "Ya sé; también allí predica las Santas Escrituras". Luego aconseja a Stolypin que hable con el staretz cara a cara para hacerse una idea personal de su valor.
La entrevista tiene lugar y el ministro descubre frente a él a un hombre astuto y obstinado, que cita la Biblia a cada momento, mueve las manos mientras masculla dentro de su barba, se proclama inocente de los horrores que le reprochan y se compara, en su humildad, a "una miguita". "Yo sentía nacer en mí un asco invencible", confiará Stolypin al diputado Rodzianko. "Ese hombre poseía una gran fuerza magnética y me produjo una profunda impresión moral, aunque fuera la de repulsión. Dominándome, levanté la voz y le espeté que, con los documentos que tenía en mi poder, su suerte estaba en mis manos." En fin, habiendo amenazado a Rasputín con llevarlo ante la justicia, Stolypin le sugiere evitar el escándalo regresando a Pokrovskoi y no volver más a San Petersburgo.
Puesto entre la espada y la pared, Rasputín implora, una vez más, la protección de los soberanos. Se la prometen, pero le parece que más por piedad que por convicción. Tranquilizado por la Zarina, sin embargo no se siente seguro. ¡Ha reunido a tanta gente contra él! Ante todo los obispos tradicionales, que ven su autoridad moral debilitada por un iluminado. Luego, ciertos miembros de la familia imperial y numerosos cortesanos, inquietos ante la idea de que un mujik pueda incitar a Sus Majestades a apoyarse en el pueblo en lugar de fiarse, como antes, en la aristocracia. Misma sospecha en la administración y la policía, que descubren en esa connivencia entre el Zar y un campesino una amenaza contra el buen funcionamiento de la máquina burocrática. En fin, los medios liberales, felices de poder denunciar, en esta ocasión, más allá de Rasputín todas las taras del régimen.
A pesar de la acumulación de nubarrones sobre su cabeza, el staretz Gregorio quiere creer que todavía tiene bastante influencia en el palacio como para intervenir en favor de sus amigos. Al ver que Stolypin insiste en su propósito de privar a Eliodoro de su feudo de tsaritsyn para enviarlo a otro monasterio, Rasputín se erige en campeón del Jerónimo "perseguido". Pero la maniobra fracasa. El investigador especial enviado al lugar por iniciativa del Zar regresa con informes demoledores tanto sobre la intolerancia ciega de Eliodoro como sobre las hazañas sexuales de Rasputín. Nicolás II termina por admitir que Stolypin tiene razón, que hay que dejar que las pasiones se calmen y que, en el interés general, sería necesario alejar a Rasputín durante algunos meses. Atacado por sus enemigos, aconsejado por sus amigos, Rasputín se resigna a abandonar la capital para emprender un peregrinaje a Jerusalén. Piensa que allí por lo menos a nadie se le ocurrirá espiarlo. Y esa visita a Tierra Santa también aumentará su reputación de piedad entre la población de la ingrata Rusia.