X El chivo emisario

Khvostov intentó varias veces hacer asesinar a Rasputín: primero por Bieletski y Komisarov, luego por el joven periodista Boris Rjevski, quien hasta se encontró con esa intención con el tempestuoso Eliodoro. Pero todos los complots fracasaron. Cuando Sturmer sucedió a Khvostov en el ministerio del Interior, Bieletski, desautorizado por su ex jefe, se vengó publicando en el Diario de la Bolsa el relato de las diversas tentativas de matar al staretz. La revelación por la prensa de esas maquinaciones sórdidas y torpes acaba de instalar en la opinión pública la idea de la corrupción del régimen. Esta sucia historia policial, sobre fondo de desastre nacional, exacerba las pasiones. Denunciar al espionaje alemán se convierte en obsesión. Se buscan traidores por todas partes, ante todo en la cima del Estado. ¿Cómo perdonar a la Emperatriz su sangre alemana? Por más que proporcione pruebas de su adhesión a Rusia y a la Iglesia Ortodoxa en toda ocasión, se sospecha que, en secreto, ha permanecido fiel a sus orígenes. Al mismo tiempo su guía espiritual, Rasputín, es englobado en la acusación de inteligencia con el enemigo. Muy pronto se sospecha que ambos mantienen conexiones con los agentes del Kaiser. La holgura material del "mujik maldito", sus costosas orgías, la amplitud de sus relaciones en el mundo político, todo eso, dicen, se explica por el dinero que recibe vendiendo a Berlín informaciones sobre el movimiento de las tropas rusas. Es verdad que Rasputín se rodea de financieros sin escrúpulos y de parásitos que se obstinan en arrancarle secretos. Pero jamás se deja llevar a divulgar un informe militar. Por otra parte, no tiene a su disposición los elementos del problema. Su parloteo cuando está borracho no es instructivo. Maurice Paléologue, el embajador de Francia, que lo hace vigilar por sus esbirros, no puede encontrar contra él más que grosería y jactancia. Su conclusión es que Rasputín no tiene nada de espía, que es "un palurdo, un primitivo, de una crasa ignorancia" pero que, por sus palabras desatinadas, socava la autoridad gubernamental y entra, sin quererlo, en el juego de Alemania.

Evidentemente, los emisarios clandestinos de Guillermo II en Petrogrado -¡no le faltan!- propalan, exagerándolos, los rumores más injuriosos sobre la familia imperial con el fin de alcanzar la moral de la retaguardia. Según los adversarios del régimen, existe en la corte un "partido alemán" dominado por Rasputín y cuyo propósito oculto es la conclusión de una paz separada. La prueba está, dicen, en que el general Sukhomlinov, ex ministro de Guerra, juzgado por el Consejo del Imperio y encarcelado por venalidad y alta traición en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, ha sido liberado a pedido del staretz y transferido a una casa de salud mental. Esta medida de clemencia demuestra, según ellos, que el santo hombre y la Zarina protegen a los traidores. De allí a creer que se aprestan a sacrificar el honor de Rusia a los teutones, no hay más que un paso fácilmente dado por los espíritus inquietos. Se murmura que ya se han hecho contactos a ese efecto en el nivel superior, que los lazos familiares entre las dinastías rusa y alemana pueden más que todas las consideraciones patrióticas, que Nicolás II, a pesar de las apariencias, no puede negarle nada a su primo Guillermo II y que la Zarina, aguijoneada por Rasputín, no ha interrumpido jamás sus relaciones con la corte de su país natal. Es verdad que el Zar, reconocen, es contrario por principio a semejante defección de la causa de los Aliados, pero su mujer y el vulgar campesino que la gobierna lo han hecho cornudo. Habría un complot a la sombra del trono en el que tomarían parte Rasputín, Alejandra Fedorovna, Anna Vyrubova, Sturmer y Protopopov. Los subditos de las provincias bálticas, los ultramonárquicos del Consejo del Imperio, el Santo Sínodo, financieros e industriales apoyarían la acción de esos provocadores del naufragio de Rusia.

Las noticias del frente alimentan la polémica. Un ataque ruso de vasta envergadura conducido por el general Brusilov, que sembró el desorden en el ejército austríaco, fue rápidamente frenado por los alemanes. En los otros teatros de operaciones, las fuerzas del Zar son derrotadas o rechazadas. Rumania, que acaba de entrar en la guerra junto a los Aliados, es invadida sin}ue Rusia haya podido acudir en su ayuda. Desamparado, el rey Fernando I recibe una oferta de paz de parte ie las "potencias centrales". ¿Va a aceptar? No, resiste. ¡Es una locura! ¿No le ha llegado a Nicolás II el turno de inclinarse ante un adversario que lo domina por todas partes? ¡Qué afrenta para la patria!

En realidad, el Zar no piensa ni por un segundo en leponer las armas. Y ni Rasputín ni Alejandra Fedorovna se lo aconsejan. Pero, para el público, continúan representando un trío indisoluble y fatal. Los falsos iniciados afirman que la cabeza de esa pirámide humana es Rasputín. Está sentado sobre la espalda de la Zarina. Y ella cabalga, con todo su peso, los frágiles hombros de su esposo. Esta visión se convierte en la pesadilla de la población de las ciudades, del campo y hasta de los soldados del frente. Circulan los rumores más fantásticos sobre lo que se prepara en la corte y en el Cuartel General Central. La censura reduce a un mínimo estricto los comunicados militares. El reaprovisionamiento se ve comprometido por la dificultad de los transportes y la falta de mano de obra en el campo. Faltan alimentos y leña para las estufas. Las calles están invadidas por desperdicios que se disputan los perros vagabundos y los mendigos harapientos. Ante los comercios de alimentos se forman filas de espera. La carne ha desaparecido de los mostradores. El precio del pan, de las papas, del azúcar aumenta de semana en semana. Se multiplican las huelgas sin motivo preciso. Obreros hambrientos y furiosos protestan contra nuevos reclutamientos para el ejército, contra la carestía de la vida, contra las inexplicables derrotas rusas, contra la inercia del gobierno, contra el invierno que se anuncia con el frío, los días grises y la nieve.

Entre los liberales se habla cada vez más de un "bloque negro", que preconizaría una paz inmediata con Alemania y que agruparía a Rasputín, la Zarina, Sturmer, Protopopov, el ala derecha de la Duma y algunos negociantes con tendencias germanófilas. Se cree que, en el lado opuesto, se endereza un "bloque amarillo", el de los progresistas, que quieren una democratización del régimen, ministros menos entregados a la Corona, el alejamiento del staretz y la prosecución de la guerra con honestidad y decisión. Ya sea en los salones, en los restaurantes, en los vestíbulos de los teatros, en todos los labios aparece el mismo nombre: ¡Rasputín! Se pasan a hurtadillas fotografías del santo hombre en su traje de campesino ruso, con la mano que bendice y la mirada fascinadora. Los enviados del Partido Bolchevique distribuyen por la ciudad caricaturas que representan a la Emperatriz y "su amante" en posturas obscenas. Durante la proyección de un filme de actualidades en los cines, los espectadores, al ver aparecer en la pantalla a Nicolás II con la cruz de San Jorge sobre su uniforme, gritan: "¡El padre zar está con Jorge, la madre zarina con Gregorio!" Después de ese escándalo, las autoridades prohiben la secuencia que lo ha provocado. En hoteles y restaurantes se cree prudente fijar carteles de advertencia: "Aquí no se habla de Rasputín". La propaganda alemana se arroja sobre la ocasión de aumentar la desconfianza entre los civiles y el desorden entre los soldados. Rasputín se convierte en el mejor aliado de las fuerzas enemigas. Libelos injuriosos, redactados en Alemania, completan el trabajo de los cañones en la empresa de descorazonamiento del ejército ruso. Los zeppelines sobrevuelan las líneas llevando en los costados afiches que ridiculizan a Nicolás II y Rasputín.

Esta explotación del descontento popular debería incitar al staretz a la moderación y a la prudencia. Extrañamente, lo electriza. Le parece que, al convertirse en ese personaje aborrecido, alcanza una dimensión legendaria. Antes no era más que una cantidad despreciable en la multitud de campesinos: helo aquí elevado a la altura de un mito. Cuanto más se habla de él, ya sea bien o mal, más se siente elevado por el viento de la gloria. Ya no camina, planea, acunado por el rumor de los insultos. Su gran idea es que esta promoción vertiginosa responde a los designios secretos del Señor. No hay razón para detenerla. Un día, tal vez, eclipsará al primer ministro. ¡Él, el niño travieso y piojoso de Pokrovskoi! ¡La vida está llena de sorpresas agradables para aquellos que tienen la suerte de agradar a Dios!

Así, inflado de orgullo, va de borrachera en borrachera, de cama en cama, y se jacta por todas partes de su poder sobre el espíritu de Sus Majestades. En los momentos de expansión, confía a sus compañeros de taberna que Nicolás II es un buen hombre con buenas intenciones, pero que tiene un carácter demasiado flexible para gobernar y que debería ceder su lugar a su mujer. Dicho de otro modo: a él mismo.¿Acaso él no es Rusia en su totalidad? Tampoco duda en declarar que, si él desapareciera, sería el fin de la dinastía de los Romanov y el caos sobre la tierra rusa por los siglos de los siglos. Raramente se ha sentido designado y conducido hasta ese punto por la historia.

Los alemanes no son los únicos en alegrarse por el escándalo que suscita la presencia de Rasputín junto al Zar y la Zarina. Refugiado en Zurich, Lenin ve en él su mejor auxiliar en la lucha para el aplastamiento del ejército ruso y la revolución proletaria que seguirá a continuación.

Ante esta acumulación de encono alrededor del trono, la Emperatriz hace frente con una energía que roza la inconciencia. "No puedes saber hasta qué punto es penosa la vida aquí", le escribe al Zar el 10 de noviembre de 1916, "cuántas pruebas hay que soportar y qué odio manifiesta esta sociedad corrompida […] ¡Ah, mi alma!, ruego a Dios para que sientas cómo nuestro Amigo es nuestro sostén. Si él no estuviera, no sé cuál sería nuestra suerte. Él es para nosotros una roca de fe y de socorro." Y el 13 de diciembre: "¿Por qué no te fías algo más de nuestro Amigo, que nos guía a través de Dios? Piensa en los motivos por los que me detestan: eso te muestra que hay que ser duro e inspirar temor. Entonces debes ser así, ¡después de todo, eres un hombre! Obedécele más. Él vive por ti y por Rusia… Sé que nuestro Amigo nos conduce por la buena senda. No tomes ninguna decisión importante sin avisarme… Sobre todo nada de esos ministros responsables [ante la Duma]. Hace años que me repiten la misma cosa: 'los rusos aman el látigo'. Es su naturaleza. Un tierno amor y, en seguida, una mano de hierro para castigar y dirigir. ¡Cómo me gustaría verter mi voluntad en tus venas! ¡ La Santa Virgen está por encima de ti, por ti, contigo, recuerda la visión que tuvo nuestro Amigo!" Al día siguiente, vuelve a la carga: "¡Conviértete entonces en Pedro el Grande, Iván el Terrible, el emperador Pablo I, aplástalos a todos bajo tus pies. No sonrías, muchacho picaro: querría verte como […]. Debes escucharme a mí y no a Trepov. Expulsa a la Duma […]. Estamos en guerra y, en un momento semejante, la guerra interior equivale a una traición […]. Recuerda que hasta Philippe [21] decía que es imposible dar una constitución a Rusia, que eso sería la pérdida del país: los verdaderos rusos opinan lo mismo."

Al constatar la obstinación de Alejandra Fedorovna en no ver el mundo más que por los ojos de Rasputín, los miembros de la familia imperial, cada vez más inquietos, se conciertan y forman un verdadero bloque de asalto dirigido por la Emperatriz viuda. A María Fedorovna se le ocurre ir a ver a su hijo a Kiev y explicarle el peligro que hace correr al país y a la monarquía plegándose ciegamente a las exigencias de su mujer y de Rasputín. Lo exhorta, en nombre de todos los Romanov, para que envíe al staretz a Siberia y1 destituya a Sturmer y Protopopov, que son unos incapaces de los que no se puede esperar nada más que reverencias. El Zar lo toma muy mal y se separa de su madre sin haberle concedido la menor promesa. Luego, es la gran duquesa Victoria, esposa del gran duque Cirilo, que se dirige a Alejandra Fedorovna para suplicarle que se desembarace, de una vez por todas, del pretendido hombre santo. Choca con un muro. También la propia hermana de la Zarina, la gran duquesa Isabel, viuda del gran duque Sergio, trata en vano de hacerla razonar asegurándole que, si persiste en su actitud, Rusia va derecho a una revolución.Por su parte, el gran duque Nicolás Mikhailovich va a Mohilev y presenta a Nicolás II una larga carta en la cual denuncia las múltiples intervenciones de la Emperatriz en los asuntos de Estado. El Zar se niega a leer el documento pero se lo entrega a su esposa, cuya cólera estalla inmediatamente y reprocha a la familia imperial hacer causa común con sus enemigos en lugar de sostenerla en su calvario. En cuanto al gran duque Pablo, que sugiere a Sus Majestades que escuchen la voz del pueblo, que alejen al funesto mujik y que acuerden una prudente constitución a Rusia, se le responde que, siendo el Zar el ungido del Señor, no tiene que rendir cuentas a nadie, que es dueño de pedir consejo a quien le parezca y que, el día de su coronación, prestó juramente de mantener el poder absoluto para legarlo intacto a sus descendientes.

Advertida del fracaso de las gestiones familiares ante Sus Majestades, la Duma reitera sus ataques contra el gobierno. Desde la apertura de la sesión, el I9 de noviembre de 1916, el dirigente del bloque progresista, Pablo Miliukov, expresó su cólera a gritos: "¿Esto es idiotez o traición? ¡Sería verdaderamente demasiada idiotez! ¡Parece difícil explicar todo esto como idiotez!" El 19 de diciembre, tendrá lugar la intervención virulenta del diputado de extrema derecha Vladimiro Purichkevich. Ese día, el ministro del Interior Trepov presenta al Parlamento la declaración de política general. Es recibido a los gritos de: "¡Abajo los ministros! ¡Abajo Protopopov!" Calmo y altivo, Trepov comienza la lectura de su discurso. Por tres veces, el alboroto de la izquierda lo obliga a abandonar la tribuna. Por fin lo dejan hablar. El pasaje relativo a la resolución de proseguir la guerra sin tregua es aplaudido incluso con calor. La atmósfera parece definitivamente distendida, pero, en cuanto continúa la sesión, purichkevich se desata contra "las fuerzas ocultas que deshonran a Rusia". Luego interpela al gobierno: "¡Es necesario que la recomendación de un Rasputín ya no sea lo que basta para elevar a las más altas funciones a los personajes más abyectos! ¡Hoy Rasputín es más peligroso que antiguamente el falso Dimitri! (…) ¡De pie, señores ministros! Si sois verdaderos patriotas, id a la Stavka, arrojaos a los pies del Zar, tened el coraje de decirle que la crisis interior puede prolongarse, que la ira popular gruñe, que la revolución amenaza y que un oscuro mujik no debe seguir gobernando a Rusia". [22] Algunos días más tarde, es el Consejo del Imperio, bastión del absolutismo, donde la mitad de los miembros son nombrados por el Zar, que toma el relevo de la Duma y emite un voto solemne para prevenir a Su Majestad contra "la acción de las fuerzas ocultas".

Así, en tanto que la extrema izquierda quiere desacreditar a la pareja soberana para precipitar la caída del régimen, la extrema derecha sueña con apartar del trono a todos aquellos que perjudican a la dinastía con el fin de restaurar una autocracia pura y dura. Los partidarios de esta última teoría desean la disolución de la Duma, el incremento de la censura, la ampliación de los poderes de la policía y la institución de la ley marcial. La Zarina les da la razón; el Zar titubea. Ha regresado a Tsarskoie Selo a fines de noviembre. Antes de volver a la Stavka, se encuentra con Rasputín en casa de Anna Vyrubova. Está preocupado y dice, sentándose en un sillón ante el staretz, que lo contempla con respeto y aprensión: "¡Y bien, Gregorio, reza con ardor; hoy, hasta la naturaleza está contra nosotros!". Y cuenta que las tempestades de nieve impiden abastecer de trigo a Petrogrado. Rasputín lo reconforta con algunas palabras y le declara que no habría que fundarse en las dificultades de la hora para concluir una paz prematura: la victoria será del país que se muestre más estoico y más paciente. El Emperador le responde que comparte ese punto de vista y que, según sus informes, Alemania también carece de víveres. Entonces, pensando en los heridos y los huérfanos, Rasputín suspira: "¡Nadie debe ser olvidado, porque cada uno te ha dado lo que tenía de más querido!". La Emperatriz, que asiste a la entrevista, tiene la mirada nublada por las lágrimas. ¿Cómo se puede detestar a un hombre semejante? ¡Los impíos que lo denigran merecen ser colgados! Al ponerse de pie para retirarse, el Zar pide, como de costumbre: "¡Gregorio, bendícenos a todos!" "¡Hoy, eres tú quien me bendecirá!", replica Rasputín. Y el Emperador bendice al staretz. (Vyruboba)

Como un eco de las palabras de Rasputín acerca del rechazo de toda negociación de armisticio antes de la derrota de Alemania, el nuevo ministro de Asuntos Extranjeros, Pokrovski, pronuncia un discurso muy firme ante la Duma: "Las potencias de la Entente proclaman su voluntad de proseguir la guerra hasta el triunfo final. Nuestros innumerables sacrificios serían aniquilados por una paz anticipada con un adversario que está agotado pero no abatido todavía". La Duma aplaude. Pero el público todavía no está tranquilizado: una cosa es negarse a firmar la paz; ¡ganar la guerra es otra! En el país se continúa padeciendo hambre, llegan malas noticias del frente y en la política siempre hay imprevistos. Rasputín aparece por encima de las multitudes como la bestia de siete cabezas del Apocalipsis. Y Alexandra Fedorovna, impávida, todavía escribe a su marido para sugerirle que disuelva la Duma, por lo menos hasta febrero, y que tenga más en cuenta los consejos del "padre Gregorio": "Cree en nuestro Amigo. Hasta los niños (las cuatro grandes duquesas y el zarevich) constatan que nada sale bien cuando no lo escuchamos y, por el contrario, todo se arregla cuando le obedecemos. Nuestro camino es angosto, pero hay que seguirlo rectamente, según la voluntad divina y no según la humana. Sólo hay que considerar las cosas de modo viril y con una fe profunda (…). Te bendigo, te amo, te beso y te acaricio sin fin, mi querido maridito". Al día siguiente, insiste: "No hay que decir: 'tengo una voluntad ínfima'. Simplemente te sientes débil, dudas de ti y eres proclive a escuchar a los demás".

Desde hace un tiempo, un cambio fúnebre se opera en el pensamiento de Rasputín. A pesar de las pruebas de ternura y veneración que le prodiga la Zarina, siente alrededor como un olor de muerte. Después de haberse enorgullecido de la cantidad de sus enemigos y de su incapacidad para hacerlo caer, se siente bruscamente cansado del combate que libra día tras día. La jauría que ladra a sus talones no cede ni una pisada. Empieza a creer que terminará por atacarlo y despedazarlo. Mientras está de fiesta con sus amigos, al son de una orquesta gitana, una sombría premonición le hiela la sangre en las venas. Todo se decolora alrededor. El vino tiene gusto a ceniza. Las mujeres que le ofrecen sus labios son sanguijuelas. Entonces aumenta la dosis de alcohol para superar ese debilitamiento. Una vez ebrio, ya no tiene miedo de nada. Pero su euforia no dura más que una noche. Al alba, sus dudas lo asaltan de nuevo. Su secretario, Aron Simanovich, refiere que una noche de abatimiento le confió un testamento destinado a Sus Majestades: "Presiento que dejaré la vida antes del 1º de enero. Quiero hacer saber al pueblo ruso, a Papá (el Zar), a la Madre rusa (la Zarina) y a los niños, a la tierra rusa lo que deben emprender. Si me matan vulgares asesinos, sobre todo por mis hermanos, los campesinos rusos, tú, Zar de Rusia, no tendrás nada que temer por tus hijos. Pero si me matan los boyardos, los nobles, y derraman mi sangre, sus manos quedarán manchadas por mi sangre durante veinticinco años. Deberán abandonar Rusia. Los hermanos se levantarán contra los hermanos, se matarán entre ellos y se odiarán, y, durante veinticinco años no habrá más nobleza en el país. Zar de la tierra rusa, si oyes el sonido de la campana que te anunciará que Gregorio ha sido muerto, sabe que, si es uno de los tuyos el que ha provocado mi muerte, ninguno de los tuyos, ninguno de tus hijos vivirá más de dos años. Serán muertos por el pueblo ruso (…). Yo seré muerto. No estoy más entre los vivos. ¡Reza! ¡Reza! ¡Sé fuerte! Piensa en tu bendita familia". [23]

Pocos meses antes, cuando volvía de la misa de Pascua con sus dos hijas y la familia imperial, Rasputín tuvo un vértigo y se desplomó, dando un grito sordo, en los almohadones de la calesa que lo transportaba. El coche se detuvo ante una iglesia. Repuesto de su malestar, el staretz dijo a Maria y a Varvara, que, enloquecidas, lo acosaban a preguntas: "No se asusten, palomas mías. Simplemente acabo de tener una horrible visión: mi cadáver yacía en esta capilla y, durante un minuto, sentí físicamente mi agonía… ¡Qué agonía…! Recen por mí, amigas mías, mi hora se acerca".

A pesar de esos presentimientos repetidos, no piensa en abandonar Petrogrado por su apacible aldea de Pokrovskoi. Aun si tuviera la posibilidad de escapar al fin trágico que lo asecha, se negaría a hacerlo. Le parece que la fecha de la muerte está inscrita en el calendario de Dios desde el nacimiento. Con una vanidad lúgubre piensa que, así como Cristo supo, mucho antes del suplicio, que sería crucificado, debe ser muerto a la hora señalada, por las manos elegidas, para que su nombre resplandezca para siempre jamás por encima de la estepa rusa. Puesto que su asesinato es tan necesario como las otras peripecias de su existencia, debe continuar gozando de la vida antes de comparecer ante el Señor que ha previsto todo, querido todo, ordenado todo y perdonado todo.

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