Después de haberse alojado en casa de Olga Lokhtina, luego en el domicilio del periodista Sazonov, más adelante en lo de Damanski, otro de sus amigos, y, finalmente, en cuartos amueblados, en 1914 Rasputín se instala en el departamento número 20 de la calle Gorokhovaia 64, no lejos de la estación de Tsarskoie Selo, lo que le resulta cómodo para sus desplazamientos hacia la residencia imperial. Situado en el tercer piso, el lugar es claro pero modesto: cinco habitaciones y una cocina. El alquiler se paga sobre el tesoro particular del Zar. La Okhrana tiene orden de vigilar la casa. Cuatro agentes de civil están constantemente allí: uno en el portal y tres en el vestíbulo de la gran escalera. El portero también está encargado de la protección del ilustre ocupante. Los agentes del vestíbulo juegan a las cartas para distraerse y anotan el nombre de los visitantes. De cuando en cuando, uno de ellos sube hasta el tercero para verificar que todo ande bien allí, y puede ocurrir que el staretz lo invite a tomar el té.
En el intervalo, el círculo de relaciones de Rasputín se ha agrandado considerablemente. Pero éste, a menudo, se ve obligado a frenar el ardor de sus admiradoras. Es así como la histérica Olga Lokhtina, que en otro tiempo era su amante, ahora lo pone en aprietos por las manifestaciones intempestivas de su fervor. Viene a verlo de improviso, cae a sus pies, le rodea las piernas con los brazos y grita con voz penetrante: "¡Santo! ¡Santo! ¡Santo padre, bendíceme! ¡Querría ser tuya! ¡Tómame, padrecito!". O bien, acercándose a la mesa detrás de la cual está sentado, le toma la cabeza entre las manos y le cubre el rostro de besos. Si él está tomando el té, se instala a su lado, insiste temblando en que le deje tomar un sorbo, le deslice un trozo de torta en la boca. Maria, la hija de Gregorio que ahora tiene dieciséis años y vive con él en San Petersburgo, es testigo de esas escenas enloquecidas. Aun creyendo en la santidad de su padre, piensa que Olga Lokhtina se pasa de la medida. Esta mujer, que antes se vestía con elegancia, se ha convertido en un espantapájaros enjaezado con oropeles multicolores y encajes. Los que están alrededor tratan de calmarla. Sienten piedad por ella a causa de su sinceridad en la fe rasputiniana. Su presencia es tolerada por caridad en la "corte" del maestro. A veces, al encontrarlo en la calle, se arroja sobre él y lo besa con ardor ante los transeúntes asombrados. Para ella, él es la encarnación de Cristo. Las otras adeptas, sin ser tan expansivas como Olga Lokhtina, están igualmente convencidas. La principal razón de su vida es el servicio del divino profeta, a quien le resultan necesarias sobre todo por sus lazos con personas de elevada posición.
Él frecuenta siempre asiduamente a Anna Vyrubova y a la señora Golovina madre, que lo introducen en los salones de la baronesa Rosen y de la baronesa Ikskul, y lo ponen en contacto con hombres políticos influyentes como el presidente del Consejo Goremykin, el ministro de Finanzas Bark, el conde Witte, Maklakov, el príncipe Mechtcherski, propietario y jefe de redacción del diario El Ciudadano. Conoce también al industrial Putilov, a los banqueros Manus y Rubinstein… Poco antes, esos personajes se reían de él como de un libertino pintoresco cuya presencia ponía en ridículo a la corte de Rusia; actualmente hasta sus detractores lo toman en serio. Todos saben que, para retener la atención favorable de Sus Majestades, no hay nada mejor que una recomendación del staretz. Ya no se ríen de su acento siberiano ni de su cabello largo ni de sus botas ni de sus frases inconexas. Ya no se irritan por sus malos modales en la mesa. Por poco, buscarían su apoyo más servilmente que el de un ministro, del que presienten que puede ser relevado de un día para otro. Él, por lo menos, ha probado en unos nueve años de reinado subterráneo que es inamovible. Cada vez que lo creen a punto de caer, se endereza, más poderoso y emprendedor que nunca. Las mujeres le hacen la corte, los maridos escuchan sus opiniones con gravedad. Invitado a todas partes, ya no tiene un minuto libre. Sin embargo, esa existencia mundana termina por pesarle. Aspira de nuevo a la paz bucólica de su aldea.
En junio de 1914, parte hacia Pokrovskoi con su hija Maria. A su llegada, una multitud compacta los recibe en el andén. Centenares de desconocidos reclaman la bendición del "padre Gregorio". Con mucha dificultad llega a su casa, donde lo esperan Prascovia, Varvara y Dimitri. Los vecinos acuden cargados de presentes. Él les habla del hospital que quiere hacer construir en el pueblo. Sus promesas son escuchadas como palabras del evangelio. A la mañana siguiente, domingo 29 de junio, la familia Rasputín va a misa. A Dimitri, el hijo, le llama la atención una mujer harapienta que tiene un vendaje en la nariz y la señala con el dedo para mostrársela a su padre, que lo reprende por esa curiosidad indebida. Al terminar el servicio divino, el pope pronuncia un sermón contra el Anticristo y el pecado que propaga. ¿Es una alusión pérfida a las fechorías del staretz? Gregorio no se preocupa por los gritos de ese cuervo.
De vuelta en casa, almuerza en familia y recibe a algunas mujeres que le obsequian un ramo de flores del campo. Poco después, el cartero le entrega un telegrama de la Zarina y él se retira para reflexionar sobre la respuesta; después cambia de idea y se dirige directamente al correo. En la entrada choca con la horrible mendiga sin nariz, que tiende la mano y le pide una limosna. Mientras él busca en su bolsillo, ella extrae un sable bayoneta de entre sus harapos y se lo planta en el vientre con todas sus fuerzas. Mientras él se tambalea, ella retira el arma de la herida e intenta clavársela de nuevo. Él la rechaza con un puñetazo en la cabeza y se desploma. Varios campesinos se precipitan y dominan a la frenética, que grita: "¡Suéltenme! ¡Suéltenme! ¡He vengado al Señor! ¡He matado al Anticristo! ¡Loado sea Dios, el Anticristo ha muerto!". Rasputín se arrastra hasta el umbral de su casa y se desmaya en brazos de su mujer. Dimitri corre a enviar un telegrama al médico más cercano, es decir en Tiumen, a noventa kilómetros de distancia. Mientras tanto, la comadrona de la aldea ayuda a Prascovia a poner apositos en la herida. El doctor Vladimirov realiza la hazaña de cubrir la distancia en ocho horas, cambiando de caballo en cada posta. Opera a la luz de las velas y, al día siguiente, el herido es transferido por barco al hospital de Tiumen.
Arrancada a la multitud que quería lincharla, la criminal, que no es otra que la loca Khionia Guseva, es acusada de tentativa de asesinato con premeditación. Ella confiesa haber actuado a instigación de Trufanov, alias Eliodoro, que la bendijo encargándola de exterminar al Anticristo. Al salir de Tsaritsyn, siguió a Rasputín en todos sus desplazamientos hasta Pokrovskoi. Un experto la declara irresponsable y la internan en un asilo, en Tomsk. En cuanto a Trufanov-Eliodoro, gravemente comprometido en ese asunto, burla la vigilancia policial, se afeita la barba y, disfrazado de mujer, llega a Suecia a través de Finlandia. Rasputín se repone con dificultad de su herida. Por suerte, el sable-bayoneta no ha tocado ningún órgano vital. Según el cirujano de Tiumen, la robusta constitución del enfermo le permitirá recuperarse después de algunas semanas de reposo.
En el palacio, mientras tanto, reinan la indignación y el pánico. La Emperatriz está dividida entre el terror de haber estado a punto de perder a su guía espiritual y la alegría de saber que éste ha escapado a la venganza de una desequilibrada. El 30 de junio de 1914, el Zar escribe a Nicolás Maklakov, ministro del Interior: "He sabido que ayer, en la aldea de Pokrovskoi, de la gobernación de Tobolsk, ha sido cometido un atentado contra la persona del staretz Gregorio Efimovich Rasputín, a quien veneramos mucho. Durante el atentado, fue herido en el vientre por una mujer. Temo que sea el blanco de designios perversos de un puñado de individuos indignos. Le pido que establezca una vigilancia constante acerca de este asunto y que proteja a Rasputín contra una eventual segunda tentativa de atentado".
De todos lados llegan telegramas al hospital para desear un pronto restablecimiento y larga vida al mártir. La ex monja Akulina Laptinskaia, una de sus más fieles discípulas, llega expresamente de San Peters-burgo para velar a su cabecera. La Emperatriz envía a Tiumen al eminente cirujano von Breden para reoperar al herido. A su regreso, el médico tranquiliza a todo el mundo: el staretz está fuera de peligro. Pero, en privado, comenta que la virilidad de Rasputín no es tan evidente como algunos se complacen en proclamar. La imaginación femenina, dice, prescinde de las pruebas. Exalta todo lo que toca y transforma un sexo de lo más común en un atributo masculino digno de un padrillo. Esta información confidencial va por toda la ciudad. ¿Quién tiene razón? ¿Las damas que celebran las proezas amorosas de Rasputín o el médico que lo ha examinado por todas partes? El caso es que, a pesar de la revelación de von Breden, la leyenda de la potencia genética del staretz permanece intacta. Cuando recupera algo de fuerzas, envía a sus admiradoras fotografías que lo muestran en su lecho de hospital y esquelas en las que garrapatea máximas sibilinas sin preocuparse por la ortografía.
Durante ese tiempo, en Occidente, crecen las amenazas de guerra. A la tentativa contra Rasputín responde un asesinato de repercusiones de otra importancia: el 15 de junio de 1914, en Sarajevo, el estudiante bosnio Princip mata al archiduque Francisco Fernando, heredero de la corona de Austria-Hungría, y a su esposa. Esa doble muerte provoca la cólera belicosa del gabinete de Viena contra Serbia. Ahora bien, Serbia está ligada a Rusia por un tratado, y Rusia, a su vez, lo está, en caso de conflicto, con Francia y con Inglaterra. ¿No hay allí un pretexto para una explosión general? Al enterarse de la noticia, Rasputín se niega a creer que el acto de un individuo aislado pueda tener consecuencias catastróficas para la paz del mundo. El 6 de julio, Nicolás II recibe en Peterhof al Presidente de la República Francesa, Raymond Poincaré. Fiestas, banquetes, revistas de tropas, congratulaciones recíprocas. Esta visita, que sella la amistad de dos grandes países, parece un signo de seguridad. Pero, cuando parten los huéspedes franceses, el 10 de julio de 1914, Austria-Hungría presenta a Serbia un ultimátum de condiciones inaceptables. Inmediatamente, Serbia se dirige a Rusia para que honre su promesa de sostenerla ante el peligro. Alemania, por su parte, abraza la tesis vienesa. Los diplomáticos se esfuerzan en vano por solucionar el diferendo con negociaciones. Ante la intransigencia alemana, el ministro de Relaciones Exteriores, Sazonov, aconseja a Serbia que acepte los términos del ultimátum. El 12 de julio, bajo la presión de Rusia, el gabinete serbio suscribe a la mayor parte de las condiciones que se le imponen. Austria, contando con una capitulación total, rechaza las tímidas reservas de Serbia y le declara la guerra el 15 de julio. Al día siguiente, fiel a sus compromisos, Nicolás II ordena una movilización parcial a título preventivo. Guillermo II monta en cólera y exige la anulación inmediata de esa medida. Aterrado ante la idea de la matanza que se prepara, Rasputín intenta disuadir al Zar de lanzarse a la aventura y le telegrafía desde Tiumen: "No os preocupéis demasiado por la guerra. Ya vendrá el tiempo de darle una paliza (a Alemania). Por ahora todavía no es el momento. Los sufrimientos (de los serbios) serán recompensados". Afirma también que esa guerra "significaría el fin de Rusia y de los emperadores". Nicolás II está conmocionado. ¿Tal vez, en efecto, será mejor esperar? Pero Sukhomlinov y el general Ianuchkevich lo persuaden de que la movilización parcial no solamente es necesaria sino que, para prevenir cualquier eventualidad, hay que transformarla inmediatamente en movilización general. El Zar, después de dos horas de titubeo, cede a disgusto. Al dar su acuerdo, dice a sus ministros: "Me han convencido, pero este será el día más penoso de mi vida". La orden de movilización general es publicada el 18 de julio de 1914.
En el hospital de Tiumen, Rasputín se desespera y garrapatea una carta al Emperador. El texto es de un iletrado, las frases se suceden sin orden, la puntuación es titubeante: "Querido amigo, digo todavía una vez más, una tempestad aterradora está sobre Rusia; desdicha y pena inmensa, noche sin escampada sobre un mar de lágrimas sin límites. ¡Y pronto sangre! ¿Qué puedo decir? No encuentro las palabras. Horror indescriptible. Sé que todos quieren de ti la guerra, hasta los fieles, no saben que es para la ruina. Duro es el castigo de Dios: cuando él quita la inteligencia, es el principio del fin. Tú eres el zar, el padre del pueblo, no permitas que los dementes salgan con la suya y pierdan al pueblo y a ellos mismos. Venceremos a Alemania, pero, ¿y Rusia? Cuando se piensa en ello, no hay mártir más desolado en todos los siglos. Está toda ahogada en sangre. Pena sin fin. Gregorio".
Rasputín se da a todos los diablos por no poder expresarse más que por carta cuando su corazón desborda de gritos. Maldice esa herida absurda que lo retiene en el fondo de Siberia, mientras que el Zar está a punto de perder el país y, tal vez, la dinastía. Si él estuviera en San Petersburgo, Sus Majestades lo escucharían antes que a todos esos ministros, a todos esos generales que razonan en abstracto y alinean cifras sobre el papel -tantos soldados, tantos fusiles, tantos cañones, tantos caballos-, sin darse cuenta de la inmensa miseria de los hombres que van a enviar a la carnicería. Prisionero de la distancia, envía mensaje tras mensaje, como si fueran botellas al mar.
Nicolás II, mientras tanto, deseoso de atenuar el efecto de la movilización general ante el gabinete alemán, telegrafía al Kaiser: "Me resulta técnicamente imposible suspender mis preparativos militares. De todos modos, mientras las tratativas con Austria no sean rotas, mis tropas se abstendrán de toda ofensiva". A lo que Guillermo II responde con un ultimátum que otorga un plazo de gracia de doce horas: que Rusia detenga la movilización general y se salvará la paz. Si no, la guerra es inevitable. Como Rusia no asiente, el 19 de julio Alemania decreta a su vez la movilización general. E inmediatamente después, el Kaiser envía un nuevo ultimátum a Rusia. Francia también tendrá el suyo. Ese día, clavado en su lecho de hospital, Rasputín envía al Zar un último mensaje caótico: "Yo creo, espero en la paz, ellos preparan una gran fechoría, nosotros no estamos en falta, sé todos vuestros tormentos, es muy duro no vernos, el entorno ha aprovechado secretamente en el corazón, ¿podían ayudarnos?" [17]
Al recibir esta suprema advertencia, Nicolás II tiene un movimiento de irritación contra el staretz que le predica la paz cuando la guerra está a las puertas del Imperio. Y rompe la carta ante los ojos de la Zarina desconsolada. Contra la opinión de los ministros, los generales y su mismo marido, sigue convencida de que Rasputín no puede equivocarse. Aun deseando ardientemente, a pesar de su origen alemán, la victoria de Rusia, su país de adopción por la voluntad de Dios, teme que se realicen las profecías del santo hombre. El 21 de julio de 1914 [18], Alemania declara la guerra a Francia. A la noche siguiente, Inglaterra hace lo propio con Alemania. Al día siguiente es Austria-Hungría quien declara la guerra a Rusia. Desbordado por los acontecimientos, obsesionado por la visión sangrienta del porvenir, Rasputín escribe al dorso de una fotografía suya: "¿Y mañana qué? Tú eres nuestra guía, Señor. ¿Cuántos calvarios hay que recorrer en la vida?"
Como para indicar que está equivocado, el anuncio de la guerra es recibido con entusiasmo en la capital. ¡Hay que vengar a los hermanos serbios y abatir el orgullo alemán! Centenares de miles de manifestantes se desbordan por las calles y van a aclamar a Zar cuando aparece en el balcón del palacio de Invierno. El formidable impulso patriótico que levanta al país tiene el poder de tranquilizar al soberano. Si Rasputín estuviera allí, podría ver en esa unanimidad reencontrada el testimonio de un acuerdo histórico entre el Emperador y la nación. Él siempre ha soñado con eso. Pero Nicolás II y el pueblo coinciden en una mala causa. Su unión no se basa en el amor sino en el odio. Digan lo que digan los políticos, a los que se abandonan a la violencia les esperan días sombríos.
En cuanto los médicos lo declaran capaz de desplazarse, Rasputín se dirige a San Petersburgo con sus hijas Maria y Varvara. Su mujer se queda en Pokrovskoi con Dimitri, que tiene diecinueve años pero ha sido exceptuado de las obligaciones militares como único hijo varón de la familia. Al llegar a la capital, los viajeros se sorprenden de su aire a la vez marcial, grave y alegre. De las ventanas penden banderas, los regimientos desfilan al son de la música, de todos lados llegan hombres para trabajar en las fábricas de armamentos, el alcohol está prohibido en los locales de venta de bebidas, los teatros están llenos de bote en bote, los salones aristocráticos se enorgullecen de tener hijos en el ejército y la ciudad ha cambiado su nombre de San Petersburgo, cuyo vestigio alemán podría lastimar el sentimiento nacional, por el decididamente eslavo de Petrogrado. Aun diciéndose ruso en un momento tan decisivo para la supervivencia del Imperio, Rasputín sufre por la ceguera en que ha caído la mayoría de sus compatriotas. Su humor fanfarrón le inspira menos admiración que temor, y casi lamenta haber dejado su apacible campiña por un manicomio. Ni siquiera Nicolás II, obnubilado por la idea de defender el honor eslavo, escucha sus consejos de moderación. En cuanto a la Zarina, acepta la guerra como una prueba enviada por Dios y contra la cual es inútil rebelarse. Por primera vez, el staretz se ve aislado en sus profecías. Con todas las fuerzas de su fe, espera equivocarse, que las hostilidades terminen después de algunas escaramuzas y que ni el país ni el régimen padezcan a causa de esos acontecimientos insensatos. No obstante, en el fondo de su corazón siente la doble amargura de no haber sido escuchado por Nicolás II y de no poder hacer nada para impedir la masacre que se prepara en las fronteras.
A comienzos de noviembre, abrumado, regresa a Pokrovskoi. Pero allí tampoco encuentra reposo para su alma. Al enterarse de que la Zarina ha comenzado a trabajar como enfermera en el hospital del palacio de Tsarskoie Selo, le telegrafía su aprobación paternal: "Darás tu ayuda a los heridos y Dios te glorificará por tus caricias y tu acción". Decididamente, no puede contentarse con observar de lejos las dolorosas convulsiones de la patria. En su aldea, se siente a la vez preservado e inútil, privilegiado y castigado. Él también debe estar en la brecha en caso de peligro. No aguanta más y, el 15 de diciembre de 1914, curioso y angustiado, llega de nuevo a Petrogrado, la ciudad donde se forja el destino del mundo.