XIII Efectos postumos

La muerte no es suficiente para reducir a Rasputín al silencio. Aun clavado entre cuatro tablas, continúa agitando los espíritus. Hasta aquellos que se alegran por su desaparición comienzan a decirse que, en realidad, los asesinos tal vez se han equivocado. En la izquierda se teme que la eliminación de esa fuente de escándalo no haya quitado a los liberales un maravilloso pretexto para sus ataques contra el régimen. En la derecha, se estima que la crueldad de la ejecución perjudica a los altos personajes que la idearon. Su ignominia, su bajeza, son semejantes a las del hombre al que eligieron eliminar. Con sus manos cuidadas y sus grandes nombres, no valen más que su víctima. En lugar de blanquear a la pareja imperial, la han manchado con la sangre de un mujik. Más grave aún: una vez cometido el delito, han aprovechado su parentesco con el Zar para reclamar impunidad. Y, demasiado débil para permanecer sordo a sus súplicas, Nicolás II ha ordenado detener las diligencias judiciales. De modo que en Rusia hay dos justicias: una para la gente del pueblo, otra para los aristócratas. Si los asesinos son culpables de haber masacrado a un individuo indefenso, el Emperador lo es más aún por no haberlos castigado. Ha colocado las consideraciones de familia por encima del respeto de las leyes. Ya no es el padre de la nación sino el protector de una casta. ¿Acaso no ha sido así desde el comienzo de su reinado?, preguntan los escépticos.

Para mucha gente, la muerte de Rasputín no es solamente un insulto a Sus Majestades, que lo habían hecho su amigo, sino también un mal presagio para la monarquía. Rasputín había predicho a sus allegados que su supresión acarrearía la de la dinastía entera: "Si muero, o si ustedes me abandonan, perderán a su hijo y la corona en seis meses". Esa advertencia es repetida por todas partes y comentada con temor supersticioso. El ruso cree fácilmente en los signos del más allá. La masa del pueblo llega a preguntarse si el staretz no era realmente un enviado de Dios y si, al inmolarlo tan salvajemente, los conspiradores no han preparado al mismo tiempo la caída del trono y la capitulación de la patria. En pocos días, se abate sobre el país la impresión de un desastre inminente, más terrible que la carnicería del palacio Yusupov. En el aire hay miasmas de vergüenza, de angustia y de derrota. Cada uno, de arriba abajo de la escalera y por razones diferentes, se siente amenazado porque Rasputín ya no está. Unos temen que Dios, irritado por ese crimen abyecto, se aparte de Rusia; otros que el Zar, comprometido, desacreditado, ya no esté en condiciones de gobernar el imperio.

¿Pero, en realidad, quién era ese Rasputín, bendecido y execrado al mismo tiempo? ¿Un mistificador o un mago? Aquellos que creen en él, a pesar de sus tachas cien veces denunciadas, sostienen que pertenece a una especie particular que debería tener su lugar en el martirologio ortodoxo. En esa lista sagrada se encuentra toda clase de santos: guerreros, anacoretas, convertidores, dedicados a la meditación, al éxtasis, a la caridad… ¿Por qué no introducir en la gloriosa cohorte un santo pecador? Pues Rasputín, dicen algunos, es un maravilloso ejemplo de esta categoría: tiene una fe inquebrantable, un don de curar atestiguado a menudo, la facultad de prever el porvenir… Simplemente, añade a esas cualidades excepcionales una sed de vivir y de gozar que, lejos de condenarlo, debería inclinar a las multitudes a tener confianza en él. El Cielo lo ha elegido para consuelo de sus semejantes porque él conoce y comparte todos los apetitos humanos. El santo pecador es más grato a Dios que los santos predicadores. Por sí solo justifica la piedad del Altísimo por sus criaturas.

Frente a los sostenedores de la leyenda del santo pecador, los adversarios de Rasputín claman que es un charlatán preocupado solamente por las satisfacciones materiales. Aun reconociendo que tiene un extraño poder magnético, no ven en su acción más que cálculo, astucia, concupiscencia y adulación rastrera. Para ellos, es un bribón que ha engañado a sus admiradoras, demasiado crédulas, a fin de progresar en el mundo y satisfacer sus más bajos instintos. Poco a poco, después de una llamarada de misticismo, esta interpretación razonable prevalece en Rusia. Incluso hay asombro entre los intelectuales por la importancia acordada al fenómeno. A sus ojos, esto se explica por la extraordinaria propensión del pueblo ruso a creer en el poder de las fuerzas ocultas. Es verdad que el alma de la nación es profundamente permeable á los misterios. Es infantil, generosa e inclinada a los extremos. Hasta las personas evolucionadas, o que pretenden serlo, están sedientas de revelaciones disimuladas, de influencias astrales y de coincidencias significativas. Sí, en esa época hay en el país una enorme ingenuidad unida a la necesidad de confiar su destino a las manos de un pastor sobrenatural. Necesidad que aparece tanto en los salones como en las alcobas, en los restaurantes como en los baños públicos, en las isbas siberianas como en los corredores del palacio imperial. Si Rasputín ha podido prosperar y crecer hasta las dimensiones de un mito es porque respondía a una necesidad espiritual tanto en las masas como en las cercanías del trono. Sin la aberración de la Zarina y la debilidad del Zar, habría seguido siendo un vagabundo iluminado, yendo de aldea en aldea, viviendo del candor público y propagando la palabra de Dios con mayor o menor convicción. Es Alejandra Fedorovna quien, extraviada por sus angustias maternales, ha fundado el culto de su santidad. Con la ayuda de Anna Vyrubova y algunas otras, lo ha creado de pies a cabeza y lo ha alentado a entrometerse en todo. Ella se jactaba de ser su prosélita y él fue la encarnación de sus sueños insensatos, el artesano de un desastre que tuvo tiempo de prever antes de desaparecer.

¿Qué irá a pasar ahora que ha muerto? ¿Cómo hará Rusia para sobrevivir a Rasputín? Verdadero o falso profeta, ha incidido con todo su peso en la historia. Los que han creído en él se sienten huérfanos y no saben a qué santo encomendarse; los que lo han tratado de impostor se preguntan si un milagro podrá todavía salvar a Rusia, enferma de locura colectiva. En realidad, Rusia ha secretado a Rasputín como una fiebre provoca un grano. En el estado de desorden moral en que se encontraban sus compatriotas, su venida era inevitable. Ha sido el producto de un pueblo entero en ebullición. Tal vez un personaje semejante no habría podido surgir en ninguna otra parte más que en esa inmensa comarca de llanuras, de visiones engañosas y de piedad.

Prascovia, la viuda de Rasputín, llegó a San Petersburgo el 25 de diciembre de 1916. Su marido había sido enterrado cuatro días antes. Se reúne con sus dos hijas en el departamento del staretz en la calle Gorokhovaia. Pero los vecinos las increpan por las ventanas y las insultan apenas asoman la nariz. Entonces se mudan para escapar del escándalo. Después, como en ninguna parte encuentran refugio contra la maledicencia, se resignan a volver a Pokrovskoi.

Nicolás II ha regresado a la Stavka de Mohilev después del entierro. De nuevo gobierna la Emperatriz. El recuerdo de Rasputín no la abandona. Escribe a su marido: "Nuestro querido Amigo reza por ti en el más allá. ¡Todavía está tan cerca de nosotros! Creo que todo terminará por arreglarse. ¡Para eso, querido, es necesario que te muestres fuerte, que enseñes el puño!". Casi todos los días lleva flores a la tumba del staretz y, en los momentos de duda, pide consejo y protección a su memoria. El ministro del Interior, Protopopov, comparte su fe en la permanencia del santo hombre junto a ellos y no titubea en hacer mover las mesas para invocar el fantasma del difunto. Alejandra Fedorovna le agradece que esté siempre de acuerdo con ella, es decir, de acuerdo con el staretz, que se expresa desde más allá de la tumba. Se niega a ver que el hombre de gobierno en quien deposita ahora sus esperanzas no está en su sano juicio. Una mujer neurótica y un político que no está en sus cabales dirigen el país en guerra. Ya no pueden apoyarse ni en la alta aristocracia, que se considera burlada en sus derechos, ni en el pueblo, agotado por las privaciones y asqueado por las maniobras del poder. De ese modo, apartada de la sociedad, la Emperatriz lo está igualmente de los parientes de su marido.El aislamiento de Sus Majestades es total.

Temiendo que la Zarina resulte afectada por la enemistad que se manifiesta alrededor de ella, Protopopov le hace enviar diariamente cartas de alabanza por la Okhrana: "Amada soberana nuestra, madre y tutora de nuestro querido zarevich, protegednos contra los malvados. ¡Salvad a Rusia!" Engañada por esas demostraciones de amor por encargo, le declara a la gran duquesa Victoria: [31] "Hasta hace muy poco, yo creía que Rusia me detestaba. Ahora comprendo que es sólo la sociedad de Petrogrado la que me odia, esta sociedad corrompida, impía, que no piensa más que en bailar y banquetear, que se ocupa sólo de sus placeres y sus adulterios, mientras la sangre fluye a raudales por todas partes… ¡La sangre…! ¡La sangre…! Ahora, siento la gran dulzura de saber que Rusia entera, la verdadera Rusia, la Rusia de los humildes y los campesinos está conmigo. Si os mostrara los telegramas y las cartas que recibo, lo comprenderíais". [32] Alejandra Fedorovna piensa que esa Rusia que la ama es la de Rasputín. Cuando recuerda que, en vida del "Amigo", tenía al alcance de sus ojos a toda Rusia en una sola persona, comprende mejor la magnitud espantosa de su pérdida. Cada incidente de su vida la lleva hacia él. Su actitud a la vez tiránica, nerviosa y alucinada inquieta a quienes la rodean. En los corredores de la Duma se piensa cada vez más a menudo en la posibilidad de internar a la Zarina, deponer al Zar y reemplazarlo por el zarevich bajo la regencia del gran duque Nicolás Nicolaievich. Éste, consultado en secreto, vacila, pide que lo dejen reflexionar, luego rehusa. Algunos diputados se dirigen entonces al gran duque Miguel, hermano menor del Zar. Generales de renombre se unen al complot. Mientras que los soldados caen por millares en el frente por una causa en la que ya no creen, en la retaguardia la autoridad se tambalea, no se sabe con seguridad quién tiene el timón del navío.

El reaprovisionamiento de la capital es irregular; los precios suben y los salarios no los acompañan; el frío agrava la miseria en las viviendas deterioradas y privadas de calefacción; las noticias del frente son malas; se disponen tarjetas de racionamiento; la multitud toma los negocios vacíos por asalto. Desde comienzos de febrero de 1917 estallan revueltas a cada momento. El 23, los sindicatos organizan una manifestación llamada "Jornada internacional de las obreras". Al desfile de las mujeres se han añadido huelguistas, obreros despedidos y hasta desertores que han escapado de las búsquedas. La policía no interviene. Al día siguiente, nueva demostración, banderas rojas a la cabeza. Se canta La Marsellesa, se grita; "¡Muerte a Protopopov! ¡Abajo la autocracia! ¡Abajo la guerra! ¡Abajo la zarina alemana!". La policía montada dispersa a los perturbadores, que dejan algunos heridos en el terreno. Al tercer día, la huelga toma una amplitud inquietante. Está orquestada por el Partido Bolchevique. Cierran todas las fábricas. La policía tira sobre los grupos tumultuosos. El 26, domingo, la ciudad parece más tranquila y Nicolás II, negándose a creer en una revolución, se contenta con enviar de la Stavka el siguiente telegrama al general Khabalov, nuevo comandante de Petrogrado: "Ordeno hacer cesar desde mañana en la capital los desórdenes que no se pueden tolerar en esta hora grave de la guerra contra Alemania y Austria".

El 27 de febrero, lejos de aplacarse, la insurrección se propaga a los cuarteles. Los regimientos de la Guardia Imperial se sublevan uno tras otro. En realidad, esos soldados ya no tienen nada en común con las tropas de élite que poco antes aseguraban la gloria y la perennidad del imperio. Se trata de reservistas recientemente movilizados, pertenecientes a clases entradas en años y cuya principal preocupación es salvarse de que los envíen al frente. Todos están hartos de la guerra y la disciplina los tiene sin cuidado. Siguiendo el ejemplo del regimiento Pavlovski, de los guardias de Volhynia, de Lituania y de Moscú, los regimientos Preobrajenski y Semionovski se desparraman por la calle sin sus oficiales, sin sus banderas, y fraternizan con el pueblo. Seguros de su fuerza y de la justicia de sus derechos, los sublevados embisten la ciudadela de San Pedro y San Pablo, abren las puertas de las prisiones, prenden fuego al Palacio de Justicia, se apoderan del Arsenal y distribuyen fusiles a la multitud. Muy pronto, una turbamulta delirante marcha sobre el palacio de Tauride donde los diputados, sin poder salir, esperan ser exterminados. Kerenski se lanza a la delantera de los insurgentes, los arenga, los felicita y los invita a arrestar a los ministros y a ocupar todos los puntos estratégicos de la ciudad. Un "comité provisorio" de doce miembros es nombrado en el acto y su presidente, Rodzianko, se encarga de exigir al Zar la constitución de un "ministerio de confianza". Al mismo tiempo, en otra sala del palacio de Tauride, está reunido el primer soviet de los obreros y soldados, dominado por el ardiente Kerenski.

No hay más jefes ni prohibiciones ni tradiciones. En cinco días, la calle ha triunfado. Los burgueses, enloquecidos, sujetan banderas rojas en sus ventanas para ganarse la benevolencia del populacho. Los automóviles requisados recorren la ciudad, repletos de individuos armados que tiran al aire. Se detiene a cualquiera, por cualquier motivo, ante la denuncia de un vecino. Obreros furibundos arrancan los emblemas imperiales de la fachada de los palacios y de los negocios. Hay más águilas bicéfalas en la acera que en el frontón de los edificios públicos. Los oficiales retiran de sus charreteras el monograma del Emperador. El saludo militar es abolido por los hombres de la tropa. A los ojos del nuevo poder, todas las jerarquías son sospechosas.

Por fin consciente del peligro, la Zarina telegrafía a su marido: "Concesiones inevitables. Los combates de las calles continúan. Varias unidades han pasado al enemigo". Esta vez, Nicolás II se resigna a dejar el Gran Cuartel General para dirigirse a Tsarskoie Selo. Pero el tren imperial, que partió de Mohilev la noche del 28 de febrero, se encuentra con dos compañías armadas con cañones y ametralladoras que le niegan el paso. El Zar piensa entonces alcanzar Moscú, la ciudad de la coronación. Pero le informan que la segunda capital también ha caído en manos de los rebeldes. No sabiendo adonde ir, decide replegarse hacia Pskov, cuartel general de los ejércitos del norte, comandados por el general Ruzski. Llega el 1º de marzo de 1917 para enterarse de que la Duma ha procedido, por propia determinación, a la constitución de un gobierno provisional, con el príncipe Lvov como presidente. Mantenido, hora por hora, al corriente de los acontecimientos, el general Alexeiev, jefe de estado mayor del Gran Cuartel General de Mohilev, toma la iniciativa de invitar a los generales que comandan los diferentes cuerpos de ejército a que soliciten del Emperador su abdicación inmediata por la salvación del país. Sus respuestas son trasmitidas rápidamente a Pskov. Todas, incluida la del gran duque Nicolás Nicolaievich, virrey del Cáucaso, insisten en que Su Majestad obedezca al deseo de los oficiales superiores y deponga la corona. Ante esa unanimidad en la condena, Nicolás II, agobiado, humillado, acepta retirarse en favor de su hijo Alexis, de doce años y medio de edad. Pero, avisado de que los diputados Guchkov y Chulguin se presentarán ante él con el fin de discutir la cuestión, prefiere esperar su llegada para firmar el acta de abdicación previamente redactada por Alexeiev.

Los dos delegados de la Duma llegan con la sensación de vivir horas históricas. Tienen rumores terribles de Petrogrado. Muy calmo, Nicolás II los recibe en su vagón y los tranquiliza: tiene verdaderamente la intención de dimitir. Pero, en el intervalo, su médico personal, el doctor Fedorov, le ha hecho notar que la salud precaria de su hijo es un obstáculo para que reine un día. El Emperador abdica, por lo tanto, en favor de su hermano menor, Miguel. Esta decisión satisface a Gutchov y Chulguin, que regresan a la capital seguros de que la renuncia del Zar va a calmar a los amotinados. Lamentablemente, no es así. Cuando los delegados bajan del tren en la estación de Petrogrado y anuncian a la multitud que Miguel va a suceder a Nicolás, sus declaraciones son recibidas con abucheos: "¡Abajo los Romanov! ¡Nicolás y Miguel son la misma cosa! ¡El rábano blanco es lo mismo que el negro! ¡Basta de autocracia!". A pesar de todo, la Duma piensa someter el problema al gran duque Miguel que, en realidad, no tiene ningún interés en acceder al trono en semejante clima de desorden. Prefiere desistir a su vez y se inclina oficialmente ante la autoridad de la futura Constituyente, cuyas elecciones tendrán lugar en algunos meses.

De regreso hacia Mohilev, Nicolás II, herido por la negativa de su hermano, anota en su diario íntimo: "Alrededor de mí no hay sino bajeza, cobardía y engaño". Otra vez en el Gran Cuartel General, entrega el mando supremo de los ejércitos al general Alexeiev. Ahora su única esperanza es que su desaparición provoque un despertar patriótico de Rusia y apresure el final de la guerra. La Emperatriz viuda, que acudió de Kiev a Mohilev, intenta reconfortar a su hijo privado del poder. Después de una larga conversación entrecortada con suspiros y lágrimas, Nicolás sube a su tren, estacionado frente al que utilizó su madre para venir. Vuelve a Tsarkoie Selo ya no como monarca sino como simple ciudadano. Un oficial ruso cualquiera. Del otro lado de la vía, Maria Fedorovna, de pie y llorando en la ventana de su vagón, lo bendice con grandes señales de la cruz. El 8 de marzo de 1917, él dirige un último mensaje a las tropas, recomendándoles someterse al gobierno provisional y combatir hasta la victoria.

Apenas llega a Tsarskoie Selo comprueba su soledad y su decadencia. Cuando se presenta ante las rejas del palacio, los centinelas se niegan a dejarlo entrar sin una orden del oficial de guardia. Éste aparece en la escalinata y grita: "¿Quién vive?" "¡Nicolás Romanov!", anuncia el centinela. "¡Déjenlo pasar!" Al fin está en medio de su familia. Los esposos se arrojan el uno en brazos del otro. La Zarina murmura entre dos sollozos: "¡Perdóname, Nicolás!". Él responde: "¡Soy yo, yo solamente el culpable de todo!".

Apenas Alejandra Fedorovna se reencuentra con su marido en Tsarskoie Selo, un nuevo golpe termina de desampararla. Había deseado transformar el departamento de Rasputín en un santuario dedicado a la gloria de "nuestro Amigo". Pero la violencia de los acontecimientos le impide poner en ejecución ese piadoso proyecto.El gobierno provisional no tiene ningún respeto por la memoria del Hombre de Dios. Muy pronto, el diario Las Noticias Rusas publica una información lacónica: "El departamento donde vivía Gregorio Rasputín y todo su mobiliario acaban de ser comprados por el señor Varenne, propietario del café El Imperio".

Poco después, otra catástrofe sacude a los huéspedes del palacio de Tsarskoie Selo: no sólo es profanada la vivienda del staretz sino que también se ensañan con sus despojos mortales. Obedeciendo a una orden del gobierno provisional, un grupo de soldados desentierra el féretro de Rasputín y lo coloca en una caja que había servido de embalaje de un piano. Luego lo transportan a Petrogrado y lo depositan en un rincón de las antiguas caballerizas imperiales. Al día siguiente, cargan la caja en un camión para sacarla de la ciudad. Kerenski ha dado instrucciones de inhumar el cuerpo en "algún lugar en el campo". E,n el camino, el camión sufre un desperfecto cerca de Lesnoi, en las afueras de la capital. Los curiosos se reúnen y exigen inspeccionar la caja. Cuando aparece el féretro, lo abren. Ante el cadáver de rostro apergaminado y ennegrecido, el delegado del Comité Permanente de la Duina, un tal Kupchinski, decide que hay que rociarlo con nafta y prenderle fuego allí mismo. Se eleva una enorme llama. La cremación, sobre una hoguera improvisada con árboles derribados en los alrededores, dura seis horas. Las cenizas son dispersadas al viento. Con fecha del 10 de marzo, Kupchinski levanta un acta que firman todos los participantes en la incineración. La Zarina ve en ese auto de fe sacrilego la prueba de que Rasputín es realmente un mártir digno de la veneración de las generaciones futuras.

El Zar y su familia están ahora encerrados en Tsarskoie Selo en compañía de unos pocos fieles. No tienen derecho de comunicarse con el exterior y su correspondencia es controlada. De todos modos, pueden pasearse por una parte del parque especialmente tapiada y vigilada por soldados. Kerenski los visita demostrando una cortesía helada. Pero tiene un mérito a los ojos de Nicolás: piensa continuar la guerra hasta el final junto a los Aliados. Tampoco es contrario a la partida de la familia imperial hacia el extranjero. Inglaterra parece lo más indicado como lugar de exilio, ya que Nicolás es primo hermano del rey Jorge V Sin embargo, los medios gubernamentales de Londres temen que los obreros se subleven al enterarse de la llegada del ex Zar a suelo británico. Además, la Zarina es de origen alemán. La propaganda revolucionaria los ha presentado en toda Europa como enemigos del pueblo. ¡Que se queden, entonces, por su cuenta y riesgo, en esa Rusia que no comprendieron y que dirigieron tan mal!

Lenin se regocija en Zurich. La podredumbre está en todas partes. Kerenski, que acaba de reemplazar al bonachón príncipe Lvov como jefe del gobierno provisional, no tiene talla para enfrentar la situación. Por mucho que predique a los soldados que hay que proseguir la guerra, sus exhortaciones les resultan indiferentes. A la menor amenaza de los amotinados de Petrogrado, se meterá bajo tierra. El líder bolchevique piensa que ha llegado el momento de regresar a la madre patria para dar el último toque a la descomposición del régimen. Entabla negociaciones con el representante del Kaiser en Berna y obtiene sin dificultad la autorización de dirigirse a Rusia, con su mujer y diecisiete compañeros de lucha, atravesando Alemania en un tren especial. Tiene un triple propósito: derribar la pandilla demasiado liberal de Kerenski, instituir la dictadura de los soviets y firmar una paz por separado lo antes posible.

Desde su llegada a Petrogrado en abril de 1917, donde es recibido como triunfador por los miembros de su partido, comienzan las manifestaciones hostiles al gobierno provisional. A comienzos de julio, los bolcheviques intentan un alzamiento en masa para apropiarse del poder. Pero los registros y los arrestos previos alcanzan a la mayoría de los dirigentes y el mismo Lenin, a punto de ser apresado, huye disfrazado de la ciudad y se refugia en Finlandia. Temiendo nuevas maniobras subversivas de los bolcheviques o un regreso enérgico de los monárquicos, Kerenski toma la resolución de enviar al Zar y su familia a Tobolsk, en Siberia. El 1º de agosto de 1917 dejan Tsarskoie Selo en tren. En Tiumen toman tres barcos que bajan por el Tobol. El 5 de agosto, la flotilla pasa por la aldea de Pokrovskoi, cuna de Rasputín, donde la casa del staretz se distingue de las otras isbas por su aspecto acomodado y sus grandes dimensiones. Reunidos en el puente, los proscritos saludan melancólicamente el recuerdo del Amigo desaparecido. Parece como si, a través de los vidrios de su morada, su espectro les diera la bienvenida en Siberia.

En Tobolsk alojan a la familia imperial y su séquito en la casa del gobernador de la provincia. Un destacamento de soldados, seleccionado en la guarnición de Tsarskoie Selo, asegura la vigilancia. El Zar siente sobre todo la ausencia de noticias. Al enterarse, por un mediocre diario local impreso en papel de embalaje, que el avance alemán se acentúa en el frente y que la agitación bolchevique gana terreno en la retaguardia, se desespera por su patria. Aprovechando los tumultos callejeros, Lenin regresa de Finlandia y, con la ayuda de un tal Trotski, le hace la vida difícil al gobierno provisional. Durante la noche del 23 al 24 de octubre, éste quiere comenzar persecuciones contra los comités militares revolucionarios constituidos por todas partes y cuya acción subversiva podría desorganizar la defensa del país. Los bolcheviques responden con una insurrección armada de una violencia tal que Kerenski se ve obligado a huir. Uno a uno son atacados los edificios públicos. Los ministros, refugiados en el palacio de Invierno, son acorralados y encarcelados sin distinción de opiniones. Las ciudades de provincia siguen el movimiento. La misma Moscú capitula ante los insurrectos. Lenin es dueño de Rusia. Los decretos se suceden a un ritmo acelerado: abolición de la propiedad de bienes raíces, designación de un Consejo de Comisarios del Pueblo, presidido por Lenin y comprendiendo sólo a bolcheviques, creación de la Unión Soviética, institución de una policía política, la Cheka…

Sólo el 15 de noviembre de 1917, Nicolás es informado de la caída de Petrogrado y de Moscú, enteramente en poder de los bolcheviques. A continuación empiezan las conversaciones en Brest-Litovsk acerca de un armisticio por separado. El ex Emperador está horrorizado al constatar que su abdicación no ha servido de nada. A pesar de su solemne promesa a los Aliados, Rusia capitula en medio de la vergüenza, la miseria y el desorden. El termómetro ha bajado a treinta y ocho grados bajo cero y en las habitaciones se tirita. También la Zarina deplora la decadencia rusa y se pregunta qué habría pensado Rasputín, que detestaba la guerra aun reconociendo que había que proseguirla. No obstante, se muestra extrañamente tranquila en la desgracia. Los rigores del exilio parecen haberla purificado y le escribe a Anna Vyrubova, que permanece en Petrogrado: "Me siento madre de este país y sufro por él como por mi hijo, a pesar de todos los horrores y todos los pecados. Sabes que no se puede arrancar el amor de mi corazón así como no se puede arrancar de él a Rusia, a pesar de su negra ingratitud para con el Zar". (Carta del 10 de diciembre de 1917.) Y todavía: "¡Dios mío, cómo amo a mi patria a pesar de todos sus defectos…! Cada día glorifico al Señor por habernos dejado aquí y no habernos enviado más lejos, [al extranjero]". (Carta del 13 de marzo de 1918.) Poco después del envío de esta última carta, como Petrogrado parecía demasiado vulnerable a los ataques de los contrarrevolucionarios, el gobierno bolchevique se traslada a Moscú.

Inmediatamente, un comisario del pueblo, Yakovlev, llega de la nueva capital con mandato de transferir a los cautivos a un lugar mantenido en secreto por razones de seguridad. Ahora bien, el pequeño Alexis está enfermo. No se lo puede hacer viajar ni separarlo de su madre. Al término de dolorosas negociaciones se llega a un acuerdo: Alejandra Fedorovna debe decidirse a partir con su esposo y su hija María; las otras tres grandes duquesas y el zarevich se reunirán con ellos cuando el niño esté restablecido. Por fin, el 10 de mayo, todos los miembros de la familia están reunidos en Ekaterimburgo, lugar de confinamiento elegido para ellos por las autoridades bolcheviques. Se alojan en la casa de Ipatiev, un rico comerciante de la región. Todos soportan la reclusión con valentía y dignidad. La gentileza sonriente de las jovencitas, la alegría del niño, la altiva reserva de la madre, la serenidad del ex Zar impresionan hasta a los carceleros. Junto a los proscriptos están su médico personal, el doctor Botkin, y cuatro criados. El régimen se parece al de una prisión: la comida es infecta, los nuevos guardianes son groseros, la duración de los paseos en el jardín está estrictamente limitada; cada día aporta su lote de vejaciones.

Sin embargo, mientras que los exiliados no vislumbran el fin de su martirio, se organiza la reacción contra los bolcheviques. Generales hostiles a los soviets como Alexeiev, Denikin, Miller, Kutiepov, Denisov y Krasnov reúnen ejércitos de voluntarios "blancos" que enfrentan con éxito, por todas partes, a las tropas "rojas" del comisario del pueblo durante la guerra: Trotski. En Siberia, el avance de las fuerzas leales es tal que pronto amenazan Ekaterimburgo. Para Lenin no hay un momento que perder: de ningún modo es cuestión que el ex Zar caiga en manos de sus partidarios. Una vez liberado, constituiría una "bandera viviente" para los monárquicos. Con el consentimiento de Sverdlov, presidente del Comité Ejecutivo Central, se envía a Siberia un emisario encargado de liquidar el asunto sobre el terreno. Un tal Yurovski es designado comandante de la casa Ipatiev, llamada "casa de destino especial". Es un bruto obtuso y meticuloso. Preocupado por mostrarse a la altura de la misión que Moscú le ha confiado, recluta algunos ejecutores para la "liquidación": once hombres seguros, casi todos letones o prisioneros austro-húngaros. Luego, una vez resueltos todos los detalles de la operación, desde la muerte hasta el ocultamiento de los cadáveres, pasa a la acción.

En la noche del 16 al 17 de julio de 1918 (nuevo calendario), se despierta brutalmente a los miembros de la familia imperial, al doctor Botkin y a los servidores y se los hace bajar a un local en desuso del subsuelo. A las tres y cuarto de la mañana, los once verdugos irrumpen en la pieza, armas en mano, y abren fuego. Es una carnicería. Los cuerpos, acribillados de disparos y bayonetazos, son transportados en camión fuera de la ciudad, rociados con ácido sulfúrico, bañados en nafta y quemados. Lo que queda es escondido en un pozo de mina.

El 18 de julio, en Moscú, durante el transcurso de una sesión ordinaria del Consejo de Comisarios del Pueblo, Sverdlov anuncia que el ex emperador Nicolás ha sido ejecutado el día anterior en Ekaterimburgo. Ni una palabra sobre los demás miembros de la familia. En la sala, nadie protesta ni pide explicaciones. No se trata de un acontecimiento histórico sino de una simple peripecia. Lenin, que ha sido el instigador de la masacre, propone con la mayor calma pasar a la orden del día.

La profecía de Rasputín se ha cumplido punto por punto: su muerte ha hecho sonar el toque de difuntos del Imperio ruso. Los Romanov han sobrevivido sólo un año y medio a aquel a quien habían elegido como guía espiritual. En realidad, creyendo protegerlos, es a Lenin a quien ha tendido una mano sustentadora.


Hay un lazo misterioso entre esos dos hombres aparentemente opuestos en todo. Tanto el uno como el otro son fanáticos, pero Lenin es un ser de hielo, un calculador, un teórico dominado por una idea fija, privado del menor sentimiento humano, y Rasputín es un ser voluptuoso, un libertino, abierto a todos los vicios y persuadido de que Dios lo comprende y lo inspira. El primero se apoya sobre la obra de Carlos Marx, el segundo sobre la Biblia. Dominados ambos por una ambición desmesurada, el primero se complace en una lógica inflexible; el segundo, en una piedad primitiva y en los placeres de la carne. Durante la guerra, Lenin se alegra por las derrotas rusas y desea la victoria de Alemania porque sabe que, si gana Rusia, el régimen imperial será reforzado y magnificado por la prueba. De modo que, para él, cuanto más sufra Rusia, cuantos más muertos haya en el frente y descontentos en la retaguardia, más chances tendrá la revolución. Su propósito no es la salvación de la patria sino la toma del poder a cualquier costo. Rasputín, en cambio, ha sido hostil a la guerra desde el principio. Incapaz de disuadir a Nicolás II, se dedicó, con sus consejos, a limitar los daños y no cesó de rezar por el triunfo de los ejércitos rusos. Lenin apostó todo a favor de una debacle que acarreara la caída del Zar; Rasputín a un éxito militar que salvaría la monarquía.

Los dos, sin embargo, no tienen en vista más que la felicidad del pueblo, ambos hablan en su nombre. Rasputín se considera como el abogado de los pobres ante el soberano. No concibe éxito material y moral si no es en la unión de las masas oscuras y el Emperador, con exclusión de la aristocracia, que siempre ha embrollado el juego. Lenin, por su parte, quiere la supresión del Zar, la abolición de la propiedad privada, la dictadura de los obreros y los campesinos en todos los dominios. Rasputín sueña con una Rusia patriarcal, tradicional y mística; Lenin, con una Rusia inédita, dirigida por los oprimidos de ayer y resueltamente atea. Rasputín se siente ruso hasta la médula; Lenin quiere ser internacional y espera que la revolución gane, poco a poco, toda Europa. Rasputín no condena el reino del dinero, Lenin rechaza el capitalismo. Para Rasputín, el pasado es un modelo a seguir corrigiéndolo por medio de la justicia, la piedad y el amor al prójimo; para Lenin, hay que hacer tabla rasa de todas las viejas instituciones y construir un mundo nuevo, con gente nueva, desembarazada de los prejuicios de clase, de fortuna y de religión.

Nunca se encontraron, ni siquiera tuvieron que confrontar sus ideas. Uno, simple mujik; el otro, intelectual frenético, ¿han tomado conciencia de la extraña convergencia de sus destinos? Totalmemte diferentes por sus orígenes, su temperamento, su cultura, sin embargo ambos cooperaron, cada uno por su lado, a desmantelar la fortaleza de la autocracia. Rasputín la desquició por el escándalo de su presencia en la corte y por el ascendiente que ejercía sobre la pareja imperial. Lenin completó el trabajo de demolición prometiendo la felicidad, la prosperidad y la paz, a condición de derribar al responsable de todos los males de la tierra: el Zar.

A la sangre de Rasputín, salpicando una pieza del subsuelo del palacio Yusupov, ha respondido la sangre de los Romanov, brotando bajo el fusilamiento en los muros de otro subsuelo, el de la casa Ipatiev. El círculo se ha cerrado. Después de siglos de monarquía, el pueblo ruso deberá buscarse otros amos que servir y venerar doblando la espalda. Se llamarán Lenin, Stalin, Kruchev, Brezhnev, y perpetuarán el dogma de la necesaria dictadura del proletariado. Pero Rasputín, a pesar de su contribución al hundimiento del Imperio, no tendrá derecho más que al desprecio de los revolucionarios, a cuyos designios sirvió involuntariamente.


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