Aun relegado en su aldea, Rasputín se niega a bajar los brazos. La distancia no cuenta cuando se tiene ambición para sí mismo y para los amigos. Entre estos, uno de los más próximos al staretz es el nuevo obispo de Tobolsk, Bernabé. Un hombre de pueblo como él, rudo, ardiente y poco cultivado, pero que conoce bien los textos teológicos y está animado por un orgullo devorante. El año anterior, a Bernabé se le puso en la cabeza hacer canonizar a un antiguo sacerdote benemérito. Esta medida estaba destinada a valorizarlo a él mismo para una eventual elevación a la dignidad de metropolitano. Elige al finado Juan Maximovich, arzobispo de Tobolsk muerto el 15 de junio de 1715, y pide al Santo Sínodo que incluya al difunto en el canon de los santos en ocasión del ducentésimo aniversario de su desaparición. El alto procurador del Santo Sínodo, Vladimiro Sabler, le propone prudentemente esperar el final de la guerra para elevar esa cuestión, de todos modos secundaria. Entonces Bernabé, irritado por la mala acogida, se vuelve hacia Rasputín para rogarle que apoye su petición. El staretz, dichoso de intervenir en un asunto eclesiástico, telegrafía al Zar, en Mohilev, a fin de recomendarle ese nuevo candidato a la aureola. Para justificar su iniciativa, Bernabé ha enumerado los milagros producidos sobre la tumba de Juan Maximovich y destaca la urgencia de gratificar a Rusia con una figura suplementaria que venerar mientras el país está a sangre y fuego. Puesta al corriente de la iniciativa, la Emperatriz ha estimado igualmente que, al engrosar la cohorte de sus santos, la patria no dejaría de inclinar la balanza del lado de la victoria. El 27 de agosto, Nicolás, convencido por su mujer y por Rasputín, comunica a Bernabé: "Puede cantar las alabanzas por la glorificación". Tal medida equivale a autorizar a los fieles a adorar las reliquias en espera de la canonización oficial. Inmediatamente, Bernabé hace salmodiar las laudas en la catedral de Tobolsk, donde reposan las cenizas de Juan Maximovich. Pero, entretanto, Vladimiro Sabler ha sido reemplazado a la cabeza del Santo Sínodo por Alejandro Samarin, ex mariscal de la nobleza de Moscú. Ignorando la aprobación de Su Majestad, Samarin se sorprende por esas manifestaciones intempestivas alrededor de Juan Maximovich y convoca a Bernabé a Petrogrado para sermonearlo. Alertado por su protegido, Rasputín telegrafía de nuevo al Zar para agradecerle haber sostenido a Bernabé en esa piadosa empresa y asegurarle que el pueblo llora y baila de alegría a la idea de que un nuevo santo patrón se va a ocupar de Rusia. Luego de lo cual, Bernabé se dirige el 8 de septiembre a la alta asamblea sinodal y, para justificar su conducta, muestra el despacho del Emperador que ha recibido el 27 de agosto. Lejos de sentirse confundido, Samarin está escandalizado por esa maniobra tramada a sus espaldas. A su instigación, el Santo Sínodo invalida la "laudación" de Juan Maximovich y priva a Bernabé de su sede episcopal por desobediencia. Pero Alejandra Fedorovna asume la defensa del obispo injustamente castigado, proclama su fe personal en las virtudes de Juan Msximovich y acusa al alto procurador de impedir la devoción de las masas por un héroe de la Iglesia Ortodoxa. Nicolás II le da la razón a su mujer y a Rasputín y revoca a Samarin, que ha osado resistirles.
Ahora bien, he aquí que en Moscú algunos rezongan protestando contra el despido desconsiderado de Samarin. El rumor público asocia en su reprobación a la Emperatriz, el Emperador y Rasputín. Indigna que ese mujik siberiano obtenga invariablemente el acuerdo de Sus Majestades, ya se trate de la remoción de un ministro, de la destitución de un generalísimo o de la glorificación de un santo. A los ojos de la gente, la autoridad del Zar es escarnecida por el staretz y sus acólitos. Las riendas del poder han pasado, dicen, de las manos imperiales a las de un campesino inculto. El gran duque André Vladimirovich anota en su diario íntimo que la canonización de Juan Maximovich indigna a la gente simple tanto como a la de los salones aristocráticos. "El populacho está muy excitado", escribe. "Los sacerdotes se dirigen al pueblo en todas las iglesias y dicen tales cosas que ya no me atrevo a respirar si no es en sueños."
Consciente de esos escudos levantados contra él, Rasputín envía a su mujer de Pokrovskoi a Petrogrado para que niegue a Anna Vyrubova que arregle su rápido regreso a la capital. Pero la oposición de los medios políticos se refuerza y la Emperatriz debe insistir ante su marido para que dé un puñetazo sobre la mesa y decida el regreso del staretz indispensable e irreemplazable. Éste vuelve, todo inflado, el 28 de septiembre de 1915.
Como el Zar está retenido en la Stavka, es la Zarina quien, por detrás, gobierna el país. Mientras que Nicolás II juega al estratega entre oficiales deferentes, ella ejerce la regencia desde su boudoir con colgaduras color malva en Tasrskoie Selo. No quiere a su lado otros consejeros que Rasputín y Anna Vyrubova. En sus cartas cotidianas asegura a su marido que "nuestro Amigo" es más clarividente que todos los ministros juntos y que sólo él puede conducir a Rusia a la victoria. No obstante, deseosa de evitar las habladurías, nunca invita al staretz al palacio. Anna Vyrubova sirve de intermediaria para recoger la buena palabra de la fuente y trasmitirla, como un viático, a Alexandra Fedorovna. Todas las mañanas, a las diez, Anna telefonea al departamento de la calle Gorokhovaia 64. Rasputín, que ha logrado disipar la borrachera de la noche, le responde con sencillez y aplomo. Sobre todas las cuestiones relativas a la política o a la guerra, a los nombramientos ministeriales o a las relaciones entre los miembros de la familia imperial, tiene su opinión que, dice; le ha sido inspirada por Dios. El mismo día, la Zarina recibe el eco de boca de su amiga, con quien se encuentra ya sea en casa de esta, la pequeña villa blanca, o en el hospital, donde ambas trabajan con loable abnegación. Alejandra Fedorovna repite fielmente al Zar las recomendaciones del "padre Geregorio". Llega hasta el fetichismo religioso y hace llegar a su esposo objetos que han pertenecido al staretz, lo que evidentemente les confiere un poder benéfico: "Antes del consejo de ministros no olvides tomar en tus manos el pequeño icono donado por nuestro Amigo y peinarte varias veces con su peine". (Carta del 15 de septiembre de 1915.) "Debo trasmitirte un mensaje de nuestro Amigo, inspirado por una visión que tuvo durante la noche. Te pide que ordenes una ofensiva inmediata ante Riga." (Carta del 15 de noviembre de 1915.) "No me tomes por loca porque te envié la botellita entregada por nuestro Amigo. Creo que es madera. Te ruego que te sirvas un vasito y lo bebas de un trago a Su salud." (Carta del 11 de enero de 1916.) Y Nicolás, dócil, responderá que ha bebido el vino directamente de la botella "por Su salud y Su prosperidad hasta la última gota".
A fines de 1915, el Emperador, constatando que la vida en la Stavska es muy apacible entre las conversaciones con los alegres oficiales y los desfiles gratos a la mirada, decide hacer venir a Mohilev a su hijo, de diez años de edad. Alejandra Fedorovna consiente de mal grado en la separación. Cada vez que el pequeño Alexis se aleja, ella tiembla por su salud. Pero el zarevich, luciendo el uniforme de los cosacos, se divierte mucho en el Gran Cuartel General. Duerme en el mismo cuarto que su padre, pasa con él revista a las tropas y recibe los homenajes de los generales más brillantes. Nicolás II, tranquilizado, lo deja el 3 de diciembre por una gira de inspección en el sur. Ahora bien, en su ausencia, el niño tiene fuertes estornudos que le provocan una epistaxis, La hemorragia nasal persiste a pesar de todos los cuidados y el doctor Fedorov aconseja al Emperador que regrese a Mohilev lo más rápido posible. Al regreso del soberano, el estado del zarevich no ha evolucionado. Como el chico se debilita de hora en hora, el 5 de diciembre su padre lo lleva por tren hacia Tsarskoie Selo. "Él (Alexis) tenía", escribe Anna Vyrubova, "una minúscula carita de cera con un algodón ensangrentado en la nariz." Desplomada a la cabecera de su hijo, con las manos juntas, Alejandra Fedorovna implora a los doctores Fedorov y Derevenko que intervengan antes que sea demasiado tarde. Los médicos piensan en probar en el paciente "cierta glándula de cobayo". En pura pérdida. Queda una sola esperanza: ¡Rasputín! A pedido de la Emperatriz, Anna Vyrubova advierte al staretz del nuevo milagro que esperan de él. Por suerte, está en Petrogrado. Llega al palacio como una tromba, se acerca al lecho de Alexis, traza un gran signo de la cruz sobre su cabeza y afirma a sus padres que no hay que inquietarse porque el heredero de la Corona sanará con seguridad. En efecto, poco después de su partida, la hemorragia se detiene. Los médicos sostienen que la llaga formada por la rotura de un pequeño vaso sanguíneo se cauterizó gracias a sus remedios. Pero, en la familia imperial, todo el mundo atribuye la curación a la influencia sobrenatural de Rasputín.
Cuanto más alto está en la estima de la Zarina, más odio y rechazo suscita en la opinión pública. Mientras que Alexandra Fedorovna cree haber descubierto en él al salvador de su hijo y de Rusia, la sociedad de las grandes ciudades lo designa abiertamente como el responsable de todas las desdichas de la patria. Se piensa que es a causa de él que los generales envían a millares de hombres jóvenes al matadero, que Nicolás II elige como ministros sólo a chambones, que Alejandra Fedorovna pierde la cabeza y se desacredita un poco más cada día. Si no se acuesta corporalmente con el mujik siberiano, le está sometida con toda el alma, como una posesa. Mientras que él se agota emborrachándose y fornicando, ella lo santifica en el universo cerrado de sus meditaciones. Separada de la realidad, rehusa ver todo lo que podría alterar su sueño. Y el Zar está a las órdenes de esta histérica. ¡Si por lo menos la Iglesia pudiera devolver un poco de razón al cerebro trastornado de Sus Majestades! Pero Rasputín ahora tiene adictos hasta en el Santo Sínodo. Su criatura en el seno de la venerable asamblea de los prelados es el arzobispo Pitirim. Sancionado por haber vivido durante años en pareja con un hermano laico, ha sido reintegrado gracias a Rasputín, luego nombrado inesperadamente exarca de Georgia, es decir delegado del patriarca en esa provincia. A la muerte del metropolitano de Kiev, en noviembre de 1915, el staretz ha sugerido a Alejandra Fedorovna que insistiera ante el Zar para que instale en esta ciudad, como medida disciplinaria de degradación al metropolitano de Petrogrado Vladimiro -un opositor de "nuestro Amigo"- y que nombre en su lugar en la capital al simpático y acomodadizo Pitirim. Nicolás accede a este pedido de sustitución sin siquiera consultar al alto procurador del Santo Sínodo, Alejandro Voljin, recientemente designado, y Pitirim, el homosexual ambicioso, se encuentra en la laura de San Alejandro Nevski con el título más glorioso de la jerarquía ortodoxa. Por intermedio del nuevo metropolitano de Petrogrado, Rasputín continúa asegurándose amistades en el consejo supremo de la Iglesia rusa. No desespera de reinar, una buena mañana, siempre en la sombra y el secreto, sobre toda la administración sinodal. La Iglesia, repite, debe ser dirigida por hombres salidos del pueblo. Cuanto más simples de educación y libres de costumbres sean, más se revelarán capaces de comprender a sus ovejas. En materia de apostolado, un hábito sin mancha es un obstáculo para la comunión de las almas. Pitirim y Rasputín son de la misma raza. Uno bajo los soberbios hábitos sacerdotales, el otro bajo el caftán del mujik, ambos conocen demasiado bien las exigencias de la carne para no estar cerca del común de los mortales y, por consecuencia, del Señor. El único pecado inexpiable es la condena del pecado.
Mientras consolida alianzas en el gobierno espiritual de Rusia, Rasputín las busca también en el gobierno temporal. Algunos hombres políticos han comprendido el interés que hay en contemporizar con él para tener éxito en sus carreras. El nuevo ministro del Interior, Alejandro Khvostov, y su adjunto, Estéfano Bieletski, lo conocen en el departamento de su amigo común, el príncipe Andronikov. Sin perder tiempo, Khvostov expresa a Rasputín el respeto que siente por su santa persona. Bieletski, por su parte, se manifiesta muy ansioso por la seguridad y el bienestar del staretz y le ofrece una pensión mensual de mil quinientos rublos, que saldrán de los fondos del Departamento de Policía. Se decide destacar junto a él, para protegerlo, al coronel de gendarmería Miguel Komisarov. Además dispondrá de guardias de corps y de un automóvil con chofer para sus desplazamientos. Rasputín acepta todo pero no promete nada. Ha adivinado que Khvostov compra su benevolencia para acceder al puesto de primer ministro. Ahora bien, él tiene otro candidato para la presidencia del Consejo: Boris Sturmer, miembro del Consejo del Imperio. Ese zorro viejo de la política le parece el hombre soñado para la función de simple registrador de las voluntades imperiales. Pitirim lo apoya en su idea de un brusco cambio ministerial y el staretz, dejando a Khvostov, que creía haberlo conquistado con sus larguezas, se ocupa ahora de su nuevo potrillo. El puesto está actualmente ocupado por Goremykin, detestado por la Duma. Comprendiendo que la cotización del actual primer ministro está en baja, Rasputín se encuentra en secreto con Sturmer y le promete interceder por su nominación. Lo hace por la habitual correa de trasmisión entre él y el palacio: Anna Vyrubova. La Emperatriz se declara inmediatamente de acuerdo puesto que el postulante que le recomiendan tiene el aval de "nuestro Amigo" y escribe a su marido: "Querido, ¿has pensado en Sturmer [como presidente del Consejo]? Creo que no hay que tener en cuenta su apellido alemán. Sabemos que nos es fiel y que trabajará bien con nuevos ministros enérgicos". (Carta del 4 de enero de 1916.) Nicolás está de acuerdo y Rasputín tiene una entrevista con Sturmer al día siguiente de la promoción del interesado en casa de Isabel Levine, la amante de Manasievich-Manuilov. Pero si Rasputín está contento del resultado de sus gestiones, la Duma está furiosa. Entre los diputados se tiene a Sturmer por un incapaz, un derrotista y un sirviente del mujik maldito.
Con el fin de atenuar los efectos desastrosos de ese nombramiento, Rasputín incita a Nicolás II a asistir en persona a la apertura de la Duma, el 22 de febrero de 1916, y a pronunciar una alocución digna y paternal a la vez. En el día mencionado, en la sala de sesiones del palacio de Tauride, el Zar, en uniforme de gala, sigue el servicio religioso y luego enhebra algunas palabras banales para agradecer a los elegidos del pueblo por sus trabajos. Rodzianko, el presidente de la Duma, responde a Su Majestad. Ambos discursos son saludados con ovaciones. Sin embargo, los diputados están decepcionados. Esperaban que el monarca aprovecharía la circunstancia para anunciar al fin la responsabilidad de los ministros ante el Parlamento, medida que la mayoría reclama en vano hace meses. Cuando Nicolás II se retira, después de haber estrechado algunas manos, deja detrás de él un sentimiento de amargura.
Esa impresión se refuerza con la zarabanda acelerada de los ministros. Protopopov -otro protegido de Rasputín- reemplaza en el ministerio del Interior a Khvostov, caído en desgracia. El nuevo titular de la cartera es un hombre enredador, inquieto, cuyos cambios de humor inquietan a sus mismos colaboradores. Pero la Zarina, guiada por "nuestro Amigo", declara que las "cualidades de corazón" del personaje bastan para hacer olvidar su agitación crónica. Sostenido por Rasputín y por la Emperatriz, Protopopov, que tiene más ambiciones que convicciones políticas, abandona a sus antiguos amigos del "bloque progresista" y se pone decididamente al servicio del conservadurismo y de la autoridad. La Duma -esa fastidiosa- ya no es convocada más que de cuando en cuando para breves sesiones en el curso de las cuales no deja de atacar al poder. El diputado Miliukov llega incluso a acusar al presidente del Consejo Sturmer de prevaricación y de sumisión ciega a la pandilla de energúmenos que rodean el trono. La publicación de su arenga en los diarios es prohibida, pero se han expedido copias dactilografiadas a todas partes, incluso el frente. De ese modo, la nación entera está indirectamente informada de la desautorización de los ministros y de la familia imperial por la Duma. Irritado por esta recrudescencia del descontento, Nicolás II se resigna a sacrificar a Sturmer, lo que desconsuela a la Emperatriz, que tiene, dice, "la garganta cerrada" pues se trata de "¡un hombre tan leal, tan honesto y seguro!". En su lugar aparece un nuevo fantoche, Alejandro Trepov, hermano del general difunto, mientras que las Relaciones Exteriores vuelven a Nicolás Pokrovski. ¡Ay! Ni uno no otro tienen el favor de la Duma. Sus discursos son interrumpidos por los gritos hostiles de los diputados de la izquierda socialista. De todos lados se reclama su renuncia.
En ese carrusel de cabezas, sólo Rasputín permanece inamovible. Cuanto más se degrada la situación militar y política, más se enraiza él en el corazón de Sus Majestades. Alejandra Fedorovna lo defiende con uñas y dientes contra todos los que pretenden crear suspicacias acerca de él. En un solemne mensaje, el gran duque Nicolás Mikhailovich pone al Zar en guardia contra la injerencia del staretz en los asuntos públicos: "Si no puedes apartar de tu esposa bienamada pero extraviada las influencias que se ejercen sobre ella, al menos deberías cuidarte tú mismo de las intervenciones sistemáticas que se realizan por su intermedio!". Amonestaciones vanas: Nicolás II prefiere desesperar a la nación antes que contrariar a su mujer. Cuando él está en el frente, confiesa, ella representa sus ojos y sus oídos en la retaguardia.
Ese papel de regente exalta a Alejandra Fedorovna. Recibe a los ministros, discute con ellos, toma notas, consulta a Rasputín y, fiándose de las directivas de "nuestro Amigo" las trasmite palabra por palabra al Cuartel General Central. Al hacerlo, sueña con el famoso precedente de otra princesa alemana que ocupó el trono de Rusia: Catalina II, de soltera Anhalt-Zerbst. Maria, la hija de Rasputín, que este acaba de traer de nuevo a San Petersburgo, escribirá candorosamente: "La zarina Alejandra ahora había reemplazado a su marido a la cabeza del gobierno. Yo estaba, como sus dos hijas menores, loca de alegría y de orgullo y las tres le aseguramos que su reinado temporario sería más glorioso que el de Catalina la Grande " (María Rasputín). Por su parte, la Zarina informa orgullosamente a su marido: "Ya no me siento incómoda ante los ministros (…) y ya no les temo, hablo con ellos en ruso con la rapidez de una cascada. Y ellos, por cortesía, no se ríen de mis faltas. Comprueban que soy enérgica, que te informo de todo lo que oigo, de todo lo que veo, y que soy como un muro detrás de ti, un muro sólido". (Carta del 22 de septiembre de 1916.) En realidad, lo que oyen los ministros cuando ella habla en ruso con su acento alemán y sus errores de vocabulario, es la voz de Rasputín. Y se sienten a la vez humillados y espantados.
Llegado a la cima del poder, Rasputín desaparece a veces para ir a Pokrovskoi. Pero la separación no es jamás sinónimo de ausencia para las almas unidas en el amor a Dios. Cuando "nuestro Amigo" está lejos, la Zarina no deja de comunicarse con él por telegrama. De modo que, ocurra lo que ocurra, el lazo místico entre ambos no se rompe jamás. Poco antes de Pascuas, ella lamenta que, en ocasión de las fiestas de la resurrección de Cristo, no haya un movimiento de amor de todos los cristianos hacia "ese" que lo representa idealmente sobre la Tierra. Y le escribe al Zar, a la Stavka demostrándole que las maldades enhebradas contra Rasputín hacen de él un segundo mesías: "Durante la lectura del Evangelio, en las vísperas, he pensado largamente en nuestro Amigo", le cuenta el 5 de abril de 1916. "Cristo también fue perseguido por los escribas y los fariseos, que se hacían pasar por hombres perfectos. Sí, en verdad, nadie es profeta en su tierra. En cualquier lugar donde se encuentre semejante servidor de Dios, la maldad prolifera alrededor de él, tratan de perjudicarlo, de arrancárnoslo… Nuestro Amigo no vive más que para su emperador y para Rusia, y sufre todas las calumnias a causa de nosotros… Es bueno y generoso como Cristo. Ya que notas que sus plegarias te ayudan a soportar las pruebas -y hemos tenido múltiples ejemplos-, nadie tiene derecho a murmurar acerca de él. Muéstrate firme y asume la defensa de nuestro Amigo."
La prueba de la omnipresencia del santo hombre resplandece ese mismo mes, cuando Sus Majestades, una vez más, están alarmados por la salud de su hijo. Desde hace algunos días, el zarevich se queja de dolores en el brazo. Desde el fondo de Siberia, Rasputín anuncia: ¡curará! Y, poco después, el hematoma desaparece. Para Alejandra Fedorovna, cada hora que pasa es una ocasión de agradecer a "nuestro Amigo" por su protección y sus luces. El domingo de Pascuas, él dirige un telegrama a los soberanos: "Cristo ha resucitado. Es un día de fiesta y de alegría. En las pruebas, la alegría es más radiante. Estoy persuadido de que la Iglesia es invencible y nosotros, sus hijos, estamos más felices por la Resurrección de Cristo". (Cf. Yves Ternon, ob. cit.) Al recibir ese mensaje de esperanza, la Emperatriz está como inundada de felicidad. La duda ya no es posible: el ejército ortodoxo vencerá al invasor y, más tarde, el zarevich, definitivamente liberado de su mal, sucederá a su padre en el trono de Rusia.
El 22 de abril de 1916, Rasputín está de regreso en petrogrado y se sumerge con deleite en los asuntos públicos. Habiendo admitido, esta vez sin ninguna duda, que es un hombre de Dios, se cree, con absoluto candor, competente para saber todo y dirigir todo. De modo que considera que tiene algo que decir, ya sea para recomendar el nombramiento de un obispo como para sugerir la destitución de un ministro; para preconizar el lanzamiento de una ofensiva como para desaconsejar el aumento de las tarifas del tranvía o deplorar la utilización de estampillas postales como medio de pago… Piensa que su ignorancia de la política, de la estrategia y de las cuestiones administrativas no es un obstáculo para emplear el sentido común. ¿Acaso él mismo no es la prueba de que se puede ser inculto y extralúcido a la vez? Después de banquetear y beber hasta saciarse, regresa a Siberia. Pero en julio reaparece en Petrogrado, lleno de ímpetu y de proyectos. Mientras tanto, Sturmer ha entregado la cartera del Interior a Khvostov y ha recibido en cambio la de Relaciones Exteriores, que le ha sido retirada a Sazonov. Y la guerra continúa, implacable. Deseosa de manifestar su solicitud por el ejército, Alejandra Fedorovna decide visitar a su marido en el Cuartel General Central. Rasputín le da su bendición antes de la partida. En realidad, ella querría que él la acompañara en el viaje, pero sabe bien el escándalo que provocaría su aparición en dúo ante los oficiales que rodean al Zar. Sin el staretz, su breve permanencia en la Stavka carece singularmente de encanto. Al reencontrarlo a su regreso a la capital, le hace un informe pormenorizado de la situación.
Más afortunada que Su Majestad, Anna Vyrubova se puede permitir mostrarse con el santo hombre, que tiene ganas de ir a Pokrovskoi en los próximos días. Prisionera de su papel de soberana, Alejandra Fedorovna envidia la libertad de movimientos de su amiga. La seguirá con el pensamiento en su peregrinaje. Felizmente, Rasputín no se queda mucho tiempo en su aldea natal. El 7 de septiembre de 1916 está de nuevo en la ciudad, impaciente por marcar su compás. Para extender su influencia sobre la Iglesia, hace nombrar algunos sacerdotes de su preferencia en puestos clave. Pero también se mete a dar consejos a Nicolás II sobre la conducción de las operaciones militares. Y cada una de sus opiniones es apoyada por las exhortaciones de la Zarina. La prensa, amordazada, no cita más el nombre de Rasputín, pero todo el mundo habla de su funesto ascendiente sobre Sus Majestades. Algunos hasta afirman -sin la menor prueba- que la Emperatriz se acuesta todas las noches con su confesor. La calumnia llega hasta el ejército. Los soldados, siguiendo a los diputados, acusan al gobierno de llevar el país a la ruina. Son numerosos los que dicen, en sus filas, que esa guerra fue desencadenada por Nicolás II por los lindos ojos de Francia y que ya es tiempo de detener la carnicería. Hacia fines de 1916, el número de hombres llamados bajo banderas sobrepasa los trece millones; el de los muertos, dos millones; el de los mutilados, cuatro millones y medio. No hay una familia rusa que no haya sido alcanzada en su carne. Como hace falta un responsable de esa horrible sangría, todas las miradas se dirigen hacia el staretz diabólico.
El amor de Rasputín por la familia imperial es sincero. El ve en Nicolás II a un ser timorato, simple, cortés, ondulante; en la Zarina una mujer exaltada, incapaz de dominar sus nervios, que sufre un martirio a causa de su hijo enfermo, detesta las obligaciones protocolares y no es dichosa más que entre sus hijos y bajo la mirada de los iconos. En cuanto a las grandes duquesas, el santo hombre las rodea de una verdadera ternura. Las cuatro son encantadoras, pero cada una tiene su carácter. Olga, la mayor, de veintiún años, es dulce, soñadora, dócil, con un rostro grande típicamente ruso; Tatiana, la segunda, diecinueve años, más enérgica y más práctica que su hermana, tiene la gracia natural de una bailarina; la tercera, María, diecisiete años, parece una muñeca y disimula detrás de una tímida coquetería, sueños de casamiento y progenitura; la menor, Anastasia, quince años, es una jovencita turbulenta que se comporta como un varón y no piensa más que en juegos y bromas. Tienen en común un afecto devorador por su hermano menor, el frágil, pálido y caprichoso Alexis. El marinero Derevenko está encargado de que no se lastime chocando contra los muebles. A veces hasta lo lleva en brazos para que no se fatigue. Cuando Rasputín ve a los niños reunidos alrededor de sus padres, no puede impedirse admirar la cohesión, la gentileza, la dignidad y la elegancia de ese pequeño clan que merecería la adoración de Rusia entera. Pero las malas lenguas se obstinan en criticar y ensuciar al Zar y la Zarina. Y todo porque lo eligieron a él, a Rasputín, para que los secundara en su pesada tarea de soberanos. Es verdad que, teniendo en cuenta el respeto que siente por ellos, debería comprender que permaneciendo a su sombra los compromete a los ojos de una opinión imbécil. Sabe muy bien que les haría un favor alejándose, desapareciendo, por lo menos hasta el fin de la guerra. Pero es incapaz de resignarse a ello. La misión de protegerlos en nombre del Señor que cree haber recibido, puede más que el temor de perjudicarlos permaneciendo junto a ellos. Designado por Dios, piensa que está obligado a proseguir, cueste lo que cueste, su misión de sanador y de guía. Tanto más cuanto que, al actuar así, no se priva de los placeres de la capital. En su cabeza, la noción de deber sagrado se incorpora a la de confort en el libertinaje. Lo empuja una especie de fatalidad. Haga lo que haga, no puede escapar a su doble destino de esclarecedor de las conciencias y de buscador de goces impenitente. Por momentos, en medio de sus orgías, tiene la impresión de estar cavando su tumba y, a la vez, la de los seres que está encargado de salvaguardar. Y eso aun cuando multiplica los esfuerzos para impedir que Rusia se deslice hacia el abismo.
En conjunto, en efecto, las recomendaciones que prodiga al Zar por intermedio de la Zarina no son malas. Así, por ejemplo, se pronuncia en favor de una disminución de los ataques en el frente con el fin de aliviar a las tropas ya muy sufridas, por el cese de los pogromos contra los judíos y de las persecuciones contra los tártaros de Crimea, por la prioridad dada a los trenes que transportan víveres hacia las grandes ciudades hambrientas, por la condena de los especuladores que hacen subir el precio de las mercaderías… Pero esas medidas esporádicas, de las que Nicolás II se inspira a veces, no bastan para modificar el juicio de la sociedad respecto de su iniciador. La gran mayoría de la nación ve en él al hombre a quien hay que abatir para librar al Zar y la Zarina de su obsesión enfermiza. Ni siquiera los heridos que Alejandra Fedorovna continúa visitando en el hospital del palacio sienten ya gratitud por su caridad imperial. Antes la recibían con lágrimas de alegría. Ahora son raros los que le sonríen. Le reprochan entre ellos su admiración excesiva de mujer desequilibrada por Rasputín y, más grave aún, sus orígenes germánicos. ¿Acaso no habla ruso con el acento del enemigo? Incluso aquellos que antes le decían tiernamente Matouchka (madrecita) hoy la llaman Nemka (la alemana), a sus espaldas. Rasputín,no lo ignora. Sabe que su insistencia la pierde y que él se pierde con ella. Pero no puede retroceder. La rueda empezó a andar. Él debe obedecer al movimiento que lo lleva hacia la cima. A menos que sea hacia el abismo. A veces sospecha que Bieletski, el adjunto del ministro del Interior, que se hace el amable ante él, está tramando su asesinato. Los asesinos a sueldo están por todas partes. En un momento de abandono, confía a sus amigos: "Una vez más he ahuyentado a la muerte. Pero volverá. Se pegará a mí como una puta". (Amalrik)
Sin embargo, este temor no alcanza a la Zarina, que se niega a encarar la desaparición de "nuestro Amigo": ¡Dios no lo permitirá! Pero teme que su marido se canse, a la larga, de las numerosas súplicas del staretz. Porque Nicolás II, aun estimando profundamente a Rasputín, no siente por él la veneración temblorosa de Alejandra Fedorovna. Lo escucha de buena gana y aprecia sus consejos; sin embargo, no se arrodilla mentalmente ante su proximidad. Está interesado, no iluminado. De modo que ella está obligada, a veces, a recordarle la suerte que tienen los dos por tener semejante guardián. Cuando él está en la Stavka, ella le escribe: "Perdóname por molestarte con estos pedidos, pero me los hace nuestro Amigo". Y más tarde: "Tengo total confianza en el juicio de nuestro Amigo. Le ha sido acordado por Dios para aconsejarte lo que es bueno para ti y para nuestro país. El ve lejos en el porvenir y por eso podemos apoyarnos en su juicio". Y el Zar, esposo atento antes que soberano prudente, se pliega a las exigencias del staretz trasmitidas por su mujer. A menudo, también, recurre a su procedimiento habitual de resistencia pasiva. Antes de cortar por lo sano, no dice ni sí ni no. Evitando tomar partido, se fía del tiempo y las circunstancias, que se encargarán de imponer la mejor solución. Gracias a los arrebatos de la Zarina y a las dilaciones del Zar, Rusia se convierte, poco a poco, en una autocracia sin autócrata. En período de paz, el país tal vez habría tragado la "pildora Gregorio". Pero la muerte está por doquier. Es muy evidente el contraste entre la neurosis de la Emperatriz y los sufrimientos del pueblo.
En el acogedor "salón de la esquina" del palacio de Tsarskoie Selo, hay un tapiz de los Gobelinos representando a María Antonieta y sus hijos, según el cuadro de Madame Vigée-Lebrun. Esta imagen no deja tranquila a Alejandra Fedorovna. Se pregunta si a ella misma no se le hacen los mismos reproches que a la infortunada Reina de Francia: inconsecuencia en la conducta, orgullo de casta, inteligencia con el enemigo… ¡Todas habladurías ridiculas! Pero la esposa de Luis XVI no tenía, en su entorno, un consejero tan fiel y tan cerca de Dios como Rasputín. Con el staretz para apoyarla, la Zarina persiste en creer que está al abrigo de las tormentas de la política y de la guerra.