VIII La guerra

Al comienzo de las hostilidades, el aliento patriótico del pueblo parece general y duradero. La movilización se efectúa sin choques. Los partidos políticos fraternizan en la certeza de una pronta victoria. Nicolás II vuelve a ser el emperador de todas las Rusias sin excepción. Hasta los miembros de la oposición parlamentaria aceptan la idea de un acercamiento necesario con el gobierno. Sólo un tal Vladimir Ilitch Ulianov, llamado Lenin, refugiado en Suiza, proclama que la derrota rusa sería preferible al triunfo del zarismo. ¿Pero cuánto pesa la opinión de esa brizna de paja ante la inmensa confianza de la nación que ha recobrado su unidad, su grandeza y el amor de su soberano? Llevado por ese concierto de hurras, Nicolás II piensa primero en tomar el comando del ejército a fin de dar un significado sagrado a la defensa del suelo. Pero sus ministros le hacen notar que no debe arriesgarse a comprometer su prestigio en los azares de la guerra. De mala gana, se resigna y nombra generalísimo a su tío, el gran duque Nicolás Nicolaievich, muy estimado en los medios militares. Su único defecto es, a los ojos del monarca y de su esposa, su aversión sistemática hacia Rasoutín. Hay quienes le reprochan también su incompetencia. A pesar de su estatura de gigante y su mirada de águila, los avinagrados pretenden que es un pobre estratego. Hay algo más grave: al ejército le falta material y entrenamiento de combate. Los oficiales, soberbios en los desfiles, al parecer no tienen ninguna noción de la guerra moderna. Felizmente, la mayoría del país se niega a creer a los pesimistas. De arriba abajo en la sociedad existe la convicción de que la legendaria valentía rusa paliará las carencias de equipamiento y de experiencia. El mismo Rasputín, que se ha opuesto a la guerra violentamente, considera que, ya que está declarada, hay que ganarla cueste lo que cueste.

Como los alemanes, en un avance irresistible, ya han entrado en Bruselas y amenazan París, Nicolás II, fiel a la promesa hecha a los Aliados, decide aliviar a Francia con una poderosa acción diversiva. Dos ejércitos, bajo las órdenes de los generales Samsonov y Rennenkampf, penetran profundamente en la Prusia oriental y obligan al adversario a retirar tropas del frente occidental para transportarlas con urgencia sobre el otro frente. Esta maniobra permite a los franceses obtener la victoria del Marne y salvar París. En revancha, los alemanes, reagrupados bajo la autoridad del general von Hindenburg, llegan a rodear y diezmar las fuerzas de Samsonov en las selvas de Mazuria, cerca de Tannenberg, y obligan a Rennenkampf a replegarse en desorden sobre la orilla oriental del Niemen. Desesperado, deshonrado, Samsonov se suicida en el campo de batalla. Los rusos han perdido cien mil hombres.

En el público, el entusiasmo de los primeros días es seguido por la consternación y el temor. Saliendo de su sueño de gloria, tanto los ciudadanos más modestos como los más evolucionados comienzan a comprender que el ejército ruso, al que creían invencible, no puede rivalizar con el alemán, mejor equipado, mejor formado, mejor comandado. La intendencia y los servicios de la Cruz Roja son tan ineficaces como durante la guerra con el Japón. Transportados en desorden en vagones de ganado, los heridos cuentan a su llegada a la capital que allá, en el frente, faltan fusiles y municiones, que se dispone de un cañón en condiciones de disparar contra diez del lado alemán, que los soldados de infantería son enviados al combate sin preparación de artillería. Por supuesto la prensa, amordazada por la censura, no menciona esas quejas. Pero entre la población civil circulan rumores persistentes: unos acusan a los generales de incapacidad, otros susurran que el Zar está perseguido por la mala suerte, que acumula desastres desde el comienzo de su reinado y que no hay razón para que eso "cambie". Se dice que la serie negra empezó en ocasión de las fiestas de la coronación con los miles de espectadores aplastados en el campo de Khodynka. Luego el nacimiento del hijo hemofílico, el desequilibrio mental de la Emperatriz, la derrota ante el Japón, el "domingo rojo" y sus víctimas inocentes, las muertes del gran duque Sergio y del presidente del Consejo Stolypin, en fin, la aparición en la corte de Rasputín, el staretz libertino. ¡Y todavía es una suerte que Rusia, que ha sufrido un revés sangriento en el frente alemán, haya podido desquitarse en el frente austríaco! Después de arrojar a los austro-húngaros del suelo ruso, las tropas del Zar toman Lvov y ocupan el este de Galitzia. ¡Lamentablemente, no por mucho tiempo! En febrero de 1915, Alemania lanza una nueva ofensiva en la Prusia oriental. Se libran combates encarnizados en las gargantas de los Cárpatos. Los alemanes recuperan Przemysl y Lvos después de duros enfrentamientos. Pronto obligadas a la retirada, las tropas rusas evacúan Polonia y Lituania.

Rasputín, angustiado, sigue en el mapa la progresión la marea alemana. Con la incertidumbre del mañana, su influencia en la corte no deja de crecer. Como ya no se sabe a qué santo encomendarse, se vuelven hacia él, esperando que lo sea. Su departamento de la calle Gorokhovaia 64 se convierte, de alguna manera, en la antecámara del palacio imperial. Los solicitantes se apretujan desde la mañana hasta en los peldaños de la escalera e incluso en la calle, en los alrededores de la casa, en la que desfilan de trescientos a cuatrocientos visitantes por día. En su salón se encuentra, además de las adoratrices habituales, una muchedumbre de pedigüeños furtivos y murmuradores. También hay tantos estudiantes cortos de dinero como pequeños funcionarios que se quejan de sus superiores, oficiales que imploran una recomendación para presentar a un ministro y mujeres atraídas por la reputación de macho infatigable del santo hombre. Yendo de uno a otro, Rasputín les niega rara vez su ayuda. A los que mendigan una ayuda pecuniaria les da algunos rublos; a los que invocan la necesidad de un apoyo en un nivel alto les entrega unas líneas introductorias garrapateadas sobre una esquina de la mesa y cubiertas de cruces. Su regla es que nunca hay que dirigirse en vano a su corazón. En agradecimiento a sus buenos oficios, los más ricos le deslizan billetes de Banco en la mano; los más pobres le llevan frutas o queso. Él acepta todo para no humillar a nadie.

Para administrar sus negocios, múltiples y complicados, se rodea de especialistas como Dobrovolski, ex inspector de enseñanza primaria, el banquero Rubinstein y su rival Manus, presidente del consejo de administración de la Unión de Constructores Ferroviarios, los opulentos financieros Guinzburg, Saleviev, Kaminka… La guerra que él temía le hace la vida agradable. Se diría que en ese universo en descomposición, en el que los espíritus están obsesionados por la muerte, el sufrimiento, las tribulaciones de la patria, ha encontrado el clima ideal para la manifestación de sus apetitos. Sintiendo que alrededor se quiebra el cuadro de los valores morales, está cada vez más inclinado a creer que todo le está permitido. Su sed de placeres coexiste con su afán de piedad. Él, que era relativamente sobrio, que iba hasta a preconizar el cierre de las tabernas, se pone a beber como un barril sin fondo. No obstante, se niega a dedicarse a la vodka, la "serpiente verde", según la expresión usada por el pueblo. Prefiere el vino, sobre todo el madera. Hay días en los que toma hasta seis litros en una comida sin que su razón vacile. Se emborracha y baila en público por la satisfacción de experimentar su resistencia en el libertinaje. A menudo, después de una noche de orgía, asiste a los maitines, bebe un vaso de té hirviendo y recibe a sus visitantes como si nada. Piensa que es el tiempo de los excesos de todo tipo. Puesto que Rusia ha perdido la cabeza al lanzarse a la guerra, él también puede perderla puesto que, aun ebrio, está evidentemente sostenido por Dios.

La prueba es que, a pesar del abuso del alcohol, conserva intactos sus dones de sanador. El 2 de enero de 1915, cuando viaja de Tsarskoie Selo a Petrogrado, Anna Vyrubova es víctima de un terrible accidente de ferrocarril. Fueron necesarias varias horas para sacarla de los restos del vagón donde estaba. Tiene rotas las piernas y la columna vertebral. "¡Es el fin! ¡No vale la pena mortificarla!", decide el médico que la examina en el lugar. Transportada al hospital de Tsarskoie Selo, recibe los últimos sacramentos. Apenas lúcida, pide que el "padre Gregorio" rece por ella. Su madre quiere oponerse pero la Zarina, muy afectada por el acontecimiento, telefonea a Rasputín. Él promete acudir inmediatamente a la cabecera de la moribunda, pero no consigue vehículo. Finalmente, Witte le presta el suyo, conducido por un chofer experimentado. Una tormenta de nieve los retrasa en el camino. Apenas llega, el staretz se precipita a la habitación de la joven. Ella yace, en coma uno, velada por el Zar, la Zarina, las grandes duquesas y el cirujano de la corte. Rasputín hace caso omiso de los presentes y se concentra, con la mirada fija en ese cuerpo ya casi sin vida. Bajo la tensión del esfuerzo, su rostro palidece y se cubre de sudor. Al cabo de un largo momento, toma la mano de Anna Vyrubova y dice con insistencia: "¡Anuchka, despiértate, mírame!". Ante esas palabras, ella abre los ojos y murmura: "¡Gregorio, eres tú! ¡Dios sea loado!". Entonces, dirigiéndose a los presentes, Rasputín profetiza a media voz: "Está curada, pero quedará débil". Y se retira rápidamente a la pieza vecina. Allí, pone los ojos en blanco, se tambalea y se desmaya. Esta vez también ha absorbido, digerido el sufrimiento de otro. Los médicos no pueden más que constatar, a disgusto, una curación efectuada sin su ayuda. Pero la convalecencia será larga. Después de seis meses en cama, Anna Vyrubova se desplazará en silla de ruedas, luego con muletas. Necesitará más de un año para recobrar, más o menos bien, el uso de sus piernas.

Mientras tanto, proclama a los cuatro vientos el nuevo milagro del mago. El Zar y la Zarina, testigos de su resurrección en un cuarto de hospital, comparten esa certeza mística. Alejandra Fedorovna, que se había enfriado notablemente con respecto a su ex confidente -juzgada con el paso de los años demasiado indiscreta y caprichosa-, le devuelve toda su amistad y comparte con ella sus transportes de veneración por Rasputín. Cuando se cree en las virtudes de los santos del martirologio ortodoxo, ¿cómo no tener fe en el poder de un ser de excepción que, siguiendo el ejemplo de aquéllos, dialoga cotidianamente con el Cielo? Lo ocurrido hace siglos por mediación de tal o cual de entre ellos bien puede repetirse en nuestros días por la del staretz siberiano. Dudar de ello sería ofender al Señor, que lo ha creado para que alivie y esclarezca a sus semejantes.

Si este episodio refuerza la influencia de Rasputín sobre sus adeptos, refuerza también sus propias impresiones de aptitud sobrenatural y de agradable impunidad. Cuanto más bebe, más desvergüenza ostenta y le parece que Dios se divierte más con su inconducta. El sorprendente restablecimiento de Anna Vyrubova, añadido a la avidez de placeres que se ha apoderado de la capital desde el comienzo de la guerra, lo dispone a proseguir en su actitud. Tanto peor si su moral no es acorde con la de la Iglesia. En el punto al que ha llegado, no necesita intermediarios entre él y el Padre eterno. ¿Quién sabe qué ocurrirá mañana? Hay que disfrutar de toda la alegría pagana cuando la gran enterradora patalea detrás de la puerta.

A pesar de las hecatombes del frente, los convoyes de heridos que afluyen a la ciudad, los titulares inquietantes de los diarios, Petrogrado quiere divertirse hasta la saciedad. La prohibición no produjo el efecto esperado. Para eludir la ley, los traktirs sirven el alcohol en teteras. Todas las noches, los lugares de esparcimiento, ya se trate de teatros o de tabernas, deben rechazar gente. Se prodiga el dinero. Los policías encargados de la seguridad de Rasputín controlan cuidadosamente sus encuentros y desplazamientos tanto de día como de noche. De marzo a junio de 1915, el staretz insaciable se entrega a acostadas o a juergas en los restaurantes. Va tanto a casa de una masajista de costumbres sospechosas como a lo de la modista Katia, la prostituta Vera o a los baños con una muchacha encargada de enjabonarlo. Pero también invita, en la calle Gorokhovaia, a damas de la alta sociedad, con las que está de fiesta hasta el alba. Durante esas pequeñas orgías, al son de una orquesta gitana, se canta, se baila hasta perder el aliento y se bebe hasta caer debajo de la mesa. Los espías enviados al lugar anotan la cantidad de botellas vacías, las familiaridades del dueño de casa con las visitantes y las cópulas constatadas por los domésticos. Con el fin de limitar, en lo posible, la exuberancia lúbrica de su "protegido", insisten ante el director de su restaurante preferido, Villa Rodé, para que evite instalarlo en el salón grande a la vista de todo el mundo y le prepare un reservado donde no pueda convertirse en espectáculo. Allí, entre cuatro paredes, Rasputín canta con el coro, baila el hoppak en compañía de mujeres de mundo y de putas y se entrega a los placeres del vino y del amor con toda libertad. Se enloquece por la música gitana y las criaturas sin historia que se dejan manosear después de una buena comida. Con el cuerpo traspirado y la boca sedienta, en esos momentos tiene la impresión de vivir dos veces más rápido, dos veces más intensamente, sin perder la benevolencia del Altísimo. A veces también invita a hombres de negocios y banqueros a esos ágapes desenfrenados. Ellos pagan la cuenta y él les agradece interviniendo ante un ministro por tal o cual contrato litigioso. Antes de retirarse, tambaleante, distribuye entre las cantantes y las camareras algunos rublos o pequeños regalos acompañados con consejos sobre la manera de llevar su vida en conformidad con la ley del Señor. A pesar de la grieta moral producida en él al comienzo de la guerra, sigue convencido de su piadosa misión entre sus conciudadanos. Ni siquiera el escándalo producido una noche por un oficial que, indignado por su actitud, lo abofetea en público, basta para devolverlo a la razón. El local es cerrado por varios días. ¡No importa! Rasputín continuará con sus extravagancias escandalosas en otros restaurantes de lujo. Los testigos cuentan por todas partes que una noche lo han visto, medio embriagado, ordenar al coro que cantara el Ave María, y que él mismo ha entonado su canción favorita: Cochero, no castigues a tus caballos, y que ha bailado sobre la mesa a fin de probar que, en su aldea, sabían mover las piernas "tan bien como en el ballet imperial". Los clientes del restaurante Strelnia, de Petrogrado, se trepan a las macetas con palmeras que adornan el gran salón para echar una mirada a través de una banderola de vidrio al reservado donde el staretz se divierte con los gitanos. Un oficial gruñe: "¿Qué le encuentran a ese hombre? ¡Es una vergüenza! ¡Un mujik se contonea y todo el mundo lo admira! ¿Por qué todas esas señoras se adhieren a él?" Y el oficial, furioso, dispara un tiro al aire. Conmoción entre la concurrencia. Una mujer, Djanumova, testigo del incidente, afirma que, al oír la detonación, Rasputín se estremeció de temor. "Su rostro se volvió amarillo", dijo, "Parecía haber envejecido algunos años." Es que, aun sabiéndose progetido por Dios, teme por su pellejo. ¡Tiene tantos enemigos altamente situados!

Durante el día, Rasputín elige entre los centenares de súplicas que se desparraman en la mesa. De tiempo en tiempo se dirige, por sobre el hombro, a algún pope que ha estado esperando pacientemente ser atendido: "¡Y bien, anoche tuve una juerga! ¡Había una gitanita tan linda que cantaba! Si pudieras darte cuenta…" El teléfono suena sin parar. Las admiradoras del maestro aseguran la atención permanente contestando por turno: "Aquí el departamento de Gregorio Efimovich. De turno, Fulana de Tal. ¿Quién habla?" El staretz atiende raramente la comunicación. Cuando se trata de alguien importante, toma el tubo con ostentación con la mano izquierda, apoya el pie en un taburete y, con el puño derecho en la cadera, los hombros erguidos, la barba inspirada, habla lentamente y mirando a lo lejos. Si debe escribir una esquela de recomendación, se sienta pesadamente a la mesa, sus dedos se crispan sobre la lapicera y alinea con esfuerzo sus patas de mosca en el papel, resoplando como una foca. Sus exhortaciones son lacónicas: "Mi muy bueno, arregla las cosas para este desdichado y Dios te ayudará. Gregorio". "Al jefe de la línea Nicolás. "Mi muy bueno, salva a esta pobre criatura con un trabajo de guardabarrera."

Al comienzo de la guerra, Rasputín requirió los servicios de una especie de secretario-consejero jurídico, Manasievich-Manuilov. A medias estafador, a medias espía, este personaje dudoso, empleado en otro tiempo por la Okhrana en bajas tareas de delación y por financieros e industriales en transacciones secretas, ahora se entrega, en cuerpo y alma, a la causa del staretz. Redacta notas por cuenta de su "patrón", contrata una dactilógrafa encargada de tomar los vaticinios del patrón a su dictado, trajina en el ambiente de los negocios para representarlo de la mejor manera para sus intereses comunes y, aunque de origen judío, no titubea en explotar a sus correligionarios con la promesa de librarlos del servicio militar o de una multa o de una amenaza de expropiación. Rasputín tiene confianza en ese caballero de industria, pero está igualmente cerca de otro judío, Aron Simanovich, joyero, usurero y administrador de garitos. No están de más esos dos factótum para ocuparse de sus cuestiones de dinero. Por principio, ya no pide nada directamente al Zar o a la Zarina. Su alquiler es pagado sea por el padre de Anna Vyrubova, sea por el banquero Rubinstein. Recibe igualmente donaciones importantes de sus admiradores y admiradoras. En realidad, en él no hay ningún cálculo, ninguna previsión en la gestión de esos subsidios. Persuadido de que Dios proveerá siempre a las necesidades de su mensajero en la Tierra, gasta sin medida. Sus larguezas no se limitan a cubrir los gastos de su existencia ciudadana, también engloban el mantenimiento de su casa de Pokrovskoi y de su familia, que vive cómodamente. Su padre, Efim, un viejo perezoso, no hace nada. El dinero, profesa Rasputín, no está para acumularlo sino para dilapidarlo. Su ideal es el pájaro en su nido, abriendo el pico para que Dios lo alimente. Así, ingenuo y taimado a la vez, indolente y astuto, estima que, al comer de la mano de otro, recibe la justa remuneración de los beneficios que otorga a las almas creyentes.

Cuando pasa todo un día ocupándose de la política del país, respondiendo a los pedigüeños y atendiendo la administración de su patrimonio personal, siente la necesidad frenética de distraerse. Se diría que otro hombre despierta en él con el caer de la noche. Tiene la garganta seca y el sexo inquieto. El diablo lo tienta. Pero, por supuesto, con la aprobación de Dios. Piensa que ser ruso es llevar en uno alternativamente lo blanco y lo negro. La tierra no ama a quienes ignoran los placeres terrestres. El 25 de marzo de 1915 parte hacia Moscú y, al día siguiente a su llegada va al famoso restaurante Yar con dos periodistas y dos señoras, todos decididos a divertirse. "El grupo ya estaba bien en copas", precisa el informe del coronel Martynov, jefe de la sección moscovita de la Okhrana. "Pidieron canciones al coro femenino, luego danzas, la machicha y el cake-walk. Aparentemente, ya se las habían arreglado para tener bebidas alcohólicas, pues, emborrachándose aún más, Rasputín bailó una 'danza rusa' mientras hacía a los cantantes confidencias como: '¡Este caftán me lo dio la vieja, lo cosió ella misma!' Y, después de la 'danza rusa': '¡Oh, qué diría la patrona si me viera aquí!' Luego, la conducta de Rasputín toma un sesgo completamente inadmisible, de una psicopatía totalmente sexual. Se dice que habría exhibido su sexo y, en esas condiciones, continuó conversando con las bailarinas, repartiéndoles esquelas dulces del tipo: 'Ámame con todo tu corazón' y otras recomendaciones cuyo recuerdo no ha sido conservado por las destinatarias. Cuando el director del coro le hizo observar la inconveniencia de su conducta en presencia de mujeres, Rasputín contestó que esa era justamente la que él practicaba generalmente ante ellas y perseveró en esa actitud. Entregó a algunas cantantes diez o quince rublos que le proporcionaba su joven acompañante, la que a continuación pagó todas las consumiciones y otros gastos. A eso de las dos de la mañana, el grupo se dispersó."

Los testigos de la escena no se contentaron con revelar los detalles a los espías habituales sino que difundieron sus comentarios escabrosos por toda la ciudad. Considerando que tales libertinajes y frases tan vulgares acerca de Sus Majestades atentaban contra el prestigio de la Corona, el gobernador de Moscú, general Adrianov, se dirigió personalmente a Petrogrado para informar al ministro del Interior, Nicolás Maklakov. Éste, temiendo irritar al Emperador, no hizo ante éste más que un relato muy edulcorado de los acontecimientos. Convocado por Nicolás II el 22 de abril, el staretz se golpea el pecho, reconoce que es un pecador indigno de los poderes de videncia y de sanación con los que Dios lo ha gratificado a su nacimiento y jura que jamás, en sus conversaciones, ha manchado el honor de la Zarina, su benefactora. Siempre dispuesta a creer en sus palabras, Alejandra Fedorovna pone las salidas de tono del hombre de Dios en la cuenta de una desviación pasajera, le conserva su estima y espera simplemente que semejantes desviaciones no se repitan. Perdonado y reconfortado, Rasputín parte hacia Pokrovskoi en junio de 1915, a fin de reponerse de las infernales tentaciones de la ciudad.

Mientras tanto, sus enemigos no cejan. Chtcherbatov, el nuevo ministro del Interior, es menos avenible que su predecesor Maklakov. Cediendo a la influencia de los detractores moscovitas del staretz, encarga a su adjunto, el viceministro Djunkovski, que ha seguido de cerca el caso del restaurante Yar, que coloque bajo los ojos del Zar el informe integral del coronel Martynov. Al leer ese relato exhaustivo, Nicolás II se asombra, pero traga su indignación y exige que el documento permanezca secreto. A pesar de su promesa, Djunkovski no sabe tener la lengua. Alejandra Fedorovna se entera incidentalmente otros detalles sobre las excentricidades de Rasputín en Moscú. Ahora bien, lo que la subleva no es la conducta del "padre Gregorio" sino la de sus delatores. Exasperada, escribe al Zar, entonces de inspección en el Gran Cuartel General: "Este no es un hombre honesto (Djunkovski), ha mostrado ese innoble papel sucio (el informe sobre Rasputín) a Dimitri (el gran duque Dimitri Pavlovich), que ha repetido todo a Pablo (el gran duque Pablo Alexandrovich), que ha contado todo a Ella (la gran duquesa Isabel Fedorovna, hermana de la Emperatriz). Hay que decirle (a Djunkovski) ya tenemos bastante de esas sucias historias y que esperamos que sea severamente castigado" (Carta del 22 de junio de 1915).

De regreso en Petrogrado, Nicolás II consiente en leer un nuevo informe, aún más detallado, sobre los incidentes de Moscú. Luego de lo cual, con gran enfado de Alejandra Fedorovna, rehusa recibir al "padre Gregorio" que ha regresado para solicitar una audiencia suplementaria de justificaciones y juramentos. Siempre afirmando que ha sido injuriosamente calumniado, Rasputín parte, con la cabeza baja, hacia Pokrovskoi.

Durante el viaje lo persigue la mala suerte. Embarcado el 9 de agosto en Tiumen, en un vapor que debe llevarlo a Pokrovskoi, se mezcla con un grupo de soldados y, ya pasablemente borracho, los invita al restaurante de segunda clase. Les paga el almuerzo y la bebida. Vacían algunas botellas, cantan, bailan y cuentan riendo anécdotas salaces que chocan a los otros pasajeros. El capitán del barco viene a recordar al staretz que el acceso a la "segunda" está prohibido a los hombres de la tropa. Fuera de sí, Rasputín provoca un escándalo, da puñetazos e insulta al maítre d'hótel antes de desplomarse sobre la alfombra. Entre el público, algunos se burlan y otros exclaman que está loco y que hay que "afeitarle la cabeza y la barba". En Pokrovskoi, unos marineros lo desembarcan, semiinconsciente, y lo cargan en un carro. María y Varvara que habían ido a recibirlo, lo trasladan a la casa, completamente borracho. Se levanta un acta por injurias al maitre d'hótel y "palabras injuriosas hacia la Emperatriz y sus muy augustas hijas". Se abren dos instrucciones: una política (por ofensa a la Emperatriz), la otra de derecho común (por ofensa al maitre d'hótel). El gobernador de la provincia amenaza con arrestar a Rasputín si intenta salir de Pokrovskoi. Este, que ha dormido la mona, contesta fríamente: "¿Qué puede hacerme un gobernador?". Pero se cuida muy bien de moverse y espera que Anna Vyrubova le telegrafíe que vuelva, lo que no debería tardar. Esa amonestación administrativa no le impide continuar bebiendo. Su viejo padre, haragán y charlatán, lo irrita. Un día empiezan a discutir. Los dos están ebrios. Gregorio, en un acceso de furor, arroja a su padre al suelo y lo muele a golpes. Los separan a duras penas. Al día siguiente, el incidente está obligado y chocan las copas juntos otra vez. Al año siguiente, cuando muere Efim, Gregorio, que está en Petrogrado, no irá al entierro pero llevará luto durante veinticuatro horas y durante ese lapso de tiempo se abstendrá de toda libación. (Yves Tenon)

Mientras todavía está en Pokrovskoi, La Gaceta Moscovita insiste acerca del escándalo en el restaurante Yar que el Zar y la Zarina habían querido tanto silenciar. ¿Por qué medio los redactores de esa hoja se procuraron el informe ultraconfidencial que Djunkovski había sometido a Nicolás II? El caso es que, de un día para otro, las menores peripecias de ese festejo reservado se echan a rodar en la prensa. Convicto de haber divulgado un secreto de Estado, Djunkovski es separado de sus funciones. Rasputín recibe la buena nueva en Pokrovskoi. En fin, está vengado y la vía está libre. Vuelve varias veces a Petrogrado para burlarse de sus enemigos y pavonearse en los lugares a la moda. La policía, enérgicamente amonestada por sus excesos de celo, lo deja en paz. Y él aprovecha.

Hay un contraste sorprendente entre el apetito de placeres que se ha adueñado de la alta sociedad, lejos del campo de batalla, y la horrible carnicería del frente. Los hombres caen por cientos de miles en el frente, mientras que en Petrogrado y en Moscú se complota, se murmura y se hacen negocios. Para explicar las derrotas sucesivas del ejército ruso, las autoridades invocan el espionaje. Son puestos en la mira los judíos, a quienes el pueblo les reprocha su falta de patriotismo y sus nombres de sonido a menudo extranjero. La embajada de Alemania en Petrogrado ha sido saqueada apenas se declaró la guerra. Los diarios y los libros en alemán están prohibidos. El Santo Sínodo ha prohibido los árboles de Navidad porque corresponden a una costumbre alemana. En las oficinas y las fábricas son despedidos los que tienen apellidos alemanes o judíos, incluso aquellos cuyas familias están establecidas en Rusia desde hace generaciones. Se habla de oficiales superiores vendidos al enemigo, de industriales que fabrican a escondidas municiones para el Kaiser, de dignatarios de palacio cuyos orígenes bálticos los hacen sospechosos en primer lugar. En mayo de 1915, ante el anuncio de la retirada de Galitzia, la multitud de Moscú ha saqueado los negocios alemanes en el curso de una revuelta que duró dos días. Al regresar de una inspección en el frente, Rodzianko proclamó ante la Duma que el país estaba dirigido por incapaces, que los heroicos soldados rusos morían por culpa del comando y que esa impericia se explicaba por la presencia de traidores en las más altas esferas de la política y del ejército. Como hacía falta un chivo emisario, arrestaron al teniente coronel Miasoiedov bajo la acusación de inteligencia con el enemigo y lo colgaron para que sirviera de ejemplo. [19] A instigación del gran duque Nicolás Nicolaievich, el ministro de Guerra, Sukhomlinov, considerado responsable de las principales derrotas militares, es reemplazado por el general Polivanov. El Zar espera que esos cambios en el equipo dirigente calmen a los agitados de la Asamblea y devuelvan la confianza al pueblo en desorden. Pero la ebullición de los ánimos es muy fuerte y Nicolás II debe reconocer que no son las modificaciones ministeriales las que salvarán la situación. Apenas nombrado, Polivanov declara la patria en peligro y afirma que la guerra se está desarrollando sin un plan de conjunto y sin ninguna estrategia. El 23 de julio, Varsovia cae en manos de los alemanes; la Duma, enloquecida, interpela al gobierno y el Consejo de Ministros decide la destitución del jefe de estado mayor, el general Ianuchkevich. Pero, ¿es suficiente?

Cada vez más, Nicolás II piensa en colocarse él mismo a la cabeza del ejército. Sus numerosas visitas al Cuartel General Central, la Stavka, han reavivado su gusto por la vida militar. Entre esos oficiales de élite, descansa de las intrigas de Petrogrado. Además, estima que en caso de peligro grave el lugar del Zar está en el frente, con los soldados. Los ministros, unánimemente, le suplican que no ceda a esa tentación gloriosa pero llena de riesgos. Su esposa, en cambio, lo impulsa con toda su energía, con toda su fe, a asumir las responsabilidades de la conducción de la guerra sobre el terreno. Desde hace largo tiempo, ella sufre por la influencia creciente de Nicolás Nicolaievich. No le perdona el haberse casado con su ex amiga montenegrina, que se ha divorciado -¡cosa altamente condenable!- para volver a casarse con él. Convertido en generalísimo por la gracia del Emperador, está inflado de orgullo. La tropa lo quiere y lo respeta a pesar de su notoria insuficiencia. Grande e imponente, tiene el físico para el cargo. No hace falta más para conquistar las almas simples. Además, Alejandra Fedorovna sospecha que quiere apoderarse del trono aprovechando alguna revolución de palacio fomentada por oficiales a su servicio y, así, apartar a su hijo Alexis de la sucesión dinástica. Por otra parte, ¿acaso no es un enemigo declarado de Rasputín? ¡Está todo dicho! Cuando el staretz manifestó el deseo de ir a la Stavka, el gran duque ha hecho saber que el "padre Gregorio" podría ir, pero que sería "colgado". ¡Tales palabras revelan quién es! Rasputín es tenaz en el rencor, y Alejandra Fedorovna más aún que él. Los dos presionan al Emperador para que destituya a ese rival peligroso en la popularidad de la nación.

Mientras el Zar está de inspección en el Cuartel General Central, su mujer trata de adoctrinarlo por medio de cartas diarias escritas en inglés. Sin decirlo claramente, espera que, tarde o temprano, Rasputín pase del papel de consejero espiritual al de consejero político y militar: "¡Si pudieras mostrarte más severo, querido, es indispensable! […] ¡Es necesario que tiemblen ante ti![…] Escucha a nuestro Amigo (Rasputín) y ten confianza en él. Es importante que podamos contar no sólo con sus plegarias sino también con sus consejos". (Carta del 10 de junio de 1915.) Y todavía: "¡Cuánto desearía yo que Nicolacha (el gran duque Nicolás Nicolaievich) fuera diferente y no se alzara contra el hombre que nos ha sido enviado por Dios!" (Carta del 12 de junio de 1915.) "Me aterran los nombramientos hechos por Nicolacha. Lejos de ser inteligente, es testarudo y se deja guiar por otras personas […]. Por otra parte, ¿no es el adversario de nuestro Amigo? ¡Eso puede traer sólo desdichas! […] Nuestro Amigo te bendice y exige, con suma urgencia, que se organice el mismo día, sobre todo el frente, una procesión religiosa para pedir la victoria […]. Por favor, imparte órdenes en consecuencia." (Otra carta del 12 de junio de 1915.) "Te envío un bastón que perteneció a nuestro Amigo. Lo ha utilizado y te lo da ahora con su bendición. Sería muy bueno si pudieras utilizarlo de cuando en cuando […]. ¡Sé más autócrata, querido, muestra de qué eres capaz!" (Carta del 14 de junio de 1915.)

De día en día, de carta en carta, Nicolás II se persuade de que la voluntad de Dios, encarnada por Rasputín, es que él se muestre más enérgico, que despida al incapaz gran duque Nicolás Nicolaievich y que se coloque a la cabeza de las tropas para levantarles la moral y conducirlas a la victoria. En el corazón del verano de 1915, el momento es de lo más crítico. Del Báltico a los Cárpatos, los rusos se baten en retirada. Kovno, Grodno y Brest-Litovsk acaban de caer. Polonia, Lituania y Galitzia están en manos del enemigo. La cantidad de pérdidas en vidas humanas da vértigo. Los hospitales se muestran insuficientes para atender a los millares de heridos conducidos del frente hacia la retaguardia. La Stavka, amenazada, ha debido replegarse sobre Mohilev.

Ante el aumento de los peligros, Nicolás II toma al fin la decisión de desembarazarse de ese tío demasiado molesto y envía a su ministro Polivanov a la retaguardia para preparar suavemente al generalísimo a su desgracia. Pero su madre, la emperatriz viuda María Fedorovna, lo exhorta a renunciar a esa idea, que considera arriesgada. Lo pone en guardia contra el peligro que significaría para él disgustar al ejército apartando a un jefe tan popular. Además teme que, al dejar Petrogrado por el Cuartel General Central y ceder la dirección del Estado a otro hombre, aunque sea de confianza, precipite la ruina del régimen. Por su parte los ministros, convocados el 20 de agosto de 1915 a Tsarskoie Selo, imploran en coro a Su Majestad que abandone su proyecto. Y, al día siguiente, dirigen al Zar una carta colectiva de dimisión para protestar, "en hombre de todos los rusos leales", contra su intención de despedir al generalísimo y sucederlo en la conducción de la guerra. Al pie del documento figuran ocho firmas.

¿Pero qué puede un puñado de ministros contra una esposa entusiasta y un staretz inspirado? Nicolás II no se deja doblegar. El 22 de agosto por la tarde parte hacia Mohilev. El 23, un rescripto releva de sus funciones al gran duque Nicolás Nicolaievich y anuncia que el Emperador lo reemplazará a la cabeza de sus tropas. A modo de resarcimiento, el gran duque recibirá la dirección de las operaciones en el Cáucaso. El mismo día, Nicolás II escribe a su mujer: "Él [el gran duque Nicolás Nicolaievich] vino a mi encuentro con una sonrisa animosa y gentil. Me preguntó cuándo debía partir y le contesté que podría quedarse dos días aún […]. Hacía meses que no lo veía así, pero los rostros de sus ayudas de campo estaban sombríos; era divertido observarlos". La Zarina aprueba: "¡Es tal el alivio! Te bendigo, ángel mío, así como a tu justa decisión y espero que sea coronada por el éxito y nos aporte la victoria en el interior y en el exterior".

Rasputín también aplaude esa destitución que lo libra de un enemigo personal demasiado influyente y declara alegremente a la Emperatriz: "Si nuestro Nicolás no hubiera tomado el lugar de Nic-Nic [20], habría podido decir adiós a su trono". Mientras su esposa y su consejero oculto se felicitan por una resolución que consterna al ejército y a la clase política, Nicolás II firma con una mano titubeante su primer orden del día: "Hoy he tomado sobre mí el comando de todas las fuerzas navales y terrestres presentes sobre el teatro de operaciones […]. Tengo la firme convicción de que la misericordia divina nos acompañará en nuestra fe absoluta en la victoria final y en el cumplimiento de nuestro deber sagrado de defender la patria hasta el fin. No seremos jamás indignos de la tierra rusa".

La alusión a la "tierra rusa" alegra a Rasputín. Está seguro de ser su verdadero representante, con las cualidades y los defectos específicos de la nación. Cuando piensa en su destino, lo resume así: ¡Un mujik instalado como un intruso entre los grandes de este mundo y que les recuerda la realidad de un país del que su nacimiento, su educación, su fortuna, los han separado desde hace largo tiempo! Ciertamente, él espera la victoria, pero maldice la guerra a causa de los sufrimientos que inflige a los más desprovistos de sus compatriotas. Y declara ante un círculo de admiradoras: "Rusia ha entrado en esta guerra contra la voluntad de Dios… Cristo está indignado por todas las quejas que suben hacia Él desde la tierra rusa. ¡Pero a los generales les da igual hacer matar mujiks, eso no les impide comer ni dormir ni enriquecerse…! ¡Ay! ¡No es sobre ellos que recaerá la sangre de sus víctimas! Recaerá sobre el Zar, porque el Zar es el padre de los mujiks… Yo les digo: ¡la venganza de Dios será terrible!"

Habiendo proclamado así su indignación, se prepara para terminar alegremente la velada en un restaurante a la moda. Está tan cómodo en su papel de profeta como en el de juerguista. Sólo cuando ha saciado su sed de placeres siente el deseo de regresar a Pokrovskoi.

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