– DESPIERTA.
La mejilla le ardía. Una mano lo volvió a abofetear varias veces.
– ¡Estoy despierto! -exclamó Thomas levantándose-. ¡Dame un momento!
Mikil retrocedió.
La mente de Thomas le dio vueltas. Después de tanto tiempo sentía como surrealistas las transiciones de sus sueños.
Observó a su segunda al mando. Mikil. Ella probablemente podría entrar a cualquier bar de Nueva York y desalojar el lugar. Usaba mocasines de batalla, una clase de botas con suelas de cuero endurecido y piel de ardilla alrededor de los tobillos y la media pantorrilla. Tenía un cuchillo con empuñadura de hueso amarrado a la delgada y bien musculosa pierna. Usaba protectores de muslos para la batalla y una falda corta de cuero endurecido que detendría la mayor parte de los ataques. El torso se encontraba cubierto con la tradicional armadura de cuero, pero los brazos estaban libres para moverlos y bloquear. Por lo general, el cabello le caía hasta los hombros, pero hoy lo tenía atado atrás para la batalla. Se había sujetado una pluma roja al codo izquierdo, un obsequio de Jamous, que la cortejaba. Una larga cicatriz le recorría desde la pluma hasta el hombro, obra de un encostrado momentos antes de que ella lo enviara aullando al infierno durante la campaña de invierno.
Los ojos de Mikil habían empezado a volverse grises. La noticia de escaramuzas en la brecha Natalga había llegado durante la noche, por lo que ella salió de la población sin su acostumbrado baño en el lago. El juramento de los guardianes del bosque requería que todos los soldados se bañaran al menos una vez cada tres días. Cualquier demora más y se arriesgarían a convertirse en moradores del desierto. La enfermedad no solo afectaba a los ojos y la piel, sino también a la mente. Los guardianes debían llevar grandes cantidades de agua en las campañas o acercar a casa las líneas de batalla. Ese era el único y mayor factor limitador que enfrentaba un estratega.
Una vez Thomas se quedó atrapado en el desierto cuatro días sin caballo. Tenía dos cantimploras, y usó una para un somero baño el segundo día. Pero, para el final del tercer día, la llegada de la enfermedad fue tan dolorosa que apenas podía caminar. La piel se le había vuelto gris y descascarada, y un nauseabundo olor le emanaba por los poros. Aún estaba a un día de camino de la selva más cercana.
En un ataque de pánico se desnudó, se arrojó sobre la arena y suplicó que el sol abrasador le quemara la carne de los huesos. Por primera vez supo lo que significaba ser un morador del desierto. En realidad era el infierno en la tierra.
En la mañana del cuarto día comenzó a ver el mundo de manera diferente. Disminuyeron sus ansias por agua. Sentía mejor la arena debajo de los pies. Comenzó a pensar que después de todo no era imposible vivir bajo esta nueva piel gris. Canceló los pensamientos como alucinaciones y esperó morir de sed para el final del día.
Una cuadrilla extraviada de moradores del desierto lo encontró y lo confundió con uno de los suyos. Bebió el agua corrompida de ellos, se puso un mantón con capucha y exigió un caballo. Como si la hubiera conocido ayer, aún podía recordar a la mujer que le entregó el suyo.
– ¿Eres casado? -le preguntó ella.
Thomas permaneció allí, con el cuero cabelludo ardiéndole debajo de la capucha y mirando a la moradora del desierto, sorprendido por la pregunta de ella. Si contestaba de manera afirmativa, ella podría preguntar quién era su esposa, lo cual podría ocasionarle problemas.
– No.
La mujer se le acercó y le examinó el rostro. Tenía los ojos de color gris sin brillo, casi blancos. Las mejillas eran grisáceas.
Ella se echó la capucha para atrás y dejó al descubierto el blanqueado cabello. En ese momento Thomas supo que esta mujer se le estaba Proponiendo. Pero hubo más, supo que ella era hermosa. Él no estaba seguro de si el sol lo había afectado o si la enfermedad le consumía la mente, pero la encontró atractiva. Al menos fascinante. No, más que eso. Atractiva. Y sin olor. Es más, él tenía la seguridad de que si de alguna manera milagrosa volviera a ser otra vez el Thomas con piel clara y ojos verdes, ella pensaría que la piel de él apestaba.
La repentina atracción lo agarró totalmente desprevenido. Los habitantes del bosque seguían el camino del Gran Romance, jurando no olvidar el amor que Elyon les había prodigado en el bosque colorido. No así los encostrados. Hasta este momento él nunca había considerado cómo era sentir la atracción de un hombre por una encostrada.
– Soy Chelise -se presentó la mujer estirando una mano y acariciándole la mejilla.
Él se quedó inmovilizado por la indecisión.
– ¿Te gustaría venir conmigo, Roland?
Él le había dado el nombre ficticio sabiendo que el suyo era muy conocido.
– Me gustaría, sí. Pero primero debo terminar mi misión y para eso necesito un caballo.
– ¡No me digas! ¿Y cuál es tu misión? -inquirió ella sonriendo de forma seductora-. ¿Eres un feroz guerrero que salió a asesinar al homicida de hombres?
– En realidad soy un verdugo -contestó él creyendo que eso le haría ganar respeto, pero ella actuaba como si encontrar verdugos en el desierto fuera algo común-. ¿Quién es ese homicida de hombres?
Los ojos femeninos se ensombrecieron, él comprendió que había hecho la pregunta equivocada.
– Si fueras un verdugo, lo sabrías, ¿o no? Solo hay un hombre al que todo verdugo ha jurado matar.
– Sí, por supuesto, pero ¿conoces de veras los asuntos de un verdugo? -le preguntó él, buscando una salida en la mente-. Si estás tan ansiosa de darme hijos, quizás deberías saber con quién harías tu hogar. Así que dime, ¿a quién hemos jurado matar los verdugos?
Al instante se dio cuenta de que esa respuesta le gustó a ella.
– Thomas de Hunter -contestó ella-. Él es el asesino de hombres, mujeres y niños; él es el único a quien mi padre, el gran Qurong, ha ordenado que maten sus verdugos.
¡La hija de Qurong! ¡Él estaba hablando con la realeza del desierto! Inclinó la cabeza en una muestra de sumisión.
– No seas tonto -comentó ella riendo-. Como puedes ver, no llevo puesto el brazalete de mi posición.
La manera en que los ojos de ella se ensombrecieron cuando pronunció el nombre de él inquietó a Thomas. Supo que era tan despreciable a los ojos de los moradores del desierto como ellos lo eran para él. Pero discutir ese tema alrededor de la fogata después de derrotar al enemigo era una cosa; otra era oírlo salir de los labios de tan sensacional enemigo.
– Ven conmigo, Roland -pidió Chelise-. Te daré más por hacer que andar por ahí haciendo atentados inútiles. Todos saben que Hunter es demasiado rápido con la espada para ceder ante esta estrategia insensata de mi padre. Martyn, nuestro brillante nuevo general, tendrá un lugar para ti.
Esa fue la primera vez que oyó el nombre del nuevo general.
– Lamento discrepar, pero soy el único verdugo que puede encontrar al asesino de hombres y matarlo a voluntad.
– ¡No me digas! ¿Eres así de inteligente, no? ¿Y eres tan brillante para leer lo que ningún hombre puede interpretar?
¿Estaba ella burlándose al sugerir que él no podía leer?
– Por supuesto que puedo leer.
– ¿Los libros de las historias? -preguntó ella arqueando una ceja. Thomas parpadeó ante la referencia. ¿Se refería ella a los libros antiguos? ¿Cómo era posible?
– ¿Los tienes? -interrogó él.
– No -contestó Chelise alejándose-. Pero he visto algunos. Se necesitaría un sabio para leer ese caos.
– Dame un caballo -pidió él-. Déjame terminar mi misión y luego volveré.
– Te daré un caballo -respondió ella, volviéndose a poner la capucha-. Pero no te molestes en volver a mí. Si matar a otro hombre es más importante para ti que servir a una princesa, te juzgué mal.
Ella ordenó a un hombre cercano que le diera un caballo a él y entonces se alejó.
Sus propios guardianes casi lo matan al borde de la selva. Se bañó en el lago en la víspera del cuarto día. Normalmente la limpieza de la enfermedad era calmante, pero el dolor en esta etapa avanzada de la enfermedad era casi insoportable. Entrar al agua no había sido muy diferente a despellejarse. Con razón los encostrados temían a los lagos.
Pero el dolor solo fue momentáneo y al salir del agua tenía la piel restaurada. Rachelle finalmente lo besó de manera apasionada en la boca, ahora sin su horrible olor. La población había celebrado el regreso de su héroe con más que su acostumbrada celebración nocturna.
Pero nunca lo abandonó el recuerdo de esa terrible condición con la cual las hordas vivían a diario. Tampoco la imagen de la mujer del desierto. Lo único que ahora la separaba de Mikil era un balde del agua de Elyon.
A pesar de lo que él pudiera pensar de los moradores del desierto, una cosa era indiscutible: Habían rechazado los caminos de Elyon. Ellos eran el enemigo y lo que Thomas odiaba de ellos no eran tanto las carnes podridas sino los corazones traicioneros y tramposos. Él y los guardianes del bosque habían jurado por Elyon eliminar las hordas de la tierra o morir en el intento.
– ¿Funcionó? -inquirió Mikil.
– ¿Funcionó qué? -objetó, con la cabeza a punto de estallarle-. ¿El sueño? Sí, sí funcionó.
– Pero supongo no hay manera de echar abajo el barranco.
Retumbaron cascos a la vuelta de la esquina. William y Suzan venían en monturas sudadas. ¿El barranco?
¡El desfiladero! La pólvora.
– ¡Thomas! -gritó William parándose en seco y bajando del caballo-. ¡Se están rompiendo nuestras líneas! He traído dos mil de la retaguardia y otros dos mil llegarán en la noche, ¡pero los enemigos son demasiados! ¡Allá hay una matanza!
– ¡La tengo! -exclamó Thomas.
– ¿Tienes qué?
– Pólvora. Sé cómo hacer pólvora. Es más, conozco varias maneras de hacerla.
Suzan desmontó. Los tres lo miraron, sin saber qué hacer.;
– Thomas me ordenó que lo golpeara en la cabeza para que pudiera soñar -comunicó Mikil-. Es evidente que tiene la habilidad de enterarse de cosas en sus sueños.
– ¿Verdad? -exclamó William parpadeando-. ¿Qué podrías aprender que…?
– Me enteré de cómo hacer polvo negro que explota -interrumpió Thomas, pasándolos; luego se volvió-. Si logramos hacerlo, tendremos una posibilidad, pero debemos apurarnos.
– ¿Planeas derrotar a las rameras esas echándoles polvo encima? -exigió saber William-. ¿Te has vuelto loco?
Llamar rameras a las hordas se había vuelto algo común entre los guardianes del bosque.
– Él planea usar polvo negro para echar abajo el barranco -informó Mikil-. ¿No es así, Thomas?
– En esencia, sí. La pólvora es un explosivo, un fuego que arde y se expande con mucha rapidez -explicó Thomas demostrando con las manos-. Si pudiéramos introducir pólvora en la grieta de la parte superior del abismo y encenderla, se podría desprender todo el barranco.
William estaba estupefacto.
– ¿Sabes realmente cómo hacer ahora esa pólvora? -indagó Mikil.
– Sí.
– ¿Cómo?
Él recitó la información que tenía en la memoria.
– La pólvora se compone de tres ingredientes básicos aproximadamente en las siguientes proporciones: quince por ciento de carbón, diez por ciento de azufre y setenta y cinco por ciento de salitre. Eso es todo. Lo único que debemos hacer es hallar estos tres elementos, prepararlos en bolsas muy bien apretadas, bajarlas…
– ¿Qué es azufre? -preguntó Suzan.
– ¿Qué es salitre? -preguntó Mikil.
– ¡Esto es lo más absurdo que he oído nunca de alguien sin escamas en la carne! -objetó William.
– ¿Dije que sería fácil? -cuestionó Thomas empezando a perder la paciencia-. ¡Allá abajo nos están masacrando! No puedes construir un dispositivo tan devastador sin un poco de trabajo. Tenemos carbón, ¿no es así? Lo quemamos. Unos cuantos jinetes veloces pueden conseguir un amplio suministro y tenerlo aquí para la medianoche. El azufre es el decimosexto elemento más común en la corteza terrestre. Y creo que estamos en la misma corteza terrestre. No importa eso; solo saber que el azufre se encuentra en cuevas con pirita. Eso tampoco importa. Las cuevas en el extremo norte de la brecha. Tendremos que partir los conos, calentarlos en una enorme hoguera y orar por que el azufre fluya de las aberturas. Muy parecido al mineral metalífero.
Una emoción empezaba a aparecer en los ojos de Mikil, pero William fruncía el ceño.
– Incluso con los refuerzos, nos superan estrepitosamente en cantidad.
– ¿Y qué hay con la sal? -quiso saber Mikil.
– Salitre -contestó Thomas, haciéndole caso omiso a William y pasándose los dedos por el cabello-. Es un mineral blanco y traslúcido compuesto de nitrato potásico.
Se miraron unos a otros.
– ¿Ven ustedes? -cuestionó William-. ¿Quiere él hacer que nuestros combatientes busquen potasi… un nombre que apenas puede pronunciar, y en la oscuridad? Debido a que soñó…
– ¡Silencio! -gritó Thomas; su voz resonó por sobre el fragor de la batalla-. Si fallo esta vez, William, ¡te daré el mando de los guardianes!
– ¿Dónde encontraremos ese salitre? -insistió Mikil.
– No lo sé.
– Entonces… ¿qué quieres decir con que no sabes?
– Estamos buscando una roca traslúcida y lechosa que es salada.
William cruzó los brazos en desaprobación.
– Y si encontramos esos elementos ¿qué? -inquirió Mikil.
– Entonces tenemos que triturarlos, mezclarlos, comprimir el polvo y esperar que se inflame con bastante fuerza para hacer algún daño.
Tres pares de ojos se centraron en él. Al final ellos estarían de acuerdo porque todos eran conscientes de no tener alternativa viable. Pero nunca antes habían tenido tanto en juego.
– Comprende que si debemos contenerlos mientras intentamos este truco tuyo perdemos la oportunidad de evacuar el bosque -objetó William-. Si salimos ahora tendremos medio día de ventaja sobre las hordas, porque ellas no andarán durante la noche. Podríamos reunir a la población y dirigirnos al norte como planeamos.
– Lo comprendo. Pero ¿con qué fin? Las hordas están rebasando Bosque Sur mientras hablamos. Jamous se está retirando. Las hordas…
– ¿El Bosque Sur? -preguntó William; él no lo sabía.
– Sí. Las hordas tomarán esta selva y luego se moverán hacia la siguiente.
– Tal vez sería más prudente retirarnos ahora, hacer esta pólvora tuya luego, cuando sepamos que funciona, mandamos a las hordas al infiero -opinó Mikil mirando hacia el occidente, donde continuaban los sonidos de la batalla.
– Si toman el Bosque Intermedio… -continuó Thomas, interrumpiendo sus ideas; todos sabían que la pérdida de esta selva era inaceptable-. ¿Cuándo los volveremos a tener en un cañón como este? Si esto funciona podríamos vencer a un tercio de su ejército en un golpe. Aún podemos ordenar la evacuación, aunque no estemos allá para ayudar.
Él siguió la mirada de Mikil hacia el occidente. Sus hombres morían mientras él jugaba con sus absurdos sueños.
– ¿Y si esto es de lo que habla la profecía?
– «Con un soplo increíble destruiremos la esencia del mal» -manifestó Suzan, citando la promesa del niño, y un rayo de ansiedad le iluminó los ojos-. Qurong está dirigiendo este ejército mientras Martyn está atacando a Jamous.
– ¿Crees que funcionará?
– Muy pronto lo sabremos.
LA LUNA brillaba alto en el cielo del desierto, rodeada por un millón de estrellas. Sentado en su corcel, Thomas analizaba el suelo del cañón. Las hordas se habían calmado durante la noche, miles y miles de guerreros encostrados, la mitad durmiendo en sus capas, la mitad arremolinándose en pequeños grupos. Sin hogueras. Habían ganado la batalla y celebrado la victoria con un grito que rugió a través del cañón como un poderoso torrente.
Thomas había ordenado retroceder a su ejército en una demostración de retirada. Transportaron sus catapultas desde el despeñadero y mostraron toda señal de huir hacia la selva. Siete mil de sus hombres se habían unido a la batalla aquí en el cañón. Tres mil habían entregado sus vidas.
Era la peor derrota que habían sufrido.
Ahora cifraban sus esperanzas en una pólvora que no existía.
Los guardianes esperaban a kilómetro y medio hacia el occidente, listos para dirigirse a la selva al aviso del momento. Si en una hora no encontraban el salitre, Thomas daría la orden.
Ya tenían bastante carbón. William había llevado un contingente de soldados a las cuevas por el azufre. Llevaron casi una tonelada de rocas de pirita a un hoyo hecho entre dos cañones, donde levantaron una fogata y lograron extraer azufre líquido de la piedra. El hedor se elevó al cielo y Thomas no recordaba nunca haberse extasiado tanto con tan horrible olor. Era olor a carne de encostrados.
Pero el salitre les era esquivo. Mil guerreros buscaban la roca blanca a la luz de la luna, lamiendo cuando era necesario.
– Podríamos volver a traer a los arqueros y al menos darles a las hordas una sorpresa de despedida -comentó Mikil al lado de Thomas.
– Si nos hubieran quedado flechas, yo mismo dispararía algunas -. declaró él volviendo a mirar la luna-. Si no logramos hallar el salitre en una hora, nos iremos.
– Eso es cortar al ras. Aunque lo halláramos, tenemos que extraerlo. Luego molerlo hasta convertirlo en polvo, mezclarlo y probarlo. Después…
– Sé lo que debemos hacer, Mikil. Es mi conocimiento, ¿recuerdas?
– Sí. Tu sueño.
Él no hizo caso del comentario. Ella siempre había sido fuerte, la el de persona en quien él podía confiar que tomara su lugar en la dirección este ejército si alguna vez lo mataran.
– Si nos obligan a huir, ¿qué llegará a ser de la Concurrencia? -preguntó ella.
– Ciphus insistirá en la Concurrencia. La tendrá en uno de los de lagos si tiene que hacerlo, pero no la abandonará.
– Y con toda esa ridiculez de Justin haciendo estallar un conflicto, estoy segura de que será una Concurrencia para recordar -opinó Mikil susurrando-. Se ha estado hablando de un careo.
Thomas había oído los rumores de que Ciphus podría presionar a Justin para que debatiera y, de ser necesario, para sostener un combate físico por acto de rebeldía a la doctrina imperante del Consejo. Thomas había presenciado tres duelos desde que Ciphus los iniciara; le recordaron los combates al estilo de los gladiadores en las historias. Los tres usurpadores que perdieron fueron desterrados al desierto.
– Si no lo hay, yo podría desafiarlo -concluyó Mikil.
– La traición de Justin es la menor de nuestras preocupaciones en momento. Caerá en batalla como todos los enemigos de Elyon.
La joven dejó el tema y miró hacia el occidente, hacia el Bosque Intermedio.
– ¿Qué ocurrirá si las hordas se apoderan de nuestros lagos?
– Podemos perder nuestro ejército, incluso nuestros árboles, pero nunca perderemos nuestros lagos. No antes de que la profecía nos libere. Si perdernos los lagos, entonces nos convertiremos en moradores del desierto contra nuestra voluntad. Elyon nunca lo permitiría.
– Entonces lo mejor es que él llegue pronto -concluyó ella.
– Tal vez no recuerdes, pero yo sí. Él podría batir las palmas y terminar esto esta noche.
– ¿Por qué entonces no lo hace?
– Él sencillamente podría.
– ¡Señor!
Un mensajero.
– William lo llama. Dice que le informe que tal vez lo encontró.
– ¡AQUÍ! LO haremos exactamente aquí -exclamó Thomas agarrando el gran mazo con las dos manos y azotándolo contra la brillante roca. Una losa del barranco se desprendió.
Era traslúcido y salado, y fue William quien tuvo que hallarlo entre todos los que buscaban. Muy pronto sabrían si no era salitre. Thomas agarró un puñado de los fragmentos.
– Derríbenlo. Todo -ordenó y luego se volvió hacia William-. Trae el carbón y el azufre. Estableceremos aquí una línea para pulverizar la roca y la mezclaremos debajo de ese saliente. Pon mil hombres a hacer esto de ser necesario. ¡Quiero la pólvora dentro de una hora!
Corrió hacia su caballo y se montó en la silla.
– ¿Adónde vas, señor?
– A probar esta creación nuestra. ¡Demuélanlo!
Descendieron sobre los barrancos con ganas, golpeando con mazos de bronce, espadas y rocas de granito. Otros empezaron a desmenuzar el supuesto salitre en un fino polvo. Transportaron el carbón y lo molieron más allá de la línea. El azufre se endureció en los cuencos de bronce en que lo habían vertido. Los trozos eran fáciles de desmoronar.
Muy pocos sabían lo que estaban haciendo. ¿Quién había oído de esta manera de dirigir una batalla? Pero esto apenas importaba… él les había ordenado pulverizar la roca y el polvo que fue esta roca aplastaría al enemigo. era el mismo hombre que les mostró cómo sacar metales calentando rocas, ¿o no? Fue quien sobrevivió como encostrado varios días y regresó para bañarse en el lago. El hombre que cientos de veces los llevó a batalla y a la victoria.
Si Thomas de Hunter les ordenaba que trituraran rocas, ellos triturarían rocas. El hecho de que tres mil de sus compañeros hubieran muerto hoy a manos de las hordas hacía más urgente la tarea.
Thomas se arrodilló sobre la enorme piedra y observó un montoncito de polvo molido que había recogido de la parte superior de la cantera.
– ¿Cómo lo medimos? -preguntó Mikil.
A pesar de su activa participación, William persistía en fruncir el ceño.
– De este modo -explicó Thomas extendiendo el polvo blanco en una línea de la longitud de su brazo, y ordenándolo de tal modo que tuviera aproximadamente el mismo ancho a todo lo largo-. Setenta y cinco por ciento. Luego el carbón…
Hizo otra línea de carbón al lado del polvo blanco.
– Quince por ciento de carbón. Un quinto de la longitud del salitre.
Marcó la línea en cinco segmentos iguales y puso cuatro de ellos a un lado.
– Ahora diez por ciento de azufre.
Colocó el polvo amarillento en una línea de dos tercios de la longitud del polvo negro.
– ¿Te parece correcto?
– Más o menos. ¿Cuán exacto tiene que ser?
– Vamos a averiguarlo.
Mezcló las tres pilas hasta que tuvo un montón de polvo gris.
– No es precisamente negro, ¿verdad? Encendámoslo.
– ¿Vas a encenderlo? -preguntó Mikil poniéndose de pie y retrocediendo-. ¿No es peligroso?
– Observa -expresó él haciendo un caminito del material y parándose-. Tal vez es demasiado.
Adelgazó la línea de tal modo que duplicara la longitud del tamaño un hombre.
William retrocedió algunos pasos, pero era claro que estaba menos preocupado que Mikil.
– ¿Listos?
Thomas sacó su rueda de pedernal, un aparato que hacía chispas al golpear la piedra contra una áspera rueda de bronce. Empezó a hacer girar la rueda en la palma de la mano, pero luego optó por el muslo porque la palma estaba humedecida con sudor. Encendió un pequeño rollo de corteza cortada en tiras. Fuego.
Mikil había retrocedido unos cuantos pasos más.
Thomas se arrodilló en un extremo de la serpiente gris, bajó el fuego y lo puso en contacto con el polvo. Nada ocurrió.
– Ja! -exclamó William.
Luego el polvo se prendió y silbó con chispas. Una gruesa humareda se adentró en el aire nocturno a medida que el fuego recorría el caminito de pólvora.
– ¡Aja!
– ¿Funciona? -quiso saber Mikil acercándose.
William había bajado los brazos. Miró la negra marca sobre las rocas, luego se arrodilló y la tocó.
– Está caliente -dijo y se paró-. Realmente no veo cómo esto vaya a derribar un despeñadero.
– Lo hará cuando esté empacado en bolsas de cuero. Arde demasiado rápido como para que las bolsas contengan el fuego, ¡y bum!
– Bum -repitió Mikil.
– Has fruncido bastante el ceño para una noche, William. Esta no es una pequeña proeza. Deja que tu rostro se relaje.
– Fuego de la tierra. Debo admitirlo, es muy impresionante. ¿Obtuviste esto de tus sueños?
– De mis sueños.
Tres horas después habían llenado con pólvora cuarenta bolsas cantimploras de cuero, cada una del tamaño de la cabeza de una persona, luego las ataron fuertemente en rollos de lienzos. Los rollos quedaron duros, como rocas, y cada uno tenía una pequeña abertura en la boca, de la cual sobresalía Un pedazo de tela en que habían colocado pólvora.
Thomas las llamó bombas.
– Veinte a lo largo de cada barranco -instruyó él-. Cinco en cada extremo y diez a lo largo del trecho por la mitad. Tenemos al menos que encajarlas dentro. Rápido. El sol saldrá en dos horas.
Metieron profundamente las bombas en las fallas de cada desfiladero por kilómetro y medio a cada lado de las durmientes hordas. Las tiras de lienzo enrolladas en polvo subían y luego retrocedían, tres metros. La idea era encenderlas y correr.
El resto estaba en manos de Elyon.
Les llevó toda una hora colocar las bombas. Ya aparecía luz en lo alto del cielo oriental. Las hordas comenzaban a moverse. Habían enviado un centenar de guardianes del bosque por más flechas. En caso de que solamente la mitad del ejército que había abajo fuera aplastado por las rocas, Thomas determinó llenar de flechas a los que quedaran. Sería como disparar a unos peces en un tonel, explicó.
Thomas se paró en el puesto de observación, balanceando la última bomba en la mano derecha.
– ¿Estamos listos?
– ¿Vas a mantener una afuera? -preguntó William.
– Esta, amigo mío, es nuestro plan de respaldo -contestó él después de revisar la bola de pólvora firmemente apretada.
El cañón estaba gris. Las hordas yacían en su inmundicia. Cuarenta de los hombres de Thomas se arrodillaron sobre mechas teniendo listas sus ruedas de pedernal.
Thomas respiró hondamente. Cerró los ojos. Los abrió.
– Enciendan el desfiladero norte.
Se oyó un zumbido suave detrás de él. El arquero lanzó la flecha de señal. Al cielo subió fuego, seguido de humo.
En el saliente permanecieron veinte con Thomas. Todos miraron el barranco y esperaron.
Y esperaron.
Náuseas recorrieron el estómago de Thomas.
– ¿Cuánto tiempo tarda? -preguntó alguien.
Como en respuesta, una exhibición espectacular de fuego se disparó dentro del cielo que bajaba por el barranco.
Pero no fue una explosión. La bomba atrapada no había sido suficientemente fuerte para romper sus envolturas, o la roca que la apretaba con fuerza.
Otra exhibición salió más cerca. Luego otra y otra. Una por una las bombas se prendían y vomitaban fuego al cielo.
Pero no destrozaban el barranco.
Los encostrados comenzaron a gritar en el cañón. Ninguno había visto antes tal demostración de poder. Pero no era la clase de poder que Thomas necesitaba.
Depositó la última bomba dentro de una de las bolsas al costado del caballo y trepó en él.
– Mikil, ¡que no enciendan el barranco sur! Espera mi señal. Un toque de cuerno.
– ¿Adónde vas?
– Abajo.
– ¿Abajo hacia las hordas? ¿Solo?
– Solo.
Hizo girar al corcel y lo puso a todo galope.
Abajo aumentaban los gritos de las hordas. Pero el temor que sintieron al principio había amainado cuando Thomas llegó a la capa arenosa. Por sobre las rocas había estallado fuego, pero ninguno de los encostrados había salido herido.
Thomas entró al cañón y se dirigió a toda carrera hacia las líneas frontales del enemigo. Ahora el cielo estaba gris pálido. Ante él se extendían cien mil encostrados. Ochenta mil… sus hombres habían matado veinte mil un día antes. Nada de eso importaba. Ahora solo importaban los diez mil directamente al frente, apiñados de lado a lado y observándolo montar a caballo.
Saltó sobre las rocas que los guardianes del bosque usaron el día anterior como base de pelea. Si los moradores del desierto tuvieran árboles y pudieran hacer arcos y flechas, lo podrían haber derribado, porque estaba a menos de cincuenta metros de distancia.
Thomas se detuvo exactamente fuera del alcance de las lanzas. Elyon, dame fortaleza.
– ¡Moradores del desierto! ¡Mi nombre es Thomas de Hunter! Si ustedes desean vivir otra hora, tráiganme a su líder. Hablaré con él y no saldrá lastimado. Si su líder es un cobarde, ¡entonces todos ustedes morirán cuando hagamos llover fuego de los cielos y los hagamos arder hasta convertirlos en ceniza!
Tranquilizó a su semental que pisoteaba intranquilo y sacó la bomba de su bolsa. Sobre la marcha vería qué resultaba, y el aspecto era peligroso. De repente, un ruido sordo desgarró el aire matutino y rodó por encima del cañón. Una pequeña sección de barranco se vino abajo, tan lejos en la retaguardia del ejército que Thomas apenas pudo verla. El cielo se llenó del polvo que subía.
¡Una bomba había explotado de veras! Una bomba de veinte. Quizás una chispa que había ardido sin llama y echado chispas antes de detonar en un sitio débil.
¿Cuántos habrían sido aplastados? Muy pocos. Sin embargo, las hordas se alejaron del barranco en una oleada de terror.
Fortalecido por esta buena suerte, Thomas hizo resonar otro desafío.
– ¡Tráiganme a su líder o los aplastaremos a todos como a moscas!
La línea frontal se abrió y un guerrero encostrado que portaba la banda negra de general se adelantó diez pasos y se detuvo. Pero no era Qurong.
– ¡No nos engañan tus trucos! -rugió el general-. Calientas rocas con fuego y las partes con agua. Nosotros también podemos hacer eso. ¿Crees que le tememos al fuego?
– ¡Ustedes no conocen la clase de fuego que Elyon nos ha dado! Si bajan sus armas y se retiran, perdonaremos a su ejército. Si se quedan, les mostraremos los mismísimos fuegos del infierno.
– ¡Mientes!
– Entonces envía a cien de tus hombres, ¡y te mostraré el poder de Elyon!
El general consideró eso. Chasqueó los dedos.
Ninguno se movió.
Se volvió y vociferó una orden.
Un gran grupo se adelantó diez pasos y se detuvo. Estaba claro que era algo muy peligroso. Si la bomba de su regazo no detonaba no habría forma de salir del apuro.
– Le sugiero que se mueva a un lado -manifestó Thomas.
El general dudó, luego se alejó lentamente de sus hombres al caballo.
Thomas sacó su rueda de pedernal, encendió una mecha de sesenta centímetros, y dejó que se quemara hasta la mitad antes de espolear su caballo hacia delante. Hizo que el corcel corriera en dirección a los guerreros, arrojó su humeante bomba entre ellos y viró bruscamente a la derecha.
La ardiente bolsa aterrizó en medio de los encostrados, quienes instintivamente corrieron a cubrirse.
Pero no había dónde cubrirse.
La bomba explotó con un poderoso estruendo, lanzando cuerpos al aire. La conmoción golpeó a Thomas de lleno en el rostro, un viento caliente que momentáneamente le quitó el aliento.
El general había caído del caballo. Se puso tranquilamente de pie y miró la masacre. Al menos cincuenta de sus hombres yacían muertos. Muchos otros estaban heridos. Solo unos pocos escaparon ilesos.
– Ahora escucharás -gritó Thomas-. ¿Dudas que podamos derribar estos barrancos sobre ustedes con esa arma?
El general mantuvo su postura. El temor no era común entre las hordas, pero el valor de este hombre era impresionante. Se negó a contestar.
Thomas sacó el cuerno de carnero y lo hizo sonar una vez.
– Entonces verás otra demostración. Pero es tu última. Si no se retiran, cada uno de ustedes morirá hoy.
Los ruegos artificiales empezaron en el extremo lejano, solo que esta vez en el barranco sur. Thomas esperaba desesperadamente al menos una explosión más. Un sitio débil a lo largo del barranco y una bolsa llena de pólvora que enviara toneladas de rocas…
¡Buuummm!
Una sección del barranco comenzó a caer. ¡Buuummm! ¡Buuummm!
¡Dos más! De repente todo un tercio del barranco se deslizó de frente y cayó sobre las bulliciosas hordas. Una enorme losa de roca, suficiente para cubrir mil hombres, retumbó hacia el suelo y luego cayó lentamente sobre el ejército. La tierra tembló y cayeron más rocas. Un turbulento polvo subió al cielo. Los caballos se llenaron de pánico y se paraban en dos patas.
Las hordas no eran dadas a temer, pero tampoco eran suicidas. El general dio la orden de retirarse solo momentos después de que empezara la estampida.
Thomas observó con asombroso silencio la huida del ejército, como una ola en retirada. Miles habían quedado muertos por las rocas. Tal vez diez mil. Pero la mayor victoria aquí había sido el temor que les había plantado en sus corazones.
Su propio ejército se acercó cautelosamente al borde del barranco norte. Lo que quedaba de él. Igual que Thomas, observaron con una especie de Sombroso estupor. Pudieron haber matado aún más encostrados con las flechas que acababan de llegar, pero los guardianes del bosque parecían haberlas olvidado.
Pasaron solo minutos hasta que las últimas hordas desaparecieran en el interior del desierto. Como era su costumbre, mataban a sus heridos a medida que se retiraban. Había suficiente carne en ese cañón para alimentar a los chacales y los buitres por un año.
Thomas se hallaba solo sobre su caballo mirando el desierto cañón, turbado aún por los estragos causados al enemigo. Ese enemigo de Elyon.
Todo su ejército se había reunido arriba, siete mil incluyendo a quienes habían llegado en la noche. Comenzaron a perseguir al enemigo en fuga con estribillos de victoria.
– ¡Elyon! ¡Elyon! ¡Elyon!
Después de unos minutos las consignas cambiaron. Desde el occidente hasta el oriente, un solo nombre recorrió la larga línea de guerreros. El grito aumentó hasta llenar el cañón con un estruendoso rugido.
– ¡Hunter! ¡Hunter! ¡Hunter!
Thomas hizo girar lentamente su caballo y subió al valle. Era hora de ir a casa.