22

LA OSCURIDAD se tragó el desierto. La luna se levantó e irradió un brillo espeluznante sobre las crecientes dunas. ¿Cuántas horas habían pasado? Sin duda, el sol saldría pronto… Rachelle debía resistir hasta entonces; eso es lo que se la pasaba diciéndose. Si lograba llegar a la mañana, la luz le traería nueva esperanza.

Pero ahora se presentó un nuevo problema: No se había bañado en todo un día y medio, desde la noche de la celebración, y la piel le empezaba a arder. Ahora el dolor debajo de la piel era casi tan tremendo como el horrible daño de sus heridas.

Se hallaba sobre un costado, sintiendo que la enfermedad le consumía lentamente la piel, temiendo cerrar los ojos, con miedo de nunca más volver a ver a Thomas, a Samuel o a Marie. ¿Cómo podrían defenderse sin una esposa amorosa y una madre entendida?

Sin ella estarían perdidos. Rachelle no pensaba en sí misma de ninguna forma exagerada; esa era una simple realidad. Thomas la necesitaba como al agua. Samuel y Marie contaban con amigos que en la guerra perdieron a sus padres, pero no a sus madres.

Había logrado bajarse del caballo sin perder el conocimiento. El corcel esperaba pacientemente, a veinte pasos de distancia. No estaba segura de querer que el noble bruto saliera a buscar ayuda, o de que se quedara en caso de que ella tuviera que montar para irse, aunque no podía imaginar que algo de eso sucediera de veras.

Gradualmente, entraba en algo así como un sueño. Por extraño que pareciera, estaba muy segura de que aún dormía con Thomas en Francia debajo de la enramada. Quizás todo esto era un sueño. ¿Sangraría allá en la pierna y el costado?

Aquello era demasiado para lograr entenderlo.

Las horas se alargaban. No había grillos allí. Ningún sonido de la selva. El silencio del desierto era su propio sonido. Hacía frío, pero eso era bueno, porque le impedía caer en la inconsciencia. Debía concentrarse en tratar de no temblar, porque eso le enviaba olas de dolor por la espalda. Quizás tenía fiebre, porque ni siquiera lograba recordar haber…

¿Qué era esa luz? Rachelle miró el horizonte ligeramente gris.

¡Ya! Se acercaba el amanecer. ¡Lo había logrado! Inundada de una esperanza irracional, movió el brazo para sentarse. Un dolor agudo le atravesó el vientre.

Cerró los ojos e hizo un gesto de dolor. Todo su cuerpo se estaba engarrotando. No se podía poner de pie, mucho menos subirse al caballo. Y cuando el sol hubiera terminado de recibirla en la tierra de los vivos, simplemente la achicharraría. La esperanza se le hundió en el estómago como un plomo.

El corazón le palpitaba fuertemente, pero ahora sintió que bajaba el ritmo. Apenas como un simple corazón. Como un caballo que caminaba sobre la arena. Un sonido más parecido a un plash que a una palpitación del corazón. Por un instante imaginó que estaba sobre un caballo, caminando lentamente por el desierto. Alucinaba.

Rachelle abrió un poco los ojos. Vio el caballo. Paso, paso, plash, plash. Directamente hacia ella como si fuera real y el medio de su liberación.

Ese es un caballo real, Rachelle.

Ahora se oía el corazón, y este se le desbocaba en el pecho. Allí, ni a veinte pasos de distancia, había un caballo blanco. Su jinete lanzaba el pie por encima de la silla para desmontar.

¡Se trataba de un morador del desierto!

Ella se levantó violentamente. El dolor le inundó los ojos con manchas negras, pero resistió.

– ¿Ho… hola?

– Está bien -contestó la voz-. ¡Resiste!

El… sí, era un él… corriendo hacia ella. ¿Thomas?

La vista se le aclaró y lo vio claramente por primera vez. ¡Era Justin del Sur!

Las fuerzas la abandonaron y cayó de espaldas. Los ojos se le inundaron de lágrimas, pero no por el dolor.

Justin corrió los últimos pasos y se arrodilló a su lado. Le tocó suavemente la frente con la mano.

– Tranquila. Respira. Lo siento mucho, pobrecita. Vine a buscarte tan pronto como oí lo que la patrulla había hecho, pero me tomó toda la noche seguir tus huellas por los cañones. Eres luchadora, no hay duda de eso.

Ella no sabía qué decir. Ni siquiera estaba segura de tener fuerzas para hablar con inteligencia. Este era Justin. Ni siquiera estaba segura de qué pensar al respecto. Le corrieron lágrimas por las mejillas, haciéndole borrosa la visión.

– Shh, shh. Está bien, Rachelle. Te prometo que todo saldrá bien.

Él la conocía desde cuando se hallaba bajo el mando de Thomas. La mano de él tocó las flechas, una por una, como si examinara lo profundo que se habían clavado para jalarlas.

– Me estoy muriendo -balbuceó ella.

– No, no dejaré que eso pase. Pero te estás transformando -anunció él y miró sobre su hombro-. ¿Tienes algo de agua en tu caballo?

Ella se miró la piel en el brazo. Gris. Quizás él no tenía agua, o de otro modo la habría agarrado.

– Un poco -contestó ella.

– ¿Dónde está tu caballo?

Rachelle miró por sobre él. ¿Se había ido el garañón?

De repente todo aquello era demasiado. No había salida. Incluso ahora que la hallaron sabía que no sobreviviría a las heridas que había recibido. Y el lago estaba demasiado lejos. La vida se le escurría por momentos.

Cerró los ojos y renunció. El cuerpo se le estremeció por los sollozos. No se entristecía por sí misma, sino por sus hijos y por Thomas.

– ¿Por qué lloras? -inquirió él.

Ella jadeó y tragó grueso. Moriría con la cabeza en alto, no lloriqueando como un bebé.

– Óyeme, mi niña. No te dejaré morir hoy.

Él intentaba consolarla, pero ella yacía allí con las flechas que le sobresalían de las heridas infectadas, aferrándose apenas a la vida; las palabras de él sonaban vacías. ¿Creía que ella era una niñita que ponía sus esperanzas en tan vacías palabras de promesa?

– No me mientas -objetó ella.

– No, nunca te…

– ¡No me mientas! -lo interrumpió gritando-. ¡Me estoy muriendo! ¡Y me estoy muriendo debido a ti! ¡Thomas vino aquí por tu obsesión con esta paz imposible!

Las palabras salieron en un vendaval que la dejó sin aliento. Justin no merecía tal diatriba y en realidad la ira de ella se dirigía más a su circunstancia que a él, pero no le importó. Este era el hombre que derrotó a su esposo en el duelo. Y, al menos en parte, ¡ahora ella moría por esa causa!

Justin se puso de pie. Luego retrocedió. Él la miró, con ojos bien abiertos. Ella lo había herido, y sorprendido, pero era demasiado dolor y le aterraba demasiado su propio aprieto como para que esto importara. Ladeó la cabeza hacia el lado opuesto de él y lloró.

Durante bastante tiempo se quedó así, y durante un rato no supo qué hacía él. Pasó un minuto. Dos. Se le ocurrió que él pudo haberse ido. El pensamiento la aterró.

Giró la cabeza y lo buscó.

¡Se había ido!

Pero ¿qué era esto? Allí había alguien más. Un niñito caminaba frente a una gran roca a más de cinco metros de distancia. El niño lloraba. Los brazos le colgaban a los costados y solo vestía un taparrabos.

¿Samuel? No, no era Samuel. La enfermedad le estaba afectando la cabeza a Rachelle. El niño estaba llorando, junto a él. El corazón de ella se llenó de compasión. Pero sabía que esto debía ser producto de su imaginación. Pero el niño parecía muy real. Su llanto se oía muy real.

¡El niño!

¡Este era el niño!

Ella cerró los ojos y los abrió. El grisáceo cielo estaba borroso y parpadeó tapidamente para aclarar la visión. El niño había desaparecido.

Justin estaba parado a menos de tres metros de distancia, dándole la espalda, las manos en las caderas, la cabeza inclinada. ¿Era esto también una alucinación? Ella volvió a parpadear. No, este era Justin. Pero lo que ella había visto la turbó por completo. Por la mente le pasó una imagen de Justin levantando a la niñita en el Valle de Tuhan.

El guerrero levantó la cabeza y miró los barrancos. Este era el hombre que derrotó a Thomas en batalla. Quien parecía poder hacer su voluntad con cualquier oponente. No extrañaba que mujeres, niños y guerreros del Bosque Sur estuvieran tan conmovidos con Justin. Él era un enigma.

Y ella le había gritado.

Pero ¿por qué no la ayudaba?

– Lo siento -le dijo ella-. Pero voy a morir aquí. Dale, por favor, ese derecho a una mujer moribunda.

– No vas a morir -objetó él tiernamente-. Me juego demasiado contigo para dejarte morir.

Ella había oído eso antes. ¿Dónde lo había oído?

– ¿Crees que unas cuantas flechas y un poco de carne desgarrada tienen mucho que ver con la muerte? Te calmaré el dolor, Rachelle, pero es tu corazón el que me preocupa.

– ¿Cómo me puedes calmar el dolor? Mi piel está gris y aún tengo flechas clavadas en el cuerpo. ¡Estoy muriendo y tú solo te quedas allí parado!

– Eres tan obstinada como Thomas. Tal vez más. Y tu memoria no es mejor que la de él.

Él hablaba tonterías. Una punzada de dolor le recorrió los huesos, ella hizo una mueca.

– Quiero que me escuches atentamente, Rachelle.

Se puso sobre una rodilla y le sujetó la mano con las suyas. No hacía ningún intento por ayudarla o por atenderle las heridas. Él sabía tan bien como ella que ninguno de los dos podía hacer nada.

– Hemos negociado una paz entre los moradores del desierto y los habitantes del bosque. Qurong irá con Johan y conmigo al poblado, donde ofreceremos nuestras condiciones de paz.

El Consejo nunca aceptaría ninguna condición de paz; ¿no sabía eso Justin?

– Thomas permanecerá en el campamento de los moradores del desierto como garantía para transitar con seguridad. Mikil está con Qurong para garantizar la seguridad de Thomas. Cuando el Consejo entienda que un segundo ejército, del doble de tamaño que el que se encuentra al oriente, acampa al otro lado de la selva, acordará la paz. Lo que ocurra entonces debe ocurrir por el niño. ¿Entiendes? Por la promesa del niño.

– ¿Está Thomas en el campamento de las hordas? ¡Lo matarán!

– Mikil tendrá a Qurong y a Johan a cambio. Debe suceder de este modo. No importa lo que ocurra, recuérdalo. No importa cuán terrible ni cuál sea el costo -le dijo e hizo una pausa; luego le puso la otra mano en la cabeza, la presionó y le besó la frente-. Cuando llegue el momento, recuerda estas palabras y sígueme. Será un camino mejor. Muere conmigo, eso te dará vida.

Rachelle cerró los ojos. Quiso gritar. Sintió que el corazón se le iba a salir del pecho, no entendió nada de eso. Ni lo que él dijo ni las propias emociones de ella.

– No quiero morir.

– Encuentra a Thomas. Tu muerte lo salvará.

– ¡No puedo morir! -gritó ella.

– Me están esperando -expresó Justin poniéndose de pie-. Me debo ir.

Se fue a grandes zancadas hasta su caballo y montó en la silla. El corcel relinchó y salió en estampida. ¿La estaba dejando?

– No entiendo -lloró ella-. ¡No me dejes!

– Nunca te he dejado. ¡Nunca! -exclamó; sus ojos centellearon con ira, luego se llenaron de lágrimas-. Pronto estaremos juntos y comprenderás. El espoleó el caballo y entró galopando al cañón.

Ella estaba demasiado asombrada para hablar. ¿La estaba él abandonando?

– Recuérdame, ¡Rachelle! Recuerda mi agua.

– ¡Justin! -gritó.

– ¡Recuérdame!

Esta vez su voz resonó por largo rato mientras él bajaba por el cañón. El eco de la última sílaba de esta palabra, me, pareció terminar en risa. La risa de un niño.

Una risita. Una risita infantil que burbujeaba como un arroyo.

Ella contuvo el aliento. ¡Ya antes había oído ese sonido!

De pronto, la risa aumentó, como si hubiera llegado al final del cañón y decidiera volver aprisa hacia ella. Más y más fuerte, hasta que pareció tragársela por completo.

Algo invisible la golpeó con fuerza. Ella gimió. Todo su cuerpo se sobresaltó y luego se arqueó. Se sacudió en el aire por varios segundos, luego cayó de espaldas en la arena.

El sonido de las risitas lo absorbió el cañón, dejando solo una estela de silencio.

Rachelle tomó una prolongada bocanada de aire y tembló. Pero no de miedo. Tampoco de dolor. Fue de un extraño poder que le permanecía en los huesos.

Su mundo se desvaneció momentáneamente.

Luego regresó con un resplandor. ¿Qué había… qué había sucedido?

Para empezar, Monique se había ido. Probablemente había despertado.

Rachelle se incorporó. Sin dolor. Miró a su lado, impresionada. Donde solo momentos antes sobresalía una flecha había un hueco ensangrentado en su túnica. Se levantó la prenda y se examinó la carne. Sangre, pero solo sangre. Ninguna herida.

Y su piel había perdido la grisácea palidez.

Se puso apresuradamente de pie y, con desesperación, se palpó los lugares manchados. Ni una sola herida. Es más, se sentía tan lozana y descansada como si hubiera dormido toda la noche en perfecta paz. Levantó la cabeza y miró hacia el cañón.

Recuérdame.

Un frío le envolvió el cráneo. Eso fue lo que el niño le había hablado mucho tiempo antes de que corriera hacia la ribera del lago y desapareciera en el interior. Simplemente recuérdame, Rachelle, le había dicho.

Me juego demasiado con ustedes.

No podía respirar. ¡Era él! Justin era el niño! Solo que ahora no era un cordero, un león o un niño. ¡Era un guerrero y su nombre era Justin! ¿Cómo pudo ella haberlo pasado por alto?

– ¡Justin!

La voz le salió como un chillido. Corrió. Se lanzó sobre la arena, desesperada por alcanzarlo.

– Justin!

Esta vez el grito resonó en el cañón. Pero él había desaparecido. Justin era el niño, y el niño era Elyon. Elyon acababa de tocarla. ¡Le besó la frente! Si ella hubiera sabido…

Rachelle gimió por un terrible dolor que le había llenado la garganta.

– ¡Elyonnnn!

Cayó de rodillas. Los sollozos le hicieron convulsionar el cuerpo. Pánico. Olas de calor que le ruborizaban el rostro. Pero no había nada que ella pudiera hacer. Él estuvo a un paso, y ella no se puso de rodillas para besarle los pies. No se había aferrado a su mano con desesperación.

¡Ella le había gritado!

Se agarró la cabeza y lloriqueó con gemidos silenciosos que le borraron la sensación del tiempo. Luego, lentamente comenzó a volver en sí.

El niño había regresado a ellos. Ella resolló y se esforzó por ponerse de pie. El amanecer había iluminado el cielo.

Su Creador había vuelto a ellos e iba a hacer la paz con las hordas. ¡Era el día de la liberación!

Encuentra a Thomas, le había ordenado Justin.

Ella giró y miró las dunas de arena. Había visto el campamento al oriente. A Thomas lo tenían en el campamento. No podía estar a más de unas pocas horas de distancia, incluso a pie.

Rachelle agarró la túnica y se metió en el desierto, pensando solo brevemente en las otras palabras de Justin. Tu muerte lo salvará, le había dicho. Pero eso no significaba nada.

Ella estaba viva. Elyon la había sanado.

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