THOMAS DESPERTÓ bruscamente. Bajó de la cama y examinó el cuarto. Aún estaba oscuro afuera. Rachelle dormía en la cama. Dos pensamientos le resonaron en la mente, anegando la simple realidad de este cuarto, esta cama, estas sábanas, este piso de corteza debajo de sus pies descalzos.
Primero, era incuestionable que las realidades que experimentaba se hallaban conectadas, tal vez en más maneras de las que alguna vez pudo haber imaginado, y esas dos realidades estaban en peligro.
Segundo, sabía lo que debía hacer ahora, de inmediato y a cualquier precio. Debía convencer a Rachelle de que le ayudara a encontrar a Monique y luego debía hallar los libros de historias.
Pero la imagen de su esposa durmiendo le apagó de forma inesperada el entusiasmo por pedirle ayuda. Tan tierna y perdida en su sueño. El cabello le caía en el rostro y Thomas estuvo tentado a acariciárselo.
El brazo de ella se hallaba embadurnado de sangre. La parte de la sábana donde reposaba el brazo estaba roja.
El pulso de Thomas se aceleró. ¿Estaba ella sangrando? Sí, un pequeño corte en la parte superior del brazo… que él no había observado anoche con toda la emoción de su regreso. Ella tampoco lo había mencionado. Pero ¿salió toda esa sangre de un corte tan pequeño?
Thomas se miró el brazo y recordó: Él mismo se había cortado en el laboratorio del doctor Myles Bancroft. Sí, por supuesto, cuando eso sucedió dormía aquí, y sangró aquí, exactamente como temía que iba a suceder.
Su antebrazo había rozado el brazo de Rachelle. La mitad de la sangre era de él; la otra mitad de ella.
Comprenderlo solo alimentó su urgencia. Si no lograba detener el virus, indudablemente moriría. ¡Todos podrían morir!
¿Entonces qué? Corrió hacia la ventana y miró a través de ella. El aire estaba tranquilo… una hora antes del amanecer. Pensó que no serviría de nada despertar a Rachelle para persuadirla de que olvidara todo lo que había expresado respecto de los sueños de él. Estaría furiosa con él por volver a soñar. ¿Y por qué iba ella a pensar que la cortada de él fue algo más que un accidente?
El hombre sabio, por otra parte, podría entender. Jeremiah.
Thomas se puso la túnica en silencio, se amarró las botas a los pies, y entró al aire frío de la mañana.
Ciphus vivía en una casa grande más cerca del lago, un privilegio en que insistió como guardián de la fe. No le agradó que lo despertaran tan temprano, pero tan pronto como vio que se trataba de Thomas mejoró su estado de ánimo.
– Para ser un hombre religioso, bebes demasiada cerveza -dijo Thomas.
– Para ser guerrero, no duermes suficiente -rezongó el hombre.
– Y ahora no eres muy razonable. Se supone que los guerreros no han de pasar la vida durmiendo. ¿Dónde puedo encontrar a Jeremiah del Sur?
– ¿El viejo? En la casa de huéspedes. Aunque todavía está oscuro.
– ¿Cuál casa de huéspedes?
– La que supervisa Anastasia, creo.
– Gracias, amigo -asintió Thomas-. Vuelve a dormir.
– Thomas…
Pero él se fue antes de que el anciano pudiera expresar otra objeción. Tardó diez minutos en localizar el cuarto de Jeremiah y despertarlo. El viejo puso los pies en el suelo y se sentó a la menguante luz de la luna.
– ¿Qué pasa? ¿Quién es?
– Shh, soy yo, anciano. Thomas.
– ¿Thomas? ¿Thomas de Hunter?
– Sí. Mantén baja la voz; no quiero que despiertes a los demás. Estas casas tienen paredes delgadas.
Pero el viejo no pudo contener el entusiasmo. Se puso de pie y estrechó firmemente los brazos de Thomas.
– Aquí, siéntate en mi cama. Conseguiré algo de beber.
– No, no. Vuelve a sentarte, por favor. Tengo una pregunta urgente.
Thomas hizo sentar al anciano y se sentó a su lado.
– ¿Cómo puedo atender a tan honrado huésped sin ofrecerle algo de beber?
– Me has ofrecido una bebida en otras ocasiones. Pero no vine por tu hospitalidad. Soy yo quien debería honrarte.
– Tonterías…
– Vine con respecto a los libros de historias -informó Thomas. El silencio invadió a Jeremiah.
– He oído que tú podrías saber algunos aspectos acerca de los libros de historias. Dónde podrían estar y si se pueden leer. ¿Lo sabes? El hombre titubeó.
– ¿Los libros de historias? -objetó con voz débil y forzada.
– Debes decirme lo que sepas.
– ¿Por qué querrías saber acerca de esos libros?
– ¿Por qué no debería querer saber? -cuestionó Thomas.
– No dije que no deberías. Solo pregunté la razón.
– Porque deseo saber lo que ocurrió en las historias.
– ¿Es este un deseo repentino? ¿Por qué no diez años atrás?
– Nunca se me ocurrió que podrían ser útiles.
– ¿Y nunca se te ocurrió que no se encuentran aquí por un motivo?
– Por favor, Jeremiah.
– Sí -contestó el hombre y volvió a titubear-. Bueno, nunca los he visto. Y temo que tengan algún poder y que estén hechos para alguien.
– ¿Dónde están? -preguntó Thomas oprimiendo el brazo del hombre.
– Es posible que estén con las hordas.
Thomas se puso de pie. ¡Desde luego! Jeremiah había estado con las hordas antes de bañarse en el lago.
– ¿Sabes eso con seguridad?
– No. Como te dije, nunca los he visto. Pero he oído decir que los libros de historias siguen a Qurong a la batalla.
– ¿Los tiene Qurong? ¿Se pueden… se pueden leer?
– Creo que no, no. No estoy seguro de que tú puedas leerlos.
– Pero sin duda alguien puede leerlos. Tú.
– ¿Yo? -contestó Jeremiah sonriendo-. No sé. Quizás ni siquiera existan, que yo sepa. Todo se trató solo de rumores, ¿sabes?
– Pero tú crees que ellos los tienen -expuso Thomas. El primer vestigio del amanecer brilló en los ojos de Jeremiah.
– Sí.
Así que el viejo había sabido todo el tiempo que los libros estaban con las hordas, y sin embargo nunca había dado esa información. Thomas entendía: Desde hace mucho tiempo los libros de historias fueron tomados del pueblo de Elyon y consignados a una historia oral por alguna razón. Si esto fue razonable hace tanto tiempo, sin duda era razonable ahora. Como señalara Rachelle de manera tan acertada, ¿no había Tanis seguido el mal camino debido a su fascinación por conocer de ellos? Tal vez Jeremiah tenía razón. Los libros de historias no eran para el hombre.
Sin embargo, Thomas los necesitaba.
– Voy tras ellos, Jeremiah. Créeme cuando afirmo que nuestra supervivencia podría depender de los libros.
– ¡Eso significaría ir tras Qurong! -exclamó Jeremiah poniéndose de pie, temblando.
– Sí, y Qurong está con el ejército que derrotamos en la brecha Natalga. Se hallan en el desierto al occidente de aquí, lamentando su derrota – declaró Thomas yendo rápidamente hacia la ventana; la luz del día había empezado a desvanecer a la luna-. Me informaste de dónde se halla la tienda del comandante… siempre en el centro. ¿No es verdad?
– Sí, donde esté rodeado por su ejército. Tendrías que ser uno de ellos para poder acercarte…
Los ojos del viejo se abrieron de par en par. Caminó hacia el frente, con el rostro afligido.
– ¡No hagas eso! ¿Por qué? ¿Por qué arriesgar la vida de nuestro más fabuloso guerrero por unos cuantos libros antiguos que quizás ni siquiera existan?
– Porque si no los encuentro, yo podría morir -expresó, mirando a lo lejos-. Todos podríamos morir.
RACHELLE SE sentó a la mesa como en un sueño. Sabiendo que en realidad lo fue. Sabiendo muy bien que no se trataba más de un sueño que del amor que sentía por Thomas. O que no sentía por él. Los pensamientos la confundieron.
El sueño fue vivido como lo eran los sueños. Dio desesperadamente golpes en la mesa, buscando una solución a un terrible problema, confiando en que esta se presentara en cualquier momento, segura de que, si no venía, la vida como la conocía iba a terminar. No solo en este pequeño cuarto, sino en todo el mundo.
Aquí era donde terminaban las generalidades y empezaba lo específico.
La mesa blanca, por ejemplo. Lisa. Blanca. Fórmica.
La caja sobre la mesa. Una computadora. Con bastante potencia para procesar un millón de bits de información cada milésima de segundo.
El ratón en las yemas de sus dedos, deslizándose sobre una almohadilla negra de espuma. La ecuación en el monitor, la variedad Raison, una mutación creada por ella. El laboratorio con su microscopio de electrones y los demás instrumentos a su derecha. Todo esto era tan conocido como su propio nombre.
Monique de Raison.
No. Su verdadero nombre era Rachelle, y en realidad no conocía nada de este salón, y menos aún a la mujer que llevaba el nombre de Monique de Raison.
¿O se trataba de ella misma?
El monitor se quedó en blanco por un momento. En él vio el reflejo de Monique. Su reflejo. Cabello negro, ojos oscuros, pómulos salientes, labios pequeños.
Era casi como si ella fuera Monique.
Monique de Raison, famosa genetista mundial, ocultada lejos en una montaña llamada Cíclope en una isla indonesia por Valborg Svensson, que había liberado la variedad Raison en veinticuatro ciudades alrededor del mundo.
Es probable que quien la estuviera buscando jamás la encontrara, ni siquiera Thomas Hunter, el hombre que había arriesgado dos veces su vida por ella.
Monique tenía algunos sentimientos fuertes por Thomas, pero no los mismos que Rachelle tenía hacia él.
Ella miró la pantalla y arrastró el puntero sobre la esquina de la parte inferior del modelo. Una última vez levantó la hoja de papel cubierta con cien cálculos anotados a lápiz. Sí, esta era. Debía ser. Bajó la página y retiró la mano.
Algo le pinchó el dedo y ella echó violentamente la mano hacia atrás. Una cortada de papel. Le hizo caso omiso y miró la pantalla.
– Por favor, por favor -susurró-. Que esté aquí, por favor.
Hizo clic en el botón del ratón. Una fórmula ingresó en una pequeña ¿rea del monitor.
Dejó escapar un sollozo, un enorme suspiro de alivio, y se inclinó hacia atrás en la silla.
Su código estaba intacto. La clave estaba aquí y, según todas las apariencias, sin que la mutación la hubiera afectado. Por consiguiente, ¡el virus que creó para inutilizar estos genes también podría funcionar!
Otro pensamiento le atenuó la euforia. Cuando Svensson tuviera lo que deseaba, la mataría. Por un breve instante pensó en no decirle a Svensson lo cerca que ella estaba. Pero no podía conservar esa información que podría salvar innumerables vidas, sin importar quién la usara.
Por otra parte, ella quizás no estuviera tan cerca en absoluto. Él no le había dicho todo. Había algo…
– Madre. Madre, despierta.
Rachelle se sobresaltó en la cama.
– ¿Thomas?
– Él no está aquí -contestó su hijo desde la puerta-. ¿Salió en las patrullas?
– No. No, debería estar aquí -expresó Rachelle haciendo a un lado las cobijas y levantándose.
– Bueno, su armadura ha desaparecido; y su espada.
Ella miró el estante donde por lo general él colgaba los artículos de cuero y la vaina de la espada. Se hallaba en el rincón, vacío como un esqueleto. Quizás, con todas las personas que llegaban para la Concurrencia, él había salido para revisar sus patrullas.
– Pregunté en el poblado -enunció Samuel-. Nadie sabe dónde está.
Rachelle retrocedió y cerró la cortina de lona que actuaba como puerta. Rápidamente se cambió la ropa de dormir por una suave blusa de piel con encajes y un lazo atado a la espalda. En su clóset colgaba una docena de coloridos vestidos y faldas, principalmente para las celebraciones. Agarró una laida habana de cuero y se la ciñó con ataduras de cuerdas. Seis pares de mocasines, algunos decorativos, otros muy utilitarios, yacían lado a lado debajo de los vestidos. Sacó el primer par.
Hizo todo eso de manera automática. Su mente aún estaba en el sueño que tuvo. Con cada momento que pasaba este parecía atenuarse, como un recuerdo lejano. Aun así, partes de ese recuerdo le vociferaban a través de la mente como una lucha de aterrados guacamayos.
Ella había entrado al mundo de sueños de Thomas.
Estuvo allí, en un laboratorio oculto en una montaña llamada Cíclope con, ¿o como si fuera?, Monique, haciendo y comprendiendo cosas de las que Rachelle no tenía idea. Y si Monique hubiera encontrado esta clave suya, la podrían matar antes de que Thomas la hallara.
El corazón le latió con fuerza. ¡Tenía que contárselo a Thomas!
Rachelle fue hacia la mesa, agarró el brazalete trenzado de bronce que Thomas le había hecho y se lo deslizó en el brazo, por encima del codo donde…
Vio la sangre en el brazo, una oscura mancha roja que se había secado. ¿Su cortada? Se debió de agravar y abrir durante la noche. Las sábanas también estaban manchadas.
En su anhelo por encontrar a Thomas pensó en no hacer caso a esto por el momento. No, no podía andar por ahí con sangre en el brazo. Corrió hacia un lavamanos en la cocina, lo bajó debajo del junco, dejó caer el agua que corría por gravedad, y levantó una pequeña palanca que detenía el flujo.
– ¿Marie? ¿Samuel?
Ninguno contestó. Se hallaban fuera de la casa.
El agua le hizo arder el dedo índice derecho. Lo examinó. Otra cortada diminuta.
Una cortada de papel. ¡Esta ocurrió en su sueño! De repente sintió la boca totalmente seca.
Un pensamiento le llegó a la mente. Ella no sabía exactamente cómo estaba conectada con Monique, pero lo estaba, y la cortada lo probaba. Thomas había sido enfático: Si moría en ese mundo, también moriría en este. ¡Tal vez cualquier cosa que le ocurriera a Monique también podría sucederle a ella! Si este Svensson la mataba, por ejemplo, ambas podrían morir.
¡Debía alcanzar a Thomas antes de que él soñara otra vez para que pudiera rescatarla!
Rachelle entró corriendo al camino, miró en ambas direcciones a través de varios centenares de transeúntes que holgazaneaban a lo largo del amplio paso elevado y luego corrió hacia el lago. Ciphus sabría. Si no, entonces Mikil o William.
– ¡Buenos días, Rachelle!
Era Cassandra, una de las esposas del anciano. Llevaba una corona de flores blancas en el cabello trenzado y por encima de los ojos se había aplicado jugo púrpura de moras. El entusiasmo por la Concurrencia anual se extendía a pesar de las inesperadas amenazas de las hordas.
– Cassandra, ¿has visto a Mikil?
– Está de patrulla, creo. ¿No sabes? Pensé que Thomas iba con ellos.
Rachelle salió corriendo sin más saludos. Era poco probable que Thomas saliera sin avisarle. ¿Había problemas?
Corriendo rodeó la esquina de la casa de Ciphus y se detuvo en seco. El anciano estaba en un grupo con Alexander, otros dos ancianos y un hombre mayor a quien de inmediato reconoció como el que había venido del desierto. Jeremiah del Sur. El que sabía acerca de los libros de historias.
Dejaron de conversar.
– ¿Se fue? -preguntó ella.
Ninguno respondió.
– ¿A dónde? -insistió Rachelle llegando al porche de un salto-. ¿Está de patrulla?
– De patrulla -asintió Ciphus, moviéndose-. Sí, está de patrulla. Se ha ido a…
– Deje el misterio -dijo ella bruscamente-. No se trata de una patrulla, porque él me lo habría dicho. Luego miró a Jeremiah.
– Se ha ido tras ellos, ¿no es verdad? Usted le dijo dónde podría hallar los libros y él se fue tras ellos. ¡Dígame si no es así!
– Sí. Perdóname -contestó Jeremiah bajando la cabeza-. Intenté detenerlo, pero él insistió.
– Por supuesto que insistió. Thomas siempre insiste. ¿Significa eso que usted tenía que decírselo?
En ese momento ella llegó a pensar en golpear a esos ancianos en la cabeza.
– ¿Adonde fue? Debo decirle algo.
– Por favor, Rachelle -declaró Ciphus echando hacia atrás el taburete y parándose-. Aunque supiéramos adonde fue, no podrías ir tras él. Salieron temprano en caballos veloces. Ahora están a mitad de camino por el desierto.
– ¿Qué desierto?
– Bueno… el gran desierto fuera de la selva. No puedes seguirlo. Lo prohibí.
– Usted no está en posición de prohibirme encontrar a mi esposo.
– Eres una madre con…
– Tengo más habilidad que la mitad de los guerreros de nuestra guardia, y usted lo sabe. ¡Entrené a la mitad de ellos en Marduk! Usted me dice ahora dónde fue mi esposo o lo rastrearé yo misma.
– ¿Qué pasa, chiquilla? -inquirió Jeremiah con dulzura-. ¿Qué tienes para él?
Ella titubeó, preguntándose cuánto le había contado Thomas al anciano.
– Tengo información que podría salvar nuestras vidas -contestó ella. Jeremiah miró a Ciphus, que no brindó consejo alguno.
– Se ha ido a la brecha Natalga con dos de sus tenientes y siete guerreros.
– ¿Y qué encontrará allá?
– Al líder de las hordas, en el desierto más allá de la brecha. Pero no debes ir, Rachelle. Su decisión de ir tras esos libros podría llevar a una gran tragedia.
– Además -terció Alexander-, no podemos darnos el lujo de enviar más de nuestras fuerzas en otra misión absurda.
– ¿Tiene esto que ver con esos sueños de él? -indagó Ciphus.
– Quizás no sean sueños después de todo -contestó Rachelle, sorprendida de oír las palabras que salían de su propia boca.
– ¿También tú?
Ella no hizo caso a la pregunta.
– Tengo información que creo que podría salvar la vida de mi esposo. Si alguno de ustedes considera retenerme, entonces la muerte de él recaerá en sus manos.
La expresión exagerada de ella los dejó en silencio.
– Si ustedes tienen otra información que me pueda ayudar, por favor, ahora no es momento para evasivas.
– ¡Cómo te atreves a manipularnos! -gritó Ciphus-. Si hay un hombre que puede sobrevivir a esta ridícula misión, ese es Thomas. ¡Pero no podemos dejar que su mujer lo persiga dentro del desierto a cuatro días de la Concurrencia!
Rachelle salió del porche y les dio la espalda. Ahora, su decisión de seguir Thomas la motivaban tanto las ofensas de estos hombres como su propia comprensión de que su esposo había tenido razón acerca de sus sueños.
– Rachelle.
Ella se volvió y enfrentó a Jeremiah, que había ido hasta el final del porche.
– Estarán al occidente de la brecha -le informó-. Te lo ruego, chiquilla, no vayas.
Él hizo una pausa, luego continuó con resignación.
– Lleva agua extra. Tanta como pueda transportar tu caballo. Sé que hará más lenta tu marcha, pero la enfermedad te retrasaría aún más. El temblor en la voz del hombre la puso nerviosa.
– Él intenta convertirse en uno de ellos -continuó Jeremiah-. Quiere entrar en su campamento.
Rachelle no se atrevió a creer lo que acababa de oír.
Entonces comprendió que era verdad. Era exactamente lo que Thomas haría si supiera, si con seguridad supiera, que ambas realidades existían de veras.
Rachelle salió corriendo hacia los establos. Querido Elyon, dame fuerzas.
ERAN NUEVE de los mejores de Thomas, incluyendo a William y Mikil. Diez con él mismo.
Las tres cantimploras extra que llevaba cada uno les pesaban más de lo que a Thomas le habría gustado. Este juego que representaba era peligroso, y él no se podía arriesgar a ser atrapado sin el agua limpiadora.
Habían montado todo el día y ahora entraban al mismo cañón en que su pólvora había explotado treinta y seis horas antes. Un hedor se levantaba de miles de cadáveres enterrados debajo de las rocas esparcidas en el suelo del desierto.
Iban en los caballos más blancos de los guardianes del bosque. El corcel de Thomas relinchaba y pateaba en la arena. Él instigó al animal a continuar, y este lo hizo de mala gana.
– Difícil de creer que hayamos hecho todo esto -comentó William.
– No creo que haya sido el final de ellos -añadió Mikil-. No hay final Para ellos.
Thomas se puso una bufanda sobre la nariz e hizo entrar a los guerreros en las rocas. Los caballos los llevaron por el cañón, pasaron los cadáveres envueltos en capas de yute de sus enemigos caídos. Él había visto su parte de muerte, pero la magnitud de esta matanza le hizo sentir repugnancia.
Se decía que a las hordas les preocupaba menos las vidas de sus hombres que las de sus caballos. Cualquier encostrado que desafiaba a su líder era juzgado y castigado sin tener un juicio. Eran partidarios de romper huesos, azotar u otras formas de castigo. No era extraño hallar a un soldado encostrado con numerosos huesos rotos, abandonado a su suerte en la ardiente arena del desierto y sin haber derramado una gota de sangre. Las ejecuciones públicas consistían en ahogar al ofensor en charcos de agua gris, una posibilidad que infundía más temor a los encostrados que cualquier otra amenaza de muerte.
El terror de las hordas al agua debería ser motivado por algo más que el dolor que acompañaba limpiarse en los lagos, pensó Thomas, aunque no estaba seguro de eso.
Thomas esperó hasta que hubieron pasado las líneas frontales de los muertos antes de detenerse en un grupo de cadáveres boca abajo. Desmontó, le quitó la ropa encapuchada a uno de los encostrados, sobre el que zumbaba gran cantidad de moscas, y la sacudió al aire. Tosió y lanzó la capa sobre la grupa de su caballo.
– Vamos, todos ustedes -ordenó-. Vístanse.
– Nunca me hubiera imaginado que alguna vez pudiera llegar tan bajo como para vestirme con la ropa de una ramera -refunfuñó William mientras desmontaba.
Diligentemente empezó a desnudar a uno de los cadáveres. Los demás encontraron capas y se las pusieron, lanzando maldiciones entre dientes, no de protesta sino de humillación. La fetidez no se podía eliminar de la capa.
Thomas agarró la espada y el cuchillo de un guerrero. Botas tachonadas. Espinilleras. Observó que estas eran nuevas adicciones. El cuero curado y endurecido era raro en los moradores del desierto; su dolorosa condición de la piel contrarrestaba el uso de armadura, pero a estas espinilleras les habían puesto una tela suave para minimizar la fricción.
– Están aprendiendo -comentó él-. Su tecnología no está muy atrás de la nuestra.
– No tienen pólvora -objetó Mikil-. Si me preguntas, te diré que están acabados. Dame tres meses y habré construido nuevas defensas alrededor de cada selva. Ellos no tienen posibilidades.
Thomas se puso por encima de la cabeza la túnica que había agarrado y sujetó la extraña daga.
– Hasta que tengan pólvora -expuso él, metiendo su propia ropa detrás de una roca-. ¿Has pensado en lo que podrían hacerle a la selva si tuvieran explosivos? Además, no estoy seguro de que tengamos tres meses. Cada vez son más valientes y pelean con más inteligencia. Y nos estamos quedando sin guerreros.
– ¿Qué sugerirías entonces? -preguntó Mikil-. ¿Traición?
Ella se refería al incidente en el Bosque Sur. Un mensajero había acabado de llegar antes de que salieran y les informó de la victoria del Bosque Sur sobre las hordas.
Solo que no fue Jamous quien había hecho ir a los encostrados. Él había perdido más de la mitad de sus hombres en una batalla sin esperanzas en que el oponente se mostró más hábil y lo rodeó… una posición rara y mortal en la cual caer.
No, fue Justin, informó el mensajero con un brillo en los ojos. Sin la ayuda de nadie había sembrado terror en las hordas, sin un solo ataque con su hoja. Había negociado una retirada con nada menos que el gran general, el mismísimo Martyn.
Todo el Bosque Sur había entonado alabanzas durante tres horas en el Valle de Elyon. Justin les había hablado de un nuevo camino y ellos habían escuchado como si fuera un profeta, siguió informando el mensajero. Luego Justin había desaparecido en el interior de la selva con su pequeña banda.
– ¿He sugerido alguna vez rendirnos de alguna forma ante las hordas? -inquirió Thomas-. Moriré esperando el cumplimiento de la profecía si tengo que hacerlo. No cuestionen mi lealtad. Un guerrero descarriado es la menor de nuestras preocupaciones ahora. Tendremos tiempo suficiente para eso en la Concurrencia.
Él le había hablado a Mikil del careo y de la solicitud del Consejo de que él lo defendiera, si se producía una pelea.
– Tienes razón -concordó ella-. No quise mostrar irrespeto.
– Vayamos en silencio -ordenó Thomas montando y haciendo girar su caballo-. Pónganse las capuchas en la cabeza.
Salieron del cañón, vestidos como una banda de moradores del desierto, siguiendo las profundas huellas de las hordas.
El sol se puso lentamente detrás de los barrancos, dejando al grupo en profundas sombras. Pronto salieron de las formaciones de rocas y se dirigieron al occidente hacia un tenue horizonte.
La explicación de Thomas acerca de la misión fue muy sencilla. Había sabido que las hordas tenían una terrible debilidad: Entraban a la batalla con la supersticiosa creencia de que sus reliquias religiosas les darían la victoria. Si una pequeña banda de guardianes del bosque lograba penetrar al campamento de las hordas y robar las reliquias, les asestarían un tremendo golpe. Thomas también se había enterado de que Qurong, que seguramente comandaba el ejército que acababan de derrotar, llevaba esas reliquias con él. Las reliquias eran los libros de historias. ¿Quién iría con él para intentar ese golpe a las hordas?
Los nueve aceptaron de inmediato.
En ese mismo momento él se hallaba acostado en una habitación de hotel ni a diez cuadras del edificio del capitolio en Washington, D.C., durmiendo. Cien agencias gubernamentales se quemaban las pestañas tratando de encontrarle sentido a la amenaza que estaba a punto de llevar al mundo a su fin. Dormir era sin duda lo que estaba más lejos en las mentes de ellos. Intentaban decidir quién debería saber y quién no, a qué miembros de la familia podrían advertir sin filtrar el mensaje de modo que pusiera a la nación en pánico. Pensaban en formas de aislar, poner en cuarentena y sobrevivir.
Pero no Thomas Hunter. Él entendía algo que muy pocos podían entender. Si hubiera una solución para la amenaza de Svensson, muy bien podría estar en el sueño de Thomas.
En sus sueños.
Cuatro horas después vieron la gran cantidad de luces, puntitos de luz humeante de antorchas de petróleo a varios kilómetros más allá de la duna a la que los guardianes habían subido. La madera era escasa, pero el líquido negro que se filtraba de la arena en reservas lejanas les suplía sus necesidades muy bien o mejor que la madera. Thomas nunca había visto las reservas de petróleo, pero a menudo los guardianes del bosque confiscaban barriles del combustible a ejércitos caídos y se los llevaban como botín.
Se detuvieron uno al lado del otro, diez a lo ancho, mirando al occidente.
Durante varios segundos permanecieron en lo alto de la duna en silencio total. Aun lo que había quedado del ejército era amedrentador.
– ¿Estás seguro de esto, Thomas? -quiso saber William.
– No. Pero estoy seguro de que nuestras opciones están disminuyendo -contestó con mayor confianza de la que sentía.
– Yo debería ir con ustedes -manifestó Mikil.
– Nos ceñiremos al plan -expuso él-. William y yo vamos solos.
Ellos conocían las razones. Primero estaba el asunto de su piel. Todos menos Thomas y William se habían bañado en el lago antes de salir. Luego estaba Mikil: normalmente, las mujeres de las hordas no viajaban con los ejércitos. Aunque a ella le cambiara la piel, entrar podría resultarle peligroso, a pesar de que afirmara que dentro de su capa podría parecer tan hombre como cualquiera de ellos.
– ¿Cómo está tu piel, William?
– Me pica -respondió el teniente levantándose la manga.
Thomas desmontó, sacó una bolsa de ceniza y se la lanzó.
– Rostro, brazos y piernas. Póntela en abundancia.
– ¿Estás seguro de que esto los engañará? -indagó Mikil.
– Mezclé la ceniza con algo del azufre que usamos para la pólvora. El olor es igual al de los…
– ¡Puf! ¡Esto es horrible! -exclamó William haciendo una mueca y alejando la nariz de la bolsa; tosió-. ¡Nos olerán a un kilómetro de distancia!
– No si olemos como ellos. Lo que más me preocupa son sus perros. Y nuestros ojos.
– Ya están palideciendo -informó Mikil mirándolo a los ojos-. Con esta luz deberían estar bien. Y sinceramente, con esta luz y bastante de esa ceniza podrida sobre mi piel yo podría pasar tan fácilmente como ustedes.
Thomas hizo caso omiso de la persistencia de ella.
Diez minutos después él y William se habían empolvado la piel de gris, revisaron su equipo para estar seguros de que nada de este los asociara con los guardianes y volvieron a montar. Los demás se quedaron a pie.
– Muy bien -anunció Thomas aspirando profundamente y soltando Poco a poco el aire-. Aquí vamos. Busca el fuego, Mikil, exactamente como 'o planeamos. Si ves que una de las tiendas de las hordas se incendia de repente, envía al resto por nosotros a caballo, rápida y silenciosamente. Lleven nuestros caballos. Hagan lo que hagan, no olviden mantener puestas las capuchas. Y tal vez quieran echarse un poco de ceniza en el rostro por si acaso.
– ¿Enviar al resto? Dirigirlos, querrás decir.
– Envíalos. Necesito a alguien que dirija a los guardianes en caso de que todo salga mal.
– Creo que deberías reconsiderar que ataquemos -objetó ella mirándolo y tensando la mandíbula.
– Seguimos con lo planeado. Como siempre.
– Como siempre, rechazas cualquier voz de prudencia. Estoy mirando el campamento y veo a mi general a punto de meterse dentro de una manada de lobos, y me estoy empezando a preguntar la razón.
– Por la misma razón que hemos tenido todo el día -explicó él-. Jamous casi pierde ayer la vida, y nosotros anteayer. Las hordas están ganando fortaleza y, a menos que hagamos algo para neutralizarlas, no solo Jamous, sino todos nosotros moriremos junto con nuestros hijos.
Mikil cruzó los brazos y se agachó.
– Vamos -dijo William-. Quiero salir de allí antes de que amanezca.
– El pueblo te necesita -le declaró Thomas a Mikil en voz baja.
– No, el pueblo te necesita a ti, Thomas -cuestionó ella frunciendo el ceño en gesto de derrota.
– La fortaleza de Elyon -animó Thomas.
– La fortaleza de Elyon -musitaron los demás.
Mikil no dijo nada. Pronto se quitaría de encima su mal estado de ánimo, pero por ahora él dejó que ella declarara lo que dijo.
Thomas chasqueó la lengua e hizo bajar el caballo por la colina.
– Tal vez deberíamos detenernos aquí durante la noche -opinó Suzan, mirando fijamente el oscuro desierto.
– ¿Cómo podríamos hacer eso? No recorrí todo este camino para esperar a Thomas. Pude haberlo esperado en el poblado.
Rachelle fustigó al caballo para que trotara. Habían montado atentamente la mayor parte del día y en la última hora escogieron su camino por el cañón esparcido de cadáveres. Ella había participado en campos de batalla, pero este había sido aterrador.
– Ni siquiera tenemos la seguridad de que hayan salido -opinó Suzan manteniéndose en su insistencia-. Hay demasiadas huellas para saberlo.
– Conozco a mi esposo; él salió. Créeme que si salió del poblado sin siquiera susurrarme nada es porque está en una misión. No lo detendrá la oscuridad. Y tú eres la mejor rastreadora entre los guardianes, ¿no es así? Entonces rastrea.
– Aunque los alcanzáramos, ¿qué ventaja tiene esta noche sobre mañana?
– Te lo dije, tengo información que le podría salvar la vida. Él va tras los libros de historias a causa de sus sueños, Suzan. Él podrá decir que es para darles ventaja a los guardianes, y no estoy diciendo que no sea así, pero hay más en la historia. Debo alcanzarlo antes de que sueñe para que me pueda encontrar.
– ¿Encontrarte?
Ella no debió haber hablado tanto.
– Antes de que sueñe.
– ¿Estamos arriesgando nuestros cuellos por otro sueño?
– Su sueño de la pólvora nos salvó a todos. Tú estabas allí.
Cualquier otra explicación sería inútil. El mismo Thomas no la había podido satisfacer, ni quince años antes ni la noche anterior. Ella presionó contra el índice el dedo pulgar que se cortara en su propio sueño. Había dos mundos, y cada uno afectaba al otro. Con cada kilómetro que pasaba crecía su convicción. Con cada recuerdo de los sueños de Thomas quince años antes se le había ampliado la comprensión a Rachelle, aunque no tenía idea de cómo ocurría esto, mucho menos de por qué.
Pero no podía hacer caso omiso de su dolor en el dedo.
Perdóname, Thomas. Perdóname, amor mío.
– Sigue sin tener sentido para mí -comentó Suzan, buscando huellas en el suelo.
– Y quizás nunca lo tenga para ti. Pero estoy dispuesta a arriesgar mi vida en esto. No quiero que mi esposo muera, y eso podría pasar a menos que lo alcancemos.
– Thomas no muere fácilmente.
– Al virus no le importa quién muera fácilmente.
SE ACERCARON al campamento de las hordas desde el nordeste, sobre una pequeña colina que caía en un amplio valle plano, con una ligera brisa en sus rostros. Thomas se hallaba inclinado sobre el vientre al lado de William y analizaba el campamento. Decenas de miles de antorchas en estacas iluminaban la noche en el desierto con un brillo anaranjado surrealista. Una gigantesca mancha circular de luces se extendía a través de la arena. Las tiendas eran cuadradas, más o menos de tres por tres, tejidas de un burdo hilo hecho de las espigas de trigo del desierto. Las hordas machacaban las espigas y las enrollaban en largas hebras que usaban para todo, desde su ropa hasta sus tiendas.
– ¡Allí! -exclamó William señalando a la derecha; una enorme tienda se alzaba por sobre las demás al centro sur-. Esa es.
– Y está aproximadamente a menos de mil metros del perímetro -contestó Thomas con tranquilidad.
Habían dejado los caballos amarrados a estacas detrás de ellos, donde los ocultaría la duna. Nunca antes los guardianes habían intentado infiltrarse en un campamento. Como resultado, Thomas contaba con un mínimo perímetro de guardias. Él y William seguirían a pie y esperaban escurrirse sin ser vistos.
– Son muchísimas hordas -comentó William.
– Demasiadas.
William sacó su espada unos cuantos centímetros de la vaina.
– ¿Blandiste alguna vez antes una espada de los encostrados?
– Una o dos veces. Las hojas no son tan afiladas como las nuestras.
– Es atractiva la idea de matar a algunos con sus propias armas.
– Recházala. Lo que menos quiero es una pelea. Esta noche somos ladrones.
El teniente de Thomas envainó otra vez la espada.
– Recuerda, no hables a menos que te pregunten directamente. No hagas contacto visual. Mantén el rostro lo más oculto que puedas dentro de la capucha. Camina con dolor.
– Sí tengo dolor -contestó William-. La maldita enfermedad ya me está matando. Dijiste que no afectará la mente por un rato. ¿Cuánto?
– Estaremos bien si salimos antes de la mañana.
– Deberíamos haber traído el agua. Sus perros no sabrían la diferencia.
– No lo sabemos. Y si nos agarran, el agua nos incriminaría. Pueden olería, créeme.
– ¿Tienes idea de cómo son los libros? -inquirió William..-Libros. Los libros son libros. Quizás rollos parecidos a los que usamos, o de los planos de hace tiempo. Si los encontramos, lo sabremos. ¿Listo? -Siempre. Se pusieron de pie. Respiraron hondo.
– Vamos.
Thomas y William caminaron de manera tan natural como podían, procurando usar el paso ligeramente más lento que la podredumbre obligaba a los moradores del desierto. Un círculo de antorchas plantadas cada cincuenta pasos recorría la circunferencia del campamento.
No había guardia en el perímetro.
– Permanece en las sombras hasta que entremos al camino principal que lleva al centro -susurró Thomas.
– ¿Directamente por en medio?
– Somos encostrados. Deberíamos caminar directamente por en medio.
La fetidez era casi insoportable, en todo caso, más fuerte que el polvo que se habían aplicado. Aún no ladraban perros. Por el momento, eso era bueno.
Thomas se limpió el sudor de las palmas, tocó momentáneamente la empuñadura de la espada que colgaba de su cintura y pasó la primera antorcha, por una brecha entre dos tiendas. Luego se dirigió al campamento principal.
El paso retardado era casi insoportable. Todo en Thomas lo instaba a correr. Tenía el doble de velocidad que cualquiera de estos matones enfermos, y posiblemente podría correr directo por en medio, agarrar los libros, y volar por el desierto antes de que supieran lo que había ocurrido.
Contuvo los deseos. Despacio. Despacio, Thomas.
– Torvil, despreciable pedazo de carne -expresó una voz desde la tienda a su derecha; él miró; un encostrado atravesó la portezuela y lo miro-. Tu hermano se está muriendo aquí, ¿y tú buscas mujeres donde no hay ninguna?
Por un momento Thomas se quedó paralizado por la indecisión. Había hablado antes con encostrados; había hablado extensamente con la hija de su líder supremo, Chelise.
– ¡Respóndeme! -bramó el encostrado.
El decidió. Caminó en línea recta y giró solo parcialmente para no dejar al descubierto todo el rostro.
– Eres tan ciego como los murciélagos que te maldijeron. ¿Soy Torvil? Y sería muy afortunado de encontrar una mujer en este apestoso lugar.
Se volvió y continuó. El hombre soltó una palabrota y volvió a entrar a la tienda.
– Simple -susurró William-. Eso fue demasiado.
– Es como ellos hablarían.
Los encostrados se habían ido a dormir, pero cientos aún holgazaneaban. La mayor parte de las tiendas tenía sus portezuelas abiertas, mostrando todo a cualquier mirada indiscreta. En el campamento donde conociera a Chelise habían esparcido alfombras tejidas teñidas en tonos púrpura y rojo. No así aquí. No había niños, ni mujeres que él lograra ver.
Pasaron un grupo de cuatro hombres sentados con las piernas cruzadas alrededor de una pequeña fogata que ardía en un cuenco de arena empapada de petróleo. Las llamas calentaban una pequeña olla de estaño llena del almidón blanco y pastoso que llamaban sagú. Hecho de las raíces de trigo del desierto. Thomas probó una vez el insípido almidón y anunció a sus hombres que era como comer tierra sin todo su sabor.
Los cuatro encostrados se habían quitado las capuchas. A la luz del fuego y la luna, estos no se parecían a los intrépidos guerreros suicidas que juraron masacrar a las mujeres y los niños de las selvas. Es más, se parecían mucho más a su propia gente.
Uno de ellos levantó los ojos grises claros hacia Thomas, que evitó la mirada.
Thomas y William tardaron quince minutos en llegar al centro del campamento. Dos veces los notaron; dos veces pasaron sin incidentes. Pero Thomas sabía que entrar al campamento a altas horas de la noche no sería el reto que tenían, sino encontrar los libros y agarrarlos.
La enorme tienda central en realidad era un complejo como de cinco tiendas, cada una vigilada. Por lo que pudo determinar que llegaron por detrás al complejo.
En las lonas brillaba un anaranjado pálido de las antorchas que ardían en el interior. La mera magnitud de las tiendas, los soldados que las vigilaban y el uso del color presumían colectivamente la importancia de Qurong. Las tinturas de las hordas venían de rocas brillantemente coloridas del desierto, molidas hasta convertirlas en polvo. El tinte se había aplicado a las lonas de las tiendas en grandes y mordaces diseños.
– Por acá.
Thomas viró en un pasaje abierto detrás del complejo. Jaló a William a las sombras y habló en un susurro.
– ¿Qué crees?
– Espadas -contestó William.
– ¡Nada de peleas!
– Entonces hazte invisible. Hay demasiados guardias. Aunque lográramos entrar, allí encontraremos a otros.
– Eres demasiado rápido con la espada. Entraremos como guardias. Ellos usan la banda clara alrededor del pecho, ¿viste?
– ¿Crees que podemos matar a dos sin ser vistos? Imposible.
– No si los agarramos desde el interior.
– No tenemos idea de qué o quién haya adentro -consideró William mirando la costura del piso de la tienda.
– Entonces, y solo entonces, usaremos nuestras espadas -contestó Thomas sacando su daga-. Revisa el frente.
William fue hasta el borde de la tienda y miró alrededor. Regresó, con la espada ahora desenvainada.
– Despejado.
– Lo haremos rápidamente.
Ellos entendieron que la sorpresa y la velocidad serían sus únicos aliados si el espacio estuviera ocupado. Se pusieron de rodillas y Thomas recorrió velozmente la hoja junto a la base de la tienda con un tajo rápido por el que oró para que no se oyera.
Levantó súbitamente la lona y William se coló en el interior. Thomas lo siguió.
Entraron a un salón iluminado por la llama de una titilante antorcha. Tres formas yacían a su izquierda y William saltó hacia una que se levantaba. Estaba claro que eran los cuartos de los criados. Pero el grito de un criado podría matarlos tan fácilmente como cualquier espada.
William alcanzó al criado antes de que este pudiera volverse para ver qué provocaba el alboroto. Colocó la mano alrededor del rostro del encostrado y e Puso la espada en el cuello.
– ¡No! -le susurró Thomas-. ¡Vivo!
Manteniendo asido al asombrado criado, William corrió hacia los otros, golpeó con el cabo del cuchillo la parte trasera de la cabeza del hombre que dormía y luego repitió el mismo golpe en el tercero.
El encostrado en los brazos de William comenzó a luchar.
– Esta despertará a toda la tienda -objetó William-. ¡Yo debería matarla!
¿Una mujer? Thomas la agarró del cabello y le puso su propia daga en la garganta.
– Un sonido y mueres -le susurró-. No estamos aquí para matar, ¿entiendes? Pero lo haremos si nos obligan.
Los ojos de ella eran como lunas, abiertos, grises y llenos de miedo.
– ¿Entiendes?
Ella asintió vigorosamente.
– Dime entonces lo que quiero saber. Nadie sabe que nos viste. Te noquearé para que nadie pueda acusarte de traición. El rostro femenino se contrajo de temor.
– ¿Preferirías que te mate? Sé sensata y estarás bien. Un golpe en la cabeza es todo.
La criada no parecía persuadida, pero tampoco hizo ningún sonido.
– Los libros de historias -enunció Thomas-. ¿Los conoces?
Thomas sintió un momento de piedad por la mujer. Ella estaba demasiado horrorizada para pensar, mucho menos para hablar. Él le soltó el cabello.
– Suéltala.
– Señor, te aconsejo que no lo hagas.
– ¿Ves? Él me aconseja que no lo haga -le dijo Thomas a la mujer-. Eso es porque cree que vas a gritar. Pero yo opino mejor de ti. Creo que no eres más que una chica aterrada que quiere vivir. Si gritas, tendremos que matar a la mitad de las personas de esta tienda, incluyendo al mismo Qurong. Coopera y quizás no matemos a nadie.
Él le presionó la hoja contra la piel.
– ¿Cooperarás?
Ella asintió.
– Libérala.
– Señor…
– Hazlo.
William aflojó lentamente la mano en la boca de ella. Los labios femeninos temblaron pero no hicieron ningún sonido.
– Bueno. Descubrirás que soy un hombre de palabra. Podrías preguntarle a Chelise, la hija de Qurong, acerca de mí. Ella me conoce como Roland. Ahora dime. ¿Sabes de los libros?
Ella asintió.
– ¿Y están en estas tiendas? Nada.
– Te juro, mujer, si insistes en…
– Sí -susurró ella.
¿Sí? Sí, por supuesto que él había venido precisamente por eso, pero oírle decir a ella que los libros de historias, esos antiguos escritos de poder tan místico, estaban aquí en este mismo momento… era más de lo que él en realidad se había atrevido a creer.
– ¿Dónde?
– ¡Son sagrados! No puedo… me matarían por decírselo. ¡El Grande no permite que nadie los vea! Por favor, por favor, le ruego…
– ¡Mantén la voz baja! -le dijo entre dientes.
Se les acababa el tiempo. En cualquier momento alguien entraría de sopetón.
– Bien entonces. Mátala, William -ordenó Thomas bajando la hoja.
– ¡No, por favor! -rogó ella, arrodillándose y agarrándole la túnica-. Se lo diré. Están en la segunda tienda, en el cuarto detrás de la recámara del Grande.
Thomas levantó la mano hacia William. Se inclinó en una rodilla y garabateó en la arena una imagen del complejo.
– Muéstrame.
Ella le mostró con un tembloroso dedo.
– ¿Hay alguna manera de entrar a este cuarto, que no sea a través de la recámara?
– No. Las paredes están cubiertas con una… una… malla…
– ¿Una malla metálica?
– Sí, sí, una malla metálica.
– ¿Hay guardias dentro de este salón aquí? -preguntó él señalando los cuartos contiguos.
– No sé. Lo juro. Yo no…
– Está bien. Entonces acuéstate y te perdonaré la vida. Ella no se movió.
– Será un golpe en la cabeza y tendrás tu excusa junto con los demás. ¡No seas insensata!
Ella se tendió en la cama y William la golpeó.
– ¿Ahora qué? -indagó William, apartándose de la inconsciente figura.
– Los libros están aquí.
– Lo oí. También que están en una cámara de seguridad.
– Lo oí.
Thomas se dirigió a la portezuela que llevaba al salón. Aparentemente no se había provocado ninguna alarma.
– Como dijiste, no tenemos toda la noche -advirtió William.
– Déjame pensar.
Él debía hallar más información. Ahora sabían que los libros no solo existían sino que estaban a menos de treinta metros de donde él se hallaba. El descubrimiento lo agarró de un modo que no había esperado. No se podía expresar cuan valiosos podrían ser los libros. Sin duda en el otro mundo, ¡pero incluso aquí! Con seguridad los roushes se habrían salido de su camino para esconderlos. ¿Cómo se las había arreglado Qurong en primer lugar para tenerlos en sus manos?
– Señor…
Thomas fue a la pared, donde colgaban varias túnicas. Se quitó la suya.
– ¿Qué estás haciendo?
– Me estoy convirtiendo en un criado. Sus túnicas no son tan ligeras como las de los guerreros.
William siguió su ejemplo. Se pusieron nuevas túnicas y metieron las antiguas debajo de la cobija del criado. Las volverían a necesitar.
– Espera aquí. Voy a averiguar más.
– ¿Qué? Yo no puedo…
– ¡Espera aquí! No hagas nada. Permanece con vida. Si no regreso en media hora, entonces búscame. Si no me encuentras, regresa al campamento.
– Señor…
– No cuestiones, William.
Él se enderezó la túnica, se jaló la capucha sobre la cabeza y salió del salón.
LAS TIENDAS eran después de todo una sola tienda grande. Nada menos que un castillo portátil. Cortinas púrpura y rojo colgaban en la mayoría de las paredes, unas alfombras teñidas atravesaban el piso. Estatuas de bronce de serpientes aladas con ojos rubíes parecían ocupar cada rincón. Aparte de eso, los pasillos estaban desiertos. Thomas caminó como un encostrado en la dirección que la criada le había mostrado. La única señal de vida vino de un continuo murmullo de discusión que aumentaba a medida que se acercaba a las habitaciones de Qurong.
Entró al pasillo que llevaba a las habitaciones reales y se detuvo. Una sola alfombra que portaba la imagen negra del serpenteante murciélago shataiki a quien ellos adoraban ocupaba la pared. A la izquierda de Thomas, una pesada cortina turquesa lo separaba de las voces. A su derecha, otra cortina disimulaba el silencio.
Hizo caso omiso de la fuerza con que le latía el corazón y se movió a la derecha. Retiró la tela, halló vacío el cuarto y entró.
Una esterilla grande con copas de bronce y un elevado cáliz se hallaban en el centro de lo que solo podía ser el comedor de Qurong. Lo que Thomas llamaba mobiliario era escaso entre los moradores del desierto, ya que les faltaba madera, pero la inventiva que mostraban era evidente. Alrededor de la esterilla había enormes almohadones rellenos, cada uno estampado con el serpenteante emblema. En los cuatro rincones del cuarto titilaban llamas en el sereno aire, irradiando luz sobre no menos de veinte espadas, guadañas, garrotes y toda imaginable arma nómada, todas las cuales colgaban en la pared del frente.
En el rincón a la derecha de Thomas había un tonel de junco. Corrió y miró adentro. Agua estancada del desierto. El agua corría cerca de la superficie en cavidades donde los moradores del desierto cultivaban su trigo y cavaban sus pozos poco profundos. No extraña que prefirieran bebería mezclada con trigo y fermentada como vino o cerveza.
Él no estaba aquí para beber su nauseabunda agua.
Thomas revisó el pasillo y lo halló despejado. Se hallaba a medio camino de la entrada cuando la cortina se movió hacia adentro del cuarto opuesto.
Él se retiró y la portezuela se bajó.
– ¿Un trago, general?
– ¿Por qué no?
Thomas corrió hacia el único amparo que le brindaba el cuarto. El barril. Se deslizó por detrás, se puso de rodillas y contuvo el aliento. La portezuela se abrió. Se cerró zumbando.
– Un día bueno, señor. Un buen día de veras.
– Y solo es el comienzo.
Vertieron cerveza del cáliz en una copa. Luego en otra. Thomas se metió en la sombra hasta donde pudo, sin tocar la pared de la tienda.
– A mi más honroso general -enunció una apacible voz; nadie más que Qurong se referiría a algún general como mi general.
– Martyn, general de generales.
¡Qurong y Martyn! Bronce chocó contra bronce. Bebieron.
– A nuestro sumo gobernante, que pronto gobernará sobre todas las selvas -manifestó el general.
Las copas volvieron a tintinear.
Thomas dejó escapar el aire de sus pulmones y respiró con cuidado. Deslizó la mano debajo de su capa y tocó la daga. ¡Ahora! Debería agarrarlos ahora a los dos; no sería una tarea imposible. En tres pasos podría alcanzarlos y enviarlos al hades.
– Te lo digo, la brillantez del plan está en la audacia -comentó Qurong-. Podrían sospechar, pero con nuestras fuerzas en el umbral de ellos se verán obligados a creer. Hablaremos de paz y escucharán porque deben hacerlo. Para el momento en que hagamos actuar la traición en él, será demasiado tarde.
¿Qué era esto? Un hilillo de sudor se filtró por el cuello de Thomas. Movió la cabeza para echar un vistazo a los hombres. Qurong usaba una túnica blanca sin capucha. Un gran colgante bronceado del shataiki le colgaba del cuello. Pero fue la cabeza del hombre lo que llamó la atención de Thomas. A diferencia de la mayoría de las hordas, él usaba el cabello largo, apelmazado y enrollado en rizos. Y el rostro le pareció extrañamente conocido.
Thomas rechazó la sensación.
El general usaba una túnica encapuchada con una banda negra. Se hallaba de espaldas.
– He aquí entonces el tratado de paz -expresó Martyn.
– Sí, por supuesto -contestó Qurong riendo-. Paz. Volvieron a beber.
Qurong dejó su copa y soltó un suspiro de satisfacción.
– Es tarde y creo que me hace señas el placer de mi esposa. Reúne el consejo interno al amanecer. Ni una palabra a los demás, amigo mío. Ni una palabra.
– Buenas noches -se despidió el general bajando la cabeza. Qurong se volvió para salir.
Thomas obligó a su mano a calmarse. ¿Una traición? Podría matarlos ahora a los dos, pero hacerlo levantaría la alarma. No conseguiría los libros. Y Qurong podría suponer que les escucharon el plan. Más tarde él y William podrían sencillamente cortar la garganta del líder mientras dormía.
Qurong hizo a un lado la cortina y desapareció.
Pero el general se quedó. Imagine, ¡eliminar a Martyn! Casi valía el riesgo el encuentro.
El general tosió, bajó la copa con cuidado y se volvió para salir. Fue al girar cuando debió de ver algo, porque se detuvo de repente y miró hacia el rincón de Thomas.
El silencio se apoderó del cuarto. Thomas cerró la mano alrededor de la daga. Si matar a Martyn les arruinaba los planes, entonces hacerlo sería prioridad sobre los libros. Siempre podrían…
– ¿Hola?
Thomas se quedó quieto.
El general dio dos pasos hacia el tonel y se detuvo. ¡Ahora, Thomas! ¡Ahora!
No, ahora no. Aún había una posibilidad de que el general se diera vuelta. Agarrarlo por el costado o por detrás reduciría el riesgo de que gritara.
Ninguno se movió por un prolongado momento. El general suspiró y dio la vuelta.
Thomas se levantó y lanzó la daga en un suave movimiento. Aun si el poderoso general hubiera oído el zumbido del cuchillo, no mostró ninguna señal. La hoja brilló en su rotación, una, dos veces, luego se clavó en la base de la nuca del hombre, cortándole la columna vertebral antes de que tuviera tiempo de reaccionar.
El tipo se derrumbó como un costal de piedras cortado desde una viga en el techo.
En tres largas zancadas Thomas alcanzó al general y le tapó la boca con 'a mano. Pero el hombre no daría ninguna alarma.
Sacó el cuchillo de la nuca y se limpió la sangre en la túnica. Un hilo de sangre bajaba por el cuello del hombre. Una, dos manchas en el suelo.
Arrastró el cuerpo hacia el tonel, lo levantó y lo lanzó al agua. Su poderoso general sería descubierto ahogado en un tonel de agua como un criminal común.
Thomas halló a William donde lo había dejado, de pie en el rincón, apenas visible desde la entrada.
– ¿Bien?
– Debemos esperar. El bravo líder de ellos está con su esposa -anunció Thomas.
– ¿Encontraste la recámara?
– Creo que sí. Pero, como dije, él está ocupado. Le daremos algo de tiempo.
– ¡No tenemos tiempo! El sol está a punto de salir.
– Tenemos tiempo. El poderoso general Martyn, por otra parte, no tiene tiempo. Si no me equivoco, lo acabo de matar.
LA ESPERA duró menos de treinta minutos. O la alusión de Qurong a su esposa fue para despedirse de su general o había renunciado al placer por dormir; ningún otro sonido que un débil ronquido rítmico llegó a los oídos de Thomas cuando él y William escucharon lo que suponían que era la recámara de Qurong. Thomas jaló la cortina y miró dentro del cuarto. Una sola antorcha iluminaba lo que parecía un salón de recepción. Un guardia se hallaba en el rincón, con la cabeza colocada entre las piernas.
Se llevó un dedo a los labios y señaló al guardia. William asintió.
Thomas caminó en puntillas hasta una cortina en el extremo opuesto del cuarto, con la mirada fija en el guardia. William corrió hacia este. Un golpe sordo y el encostrado se dobló, inconsciente. Con algo de suerte, el guardia nunca confesaría haber sido dominado por intrusos. Después de todo era un guardia, no un criado, y los guardias que dejaban que llegaran ladrones hasta donde su Grande, seguramente merecían ser ahogados en un tonel.
Thomas jaló la cortina. La recámara. Completa con un valiente líder tendido bocabajo, roncando sobre un grueso lecho de almohadas. Su esposa yacía enroscada a su lado.
Entraron a la alcoba, cerraron la portezuela y dejaron que sus ojos se acostumbraran. Un pálido brillo tanto del pasillo contiguo como del salón de recepción detrás de ellos alcanzaba a pasar las delgadas paredes.
Si la criada no los había engañado, Qurong mantenía los libros de historias en la cámara detrás de su lecho. Thomas vio la cortina; incluso bajo la tenue luz logró ver las tiras metálicas entretejidas en las paredes alrededor de la habitación. Era evidente que Qurong había hecho lo posible por evitar que alguien se escabullera dentro.
Thomas atravesó el cuarto, con la daga extraída. Resistió un terrible impulso de cortarle la garganta al líder allí mismo, al lado de la esposa. Primero los libros. Si no estuvieran allí podría necesitar a Qurong para que lo guiara a ellos. Si encontraban los libros, mataría al líder al salir.
Estiró la mano temblorosa e hizo a un lado la cortina.
Abierta.
Entró, seguido por William.
La cámara era pequeña, oscura. Olía a humedad. Sobre el suelo en semicírculo había altos candeleros de bronce, apagados. Por encima de ellos, en la pared, un enorme y forjado murciélago serpenteante. Y debajo del murciélago, rodeado por los candeleros, dos arcones.
El corazón de Thomas apenas podía palpitar más fuerte, pero de alguna manera hacía precisamente eso. Los arcones eran de los que comúnmente las hordas usaban para transportar algo valioso: juncos bien asegurados y endurecidos con argamasa. Pero estos cofres estaban asegurados con correas de bronce. Y cada una de las tapas se hallaba troquelada con el emblema shataiki.
Si los libros estaban en estos dos arcones, los moradores del desierto los habían adoptado como parte de su propia religión en desarrollo. Los tratados habían venido de Elyon mucho antes de que se hubiera liberado a los shataikis para destruir la tierra. Y, sin embargo, Qurong estaba mezclando estos dos iconos, los cuales se hallaban en inequívoco contraste entre sí. Era como poner a Teeleh al lado de un regalo de Elyon y decir que eran lo mismo.
Era el engaño mismo de Teeleh, pensó Thomas. Teeleh siempre había querido ser Elyon y ahora aseguraría que lo era en las mentes de estos encostrados. Reclamaría la historia. La historia era suya. Él era el Creador.
Blasfemia.
Thomas se colocó sobre una rodilla, puso los dedos debajo del borde de la tapa y la intentó levantar. No se movió.
William ya recorría el dedo a lo largo del borde.
– Aquí -susurró.
Ataduras de cuero amarraban algunas argollas, tanto en la tapa como en la parte de abajo.
Rápidamente, cortó las amarras de cuero. Las soltó con un chasquido suave. Se miraron. Se sostuvieron la mirada por un momento. Aún no se oía nada más que el ronquido en la recámara del líder.
Levantaron juntos la tapa. Esta se apartó del arcón con un suave chirrido.
El problema con ser atrapados en este aposento estaba en que solo había una salida. No escaparían rápidamente por un corte en la pared. En esencia, estaban en su propia y pequeña cárcel.
Echaron la tapa hacia atrás y, tan pronto como se vio el interior, Thomas supo que habían dado con una mina de oro.
Libros.
Levantó rápidamente. Demasiado rápido. La tapa se deslizó de los dedos de Thomas y se fue de lado contra el suelo. Golpeó uno de los candeleros, el cual se tambaleó y empezó a caer.
Thomas se lanzó hacia el asta de bronce. La agarró. Se quedaron paralizados. Los ronquidos continuaban. Pusieron la tapa en el piso, sudando ahora profusamente.
Los libros de historias estaban empastados en cuero. Muy, muy, muy viejos. Eran más pequeños de lo que él se había imaginado, de menos de tres centímetros de grueso y quizás de veintisiete de largo. Calculó que solo en este arcón había cincuenta.
Bajó la mano y retiró el polvo que cubría uno de los libros. Estaba claro que no se habían leído en mucho tiempo. No era extraño; se preguntó si alguien de las hordas sabía siquiera leer. Aun entre los habitantes del bosque, solo unos pocos leían todavía. Las tradiciones orales bastaban para la mayor parte de ellos.
El libro resultó pesado para su tamaño. El título se hallaba realzado en cierta clase de estaño corroído: Narraciones de la historia. Abrió la portada. Una intricada caligrafía atravesaba la página. Y la siguiente. El mismo escrito de los sueños de Thomas. Inglés.
Inglés corriente. Pero la hija de Qurong había dicho que los libros eran indescifrables. Entonces las hordas no podían leerlos. A menos que hubiera algo único respecto de estos libros.
Bajó el libro y levantó otro. Igual título. Todos los demás libros que pudo ver dentro del arcón tenían la misma inscripción, aunque algunos también tenían subtítulos. Puso en el suelo el libro que sostenía.
– Son ellos -expresó William apenas en un susurro.
Thomas asintió. Definitivamente eran ellos, y había muchos. Demasiados para que Thomas y William se los llevaran.
Él señaló el otro arcón. Cortaron las correas de cuero y levantaron la tapa. También estaba demasiado lleno de libros. Volvieron a bajar la tapa.
– Tendremos que volver -susurró Thomas.
– ¡Sabrán que estuvimos aquí! Mataste a Martyn.
No necesariamente. Thomas pensó que esa podría pasar por la obra de un soldado contrariado. Por otra parte, habían cortado las correas en los arcones. Los tendrían que volver a atar.
Se podrían llevar algunos, tal vez uno que hiciera referencia a…
Qurong tosió en la alcoba contigua.
El guardián del bosque se quedó helado. Sencillamente, ahora no había tiempo para hurgar en los baúles. Tendrían que volver con más ayuda y transportarlos todos.
Sonidos de movimiento en la habitación pusieron a Thomas en acción. Hizo una señal con las manos y William entendió rápidamente. Trabajar en silencio les llevó más tiempo del que Thomas esperaba, pero finalmente ambas tapas estuvieron aseguradas. Levantó el libro que había extraído y se paró para examinar los arcones. Bastante bien.
Esperaron en silencio un buen rato, luego pasaron a Qurong, conteniendo el impulso de acabar con él. Solo después de que tuvieran los libros. Él no se podía arriesgar a un confinamiento total en el campamento debido a la muerte de Qurong. Con un poco de suerte, nadie sabría que habían violado la recámara. Se volvieron a escabullir en los cuartos de los criados, volvieron a ponerse la ropa que trajeron y se metieron por el corte en la pared de lona.
– Recuerda, camina lentamente -advirtió Thomas.
– No estoy seguro de poder caminar rápido. La piel me está matando. Las hordas dormían. Según parece, nadie vio a los dos en su caminata de 1 1
medianoche en medio del campamento. Veinte minutos después, Thomas y William dejaban atrás las tiendas y se metían en la oscuridad del desierto.
– ¡ENTONCES VAMOS ahora! -exclamó Mikil-. Tenemos una hora antes de la salida del sol. Y si ellos están durmiendo, ¿qué importa que nuestra piel haya cambiado o no? ¡Insinúo que entremos y matemos a muchos de ellos!
– Déjame lavarme primero -declaró William, poniéndose de pie-. Preferiría que una espada me atravesara el vientre a soportar esta maldita enfermedad.
Thomas miró a su teniente. Ninguno de ellos se había bañado aún… la posibilidad de regresar antes de la salida del sol les aplazó la decisión.
– Báñate -le dijo.
– Gracias.
William se fue a su caballo, se despojó de la ropa, la tiró a un lado lanzando una palabrota entre dientes y comenzó a salpicarse agua en el pecho. Se estremecía cuando el agua le tocaba la piel; tras solo dos días, la enfermedad no había avanzado mucho para que el agua le produjera un dolor excesivo, pero era claro que lo sentía.
– Estamos perdiendo tiempo, Thomas -expuso Mikil-. Si hemos de ir, debemos hacerlo ahora.
La teniente aún estaba furiosa porque la dejaron. Thomas lo pudo ver en los ojos de ella. Mikil aún no podía entender por qué no le cortaron la garganta a Qurong mientras yacía dormido.
Thomas levantó el libro que había recuperado y abrió la portada una vez más. La primera página estaba en blanco. La segunda también estaba en blanco.
Todo el libro, ¡en blanco!
Ni un solo símbolo en ninguna de sus páginas. ¿Cómo podía ser esto? El primer libro que había agarrado tenía escritura, pero este, en el que no había mirado, estaba vacío.
Tenían que conseguir los otros libros. Mikil quería matar a Qurong, pero no podían hacerlo hasta que supieran más. Y hasta que tuvieran los dos arcones.
– Es demasiado arriesgado -opinó Thomas cerrando el libro-. Esperaremos e iremos mañana en la noche.
– ¡No te puedes quedar hasta mañana en la noche! -considero Mikil-. Otro día y quedarás a merced de tu enfermedad. No me gusta esto, para nada.
– Entonces me bañaré e iré mañana con la ceniza, igual que tú. No podemos tomar una decisión precipitada. Tal vez nunca más se presente una oportunidad. ¿Cuán a menudo Qurong se acerca tanto a nuestras selvas? Y este plan de él me preocupa. ¡Debemos pensar! Según las versiones del Bosque Sur, Martyn buscaba la paz. Quizás vaya en nuestros mejores intereses jugar su juego sin dejarles saber que lo sabemos -comunicó y se fue hacia su caballo-. Hay demasiadas inquietudes. Esperamos hasta mañana en la noche.
– ¿Y si se movilizan mañana? Además, la Concurrencia es en tres días… no podemos quedarnos aquí para siempre.
– Entonces los seguiremos. La Concurrencia esperará. ¡Basta! Un caballo relinchó en la noche. No era uno de los de ellos. Por instinto Thomas se lanzó al suelo y rodó.
– ¿Thomas?
Él se levantó sobre una rodilla. ¿Rachelle?
– ¡Thomas!
Ella entró corriendo al campamento, desmontó y corrió hacia él.
– ¡Thomas, gracias a Elyon!
RACHELLE SABÍA que era Thomas, pero la condición de él la detuvo a mitad de camino a través de la arena. Aun en la oscuridad ella pudo ver que él estaba cubierto por algo como ceniza gris y que tenía descoloridos los ojos, casi blancos. Ella no había visto la podredumbre, desde luego. No era poco común que miembros de la tribu se pusieran grises cuando tardaban en bañarse por una u otra razón. Incluso algunas veces había sentido el inicio de la enfermedad en sí misma. Pero aquí en el desierto, con el fuerte olor a azufre y el rostro de Thomas casi blanco, la enfermedad la agarró por sorpresa.
– ¿Estás… estás bien?
Él la miró, anonadado.
– Debíamos ir vestidos como ellos -explicó él-. No me he bañado. ¿Por qué estás aquí?
Sus hombres y Mikil se hallaban en un pequeño círculo de sacos de dormir sobre la arena. No había fuego… un campamento limpio. Sus caballos estaban agrupados al lado de Thomas. William solo estaba medio vestido y lavándose el cuerpo con agua. Su piel era una mezcla de rosado y blanco pastoso.
– ¿Cómo pudiste hacer esto sin decírmelo? -inquirió ella-. ¿No te has bañado desde que saliste? ¡Te has vuelto loco! Él no dijo nada.
No importaba, él estaba bien; eso es lo que a Rachelle le preocupaba. Volvió a su caballo, sacó un odre de cuero lleno de agua del lago y se lo lanzó a él.
– Báñate. Rápido. Tenemos que hablar. A solas.
– ¿Qué sucedió?
– Te lo diré, pero primero tienes que bañarte. No voy a besar a ningún hombre que huela como los muertos.
Él se lavó de la enfermedad mientras Suzan hablaba con los guardianes acerca del viaje de ellas. Pero, cuando Thomas exigió saber por qué habían corrido un riesgo como ese, ella solo miró a Rachelle.
Thomas sacó una túnica de las alforjas, la sacudió una vez para quitarle el polvo, se la puso y miró a los demás.
– Perdónennos un momento.
Él la tomó del codo y la alejó.
– Lo siento, amor mío -explicó él en voz muy baja-. Perdóname, por favor, pero tenía que venir y no podía preocuparte.
Aún olía. Bañarse rociándose agua nunca se compararía a zambullirse en el lago.
– ¿No debería haberme preocupado de que salieras corriendo? -inquirió ella.
– Lo siento, pero…
– No vuelvas a hacer eso. ¡Nunca! -exclamó ella y respiró hondo-. Sé por qué viniste. Hablé con el anciano, Jeremiah. ¿Los hallaste?
– ¿Sabes que vine por los libros?
– Y supongo que no comiste anoche la fruta como creí que habíamos acordado que harías.
– No comprendes; yo debía soñar.
Rachelle se detuvo y volteó a mirar el pequeño campamento. Luego lo miró directo a los ojos y le quitó un mechón de cabello del rostro.
– Soñé anoche, Thomas.
– Siempre sueñas.
– Soñé con las historias.
– ¿Estás segura? -exclamó escudriñándole atentamente el rostro.
– Tan segura como para perseguirte atravesando medio desierto.
– Pero… ¿cómo es posible? ¡Nunca has soñado con las historias! ¿Estás absolutamente segura? Porque podrías haber soñado con algo que te pareció de las historias, o podrías haber soñado que eras como yo, soñando con las historias.
– No. Sé que eran las historias porque estaba haciendo cosas que no tengo idea de cómo se hacen. Me hallaba en un lugar llamado laboratorio, trabajando en un virus llamado Variedad Raison.
Rachelle había ensayado esto un centenar de veces en las últimas doce horas, pero al comunicárselo ahora se le hacía un nudo en la garganta y le temblaba la voz.
– ¿Eras una científica? ¿Estabas de veras allí, trabajando en el virus?
– No solo me hallaba allí, sino que tenía un nombre. Compartía la mente de una mujer llamada Monique de Raison. Por lo que sé, yo era ella. El cuerpo de Thomas se tensó.
– Tú… ¿cómo es posible?
– Deja de preguntarlo. ¡No sé cómo es posible! Nada tiene sentido para mí, menos de lo que ha tenido para ti. Pero no me queda ninguna duda de que yo estaba allí. En las historias compartía la mente de Monique de Raison. Mira, tengo una cortada en el dedo que lo prueba. Ella… yo… yo… estaba tocando un pedazo de pergamino blanco… no, lo llaman papel. El borde del papel me cortó el dedo.
Ella levantó el dedo hacia él, pero no había suficiente luz para ver la diminuta cortada.
– Te pudiste haber cortado aquí y te imaginaste que fue en un lugar llamado laboratorio al trabajar en el virus del que he hablado muchas veces.
– ¡Tienes que creerme, Thomas! Así como querías que yo te creyera. Estuve allí. Vi la… computadora. ¿Me has hablado alguna vez de un aparato llamado computadora que trabaja en una forma que ni siquiera nos podemos imaginar aquí? No, no lo has hecho. O de un micro…
Ella no lograba recordar todos los nombres ni los detalles; se esfumaban con cada hora que pasaba.
– Un aparato que mira dentro de cosas pequeñas. ¿Cómo podía yo saber eso?
– ¡Esto es increíble! -exclamó él con ojos desorbitados; se pasó la mano por el cabello y anduvo de un lado al otro-. ¿Crees que en realidad eres ella? Pero allá se te ve diferente.
– No sé cómo funciona. Sentí que era ella, pero también que estaba aparte. Participaba de sus experiencias, su conocimiento.
– Yo soy Thomas en ambas realidades, pero tengo el mismo aspecto en las dos. No te pareces a Monique.
– ¿Eres exactamente la misma persona?
– Sí. No, allá soy más joven. Creo que solo de veinticinco años.
– Los detalles se hacen borrosos a medida que estás más tiempo aquí – expuso ella.
– ¡Gracias! -exclamó él de pronto dejando de caminar de lado a lado, mirándola directamente a los ojos y besándola en la boca-. Gracias, gracias.
Ella no pudo dejar de sonreír. Aquí estaban ellos, en medio del desierto con las hordas a pocos kilómetros de distancia, besándose porque tenían esta conexión con sus sueños.
– ¿Has vuelto a soñar? -inquirió él.
La sonrisa de ella se desvaneció.
– Sobre mi caballo, me dormí, sí.
– ¿Y?
– Soñé con la Concurrencia.
– Pero no con Monique. Te debió haber sucedido algo para que soñaras esa única vez -expresó él frotándose las sienes-. Algo… ¿sabe ella?
– ¿Monique?
– Cuando sueño soy consciente de mí en la otra realidad. Sé que en este mismo instante, mientras estoy despierto aquí, también duermo en un hotel en un lugar cerca de Washington, D.C. ¿Sabes si Monique está durmiendo ahora?
Rachelle no tenía idea. Se encogió de hombros.
– No creo que ella sepa de mí, o al menos no piensa en mí. O debería decir que ella no pensaba en mí cuando yo… miraba por sus ojos.
– Quizás porque ella no ha soñado contigo. ¡Sabes que ella existe, pero ella no sabe que tú existes!
Él estaba mucho más emocionado con su conclusión de lo que lo estaba su esposa.
– No encuentro eso consolador -objetó Rachelle.
– ¿Por qué no? ¡Lo importante es que tú sabes1. No tienes idea de lo que esto significa para mí, Rachelle. De alguna manera, estamos ligados en las dos realidades. Ya no soy el único. ¿Sabes cuántas veces he tenido la tentación de creer que me he vuelto loco?
– Así que tu locura me ha contagiado ahora. Qué posibilidad tan encantadora. Y no creo que estemos ligados en ambas realidades, como las llamas. No de la manera que comprendo la unión -cuestionó ella y bajó la voz-. ¿Amas a Monique?
– No -contestó él parpadeando-. ¿Por qué?
– ¡Deberías hacerlo!
Thomas la miró.
– Quiero decir, si soy Monique, entonces tienes que amarme.
– Pero no sabemos si eres Monique.
– No. Pero al menos ella y yo estamos conectadas.
– Sí.
– Y lo que le ocurre a ella me ocurre a mí -declaró Rachelle levantando el dedo cortado.
– Así parece.
– Un hombre… ¿Svensson? Este hombre… quiere matar a Monique.
Thomas no manifestó nada por un momento, como si empezara a tener una verdadera comprensión de lo que ella decía. Luego agarró con delicadeza la mano de Rachelle entre la suya y le levantó el dedo hasta sus propios labios. Le besó el dedo cortado.
– Los sueños no te pueden matar, amor mío -pronunció Thomas mientras le temblaba la mano.
– No necesitas fingir. Lo sabes mejor que yo. Me dijiste lo mismo hace quince años. Lo volviste a decir anoche. Si morimos en las historias, muy bien podríamos morir aquí. No lo entiendo. No estoy segura de que quiera entenderlo, pero es cierto.
– ¡No te dejaré morir!
– Entonces debes soñar, esposo mío -animó ella acercándosele de modo que su cuerpo tocó el de él-. Debes detener el virus, porque sabemos por las historias que el virus mata a la mayor parte de ellos, y dudo mucho que ese Svensson tenga intención de dejar viva a Monique.
– ¿Crees entonces que puedo cambiar las historias?
– Si no puedes… si no podemos, los dos podríamos morir -formuló ella mirándolo a los ojos-. Allá y acá. Y si morimos aquí, ¿qué llegará a pasar con la selva? ¿En qué se convertirán nuestros hijos? Debes rescatar a Monique. Porque me amas, debes rescatar a Monique.
Thomas parecía acongojado.
– ¡Tengo que conseguir los demás libros de historias! Ahora, antes de que las hordas se movilicen.
– No. Debes dormir. Sé dónde tienen a Monique.