3

UN DESTELLO desde el desfiladero. Dos destellos.

Thomas, agachado detrás de una roca grande, se llevó el tosco telescopio a los ojos y revisó a los encostrados encapuchados a lo largo del fondo del cañón. Había creado el catalejo de su recuerdo de las historias, usando una resina de pino y, aunque no funcionaba como deseaba, le daba una ligera ventaja sobre la simple vista. Mikil se arrodilló a su lado.

La señal había venido de lo alto de las hondonadas, donde Thomas había apostado doscientos arqueros, cada uno con quinientas flechas. Mucho tiempo atrás habían comprendido que sus posibilidades las determinaban casi tanto la provisión de armas como la cantidad de tropas.

La estrategia de ellos era sencilla y comprobada. Thomas llevaría mil guerreros en un asalto frontal que chocaría con la línea de vanguardia del enemigo. Cuando la batalla estuviera suficientemente saturada de encostrados muertos, él ordenaría un rápido repliegue mientras los arqueros lanzaran una lluvia de flechas sobre el atestado campo. Si todo salía bien, al menos podrían disminuir la marcha del enemigo obstruyendo el amplio cañón con los muertos.

Doscientos soldados de caballería esperaban con Thomas detrás de una larga fila de rocas. Con un poco de persuasión mantenían los caballos echados en el suelo.

Ya habían hecho eso una vez. Era asombroso que las hordas se estuvieran sometiendo a…

– ¡Señor! -exclamó un mensajero deslizándose detrás de él, jadeando-. Tenemos un informe del Bosque Sur. Mikil se puso a su lado.

– Continúe. En voz baja por favor.

– Las hordas están atacando.

Thomas se quitó el catalejo del ojo, luego volvió a mirar por él. Levantó la mano izquierda, listo para hacer señas a la responsable de sus hombres. ¿Qué significaba el informe del mensajero?

Que las hordas tenían ahora una nueva estrategia.

Que la situación acababa de pasar de terrible a imposible.

Que el fin estaba cerca.

– Infórmeme del resto. Rápidamente.

– Se dice que es obra de Martyn.

Thomas volvió a quitarse el cristal del ojo. Regresó a él. Entonces a este ejército no lo dirigía un nuevo general, como había sospechado. Desde hace un año le habían estado siguiendo la pista al llamado Martyn. Se trataba de un hombre joven; le hicieron confesar eso una vez a un prisionero. También era un buen estratega; eso lo supieron por los cambios en las batallas. Además sospechaban que él era hechicero y general. Los moradores del desierto no habían manifestado tener religión, pero en su emblema rendían homenaje a los shataikis en modos en que formalizaban de manera lenta pero segura su adoración al serpenteante murciélago. Teeleh. Unos decían que Martyn practicaba magia negra; otros aseguraban que lo guiaba el mismo Teeleh. Fuera como fuera, su ejército parecía estar obteniendo destrezas rápidamente.

Si los encostrados pidieran que Martyn les guiara su ejército contra el Bosque Sur, ¿podría este ejército ser una distracción estratégica? ¿O era la distracción estratégica el ataque sobre el Bosque Sur?

– A mi señal, Mikil.

– Lista -contestó ella; se montó en la silla de su caballo aún asentado en el suelo.

– ¿Cuántos? -preguntó Thomas al mensajero.

– No lo sé. Tenemos menos de mil, pero se están replegando.

– ¿Quién es el encargado?

– Jamous.

– ¿Jamous? -exclamó Thomas dejando de mirar por el telescopio y dirigiéndose al hombre-. ¿Se está replegando Jamous?

– Según los informes, sí.

Si un luchador tan obstinado como Jamous se estaba replegando, entonces las fuerzas de ataque eran más fuertes que aquellas con las que habían peleado antes.

– ¿Está allí también el guerrero llamado Justin?

– ¿Señor? -exclamó la voz de Mikil.

Thomas giró, vio un movimiento ondulante a menos de cien metros adelante y respiró hondo. Levantó la mano y la mantuvo firme, esperando. Más cerca. A las fosas nasales le llegó la fetidez de piel descascarándose. Luego apareció su emblema, el serpenteante murciélago de bronce.

El ejército de las hordas apareció a la vista, por lo menos quinientos al frente, montados en caballos tan blancos como las arenas del desierto. Los guerreros llevaban capucha y capa, y agarraban largas guadañas que levantaban casi tan alto como su emblema.

Thomas respiró más lentamente. Su tarea exclusiva era hacer retroceder ese ejército. Distracción estratégica o no, si fallaba aquí, no importaba mucho lo que sucediera en el Bosque Sur.

Thomas podía oír la respiración firme a través de la nariz de Mikil. Rogaré a Elyon por tu seguridad hoy, Mikil. Le suplicaré la seguridad de todos nosotros. Si alguien debe morir, que sea ese traidor, Justin.

– ¡Ahora! -exclamó, bajando la mano.

Sus guerreros se pusieron en movimiento. Desde la izquierda, una larga fila de soldados de infantería, en silencio y agachados, se arrastraban como arañas sobre la arena.

Doscientos caballos montados por jinetes se pusieron de pie. Thomas giró hacia el mensajero.

– ¡Mensaje para William y Ciphus! Envíen mil guerreros al Bosque Sur. Si nos alcanzan aquí, nos reuniremos en la tercera selva hacia el norte. ¡Ve!

La fuerza principal de Thomas ya estaba diez metros adelante, volando hacia las hordas, él no permitiría que llegaran primero a la batalla. Nunca. Se dobló sobre la silla y espoleó el garañón para hacerlo galopar. El alazán saltó sobre las rocas y corrió hacia la larga línea de sorprendidos moradores del desierto, que se pararon en seco.

Por un prolongado momento el golpeteo de cascos fue el único sonido en el aire. La multitud de guerreros encostrados llegaba hasta el cañón y desaparecía detrás de los desfiladeros. Cien mil pares de ojos salían de las sombras de sus capuchas. Estos eran los que despreciaban a Elyon y odiaban el agua. El de ellos era un mundo nómada de sombras, pozos turbios y carne mugrienta y pestilente. Difícilmente calzaban para la vida, mucho menos para las selvas. Y sin embargo les gustaría dañar los lagos, devastar los bosques y plantar su trigo del desierto.

Estas eran las personas del bosque colorido que enloquecieron. Los muertos andantes. Mejor enterrados en la base de un despeñadero que dejarlos vagar como una plaga libre.

Estos también eran guerreros. Solo hombres, fuertes y no tan ignorantes como una vez lo habían sido. Pero eran más lentos que los guardianes del bosque. La condición de su piel enfermiza se extendía hasta sus articulaciones y hacía de la destreza algo muy difícil.

Thomas superó a sus guerreros. Ahora se hallaba al frente, donde pertenecía. Reposó la mano en la empuñadura de su espada.

Cuarenta metros.

Desenvainó la espada con el fuerte roce de metal contra metal.

Al instante surgió un rugido de las hordas, como si la espada desenfundada confirmara las intenciones sospechosas de Thomas. Mil caballos resoplaron y se pararon en dos patas en objeción a las pesadas manos que atemorizadas los hacían retroceder. Sin duda, los de la vanguardia sabían que, aunque al final la victoria estaba asegurada hoy, ellos estarían entre los primeros en morir.

Los guardianes del bosque avanzaban inexorables, con las mandíbulas apretadas, las espadas aún sobre sus piernas, firmes en sus manos.

Thomas giró a la derecha, se pasó la espada a la mano izquierda y la rastrilló a lo largo de los pechos de tres encostrados antes de bloquear la primera guadaña que se opuso a su súbito cambio de dirección.

Las líneas de caballos chocaron. Sus combatientes gritaban, arremetían, atacaban y decapitaban con practicada violencia. Un caballo blanco cayó directamente frente a Thomas, que miró por encima para ver que Mikil había perdido la espada en el costado del jinete.

– ¡Mikil!

Ella bloqueó con el antebrazo el golpe de espada de un monstruoso encostrado y giró en su silla. Thomas rompió las cuerdas que ataban su segunda vaina y se la lanzó, con espada y todo. Ella la atrapo, sacó la hoja, la hizo girar una vez en el aire y la empujó hacia abajo contra un soldado que la atacaba a pie.

Thomas desvió una oscilante guadaña que intentaba cortarle la cabeza, hizo saltar su corcel sobre el moribundo caballo y giró para enfrentar al atacante.

La batalla encontró su ritmo. En cada lado hojas anchas y delgadas, pequeñas y grandes, giraban, atacaban, bloqueaban, se extendían, rechazaban y tajaban. Sangre y sudor empapaban a hombres y bestias. El terrible barullo de batalla llenaba el cañón. Aullidos, gritos, gruñidos y gemidos de muerte se levantaban al cielo.

Menos de tres años atrás, bajo la guía de Qurong, la caballería de las hordas nunca dejó de sufrir enormes pérdidas. Ahora, bajo el mando directo de su joven general, Martyn, no morían sin presentar batalla.

Un encostrado alto cuya capucha se le había deslizado de la cabeza gruñó y arremetió su montura directamente hacia Thomas. Los caballos chocaron y se levantaron en dos patas, pateando en el aire. Con un giro de muñeca Thomas soltó el látigo y lo hizo chasquear contra la cabeza del encostrado. El hombre gritó y levantó un brazo. Thomas clavó la espada en el costado expuesto del sujeto, sintiendo que esta se hundía profundamente; luego la jaló exactamente cuando un soldado a pie hacía oscilar por detrás un garrote contra él. Thomas se inclinó a la derecha y acuchilló hacia atrás con la espada. El guerrero se dobló, decapitado.

La batalla se prolongó por diez minutos incuestionablemente a favor de los guardianes del bosque. Pero con tantas hojas oscilando en el aire, algunas estaban obligadas a toparse con la carne expuesta de los hombres de Thomas o los flancos de sus caballos.

Los guardianes del bosque empezaron a caer.

Thomas lo sentía tanto como lo veía. Dos. Cuatro. Luego diez, veinte, cuarenta. Más.

Rompió su estilo y galopó bajo la línea. La obstrucción de hombres y caballos caídos era bastante. Para alarma suya vio que habían caído más de sus hombres de lo que pensó al principio. ¡Tenía que hacerlos regresar!

Agarró el cuerno de su cinturón y tocó la señal de retirada. Al instante sus hombres huyeron, a caballo, a pie, y lo pasaron corriendo como si los hubieran derrotado firmemente.

Thomas mantuvo firme su caballo por un momento. Los encostrados, difícilmente acostumbrados a tal repliegue en bloque, hicieron una pausa, según parecía confundidos por el súbito cambio de acontecimientos.

Como lo planearon.

Sin embargo, la cantidad de muertos entre sus hombres no estaba prevista. ¡Quizás doscientos!

Por primera vez ese día, Thomas sintió el dedo cortante del pánico atravesándole el pecho. Giró su caballo y corrió tras sus combatientes.

Dio un largo salto por encima de la línea de rocas, se bajó del caballo y cayó de rodillas a tiempo para ver la primera descarga silenciosa de flechas desde el arco del despeñadero hacia las hordas.

Ahora siguió una nueva clase de caos. Caballos relinchaban y encostrados gritaban, y los muertos se amontonaban donde caían. El ejército de las hordas estaba temporalmente atrapado por una represa formada por sus propios guerreros.

– Nuestras pérdidas son enormes -comentó Mikil al lado de él, respirando con dificultad-. Trescientos.

– ¡Trescientos! -exclamó mirándola.

El rostro de Mikil estaba enrojecido por la sangre y los ojos le brillaban con una extraña mirada de rebeldía. Fatalismo.

– Necesitaremos más que cadáveres y rocas para hacerlos retroceder – opinó ella y escupió a un lado.

Thomas examinó las hondonadas. Los arqueros aún lanzaban flechas sobre el atrapado ejército. Tan pronto como el enemigo saltara sobre los cadáveres y dirigiera los caballos hacia arriba, veinte catapultas a lo largo de cada precipicio comenzarían a lanzar rocas a las hordas.

Entonces el asunto empezaría de nuevo. Otro ataque de frente por parte de Thomas, seguido de más flechas y de más rocas. Rápidamente hizo cálculos. A este ritmo podrían someter al enemigo en cinco series de asaltos.

– Aunque logremos contenerlos hasta el anochecer, mañana marcharán sobre nosotros -la voz de Mikil expresó los pensamientos de Thomas.

El cielo se limpió de flechas. Comenzaron a caer rocas. Thomas había estado trabajando en el contrapeso de las catapultas sin perfeccionarlas. Aún eran inútiles en terreno plano, pero tenían suficientes rocas grandes sobre un precipicio para hacer buen uso de la gravedad. Las rocas de más de medio metro eran terribles proyectiles.

Un sordo golpe precedió al temblor de tierra.

– No será suficiente -siguió diciendo Mikil-. Tendríamos que arrojar todo el desfiladero encima de ellos.

– ¡Tenemos que bajar el ritmo! -exclamó Thomas-. La próxima vez solo a pie, y salir de la batalla con una rápida retirada. Pasa la voz. ¡Vamos a pelear defensivamente!

Dejaron de caer rocas y las hordas retiraron más cadáveres. Thomas dejó que sus combatientes atacaran otra vez veinte minutos después.

Esta vez jugaron con el enemigo, usando el método de combate Marduk que Rachelle y Thomas habían desarrollado y perfeccionado con los años. Se trataba de una mejora al combate aéreo que Tanis había practicado en el bosque colorido. Los guardianes del bosque lo conocían muy bien y se podían oponer a una docena de encostrados bajo las circunstancias adecuadas.

Pero aquí, en un espacio tan abarrotado de cadáveres y espadas se les limitaba la movilidad. Pelearon con valentía por treinta minutos y mataron como a mil.

Esta vez perdieron la mitad de su gente.

A este ritmo las hordas les cruzarían las líneas en una hora. Los moradores del desierto se detendrían durante la noche como acostumbraban, pero Mikil tenía razón. Aunque los guardianes pudieran contenerlas todo ese tiempo, los guerreros de Thomas estarían acabados en la mañana. Las hordas llegarían a su Bosque Intermedio en menos de un día. Rachelle. Los niños. Treinta mil civiles indefensos serían asesinados.

Thomas observó los desfiladeros. Elyon, dame fuerzas. El frío que había sentido antes se le extendió por los hombros.

– ¡Traigan los refuerzos! -expresó súbitamente-. Gerard, estás al mando. Mantenlos en esa línea, por cualquier medio. Observa las señales en las hondonadas. Coordina los ataques.

Le lanzó el cuerno de carnero al teniente.

– La fortaleza de Elyon -animó, sosteniendo el puño en alto.

– La fortaleza de Elyon -contestó Gerard agarrando el cuerno-. Cuente conmigo, señor.

– Cuento contigo. No tienes idea cuánto -le aseguró Thomas, luego se dirigió a Mikil-. Ven conmigo.

Giraron sus cabalgaduras y retumbaron por el cañón.

Mikil lo siguió sin cuestionar. Él la guió por una pequeña colina y luego doblaron por el sendero hacia un mirador cerca de la cima.

El campo de batalla se extendía a la derecha. Los arqueros lanzaban de nuevo una lluvia de flechas sobre los encostrados. Los muertos se apilaban cada vez más. Al ver las líneas frontales de las hordas, un observador podría creer que los guardianes del bosque estaban derrotando al enemigo. Pero una rápida mirada por el cañón indicaba una historia diferente. Miles, miles y miles de guerreros encapuchados esperaban en inquietante silencio. Esta era una guerra de desgaste.

Era una batalla imposible de ganar.

– ¿Algún mensaje de los tres grupos al norte? -indagó Thomas.

– No. Oremos porque no los hayan superado.

– No los superarán.

Thomas desmontó y analizó los desfiladeros.

Mikil adelantó ligeramente su caballo, luego lo devolvió refunfuñando.

– Sí, sé que estás impaciente, Mikil -asintió Thomas; a él le molestaba algo acerca de los desfiladeros-. Te estás preguntando si me he vuelto loco, ¿verdad? Mis hombres están muriendo y yo desmonto para observarlo todo.

– Estoy preocupada por Jamous. ¿Cuál es tu plan?

– Jamous puede cuidarse solo.

– Jamous está en retirada! Él nunca retrocedería. ¿Cuál es tu plan?

– Ninguno.

– Si no se te ocurre uno pronto, nunca volverás a planificar -objetó ella.

– Lo sé, Mikil -concordó él caminando de un lado al otro.

– No podemos sentarnos simplemente aquí…

– ¡No estoy sentado simplemente aquí! -la interrumpió Thomas, mirándola, de repente furioso y sabiendo que no tenía derecho de estarlo; no con ella-. ¡Estoy pensando! ¡Deberías comenzar a pensar!

Él extendió un brazo hacia las hordas, a las que ahora volvían a bombardear con rocas.

– ¡Mira allá y dime qué podría detener a un ejército tan monstruoso! ¿Quién crees que soy? ¿Elyon? ¿Puedo palmear y hacer que todos estos desfiladeros aplasten…?

Thomas se detuvo.

– ¿Qué pasa? -quiso saber Mikil, mirando alrededor por si había un enemigo, espada en mano.

– ¿Qué fue lo que dijiste antes?

– Inquirió él girando hacia el valle.

– ¿Qué, que deberías estar con tus hombres?

– ¡No! Los precipicios. Dijiste que tendríamos que arrojarles encima el desfiladero.

– Sí, pero también podríamos tratar de tirarles encima el sol. Ese era un pensamiento absurdo.

– ¿De qué se trata?

– ¿Y si hubiera una manera de tirarles encima el desfiladero…?

– No la hay.

– Pero, ¿y si la hubiera? -objetó él corriendo hacia el borde-. Si pudiéramos derribar las paredes del cañón exactamente por la retaguardia de ellos les cerraríamos el paso, los traeríamos aquí y los atraparíamos para asesinarlos fácilmente desde arriba.

– ¿Qué quieres hacer, calentar todo el precipicio con una hoguera gigante y vaciar encima el contenido del lago para resquebrajarlo?

Él no le hizo caso. Se trataba de algo temerario, pero era mejor que no hacer nada.

– Allí hay una falla a lo largo de la depresión. ¿La ves? Él señaló y ella miró en esa dirección.

– Por supuesto que hay una falla. Aún no veo cómo podría yo…

– ¡Desde luego que no puedes! Pero sí pudiéramos, ¿funcionaría?

– Si pudieras dar una palmada y derribar el barranco encima de ellos, entonces yo diría que tenemos una posibilidad de hacer enviar hasta el último de los encostrados al bosque negro al que pertenecen.

Un grito de batalla inundó el cañón. Gerard estaba dirigiendo otra vez sus recién reforzadas tropas hacia el campo de batalla.

– ¿Cuánto tiempo crees que podemos contenerlos? -exigió saber Thomas.

– Otra hora. Quizás dos.

– ¡Eso tal vez no sea suficiente! -exclamó caminando de un lado al otro.

– Por favor, señor. Tienes que decirme qué está pasando. Hay una razón para que yo sea tu segunda al mando. Si no puedes, debo volver al campo de batalla.

– Una vez hubo una forma de echar abajo un despeñadero como este. Fue hace mucho tiempo, descrito en los libros de historias. Muy pocos lo recuerdan, pero yo sí.

– Exactamente. ¿Y qué?

– Creo que se llamó explosión. Una enorme bola de fuego con tremenda fuerza. ¿Y si pudiéramos idear cómo causar una explosión? Ella lo miró con una ceja arqueada.

– Hubo una época en que yo podía conseguir información específica respecto de las historias. ¿Y si lograra obtenerla sobre cómo causar una explosión?

– ¡Eso es lo más ridículo que he oído nunca! Estamos en medio de una batalla. ¿Esperas hacer alguna clase de expedición para obtener información sobre las historias? ¡Estás perturbado a causa de la batalla!

– No, no una expedición. No estoy seguro ni siquiera de que resulte. He comido la fruta por mucho tiempo -informó; la idea surgió con entusiasmo en la mente-. Sería la primera vez en quince años que no habría comido la fruta. ¿Y si aún puedo soñar?

Mikil lo miró como si hubiera enloquecido. Debajo de ellos la batalla aún rugía.

– Yo debería dormir; ese es el único problema -continuó él, andando de lado a lado, ansioso ahora por esta idea-. ¿Y si no logro dormir?

– ¿Dormir? ¿Quieres dormir? ¿Ahora?

– ¡Soñar! -exclamó él con el puño apretado-. Debo soñar. ¡Podría soñar como solía hacerlo y enterarme de cómo echar abajo este desfiladero! Mikil se había quedado sin habla.

– ¿Tienes una idea mejor? -preguntó él con energía.

– Todavía no -atinó ella a contestar.

– ¿Y si no lograba dormir? ¿Y si se necesitaran varios días para que pasara el efecto del rambután?

Thomas se volvió hacia el cañón. Miró el lejano despeñadero; la línea de su falla se aclaraba donde la lechosa roca se volvía roja. Dentro de dos horas todos sus hombres estarían muertos.

Pero si él tuviera un explosivo…

Thomas se dirigió a su caballo y trepó a la silla.

– ¡Thomas!

– ¡Sígueme!

Ella lo siguió al galope en el sendero hacia el filo de la hondonada. El recorrió con la vista el primer puesto y gritó en plena carrera.

– ¡Retrásalos! Haz cualquier cosa que debas hacer, pero aguántalos hasta que oscurezca. Tengo una salida.

– ¡Thomas! ¿Qué salida? -gritó ella.

– ¡Tú aguántalos! -vociferó él y se fue.

– ¿ Tienes una salida, Thomas?

Él atravesó toda la línea de arqueros y los equipos de catapultas, animando a cada sección.

– ¡Aguántenlos! ¡Resistan hasta el anochecer! Disminuyan la marcha. Tenemos una salida. ¡Si los aguantan hasta la noche, tenemos una salida!

Mikil no decía nada.

Cuando pasaron la última catapulta, Thomas se detuvo.

– Estoy contigo solo porque me has salvado la vida una docena de veces y te he jurado lealtad -enunció Mikil-. Espero que sepas eso.

– Sígueme.

Él la llevó detrás de una formación de rocas y miró alrededor. Bastante bueno. Desmontó.

– ¿Qué estamos haciendo aquí? -inquirió ella.

– Estamos desmontando.

Él halló una piedra del tamaño de su puño y la pesó en una mano. Aunque le disgustaba la idea de que le golpearan la cabeza, no veía alternativa. No había forma de poderse dormir por su cuenta. No con tanta adrenalina corriéndole por las venas.

– Toma. Quiero que me golpees en la cabeza. Necesito dormir, pero eso no va a suceder, así que tienes que golpearme y dejarme inconsciente.

Ella miró alrededor, incómoda.

– Señor…

– ¡Golpéame! Es una orden. Y dame un golpe suficientemente fuerte para lograrlo al primer intento. Una vez inconsciente, despiértame en diez minutos. ¿Me hago entender?

– ¿Bastan diez minutos para enterarte de lo que necesitas?

Él la miró, impresionado por la monotonía de las vacilaciones.

– Escúchame -continuó ella-. Me has vuelto loca. Quizás los hechiceros de las hordas practiquen su magia, pero ¿cuándo lo hemos hecho nosotros? ¡Nunca! Esto es como la magia de nuestros enemigos.

Muy cierto. Se rumoreaba que los hechiceros de las hordas practicaban una magia que curaba y engañaba al mismo tiempo. A Thomas no le constaba. Algunos decían que Justin practicaba la costumbre de los hechiceros.

– Diez minutos. ¿Eh?

– Sí, por supuesto. Diez minutos.

– Entonces golpéame.

Ella dio un paso adelante.

– ¿En realidad tú…?

– ¡Golpéame!

Mikil hizo oscilar la piedra.

Thomas bloqueó el golpe.

– ¿Qué estás haciendo? -exigió saber ella.

– Lo siento. Fue un reflejo. Esta vez cerraré los ojos.

Cerró los ojos.

La cabeza le explotó con estrellas. El mundo se le oscureció.

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