13

EL DESPACHO del presidente. De este salón fluía más poder que de ningún otro en el mundo, pero, al observar el barullo de actividad mientras esperaba su audiencia con el presidente Blair, Thomas se preguntó si ese poder podría haberse cortocircuitado.

Él no sabía exactamente quién conocía acerca de la variedad Raison, pero la urgencia en sus rostros traicionaba la disposición de dejarse llevar por el pánico de media docena más de visitantes que evidentemente habían exigido y recibido citas con el despacho más destacado del mundo.

Algunos sin duda eran secretarios o asesores en el gabinete; otros debían representar incendios que el presidente se sentía obligado a apagar: líderes de la oposición que amenazaban con acudir al público, legisladores preocupados con buenas intenciones que arruinarían al país, etcétera, etcétera.

Si esa era la clase de pánico que trastornaba estos majestuosos pasillos, ¿cuál era la escena en otros gobiernos? Por lo que Thomas pudo alcanzar a oír, todos los gobiernos de las naciones occidentales ya estaban cediendo, a solo dos días de la crisis.

Thomas se hallaba en el sofá dorado y con los pies sobre el sello presidencial, delante del presidente, que estaba en un diván similar directamente frente a él. Phil Grant se hallaba en otro sofá al lado del dignatario. A su derecha Ron Kreet, jefe de personal, y Clarice Morton, que rescatara a Thomas en la reunión de ayer, se hallaban sentados en los sillones verdes con dorado cerca de la chimenea. Un retrato de George Washington los observaba desde su marco entre ellos. Robert Blair, Phil Grant y Ron Kreet vestían corbata. Clarice llevaba un vestido ejecutivo. Thomas había optado por los mismos pantalones negros y camisa blanca que usara la víspera; de momento era la única ropa de su posesión y que significaba alguna verdadera vestimenta para ellos, aunque dudó que eso le importara mucho a este presidente.

– ¿Está usted seguro de esto, Thomas?

– Tan seguro como puedo estarlo de cualquier cosa, señor presidente. Sé que aún le parece un poco forzado, pero así es como supe del virus la primera vez.

– Asegura que encontró los libros de historias, esos textos históricos que nos podrían decir lo que ocurre a continuación, pero, más importante aún, sabe dónde tienen a Monique de Raison.

– Sí.

El presidente miró a Kreet, que arqueó una ceja como para decir: Es decisión suya, no mía.

Thomas había despertado temprano y pasó la primera hora intentando localizar a Gains o a Grant… en realidad a alguien que pudiera responder a esta nueva información que había recuperado de sus sueños. Supo que los dos se habían quedado despiertos hasta tarde y que finalmente dormían. Eran casi las nueve de la mañana cuando logró convencer al asistente de Grant para que lo comunicara con él.

Tres minutos después, tenía tanto a Grant como a Gains en una conferencia telefónica. Disponía de nueva información y, cuando les contó de qué se trataba, movieron todos los recursos necesarios para adelantar la reunión con el presidente.

Además había convencido a Kara de que tomara un vuelo temprano a Nueva York. La madre del par de hermanos necesitaba a sus hijos en un momento como este, pero Thomas no podía salir de Washington. No por ahora.

Eran las once, y acababa de exponer sus argumentos al ser vivo más poderoso. Informó que tenían a Monique en una montaña llamada Cíclope.

– Usted asegura que su esposa, esta esposa de sus sueños, se encuentra de alguna manera ligada a Monique de Raison. ¿Es eso correcto? -preguntó Clarice.

Él sintió que ella quería creerle. Quizás una parte de ella le creía. Pero el centelleo en los ojos reveló más que una pequeña duda. Miró al mandatario.

– Señor presidente, pido permiso para ser directo, señor.

– Por supuesto.

Una mujer vestida de negro entró y susurró algo al oído del presidente.

– ¿Cuándo?

– En los últimos dos minutos.

– Phil, creo que usted es necesario en esto -expuso, volviéndose hacia el director de la CÍA-. Acabamos de recibir un mensaje de los franceses. Averigüe qué está pasando y regrese tan pronto como entienda la situación.

– Yo lo sabía -musitó Grant-. Esos hijos de…

Salió del despacho con la dama de negro.

– ¿Los franceses? -indagó Kreet-. ¿Teníamos razón?

– No sé -contestó el presidente y miró a Thomas-. Cinco de sus líderes, entre ellos el presidente y el primer ministro fueron vistos entrando ayer a una reunión no programada. Solo cuatro salieron. Algunos afirman que el presidente Henri Gaetan ya no es quien era ayer.

– ¿Un golpe de estado?

– Eso es un poco prematuro -opinó Kreet-. Pero no nos sorprendería que elementos del gobierno francés estén relacionados de algún modo con Svensson.

El presidente se paró y se dirigió a su escritorio con una mano en el bolsillo. Dio un golpe en la parte superior de su escritorio, se sentó contra él y cruzó los brazos.

– Muy bien, Thomas. Adelante. Dígame por qué debería escucharlo.

– Sinceramente, no estoy diciendo que debería hacerlo. Hace dos semanas intentaba pagar el alquiler con un empleo en el Java Hut en Denver.

– Eso no es lo que necesito. ¿Por qué debería escucharlo?

Thomas titubeó. Se puso de pie y caminó alrededor del sofá.

– Soy el único aquí que está viendo los dos lados de la historia. Como el único con esta originalidad, hay muy buenas posibilidades de que también sea el único que pueda cambiar esa historia. No sé que eso sea una realidad, pero confío bastante en que sea cierto. Si no puedo cambiar la historia, entonces miles de millones de personas, incluyéndolo a usted, pronto estarán muertas.

El jefe de personal arqueó una ceja.

– Estos son los hechos -formuló Thomas-. Y cuanto más tiempo pase yo justificándome, menos tengo para cambiar la historia.

Su expresión oral pareció haber agarrado desprevenido al presidente, que lo miró en silencio.

Eso pareció espantosamente arrogante, pensó Thomas. Con su propia gente, como el comandante supremo de los guardianes del bosque, se habría esperado esta clase de presentación. Pero aquí aún era el chico de Denver que había enloquecido. Al menos para algunos. Solo esperaba que el presidente no estuviera entre ellos.

Una leve sonrisa se formó gradualmente en la boca de Blair.

– Eso es lo que ahora llamo agallas. Oro a Dios por que usted se equivoque con esto, pero debo aceptar que -en cierta manera extraña- en realidad usted es muy razonable.

– Entonces le diré más, si usted gusta.

– Soy todo oídos.

Thomas fue hacia un retrato de Abraham Lincoln y se volvió otra vez hacia ellos.

– Estoy seguro de que su personal ya consideró esto, pero he tenido más tiempo que la mayoría de ellos para analizarlo detenidamente. Es evidente que solo es cuestión de tiempo que el resto del mundo descubra lo que está sucediendo. Usted no puede ocultar por mucho tiempo la clase de presión que Svensson está ejerciendo por el movimiento de armas. Cuando lo sepan, el mundo comenzará a fragmentarse. No se sabe qué clase de caos seguirá. Se volverá astronómica la presión por acceder a las demandas de Svensson. Y la presión hará estallar un ataque preventivo. Ambas cosas terminarán mal.

– ¿Y qué escenario no terminará precisamente mal? -objetó el presidente-. Usted pudo haber pensado mucho en esto, hijo, pero no estoy seguro de que pueda apreciar la total complejidad de la situación.

– Dígamelo entonces.

Kreet aclaró la garganta.

– Perdónenme, pero en realidad no creo que este sea el mejor uso de…

– Está bien, Ron -lo interrumpió el presidente levantando una mano-. Quiero que él oiga esto.

– Para empezar, en cuanto a invocar poderes de emergencia, no manejo solo esta nación. Es una república, ¿recuerda? Sencillamente no puedo hacer lo que quiera.

– Puede y tiene que hacerlo. Invoque poderes especiales.

– Podría. Mientras tanto el virus ha surgido en más de cien de nuestras ciudades. Los CDC y la Organización Mundial de la Salud estarán de aquí para allá con datos que no se pueden desenmarañar en ninguna cantidad razonable de tiempo. Además de esta premonición suya llamada Cíclope, no tenemos idea de dónde se oculta Svensson, suponiendo que él sea el individuo a quien debamos buscar. La oposición de Dwight Olsen ya está cerrando filas. Conociéndolo, encontrará un modo de culparme de todo este desastre y enredar los poderes especiales. Ya hay rumores de un ataque nuclear y creo que Dwight podría cambiar radicalmente hacia eso. Si caemos, lo haremos peleando. Usted conoce las instrucciones, y no tengo la seguridad de concordar. Aunque cedamos a esas ridículas exigencias de esta nueva lealtad de ellos, no tenemos garantías de que nos darán el antivirus.

– No lo harán. Por eso usted no debe ceder.

– ¿Lo sabe usted por esos libros?

– Si yo fuera el estratega de ellos y ustedes fueran las hordas… si usted fuera mi enemigo, no le daría el antivirus. Los instrumentos de batalla han cambiado, pero no las mentes tras estos. Eso también explica por qué según las historias más de la mitad de la población del mundo resulta eliminada por el virus. Ellos planean distribuir el antivirus de forma selectiva, sin importar cualquier promesa de lo contrario. No tengo ninguna duda de que usted no se encuentra en la lista de personas favoritas de ellos.

Clarice se puso de pie y cruzó el salón. Ahora eran tres sobre la alfombra dorada… y solo Kreet permanecía en su silla.

– Así que usted insiste en que no cedamos a las demandas de ellos y que no hagamos la guerra, suponiendo incluso que definiéramos un blanco. ¿Qué, entonces?

El presidente apoyó la pregunta de ella asintiendo con la cabeza y mirando imparcialmente a Thomas.

– Dudo mucho que ninguna solución convencional cambie nada. La habrían intentado en las historias y fallaron. Mi solución exige que ustedes me crean. Entiendo que ese es aquí el desafío, pero al final descubrirán que es la única salida.

– Sea más específico, Thomas -ordenó el presidente-. ¿Qué es lo que sugiere exactamente?

– Primero, créame cuando digo que sé dónde está Monique. Ella es nuestra clave para asegurar el antivirus. Segundo, haga lo que sea necesario Para evitar tanto la guerra nuclear como la capitulación de la comunidad internacional a las demandas de Svensson. Engañe si tiene que hacerlo. Empiece el movimiento de armas nucleares. Conserve suficiente armamento Para una amenaza creíble y, si no tenemos solución para cuando las armas hayan llegado realmente a su destino…

– Parece que usted conociera ese destino -objetó el presidente.

– Si yo fuera ellos, escogería un país europeo, por una lista de motivos que le podría dar si usted quiere. Francia sería ideal.

– Continúe -expresó el presidente frunciendo el ceño.

– Si aún no tenemos solución para cuando las armas lleguen a su destino, entonces hágalas retroceder. Si tengo razón, ustedes tendrán que persuadir a otras potencias nucleares que están más cerca de Francia, como Inglaterra e Israel, y enviar realmente los armamentos de ellos. Si no pareciera que ellos al menos cooperan, entonces tendremos una guerra nuclear en nuestras manos, y más que el mismo virus, esta matará a más millones de personas.

Robert Blair miró a Ron Kreet.

– Israel no optará por eso -contestó el jefe de personal moviendo la cabeza con escepticismo.

– De ahí que ustedes deban empezar a levantar de inmediato la coalición, comenzando con Israel -sugirió Thomas-. Es decir hoy mismo. Tienen que comprometerse a esto ahora.

– Aún no oigo un plan, Thomas -terció Clarice.

Thomas los miró a los tres. Comprendió que estaban perdidos. No que él no lo estuviera, pero tenía una ligera ventaja.

– Mi plan es que los retarden por todos los medios posibles de artimañas y diplomacia, y espero que yo pueda hallar una manera de detenerlos.

Por un largo instante se quedaron demasiado avergonzados o impresionados como para responder. Seguramente lo último.

– Permítanme llevar un equipo a Cíclope -pidió él-. Si tengo razón, hallaremos a Monique. Si me equivoco, aún puedo transmitirles a ustedes información de los libros de historias cuando les ponga las manos encima. Mi permanencia aquí no tiene sentido.

– Aunque enviemos un equipo -comentó Kreet-. No veo cómo usted esté cualificado para dirigir a nuestras tropas de asalto. ¿Hasta qué punto espera que estemos de acuerdo con estos… sueños suyos?

– Creo que él podría tener razón -enunció el presidente-. Concluya.

– Tal vez les podría mostrar algo -explicó Thomas, yendo hasta el centro del salón y mirando el cielorraso-. Si ustedes revisan, descubrirán que no tengo entrenamiento acrobático. Aprendí artes marciales en las Filipinas, pero, créanme, nunca me pude mover como he aprendido a moverme en mis sueños mientras dirijo a los guardianes. Retrocedan.

Se miraron mutuamente y retrocedieron con cautela.

Thomas dio un simple paso y se lanzó al aire, dio una voltereta en rotación y media con un giro completo, aterrizó sobre las manos y mantuvo la posición hasta contar tres antes de invertir todo el movimiento.

Ellos lo miraron boquiabiertos como escolares que acababan de ver un espectáculo de magia.

– Quizás uno más, solo para estar seguros. Agarre ese abrecartas -añadió Thomas haciendo una seña con la cabeza hacia una hoja de bronce sobre el escritorio- y arrójemelo. Tan fuerte como pueda.

– No, todo está totalmente bien -objetó el presidente un poco avergonzado-. Detestaría errar y golpear la pared.

– No le dejaré hacerlo.

– Usted ya hizo méritos.

– Adelante, Bob -desafió Clarice mirando a Thomas con una nueva clase de interés-. ¿Por qué no?

– ¿Simplemente arrojárselo?

– Tan fuerte como pueda. Créame, no hay manera de que me pueda lastimar con eso. No se trata de una guadaña de tres metros o de una espada de bronce. Apenas es un juguete.

El presidente agarró el abrecartas, miró a la sonriente Clarice y arrojó la hoja. Blair había sido atleta y esta hoja no viajaría lentamente.

Thomas la agarró por la empuñadura, a menos de tres centímetros de su pecho. La sostuvo con firmeza.

– ¿Ven? Las destrezas que he aprendido en mis sueños son reales – informó, devolviendo el abrecartas a su sitio-. La información que conozco es igual de verdadera. Debo dirigir el equipo porque hay una posibilidad de que yo sea el único ser vivo que pueda llegar hasta Monique. Ya debería estar en camino.

La puerta se abrió. Entró Phil Grant con el rostro demacrado.

– Tenemos veinticuatro horas para mostrar movimiento de tropas. El destino es ahora la base naval Brest en el norte de Francia. El gobierno afirma que coopera con Svensson solo porque no tiene alternativa. Todas las comunicaciones del asunto se deben mantener en la reserva más absoluta. No se debe poner en alerta a los medios de comunicación. Ellos están buscando una solución, pero hasta que se les ocurra una, insisten en que debemos cooperar. Eso es en pocas palabras.

– Están mintiendo -aseveró Thomas. Los demás lo miraron.

– ¿Ron? -preguntó el presidente mirando al jefe de personal.

– Probablemente están mintiendo. Pero en realidad no importa cómo sea. Aunque Svensson se esté estrechando la mano con el mismísimo Gaetan, no podemos dejar caer bombas nucleares sobre Francia, ¿o sí?

– Está bien, Thomas -aceptó el presidente yendo hasta el escritorio y dejándose caer en la silla-. Estoy autorizando el traslado y transporte del armamento que han exigido. Dentro de una hora tengo una reunión con el mando conjunto. A menos que alguien ofrezca un argumento razonable en contra, lo haremos a su manera.

Puso los codos sobre el escritorio y toqueteó nerviosamente los dedos, unos contra otros.

– Ni una palabra acerca de este asunto de sueños a nadie. ¿Está claro? Eso lo incluye a usted, Thomas. No más trucos. Usted va en misión de este despacho y con mi autorización; eso es todo lo que cualquiera debe saber.

– De acuerdo -consintió Thomas.

– Phil, dele una autorización. Quiero que él vaya a Fort Bragg en helicóptero tan pronto como sea posible. Me aseguraré de que le den todo lo que necesite. Es un trayecto largo hacia Indonesia… haga en el vuelo los planes que deba hacer. Y si usted tiene razón en cuanto a que Svensson está en Cíclope, yo sencillamente podría entregarle toda la Casa Blanca -declaró guiñando un ojo.

– Yo no sabría qué hacer con la Casa Blanca -reconoció Thomas extendiendo la mano-. Gracias por su confianza, señor presidente.

– No estoy seguro de estarle brindando ninguna confianza -opinó Robert Blair estrechándole la mano-. Como usted señaló, en este momento tenemos muy pocas alternativas. Acabo de hablar por teléfono con el primer ministro israelí. Su gabinete ya se ha reunido con la oposición. Los partidarios insisten en que la única manera en que entregarán alguna de sus armas es en la ojiva de un misil. Él no se inclina a discrepar.

– Entonces usted tiene que convencerlos de que cualquier intercambio nuclear sería suicidio -expresó Thomas.

– En la mente de ellos, desarmarse sería suicidio. Someterse los metió antes en un mundo de sufrimiento; no van a ser fáciles y, francamente, no estoy seguro de que deban serlo. Dudo que Svensson tenga intención de darles el antivirus a los israelíes, a pesar de lo que estos hagan.

– Si el antivirus no nos elimina, podría hacerlo una guerra -añadió Thomas-. Una filtración a la prensa podría hacer lo mismo. Pero entonces usted ya sabe eso.

– Por desgracia. Estamos hilando una historia acerca de un estallido de la variedad Raison en una isla cerca de Java. Esto hará suficiente ruido para distraer todo lo demás por algunos días. Los otros gobiernos involucrados entienden la naturaleza crítica de mantener esto en secreto. Pero no hay forma de ocultarlo por mucho tiempo. No con tantas personas involucradas. Mantener a raya a Olsen será en sí una tarea de tiempo completo.

Con los ojos cerrados, el presidente lanzó un profundo suspiro y exhaló.

– Oremos porque usted tenga razón en cuanto a Monique.


***

THOMAS SE cambió de nuevo la ropa por otra con que se sentía más cómodo: pantalones informales Vans y camisa negra abotonada hasta el cuello. Phil Grant envió tres asistentes que tenían órdenes firmes de coordinar cualquier dato adicional que Thomas necesitara. El pidió y recibió una resma de información sobre la región en que se hallaba el objetivo, la cual ya había repasado una vez con la CÍA. Echó otra mirada a la gruesa carpeta.

Thomas sabía de la isla indonesia llamada Papua por un amigo suyo en Manila, David Lunlow, que asistía a la Academia de Fe. David se crió en la remota isla, era hijo de misioneros. En esa época la denominaban Irian Jaya, pero recientemente había cambiado el nombre a Papua debido a alguna idea política equivocada de que al hacer eso podría fortalecer su búsqueda de independencia de Indonesia.

Papua era única entre los cientos de islas indonesias. La más grande, y por mucho. La menos poblada, principalmente por tribus esparcidas entre montañas, pantanos y regiones costeras que se habían tragado innumerables exploradores con los siglos. En la isla se hablaban más de setecientas lenguas. La ciudad más grande era Jayapura. A ochenta kilómetros por la costa se hallaba un pequeño aeropuerto junto a una creciente comunidad de inadaptados y aventureros. No muy diferente del Lejano Oeste. Había una fuerte comunidad expatriada cuyo objetivo principal era dar nueva dirección a los oprimidos y los perdidos en busca de la verdad. Misioneros.

Era allí, a quince minutos de viaje en Jeep desde Sentani, donde esperaba Cíclope.

Thomas analizó los mapas y las imágenes de satélite de la montaña cubierta de selva. Apenas se podía imaginar cómo Svensson se las había arreglado para construir un laboratorio en un lugar tan remoto e inaccesible, pero la estrategia tenía perfecto sentido. No había verdadera amenaza militar ni policíaca en más de mil quinientos kilómetros. No había aldeas ni habitantes conocidos en la base de la montaña. Un helicóptero que se acercara desde el lugar más lejano pasaría prácticamente inadvertido excepto para los extraños nómadas, que no tenían motivo para informar de algo así ni nadie a quien reportar.

Thomas bajó el mapa y por una ventanilla miró una gran extensión de nubes debajo de ellos. Sosegada, indiferente a lo que sucedía. Desde diez mil metros de alto parecía absurda la idea de que un virus devastaba abajo a la tierra.

– ¿Señor? ¿Necesita algo más? -preguntó la muchacha de la CÍA, cuyo nombre era Becky Masters.

– No. Gracias.

Él volvió a centrarse en los datos que tenía en su regazo y empezó lentamente a hacer planes.

Dos horas después, aterrizaron y lo condujeron a un salón de instrucciones. El equipo de tropas de asalto que lo acompañaría era comandado por el capitán Keith Johnson, un tipo de piel oscura vestido con overoles negros, que parecía poder decapitar a cualquier hombre con una o dos palabras. Lanzó un escueto saludo y llamó «señor» a Thomas, pero lo traicionó el rápido movimiento en los ojos.

– Mucho gusto de conocerlo, capitán -expresó Thomas alargando la mano.

El hombre le estrechó la mano con vacilación. Había más o menos otros veinte en el salón, todos con buena apariencia, muy distintos de sus guardianes del bosque. Pero él había visto bastante en el Discovery Channel para saber que estos hombres podrían provocar graves daños en la mayoría de las situaciones.

– Caballeros, quiero que conozcan al señor Hunter. Tiene carta blanca en esta misión. Recuerden, por favor, quién firma los cheques de sus sueldos. Thomas pensó que eso significaba: Ustedes trabajan para el gobierno, aunque este sujeto parezca alguien salido de un reparto de película, sigan sus órdenes.

– Gracias -contestó Thomas.

El capitán se sentó sin contestarle. Un mapa de Papua y Cíclope ya estaba sobre el proyector, como Thomas lo había solicitado; este recorrió el salón con la vista.

– Sé que les han proporcionado los parámetros generales de la misión, pero permítanme añadir algunos detalles -informó yendo hacia el mapa. Luego repasó su plan centrándose en seis puntos principales de la montaña que él y dos intérpretes de mapas de la CÍA pensaban que Svensson pudo haber utilizado.

La misión era rescatar a Monique de Raison, no arrasar el laboratorio ni matar a Svensson o a cualquier técnico que pudiera estar en el sitio. Al contrario, era crucial mantener con vida estos objetivos. No se podrían usar explosivos. Nada que pudiera poner en peligro el conjunto de datos que el laboratorio mantenía o que albergaban quienes trabajaban allá.

– Debo dormir un poco en el vuelo, pero tendremos mucho tiempo para ensayar lo demás sobre el Pacífico -continuó Thomas-. Capitán, quizás usted quiera hacer algunas modificaciones. Usted conoce mejor a sus hombres, y los dirigirá usted, no yo.

Ninguno de ellos, ni siquiera el capitán, movió un músculo. Thomas pensó: No saben cómo responderme. No es de culparlos. Él no era la clase de individuo con quien los demás sabían cómo relacionarse. Estos combatientes harían aquello para lo que los entrenaron, empezando con seguir órdenes, pero en esta situación él necesitaba más.

No podía seguir haciendo estos estúpidos trucos para escépticos. Miren, amigos, vean lo que puedo hacer. Pronto se extendería la noticia y su reputación hablaría por sí sola, pero de momento estos combatientes no tenían el beneficio del conocimiento que deberían tener, dada la situación. No sabían que el destino de miles de millones podría reposar sobre sus hombros. No sabían respecto del virus. No sabían que el hombre que estaba frente a ellos era de un mundo diferente. En cierto modo.

Thomas atravesó el salón, analizándolos. El presidente había dicho que nada de trucos. Bueno, esto en realidad no era un truco. Se detuvo cerca de Johnson.

– Usted parece tener algunas reservas, capitán.

Johnson no se comprometió de ninguna manera.

– Muy bien. Así que dejemos esto a un lado para que podamos hacer lo que debemos -advirtió caminando por el pasillo y empezando a desabotonarse la camisa-. Soy más pequeño que la mayoría de ustedes. No pertenezco a las fuerzas especiales. No tengo rango. Ni siquiera soy parte del ejército. Por consiguiente, ¿quién soy?

Se liberó el último botón.

– Soy alguien que está dispuesto a enfrentarse aquí y ahora mismo al capitán y a cinco de ustedes, con una absoluta promesa de hacerles a cada uno algún daño corporal muy grave.

Se volvió en el final del pasillo y retrocedió, mirándolos.

– No quiero parecer arrogante; solo que no tengo el tiempo que típicamente se necesita para ganar la clase de respeto necesario en una misión como esta. ¿Algún interesado?

Nada. Unas cuantas sonrisitas torpes.

Se abrió la camisa hasta la cintura y los volvió a enfrentar. Aunque la edad normal y otros sucesos físicos no se transferían entre las dos realidades de él, la sangre sí. Y las heridas. Y los efectos directos de esas heridas. Kara las había examinado, aterrada por el cambio gráfico en el cuerpo de su hermano, prácticamente de la noche a la mañana. Veintitrés cicatrices.

Él los vio fijarse en las numerosas cicatrices de las hordas que le marcaban el pecho. Algunas de las sonrisas cambiaron a admiración. Unos pocos quisieron ponerlo a prueba; él lo pudo ver en sus ojos, una señal alentadora. Si las cosas se ponían difíciles, él dependería más de estos hombres que de los otros. Continuó antes de que ellos pudieran hablar.

– Bien. De todos modos no quisiéramos ensangrentar las paredes de este salón. He sido seleccionado por el presidente de Estados Unidos para dirigir esta misión porque ningún otro ser vivo cualifica del mismo modo que yo, por razones que ustedes nunca sabrán. Pero crean esto: El éxito o el fracaso de esta misión impactará a todo el mundo. Debemos triunfar, y para eso ustedes deben confiar en mí. ¿Me hago entender? ¿Capitán?


***

SIETE HORAS después, Thomas se hallaba en un vuelo nocturno a través del Pacífico con el capitán Johnson y su equipo, y suficiente armamento de alta tecnología como para hundir un pequeño yate. El transporte era un Globemaster C17, volando a siete puntos y cargado con equipo electrónico de vigilancia. Su vuelo duraría diez horas con tres reabastecimientos a bordo.

Ellos aún no estaban seguros de por qué tomarlo… muchas palabras y unas cuantas cicatrices no valían nada cuando se va directo al asunto. Y, sinceramente, él no estaba seguro acerca de ellos. Qué no daría por tener a Mikil o a William a su lado.

Pronto averiguarán quién era él.

Thomas reclinó lo más que pudo el asiento hacia atrás y dejó que el suave rugido de los motores lo introdujera en el sueño. Que lo pusiera a soñar.

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