Durante muchos días el mar onduló delante de nosotros, inmenso y sin riberas, pero yo no tenía miedo, porque Minea estaba con nosotros, y, al respirar el aire marino, florecía y el resplandor de la luna iluminaba sus ojos cuando, inclinada sobre el mascarón de proa, respiraba a pleno pulmón como si quisiera acelerar la marcha del navío. El cielo era azul sobre nuestras cabezas, el sol brillaba y un viento moderado hinchaba las velas. El capitán me aseguraba que navegábamos en buena dirección y yo di crédito a sus palabras. Una vez acostumbrado a los movimientos del navío no me sentí enfermo, pese a que la congoja ante lo desconocido me estrujase el corazón cuando las últimas aves marinas abandonaron el navío el segundo día y se alejaron hacia la costa. Pero entonces fueron los enganches del dios del mar y las marsopas los que nos escoltaron con sus dorsos brillantes, y Minea los saludaba con sus gritos de júbilo, porque le llevaba el saludo de su dios.
Pronto vimos un barco de guerra cretense cuyos flancos estaban adornados con rodelas de cobre y nos saludó con su pabellón después de haber comprobado que no éramos piratas. Kaptah salió de su camarote, orgulloso de poder pasearse por cubierta, y empezó a contar a los marinos sus viajes. Se jactó de la travesía hecha una vez de Egipto a Simyra, con las velas desgarradas, cuando sólo el capitán y él estuvieron en estado de comer mientras todos los demás gemían y vomitaban. Habló también de los monstruos marinos que guardaban el delta del Nilo y devoran toda barca de pesca suficientemente imprudente para aventurarse en alta mar. Los marinos le respondieron en el mismo tono hablándole de las columnas que sostienen el cielo en el otro extremo del mar y de las sirenas de cola de pescado que acechan a los marineros para hechizarlos y divertirse con ellos; y en cuanto a los monstruos marinos, contaron historias tan terroríficas que Kaptah se refugió cerca de mí, pálido de miedo, agarrándome por la túnica. Minea se animaba cada vez más, y sus cabellos flotaban al viento y sus ojos eran como un claro de luna sobre el mar, y era viva y bella de ver, de manera que mi corazón se fundía pensando que en breve debía perderla. ¿Para qué regresar a Simyra y Egipto sin ella? Cuando me decía que pronto no la vería ya, que no tendría ya su mano entre las mías y que su flanco no me calentaría nunca más, la vida no era más que ceniza en mi boca. Pero el capitán y los marineros la respetaban altamente, porque sabían que bailaba delante de los toros y que había echado a la suerte el derecho de entrar en la mansión del dios durante el plenilunio, pese a que se lo hubiese impedido un naufragio. Cuando traté de interrogarlos sobre su dios, me respondieron evasivamente que no sabían nada. Y algunos añadieron:
– No comprendemos tu lengua, extranjero.
Pero me enteré de que el dios de Creta reinaba sobre el mar y que las islas tributarias enviaban muchachos y muchachas a bailar delante de los toros.
Vino el día en que Creta emergió de las olas como una nube blanca, y los marineros lanzaron gritos de júbilo y el capitán sacrificó al dios del mar que nos había concedido una travesía feliz. Las montañas de Creta y las riberas abruptas con sus olivos eleváronse ante mis ojos, y yo los miraba como una tierra extraña en la que debía enterrar mi corazón. Pero Minea la consideraba como su patria y lloró de júbilo ante las montañas salvajes y el dulce verdor de los valles cuando los marineros arriaron las velas y sacaron los remos para acostar el navío al muelle, pasando al lado de los demás navíos anclados, la mayoría de los cuales eran barcos de guerra. El puerto de Creta albergaba quizá mil navíos, y Kaptah, al verlos, dijo que jamás hubiera creído que en el mundo hubiese tantas embarcaciones. En el puerto no existían ni torres, ni baluartes, ni fortificaciones, y la villa comenzaba en la misma ribera. Tal era la supremacía de Creta sobre el mar y el poderío de su dios.
Voy a hablar de Creta y decir lo que he visto con mis propios ojos, pero no diré lo que pienso de Creta y de su dios, y cierro el corazón a lo que mis ojos contarán. Por esto debo decir que no he visto, durante todos mis viajes por el mundo conocido, nada tan bello y tan extraño como Creta. De la misma manera que el mar empujaba hacia las costas su espuma iridiscente y sus burbujas brillan con los cinco colores del arco iris y las conchas marinas dan su resplandor de claridad nacarada, Creta brillaba y lanzaba sus destellos de espuma ante mis ojos. Porque la alegría de vivir y el placer no son en ninguna parte tan directos y caprichosos como en Creta, y nadie consiente obrar de otra forma que siguiendo sus impulsos, de manera que es difícil llegar a algún acuerdo con ellos, porque cada cual cambia de parecer de un momento a otro, según sus caprichos. Por esto dicen siempre lo que puede causar placer, aunque no sea verdad, porque el sonido armonioso de las palabras les gusta y en su país no se conoce la muerte, y creo incluso que en su lengua no hay palabra para designarla, porque la ocultan y, si alguien muere, se le entierra a hurtadillas para no entristecer a los demás. Creo también que queman los cuerpos de los difuntos, pero no estoy seguro, porque durante mi estancia en Creta no he visto un solo difunto ni una tumba, aparte las de los antiguos reyes que fueron construidas en los tiempos antiguos con piedras enormes y de las que la gente se aparta, porque nadie quiere pensar en la muerte, como si esto fuese una manera de escapar de ella.
Su arte es también maravilloso y caprichoso, y cada artista pinta según su inspiración, sin preocuparse de las reglas ni los cánones. Sus jarras y sus copas resplandecen de colores brillantes, y en sus flancos nadan todos los animales extraños y los peces del mar, las flores se abren y las mariposas flotan en el aire, de manera que un hombre acostumbrado a un arte dominado por las tradiciones siente una inquietud que le da la sensación de que está soñando.
Sus edificios no son grandes y formidables como los templos y palacios de los demás países, pero al construirlos se buscan la comodidad y el lujo sin preocuparse del exterior. Les gusta el aire y la limpieza, y sus ventanas son anchas; en las casas hay numerosas salas de baño, en cuyas pilas brota el agua caliente y fría, según se quiera. Incluso en los recintos más privados el agua a chorros limpia las cubetas, de manera que en ninguna parte he encontrado tanto lujo como en Creta. Y no es solamente el caso para los nobles y los ricos, sino para todos los que viven en el puerto, donde residen los extranjeros y los obreros.
Sus mujeres consagran un tiempo infinito a lavarse, depilarse y pintarse el rostro, de manera que no están nunca listas a tiempo, sino que llegan siempre tarde a las invitaciones. No son puntuales ni siquiera en las recepciones del rey y nadie se preocupa de ello. Pero su indumentaria es de lo más sorprendente, porque se visten con trajes muy ceñidos y bordados en oro y plata que les cubren todo el cuerpo, salvo los brazos y el pecho, que quedan desnudos, porque están orgullosas de su bello pecho. Tienen también trajes compuestos de centenares de lentejuelas de oro, pulpos, mariposas y palmeras, y la piel aparece por entre ellas. Los cabellos los llevan artísticamente rizados en altos peinados que exigen días enteros de trabajo y los adornan con pequeños sombreros fijados con agujas de oro que parecen flotar sobre sus cabezas como las mariposas al remontar el vuelo. Su talle es elegante y flexible y sus caderas delgadas como las de los muchachos, de manera que los partos son difíciles y hacen todo lo posible por evitarlos, de modo que no es ninguna vergüenza no tener más que uno o dos hijos y aun ninguno.
Los hombres llevan unas botas decoradas que les llegan hasta las rodillas, pero como contraste el delantalito es sencillo y pequeño y el talle estrecho, porque están orgullosos de la esbeltez de su cintura y de lo cuadrado de sus hombros. Tienen la cabeza pequeña y fina, los miembros y los puños delicados e, imitando a las mujeres, no dejan un solo pelo en todo su cuerpo. Sólo muy pocos hablan alguna lengua extranjera, porque se encuentran bien en su país y no aspiran a abandonarlo por otros que no les ofrecen las mismas comodidades y atractivos. Pese a que obtienen toda su riqueza del puerto y del comercio, he encontrado entre ellos gente que se negaba a bajar hasta el puerto porque olía mal, y que no sabía hacer el cálculo más simple, por lo que fiaba enteramente en sus contables. Por esto los extranjeros listos se enriquecían rápidamente en Creta si se conformaban con vivir en el puerto.
Tienen también instrumentos de música que tocan aun cuando no hay ningún músico en la casa, y pretenden saber anotar la música, de manera que, leyendo estos textos, se puede aprender a tocar una música aunque no se haya oído nunca. Los músicos de Babilonia afirmaban conocer también este arte, pero yo no quiero discutir ni con ellos ni con los cretenses, porque no soy músico y los instrumentos de los diferentes países han desconcertado mi oído. Pero todo esto me ayuda a comprender por qué en todas partes suele decirse: «Mentir como cretense.»
Tampoco tienen templos visibles ni se preocupan de los dioses, contentándose con adorar a los toros. Pero lo hacen con un ardor tan grande que no transcurre un día sin que se les vea en la arena de los toros. No creo, sin embargo, que sea tanto por el respeto debido a los dioses como por el apasionante placer que proporcionan las danzas delante de los toros.
No sabría decir tampoco que den pruebas de un profundo respeto por su rey, que es uno de sus semejantes, aun cuando habite un palacio mucho más grande que los de sus súbditos. Se comportan con él como si fuese un igual, y le gastan bromas, y cuentan anécdotas sobre él y acuden a sus recepciones o se marchan de ellas a su antojo. Beben vino con moderación para alegrarse, y sus costumbres son muy libres, pero no se emborrachan nunca, porque es grosero a sus ojos, y no he visto nunca vomitar a nadie por haber bebido demasiado, como ocurre en Egipto y los demás países. En cambio, se apasionan fácilmente unos por otros, sin preocuparse de si están casados o no, y se divierten juntos cuando y donde les parece bien. Los muchachos que bailan delante de los toros gozan de gran fervor cerca de las mujeres, de manera que hay muchachos que se ejercitan en este arte para divertirse, pese a no haber sido iniciados, y a menudo adquieren tanta habilidad como los profesionales, que no tienen que tocar mujer, como las muchachas no deben tocar hombre. Cuento todo esto para demostrar que a menudo me encontré desconcertado por las costumbres cretenses, con las cuales, por otra parte, no me familiarizaría jamás, porque su orgullo consiste en encontrar constantemente algo nuevo y sorprendente, de manera que con ellos no se sabe nunca lo que reserva el momento siguiente. Pero tengo que hablar de Minea, pese a que mi corazón se acongoje al pensar en ella.
Llegados al puerto, nos hospedamos en la hostería de los extranjeros, cuyas comodidades sobrepasaban todo lo que había visto, pese a que no fuese muy grande, de manera que el «Pabellón de lshtar», con todo su lujo polvoriento y sus esclavos ignorantes, me pareció una cosa bárbara. Minea se hizo rizar el pelo y compró vestidos para poder mostrarse a sus amigos, de manera que quedé sorprendido de verla con un sombrerito que parecía una lámpara y tenía también unos zapatos con los tacones muy altos que la hacían caminar difícilmente. Pero no quise enojarla criticando su atavío y le regalé unos pendientes y un collar de piedras de colores, porque el vendedor me aseguró que era entonces moda en Creta, pero que no estaba seguro de lo del día siguiente. Miré también con sorpresa sus pechos desnudos que salían de su traje plateado, y vi que se había pintado los pezones de colorado, de manera que evitó mis miradas y dijo con tono de reto que no tenía por qué avergonzarse de su pecho, que podía rivalizar con el de cualquier cretense. Después de haberla mirado bien, no protesté, porque sobre este punto tenía toda la razón.
Después de lo cual una litera nos llevó del puerto a la meseta, donde la ciudad, con sus edificios ligeros y sus jardines, era como un nuevo mundo al lado de la aglomeración, el ruido y el olor a pescado del puerto. Minea me llevó a casa de un noble anciano que había sido su protector especial y su amigo, de manera que había vivido en su casa y usaba de ella como de la suya propia. El anciano estaba estudiando los catálogos de los toros y tomaba notas para las apuestas del día siguiente. Pero al ver a Minea olvidó sus papeles, se alegró muchísimo y la besó diciendo:
– ¿Dónde te has escondido durante tanto tiempo? Te creía ya desaparecida en la mansión del dios. Pero no me he procurado todavía una nueva protegida, de manera que tu dormitorio sigue a tu disposición, a menos que los esclavos hayan olvidado cuidar de él o que mi esposa lo haya hecho derribar para construir un estanque, porque se ha puesto a criar peces raros y no piensa más que en esto.
– ¿Helea cría peces en un estanque? -preguntó Minea, sorprendida
– No es ya Helea -dijo el anciano con cierta impaciencia-. Tengo una mujer nueva que recibe en este momento a un joven muchacho no iniciado a quien muestra sus peces y me parece que la contrariaría que la interrumpiésemos. Pero preséntame a tu amigo, a fin de que sea mi amigo también y disponga de esta casa como suya.
– Mi amigo es Sinuhé el egipcio, El que es solitario, y es médico -dijo Minea.
– Me pregunto si permanecerá solitario mucho tiempo aquí -dijo el anciano con tono jocoso-. Pero ¿estás acaso enferma, Minea, puesto que llevas un médico contigo? Sería de lamentar, porque esperaba que mañana pudieras bailar delante de los toros y traerme un poco de suerte. Mi intendente del puerto se queja de que mis ingresos no bastan para cubrir mis gastos, o viceversa, no importa, porque no entiendo una palabra de las complicadas cuentas que me mete constantemente por las narices, lo cual me molesta.
– No estoy enferma en absoluto -dijo Minea-. Pero este amigo me ha salvado de numerosos peligros y hemos atravesado juntos muchos países antes de regresar aquí, porque he sufrido un naufragio y he bailado delante de los toros en Siria.
– ¿De veras? -dijo el anciano, inquieto-. Espero, sin embargo, que esta amistad no te haya impedido conservar tu virginidad, si no, te negarán el acceso al concurso, y, como sabes muy bien, esto te acarreará una serie de contrariedades. Estoy verdaderamente contrariado, porque veo que tu pecho se ha desarrollado de una manera sospechosa y tus ojos tienen un brillo húmedo. Minea, Minea, ¿te has dejado seducir?
– No -respondió con rabia Minea-. Y cuando digo no, puedes creerme, y nadie tiene que examinarme, como lo hicieron en el mercado de esclavos de Babilonia. Te cuesta creer que sólo gracias a este amigo he podido escapar a todos los peligros y regresar a mi patria, y yo creía que mis amigos se alegrarían de verme, pero no piensas más que en tus toros y en tus apuestas.
Se echó a llorar de despecho y las lágrimas mojaron los afeites de sus mejillas.
El anciano se conmovió y, lamentando sus palabras, dijo:
– No dudo de que estás fatigada por tus viajes, porque en el extranjero no habrás podido bañarte cada día, ¿verdad? Y no creo que los toros de Babilonia valgan más que los nuestros. Pero esto me hace pensar que hace ya rato debería estar en casa de Minos, porque he olvidado esta invitación y voy a ir allá sin cambiarme de ropa. Sin embargo, nadie se fijará en ella, hay tanta gente… Reposad, pues, aquí, amigos míos, y tú, Minea, trata de calmarte, y, si mi mujer viene, decidle que me he marchado ya porque no quería molestarla estando con este muchacho. En el fondo podría irme a dormir porque en casa de Minos no se fijarán en si estoy presente o ausente, pero, ahora que lo pienso, voy a pasar por los establos a preguntar el estado del nuevo toro que lleva una mancha en el costado, de manera que es mejor que vaya. Se trata de un toro verdaderamente notable.
Nos sonrió con aire distraído y Minea dijo:
– Te acompañaremos a casa de Minos, donde podré ver a mis amigos Y presentarles a Sinuhé.
Así fue como fuimos juntos al palacio de Minos, a pie, porque el anciano no llegó nunca a decidir si valía la pena o no de tomar una litera para un trayecto tan corto. Solamente al entrar me di cuenta de que Minos era su rey y me enteré de que se llamaba siempre Minos, pero no sé qué número de orden llevaba, porque nadie se preocupaba de la circunstancia. Un Minos desaparecía y era remplazado por otro.
El palacio comprendía numerosas habitaciones, y en los muros de la sala de recepciones ondulaban las algas, los pulpos y las medusas, nadando en un agua transparente. La gran sala estaba llena de gentes vestidas de manera más o menos lujosa que hablaban con vivacidad, riéndose fuerte y bebiendo en pequeñas copas bebidas frescas, vinos o jugos de fruta, y las mujeres establecían comparaciones entre sus atavíos. Minea me presentó a sus amigos, que eran todos corteses y distraídos, y Minos me dirigió en mi lengua algunas palabras, dándome las gracias por haber salvado a Minea y haberla llevado hacia su dios, de manera que a la primera ocasión podría entrar en la mansión sombría, pese a que su turno había pasado ya.
Minea andaba por el palacio como si estuviese en su casa, y me llevó de una habitación a otra, admirándose constantemente al reconocer los objetos familiares y saludando a los esclavos que se inclinaban delante de ella, como si no hubiese estado nunca ausente. Me dijo que cualquier noble podía retirarse a sus dominios o salir de viaje sin advertir de ello a sus amigos y que nadie se enfadaba por ello; a su regreso volvía a ocupar su sitio como si no se hubiese movido de allí. Esto hacía también fácil la muerte, porque si alguien desaparecía, nadie se inquietaba por él hasta que había sido olvidado, y si por azar se notaba una ausencia en ocasión de una cita convenida o una reunión, nadie se sorprendía, porque se decían que la persona pudo haberse ausentado de repente por capricho.
Minea me condujo a una habitación situada en lo alto del flanco de la colina, desde la cual la vista dominaba a lo lejos los prados sonrientes, los bosques de olivos y las plantaciones de fuera de la villa. Me dijo que era su habitación, y todo estaba en orden, como si no hubiese salido de ella, pese a que las vestiduras y las joyas de los cofres estuviesen ya pasadas de moda y no podía usarlas ya. Sólo entonces supe que pertenecía a la familia de Minos, si bien hubiera debido darme cuenta antes, dado su nombre. Por esto el oro y la plata y los regalos de precio no ejercían influencia alguna sobre ella, puesto que desde su infancia había estado acostumbrada a tener todo lo que quería. Pero también, desde su infancia, había sido consagrada al dios, y por esto había sido criada en la casa de los toros, donde vivía cuando no estaba en su habitación o en casa de su viejo amigo, porque los cretenses son tan caprichosos sobre este punto como sobre los demás.
Yo sentía curiosidad por ver las arenas y entramos a saludar al protector de Minea, que quedó muy extrañado al verme, y me preguntó si no nos conocíamos ya, porque mi rostro no le era desconocido. Minea me llevó después a la casa de los toros, que formaba toda una villa con sus establos, sus campus, sus estrados, sus pistas, los edificios de sus escuelas y la habitación de los sacerdotes. Pasamos de un establo a otro entre el olor nauseabundo de los toros, y Minea no se cansaba de dirigirles cumplidos y darles bellos nombres pese a que intentasen atravesar el vallado con sus cuernos, mugiendo y escarbando el suelo con sus agudas pezuñas y lanzando llamas por los ojos.
Encontré también muchachos y muchachas a quienes conocía, pese a que los danzarines no fuesen en general muy cordiales entre sí, porque tenían celos unos de otros y no querían revelarse sus trucos. Pero los sacerdotes que entrenaban a los toros e instruían a los danzarines nos acogieron amablemente, y, habiéndose enterado de que yo era médico, me hicieron una serie de preguntas relacionadas con la digestión en los toros, las mezclas de forraje, y el brillo del pelo, y, sin embargo, sabían mucho más que yo sobre esta materia. Minea era bien vista entre ellos, porque obtuvo en seguida un número y un toro para las carreras del día siguiente. Ardía de impaciencia por mostrarme su habilidad frente a los mejores toros.
Para terminar, me llevó a un pequeño edificio donde vivía solitario el sumo sacerdote del dios de Creta y de los toros. De la misma manera que el rey era siempre Minos, el sumo sacerdote se llamaba siempre Minotauro, y era el hombre más respetado y temido de toda la isla, hasta tal punto que se evitaba pronunciar su nombre y se le llamaba «el hombre de la casita de los toros». Minea temía también ir a verle, pese a que no me dijese nada, pero lo leí en sus ojos, de los que ninguna expresión me era desconocida.
El sacerdote nos recibió en una habitación oscura y a primera vista creí columbrar un dios, porque estaba delante de un hombre que parecía un ser humano, pero con una cabeza de toro dorada. Después de haberse inclinado delante de nosotros, se quitó la cabeza dorada y nos mostró su rostro. Pero pese a que nos sonrió cortésmente, no me gustó porque en su rostro inexpresivo había algo duro y cruel, y no pude explicarme esta expresión, porque era un hombre bello, de tez bronceada y nacido para mandar. Minea no tuvo necesidad de darle explicaciones porque él conocía ya su naufragio y sus aventuras y no hizo preguntas ociosas, sino que me dio las gracias por la bondad de que había dado pruebas con respecto a Minea y, por lo tanto, para con Creta y su dios, y añadió que en mi albergue me esperaban numerosos regalos de los que estaría seguramente contento.
– No me preocupo mucho de los regalos -le dije-, porque para mí el saber es más precioso que el oro, y por esto he viajado por numerosos países para aumentar mis conocimientos y me he familiarizado con las costumbres de Babilonia y de los hititas. Por eso espero conocer también el dios de Creta, sobre el cual he oído relatos maravillosos y sé que ama a las vírgenes y a los muchachos irreprochables, al contrario de los dioses de Siria, donde los templos son casas de lenocinio y en los que ofician sacerdotes castrados.
– Tenernos numerosos dioses que el pueblo adora -dijo-. Hay, además, en el puerto templos erigidos a los diferentes dioses de los demás países, de manera que podrás sacrificar a Amón o a Baal del puerto si lo deseas. Pero no quiero inducirte a error. Por esto reconozco que el poderío de Creta depende del dios adorado en secreto desde los tiempos más remotos. Solamente los iniciados lo conocen, pero lo conocen únicamente al encontrarlo, y nadie ha regresado todavía para describir su apariencia.
– Los dioses de los hititas son el Cielo y la Tierra y la Lluvia que desciende del cielo y fertiliza la tierra -le dije-. Comprendo que el mar sea el dios de los cretenses, puesto que el poderío y la riqueza de Creta dependen del mar.
– Quizá tengas razón, Sinuhé -dijo con una extraña sonrisa-. Debes saber, sin embargo, que nosotros, los cretenses, adoramos a un dios vivo, lo cual nos distingue de los pueblos del continente, que adoran muertos o estatuas de madera. Nuestro dios no es un simulacro, pese a que los toros sean su símbolo, pero mientras viva este dios la supremacía de Creta se mantendrá sobre los mares. Es lo que ha sido predicho, y lo sabemos, pese a que contamos también mucho con nuestros navíos de guerra, con los cuales ningún otro pueblo marítimo puede rivalizar.
– He oído decir que vuestro dios vive en los meandros de una mansión oscura -insistí yo-. Quisiera con gusto ver este laberinto, pero no comprendo por qué los iniciados no regresan jamás a pesar de que tengan la posibilidad de hacerlo después de haber pasado allí una luna.
– El más grande honor y la felicidad más grande que puede ocurrirle a un joven cretense es entrar en la mansión del dios -dijo el Minotauro, repitiendo las palabras que había pronunciado ya incontables veces-. Por esto incluso las islas del mar rivalizan en mandarnos sus vírgenes más bellas y sus mejores adolescentes para bailar delante de nuestros toros. En las mansiones del dios del mar la vida es tan maravillosa que nadie que la conozca puede sentir el menor deseo de volver a encontrar los dolores y las penas terrenales. ¿Temerías acaso tú, Minea, entrar en la mansión del dios? Pero Minea no respondió nada, y yo dije:
– En la costa de Simyra he visto cadáveres de marinos ahogados y sus cabeza estaba hinchada y su vientre abultado y su expresión no reflejaba goce alguno. Es todo lo que sé de las mansiones del dios del mar, pero no pongo lo más mínimo en duda tus palabras y le deseo a Minea mucha felicidad.
El Minotauro dijo fríamente:
– Verás el laberinto porque la luna llena se acerca, y aquella noche Minea entrará en la mansión del dios.
– ¿Y si Minea se negara? -pregunté con vivacidad, porque sus palabras me sorprendían a la vez que me helaban el corazón.
– No ha ocurrido jamás -dijo él-. No temas, Sinuhé el egipcio. Minea entrará por propia voluntad en la mansión del dios.
Se volvió a poner la dorada cabeza de toro para demostrar que la entrevista había terminado y no vimos más su rostro. Minea me tomó de la mano y me llevó, y ella no sentía ya júbilo alguno.
Kaptah nos esperaba en la hostería habiendo saboreado abundantemente los vinos del puerto, y me dijo:
– ¡Oh dueño mío! Este país es el reino del Poniente para los servidores, porque nadie los apalea ni se preocupa de saber cuánto oro llevan en su bolsa o qué joyas han comprado. Verdaderamente, ¡oh dueño mío!, esto es un paraíso terrestre para los servidores, porque si un dueño se enfada con un esclavo lo arroja de la casa, lo cual es el peor castigo, y el servidor no tiene más que esconderse y volver al día siguiente y el dueño lo ha olvidado todo. Pero para los marinos y los esclavos del puerto es un país muy duro, porque los intendentes tienen unos juncos muy flexibles y son avaros y los mercaderes engañan a un simyriano tan fácilmente como un simyriano engaña a un egipcio. Tienen, sin embargo, unos peces pequeños conservados en aceite que son agradables de comer, bebiendo. La exquisitez de estos peces hace que se les perdone muchas cosas.
Dijo todo esto a su manera habitual, como si estuviese borracho, pero inmediatamente cerró la puerta y, asegurándose de que nadie nos oía, dijo: -¡Oh dueño mío! En este país ocurren cosas muy extrañas, porque en las tabernas los marineros cuentan que el dios de Creta ha muerto, y los sacerdotes, enloquecidos, buscan a otro. Pero estas palabras son peligrosas y algunos marinos, por haberlas repetido, han sido arrojados a los pulpos desde lo alto de las rocas. En efecto, ha sido predicho que el poderío de Creta se derrumbará el día en que muera su dios.
Entonces una inmensa esperanza inflamó mi corazón y le dije a Kaptah: -La noche del plenilunio Minea debe entrar en la mansión del dios, pero si éste ha muerto realmente, lo cual es muy posible, porque el pueblo es siempre el primero en saber las cosas, pese a que no se le diga nada, Minea podrá volver a salir de esta mansión de la cual no ha salido nunca nadie.
Al día siguiente, gracias a Minea, obtuve un buen sitio en el estrado levemente inclinado y admiré vivamente la ingeniosa disposición de los bancos escalonados, de manera que todo el mundo podía ver el espectáculo. Los toros fueron introducidos uno a uno en la arena y cada bailarín realizó su programa, que era complicado, porque comprendía diferentes pases que debían ser realizados sin faltas y en el orden prescrito, pero lo más difícil era saltar por entre los cuernos para volver a caer sentados en el lomo del animal. Ni aun el más hábil lo conseguía de una manera impecable, porque también dependía mucho del toro, de la manera como corría o se paraba, o doblaba la nuca. Los nobles y los ricos cretenses apostaban por sus protegidos, pero yo no llegaba a comprender aquel apasionamiento y excitación extraordinarios porque para mí todos los toros se parecían y no llegaba a distinguir los diferentes ejercicios.
Minea bailó también delante de los toros y mi inquietud fue grande, hasta el momento en que su maravillosa docilidad y flexibilidad de su cuerpo me hechizaron hasta el punto de hacerme olvidar el peligro que corría y me asocié a los clamores de entusiasmo de la muchedumbre. Allí las muchachas bailaban desnudas delante de los toros, como también los jóvenes, porque la menor vestidura podría entorpecer sus movimientos y poner su vida en peligro. Pero Minea, era, a mi juicio, la más bella de todas cuando bailaba desnuda con el cuerpo reluciente de aceite; sin embargo, debo confesar que muchas de sus camaradas eran tan bellas como ella y obtuvieron un gran éxito. Pero yo no tenía ojos más que para Minea. Después de su larga ausencia estaba mucho menos entrenada que las demás y no ganó una sola corona.
Su viejo protector, que había apostado por ella, estaba desolado, pero pronto olvidó sus pérdidas y fue a los establos a elegir otro toro, como era su derecho, puesto que Minea era su protegida.
Pero cuando volví a ver a Minea después del espectáculo me dijo fríamente:
– Sinuhé, no puedo verte más, porque unos amigos me han invitado a una fiesta y debo prepararme para el dios, porque pasado mañana es ya plenilunio. Por esto no nos veremos probablemente más antes de que parta para la mansión del dios, si sientes el deseo de acompañarme con mis amigos.
– Como quieras -dije-. Hay ciertamente muchas cosas que ver en Creta, y las costumbres del país y los trajes de las mujeres me divierten enormemente. Durante el espectáculo, muchas de tus amigas me han invitado a ir a verlas, y sus rostros y sus pechos son agradables de contemplar, porque son un poco más gordas y frívolas que tú.
Entonces me cogió vivamente la mano y sus ojos brillaron; respirando agitadamente, dijo:
– No te permito que vayas a divertirte con mis amigas cuando yo no estoy contigo. Podrías esperar, por lo menos, a que estuviese fuera, Sinuhé. Aunque esté demasiado delgada para tu gusto, cosa que no sabía, podrías hacerlo por lo menos por amistad a mí.
– Bromeaba -dije yo-, y no quiero causarte molestias, porque, naturalmente, estás muy ocupada antes de entrar en la mansión del dios. Voy a regresar a casa y cuidar de mis enfermos, porque en el puerto hay mucha gente que necesita de mis cuidados.
Me separé de ella, y durante mucho rato el olor de los toros persistió en mi olfato, y desde entonces me obsesiona hasta el punto de que la mera visión de un rebaño de bueyes me da náuseas y no puedo comer y mi corazon, se acongoja. La abandoné, sin embargo, y recibí a los enfermos en mi alojamiento, y los cuidé hasta la caída de la tarde, cuando las luces se encienden en las casas de placer del puerto. A través de los muros oía la música y las risas y todos los ruidos de la despreocupación humana, porque los esclavos y los servidores cretenses seguían en este punto las costumbres de sus dueños y cada cual vivía como si no tuviese que morir jamás y no hubiese en el mundo ni dolor, ni pena, ni contrariedad.
Vino la noche, Kaptah había extendido ya las alfombras para dormir y yo no quería luz. La luna se levantó redonda y brillante, pese a que no fuese llena todavía, y yo la detestaba porque iba a separarme de la única mujer a quien consideraba como mi hermana, y me detestaba a mí mismo, porque era débil y cobarde y no era capaz de obrar. Súbitamente, la puerta se abrió y entró Minea cautelosamente, mirando a su alrededor, y no iba vestida ala cretense, sino que llevaba el sencillo traje con el cual había bailado delante de grandes y pequeños en tantos países, y sus cabellos estaban sujetos por una cinta de oro.
– ¡Minea! -exclamé, sorprendido-. Hete aquí cuando te creía preparándote para tu dios.
– Habla más bajo, no quiero que nos oigan.
Se sentó a mi lado contemplando la luna y, caprichosamente, dijo: -Detesto mi lecho de la casa de los toros y no siento con mis amigos el mismo placer de antes. Pero yo misma ignoro por qué he venido a esta hospedería, cosa que no es nada correcta. Si deseas descansar, me marcharé, pero como no podía dormir he deseado volver a verte y sentir el olor de los medicamentos y tirarle de la oreja a Kaptali por sus estúpidos discursos. Porque los viajes y los pueblos seguramente han perturbado mis ideas, ya que no me siento a gusto en la casa de los toros, no gozo ya de las aclamaciones en la arena y no aspiro ya como antes a entrar en la mansión del dios; las palabras de la gente a mi alrededor son como la charla de los niños irrazonables y su júbilo como la espuma, y no me divierto ya con sus juegos. En el lugar del corazón tengo un gran agujero, mi cabeza está vacía y no tengo una sola idea mía; todo me ofende y jamás mi espíritu estuvo tan melancólico. Por esto te pido que cojas mis manos como en otros tiempos, porque no temo nada, ni siquiera la muerte, cuando mis manos están entre las tuyas, Sinuhé, aun cuando sepa que prefieres las mujeres más gordas y más frívolas que yo.
– Minea, hermana mía, mi infancia y mi juventud fueron límpidas como un arroyo, pero mi virilidad fue un río que se desparrama a lo lejos y cubre muchas tierras, pero sus aguas son bajas y se estancan y corrompen. Pero cuando viniste a mí, Minea, las aguas volvieron a subir v se precipitaron alegremente en un curso profundo y todo en mí se purificó, y el mundo me sonrió de nuevo y todo el mal era para mí como una telaraña que la mano aparta sin pena. por ti quería ser bueno v curar a la gente sin ocuparme de los regalos que me hacían, y los dioses maléficos no tenían ya presa sobre mí. Así era, pero ahora que me abandonas todo se ensombrece a mi alrededor y mi corazón es como un cuervo solitario en el desierto y no quiero ya socorrer a mi prójimo, sino que lo detesto, y detesto también a los dioses y no quiero oír hablar más de ellos. Por esto, Minea, te digo: en el mundo existen muchos países, pero un solo río. Déjame que te lleve conmigo a las tierras negras al borde del río en el que los ánades cantan en los juncales y el sol navega cada día por el cielo en una barca dorada. Parte conmigo, Minea; romperemos juntos una jarra y seremos marido y mujer y no nos separaremos jamás, sino que la vida nos será fácil y a nuestra muerte nuestros cuerpos serán embalsamados para reunirse otra vez en el país del Poniente y vivir en él eternamente.
Pero ella me estrechó las manos y acariciándome los ojos, la boca y el cuello con los dedos, me dijo:
– Sinuhé, a pesar de todo mi deseo no puedo seguirte, porque ningún navío podría alejarnos de Creta ni ningún capitán querría ocultarme en él. Se me vigila ya y no quisiera ser causa de tu muerte. Aunque quisiera no podría marcharme contigo, porque desde que he bailado delante de los toros su voluntad es más fuerte que la mía, pero tú no puedes comprenderlo. Por esto debo penetrar en la mansión del dios la noche del plenilunio, y ni tú, ni yo, ni ninguna potencia pueden impedirlo.
Mi corazón estaba vacío en mi pecho como una tumba, y dije:
– Del mañana nadie está seguro y no creo que regreses de allá de donde nadie ha regresado. Quizás en las salas doradas del dios del mar beberás la vida eterna en la copa divina y olvidarás este mundo como a mí. Y, sin embargo, no creo nada de esto, porque todo no es más que leyenda y nada de lo que he visto hasta ahora en todos los países viene a reformar mi creencia en las leyendas divinas. Debes saber, por consiguiente, que si no regresas pronto, penetraré a la fuerza en la mansión divina para sacarte de ella. Y te llevaré conmigo, aunque no quieras. Esto es lo que haré, Minea, aunque fuese el último acto de mi vida en esta tierra.
Pero, asustada, puso su mano sobre mi boca y mirando a su alrededor, dijo:
– Cállate, Sinuhé. Cesa de alimentar tales pensamientos, porque la mansión del dios es oscura y ningún extranjero hallaría el camino y todo profano que penetra en ella perece de una muerte horrenda. Pero, créeme, volveré por mi propia voluntad, porque mi dios no puede ser tan cruel que me retenga a la fuerza. Es un dios maravillosamente bello que vela sobre la prosperidad de Creta y su poderío, y los olivos florecen, el trigo madura y los navíos navegan de puerto a puerto. Hace los vientos favorables y guía los navíos en la niebla y nada malo puede ocurrir a los que están bajo su protección. ¿Por qué piensas que querría mi desgracia?
Desde su infancia había crecido a la sombra del dios y sus ojos estaban ciegos y yo no podía curarlos con una aguja. Por esto en la rabia de mi impotencia la estreché violentamente entre mis brazos y la besé y le acaricié los miembros, y sus miembros eran lisos como el cristal y era para mí en mis brazos, como el manantial para el viajero en el desierto. Y ella no resistía y, su rostro contra el mío y se estremecía y sus lágrimas corrían cálidas sobre mi cuello, mientras me decía:
– "Sinuhé, amigo mío, si dudas de mi regreso no puedo rehusarte nada; haz, pues, lo que quieras si esto te puede causar placer, aunque tuviese que morir, porque en tus brazos no temo la muerte y nada me importa al pensar que mi dios pudiese separarme de ti.
Y yo le pregunté:
– ¿Te causaría placer? Ella vaciló y dijo:
– No losé. Lo único que sé es que mí cuerpo está inquieto e inconsolable cuando no esta cerca de ti. Sé solamente que una niebla invade mis ojos y que mis rodillas flaquean cuando me tocas. Antes me detestaba por esta misma razón y temía tu contacto, porque entonces todo era límpido en mí y nada turbaba mi paz, porque estaba orgullosa de la habilidad y de la flexibilidad inmaculada de mi cuerpo. Ahora ya sé que tus caricias son deliciosas, aunque debieran hacerme daño, Y, sin embargo, ignoro si experimentaría placer cediendo a tus deseos, y acaso estuviese triste después. Pero si es un placer para ti, no vaciles, porque tu placer es el mío y nada deseo tanto como hacerte feliz.
Entonces deshice mi abrazo y le acaricié los cabellos y el cuello y le dije: -Me basta con que hayas venido a mi casa tal como durante nuestros viajes por Babilonia. Dame la cinta de oro de tus cabellos y no te pido nada más.
Pero ella me miró con desconfianza, se tocó las caderas y dijo:
– Quita sea demasiado delgada para tu gusto y dudo que te procurase mucho placer, porque prefieres probablemente las mujeres más frívolas. Pero si quieres, trataré de ser le más frívola posible y te complaceré en todo a fin de que no quedes decepcionado, porque quiero darte todo el placer que pueda.
Yo sonreía acariciando sus hombros suaves y dije:
– Minea, ninguna mujer es a mis ojos más bella que tú, y ninguna podría Proporcionarme mayor placer, pero no quiero tomarte por mi solo goce, porque tu no experimentarías ninguno, dada tu inquietud por tu dios. Pero sé una cosa que podemos hacer y que nos procurará placer a los dos. Vamos a coger una jarra y romperla según la costumbre de mi país. Entonces seremos marido y mujer, aunque no haya aquí sacerdotes para atestiguar el hecho e inscribir nuestros nombres en el registro del templo.
Sus ojos se agrandaron y brillaron al claro de luna y batió palmas riéndose de gozo. Salí en busca de Kaptah y lo encontré sentado delante de mi puerta llorando amargamente. Al verme se secó el rostro con el reverso de la mano Y volvió a llorar.
– ¿Qué te ocurre, Kaptah? -le dije-. Por qué lloras? Y descaradamente me contestó:
– ¡Oh dueño mío! Tengo el corazón sensible y no he podido contener mis lágrimas al oír tu conversación con esta muchacha de las caderas estrechas, porque no he oído nunca nada tan conmovedor.
Yo le di un puntapié, diciéndole:
– Entonces, ¿has escuchado todo lo que hemos dicho? Y él, con aire inocente, contestó:
– Sí, porque otros venían también a escucharte, pero no tenían nada en común contigo y venían a espiar a Minea. Los he echado amenazándoles con mi palo y me he instalado ante tu puerta para velar por tu tranquilidad, porque me dije que no estarías contento si te interrumpían en medio de esa importante conversación. Y así no he podido evitar oír lo que decíais, y era tan emocionante, aunque infantil, que he llorado.
– Puesto que has escuchado, sabes lo que deseo. Ve a buscarme una jarra. Pero él trató de evadirse,
– ¿Qué clase de jarra quieres? -dijo-. ¿De arcilla o gres, pintada o lisa, alta o baja, ancha o delgada?
Le di un bastonazo, pero no muy fuerte, porque mi corazón desbordaba de ternura hacia el prójimo, y le dije:
– Ya sabes lo que quiero, toda jarra es buena para esto. Date prisa y trae la primera que encuentres.
– Voy, corro, vuelo, pero he hablado solamente para darte tiempo a reflexionar, porque romper una jarra en compañía de una mujer es un acontecimiento grave en la vida de un hombre y no hay que precipitarse. Pero iré a buscarla, puesto que tú lo quieres y no puedo evitarlo.
Y así, Kaptah volvió con una vieja jarra que apestaba a pescado y yo la rompí con Minea. Kaptah fue nuestro testigo y puso el pie de Minea sobre su nuca, diciendo:
– En adelante serás mi dueña y señora y me darás órdenes tan a menudo o más que mi dueño, pero espero que no me tirarás agua caliente a las piernas cuando estés enojada, y espero también que usarás babuchas blandas y sin tacones, porque detesto los tacones, que dejan marcas y chichones en mi cabeza. En todo caso, te serviré tan fielmente como a mi dueño, porque, por alguna extraña razón mi espíritu te ha cobrado afecto, pese a que estés delgada y tu pecho sea pequeño, y no comprendo qué ve mi dueño en ti. Pero todo irá mejor cuando tengas tu primer hijo. Te robaré tan concienzudamente como a mi dueño hasta ahora, teniendo en cuenta más tu propio interés que el mío.
Habiendo hablado de esta forma, Kaptah, se sintió tan conmovido que comenzó a llorar escandalosamente. Minea le frotó la espalda con la mano y tocó sus recias mejillas para consolarlo, y él se calmó, después de lo cual le mandé recoger los fragmentos de la jarra y se marchó.
Aquella noche Minea y yo dormimos juntos como en los antiguos tiempos, y reposó en mis brazos, respirando apoyada en mi cuello, y sus cabellos me acariciaban las mejillas. Pero no abusé de ella, porque un placer que no hubiese sido compartido por ella no lo hubiera sido tampoco para mí. Creo, sin embargo, que mi júbilo fue mayor teniéndola de aquella forma en rnis brazos sin poseerla. No podría afirmarlo con certeza, pero lo que sé es que aquella noche quería ser bueno para todo el mundo y mi corazón no albergaba ni un solo mal pensamiento y cada hombre era mi hermano y cada mujer mi madre, y cada muchacha mi hermana, tanto en las tierras negras como en los países rojos bañados por el mismo claro de luna.
Al día siguiente Minea bailó de nuevo delante de los toros y mi corazón temblaba por ella, pero no ocurrió ningún accidente. En cambio, un muchacho resbaló delante del toro y se cayó, y el animal lo atravesó con sus cuernos, y lo pisoteó, de manera que los espectadores se levantaron gritando de terror v entusiasmo. Echaron al toro y se llevaron el cadáver del muchacho, y las mujeres corrieron a verlo y tocaron su cuerpo ensangrentado, respirando excitadas y diciendo: «¡Qué espectáculo!» Y los hombres decían: «Desde hace mucho tiempo no habíamos visto una fiesta tan lograda.›, y no gemían al pagar las apuestas y al pesar el oro y la plata, sino que se fueron a beber y divertirse en sus casas, y las mujeres se separaron de sus maridos y se extraviaron de manera que las luces brillaron hasta tarde en la ciudad por lechos ajenos, pero nadie se ofendió porque ésta era la costumbre.
Pero yo reposé.solo sobre mi alfombra, porque Minea no pudo acudir a mi encuentro, y por la mañana alquilé en el puerto una litera para acompañarla a la mansión del dios. Ella iba en un carro dorado tirado por caballos empenachados y sus amigos la seguían en literas o a pie, cantando y arrojando flores, v deteniéndose en el borde del camino para beber vino. El camino, era largo, pero todo el mundo se había llevado provisiones, y rompían las ramas de los olivos para abanicarse, asustando a los corderos de los pobres campesinos y gastando toda clase de bromas. Pero la mansión del dios se levantaba en un lugar.solitario al pie de la montaña, cerca de la ribera vyal acercarse a ella la gente fue calmándose, hablando en voz baja, y nadie se reía ya.
Pero me es difícil describir la mansión del dios, porque parecía una colina baja y cubierta de césped y de flores y tocaba a la montaña. La entrada estaba formada por unas puertas de bronce altas como montañas y delante de ellas se alzaba un templo donde se procedía a las iniciaciones y donde vivían los guardianes. El cortejo llegó por la tarde y los amigos de Minea bajaron de las literas y acamparon por el césped, comiendo, bebiendo y divirtiéndose, sin observar siquiera el recato debido a la proximidad del templo, porque los cretenses olvidan pronto. A la caída de la tarde encendieron antorchas y jugaron por los matorrales, y se oían los gritos de las mujeres y las risas de los hombres. Pero Minea estaba sola en el templo y nadie podía aproximarse a ella.
Yo la contemplaba sentado en el templo. Iba vestida de oro como un ídolo, con un enorme peinado, v trataba de sonreírme desde lejos, pero sobre su rostro no se leía goce alguno. Al salir la luna, le quitaron la ropa y las joyas y le pusieron una delgada túnica y sus cabellos fueron anudados en una malla de plata. Después los guardas quitaron los cerrojos y abrieron las puertas. Las puertas se separaron con un ruido sordo y fueron necesarios diez hombres para abrirlas y detrás de ellas solo habla oscuridad, y nadie hablaba; todos contenían la respiración. El Minotauro ciñó su espada dorada y se puso la cabeza de toro, de manera que no tenía ya aspecto humano. Le dieron una antorcha encendida a Minea y el Minotauro la precedió en el sombrío palacio y pronto el resplandor de la antorcha desapareció. Entonces las puertas volvieron a cerrarse lentamente, se corrieron los cerrojos y no volví a ver a Minea.
Este espectáculo me inspiró una desesperación tan profunda que mi corazón era como una llaga abierta por la cual se escapaba toda mi sangre, y mis fuerzas se agotaban, de manera que caí de rodillas y oculté mi semblante en la hierba. Porque en aquel instante tenía la certidumbre de que no volverla a ver nunca más a Minea, pese a que que hubiese prometido que regresaría para irse conmigo. Sabía que no volvería y, sin embargo, hasta entonces había esperado y temido, porque me había dicho que el dios de Creta no era parecido a los otros y que soltaría a Minea a causa del amor que la ligaba a mí. Pero no esperaba ya, permanecía postrado, y Kaptah, sentado a mi lado, movía la cabeza y gemía. Los nobles y los grandes cretenses habían encendido antorchas y corrían a mi alrededor ejecutando danzas complicadas y cantando himnos cuyas palabras no entendía. Una vez cerradas las puertas del palacio fueron presa de una frenética excitación y bailaron y saltaron hasta el agotamiento, y sus gritos llegaban a mí como el graznar de los cuervos en las murallas.
Pero al cabo de un momento Kaptah dejó de gemir y dijo:
– Si mi ojo no me engaña, y no creo, porque no he bebido todavía la mitad del vino que soporto sin ver doble, el cornudo ha regresado de la montaña, pero ignoro cómo, porque nadie ha abierto las puertas de bronce.
Decía la verdad, porque el Mínotauro había, en efecto, salido de la mansión del dios y su cabeza dorada brillaba con un resplandor terrible bajo el claro de luna mientras ejecutaba con los demás una danza ritual golpeando alternativamente el suelo con sus talones. Viéndolo, no pude contenerme, me levanté, corrí hacia él y agarrándolo del brazo le dije:
– ¿Dónde está Minea?
El hombre se soltó y movió la cabeza de toro, pero en vista de que yo no me alejaba, descubrió su rostro y dijo, con cólera:
– Es indecente turbar las ceremonias sagradas, pero lo ignoras, probablemente porque eres extranjero y por esto te perdono, a condición de que no vuelcas, a tocarme.
– ¿Donde está Minea? Ante mi insistencia, dijo:
– La he dejado en las tinieblas de la mansión del dios tal como está escrito y he salido a bailar la danza en honor del dios. Pero ¿qué quieres ya de Minea, puesto que has recibido regalos por habérnosla traído?
– ¿Cómo has salido tú, puesto que ella se ha quedado? -le dije, colocándome delante de él.
Pero me rechazó y los bailarines me separaron. Kaptah me cogió por el brazo y me llevó a la fuerza e hizo bien, porque no sé lo que hubiera sido capaz de hacer en aquel momento.
Y me dijo:
– Eres bestia y estúpido por llamar de este modo la atención; mejor harías en bailar y divertirte como los demás, de lo contrario, corres el riesgo de despertar sospechas. Te diré que el Minotauro ha salido por una puertecilla lateral, lo cual no tiene nada de.sorprendente, pues he ido y he visto al guarda cerrarla y guardarse la llave. Pero quisiera verte beber vino, ¡oh dueño mío!, a fin de que te calmes, porque tu rostro se halla contorsionado como el de un poseído y mueves los ojos como un mochuelo.
Me hizo beber vino y dormí sobre el césped al claro de luna, mientras las antorchas se agitaban delante de mis ojos, porque Kaptah había vertido pérfidamente jugo de adormidera en mi vino. Así se vengó del tratamiento que le había infligido en Babilonia para salvarle la vida, pero no me encerró en una jarra, sino que me cubrió e impidió que los bailarines me pisotearan. Y me salvó la vida, porque en mi desesperación hubiera sido capaz de apuñalar al Minotauro. Toda la noche veló a mi lado mientras hubo vino, y después se durmió, echándome al rostro su avinado aliento.
Al día siguiente me desperté tarde y la droga había sido tan fuerte que me pregunté donde estaba. Pero me sentí tranquilo y el espíritu despierto, gracias al soporífero. Muchos de los participantes habían regresado ya a la ciudad, pero otros dormían sobre la hierba, hombres y mujeres mezclados, con los cuerpos impúdicamente desnudos, porque habían bebido vino y bailado v saltado hasta el alba. Al despertar, se vistieron y las mujeres se arreglaron el peinado, y se sentían incomodadas porque no podían bañarse, porque el agua de los arroyos era demasiado fría para ellas, acostumbradas corno estaban al agua caliente que manaba de los caños de plata.
Pero se enjuagaron la boca y se pintaron los labios y las cejas y bostezando decían:
– ¿Quien se queda a esperar a Minea y quién se va a casa?
Las francachelas por los matorrales y sobre el césped habían dejado de divertirles ya, de manera que la mayoría regresó a la ciudad Y sólo los más ardientes amigos de Minea se quedaron con el pretexto de esperar su regreso, pero todos sabían que no había regresado nunca nadie de la mansión del dios. Se quedaban, porque durante noche habían encontrado un alma hermana, y las mujeres aprovechaban la ocasión para mandar a sus maridos a casa y desembarazarse de ellos. Esto me hizo comprender por qué en toda la villa no había ni una sola casa de placer, y sí solamente en el puerto. Después de haber visto sus juegos durante la noche y el día siguiente, comprendí que las profesionales hubieran tenido dificultad en rivalizar con las mujeres cretenses.
Pero antes de su marcha, le dije al Minotauro:
– ¿Puedo quedarme a esperar el regreso de Minea con sus amigos, aunque sea extranjero?
Me lanzó una mirada de maldad y dijo:
– Nadie te lo impide, pero creo que en estos momentos hay en el puerto un navío que podría llevarte a Egipto, porque tu espera es vana. Ninguna iniciada ha salido jamás de la mansión del dios.
Pero yo afecté un aire estúpido y le dije para complacerle:
– Es cierto que esta Minea me gusta mucho, pese a que está prohibido divertirse con ella a causa de su dios. A decir verdad, no espero que vuelva, pero hago como los demás, porque veo aquí mujeres encantadoras que me miran a los ojos y me meten en las narices pechos apetitosos como no los he visto nunca. Además, Minea era terriblemente celosa y pesada y me impedía divertirme con las demás. Tengo que pedirte perdón también por haberte molestado la noche anterior en mi borrachera, por más que mis recuerdos sean muy confusos. Pero creo haberte cogido por el cuello para pedirte que me enseñases el paso de baile que tan bien y solemnemente ejecutas. Si te he ofendido, te pido humildemente perdón, porque soy un extranjero que ignora todavía vuestras costumbres, y no sabía que estuviese prohibido tocarte, porque eres un personaje sagrado.
Le largué todas estas frases guiñándole el ojo y cogiéndome la cabeza de manera que acabó considerándome un imbécil, y sonriendo, me dijo:
– Si es así, no quiero impedirte que te diviertas, pero trata de no embarazar a nadie, porque siendo extranjero sería indecente. No somos gente morigerada ni de ideas extrañas; quédate, pues, esperando a Minea tanto tiempo corno quieras.
Le aseguré que sería prudente y le conté lo que había visto en Siria y Babilonia con las vírgenes del templo y me tomó verdaderamente por un tonto, v dándome un golpe en el hombro me dejó para regresar a la ciudad. Pero creo que encargó a los guardas que me vigilasen y creo que dijo también alas mujeres que se divirtiesen a costa mía, porque poco después de su marcha algunas cretenses se acercaron a mi para anudarme coronas en el cuello y apoyar sobre mi brazo sus pechos desnudos. Me llevaron hacia los matorrales de laureles para comer y beber conmigo. Así conocí la ligereza de sus costumbres y no se intimidaban en lo más mínimo conmigo, pero bebí y fingí estar ebrio, de manera que no tuvieron goce alguno conmigo y me abandonaron tratándome de bárbaro y de cerdo. Kaptah vino y me llevó sosteniéndome por los brazos y lanzando maldiciones contra mi embriaguez y ofreciéndose a remplazarme. Ellas se rieron al verlo y los muchachos se burlaban y señalaban con el dedo su grueso vientre y su cabeza calva. Pero era extranjero, y esto atrae siempre a las mujeres de todos los países, de manera que después de haberse reído de él a sus anchas, se lo llevaron y le ofrecieron vino metiendole frutos en la boca, apretándose contra él y llamándolo macho cabrío.
Así transcurrió la jornada y yo me cansé de sus placeres y de su libertinaje, porque me decía que no puede haber vida más agotadora; que un capricho que no sigue ninguna ley acaba por cansar antes que una vida ordenada. Pasaron la noche como la precedente y continuamente mi sueño fue turbado por los gritos de las mujeres que huían hacia los matorrales perseguidas por los muchachos que les arrancaban las vestiduras y se divertían con ellas. Pero al alba todo el mundo estaba cansado y asqueado de no haber podido tomar un baño, y la mayoría regresó a la ciudad, y sólo los más ardientes permanecieron junto a las puertas de bronce.
Pero al tercer día se marcharon por fin los últimos y yo les presté incluso mi litera, que me había esperado, porque los que habían venido a pie no tenían fuerzas para caminar, sino que se tambaleaban por los excesos de la víspera y me convenía desembarazarme de mi litera, a fin de que nadie me esperase. Cada día había ofrecido vino a los guardas y no quedaron sorprendidos cuando por la noche les llevé una gran jarra de vino, sino que la aceptaron con gusto, porque tenían pocas diversiones en aquella soledad que duraba un mes entero, hasta la llegada de la nueva iniciada. Su única sorpresa era que yo persistiese en esperar a Minea, porque no había ocurrido todavía nunca pero yo era extranjero y me tenían por un loco chiflado. Por esto comenzaron a beber y habiendo visto al sacerdote unirse a ellos, le dije a Kaptah:
– Los dioses han decretado que debemos separarnos ahora, porque Minea no ha regresado y creo que no regresará si no voy a buscarla. Pero nadie que haya entrado en esta mansión ha vuelto a salir, y es probable que yo no regrese tampoco. En estas condiciones es mejor que te ocultes en el bosque y si al alba no he salido regresa solo a la ciudad. Si te preguntan por mi, di que me he caído desde las rocas al mar o inventa lo que quieras, porque eres más hábil que yo en este arte. Sin embargo, estoy seguro de no regresar, de manera que puedes marcharte en seguida si quieres. Te he escrito una tablilla de arcilla en la que he puesto mi sello sirio a fin de que puedas ir a Simyra a cobrar mi dinero en las casas de comercio. Puedes también vender mi casa si quieres. Entonces serás libre para ir adonde te plazca, pero si tienes miedo de que en Egipto te inquieten como esclavo fugitivo, fíjate en Simyra y vive en mi casa de mis rentas. Y no tendrás que inquietarte por la conservación de mi cuerpo, porque si no encuentro a Minea me es indiferente que mi cuerpo sea conservado o no. Has sido un servidor fiel, aunque algunas veces me hayas fatigado con tus eternas charlas, y por eso lamento los golpes que te he dado, aunque lo he hecho en interés tuvo y te han hecho mucho bien, de manera que espero no me guardarás rencor. Que nuestro escarabajo te traiga suerte, porque te lo doy, puesto que crees en él más que Yo. Donde voy, no creo tener necesidad del escarabajo.
Kaptah permaneció largo rato silencioso sin decir nada y después habló así:
– ¡Oh dueño mío! No te guardo rencor alguno, pese a que tus golpes fueron algunas veces un poco fuertes, porque lo has hecho por mi bien y según tu leal entender. Pero a menudo has escuchado mis consejos y me has hablado más como a un amigo que como a un servidor, de manera que había temido algunas veces por tu prestigio, hasta que tus bastonazos restablecían la distancia fijada por los dioses. Pero ahora resulta que Minea es mi dueña también, puesto que ha puesto su pie sobre mi nuca, y debo responder de ella también, puesto que soy su servidor. Por otra parte, me niego a dejarte entrar solo en esta mansión oscura, por muchas razones que sería vano enumerar aquí, de manera que, puesto que no puedo acompañarte como servidor tuyo, ya que me has despedido y debo obedecer tus órdenes, aunque sean estúpidas, te acompañaré como amigo porque no quiero dejarte solo, y menos aún sin el escarabajo, por más que piense, como tú, que no nos será de gran utilidad.
Hablaba con tan buen sentido y reflexión que casi no lo reconocía, y no gemía como de costumbre. Pero considerando insensato mandarlo a la muerte, puesto que uno bastaba, así se lo dije y le mandé marcharse y no decir tonterías. Pero él era obstinado v dijo:
– Si no me permites acompañarte, te seguiré; pero prefiero ir contigo porque tengo miedo en la oscuridad. Por otra parte, esta mansión sombría me atemoriza de tal modo que mis huesos se funden sólo al pensar en ella, y por esto espero que me permitirás llevarme una jarra de vino para animarme por el camino, porque sin esto me expongo a aullar de miedo v molestarte. Es inútil que tome un arma, porque tengo el corazón tierno y siento horror de ver correr la sangre, y tengo siempre más confianza en mis piernas que en las armas, y por esto si quieres luchar con el dios, es asunto tuyo, pero yo miraré y te ayudaré con mis consejos.
Pero yo le interrumpí.
– Deja va de divagar y toma una jarra si quieres, pero vámonos, porque creo que los guardas duermen bajo el efecto del soporífero que les he dado con el vino.
En efecto, los guardas dormían profundamente y el sacerdote también, de manera que pude coger la llave de la pequeña puerta y nos llevamos también una lámpara y antorchas. Al claro de luna, nos fue fácil abrir la puerta y entrar en la mansión del dios, y en las tinieblas oía los dientes de Kaptah castañetear contra el borde de la jarra.
Después de haberse dado ánimos bebiendo, Kaptah me dijo con voz apagada:
– ¡Oh dueño mío! Enciende una antorcha, porque estas tinieblas son peores que las del infierno, que nadie puede evitar, pero aquí estamos por nuestra voluntad.
Sople sobre las ascuas y encendí una antorcha y vi que estábamos en una caverna cerrada por puertas de bronce. De esta caverna partían en direcciones diferentes diez corredores de paredes de ladrillo y no me sorprendió, porque había oído decir que el dios de Creta habitaba en un laberinto, y los sacerdotes de Babilonia me habían enseñado que los laberintos se construyeron según el modelo de los intestinos de los animales sacrificados. Por esto esperaba encontrar el buen camino, porque durante los sacrificios había visto a menudo intestinos de toro. Por eso mostré a Kaptah el corredor más alejado y le dije:
– Pasemos por allá. Y Kaptah dijo:
– No tenemos prisa y la prudencia es la madre de las virtudes. Por esto sería prudente asegurarnos poder regresar hasta aquí, cosa que dudo.
Y con estas palabras sacó del bolsillo un ovillo de cordel, que ató firmemente a una clavija de madera que hundió sólidamente entre dos ladrillos. En su simplicidad, esta idea era tan cuerda que jamás se me hubiera ocurrido, pero no se lo dije para no perder prestigio a sus ojos. Por esto le dije con rabia que se diese prisa. Avancé por el corredor teniendo en mi mente la imagen de los intestinos de los toros y Kaptah iba desenrollando el ovillo del cordel a medida que avanzábamos.
Anduvimos errantes sin fin por corredores oscuros, y nuevos corredores se abrían ante nosotros y a veces volvíamos sobre nuestros pasos cuando una pared nos cerraba el camino y nos metíamos por otro corredor, pero de repente Kaptah se detuvo, husmeó el aire, sus dientes comenzaron a castañetear, la antorcha que tenía en la mano tembló y dijo:
¡Oh dueño mío! ¿No notas el olor de los toros?
Advertí, en efecto, un olor que recordaba el de los toros, pero más repugnante todavía, que parecía trasudar de los muros por entre los que caminábamos, como si el laberinto entero hubiese sido un inmenso establo.
Pero di orden a Kaptah de avanzar sin husmear el aire y cuando hubo echado un buen trago avanzamos rápidamente, hasta el momento en que mi pie tropezó con un objeto y al agacharme vi que era una cabeza de mujer en estado de putrefacción que conservaba todavía los cabellos. Entonces supe que no encontraría a Minea viva, pero una sed insensata de saber toda la verdad me indujo a seguir adelante y empujé a Kaptah prohibiéndole lamentarse, y el cordel iba desenrollándose a medida que avanzábamos. Pero pronto una pared se levantó ante nosotros y tuvimos que volver sobre nuestros pasos.
Súbitamente, Kaptah se detuvo, sus escasos cabellos se erizaron en su cabeza y su rostro se puso lívido. Miré también y vi en el corredor una boñiga de toro seca, pero era del tamaño de un cuerpo humano y si procedía de un toro, debía de ser éste un animal de tales proporciones que era imposible imaginarlo. Kaptah adivinó mis ideas y dijo:
– No puede ser una boñiga de toro, porque un animal de estas dimensiones no podría pasar por estos corredores. Creo que deben de ser los excrementos de una serpiente gigante.
A estas palabras bebió un largo trago, sus dientes castañeteaban contra el borde de la jarra, y yo me dije que aquellos meandros parecían, efectivamente, hechos para ser seguidos por las ondulaciones de una serpiente gigantesca, y me decidí a volver atrás. Pero me acordé nuevamente de Minea. Una horrenda desesperación se apoderó de mí y arrastré a Kaptah agarrando en mi mano un puñal que sabía había de serme útil.
Pero a medida que avanzábamos el olor se iba haciendo más fuerte y parecía proceder de una especie de fosa común, y nos faltaba la respiración. Pero mi espíritu se reconfortaba, porque sabía que pronto llegaríamos a la meta. Bruscamente, un lejano resplandor llenó el corredor de un tono grisáceo y entramos en la montaña, donde las paredes no eran ya de ladrillo, sino de piedra blanda. El corredor formaba un suave declive y tropezábamos con osamentas humanas y excrementos de toro, como si nos encontrásemos en el antro de alguna enorme fiera y finalmente se abrió delante de nosotros una inmensa gruta y nos detuvimos en el borde de la roca para contemplar las ondas en medio de una pestilencia espantosa.
Esta gruta estaba iluminada por el mar, porque podíamos ver sin antorchas bajo una espantosa luz verdosa y oíamos el ruido de las olas contra las rocas en algún sitio lejano. Pero delante de nosotros, sobre la superficie del mar, flotaba una hilera de gigantescos pellejos de cuero y pronto nuestros ojos vieron que se trataba del cadáver de un animal enorme, más espantoso que todo lo imaginable y en plena putrefacción. La cabeza estaba metida bajo el agua, pero parecía la de un toro y el cuerpo era el de una inmensa serpiente con sus circunvoluciones tortuosas. comprendí que contemplaba el dios de Creta, pero vi también que este monstruo espantoso estaba muerto desde hacía algunos meses. ¿Dónde estaba, pues, Minea?
Pensando en ella, pensaba también en todos los que, consagrados al dios, habían penetrado en este antro después de haber aprendido a bailar delante de los Toros. Pensaba en los jóvenes que habían tenido que abstenerse de tocar muier v en las muchachas que habían debido Preservar su virginidad para poder presentarse ante el dios de luz y felicidad, y pensaba en sus cráneos v sus huesos que yacían en la mansión oscura y en el monstruo que los acechaba en los corredores sinuosos y que les cerraba el camino con su espantoso cuerpo, de manera que su habilidad y sus saltos no les servían para nada. El monstruo vivía de carne humana y una comida al mes le bastaba., y por esta comida los dueños de Creta le sacrificaban la flor y nata de su bella juventud. Este monstruo debió, sin duda, de salir un día de los abismos espantosos del mar y una tempestad lo había arrojado a aquella gruta y le habían cerrado la salida construyéndole un laberinto para llegar hasta él alimentándolo con ofrendas humanas, hasta el día en que había muerto, y no podía ser sustituido por otro. Pero, ¿dónde estaba Minea?
Enloquecido de desesperación, la llamé por su nombre, y toda la gruta resonó, pero Kaptah me mostró en el suelo unas manchas de sangre ya secas sobre las losas. Seguí este rastro con la mirada y en el agua vi el cuerpo de Minea, o, mejor dicho, lo que de él quedaba, porque reposaba sobre la arena donde los cangrejos la devoraban y no tenía ya rostro, pero la reconocí por sus cabellos. Y no tuve necesidad de ver la herida de espada en su flanco, porque ya sabia que el Minotauro la había llevado hasta allí para herirla por la espalda y arrojarla al agua a fin de que nadie supiese que el dios de Creta había rnuerto. Tal había sido, sin duda, la suerte de muchos iniciados antes que la pobre Minea.
Ahora que veía, sabía y lo comprendía todo, un grito espantoso salió de mi garganta y cayendo de rodillas perdí el conocimiento, y hubiera ido seguramente a reunirme con Minea si Kaptah, cogiéndome por los brazos, no me hubiese echado hacia atrás, como me contó más tarde. En efecto, a partir de aquel momento no recuerdo ya nada, salvo lo que Kaptah me contó. Profunda y misericordiosamente, la inconsciencia me había arrancado a mis dolores y mi desesperación.
Kaptah me contó que durante largo rato gimió al lado de mi cuerpo, creyéndome muerto, y lloró también por la pobre Minea. Cuando recobró la serenidad me tocó y se dio cuenta de que vivía y se dijo que debía salvarme, puesto que no podía hacer nada por Minea. Había visto otros cuerpos devorados por los cangrejos, los cuales reposaban blancos y mondos en el fondo del mar. En todo caso, la pestilencia comenzaba a incomodarlo, y habiéndose dado cuenta de que no podía transportar a la vez la jarra y mi cuerpo, la vació resueltamente y la arrojó al agua, y el vino le dio tal fuerza que, consiguió llevarme hasta las puertas de bronce, siguiendo el cordel desenrollado. Después de haber reflexionado, arrolló de nuevo el cordel a fin de no dejar rastro de nuestro paso por el laberinto y me afirmó haber visto sobre las paredes, en los cruces de corredores, signos secretos que el Minotauro había seguramente trazado para reconocer el camino de dédalos de los corredores. En cuanto a la jarra, la había lanzado al agua para procurar una buena sorpresa al Minotauro cuando efectuara su nueva visita de verdugo.
Amanecía en el momento en que me sacó del laberinto y fue a dejar en su sitio la llave en la casa del sacerdote, porque éste y los guardas dormían todavía bajo el efecto de la droga. Entonces me llevó al borde de un arroyo, ocultándome entre las matas, y me lavó el rostro con agua y me dio masaje en los brazos hasta que recobré el conocimiento. Pero no conservo el menor recuerdo, porque no recuperé mi espíritu hasta mucho más tarde, cuando nos acercábamos a la villa, y Kaptah me sostenía por los brazos. A partir de entonces me acuerdo de todo.
No recuerdo haber sentido entonces un profundo dolor, y no me acordaba mucho de Minea, que era como una sombra lejana en mi memoria, una mujer conocida antaño en otro mundo. En cambio, me decía que el dios de Creta estaba muerto y que el poderío cretense iba a derrumbarse tal como estaba escrito en las predicciones, y a mí no me contrariaba, pese a que los cretenses hubiesen sido amables conmigo, y su existencia despreocupada fuera como una espuma resplandeciente en el borde del mar. Acercándome a la villa, experimentaba júbilo al decirme que aquellas mansiones se retorcerían bajo las llamas y que los gritos de las mujeres en celo se transformarían en aullidos de agonía y que la cabeza del Minotauro sería aplastada a golpes de maza y hecha pedazos cuando llegase la hora del reparto del botín y que nada quedaría del poderío cretense, sino que la isla se hundiría en las ondas de las cuales había emergido junto con el monstruo.
Pensaba también en el Minotauro v no solamente con cólera, porque la muerte de Minea debió de ser dulce y no había tenido que huir delante del monstruo usando de todas sus fuerzas, sino que había perecido sin saber muy bien lo que ocurría. Pensaba en el Minotauro como en el solo hombre que sabía que su dios estaba muerto y que Creta iba a derrumbarse, y comprendía que el secreto era pesado de llevar. No, no alimentaba ningún odio contra el Minotauro, sino que iba canturreando y riéndome estúpidamente con Kaptah, que me sostenía, de manera que éste podía fácilmente explicar a la gente con quienes nos cruzábamos que estaba todavía ebrio a causa de haber esperado a Minea demasiado tiempo, lo cual era comprensible, puesto que era extranjero y no conocía bien las costumbres del país e ignoraba que no era decente mostrarse ebrio por la calle en pleno día. Kaptah acabó encontrando una litera y me llevó a la hostería, donde pude beber mucho vino a mis anchas y después me dormí larga y profundamente.
Al despertar me sentí de nuevo fresco y dispuesto a todo y alejado ya de todo el pasado, de manera que pensé en el Minotauro y me dije que podría ir a matarlo, pero pensé que aquello no me proporcionaría ni provecho ni placer. Hubiera podido revelar a la gente del pueblo que su dios estaba muerto, a fin de que prendiesen fuego a todo y corriese la sangre por la villa, pero tampoco aquello me hubiera procurado provecho ni goce. Verdad era que hablando así hubiese podido salvar la vida de todos los designados para entrar en la casa del dios, pero sabía que la verdad es un puñal desnudo en la mano de un niño y que se vuelve contra el que lo lleva.
Me decía que el dios de Creta no tenía nada que ver conmigo, puesto que no me devolvería a Minea y que los cangrejos y los camarones desnudarían sus delgados huesos que reposaban sobre la arena para toda la eternidad. Me decía que todo aquello había estado escrito en las estrellas desde mucho antes de mi nacimiento. Estos pensamientos me procuraban consuelo y así se lo dije a Kaptah, pero me contestó que debía de estar enfermo y necesitaba reposo, y no permitió que nadie fuese a verme.
En general estaba bastante descontento de Kaptah, que me llevaba constantemente comida a pesar de que no tenía apetito y hubiera preferido vino. Tenía una sed inextinguible que sólo el vino era capaz de calmar y me sentía más tranquilo cuando el vino me hacía ver las cosas dobles. Entonces me daba cuenta de que nada es como aparenta serlo, ya que un bebedor ve doble cuando ha bebido y lo cree verdad, pese a que sabe que no lo es. Esta era, a mi juicio, la esencia de todo saber, pero cuando trataba de explicárselo pacientemente a Kaptah no me escuchaba y mandándome acostar me hacía cerrar los ojos para calmarme. Sin embargo, me sentía tranquilo y calmado, como un pez muerto en un bocal y no quería tener los ojos cerrados, porque entonces veía cosas desagradables, como, en un agua estancada, los huesos humanos blanqueados de una cierta Minea a quien había conocido un día, mientras ejecutaba una danza complicada delante de una serpiente con la cabeza de toro. Por eso no quería tener los ojos cerrados y buscaba mi bastón para apalear a Kaptah, del que estaba asqueado. Pero él lo había escondido, así como el puñal tan precioso que había recibido como regalo del comandante de los guardas hititas del puerto, y no lo encontraba cuando quería ver manar la sangre de mis arterias.
Y Kaptah tuvo la osadía de negarse a llamar a mi casa al Minotauro, a pesar de mi insistencia, porque hubiera querido discutir con él, ya que me parecía el único hombre del mundo capaz de comprender mis profundos puntos de vista sobre los dioses, la verdad y la imaginación. Y Kaptah se negó también a traerme una cabeza de toro ensangrentada para poder discutir con ella sobre los toros, el mar y las danzas delante de los toros. Rechazaba incluso mis demandas más modestas, de manera que estaba seriamente irritado contra él.
Más tarde me di cuenta de que en aquel momento estaba enfermo y no trato siquiera de recordar mis pensamientos de entonces, porque el vino me debilitaba el espíritu y turbaba mi memoria. Pero creo, sin embargo, que el vino me salvó la razón y, con mi fe en los dioses y en la bondad humana, me ayudó a pasar el peor momento, una vez hube perdido a Minea.
El río de mi vida se detuvo en su carrera y se extendió en un vasto estanque bello a la vista, que reflejaba el cielo y las estrellas, pero si se probaba a hundir en él un bastón, el agua era baja y el fondo estaba lleno de limo y podredumbre.
Después vino el día en que me desperté en mi albergue y vi a Kaptah sentado en un rincón de la estancia, llorando suavemente y moviendo la cabeza. Incliné la jarra de vino con mis manos temblorosas y después de haber bebido le dije:
– ¿Por qué lloras, perro?
Era la primera vez desde hacía mucho tiempo que le dirigía la palabra, porque estaba harto de sus cuidados y de su idiotez. Levantó la cabeza y dijo:
– En el puerto hay un bello navío que apareja para Siria, y será probablemente el último antes de las grandes tormentas del invierno. Por esto lloro.
Y yo le dije:
– Ve pronto a embarcarte antes de que te apalee, porque estoy hastiado de tu odiosa presencia,y de tus incesantes lamentaciones.
Pero tuve vergüenza de mis palabras y dejé la jarra de vino, experimentando un dulce consuelo a la idea de que existía en el mundo un ser que dependía de mí, aun cuando no fuese más que un esclavo fugitivo. Pero Kaptah dijo:
– En verdad, ¡oh dueño mío!, también yo estoy harto de ver tu embriaguez y tu vida de cerdo, hasta el punto de que el vino ha perdido todo sabor para mi boca, cosa que jamás hubiera creído posible, y he renunciado incluso a beber cerveza. Los muertos, muertos están, de manera que creo que haríamos bien en largarnos de aquí mientras estemos a tiempo de hacerlo. Has arrojado ya por la ventana todo el oro y la plata que has ganado en tus viajes, y no creo que con tus manos temblorosas seas capaz de curar a nadie, puesto que no eres casi capaz de llevarte una jarra a los labios. Debo confesar que al principio veía con gusto cómo bebías para calmarte y yo te inducía a beber, y he desprecintado para ti nuevas jarras y yo bebía también. Y me jactaba con los demás: ‹,¡Mirad qué dueño tengo! Bebe como un hipopótamo y ahoga todo su oro y su plata en las jarras de vino, llevando una vida de placeres.» Pero no me jacto ya, porque siento vergüenza de mi dueño, porque hay un limite a todo y tú te lanzas siempre a los extremos. No censuro al hombre que lleva un vaso de más y se pelea en las esquinas y se despierta en una casa de placer, porque es una costumbre razonable que consuela maravillosamente el espíritu en el dolor, y durante mucho tiempo he practicado esta receta. Pero esta embriaguez se remedia fácilmente con cerveza y pescado seco, y se vuelve al trabajo, como los dioses lo han prescrito y lo exigen las conveniencias. Pero tú bebes como si cada jarra fuese la última de tu vida y terno que bebas para morirte, pero, si quieres hacerlo, ahógate con preferencia en una barrica de vino, porque este método es más rápido y más agradable y no tienes que avergonzarte de él. Yo reflexionaba sobre sus palabras v contemplaba mis manos que habían sido las de un hombre que curaba, pero que temblaban ahora como si tuvieran voluntad propia y no pudiese dominarlas. Entonces pensé en todo el saber que había acumulado en tantos países, y comprendí que todo exceso es una locura y que tan insensato era exagerar en el comer y beber como en el dolor y la alegría.
Y por esto le dije a Kaptah:
– Sea como tú deseas, pero debes saber que estoy perfectamente al corriente de todo lo que acabas de decir y que tus palabras no ejercen influencia alguna sobre mis decisiones, sino que son como el zumbido inoportuno de los moscas en mis oídos. Pero voy a dejar de beber ahora, durante algún tiempo no abriré una sola jarra de vino. He conseguido, en efecto, ver claro en mi y quiero abandonar Creta y regresar a Simyra.
Al oír estas palabras, Kaptah saltó de júbilo, riéndose de un lado a otro de la estancia, a la manera de los esclavos.
Después salió a preparar nuestra marcha y el mismo día nos embarcamos. Los remeros metieron los remos en el agua y sacaron el navío del puerto pasando por delante de centenares de navíos y barcos de guerra cretenses con los cascos cubiertos de rodelas de cobre. Pero ya fuera, los remeros tiraron sus remos, el capitán ofreció un sacrificio al dios del mar y a los de su camarote y mandó izar las velas. El navío se inclinó y las olas azotaron su casco con violencia. Pusimos proa a las riberas de Siria, y Creta desapareció bajo el horizonte como una nube azul, una sombra o un sueño, y a nuestro alrededor no quedaba más que la inmensidad agitada del océano.