A mi regreso a la Ciudad del Horizonte, el faraón estaba verdaderamente enfermo y necesitaba mis cuidados. Sus mejillas estaban hundidas y sus pómulos salientes, y el cuello parecía más largo todavía; en las ceremonias no soportaba ya el peso de la doble corona que le hacía inclinar la cabeza. Sus muslos estaban hinchados y las pantorrillas eran delgadas como vergas y tenía los ojos ojerosos y apagados y a menudo, a causa de su dios, olvidaba a las personas con quien hablaba. Acentuaba todavía sus males saliendo al sol con la cabeza descubierta y sin parasol, para exponerse a los rayos benefactores de su dios. Pero éstos en lugar de bendecirle, lo envenenaban, de manera que deliraba y tenía pesadillas. Su dios era como él, ofrecía su bondad y su amor con demasiada generosidad y violencia y este amor sembraba las ruinas a su alrededor.
Pero en sus momentos de lucidez, cuando le había puesto compresas frías en las sienes y administrado pociones calmantes, me miraba con sus ojos sombríos y amargos, como si una decepción indecible hubiese invadido su espíritu, y esta mirada me penetraba hasta el corazón, de manera que lo amaba en su debilidad y hubiera dado mucho por evitarle su decepción. Y me decía:
– Sinuhé, ¿mis visiones habrán sido engañosas? Si es así, la vida es más espantosa de lo que pensaba y el mundo está gobernado no por la bondad, sino por un mal inmenso. Por esto mis visiones tienen que ser verdad. ¿Me oyes, Sinuhé? Tienen que ser verdad aunque el sol no brille ya sobre mi corazón y mis amigos escupan en mi lecho. No soy ciego, veo en los corazones, en el tuyo también, Sinuhé, en tu corazón tierno y débil, y sé que
me tienes por loco, pero te perdono, porque la luz ha iluminado una vez tu corazón.
Pero cuando el dolor lo atormentaba se lamentaba y decía:
– Sinuhé, se remata a un animal enfermo o a un león herido, pero nadie le da el golpe de gracia a un ser humano. Mi decepción es más cruel que la muerte, que no temo, porque mi espíritu vivirá eternamente. Nací del sol y regresaré al sol, y sólo a esto aspiro después de todas mis decepciones.
Hacia otoño, gracias a mis cuidados, estuvo mejor, pero yo me preguntaba si hubiera debido dejarlo morir. Un médico no debe nunca abandonar a sus enfermos si su arte es suficiente para hacerlos vivir, lo cual es a menudo la maldición del médico, pero no puede evitarlo, debe cuidar a los buenos y a los malos, a los justos y a los culpables, sin hacer diferencias entre ellos. Así el faraón se repuso hacia el otoño, y se encerró en sí mismo y no habló con nadie y sus ojos eran duros mientras permanecía a menudo solo.
Pero tenía razón al decir que la gente escupía sobre su lecho, porque después de haber dado a luz a una quinta hija, la reina Nefertiti se cansó de él y comenzó a odiarlo y a no pensar más que en hacerle daño. Por esto cuando el grano de cebada comenzó a germinar en ella por sexta vez, el hijo que llevaba en su seno no era más que nominalmente de sangre real, porque había permitido a una simiente extranjera fecundarla, y no conocía ya el límite en su libertinaje y se divertía con todo el mundo, incluso con mi amigo Thotmés. Su belleza se había conservado intacta pese a que su primavera estuviese desflorada, y su mirada y su sonrisa irónica tenían un encanto que atraía a los hombres. Se dedicó a seducir a los familiares del faraón para apartarlos de él.
Su voluntad era firme y su inteligencia terriblemente viva, y como a ello unía la belleza y el poderío, era muy peligrosa. Durante años enteros le había bastado sonreír y dominar por su belleza, y se contentó con joyas y vinos, poesías y galanterías. Pero después del nacimiento de la quinta hija, hizo a su marido responsable. Y no olvidemos que por sus venas circulaba la sangre ambiciosa de su padre Ai, la sangre negra de la mentira, el ardid y la perfidia.
Hay que reconocer, sin embargo, que durante todos los años transcurridos su conducta había sido irreprochable y que rodeó al faraón Akhenatón de toda su ternura de mujer amante y había creído en sus visiones. Por esto mucha gente quedó sorprendida de este cambio y lo atribuyó a la maldición que flotaba sobre la Ciudad del Horizonte como una sombra mortal. Porque su desvergüenza era tal que llegó a decirse que se divertía con la servidumbre, los sardos y los obreros, si bien me niego a creerlo, porque la gente tiene siempre tendencia a exagerar.
En cuanto al faraón, se encerró en su soledad, y su alimento era el pan y la harina amasada del pobre y su bebida el agua del Nilo, porque quería purificarse para volver a encontrar su claridad y creía que la carne y el vino turbaban sus visiones.
Las noticias del extranjero eran todas malas. Aziru mandaba de Siria numerosas tablillas de arcilla para quejarse. Decía que los hombres querían regresar a sus hogares para apacentar sus corderos, cuidar su ganado, cultivar las tierras y divertirse con su mujer, porque eran amantes de la paz. Pero los bandoleros de los desiertos del Sinaí cruzaban a cada instante la frontera y saqueaban a Siria, y estos bandoleros iban provistos de armas egipcias e iban mandados por oficiales egipcios y constituían un peligro para la apacible Siria, de manera que Aziru no podía licenciar a sus tropas. El comandante de Ghaza había adoptado una actitud inconveniente contraria a la letra y el espíritu del tratado, porque cerraba las puertas de la villa a los comerciantes y las caravanas, no admitiendo más que a sus protegidos. Las quejas de Aziru eran incesantes, y escribía que cualquier otro que no fuese él hubiera perdido ya la paciencia pero que amaba la paz por encima de todo. Era necesario, sin embargo, terminar; de lo contrario, no respondía de las consecuencias.
Babilonia estaba muy descontenta de la competencia egipcia en los mercados sirios del trigo, y Burraburiash estaba decepcionado a causa de los regalos del faraón y presentaba una larga lista de reivindicaciones. El embajador de Babilonia en Egipto se encogía de hombros, abría los brazos y se arrancaba la barba, diciendo:
– Mi señor es como un león que husmea el viento desde su antro para saber lo que le aporta. Ha puesto todas sus esperanzas en Egipto, pero si Egipto es realmente tan pobre que no puede enviarle el oro necesario para construir carros de guerra, no sé lo que ocurrirá. Mi señor desea ser siempre el amigo de un Egipto fuerte y rico y esta alianza aseguraría la paz del mundo, porque Egipto y Babilonia son lo suficientemente ricos para no tener que desear la guerra. Pero la amistad de un Egipto débil y pobre no tiene ninguna importancia, no es más que una carga, y debo confesar que mi señor ha quedado sorprendido al ver a Egipto renunciar a Siria por debilidad. Pese a que amo a Egipto y le deseo todo el bien posible, el interés por mi país domina mis sentimientos y no me extrañaría ser en breve llamado a Babilonia, lo cual me causaría una gran pena.
Así hablaba, y ningún hombre razonable podía negarle la razón. Y el rey Burraburiash cesó de enviar juguetes y huevos teñidos a su esposa de tres años, pese a que fuese la hija del faraón y la sangre real corriese por sus venas.
Y he aquí que una embajada hitita llegó a la Ciudad del Horizonte, presidida por numerosos nobles, diciendo que iban a confirmar la amistad tradicional entre Egipto y el país de Khatti y a familiarizarse, además, con las costumbres egipcias de las cuales habían oído decir mucho bien y con el Ejército egipcio, cuya disciplina y armamento no dejaría de procurarles algunas informaciones útiles. Su actitud era deferente y cortés y eran portadores de numerosos regalos para los personajes de la Corte. Así dieron al joven Tut, yerno de Akhenaton, un puñal de un metal azul que era más brillante y cortante que todos los demás. Yo tenía un puñal idéntico que me había regalado el capitán del puerto, como he referido, y aconsejé a Tut que lo hiciese dorar y platear a la moda siria. Estuvo encantado con su regalo y dijo que habría que ponerlo en su tumba, porque era delgado y raquítico y pensaba a menudo en la muerte, más que la gente joven de su edad.
Estos jefes hititas eran hombres bellos, agradables e instruidos. Su nariz aguileña, su mentón enérgico y sus ojos de animal feroz les procuraron numerosos éxitos, porque las mujeres se entusiasman fácilmente con todo lo que es nuevo. Y durante el transcurso de las veladas a que estaban invitados, decían así:
– Sabemos que se cuentan muchas leyendas atroces sobre nuestro país, pero es obra de pérfidos envidiosos. Por esto somos felices al demostraros que somos gente culta que sabe leer y escribir. No comemos carne cruda ni bebemos la sangre de los niños, como se cuenta, sino que apreciamos la cocina siria y la egipcia. Somos gente apacible que detestamos las querellas y a cambio de nuestros regalos sólo os pediremos algunas informaciones que puedan sernos útiles para desarrollar el nivel cultural de nuestro pueblo. Nos interesamos vivamente por la forma como vuestros sardos manejan sus armas así como vuestros carros de guerra dorados, a los que no podríamos comparar con los nuestros, pesados y primitivos. Y no debéis creer las calumnias difundidas sobre nosotros por los fugitivos de Mitanni, porque están amargados por la desgracia que les ha valido su cobardía. Os podemos asegurar que si se hubiesen quedado en el país no les hubiera ocurrido ningún mal, y les aconsejamos que regresen al país y vivan en buena armonía con nosotros y no les guardamos rencor alguno por sus calumnias, porque nos hacemos cargo de su decepción. Pero podéis comprender que nuestro país es demasiado pequeño para nosotros, porque tenemos muchos hijos, ya que nuestro gran rey Shubbiluliuma los ama enormemente. Y necesitamos espacio para ellos y para apacentar nuestros ganados, y en Mitanni había sitio para nosotros, porque las mujeres no tienen más que uno o dos chiquillos. Por otra parte, no podíamos soportar ver reinar en este país la injusticia y la opresión, y en realidad los habitantes de Mitanni nos han llamado en su ayuda y hemos entrado en su país como liberadores y no como invasores. Ahora tenemos en Mitanni suficiente espacio vital para nosotros y nuestros hijos y nuestros ganados, y no soñamos con nuevas conquistas, porque somos un pueblo apacible y pacífico.
Levantaban sus copas tendiendo el brazo y elogiaban grandemente Egipto, y las mujeres admiraban sus nucas potentes y sus ojos salvajes. Y ellos decían:
– Egipto es un país maravilloso y lo admiramos. Pero id también al nuestro, y aprenderéis a conocer mejor nuestras costumbres.
Gracias a estos halagos consiguieron ganar el favor general y la Corte y nada les quedó oculto. Yo pensaba en su país árido y en sus hechiceros empalados a lo largo de los caminos y me decía que su estancia en Egipto no presagiaba nada bueno para nosotros. Y así estuve encantado de verlos marchar.
La Ciudad del Horizonte había cambiado enormemente y jamás hasta entonces la gente se había divertido tanto, jamás había comido y bebido de aquella manera, ni jurado de aquella forma, ni sus costumbres fueron tan licenciosas. De la tarde al alba las antorchas ardían delante de los palacios de los nobles, y de la mañana a la tarde resonaban los cantos, las músicas y las risas, y este furor se había apoderado incluso de los criados y los esclavos que rondaban ebrios por las calles. Pero era una alegría enfermiza y malsana, trataban de olvidar el presente y no pensar en el porvenir. A menudo un silencio de muerte pesaba bruscamente sobre la ciudad.
Los artistas estaban poseídos también de una rabia de crear como si se hubiesen dado cuenta de que el tiempo se les escapaba entre los dedos. Exageraban la verdad que se convertía en caricatura bajo sus pinceles y cinceles, y rivalizaban en encontrar formas cada vez más extravagantes, hasta el punto que acabaron por decir que algunas líneas y manchas bastaban para simbolizar el modelo. Hacían del faraón Akhenatón unas imágenes que escandalizaban a la gente de edad, exagerando sus muslos hinchados o la delgadez de su cuello. Parecía que detestasen al faraón, pero ellos pretendían que jamás se había expresado la vida con tanta realidad. Yo conversaba con Thotmés:
– El faraón Akhenatón te ha sacado del arroyo y ha hecho de ti su amigo, ¿por qué lo representas como si fuese tu enemigo y por qué has escupido sobre su lecho y profanado su amistad?
Y Thotmés decía:
– No te metas en lo que no entiendes Sinuhé. Quizás es cierto que lo odio, pero me odio todavía más a mí. En mí arde la fiebre de la creación y jamás mis manos fueron más hábiles que ahora, y es posible que un artista descontento y saturado de odio cree obras más grandes que un artista harto y satisfecho de sí mismo. Soy un creador y lo hallo todo en mí y cada imagen que esculpo es una imagen mía que vivirá eternamente. Nadie puede igualarme y valgo más que todos los hombres y no existen para mí leyes que no pueda violar, porque en mi arte estoy por encima de todas las leyes y soy más un dios que un hombre. Al crear formas y colores rivalizo con su dios Atón, porque todo lo que Atón crea está llamado a desaparecer, mientras lo que creo yo vivirá eternamente.
Pero para hablar así había bebido vino desde la mañana, y yo le perdonaba sus divagaciones, porque en su rostro se dibujaba un verdadero tormento y leía en sus ojos que era muy desgraciado.
Y con esto llegaron las cosechas y el agua del Nilo subió y volvió a bajar, y después vino el invierno que llevó la miseria a Egipto de manera que todo el mundo se preguntaba qué desgracia traería el día de mañana. A principios de invierno se divulgó la noticia de que Aziru había abierto la mayoría de las ciudades sirias a los
hititas y que los carros hititas habían atravesado el desierto de Sinaí y atacado Tanis, devastando toda la región.
Ante estas noticias, Ai llegó de Tebas y Horemheb de Menfis para entrevistarse con el faraón. Yo asistí a las reuniones en mi calidad de médico, porque temía que el faraón se excitase y tuviese una recaída a causa de todo lo que tendría que oír.
Pero permaneció ensimismado y frío y no perdió la calma ni un momento.
El sacerdote Ai le dijo:
– Los graneros del faraón están vacíos y este año el país de Kush no ha pagado su tributo en el cual ponía todas mis esperanzas. Un hambre terrible reina en todo el país y el pueblo arranca las raíces para alimentarse con ellas y comen la corteza de los árboles frutales y los saltamontes, los escarabajos e incluso las ranas. Muchos han muerto ya, pero muchos más morirán todavía porque, incluso estrictamente racionado, el trigo del faraón no basta para alimentar a todo el mundo, y el trigo de los mercaderes es demasiado caro para que los pobres puedan comprarlo. La inquietud se apodera de todo el país y los campesinos afluyen a las ciudades y los ciudadanos huyen a los campos y todos dicen: «Es la maldición de Amón y sufriremos por culpa del dios del faraón.» Por esto, Akhenatón, debes reconciliarte con los sacerdotes y devolver a Amón su poderío, a fin de que el pueblo pueda adorarlo, y esto le calmará. Devuelve a Amón sus tierras para que las cultive, porque el pueblo no se atreve a sembrar las tierras de Amón y las tuyas han quedado también incultas, porque el pueblo dice que están malditas. Por esto debes llegar a un acuerdo con Amón y sin perder tiempo, de lo contrario me lavo las manos con respecto a todo lo que ocurra. Y Horemheb dijo:
– Burraburiash ha comprado la paz a los hititas y Aziru ha cedido a su presión y se ha aliado con ellos. El número de soldados hititas en Siria es como las arenas del mar y sus carros son numerosos como las estrellas en el cielo y es el fin de Egipto, porque en su malicia han puesto jarras de agua en el desierto en vista de que no disponen de flota. En el desierto disponen de una cantidad de agua inmensa, de manera que en la primavera un ejército podrá atravesar el desierto sin morir de sed. Y en Egipto es donde han comprado la mayoría de las jarras, de manera que los mercaderes que se las han vendido han cavado su propia tumba por codicia. En su impaciencia, los carros de Aziru y los hititas han hecho incursiones hasta Tanis y en territorio egipcio, violando así la paz. Cierto es que estas incursiones son poco graves, pero he hecho propagar por el pueblo el rumor de destrucciones terribles y crueldades hititas, de manera que el pueblo está dispuesto para la guerra. Todavía es tiempo, faraón Akhenatón. Da orden de que soplen las trompetas, iza las oriflamas y declara la guerra. Convoca a todos los hombres aptos para el combate, reúne todo el cobre del país para fabricar lanzas y tu poderío será salvado. Yo lo salvaré y aseguraré a Egipto un triunfo y batiré a los hititas y reconquistaré Siria. Pero necesito para esto todos los recursos de Egipto. ¡Nada de Atón ni Amón! En la guerra el pueblo olvidará sus males y su cólera se descargará en el exterior, y una guerra victoriosa consolidará tu trono. Te prometo una guerra victoriosa, porque soy Horemheb, Hijo del Halcón, y he sido creado para realizar grandes hazañas y mi hora ha sonado al fin.
A estas palabras Ai se precipitó para añadir:
– No creas a Horemheb, faraón Akhenaton, hijo mío, porque la mentira habla por su boca y desea tu poder. Reconcíliate con los sacerdotes de Amón y declara la guerra, pero no confíes el mando a Horemheb, sino a un viejo jefe experimentado que haya estudiado los escritos de estrategia de los antiguos faraones y en quien puedas tener plena confianza.
Y Horemheb dijo:
– Si no estuviésemos delante del faraón te pondría la mano en la cara, asqueroso Al. Me mides por tu talla y tú eres quien miente, porque has negociado ya en secreto con los sacerdotes de Amón y llegado a un acuerdo. Pero yo no engañaré al chiquillo que un día protegí con mi túnica en el desierto de las montañas de Tebas, y mi objeto es la grandeza de Egipto y sólo yo puedo salvar el país.
El faraón les preguntó:
– ¿Habéis hablado?
Y con una sola voz dijeron: -Hemos terminado.
Y entonces el faraón dijo:
– Tengo que velar y orar antes de tomar una decisión. Pero convocad para mañana a todo el pueblo, a todos los que me aman, nobles y villanos, dueños y esclavos, y llamad también a los mineros de las canteras, porque quiero hablar con mi pueblo y comunicarles mi decisión.
La orden fue cumplida y el pueblo fue convocado para el día siguiente. Pero durante toda la noche el faraón veló u oró errando por su palacio, sin comer ni hablar con nadie, de manera que yo estaba muy inquieto por él. Al día siguiente se hizo llevar delante del pueblo y tomó asiento en el trono y su rostro brilló como el sol cuando levantó el brazo y comenzó a hablar:
– A causa de mi debilidad, el hambre reina en Egipto y a causa de mi debilidad el enemigo amenaza las fronteras, porque debéis saber que los hititas se disponen a invadir Egipto a través de Siria y en breve sus pies
hollarán las tierras negras. Todo esto ocurre por mi debilidad, porque no he comprendido claramente la voz de mi dios ni ejecutado sus voluntades. Pero al fin mi dios se me ha aparecido. Atón se me ha aparecido y su verdad arde en mi corazón, de manera que no soy ya débil ni vacilante. He derribado el falso dios, pero en mi debilidad he dejado que los demás dioses reinasen al lado de Atón, el único, y su sombra ha oscurecido a Egipto. Así, que en esta jornada caigan todos los viejos dioses del país de Kemi y que la claridad de Atón reine como una luz única sobre todo el país. Que en esta jornada todos los antiguos dioses desaparezcan y que comience el reinado de Atón sobre la tierra.
Ante estas palabras el pueblo se estremeció de angustia y fueron muchos los que se postraron de rodillas. Pero el faraón elevó la voz y gritó:
– Vosotros, los que amáis, id y derribad a todos los antiguos dioses de Kemi, destruid sus altares, romped sus imágenes, verted su agua sagrada, demoled sus templos, borrad sus nombres de todas las inscripciones, penetrad hasta en las tumbas para destruirlos a martillazos, a fin de que Egipto sea salvado. Nobles, tomad una maza; artistas, cambiad el pincel por un hacha; obreros, tomad vuestros martillos e id a todas las ciudades y pueblos para derribar a los viejos dioses y borrar sus nombres. Así es como purificaré a Egipto del mal.
Muchos huyeron despavoridos, pero el faraón respiró profundamente y su rostro brilló de éxtasis y añadió:
– ¡Que comience el reinado de Atón sobre la tierra! ¡Que desde hoy no haya más dueños ni esclavos, señores ni servidores! Porque todos los hombres son iguales y libres delante de Atón y nadie viene obligado ya a cultivar la tierra de otro ni hacer girar la piedra del molino de otro, sino que todos podéis elegir vuestro oficio e ir y venir a vuestro antojo. El faraón ha hablado.
El pueblo observaba un silenció aterrador, pero el resplandor que se desprendía del rostro del faraón era tan potente que la gente comenzó en breve a gritar de ardor diciendo:
– No había ocurrido jamás una cosa parecida, pero en verdad, su dios habla por su boca y debemos obedecerlo.
Y así la gente comenzó a dispersarse y en breve comenzaron a cambiar puñetazos y mataron a los ancianos que se habían atrevido a rebelarse contra las palabras del faraón.
Una vez la muchedumbre dispersada, Ai le dijo al faraón: -Akhenaton, lanza tu corona a lo lejos y rompe tu cetro, porque tus palabras acaban de derribar tu trono.
– Las palabras que he pronunciado asegurarán la inmortalidad a mi nombre, y mi poderío vivirá en el corazón de los hombres de eternidad en eternidad.
Entonces Ai se frotó las manos y escupió en el suelo delante del faraón y pisando su saliva con el pie, dijo:
– Si es así obraré a mi antojo y me lavo las manos, porque delante de un loco no me considero ya responsable de mis actos.
Iba a alejarse cuando Horemheb lo retuvo por el brazo a pesar de que era un hombre robusto. Y Horemheb dijo:
– Es tu faraón y debes obedecerle, Ai, y no lo traicionarás; porque si lo traicionas te atravesaré el vientre con mi espada, aunque tuviese que levantar un ejército a mi costa para conseguirlo. Créeme, no tengo costumbre de mentir. En verdad su locura es grande y peligrosa, pero incluso en su locura lo amo y le soy fiel, porque le he prestado juramento. Y en su locura hay una brizna de cordura, porque si se hubiese limitado a derribar a los dioses todo se hubiera reducido a una guerra civil, pero habiendo liberado a los esclavos de los molinos y los siervos, entorpece los planes de los sacerdotes y gana el apoyo del pueblo, pese a que la confusión no hará más que crecer en el país. Todo lo demás me da lo mismo, pero, ¿qué vamos a hacer con los hititas, faraón Akhenaton? -El faraón estaba sentado, con los brazos cruzados sobre las rodillas y no respondió. Horemheb siguió adelante-: Dame oro y trigo, armas, carros y caballos y el derecho de alistar soldados y de convocar las guardias del Bajo Egipto y trataré de rechazar el ataque de los hititas.
Entonces el faraón levantó sus ojos enrojecidos y todo el éxtasis había desaparecido de su rostro. Y dijo:
– Te prohíbo que declares la guerra, Horemheb. Pero si el pueblo quiere defender la tierra negra no se lo puedo impedir. No tengo oro ni trigo para no hablar de las armas, pero no te las daría si las tuviese, porque no quiero responder al mal con el mal. Pero puedes preparar a tu manera la defensa de Tanis, con tal de que no viertas sangre y te limites a mantenerte a la defensiva.
– De acuerdo -dijo Horemheb-. Entonces moriré en Tanis, porque, sin oro ni trigo, el ejército más hábil y más valiente no puede defenderse largo tiempo. Pero me meo en tu vacilación, faraón Akhenatón, y me defenderé como lo entiendo. Te saludo.
Se fue, y Ai salió también, dejándome solo con el faraón. Me miró con sus ojos infinitamente cansados y dijo:
– Ahora que he hablado, toda mi fuerza ha desaparecido; pero a pesar de todo me siento feliz en mi debilidad. ¿Qué vas a hacer, Sinuhé?
Esta pregunta me extrañó y le dirigí una mirada de sorpresa. Sonrió con expresión de cansancio y dijo:
– ¿Me quieres, Sinuhé? -Cuando le hube asegurado que le quería a pesar de toda su locura, dijo-: Si me quieres, ya sabes lo que debes hacer, Sinuhé. Me rebelé contra su voluntad, pese a que sabía perfectamente lo que deseaba de mí. Malhumorado le respondí:
– Creía que tenías necesidad de mí como médico; pero si puedes prescindir de mí, me marcharé. En verdad no sirvo para derribar las imágenes de los dioses y mis brazos son demasiado débiles para manejar el martillo, pero que tu voluntad sea hecha. El pueblo reventará seguramente mi piel y me machacará el cráneo y me colgará de los muros cabeza abajo, pero todo esto no me inquieta. Me iré, por consiguiente, a Tebas, donde hay muchos templos y mucha gente que me conoce.
No dijo nada y me marché sin decir palabra. Permaneció solo en su trono y fui en busca de Thotmés, porque necesitaba aliviar mi corazón. Horemheb estaba sentado en el taller con un viejo artista borracho llamado Bek y estaban bebiendo vino mientras los servidores de Thotmés preparaban los equipajes para la marcha.
– Por Atón -dijo Thotmés, levantando su copa de oro-, ya no hay nobles ni villanos y yo que soy un artista que doy vida a la piedra, voy a destrozar con gusto unas malas estatuas. Bebamos juntos, amigos míos, porque me parece que no nos queda mucho tiempo que vivir.
Bebimos y Bek dijo:
– Me ha sacado del fango y me ha llamado su amigo y cada vez que me había bebido hasta mi mandil me ha dado ropas nuevas. ¿Por qué no complacerlo? Espero solamente que la muerte no me sea demasiado penosa, porque en mi pueblo los campesinos tienen mal carácter y la mala costumbre de recurrir a sus hoces cuando se enfadan y abren la barriga de los que no les gustan.
Horemheb dijo:
– Ciertamente no te envidio, pese a que puedo asegurarte que los hititas tienen costumbres todavía más desagradables. En todo caso voy a hacerles la guerra y rechazarlos, porque tengo confianza en mi suerte y una vez vi un matorral ardiendo que no se consumía, y con ello supe que estaba destinado a grandes cosas. Pero es difícil realizar hazañas con las manos vacías, porque es poco probable que los hititas se dejen atemorizar por los excrementos secos que les lanzarán mis soldados.
Yo dije:
– Por Seth y todos los demonios, decidme por qué lo amamos y obedecemos pese a que sepamos que está loco y sus palabras son insensatas. Explicadme este misterio si es que sois capaces.
– No tiene acción alguna sobre mí -dijo Bek-, pero no soy más que un viejo ebrio y mi muerte no causará pena a nadie. Por esto lo obedezco y pagaré de esta manera todos los años de borrachera que he vivido gracias a él.
– No lo quiero; al contrario, lo detesto -afirmó Thotmés-. Y precisamente por esta razón salgo para ejecutar sus órdenes, porque quiero precipitar su fin. En verdad estoy hastiado de todo y espero que venga pronto el fin.
Pero Horemheb dijo:
– ¡Mentís, cerdos! Confesad que cuando os mira a los ojos vuestro espinazo grasiento comienza a temblar y quisierais ser de nuevo chiquillos y jugar con los corderos. Yo soy el único sobre quien su mirada no surte
efecto, pero mi destino está unido al suyo y debo confesar que lo quiero, pese a que se porte como una vieja y hable con esa voz aguda.
Así hablábamos mientras bebíamos vino y veíamos las barcas subir o bajar por el río y la gente marcharse de la Ciudad del Horizonte. Algunos nobles huían con sus mejores efectos, pero otros iban a derribar los dioses y cantaban himnos a Atón al marcharse. Creo que no cantaron mucho tiempo, pues los sones se helaron en sus bocas cuando se enfrentaron con las multitudes enfurecidas en los templos. Estuvimos todo el día bebiendo vino, pero no conseguía alegrarnos el espíritu, porque el porvenir se abría ante nosotros como un abismo negro y nuestras palabras eran cada vez más amargas.
Al día siguiente, Horemheb se embarcó para regresar a Menfis y de allí a Tanis. Antes de marcharse, le prometí prestarle todo el oro que pudiese reunir en Tebas y mandarle la mitad del trigo que poseyese. Probablemente ese error de juicio determinó mi suerte, porque di la mitad a Akhenaton y la otra mitad a Horembeb y ninguno de los dos quedó satisfecho.
Thotmés y yo nos marchamos juntos a Tebas y ya de lejos vimos los cadáveres flotar sobre las aguas. Aparecían hinchados y reconocíamos las cabezas afeitadas de los sacerdotes, nobles y villanos, guardianes y esclavos. Los cocodrilos celebraban festines en el borde de las aguas, porque por todas partes había matanzas y arrojaban los cadáveres al Nilo, y los cocodrilos, que son animales muy inteligentes, comenzaban a hacer remilgos y elegían los bocados más exquisitos, prefiriendo la carne de los chiquillos y mujeres a la de los trabajadores y esclavos. Si los cocodrilos tienen uso de razón, como creo, aquel día debieron de cantar las alabanzas de Atón.
A nuestra llegada a Tebas había incendios en todas partes y un humo espeso se elevaba también de la Ciudad de los Muertos y la plebe saqueaba las tumbas de los sacerdotes y quemaba las momias. «Cruces» muy excitados arrojaban a los «Cuernos» al río y los golpeaban con unas pértigas hasta que se ahogaban. Esto nos demostró que los viejos dioses estaban ya destronados en Tebas y que Atón había vencido.
Fuimos directamente a «La Cola de Cocodrilo», donde encontramos a Kaptah. Se había despojado de sus bellas vestiduras y disfrazado de pobre. Se había quitado también la placa de oro de su ojo tuerto y ofrecía de beber a los esclavos harapientos y faquines armados diciéndoles:
– Divertíos y alegraos hermanos porque hoy es un día de júbilo y ya no hay dueños ni esclavos, nobles ni villanos, sino que todos los hombres son libres de ir y venir a su antojo. Bebed hoy por mi cuenta y espero que os acordaréis de mi taberna si la suerte os favorece y conseguís robar oro en los templos de los falsos dioses y las casas de los malos dueños. Soy esclavo como vosotros y esclavo nací, y mi ojo me fue reventado por mi dueña un día en que había vaciado su jarra de cerveza para llenarla con mi orina. Pero estas injusticias no se producirán más y nadie soportará ya la caricia de los vergajos porque sea esclavo y nadie tendrá que trabajar con las manos porque sea esclavo, sino que no habrá más que alegría y júbilo, danzas y diversiones mientras dure.
Sólo entonces se dio cuenta de mi presencia y de la de Thotmés y se apresuró a llevarnos a una habitación aislada y dijo:
– Es prudente que os vistáis con mayor modestia y os ensuciéis las manos de barro, porque los esclavos y los faquines recorren las calles alabando el nombre de Atón y matando a todos los que les parecen demasiado gordos y demasiado limpios. A mí me han perdonado mi obesidad porque soy un antiguo esclavo y les he distribuido trigo y los obsequio gratuitamente. Pero, ¿qué mal viento os trae a Tebas, donde el clima es malo para los nobles?
Le mostramos nuestros martillos y nuestras hachas diciéndole que veníamos a derribar a los viejos dioses y a borrar sus nombres de los templos.
Kaptah movió la cabeza y dijo:
– Vuestro proyecto puede quizá ser inteligente y gustará al pueblo, a condición de que no sepan quiénes sois, porque siempre son posibles los cambios y los cuernos se vengarán si vuelven a adueñarse del poder. No creo que este sistema pueda durar mucho tiempo, porque los esclavos no sabrán adónde ir a buscar su trigo para vivir y en su excitación han cometido una serie de actos que han inducido a muchas cruces a reflexionar y unirse con los cuernos para mantener el orden. Sin embargo, la decisión de liberar a los esclavos es muy sagaz porque así puedo despedir a todos los esclavos demasiado viejos o incapaces que consumen inútilmente mi precioso trigo y mi aceite. No tengo ya necesidad de mantener a mis esclavos con grandes gastos, sino que puedo contratar obreros cuando me convenga y despedirlos cuando quiera sin estar comprometido con ellos, y pagaré lo que quiera. El trigo está más caro que nunca y una vez disipada su embriaguez vendrán a suplicarme que les dé trabajo, y esto me costará menos que la mano de obra servil, porque para tener pan aceptarán cualesquiera condiciones.
– Has hablado de trigo, Kaptah -le dije-. Debes saber, pues, que he prometido la mitad del mío a Horemheb a fin de que pueda partir a la guerra contra los hititas, y debes embarcarlo inmediatamente hacia Tanis. La otra mitad la harás moler y panificar para que se distribuya entre los hambrientos de las villas donde está depositado nuestro trigo. Al distribuir este pan tus servidores no exigirán pago alguno, sino que dirán: «He aquí el pan de
Atón; tomadlo y comedlo en nombre de Atón y alabad al faraón Akhenaton.»
Al oír mis palabras, Kaptah desgarró sus vestiduras porque iba solamente vestido de esclavo. Se arrancó después los cabellos haciendo volar el polvillo de barro y lloró amargamente diciendo:
– Este acto te arruinará, ¡oh dueño mío! ¿Y dónde estará mi provecho? La locura del faraón se ha apoderado de ti, te sostienes cabeza abajo y caminas al revés. ¡Ay de mí, que debo vivir esta jornada! Y nuestro escarabajo no nos puede ayudar, porque nadie nos dará las gracias por esta distribución de pan, y este maldito Horemheb responde descaradamente a mis cartas en que le reclamo mi oro y me dice que vaya a cobrarlo en persona. Tu amigo Horemheb es peor que un bandido, porque un bandido se contenta con robar pero él ofrece pagar con interés y después atormenta a sus acreedores y los hace morir de rabia. Pero leo en tus ojos que hablas en serio, ¡oh dueño mío!; y no tengo más remedio que obedecerte, pese a que te arruines.
Dejamos a Kaptah con sus clientes y los traficantes en objetos y vasos preciosos robados en los templos. Toda la gente respetable se había encerrado en casa y las calles estaban desiertas, y algunos templos donde los sacerdotes se habían atrincherado estaban en llamas. Entramos en los templos saqueados para borrar las inscripciones de los dioses y encontramos a otros fieles del faraón y nuestro martillo hacía brotar chispas de la piedra. Día tras día nuestro celo aumentaba y a menudo teníamos que pelearnos con sacerdotes que se obstinaban en proteger a sus dioses.
El pueblo sufría hambre y miseria, y los faquines y los esclavos, ebrios de su libertad, formaban bandas para saquear las casas de los ricos y repartirse el botín. Los guardias del faraón eran impotentes. Kaptah había contratado gente para moler el trigo y hacer el pan, pero la muchedumbre arrancaba los panes a los portadores y decía: «Este pan ha sido robado a los pobres y es justo que les sea distribuido.» Y nadie bendecía mi nombre, pese a que me hubiese arruinado en una sola luna.
Cuando hubieron transcurrido cuarenta días y cuarenta noches y la confusión era extrema en Tebas y los hombres que habían poseído oro mendigaban en las esquinas y sus mujeres vendían sus joyas a sus esclavos para comprar pan para sus hijos, Kaptah vino a encontrarme una noche y me dijo:
– ¡Oh dueño mío! Ha llegado para ti el momento de huir, porque el poder de Atón no tardará en derrumbarse y creo que nadie respetable lo lamentará. Hay que restaurar las leyes y el orden y los antiguos dioses, pero antes de eso los cocodrilos tendrán sus buenos festines, porque los sacerdotes se proponen extirpar la mala sangre de todo Egipto.
Y yo le pregunté:
– ¿Cómo lo sabes?
Adoptó un aire inocente y dijo:
– ¿No he sido acaso siempre un cuerno fiel que adoraba a Amón en secreto? También he prestado mucho dinero a los sacerdotes, porque daban un buen interés y en garantía las tierras de Amón. Para salvar el pellejo, Ai se ha puesto de acuerdo con los sacerdotes. Todos los ricos y los nobles han vuelto a Amón y los sacerdotes atraen negros del país de Kush y alistan sardos. En verdad te digo, Sinuhé, que el molino va pronto a girar y moler el grano, pero el pan que se sacará será el de Amón y no el de Atón. Los dioses volverán, el orden antiguo será restaurado, gracias sean dadas a Amón, porque ya estoy harto de esta confusión, pese a que me haya enriquecido considerablemente.
Estas palabras me emocionaron profundamente y grité enfurecido: -¡El faraón Akhenatón no cederá jamás!
Pero Kaptah esbozó una sonrisa de astucia y, frotándose su ojo ciego, respondió:
– No le pediremos permiso. La Ciudad del Horizonte está ya maldita y todos los que permanezcan en ella están condenados a morir. Una vez en el poder, los sacerdotes harán cortar todas las rutas que llevan a ella y morirán todos de hambre. Porque exigen que el faraón regrese a Tebas y se incline delante de Amón.
Entonces mis ideas se aclararon y vi delante de mí el rostro del faraón y sus ojos expresaban una decepción más amarga que la muerte. Y por esto dije:
– Esta vergüenza no ocurrirá, Kaptah. Tú y yo hemos corrido muchos caminos juntos, Kaptah, y seguiremos éste también hasta el fin. Ahora yo soy pobre y tú eres rico. Compra, pues, armas, lanzas y flechas, y compra también mazas y soborna a los guardias y distribuye las armas a los esclavos y los faquines. No sé cual será el resultado, porque jamás hasta ahora el mundo ha tenido una ocasión parecida de reformarlo todo. Cuando la tierra haya sido repartida y las riquezas distribuidas y las casas de los ricos sean habitadas por los pobres y sus jardines sirvan de lugares de juego para los hijos de los esclavos, el pueblo se calmará y cada cual tendrá su parte, cada cual trabajará a su antojo y todo irá mejor que antes.
Pero Kaptah se puso a temblar y dijo:
– ¡Oh dueño mío! No tengo interés alguno en mis viejos días en trabajar con mis manos, y han obligado ya a algunos nobles a hacer girar las muelas de los molinos y les dan bastonazos y han obligado a las mujeres y las hijas de los ricos a acostarse con los faquines y los esclavos en las casas de placer, lo que está muy mal. ¡Oh amo Sinuhé! No me pidas esta vez que te acompañe, porque me acuerdo de la sombría mansión a la que te seguí un día. Me diste la orden de no volver a hablarte jamás de ello, pero hoy tengo que hacerlo. ¡Oh dueño mío! Te dispones a penetrar de nuevo en una mansión sombría e ignoras lo que en ella te espera, y si entras descubrirás quizás un monstruo en descomposición. Porque, por lo que hemos podido ver, el dios del faraón Akhenatón es tan terrible como el de Creta y hace bailar a los mejores y más dotados egipcios delante de los toros y los manda a una mansión sombría sin esperanza de regreso. No, ¡oh dueño mío!, no te seguiré más al antro del Minotauro.-No lloraba ni gemía, como de costumbre, sino que me hablaba seriamente para convencerme de que debía renunciar a mis intenciones, y añadió-: Si no quieres pensar en ti ni en mí, piensa por lo menos en Merit y en el pequeño Thot, que te quiere. Llévatelos lejos de aquí, ponlos a salvo, porque su vida no estará ya en seguridad en cuanto el molino de Amón empiece a machacar.
Pero la pasión me había cegado y las advertencias eran vanas, y respondí con convicción:
– ¿Quién perseguiría a una mujer y a un chiquillo? Estarán en seguridad en mi casa porque Atón vencerá. Si así no fuera la vida no merecería la pena de ser vivida. El pueblo tiene buen sentido y sabe que el faraón desea su bien. Es imposible que pretenda volver a caer en el temor y la oscuridad. La casa de Amón es la mansión sombría de que me hablas no la de Atón. Algunos guardias comprados y unos pocos nobles atemorizados no bastarán para derribar a Atón, que tiene todo el pueblo detrás de él.
Y Kaptah dijo:
– Te he dicho lo que tenía que decirte y no me vuelvo atrás. Tengo ciertamente deseos de revelarte un pequeño secreto, pero como no es mío, renuncio a ello, y, además, sería ineficaz en ti, porque eres presa de la locura. No me acuses después si un día te ves obligado a lacerarte el rostro y el pecho en tu desesperación. No me dirijas reproches si el monstruo te devora. No soy más que un antiguo esclavo sin hijos que puedan llorarme. Por esto te acompañaré esta vez también, pese a que sé que es inútil. Así penetraremos juntos en esta mansión sombría y, con tu permiso, me llevaré también una jarra de buen vino.
Desde entonces Kaptah comenzó a beber de la mañana a la noche, pero sin desobedecer mis órdenes, y distribuyó armas a los antiguos esclavos y a los faquines y tuvo conciliábulos con algunos jefes de guardias a fin de ganarlos para la causa de los pobres.
El hambre y la violencia reinaron en Tebas aquellos días en que Atón descendía sobre la tierra y muchas gentes estaban impresionadas por la crueldad de los tiempos y decían: «Nuestra vida no es más que una pesadilla y la muerte un despertar delicioso. Abandonemos el oscuro corredor de la vida por la aurora de la muerte.» Y se mataban y algunos mataban también a sus mujeres y a sus hijos. Otros bebían sin cesar para hallar el olvido y nadie se inquietaba ya ante las cruces y los cuernos; pero si alguien encontraba por la calle a una persona llevando un pan, le arrancaban el pan diciendo:
– Dame este pan porque, ¿no somos acaso todos hermanos delante de Atón?
Y si veían un hombre vestido de lino fino le decían:
– Dame tu túnica, porque todos somos hermanos delante de Atón y no es justo que un hermano vaya mejor vestido que el otro.
Los que llevaban los cuernos, si no eran muertos y sus cuerpos arrojados a los cocodrilos que se agitaban en el agua en los mismos muelles de Tebas, eran enviados a las minas o a los molinos, y no existía ya orden alguno en la ciudad y los saqueos y los robos menudeaban.
Así transcurrieron dos veces treinta días y el reino de Atón sobre la tierra no duró ya más, porque se hundió. Los negros reclutados en el país de Kush y los sardos alistados por Ai cercaron la ciudad a fin de impedir toda fuga. Los cuernos se rebelaron y los sacerdotes les procuraron armas procedentes de las cavernas de Amón, y los que no tenían armas endurecían las pértigas al fuego o dotaban de cobre sus cilindros de amasar y fundían las joyas para fabricar puntas de lanza. Los cuernos se rebelaron y arrastraron a todos los que querían el bien de Egipto; e incluso la gente pacífica y ponderada decía:
– Queremos volver al orden antiguo, porque estamos cansados del orden nuevo y Atón nos ha atormentado ya bastante.
Pero yo decía a la gente:
– Es posible que la injusticia haya ganado al derecho en estos días en que muchos inocentes han pagado por los culpables pero, a pesar de todo, Amón es el dios de las tinieblas y del miedo y domina a los hombres a causa de su ignorancia. Atón es el único dios, porque vive en cada uno de nosotros y fuera de nosotros y no hay otros dioses. Luchad, pues, por Atón, esclavos y pobres, faquines y servidores, porque no tenéis nada que perder, y si Amón se lleva la victoria conoceréis la servidumbre y la muerte. Luchad por el faraón Akhenatón, porque no existe en el mundo un hombre como él y el dios habla por su boca, y no ha habido nunca, ni nunca volverá a presentarse, una ocasión como ésta de renovar el Universo.
Pero los esclavos y los faquines se reían ruidosamente y decían: -Cesa ya de decir tonterías sobre Atón, Sinuhé, porque todos los dioses no valen y todos los faraones son iguales. Pero eres un buen hombre, aunque un poco cándido, y has vendado nuestras manos aplastadas y sanado nuestras llagas sin pedirnos nada. Arroja, pues, a lo lejos esta maza que ya no tienes fuerza para manejar, porque no estás hecho para pelear, y los cuernos te matarán si te ven con esta maza. En cuanto a nosotros, poca importancia tiene que muramos, porque hemos mojado nuestras manos en la sangre y vivido bellas jornadas durmiendo bajo los baldaquinos y bebiendo en copas de oro. Nuestra hora ha terminado y vamos a morir con las
armas en la mano, porque después de haber saboreado la libertad no queremos volver a caer en la esclavitud.
Estas palabras me sumieron en un mar de confusiones, y arrojando la maza me fui a casa a buscar mi estuche de médico. Durante tres días y tres noches la gente peleó en Tebas e innumerables fueron las cruces que adoptaron el cuerno v muchos se escondieron en las casas y los sótanos y los depósitos de trigo y las cestas vacías del puerto. Pero los esclavos v los faquines se batieron valientemente. Tres días y tres noches se batieron en Tebas y se incendiaron casas para iluminar los combates, y los negros v los sardos incendiaban también las casas para saquearlas, mataban a la gente al azar fuesen cruces o fuesen cuernos. Su jefe era el mismo Pepitatón, aquel que había atropellado a la muchedumbre en la Avenida de los Carneros y delante del templo de Amón pero se llamaba nuevamente Pepitamón y Ai lo había elegido porque era el más instruido de todos los jefes del faraón.
En cuanto a mí, curaba las heridas de los esclavos y los faquines y los cuidaba en ‹La Cola de Cocodrilo,›, y Merit cortaba a tiras mis ropas, las suyas y las de Kaptah para hacer vendas, y el pequeño Thot llevaba vino a los que había que aliviar los sufrimientos. El último día se luchó únicamente en el barrio del puerto, y en el de los pobres, y los negros y los sardos, entrenados para la guerra, segaban a la gente como si fuese trigo, y la sangre corría por los callejones. Jamás la muerte había hecho una tan rica cosecha en el país de Kemi, porque no se daba cuartel v los esclavos se batían hasta la muerte.
Los jefes de los esclavos y los faquines acudían algunas veces a reponer sus fuerzas a la taberna, y aprovechaban la ocasión para decirme:
– Te hemos preparado en el puerto una cesta donde podrás ocultarte, Sinuhé, porque imaginamos que no tienes ganas de que te cuelguen cabeza abajo en los muros de la ciudad con nosotros esta noche. Es el momento de ocultarte, Sinuhé, porque es inútil curar heridos que van a ser degollados de un momento a otro.
Pero yo les contestaba:
– Soy médico real y nadie osará poner la mano sobre mí.
Y entonces se echaban a reír y me daban golpes en la espalda con sus grandes manazas huesudas, bebían vino y volvían a la lucha. Finalmente, Kaptah se acercó a mí y dijo:
– Tu casa arde, Sinuhé, y los cuernos han matado a Muti, que los amenazaba con su pala de lavar. Es hora ya de vestir tus finas vestiduras y ostentar las insignias de tu dignidad. Abandona, pues, a estos heridos y sígueme a las habitaciones posteriores a fin de que nos preparemos a recibir a los sacerdotes y oficiales.
Merit me rodeó el cuello con sus brazos y me dijo también.
– Huye, Sinuhé, y si no quieres hacerlo por ti, hazlo por mí y por Thot. Pero las largas vigilias y la decepción y la muerte me habían embrutecido hasta el punto que no sabía ya lo que sentía.
– ¡Qué me importa mi casa, qué me importa Thot y qué me importas tú.! La sangre que corre es la sangre de mis hermanos en Atón y no quiero vivir si el reino de Atón se derrumba.
Pero ignoro por qué pronuncié estas palabras, que no expresaban los sentimientos de mi corazón.
No sé si hubiera tenido tiempo de huir, porque al poco rato los sardos hundieron la puerta de la taberna v entraron precedidos por un sacerdote con la cabeza afeitada y reluciente de aceite. Comenzaron a matar a los heridos y el sacerdote les reventaba los ojos con su cuerno y los negros, con los pies juntos, saltaban sobre su barriga, de manera que la sangre manaba de sus heridas. Y el sacerdote aullaba:
– Es un inmundo antro de Atón, ¡limpiémoslo por el fuego!
Ante mis ojos le partieron la cabeza al pequeño Thot y asesinaron a Merit a lanzazos, y mientras yo volaba en su socorro un sacerdote me dio un golpe en la cabeza y me caí y no supe nada más de lo que ocurría. Recobré el conocimiento, en la callejuela que había delante de «La Cola de Cocodrilo» y de momento no supe dónde estaba ni si estaba vivo o muerto. El sacerdote se había marchado v los soldados habían depuesto las armas y bebían el vino que Kaptah les ofrecía, mientras los oficiales les daban prisa, para que fuesen de nuevo a pelear, y «La Cola de Cocodrilo» ardía. Entonces lo recordé todo y, traté de levantarme, pero las fuerzas me faltaron. Comencé a reptar sobre mis manos y las rodillas y penetré en la casa en llamas para reunirme con Merit v Thot, y mis cabellos se inflamaron v mis ropas también, pero Kaptah llegó corriendo y gritando, sacándome de las llamas me hizo rodar por el polvo hasta que mis ropas se hubieron apagado. Ante este espectáculo los soldados se echaron a reír, y Kaptah les dijo:
– Está indudablemente atontado, porque el sacerdote le ha dado un golpe en la cabeza con el cuerno y será castigado. Porque este hombre es médico real y no debe tocarse su persona y es, además, sacerdote de primer grado, si bien ha tenido que disfrazarse de pobre para ocultar sus insignias y escapar así de la furia del pueblo.
Sentado en el polvo me cogí la cabeza con ambas manos y las lágrimas corrieron por mis mejillas,y gemí:
¡Merit, Merit mía! Pero Kaptah me dio un golpe y me susurró al oído:
– Cállate, loco! ¿No has causado todavía bastantes desgracias con tu locura?- Y en vista de que no me callaba se inclinó hacia mí y dijo-: Que esto te vuelva a la razón, ¡oh dueño mío!, porque tu medida está ya más que colmada. Debes saber, pues, aunque ya sea tarde, que Thot era tu hijo, nacido de ti, y fue concebido la primera vez que abrazaste a Merit y dormiste a su lado. Te digo este secreto para que recobres el espíritu, ya que ella no quiso hablarte de ello porque era orgullosa y solitaria y la abandonaste por Akhenatón y su Ciudad. El pequeño Thot era de tu sangre, y si no estuvieses completamente loco hubieras reconocido tus ojos y tu boca en su boca y en sus ojos. Yo hubiera dado mi vida por salvar la suya, pero a causa de tu locura no he podido salvar ni la de Merit ni la suya. Por tu locura han perecido los dos, de manera que espero que recobres tu espíritu, dueño mío.
Estas palabras me impusieron silencio y, mirándolo frente a frente, le pregunté:
– /Es verdad?
Pero esta pregunta era inútil. Y así seguí en el polvo de la calle y ya no lloré más ni sentí más dolor, sino que todo se helaba en mí y mi corazón se cerraba, de manera que no sabía ya lo que me pasaba.
«La Cola de Cocodrilo,› seguía ardiendo delante de mí con el pequeño Thot v el bello cuerpo de Merit. Sus cadáveres se consumían en medio de los cadáveres de los esclavos y faquines y yo no podía hacerlos conservar eternamente. Thot era mi hijo y era posible que por sus venas hubiese corrido sangre real, como corría por las mías. Si lo hubiese sabido, acaso hubiera obrado de otra forma, porque por un hijo un padre es capaz de muchos actos que no haría por si mismo. Pero era ya tarde y permanecía sentado contemplando las llamas que devoraban los dos cuerpos y me tostaban la cara.
Kaptah me llevó a casa de Ai y Pepitamón porque la batalla había terminado y, mientras el barrio de los pobres ardía, administraban justicia en tronos de oro y los soldados y los guardias les llevaban sus prisioneros.Todo el que fue cogido con las armas en las manos era colgado cabeza abajo de los muros, y quien era encontrado en posesión de botín era arrojado a los cocodrilos, y el que llevaba una cruz de Atón era apaleado y enviado a las minas y las mujeres eran entregadas a los soldados y los negros, que se divertían con ellas, y los chiquillos eran entregados a Amón para ser educados en los templos. Así la muerte reinaba en las riberas de Tebas y Ai no conocía la piedad, porque quería ganar el favor de los sacerdotes y decía: -Extirpo la mala sangre en todo Egipto.
Pepitamón estaba en el colmo de su cólera, porque los esclavos y los faquines habían saqueado su palacio llevándose la comida de sus gatos para dársela a sus hijos, y los gatos, hambrientos, se habían vuelto salvajes. Por esto tampoco él conocía la piedad y en dos días los muros estuvieron cubiertos de cuerpos colgados cabeza abajo.
Pero los sacerdotes volvieron a levantar con alegría la estatua de Amón y le ofrecieron grandes sacrificios. Se entronizaron de nuevo las imágenes de los demás dioses y los sacerdotes dijeron al pueblo:
– No habrá ya más hambre ni más lágrimas en el país de Kemi, porque Amón ha vuelto y bendecirá a todos los que creen en él. Sembremos los campos de Amón y el trigo crecerá centuplicado y la riqueza y la abundancia volverán a Egipto.
Pero, a pesar de todo, el hambre era todavía espantosa en Tebas y los sardos saqueaban y robaban sin hacer distinción entre las cruces v los cuernos, y violaban a las mujeres y vendían a los chiquillos como esclavos, Pepitamón no podía retenerlos ni Ai se bastaba para imponer la disciplina. Yen Egipto no había faraón, porque los sacerdotes habían declarado que Akhenatón era un falso faraón y su sucesor tenía que entrar en Tebas inclinarse ante Amón para ser reconocido por los sacerdotes como soberano legítimo.
Ante esta confusión, Ai nombró a Pepitamón gobernador de Tebas y fue urgentemente a la Ciudad del Horizonte a incitar a Akhenatón a que renunciase a la doble corona. Y me dijo:
– Acompáñame, Sinuhé, porque quizá tendré necesidad de los consejos de un médico para hacer ceder al faraón.
Y yo le contesté:
– En verdad te acompañaré, Ai, porque quiero que mi medida esté bien colmada.
Pero él no comprendió lo que quería decirle,
Así, con Ai llegué de nuevo a la Ciudad del Horizonte, pero Horemheb, se había enterado en Menfis de los acontecimientos de Tebas y de otras ciudades de las riberas del río y acudió también al faraón. Mientras iba remontando el río, las villas v los poblados iban calmándose a su paso, porque se abrían los templos y se colocaban las imágenes de los dioses en su sitio, y creo que los cocodrilos bendijeron de nuevo su nombre. Pero tenía prisa en llegar antes que Ai a fin de disputarle el poder, y por esto indultó a todos los esclavos que depusieron las armas y no castigó a los que cambiaban la cruz de Atón por el cuerno de Amón- Y el pueblo alababa su generosidad, si bien su objeto era conservar a los hombres válidos para su ejército.
Pero la Ciudad del Horizonte era una tierra maldita, y sacerdotes y cuernos vigilaban los caminos que llevaban a ella y asesinaban a todos los que salían si no consentían en sacrificar a Amón. Habían cerrado también el río con cadenas de cobre. Y al ver la ciudad desde el barco no la reconocí, porque reinaba en ella un silencio de muerte y las flores estaban mustias en en los parques y el césped quemado por el sol, porque nadie regaba ya. Los pájaros no piaban ya en los árboles desecados por el sol y un olor a muerte flotaba por las calles. Los nobles habían abandonado sus palacios y la servidumbre huyó dejándolo todo corno estaba, sin querer llevarse nada de la ciudad maldita. Los perros habían muerto en sus casetas y los caballos en las cuadras, con los tobillos cortados por los esclavos en fuga.
Pero el faraón y su familia no se habían movido de su palacio dorado y algunos servidores fieles habían permanecido con ellos, con algunos viejos cortesanos que no podían concebir la existencia alejados de la Corte.Ignoraban todo lo ocurrido, porque desde hacía dos lunas ningún mensajero había llegado a la Ciudad del Horizonte. Y los víveres comenzaron a faltar en el palacio y todo el mundo se alimentaba de pan y harina amasada, según la voluntad del faraón.
El sacerdote Ai me mandó a ver al faraón, que tenía confianza en mí, para que le contase todo lo ocurrido. Así me presenté de nuevo ante Akhenatón, pero todo estaba helado en mí y no conocía ya ni pena ni alegría, y mi corazón estaba cerrado. Levantó hacia mí su rostro devorado por la consunción y me miró con sus ojos apagados diciendo:
– Sinuhé, ¿eres tú el único en volver a mí? ¿Dónde están mis fieles? ¿Dónde están todos aquellos a quienes yo amaba y me amaban a mí? Y yo le dije:
– Los antiguos dioses reinan de nuevo en Egipto y los sacerdotes sacrifican a Amón en Tebas, mientras el pueblo está lleno de júbilo. Te han maldecido, faraón Akhenatón, han maldecido tu villa y tu nombre hasta la consumación de los siglos y lo borran de las inscripciones.
Movió la cabeza con impaciencia y la excitación le enrojeció el rostro, y dijo:
– No te pregunto lo que pasa en Tebas; te pregunto dónde están mis fieles, todos aquellos a quienes amaba.
Yo le contesté:
– Tienes todavía a tu lado a la bella Nefertiti y a tus hijas. El joven Smenkhkaré pesca peces en el río y Tut juega al entierro con sus muñecas. ¿Qué te importa todo lo demás?
Y él preguntó:
– ¿Dónde está mi amigo Thotmés, que era también tu amigo? ¿Dónde está ese artista que hacía vivir eternamente la piedra?
– Ha muerto por ti, faraón Akhenatón. Los negros lo han atravesado con sus lanzas y han dado su cuerpo como pasto a los cocodrilos porque te era fiel. Quizás haya escupido en tu lecho, pero ya no piensa en ello, y ahora su chacal aúlla en su taller desierto.
Akhenatón hizo un ademán con la mano como si quisiera apartar una telaraña de delante de sus ojos. Después me nombró un gran número de personas a quienes había amado. A algunos nombres yo respondía: «Han muerto por ti», pero la mayoría de las veces decía: «Sacrifica a Amón y maldice tu nombre. Para terminar, dije:
– El reino de Atón se ha derrumbado sobre la tierra, y Amón reina de nuevo.
Miró fijamente en el vacío y agitó sus manos exangües, y dijo:
– Sí, sí, lo sé todo. Mis visiones me lo han dicho. El reino de lo eterno no tiene lugar en los límites terrenales. Todo quedará como antes, y el miedo, el odio y la injusticia seguirán reinando. Por esto sería mejor que estuviese muerto, y mejor aún que no hubiese nacido nunca para ver todo el mal que reina sobre la tierra.
Entonces su ceguera me irritó y, exaltándome, le dije:
– No has visto más que una parte del mal causado por tu culpa, faraón Akhenatón. La sangre de tu hijo no ha corrido por tus manos y tu corazón no se ha helado por el estertor de la mujer que amas. Por esto tus palabras no tienen sentido.
Con aire cansado me dijo:
– Vete, abandóname, puesto que tan malo soy. Abandóname para que no tengas que sufrir por mi culpa. Abandóname, porque estoy cansado de ver tu rostro, cansado de ver todos los rostros humanos, porque bajo todos los rostros se distinguen los rasgos de la bestia.
Pero yo me senté a sus pies y le dije:
– No te abandonaré, faraón Akhenatón, porque quiero mi medida llena. Debes saber que el sacerdote Ai va a llegar y Horemheb ha hecho sonar sus trompetas sobre el río y ha cortado las cadenas de cobre para abordar en la Ciudad del Horizonte.
– Ai y Horemheb, el crimen y la lanza, son, pues, los únicos fieles que acuden a mí…
Y entonces guardó silencio hasta el momento en que los dos hombres entraron. Habían disputado con violencia y sus rostros estaban rojos de indignación y respiraban con fuerza hablando sin respeto para el faraón. Y Ai dijo:
– Debes abdicar, faraón Akhenatón, si quieres conservar la vida. Que Smenkhkaré reine en tu lugar y que regrese a Tebas para sacrificar a Amón. Y los sacerdotes lo ungirán faraón y colocarán la doble corona sobre su cabeza.
Pero Horemheb dijo:
– Mis lanzas salvarán tu corona, faraón Akhenatón, si regresas a Tebas y sacrificas a Amón. Los sacerdotes gruñirán quizás un poco, pero yo los calmaré con mi fusta y dejarán de gruñir, porque declararás la guerra santa para conquistar la Siria.
El faraón le contempló con una sonrisa muerta.
– Viviré y moriré como faraón -dijo-. Jamás consentiré en sacrificar a un falso dios y jamás declararé una guerra para salvar mi trono en la sangre. El faraón ha hablado.
Ai levantó los brazos y miró a Horemheb, que hizo el mismo ademán. Yo estaba sentado en el suelo, porque no tenía ya fuerzas en las rodillas y los observaba. Súbitamente Ai sonrió astutamente y dijo: -Horemheb, las lanzas están a tu disposición y el trono es tuyo. Ponte sobre la cabeza la doble corona que deseas.
Pero Horemheb tuvo una sonrisa de mofa y exclamó:
– No soy tan tonto. Toma tú estas malditas coronas, si las quieres. Sabes muy bien que las cosas no volverán nunca más a ser como antes, sino que Egipto está amenazado por el hambre y la guerra, y si ahora asumiera el poder, el pueblo me acusaría de todos los males que tendrá que soportar y te será fácil destronarme en el momento preciso.
Y Ai dijo:
– En este caso, que lo sea Smenkhkaré, si consiente en regresar a Tebas. Si no, Tut, que consentirá seguramente. Sus esposas son de sangre real. Que soporten la cólera popular hasta que los tiempos mejoren.
– Tú te propones reinar en su nombre -dijo Horemheb. Pero Ai respondió:
– Olvidas que tienes un ejército y debes rechazar a los hititas. Si consigues hacerlo, nadie será más poderoso que tú en el país de Kemi. Así disputaban, pero acabaron dándose cuenta de que su suerte estaba ligada y que nada podía uno sin el otro. Y por esto Ai dijo al fin: -Reconozco que he hecho cuanto he podido para derribarte, Horemheb, pero ahora eres más fuerte que yo, Hijo del Halcón, y no puedo prescindir de ti. Pero si los hititas invaden el país, el poder carecerá de atractivo para mí, porque sé muy bien que Pepitamón es incapaz de resistir a los hititas y no sirve más que como verdugo. Que este día selle, pues, nuestra alianza, Horemheb, porque juntos podemos gobernar Egipto, pero separados fracasaremos. Sin mí, tu ejército es impotente y sin tu ejército Egipto sucumbe. Juremos, pues, en nombre de todos los dioses de Egipto, que a partir de hoy estamos ligados uno a otro. Soy ya viejo, Horemheb, y deseo saborear la embriaguez del poder, pero tú eres joven y tienes tiempo para esperar.
– No anhelo estas coronas, sino una buena campaña para mis rufianes -dijo Horemheb-. Pero quiero una garantía, Ai; si no, me traicionarías a la primera ocasión. No protestes, te conozco.
Ai tendió su brazo y dijo:
– ¿Qué garantía puedo darte? ¿Es que el ejército no es una garantía de duración eterna?
Horemheb se puso sombrío y miró las paredes con aire embarazado arañando el suelo con su sandalia como si hubiese querido hundir los dedos en la arena. Y después dijo:
– Quiero a la princesa Baketatón por esposa. En verdad te digo que quiero romper una jarra con ella aunque los cielos y la tierra se abran, y no podrás impedirlo.
Ai exclamó diciendo:
– ¡Ah! Ya comprendo lo que deseas, y eres más astuto de lo que pensaba, de manera que te respeto. Ha vuelto a tomar ya el nombre de Baketatón y los sacerdotes no tienen nada contra ella y por sus venas corre la sangre sagrada del gran faraón. En verdad que al casarte con ella tendrás un derecho legítimo al trono, Horemheb, y un derecho más directo que los maridos de las hijas de Akhenatón, porque no tienen más que la sangre del falso faraón detrás de ellos. En verdad has combinado bien el golpe, Horemheb, pero no puedo aceptar tu condición; en todo caso, todavía no, porque entonces estaría enteramente en tus manos y no tendría ningún poder sobre ti.
Pero Horemheb gritó:
– ¡Guárdate tus cochinas coronas, Ai! Más que las coronas es a ella a quien deseo y he deseado desde el primer día que la vi en el palacio dorado. Deseo mezclar mi sangre con la del faraón, a fin de que de mis flancos salgan reyes de Egipto. Tú no deseas más que la corona, Ai. Tómala, pues, cuando juzgues llegado el momento propicio y mis lanzas sostendrán tu trono, pero dame a la princesa y no reinaré hasta después de ti, porque, como has dicho, tengo tiempo para esperar.
Ai se frotó el rostro con la mano, reflexionando largamente, mientras su aspecto iba tiñéndose de satisfacción porque había encontrado una manera de dominar a Horemheb. Por esto dijo:
– Has esperado largo tiempo a la princesa y la esperarás aún, porque tienes que ganar primero una guerra difícil. Y requerirá tiempo también conseguir que la princesa consienta, porque te desprecia profundamente, ya que naciste con estiércol entre los dedos de los pies. Pero yo y sólo yo poseo la manera de hacerla ceder y te juro por todos los dioses de Egipto que el día en que coloque sobre mi cabeza la corona roja y la corona blanca, yo mismo romperé una jarra entre la princesa y tú. Y no puedo ir más lejos en mis concesiones; lo comprenderás muy bien.
– De acuerdo. Llevemos a término esta empresa y creo que no harás las cosas despacio, tal es tu impaciencia por ceñir en tus sienes estas coronas que no son más que juguetes.
En el ardor de la discusión, habían olvidado totalmente mi presencia en el suelo y, al descubrirme, Horemheb exclamó:
– Sinuhé, ¿todavía estás aquí? Es lamentable para ti, porque has oído cosas que no convienen a tus oídos indignos y por esto debes matarte, aun cuando lo siento, porque eres mi amigo.
Estas palabras me hicieron sonreír, porque me dije que los dos, Ai y él, eran de baja extracción y se repartían coronas, mientras yo era quizás el único heredero varón del trono. Por esto no pude evitar reírme, y poniéndome la mano delante de la boca me eché a reír, ahogándome como una vieja.
Ai se sintió vejado y dijo:
– No tienes por qué reírte, Sinuhé, porque se trata de asuntos serios. Pero no te haremos perecer, como te merecerías, porque es conveniente que lo hayas oído todo y puedas servirnos de testigo. Porque no repetirás a nadie lo que has oído hoy. Tenemos necesidad de tí y te consideraremos de los nuestros, porque comprenderás que es hora ya de que el faraón Akhenatón muera. Por esto vas a trepanarlo hoy y harás que tu bisturí penetre lo suficientemente profundo para que muera según la buena vieja costumbre. Pero Horemheb dijo:
– Yo no me meto en este asunto. Pero Ai tiene razón. El faraón debe morir para que Egipto pueda salvarse. No hay otro medio.
Yo acabé calmándome y dije:
– Como médico, no puedo trepanarlo, porque nada en su estado lo exige y los deberes de mi profesión me atan. Pero estad tranquilos; como amigo le administraré una buena poción. Se dormirá y no despertará ya más y así estaré ligado a vosotros y no tendréis que temer que hable mal de vosotros.
Habiendo hablado así, tomé la redoma que me había dado Hribor, y vertí su contenido en el vino de una copa de oro, y no se notaba ningún olor. Tomé la copa y fuimos al encuentro del faraón. Se había quitado las coronas, dejado el cetro y la fusta, y reposaba sobre el lecho, con el rostro terroso y los ojos hinchados. Ai fue a sopesar las coronas y la fusta dorada, y dijo:
– Faraón Akhenatón, tu amigo Sinuhé te ha preparado una bebida. Bébela para curarte y mañana volveremos a hablar de estos enojosos asuntos.
El faraón se incorporó sobre el codo, nos miró a uno después de otro con una mirada que me atravesó y sentí un estremecimiento en el espinazo. Y después dijo:
– Se da el golpe de gracia a un animal enfermo. ¿Eres tú quien me lo das, Sinuhé? Si es así, te doy las gracias, porque mi desesperación es peor que la muerte y hoy la muerte me es más deliciosa que el perfume de la mirra.
– Bebe, faraón Akhenatón -le dije-, bebe por Atón.
Y Horemheb dijo también:
– Bebe, Akhenatón, amigo mío. Bebe para salvar Egipto y yo cubriré tu debilidad con mi túnica como en otro tiempo en el desierto.
El faraón Akhenatón bebió, pero su mano temblaba tanto que el vino manchó su barbilla. Entonces tomó la copa con las dos manos, la apuró y volvió a acostarse. No nos dirigió más la palabra, sino que nos miró con sus ojos apagados y enrojecidos. Al cabo de un momento comenzó a temblar como si tuviera frío y Horemheb se quitó la túnica y la tendió sobre él, mientras Ai se probaba las coronas en la cabeza.
Así fue como murió el faraón Akhenatón y recibió la muerte de mis manos. Ignoro cuáles fueron mis verdaderos motivos, porque el hombre no conoce su propio corazón. Creo que fue sobre todo por causa de Merit y por el pequeño Thot, que era mi hijo. Y creo que no fue tanto por piedad de él, sino por todo el odio y amargura y por todo el mal que había causado. Pero sobre todo porque seguramente estaba escrito en las estrellas que debía obrar de esta forma para colmar mi medida. Al verle morir, creí que mi medida estaba llena, pero el hombre no se conoce a sí mismo y su corazón es insaciable, más insaciable que los cocodrilos del río.
Una vez el faraón muerto, salimos del palacio, prohibiendo a los servidores molestarlo porque dormía. Sólo por la mañana los servidores lanzaron lamentaciones cuando lo hallaron muerto y los lloros llenaron el palacio, pese a que su muerte aportase un descanso para todos. Pero la reina Nefertiti estaba de pie al lado de la puerta, sin verter una lágrima, y nadie podía descifrar su expresión. Con su bella mano tocó los dedos demacrados del faraón y le acarició las mejillas, como lo vi cuando llegué para cumplir mi cometido. El cuerpo fue transportado a la Casa de la Muerte y los embalsamadores comenzaron su trabajo a fin de conservarlo eternamente. Así, según la costumbre, el joven Smenkhkaré fue faraón, pero estaba dominado por el dolor y lanzaba miradas ansiosas a su alrededor, porque había adoptado la costumbre de no pensar más que por Akhenatón. Ai y Horemheb le hablaron diciéndole que tenía que salir inmediatamente hacia Tebas a fin de sacrificar a Amón si deseaba conservar las coronas sobre la cabeza. Pero se negó a creerlo, porque era cándido y soñaba con los ojos abiertos. Y por esto dijo:
– Proclamaré la caridad de Atón a todos los pueblos y construiré un templo a mi padre Akhenatón y lo adoraré como a un dios en este templo, porque no era parecido a los demás hombres.
Ante su obstinación, Ai y Horemheb lo dejaron, y al día siguiente, según su costumbre, el muchacho fue a pescar al río y cayó al agua y fue devorado por los cocodrilos. Esto es lo que se contó, pero ignoro lo que ocurrió verdaderamente. No creo, sin embargo, que fuese Horemheb quien lo hiciese matar; debió de ser más bien Ai, que tenía prisa en regresar a Tebas a fin de consolidar allí su poder.
Ai y Horemheb fueron a ver al joven Tut, que jugaba al entierro con sus muñecas, y su esposa Anksenatón jugaba con él. Y Horemheb dijo: -Vamos, Tut, ha llegado la hora de levantarte, porque eres faraón. Tut se levantó dócilmente y se sentó en el trono dorado, y dijo: -¿Soy el faraón? No me extraña, porque siempre me he sentido superior a los demás y es justo que sea faraón. Mi fusta castigará a los malhechores y mi cetro gobernará a los buenos y los piadosos.
Y Ai dijo:
– Nada de tonterías, Tut. Harás todo lo que yo te diré, y sin rechistar. Ante todo vamos a regresar a Tebas, donde te inclinarás ante Amón, ofreciéndole un sacrificio, y los sacerdotes te ungirán y colocarán sobre tu cabeza la doble corona blanca y roja. ¿Comprendes?
– Si voy a Tebas quiero que me construyan una tumba como la de todos los grandes faraones, y los sacerdotes la llenarán de juguetes y de asientos dorados y de bellos lechos, porque las tumbas de la Ciudad del Horizonte son estrechas y pesadas; y quiero otra cosa, además de las pinturas de los muros, quiero un verdadero juguete y también el puñal azul que me regalaron los hititas.
– Los sacerdotes te construirán seguramente una bella tumba -le aseguró Ai -. Siendo ya faraón, eres cuerdo al pensar ante todo en tu tumba, Tut; eres más cuerdo de lo que te figuras. Pero debes cambiar de nombre. Tutankhatón desagrada al sacerdocio de Amón. Que tu nombre sea Tutankhamón.
Tut no hizo ninguna objeción; deseaba aprender únicamente a escribir su nuevo nombre, porque no conocía el signo representativo de Amón. Así este nombre fue escrito por primera vez en la Ciudad del Horizonte. Pero al ver que Tutankhamón había sido hecho faraón y que ella quedaba completamente olvidada, Nefertiti revistió sus mejores galas, ungió su cuerpo y su cabello, pese a que fuese una viuda inconsolable, fue a buscar a Horemheb a bordo del navío y le dijo:
– Es ridículo nombrar faraón a un chiquillo y mi maldito padre Ai le usurpará todo el poder y gobernará en su sitio, pese a que yo sea la gran esposa real y la madre real. A los hombres les gusta mirarme y me juzgan bella y dicen que soy la mujer más bella de Egipto, pese a que quizás exageren. Mírame, pues, Horemheb, pese a que el dolor haya turbado mis ojos y encorvado mi espalda. Mírame, Horemheb, porque el tiempo es precioso y tienes lanzas detrás de ti, y entre los dos podríamos combinar toda clase de proyectos que serían útiles a Egipto. Te hablo francamente, porque no pienso más que en el bien de Egipto y sé que mi padre, el maldito Ai, es voraz y malvado y hará daño a Egipto.
Horemheb la miró y Nefertiti abrió sus ropas tratando de seducirlo y diciendo que hacía mucho calor en su camarote. Y era que ignoraba el pacto secreto establecido entre Horemheb y su padre Ai, y si como mujer quizás adivinaba que Horemheb deseaba a Baketamón, imaginaba que su belleza triunfaría fácilmente sobre esta princesa orgullosa e inexperimentada. Estaba acostumbrada a éxitos fáciles en el palacio dorado.
Pero su belleza no produjo efecto alguno en Horemheb, que la miró fríamente y dijo:
– Me he enlodado ya demasiado en esta maldita ciudad, y no tengo el menor deseo de enlodarme más todavía contigo, bella Nefertiti. Por otra parte, tengo que dictar ahora unas cartas a los escribas, referentes a la guerra, de manera que no tengo tiempo para divertirme contigo.
Horemheb fue quien me contó la escena, y es probable que exagerase, pero la parte esencial debía de ser verdad, porque desde aquel día Nefertiti demostró un odio implacable contra Horemheb y se esforzó siempre en perjudicarlo y ensombrecer su reputación, y en Tebas se alió con Baketamón, lo cual causó muchos disgustos a Horemheb, como veremos más tarde. Horemheb hubiera hecho mejor en no ofenderla a fin de asegurarse su apoyo. Pero es que no quería escupir sobre el cuerpo de Akhenatón porque, por extraño que pueda parecer, seguía queriendo al faraón muerto a pesar de que hiciese desaparecer su nombre de todas las inscripciones y destruyese el templo de Atón en Tebas. Como prueba de este amor, puedo mencionar que Horemheb encargó. a sus hombres de confianza que transportaran el cuerpo de Akhenatón, en secreto, de la Ciudad del Horizonte a la tumba de su madre, en Tebas, a fin de que no cayese en manos de los sacerdotes que hubieran querido quemarlo y dispersar sus cenizas en el río. Pero esto ocurrió mucho más tarde.
Habiendo obtenido el consentimiento de Tutankhamón, Ai hizo preparar los navíos y toda la Corte embarcó en ellos, abandonando la Ciudad del Horizonte, de manera que no quedó en ella alma viviente, salvo los embalsamadores de la Casa de la Muerte, que preparaban el cuerpo del faraón. Los últimos habitantes huyeron con tal precipitación, que lo abandonaron todo, y los platos quedaron sobre las mesas de la casa dorada y los juguetes de Tut continuaron en el suelo jugando eternamente al fúnebre cortejo.
El viento del desierto derribó los postigos, y la arena llovió sobre los suelos, donde los ánades volaban sin cesar entre los cañaverales verdes, y los peces de colores nadaban en las aguas frías. El desierto invadió de nuevo la Ciudad del Horizonte y los estanques se secaron y los canales se obstruyeron y los árboles frutales se agotaron. El barro de las paredes se resquebrajó, los techos se hundieron y los chacales rondaron por las ruinas y se acostaron sobre los blancos lechos bajo los baldaquinos lujosos. Así murió la Ciudad del Horizonte de Atón, tan rápidamente como había nacido por la voluntad de Akhenatón. Y nadie se atrevió a aventurarse a robar los objetos preciosos que fueron enterrados por la arena, porque esta tierra estaba maldita para siempre y Amón hería con una languidez mortal a todo el que se hubiera aventurado. Así la Ciudad del Horizonte desapareció como un sueño o un espejismo.
Precediendo a los navíos reales, Horemheb remontó la corriente del río restableciendo la paz en ambas orillas, e hizo cesar los desórdenes en Tebas; el bandolerismo desapareció y no se colgó ya a nadie de cabeza abajo a causa de Atón, porque necesitaba para la guerra a todos los hombres aptos para llevar armas. Ai ordenó izar las oriflamas del nuevo faraón en la Avenida de los Carneros y los sacerdotes le prepararon un recibimiento fastuoso en el gran templo. El faraón pasó en su litera dorada seguida de Nefertiti y sus hijas, y la victoria de Amón fue completa. Los sacerdotes ungieron al nuevo faraón delante de la imagen del dios en el santuario de los santuarios y colocaron sobre su cabeza, en presencia de la muchedumbre, la corona roja y blanca, la de los lirios y la de los papiros, para mostrar bien claramente al pueblo que recibía el poder de manos del clero. Los cráneos de los sacerdotes estaban afeitados y sus rostros relucían de óleos sagrados, y el faraón ofreció a Amón todas las riquezas que Ai había podido obtener del país empobrecido. Pero Hribor había convenido con Horemheb prestarle las riquezas de Amón para la guerra, porque del Bajo Egipto llegaban noticias alarmantes y Horemheb las exageraba todavía para sembrar el miedo entre el pueblo.
Los tebanos estaban encantados con Amón y con el nuevo faraón, pese a que fuese todavía un chiquillo, porque el corazón humano es tan insensato que deposita su confianza en el porvenir y la esperanza, sin aprender nada de sus errores, e imaginando que el mañana será mejor que la víspera. Por esto el pueblo se aglomeró en la Avenida de los Carneros y aclamó al nuevo faraón, sembrando flores a su paso.
Pero en el puerto y el barrio de los pobres, los incendios no se habían extinguido todavía y un humo acre salía de las ruinas y el río apestaba a podredumbre y cadáveres. Sobre el tejado del templo los cuervos alargaban el cuello, tan hartos que no tenían ya fuerzas para remontar el vuelo. Por entre los escombros corrían las mujeres despavoridas y los chiquillos hurgaban el suelo tratando de descubrir los utensilios domésticos y yo recorría los muelles en medio del olor de sangre corrompida y miraba las cestas vacías, y pensaba en Merit y en Thot, que habían muerto a causa de Atón y de mi locura.
Mis pasos me condujeron hacia las ruinas de «La Cola de Cocodrilo». En medio del humo y el polvo, me parecía ver el cuerpo mutilado de Merit y los rizos ensangrentados del desgraciado Thot y me decía que la muerte del faraón Akhenatón había sido bien dulce. Me decía también que nada en el mundo es más peligroso que los sueños de un faraón, porque siembran la sangre y la muerte. Oía a lo lejos las aclamaciones del pueblo que saludaba a su nuevo rey y se imaginaba que aquel chiquillo, sólo preocupado por su tumba, sería capaz de suprimir la injusticia y restablecer la paz y la prosperidad.
Así yo estaba de nuevo solitario en Tebas y sabía que mi sangre se había extinguido con Thot y que no podía esperar ya la inmortalidad, pero la muerte sería para mí un consuelo y un reposo, como una estufa en una noche fría. El dios del faraón Akhenatón me había despojado de toda esperanza y de toda alegría, y sabía que todos los dioses moran en un palacio sombrío del que no se regresa jamás. El faraón había bebido la muerte ofrecida por mi mano, pero aquello no me devolvía nada, y su muerte había sido un olvido misericordioso. Yo vivía y no podía olvidar. Por esto la amargura devoraba mi corazón y sentía repulsión por la muchedumbre vulgar que rugía en el templo sin haber aprendido absolutamente nada.
El puerto estaba desierto, pero súbitamente un hombrecillo salió de entre un montón de cestas y me dijo:
– ¿No eres tú, Sinuhé, el médico real que cuidaba las heridas en nombre de Atón? -Se echó a reír, señalándome con el dedo, y añadiendo-: ¿No eres tú el Sinuhé que distribuía el pan entre el pueblo diciendo: «Es el pan de Atón, tomad y comed el pan de Atón»? Por esto te pido en nombre de todos los dioses infernales que me des un trozo de pan, porque hace días que estoy escondido aquí y no me atrevo a salir y la saliva se ha secado en mi boca. -Pero yo no tenía pan que darle, ni él lo esperaba de mí, porque se había acercado tan sólo para burlarse de mí. Y dijo-: Yo tenía una cabaña y, aunque era sórdida y olía a pescado podrido, era mía. Tenía una mujer y, aunque era fea y flaca, era mía. Tenía hijos y, aunque conocían el hambre, eran míos. ¿Dónde está mi cabaña y mi mujer y mis hijos? Es tu dios quien me los ha quitado, Sinuhé, ese Atón funesto que lo destruye todo, y pronto moriré, pero no me importa.
Rodó por el suelo y comenzó a llorar, y como no podía ayudarle me alejé y pasé delante de la casa del antiguo fundidor de cobre, cuyos muros ennegrecidos se elevaban cerca del estanque seco y el sicómoro de ramas calcinadas. Pero contra el muro se había instalado un abrigo y vi una jarra de agua, y Muti salió a mi encuentro con los cabellos en desorden, y cojeaba al andar. Y al verme se inclinó delante de mí y dijo irónicamente:
– Bendito sea el día que devuelve a mi amo al antiguo hogar.
No pudo decir más, porque la amargura le ahogaba la voz y se sentó y ocultó su rostro entre sus manos. Su cuerpo demacrado llevaba señales de los cuernos y su pie estaba dislocado. Lo curé lo mejor que supe y le pregunté dónde estaba Kaptah.
– Kaptah ha muerto. Se dice que los esclavos lo asesinaron porque vieron que daba vino a los soldados de Pepitamón y que los traicionaba.
Pero yo no lo creía porque sabía que Kaptah no podía morir de aquella forma.
Muti se irritó ante mi incredulidad y dijo:
– Sin duda eres feliz ahora que has visto el triunfo de tu Atón. Los hombres son todos iguales y de ellos provienen todos los males, porque no llegan nunca a adultos, sino que permanecen chiquillos y lanzan piedras y su mayor placer es entristecer a los que los quieren. No hablo por mí, que no tengo como recompensa a mi abnegación más que llagas y granos de trigo podrido, sino por Merit, que era demasiado buena para ti y la has arrojado deliberadamente a las fauces de la muerte. También he llorado todas mis lágrimas por Thot, que era para mí como un hijo y le gustaban tanto mis pasteles de miel. Pero, ¿qué importa? Llegas seguramente muy contento de ti, después de haber dilapidado todos tus bienes, para reposar bajo el refugio que me he construido y reclamarme comida. Apostaría a que antes de la noche me reclamarás cerveza y mañana me darás bastonazos porque no te sirvo suficientemente de prisa, pero los hombres son así y no te guardo rencor.
Así me habló y sus palabras me recordaron a mi madre Kipa y mi corazón se anegó de melancolía y las lágrimas rodaron por mis mejillas. Entonces Muti quedó desconcertada y dijo:
– Comprenderás, Sinuhé, hombre orgulloso, que hablo por tu bien. Me queda todavía un puñado de grano y voy a molerlo y te prepararé un muelle lecho de cañas y podrás volver a ejercer tu profesión para ganar nuestra vida. Pero no te inquietes, porque he ido a lavar ropa a casa de los ricos, donde hay muchas vestiduras ensangrentadas, y pediré prestada una jarra de cerveza en una casa de placer donde se han alojado unos soldados, de manera que podrás alegrarte el espíritu. No llores más, Sinuhé, hijo mío, porque no cambiarás nada y los hijos son los hijos y deben hacer tonterías para destrozar el corazón de sus madres y de sus esposas, como fue siempre el caso. Pero te ruego que no introduzcas nuevos dioses en esta casa, porque no quedaría piedra sobre piedra en todo Tebas. En cuanto a Merit, la quería como una hija, pese a que no he tenido hijos, porque soy fea y detesto a los hombres; quiero solamente decir que no es la única mujer en este mundo. En verdad te digo, Sinuhé, que el tiempo es un remedio misericordioso, y verás que hay otras mujeres capaces de calmar el pequeño objeto que llevas debajo del mandil, puesto que es una cosa esencial para los hombres. Pero has adelgazado mucho, Sinuhé, tus mejillas están hundidas y casi no te reconozco. Y voy a cuidarte, a condición de que dejes de llorar.
Acabé calmándome y le dije:
– No he venido a importunarte, querida Muti; volveré a marcharme y no regresaré antes de mucho tiempo. Pero he querido volver a ver la casa donde fui feliz y acariciar el tronco rugoso del sicómoro y franquear el umbral tantas veces hollado por Merit y el pequeño Thot. No te preocupes por mí, Muti, y voy a hacerte enviar un poco de dinero a fin de que puedas subvenir a tus necesidades durante mi ausencia. Y te bendigo por tus palabras, como si fueses mi madre, porque eres buena, pese a que tu lengua algunas veces pica como una avispa.
Muti comenzó a sollozar; negándose a dejarme partir, encendió fuego y me preparó comida y tuve que comer para no ofenderla, pero cada bocado se me quedaba en la garganta. Y ella me miraba moviendo la cabeza y sollozando, y me dijo:
– Come, Sinuhé, come, hombre orgulloso, aun cuando mi comida esté mal guisada, pero no tengo nada mejor que ofrecerte hoy. Adivino que vas a meter nuevamente la cabeza en todos los cepos, pero no puedo evitarlo. Come, pues, para recuperar las fuerzas, y regresa cuanto antes, porque te esperaré fielmente. Y no te preocupes por mí, porque aunque sea vieja y coja, soy robusta y ganaré mi subsistencia haciendo coladas y cociendo el pan en cuanto llegue algo de Tebas.
Permanecí sentado hasta la noche en las ruinas de mi casa y el fuego encendido por Muti brillaba pálidamente en la oscuridad. Y yo me decía que quizás era mejor no regresar nunca allí y morir en la soledad, puesto que no causaba más que tormentos a todos los que me amaban.
Cuando las estrellas se encendieron, me despedí de Muti para ir de nuevo hacia la ribera, veía de nuevo el resplandor rojizo sobre la ciudad y en las calles principales resonaban las orquestas y brillaban las luces, porque era el día de la coronación de Tutankhamón y Tebas estaba en fiesta.
Pero aquella misma noche los viejos sacerdotes trabajaban con ardor en el templo de Sekhmet y arrancaban la hierba que había crecido entre las losas y ponían en su lugar la imagen de cabeza de leona, revistiéndola de lino rojo y adornándola con sus emblemas de guerra y destrucción. Después de la coronación, Ai había dicho a Horemheb:
– Ha sonado tu hora, Hijo del Halcón. Haz sonar las trompetas y declara que la guerra ha comenzado. Haz correr la sangre para limpiar el país de Kemi a fin de que todo quede como en el pasado y el pueblo olvide al falso faraón.
Y al día siguiente, mientras el faraón jugaba al cortejo fúnebre con su esposa y los sacerdotes, ebrios por la victoria, incensaban a su dios y maldecían el nombre de Akhenatón para toda la eternidad, Horemheb hizo sonar las trompetas en todas las esquinas y abrió de par en par las puertas del templo de Sekhmet, y Horemheb avanzó con sus tropas por la Avenida de los Carneros y ofreció un sacrificio a la diosa. Por todas partes, a martillazos y con cinceles, se destruía el nombre del faraón Akhenatón. El faraón Tutankhamón había recibido también su parte, porque los arquitectos reales discutían ya el lugar del emplazamiento de su tumba. Ai tenía asimismo su parte porque, sentado a la derecha del faraón, gobernaba el país de Kemi, regulando los impuestos, la justicia, los donativos, los favores y las tierras reales. Le tocó el turno a Horemheb y también tuvo éste su parte, y yo lo seguí al templo de Sekhmet, porque él quería mostrarme toda la extensión de su poderío.
Pero debo decir en su honor que en el momento del triunfo menospreció todo honor y todo lujo externo y quiso impresionar al pueblo por su simplicidad. Se dirigió al templo en un sólido carro de guerra, sin plumas en los arneses de los caballos ni oro en los rayos de las ruedas. Pero dos hoces afiladas hendían el aire a ambos lados de su carro, y los lanceros y arqueros desfilaban en perfecto orden y el ruido de sus pies descalzos sobre el pavimento de la avenida era rítmico y potente como el ruido del mar, y los negros marcaban el ritmo de la marcha con sus tambores de piel humana.
Silencioso y poseído de temor, el pueblo admiraba su imponente estatura y sus tropas rebosantes de bienestar cuando toda la ciudad tenía hambre. Silencioso, contemplaba a Horemheb al verlo entrar en el templo, sintiendo confusamente que sus sufrimientos no habían hecho más que comenzar. Delante del templo, Horemheb se apeó de su carro y entró seguido de sus jefes, y los sacerdotes acudieron a recibirlo con las manos manchadas de sangre fresca y lo condujeron delante de la estatua de la diosa. Sekhmet iba vestida de lino y sus vestiduras, impregnadas en la sangre de las ofrendas, se pegaban a su cuerpo marcando sus altivos pechos. En la penumbra del templo parecía mover su cabeza de leona y sus ojos llameantes miraban a Horemheb mientras machacaba sobre el altar los corazones calientes de las víctimas, implorando la victoria para sus ejércitos. Los sacerdotes danzaban en torno a él en señal de alegría y se herían con puñales, gritando al unísono:
– ¡Regresa vencedor, Horemheb, Hijo del Halcón! Regresa vencedor y la diosa descenderá viva a tu lado para enlazarte con su cuerpo desnudo. Horemheb no se distrajo con los gritos ni las danzas de los sacerdotes, llevó a cabo con fría dignidad las ceremonias de ritual y se alejó. Delante del templo, en presencia de la muchedumbre amontonada, levantó sus manos ensangrentadas y dijo al pueblo:
– Escúchame, pueblo de Kemi, escúchame, porque soy Horemheb, el Hijo del Halcón, y traigo en mis manos la victoria y el honor inmortal para todos aquellos que quieran seguirme a la guerra santa. En este instante los carros hititas rugen en el desierto del Sinaí y sus vanguardias recorren el Bajo Egipto, y la tierra de Kemi no ha conocido jamás un peligro más temible, porque al lado de los hititas, la antigua dominación de los hiksos era dulce. Los hititas llegan y su número es infinito y su crueldad un horror para todo el pueblo. Destruirán las villas y os reventarán los ojos, violarán a vuestras mujeres y se llevarán a vuestros hijos como esclavos. El trigo no crece donde han pasado sus carros y la tierra se convierte en un desierto cuando han puesto sobre ellos los cascos de sus caballos. Por esto la guerra que les declaro es una guerra santa, porque es una guerra para vuestras vidas y los dioses del país de Kemi, y si todo va bien, reconquistaremos la Siria, y el país de Kemi renacerá y cada cual tendrá la medida llena. Hace ya demasiado tiempo que se ha burlado de nuestra debilidad y hecho mofa de nuestro Ejército. La hora ha sonado y voy a restaurar el honor guerrero de Kemi. Quien quiera seguirme recibirá una medida llena de trigo y su parte del botín, y en verdad que el botín será rico. Pero los que no me sigan voluntariamente me seguirán a la fuerza y deberán doblegarse bajo el peso de la carga y serán objeto de mofa sin tener derecho al botín. Por esto espero que todo egipcio que posea un corazón de hombre y sea capaz de soportar el peso de una lanza, me seguirá voluntariamente. Ahora carecemos de todo y el hambre repta bajo nuestros talones, pero la victoria vendrá acompañada de días de abundancia, y quien haya muerto por la libertad del país de Kemi entrará directamente en el campo de los bienaventurados, porque los dioses de Egipto recibirán su cuerpo. Hay que intentarlo todo para ganarlo todo. Por esto os digo, mujeres de Egipto, trenzad cuerda de arco con vuestros cabellos y mandad con alegría a vuestros maridos y vuestros hijos a la
guerra. Hombres de Egipto, transformad vuestras joyas en puntas de lanza y seguidme, porque os ofrezco una guerra como no se ha visto jamás otra conocida. El espíritu de los grandes faraones combatirá a nuestro lado. Todos los dioses de Egipto, y sobre todo el poderoso Amón, están con nosotros. Rechazaremos a los hititas, como la inundación barre las briznas de paja. Reconquistaremos las riquezas de Siria y lavaremos en sangre la vergüenza de Egipto. Escúchame atentamente, pueblo de Kemi, Horemheb, el Hijo del Halcón, el vencedor, ha hablado.
'Bajó sus manos tintas en sangre y su pecho jadeaba, porque había hablado con voz potente. Las trompetas resonaron y los soldados golpearon sus escudos con las lanzas y el suelo con los pies y la muchedumbre comenzó a lanzar gritos que se convirtieron en clamores de alegría. Horemheb sonrió y volvió a subir a su carro. Los soldados le abrieron paso por entre la muchedumbre que lo aclamaba. Entonces comprendí que la mayor alegría del pueblo era poder gritar todos a la vez, sin que importara nada lo que se grita ni por qué se grita, pero al gritar con los demás uno se siente fuerte y está convencido de la justicia de la causa por la cual se grita. Horemheb estaba muy satisfecho y levantaba los brazos para saludar al pueblo.
Fue directamente al puerto y subió al barco de mando para dirigirse con rapidez a Menfis, porque se había retrasado en Tebas, y según las últimas noticias los hititas habían acampado ya en Tanis. Yo embarqué con él y nadie me impidió acercarme y decirle:
– Horemheb, el faraón Akhenatón ha muerto y no hay ya trepanador real, pero soy libre de ir adonde me plazca y nada me retiene. Por esto deseo acompañarte y partir contigo a la guerra, porque todo me da lo mismo y nada me divierte ya. Tengo curiosidad de ver qué bendición nos aportará esta guerra de la que has hablado toda la vida. En verdad siento deseos de ver si tu poderío es superior al de Akhenatón o si son únicamente los espíritus de los infiernos los que gobiernan el mundo.
Horemheb me sonrió y dijo:
– Es un buen presagio porque jamás pensé que serías el primer voluntario que se alistara para esta guerra. Sé que te gusta la comodidad y pensaba dejarte en Tebas para velar por mis intereses en la casa dorada, pese a que seas solitario y cándido y sea fácil engañarte. Pero bien está así, porque, por lo menos, tendré conmigo un médico de calidad y me parece que habrá necesidad de él. Mis soldados tenían razón al llamarte el Hijo de Onagro en la guerra contra los khabiri, porque verdaderamente tienes un espíritu bélico, puesto que no tienes miedo de los hititas.
Los marineros metieron sus remos en el agua y la barca comenzó a descender la corriente del río empavesado. Los muelles de Tebas estaban blancos de gente y el viento nos traía las aclamaciones, Horemheb lanzó un profundo suspiro y dijo:
– Como ves, mi discurso ha producido una honda impresión en el pueblo. Pero entremos en mi camarote, porque quiero lavarme las manos.
Yo lo seguí y al entrar hizo salir a su escriba y lavó la sangre de sus manos, las que husmeó fríamente diciendo:
– Por Seth y todos los demonios, nunca hubiera creído que los sacerdotes de Sekhmet hiciesen todavía sacrificios humanos. Pero estaban por lo visto llenos de celo, porque las puertas de su templo no se habían abierto desde hacía más de cuarenta años. Ahora comprendo por qué me han pedido prisioneros hititas y sirios para sus ceremonias.
Estas palabras me causaron tal pavor que mis rodillas temblaron, pero Horemheb prosiguió tranquilamente:
– Si lo hubiera sabido, me hubiera negado, porque puedes imaginar que quedé muy sorprendido al recibir ante el altar un corazón humano todavía caliente. Pero si Sekhmet se muestra reconocida sosteniendo nuestras armas, pasaré por alto estas cosas, porque verdaderamente tengo necesidad de toda la ayuda posible, si bien una lanza bien templada es quizá más eficaz que todas las bendiciones de Sekhmet. Pero rindamos a los sacerdotes lo que es de los sacerdotes y nos dejarán en paz para todo lo demás.
Recomenzó a hablar de su discurso delante del pueblo y yo le dije que prefería el que pronunció en Jerusalén delante de sus tropas. Mi observación lo vejó un poco y dijo:
– No es lo mismo hablar a los soldados que al pueblo. Mi discurso delante del templo de Sekhmet estaba destinado también a la posteridad, porque seguramente lo grabarán en la piedra. Y en este caso conviene elegir las palabras y lanzar frases que despabilen la cabeza al pueblo y lo impresionen. Puesto que no entiendes una palabra, te diré que mi discurso se limitaba a reproducir las frases que se han dicho siempre al principio de todo conflicto. Para empezar he declarado que la guerra contra los hititas era meramente defensiva y he excitado al pueblo a rechazar al invasor que asola Egipto. En general, todo está de acuerdo con la verdad, pero no he ocultado que me proponía al mismo tiempo reconquistar Siria. En segundo lugar, he declarado que los que me siguiesen voluntariamente no tendrían de qué arrepentirse mientras que los que viniesen obligados tendrían una triste suerte. Tercero, he afirmado que era una guerra santa y he invocado la ayuda de todos los dioses. En realidad, no creo que los dioses de los egipcios sean más poderosos que los de los hititas ni que un país sea más seguro que otro, pero he leído en todas las proclamas de los grandes faraones de la antigüedad que es bueno invocar el auxilio de los dioses y un buen capitán no omite jamás esta formalidad. Al pueblo le gusta y está contento, como has podido ver. Por otra parte, había mezclado mis hombres entre la multitud a fin de dar la señal de las aclamaciones, porque más vale ser prudente. Te habrás fijado en que no he dicho nada de las dificultades que nos esperan, porque bastante tiempo tendrá el pueblo de darse cuenta y no sirve de nada asustarlo de antemano. Porque esta guerra será muy dura, ya que no tengo suficientes tropas entrenadas ni carros de guerra. Pero no dudo de la victoria final, porque tengo fe en mi destino.
– Horemheb -le dije yo-, ¿hay algo sagrado para ti? Reflexionó un instante y dijo:
– Un gran capitán y un soberano deben saber interpretar las palabras de las imágenes a fin de aprovecharlas útilmente. Reconozco que es penoso y que entristece la vida, pese a que el sentimiento de dominar a otro por la voluntad y obligarlo a realizar grandes cosas sea quizás una compensación. Cuando era joven, tenía fe en mi lanza y en mi halcón. Ahora no creo más que en mi voluntad, pero esta voluntad me gasta, como la muela gasta la piedra. Por esto no tengo un instante de reposo y para distraerme no puedo hacer otra cosa que beber hasta la embriaguez. Cuando era joven creía en la amistad y creía también amar una mujer cuyo desprecio y resistencia me irritaban, pero ahora sé que los hombres no son más que instrumentos en mis manos y esta mujer no es ya un fin, sino solamente un medio. Yo soy el centro de todo. Yo soy Egipto y su pueblo. Y al asegurar la grandeza de Egipto aseguro la mía. ¿Me comprendes?
Estas palabras no produjeron el menor efecto en mí, porque ya siendo joven lo había juzgado un jactancioso y sabía que sus padres olían a estiércol y queso, pese a que los hubiese ennoblecido. Por esto me era difícil tomarlo en serio, pese a que quisiera impresionarme como un dios. Pero le oculté mis reflexiones y le hablé de la princesa Baketamón, que se había sentido muy ofendida por no haber tenido un sitio digno de ella en el cortejo de Tutankhamón. Horemheb me escuchó atentamente y me ofreció vino para que le hablase más largamente de la princesa. Así pasábamos el tiempo navegando hacia Menfis, mientras los carros hititas asolaban el Bajo Egipto.