En aquellos tiempos los sacerdotes de Amón en Tebas se habían atribuido el derecho exclusivo de la enseñanza superior y era imposible comenzar los estudios sin su consentimiento. Es fácil de comprender que tanto la Casa de la Vida como la Casa de la Muerte hayan sido en todos los tiempos instaladas en el interior de las murallas del templo, así como la alta escuela de teología para los sacerdotes de grados superiores. En rigor, puede admitirse que las facultades de matemáticas y de astronomía dependan de su jurisdicción; pero cuando los sacerdotes hubieron acaparado la escuela de comercio y la facultad de derecho, las gentes de cultura comenzaron a preguntarse si el clero no se mezclaba en cuestiones que dependían del faraón o del fisco. Cierto era que no se exigía la ordenación para entrar en la facultad de comercio o de derecho, pero como Amón disponía al menos de un quinto de las tierras de Egipto y del comercio, y la influencia de los sacerdotes era considerable en todos los terrenos, toda persona deseosa de consagrarse al comercio o de entrar en la administración, obraba cuerdamente sometiéndose al examen de un sacerdote de grado inferior, convirtiéndose así en un obediente servidor de Amón.
La mayor de las facultades era, naturalmente, la de derecho porque daba la competencia requerida para todas las funciones, ya se tratase del fisco, de la administración o de la carrera de armas. La pequeña tropa de los astrólogos y los matemáticos llevaba una existencia apacible en las salas de conferencias, despreciando profundamente a los adolescentes que afluían a los cursos de contabilidad y geodesia. Pero la Casa de la Vida y la Casa de la Muerte vivían aparte en el recinto del templo, y sus discípulos gozaban de la consideración temerosa de todos los demás estudiantes.
Antes de franquear el umbral de la Casa de la Vida, me era indispensable pasar el examen de sacerdote de grado inferior en la facultad de teología. Debí consagrar a ello tres años, porque al mismo tiempo acompañaba a mi padre en sus visitas a fin de aprovecharme de su experiencia. Vivía en casa, pero cada día asistía a los cursos. Los muchachos que tenían protector poderoso podían pasar en pocas semanas este examen, que comprendía, además de los elementos de lectura, escritura y cálculo, textos sagrados aprendidos de memoria, así como leyendas sobre las santas trinidades y las santas enéadas que culminaban siempre en el rey de todos los dioses, Amón. El objeto de esta enseñanza maquinal era ahogar el deseo natural de los estudiantes de pensar por sí mismos e inspirarles una confianza ciega en la importancia de los textos aprendidos. Sólo cuando estaba ciegamente sometido al poderío de Amón, podía el joven estudiante alcanzar el primer grado del sacerdocio.
Los candidatos a este sacerdocio estaban clasificados según los estudios que tenían intención de emprender más tarde. Nosotros, los futuros discípulos de la Casa de la Vida, formábamos un grupo aparte, pero no hallé en él ni un solo amigo. No había olvidado la prudente recomendación de Ptahor y me replegaba en mí mismo, obedeciendo humildemente las órdenes y haciéndome el distraído cuando los demás gastaban bromas o se mofaban de los dioses. Había entre nosotros hijos de médicos rurales, a menudo mayores que nosotros, y que, torpes y bronceados, trataban de disimular su extrañamiento y balbuceaban estúpidamente sus lecciones. Había, en fin, muchachos de baja extracción que sentían una sed natural de saber y aspiraban a abandonar el oficio y la situación de sus padres; pero eran tratados severamente y con exigencia, porque los sacerdotes sentían por ellos una desconfianza innata, ya que veían en ellos gente descontenta de su suerte.
Mi prudencia me fue útil, porque no tardé en darme cuenta de que los sacerdotes tenían entre nosotros sus espías. Una palabra imprudente, una duda expresada en público o una broma entre compañeros, llegaba rápidamente a oídos de los sacerdotes y el culpable era interrogado y castigado. Algunos discípulos eran bárbaramente apaleados, otros relegados del templo, y la Casa de la Vida les era igualmente cerrada, tanto en Tebas como en cualquier parte de Egipto. Si eran enérgicos, podían ganar las colonias como ayudantes de los amputadores de las guarniciones o seguir una carrera en Siria o el país de Kush, porque la reputación de los médicos egipcios se había extendido por el mundo entero. Pero la mayoría fracasaba a medio saber leer y escribir.
El hecho de saber ya leer y escribir me dio ventaja sobre muchos de mis condiscípulos de más edad que yo. Estaba ya a punto de entrar en la Casa de la Vida, pero mi ordenación se retrasaba y yo no tenía valor para preguntar las razones, porque hubieran visto en ello una rebelión contra Amón. Entretanto, perdía el tiempo escribiendo los Libros de los Muertos que vendía en los patios. Me rebelaba en espíritu y me ponía melancólico. Muchos de mis camaradas, incluso los menos dotados, habían comenzado ya a estudiar en la Casa de la Vida, pero quizá, gracias a las enseñanzas de mis padres, tenía yo mejor preparación que ellos. Más tarde comprendí que los sacerdotes de Amón habían tenido más cordura que yo, porque creían en mí, adivinaban mi rebelión y mis dudas y de esta forma me ponían a prueba.
Finalmente, me anunciaron que había llegado mi turno de ir a velar en el santuario. Durante una semana debía habitar en el interior del templo, con prohibición de franquear el recinto. Debía purificarme y ayunar, y mi padre se apresuró a cortarme los cabellos y convocar a nuestros vecinos a fin de celebrar mi madurez. En efecto, a partir de aquel día, era ya un adulto, puesto que estaba en condiciones de recibir la ordenación, acto que, pese a su carácter insignificante, me colocaba por encima de mis vecinos y de mis camaradas.
Kipa había hecho cuanto estuvo en su mano, pero los pasteles de miel no me fueron agradables al paladar, y las gruesas bromas de mis vecinos no me divirtieron. Por la noche, después de la marcha de los invitados, mi melancolía ganó también a Senmut y Kipa. Mi padre me informó del misterio de mi nacimiento, Kipa precisó algunos pormenores y yo conservaba la vista fija en mi cuna de cañas suspendida en el techo, encima de la cama. Aquellas cañas ennegrecidas y rotas me destrozaban el corazón, porque no tenía padre ni madre. Estaba solo en la vida, solo bajo las estrellas de la inmensa ciudad. No era quizá más que un miserable extranjero, y acaso mi nacimiento encerrase un infame secreto.
Con una herida en el corazón entré en el templo con las ropas de iniciación preparadas con amor y solicitud por Kipa.
Eramos veinticinco candidatos a la iniciación. Después del baño en el estanque del templo, nos afeitaron la cabeza y nos dieron vestiduras groseras. Nuestro ordenador resultó ser un sacerdote muy poco concienzudo. Según la tradición, hubiera podido someternos a ceremonias humillantes, pero había entre nosotros hijos de familia así como hombres ya hechos que habían pasado sus exámenes de derecho y querían entrar al servicio de Amón para asegurar su porvenir. Tenían provisiones abundantes, ofrecían de beber al sacerdote y algunos de ellos iban incluso a pasar la noche en las casas de lenocinio, porque para ellos la ordenación no tenía significado alguno. Yo velaba con el corazón herido y era presa de muy tristes pensamientos. Me contentaba con un trozo de pan y un vaso de agua, nuestra pitanza prescrita, y esperaba con una esperanza ansiosa lo que tenía que ocurrir.
Porque era todavía tan joven que hubiera querido creer de una manera indecible. Durante la ordenación, se decía, Amón aparecía y hablaba con cada uno de los candidatos, y hubiera sido un alivio inmenso si hubiese podido liberarme de mí mismo y penetrar el secreto de las cosas. En compañía de mi padre, había visto la enfermedad y la muerte desde mi infancia, y mi mirada era más penetrante que la de los muchachos de mi edad. Para un médico no hay nada tan sagrado como la muerte, ante la cual tiene que inclinarse, decía mi padre. Por esto dudaba, y todo lo que había visto en el templo durante tres años, reforzaba mi incredulidad.
Pero acaso detrás de la cortina, en la oscuridad de lo sacrosanto, me decía, se oculte un misterio que desconozco. Acaso Amón se muestre a mí para apaciguar mi corazón.
Tales eran mis pensamientos mientras erraba por el corredor destinado a los profanos, contemplando las santas imágenes coloreadas y leyendo las inscripciones sagradas que referían cómo los faraones habían ofrecido a Amón inmensas dádivas procedentes de su botín. Entonces fue cuando vi ante mí una mujer bellísima vestida con un traje del más sutil lino, de manera que veía sus pechos y sus muslos a través de la tela. Era alta y delgada, sus labios, sus mejillas y sus cejas estaban pintados, y me miraba con una curiosidad provocativa.
– ¿Cuál es tu nombre, muchacho? -me preguntó, mirando con sus ojos verdes mi túnica gris que delataba que me preparaba para la ordenación. -Sinuhé -respondí yo, confuso, sin osar levantar la vista.
Pero era tan bella y el aceite que corría por su frente olía tan bien que esperaba que me pediría que la guiase por el templo.
– Sinuhé -dijo ella, pensativa-. ¿Entonces tienes miedo y huyes si se te confía un secreto?
Pensaba, sin duda, en la leyenda de Sinuhé, lo cual me irritaba, porque ya me habían atormentado bastante en la escuela con la leyenda de Sinuhé. Por esto me erguí y la miré cara a cara. Pero su mirada era tan extraña, tan curiosa y brillante, que sentía mis mejillas sonrojarse y un fuego extraño devoró mi cuerpo.
– ¿Por qué tendría miedo? Un futuro médico no teme nada.
– ¡Ah…! -dijo ella, sonriendo-. El polluelo pía ya antes de haber roto el cascarón. ¿Tienes entre tus camaradas un muchacho llamado Metufer? Es el hijo del constructor real.
Este Metufer era el camarada que había ofrecido vino al sacerdote dándole, además, un brazalete de oro. Me sentí desagradablemente sorprendido, pero me ofrecí para ir a buscarlo. Me decía que quizás era una hermana suya o una parienta. Esta idea me tranquilizó un poco y la miré sonriendo.
– Pero, ¿cómo hacerlo puesto que no conozco tu nombre y no podré decirle quién pregunta por él?
– Lo adivinará -dijo golpeando el suelo con impaciencia. Esto me llevó a mirar su pie, que el polvo no había ensuciado y cuyas uñas estaban pintadas de rojo-. Sabrá quién pregunta por él. Acaso me deba algo. Quizá mi marido esté de viaje y espere a Metufer para consolarme en mi dolor.
Mi corazón se angustió nuevamente al pensar que era casada. Pero respondí valientemente:
– ¡Bien, bella desconocida! Voy a buscarlo. Le diré que una mujer más joven y más bella que la diosa de la Luna pregunta por él. Así sabrá en seguida quién eres, pues el que te ha visto una vez no puede olvidarte jamás.
Asustado de mi osadía di la vuelta, pero ella me sujetó del brazo, diciéndome con aire meditativo:
– ¡Mucha prisa tienes! Espera, tenemos todavía muchas cosas que decirnos.
De nuevo fijó sus ojos en mí y mi corazón saltó dentro de mi pecho. Después, tendió su brazo cargado de brazaletes y sortijas y me acarició la cabeza.
– ¿Esta bella cabeza no tiene frío, ahora que no lleva ya sus bucles? -E inmediatamente añadió-: ¿Me has dicho la verdad? ¿Me encuentras realmente bella? ¡Mírame mejor!
La miré y vi que sus vestidos eran de lino real; era bella a mis ojos, más bella que todas las mujeres que había visto hasta entonces, y no hacía nada por ocultar su beldad. La miraba, y sentía cicatrizarse la herida de mi corazón; olvidaba a Amón y la Casa de la Vida, y su presencia quemaba mi cuerpo como el fuego.
– No contestas -dijo ella tristemente-. No tienes necesidad de contestar, porque seguramente me encuentras vieja y fea, incapaz de regocijar tus bellos ojos. Ve, pues, a buscar a Metufer, así quedarás libre de mí.
Pero yo no me alejé, ni sabía qué decir, a pesar de que comprendía que se estaba burlando de mí. Reinaba la oscuridad entre las gigantescas columnas del templo. El resplandor de la piedra arquitectónica brillaba en sus ojos y nadie podía vernos.
– Acaso no sea necesario que vayas a buscarle -me dijo, sonriendo-. Si gozas y te places con mi compañía, me basta, porque no tengo a nadie con quien divertirme.
Entonces me acordé de las palabras de Kipa sobre las mujeres que invitan a los muchachos a divertirse con ellas. Fue este recuerdo tan brusco que retrocedí un paso.
– ¿No adiviné acaso que Sinuhé tiene miedo? -dijo ella, avanzando hacia mí.
Pero yo levanté la mano y dije rápidamente:
– Sé muy bien quién eres. Tu marido está de viaje; y tu corazón es un cebo pérfido y tu seno quema con mayor ardor que el fuego.
Pero no tuve fuerzas para huir.
La bella desconocida mostró una leve confusión, pero sonrió de nuevo y me dijo:
– ¿Eso crees? Pues no es verdad. Mi seno no quema como el fuego; por lo contrario, se dice que es delicioso. Compruébalo tú mismo.
Me cogió la mano y la llevó a su pecho, del que sentí la belleza a través de la tenue tela; hasta tal punto que empecé a temblar y mis mejillas se sonrojaron.
– No me crees todavía -dijo con una decepción fingida-. Es que la tela te estorba; espera, deja que la separe.
Abrió su túnica y puso mi mano sobre su pecho desnudo. Sentí latir su corazón, pero su pecho era tierno y fresco bajo mi mano.
– Ven, Sinuhé -dijo en voz baja-. Ven conmigo, beberemos vino y nos divertiremos juntos.
– No debo alejarme del templo -dije, angustiado, sintiendo vergüenza de mi cobardía porque la deseaba y la temía tanto como ala muerte-. Debo conservarme puro hasta mi ordenación, de lo contrario me arrojarían del templo y no podría entrar jamás en la Casa de la Vida. ¡Ten piedad de mí!
Así hablé porque sabía que estaba dispuesto a seguirla si me lo hubiese pedido una sola vez más. Pero ella tenía experiencia y comprendió mi situación angustiosa. Dirigió una mirada a nuestro alrededor. Estábamos solos, pero la gente circulaba no lejos de nosotros y un guía explicaba a unos extranjeros las curiosidades del templo, exigiéndoles monedas de cobre para mostrarles nuevas maravillas.
– Muy tímido eres, Sinuhé -me dijo-. Nobles y ricos me ofrecen alhajas de oro para que acepte divertirme con ellos. Pero tú deseas permanecer puro, Sinuhé.
– Querrás, sin duda, que vaya en busca de Metufer -dije, desamparado. Sabía que Metufer no vacilaría en abandonar el templo toda la noche, pese a que fuese su turno de vela. Tenía medios de hacerlo porque su padre era constructor real; pero en aquel momento hubiera sido capaz de matarlo. -Quizá no deseo ya que llames a Metufer -dijo con una expresión de malicia en los ojos-. Quizá también desee que nos separemos como buenos amigos. Por esto te diré mi nombre, que es Nefernefernefer; se me juzga tan bella que nadie, después de haber pronunciado mi nombre, puede evitar repetirlo dos o tres veces. También es costumbre que al separarse los amigos cambien regalos para no olvidarse mutuamente. Por esto te pido que me ofrezcas un regalo.
Así conocí de nuevo mi pobreza, porque no tenía nada que darle, ni siquiera un modesto brazalete de cobre que, por otra parte, no hubiera osado ofrecerle. Sentía tanta vergüenza de mí mismo que bajé la cabeza sin decir nada.
-Pues bien, dame algo que caliente mi corazón -dijo ella, levantando con su dedo mi barbilla y aproximando su rostro al mío.
Cuando comprendí lo que deseaba toqué con mis labios sus labios tiernos. Lanzó un leve suspiro y dijo:
– Gracias, ha sido un bello regalo, Sinuhé. No lo olvidaré. Pero debes ser seguramente extranjero, de un lejano país, porque no has aprendido a besar. Cómo es posible que las cortesanas de Tebas no te hayan enseñado todavía este arte pese a que tu cabello esté cortado ya?
Se quitó una sortija del pulgar, una sortija de plata y oro con una piedra verde sin grabar, y me la puso en un dedo.
– También yo debo hacerte un regalo para que no me olvides, Sinuhé -dijo-. Cuando hayas entrado en la Casa de la Vida, podrás hacerte grabar en ella tu sello y serás lo mismo que los nobles y los ricos. Pero recuerda que la piedra es verde porque mi nombre es Nefernefernefer y porque me han dicho que mis ojos son verdes como el Nilo bajo los rayos del sol.
– No puedo aceptar tu sortija, Nefernefernefer -y la repetición de este nombre me causó un goce indecible-. Pero no te olvidaré jamás.
– ¡Qué tontería! -dijo ella-. Guarda la sortija, puesto que yo lo quiero. Guárdala a causa de mi capricho, porque sé que me traerá algún día un gran interés.
Agitó su dedo meñique delante de mis ojos y me dijo con coquetería:
– Desconfía siempre de las mujeres cuyo seno es más ardiente que el fuego.
Dio media vuelta y se alejó, prohibiéndome acompañarla. Desde la puerta del templo la vi subir a una litera ricamente adornada; el corredor salió para abrirle paso gritando. Vi a la gente apartarse y susurrar después, pero su marcha me dejó sumido en una espantosa sensación de vacío, como si me hubiese arrojado de cabeza a algún sombrío abismo.
Metufer vio la sortija en mi mano algunos días después, me cogió la mano y, contemplando la sortija, dijo:
– ¡Por los cuarenta y dos babuinos de Osiris! Nefernefernefer, ¿verdad? ¡Jamás lo hubiera creído de ti!
Me miró con aire de respeto, pese a que el sacerdote me hubiera encargado barrer el suelo y realizar los más bajos menesteres porque no le había llevado ningún regalo.
En aquel momento odiaba a Metufer como sólo puede odiar un adolescente. A pesar de que ardía en deseos de interrogarlo sobre Nefernefernefer, me abstuve porque no quería rebajarme tanto. Oculté mi secreto en mi corazón, porque la mentira es más exquisita que la verdad y el sueño más puro que la realidad terrestre. Admiraba la piedra verde en mis dedos, evocaba sus ojos y su delicioso seno y sentía el olor de su perfume. Sus labios dulces tocaban los míos y me consolaba, porque Amón se me había ya aparecido y mi fe se había derrumbado.
Por esto al pensar en ella murmuraba:.Hermana mía.» Era a mis oídos como una caricia, porque desde la más remota antigüedad esta palabra ha significado: “Mi adorada.»
Pero quiero contar aquí cómo se me apareció Amón.
La cuarta noche era mi turno de velar sobre el reposo de Amón. Eramos siete, de los cuales dos, Mosé y Bek, querían entrar también en la Casa de la Vida. Por esto los conocía. Yo estaba debilitado por el ayuno y la tensión de espíritu. Gravemente seguíamos sin sonreír al sacerdote -¡que su nombre permanezca siempre en el olvido!- que nos llevaba hacia el santuario. Amón había descendido de su barca tras la montaña occidental, los guardianes soplaron en sus trompetas de plata y las puertas del templo fueron cerradas. Pero el sacerdote que nos guiaba se había saciado de la carne de los sacrificios, los frutos y los panecillos dulces, el aceite corría por su rostro y el vino había empurpurado sus mejillas. Levantó, riéndose, la cortina y nos mostró el santo de los santos. Una enorme hornacina excavada en la roca albergaba a Amón, y bajo la luz de las lámparas sagradas, la pedrería de su cuello y su tiara lanzaban destellos rojos, verdes y azules; parecían ojos vivos. Al alba, bajo la dirección del sacerdote, debíamos ungirlo y cambiarle las vestiduras. Yo lo había visto ya durante la fiesta de la primavera llevado en procesión en una barca de oro, y las gentes se postraban delante de él. Lo había visto también durante las crecidas navegar por el lago sagrado en su real nave de cedro. Pero, pobre estudiante, no lo había visto más que de lejos, y su traje rojo no me había producido una impresión tan grande como ahora, bajo la luz de las lámparas y en el silencio absoluto del santuario. El color rojo estaba reservado a los dioses, y al mirarlo, me parecía que la estatua de piedra me aplastaba con todo su peso.
– Velad y orad por el dios -dijo el sacerdote, agarrándose de las cortinas porque sus piernas no estaban muy seguras-. Quizás os llamará por vuestros nombres, porque tiene la costumbre de mostrarse a los candidatos y hablarles si los juzga dignos de ello.
Hizo rápidamente con la mano los signos sagrados murmurando los nombres divinos de Amón, y dejó caer la cortina sin hacer tan sólo una reverencia ni poner sus manos a la altura de las rodillas. Salió dejándonos solos en el atrio sombrío, cuyas losas helaban nuestros pies desnudos. Después de su marcha, Mosé sacó una lámpara y Ahmose penetró sin embarazo en el santuario y usó del fuego de Amón para encenderla. -Sería una locura permanecer en la oscuridad -dijo Mosé.
Y nos sentimos más tranquilos aunque algo intimidados. Ahmose tenía pan y carne. Mata y Nefru comenzaron a jugar a los dados gritando con una voz tan aguda que resonaba en todo el templo. Después de haber comido, Ahmose se envolvió en sus vestiduras y se tendió en el suelo, lanzando maldiciones contra la dureza de las losas; Sinufer y Nefru no tardaron en seguir su ejemplo.
Yo era joven y velaba, a pesar de saber que Metufer había regalado al sacerdote una jarra de vino, invitándolo a su habitación con otros dos hijos de buena familia, de manera que no podía venir a sorprendernos. Velaba, pese a saber, por haberlo oído decir, que todos los candidatos comían, jugaban o dormían. Mata comenzó a hablar del templo de Sekhmet, de cabeza de leona, donde la hija celeste de Amón se aparecía a los reyes guerreros y los besaba. Este templo estaba situado detrás del de Amón, pero no gozaba ya del favor del pueblo. Hacía décadas que el faraón no había vuelto a él y la hierba crecía por entre las grandes losas del patio. Pero Mata decía que no tendría ningún inconveniente en velar allá y besar la desnudez de la diosa, y Nefru lanzaba los dados, bostezaba y lamentaba no haber tenido la idea de proveerse de vino. Después, los dos se acostaron y pronto fui yo el único en velar.
La noche fue larga y, mientras los demás dormían, una profunda piedad se apoderó de mí, porque era todavía joven y me decía que había permanecido puro y observado todos los ritos, a fin de que Amón se me apareciera. Repetía sus nombres sagrados y aguzaba el oído al menor ruido poniendo en tensión mis sentidos, pero el templo permanecía vacío y frío. Hacia el alba la cortina del santuario se movió un poco, pero eso fue todo. Cuando la luz del día entró en el templo apagué la luz, presa de una decepción indecible, y desperté a mis compañeros.
Los soldados hicieron sonar sus trompetas, los guardias fueron relevados en las murallas y un murmullo indistinto procedente de los patios llegó hasta mí, como la resaca de las olas lejanas bajo el viento; así nos dimos cuenta de que el trabajo cotidiano del templo había comenzado. El sacerdote vino por fin con grandes prisas, seguido, con gran sorpresa mía, de Metufer. Los dos apestaban a vino, iban cogidos del brazo, y el sacerdote balanceaba las llaves de los cofres en su mano y repetía, ayudado por Metufer, las palabras sagradas antes de saludarnos.
– Candidatos Mata, Mosé, Bek, Sinufer, Nefru, Ahmose y Sinuhé, ¿habéis velado y orado, como está prescrito, para merecer vuestra iniciación?
– Sí -respondimos con una sola voz.
– ¿Se os ha aparecido Amón según su promesa? -prosiguió el sacerdote mirándonos con sus ojos cansados.
Después de un momento de vacilación en el grupo, Mosé dijo con prudencia:
– Se nos ha aparecido según su promesa.
Todos repitieron esta frase, pero yo no dije nada; me parecía que una mano me estrujaba el corazón, porque lo que
decían mis compañeros se me antojaba sacrílego.
Metúfer dijo con imprudencia:
– He velado y orado también por merecer la ordenación, porque la noche próxima tengo otra cosa que hacer que velar aquí. Amón se me ha aparecido, como puede testimoniarlo el sacerdote, en forma de gruesa parra y me ha confiado una serie de secretos que no puedo revelaros, pero sus palabras eran en mi boca dulces como el vino, de forma que he tenido sed de beberlas hasta el nuevo día.
Armándose de valor, Mosé dijo:
– A mí se me ha aparecido bajo la forma de su hijo Horus; se posó sobre mi hombro y me dijo: «Bendito seas, Mosé, bendita sea tu familia, a fin de que un día puedas sentarte en la casa de las dos puertas y tengas numerosos servidores a quienes mandar.»
Los demás se dieron prisa en repetir lo que Amón les había dicho y hablaban todos a la vez mientras el sacerdote los miraba, riéndose. No sé si contaban sus sueños o mentían. Pero yo me sentía solo y desamparado y no decía nada.
Finalmente, el sacerdote se volvió hacia mí, frunció el ceño y dijo severamente:
– Y tú, Sinuhé, ¿no eres acaso digno de ser ordenado? ¿No se te ha aparecido acaso el divino Amón? ¿No lo has visto siquiera bajo la forma de un ratón, puesto que elige a su antojo millares de formas distintas?
Para mí se trataba de entrar en la Casa de la Vida, de manera que me armé de valor:
– Al alba he visto moverse la cortina del santuario, pero no he visto a Amón ni me ha hablado.
Ante mis palabras todos se echaron a reír y Metufer se golpeó las rodillas diciéndole al sacerdote:
– Es tonto…
Cogió al sacerdote por la manga, que estaba manchada de vino, y le dijo unas palabras al oído, mirándome.
El sacerdote me lanzó una nueva mirada severa.
– Si no has oído la voz de Amón -dijo-, no podré iniciarte. Pero lo intentaremos, porque eres un muchacho creyente y con intenciones buenas. Y con estas palabras entró en el santuario. Metufer se acercó a mí, vio mi expresión desolada y me sonrió amistosamente.
– No temas nada -me dijo.
Al cabo de un instante todos tuvimos un sobresalto, porque en el templo resonaba una voz sobrenatural que parecía manar de todas partes: del techo, del muro y de las columnas.
Esta voz decía:
– Sinuhé, Sinuhé, gandul, haragán, ¿dónde estás? Preséntate ante mí y hónrame, porque no tengo ganas de esperarte todo el día.
Metufer se ahogaba de risa y, empujándome hacia el santuario, me hizo acostarme sobre el suelo en la actitud prescrita para saludar a los dioses y los faraones. Pero levanté la cabeza y vi que la luz había invadido todo el santuario. La voz salía de la boca de Amón.
-Sinuhé, Sinuhé, cerdo babuino…, ¿estabas borracho, puesto que dormías cuando te llamé? Deberías ser ahogado en el fango, pero por tu temprana edad te perdono, pese a que no seas más que una bestia perezosa, porque perdono a los que creen en mí y arrojo a los demás a un abismo infernal.
No recuerdo todo lo que dijo la voz, gritando y maldiciendo, ni quiero recordarlo, tan humillante y amargo era para mí, porque, escuchando bien, había reconocido en aquel rugido sobrenatural el tono de voz del sacerdote y este descubrimiento me había dejado consternado y glacial. Pese a que la voz se hubiese callado, continué postrado a los pies de Amón, hasta que el sacerdote vino a levantarme de un puntapié, mientras mis compañeros me entregaban incienso, ungüentos, pomadas y vestiduras rojas.
Cada cual tenía su misión determinada. Yo recordé la mía y corrí al vestíbulo en busca de un cubo de agua sagrada y paños para lavar el rostro, las manos y los pies del dios. A mi regreso vi al sacerdote escupir al rostro de Amón y enjugarlo con su manga mancillada. Después Mosé y Nefru le pintaron los labios, las cejas y las mejillas. Metufer lo ungió y, riéndose, pasó el pincel por el rostro del sacerdote y el suyo. Finalmente, desnudamos la estatua, la lavamos y la secamos, como si hubiese hecho sus necesidades, y le pusimos vestiduras limpias.
Cuando todo hubo terminado, el sacerdote recogió los vestidos y las ropas porque los vendía a trozos a los ricos visitantes del templo, y el agua servía para curar las enfermedades de la piel. Por fin quedamos libres y pude salir al patio bajo el sol, donde vomité.
Mi corazón y mi cabeza estaban tan vacíos como mi estómago, porque no creía ya en los dioses. Pero cuando, una semana después, me ungieron con aceite y me ordenaron sacerdote de Amón, presté juramento sacerdotal y recibí un certificado. Este ostentaba el sello del gran templo de Amón y mi nombre, y me daba acceso a la Casa de la Vida.
Así fue como Mosé, Bek y yo entramos en esta casa. La puerta se abrió ante nosotros, mi nombre fue inscrito en el Libro de la Vida, como fueron un día los de mi padre Senmut y el de su padre. Pero ya no era feliz.
En la Casa de la Vida, la enseñanza hubiera debido ser vigilada por los médicos reales, cada cual en su rama. Pero sólo se les veía raramente, porque su clientela era numerosa, recibían ricos regalos por sus servicios y habitaban vastas residencias en las afueras de la villa. Sin embargo, cuando se llevaba a la Casa de la Vida un enfermo cuyo caso sobrepasaba la competencia de los médicos ordinarios o al que nadie se atrevía a tratar, se llamaba a un médico real, que hacía lo que podía delante de los discípulos. Así, gracias a Amón, el enfermo más pobre podía gozar de los cuidados de un médico real.
Porque los enfermos de la Casa de la Vida pagaban según sus medios, y aun cuando muchos llevaban un certificado atestiguando que un médico ordinario no podía curarlos, los más pobres iban directamente a la Casa de la Vida y no se les hacía pagar nada. Todo aquello era bello y justo, pero yo no hubiera querido ser pobre y estar enfermo, porque con estos pobres desgraciados se ejercitaban los aprendices y los alumnos los cuidaban sin darles calmantes, de manera que tenían que sufrir las pinzas, las cuchilladas y el fuego sin anestesia. Por esto frecuentemente se oían en los patios de la Casa de la Vida los aullidos y los lamentos de los pobres.
Incluso para un alumno dotado, los estudios eran largos. Debíamos aprender la ciencia de los remedios y conocer las plantas, saber cogerlas en el momento propicio, secarlas y destilarlas, porque en caso de necesidad un médico debía poder preparar él mismo sus pociones. Yo y muchos otros murmurábamos contra este sistema, porque no veíamos la utilidad, puesto que en la Casa de la Vida se podían obtener todos estos remedios ya mezclados y dosificados. Pero, como se verá más tarde, esta enseñanza me fue muy útil.
Debíamos aprender también los nombres de las diferentes partes del cuerpo, su función y el objeto de los diferentes órganos. Debíamos aprender a manejar el cuchillo, el escalpelo y las tenazas, pero ante todo debíamos acostumbrar nuestras manos a sentir los dolores tanto en las cavidades del cuerpo humano como a través de la piel y había que saber también leer las enfermedades en los ojos del paciente. Teníamos asimismo que asistir a un parto cuando los cuidados de la comadrona no bastaban. Había que aprender a aumentar o calmar los dolores según las necesidades. Había que saber distinguir las enfermedades graves de las benignas, las que procedían del espíritu, como las del cuerpo. Había que saber filtrar la verdad a través de las palabras del enfermo, y de la cabeza a los pies, saber hacer las preguntas necesarias para obtener una imagen clara de la enfermedad.
Era, pues, comprensible que cuanto más avanzaba en mis estudios más sintiese la insuficiencia de mi saber. ¿No es acaso una realidad que un médico no lo es realmente hasta que conoce humildemente que no sabe nada? Pero no hay que decirlo a los profanos, porque lo que importa ante todo es que un enfermo tenga confianza en su médico y en su habilidad. Es el fundamento de toda curación sobre el cual hay que edificar. Por esto un médico no debe equivocarse nunca, porque un médico falible pierde su reputación y disminuye la de sus colegas. Por esto ocurre que en las casas de los ricos, cuando después de un primer médico se llama a un segundo y a un tercero para examinar un caso difícil, los colegas prefieren enterrar el error del primero antes que revelarlo con gran perjuicio del cuerpo médico. Por esto se dice que los médicos entierran juntos a sus enfermos.
Pero en aquel tiempo yo no sabía nada de esto y entré en la Casa de la Vida con la respetuosa convicción de que iba a descubrir toda la sabiduría terrestre. Las primeras semanas fueron duras, porque el discípulo joven es el servidor de los antiguos y no hay criado subalterno que no le sea superior. Ante todo el alumno debe aprender la limpieza, y no hay tarea repugnante que no se le confíe, de manera que se siente enfermo de asco hasta el momento en que se endurece. Pero no tarda en saber que un cuchillo no está limpio hasta que ha sido purificado por el fuego, y una tela hervida en agua de sosa.
Sin embargo, todo cuanto hace referencia al arte de la medicina está escrito en los libros, de manera que no me detendré más sobre ello. Como desquite quiero hablar de lo que he visto y en particular sobre lo que los demás no han escrito.
Después de una larga estancia, vino el día en que me dieron una blusa blanca después de las purificaciones rituales y pude aprender, en las salas de visita, a arrancar dientes a los hombres fuertes, curar las heridas y entablillar miembros fracturados. Todo aquello no era nuevo para mí y gracias a las enseñanzas de mi padre hice rápidos progresos y llegué a ser pronto el jefe de mis camaradas. Algunas veces recibía regalos, y un día hice grabar mi nombre sobre la piedra verde que Nefernefernefer me había dado, a fin de poder estampar mi nombre sobre mis recetas.
Abordé tareas cada vez más difíciles, y pude velar en las salas donde reposaban los incurables, seguir los cuidados y las operaciones de los médicos célebres que eran capaces de salvar un enfermo de cada diez. Aprendí también a ver que para el médico la muerte no tiene nada de espantoso y que a menudo para el enfermo es una amiga compasiva, de manera que frecuentemente el rostro de un hombre moribundo demuestra más felicidad que durante los días miserables de su vida.
Sin embargo, fui ciego y sordo hasta el momento en que tuve una iluminación como antaño, durante mi infancia, cuando las imágenes, las palabras y las letras cobraron vida para mí. Un día mis ojos se abrieron, me desperté como de un sueño y con el espíritu desbordante de alegría me pregunté: «¿Por qué?» Porque la temida clave de todo verdadero saber es la pregunta: «¿Por qué?» Esta palabra es más fuerte que la caña de Thoth y más poderosa que las inscripciones grabadas sobre la piedra.
He aquí cómo ocurrió. Una mujer no había tenido hijos y se creía estéril porque había pasado ya de la cuarentena. Un día, sus menstruos cesaron y, atemorizada, acudió a la Casa de la Vida preguntándose si un mal espíritu habría penetrado en ella empozoñando su cuerpo. Como está prescrito, tomé unos granos de trigo y los hundí en la tierra. Regué algunos granos con agua del Nilo y los otros con orina de la mujer. Puse todo aquello al sol y le dije a la mujer que volviese a pasar al cabo de algunos días. Cuando vino, los granos habían germinado; los que habían sido regados con agua del Nilo eran pequeños, mientras los demás estaban florecientes. Así lo que estaba escrito era verdad, como se lo dije a la mujer sorprendida.
– Regocíjate, mujer, porque en su misericordia el poderoso Amón ha bendecido tu seno y tendrás un hijo, como las demás mujeres benditas. La pobre mujer lloró y me dio un brazalete de plata que pesaba dos deben (el deben o tabonom, pesa aprox. 90g). Pero en el acto me preguntó si sería varón, porque se figuraba que lo sabía todo. Reflexioné un momento, la miré a los ojos y le dije:
– Será un hijo.
Porque las probabilidades eran las mismas y en aquellos tiempos tenía suerte en el juego. Estuvo todavía más contenta y me dio otro brazalete igual al primero.
Una vez se hubo marchado, me pregunté:
«¿Cómo es posible que un grano de trigo sepa lo que ningún médico puede dilucidar antes de que los signos del embarazo sean perceptibles a la vista?» Entonces me decidí a hacer esta pregunta a mi maestro, pero éste se limitó a contestar:
– Está escrito.
Pero aquélla no era una respuesta satisfactoria a mi porqué. Me decidí a consultar acerca de la maternidad al médico comadrón real, quien me dijo: -Amón es el dios de todos los dioses. Su ojo ve la matriz que recibe la semilla. Si permite la fecundación, ¿por qué no permitir que un grano germine en la tierra si se ha regado con el agua de la mujer fecundada?
Me dirigió una mirada de compasión como a un imbécil, pero su respuesta no me, satisfizo.
Ahora mis ojos se abren y veo que los médicos de la Casa de la Vida conocían únicamente los textos y las costumbres, pero nada más. Porque si preguntaba por qué había que cauterizar una herida purulenta mientras se unta una herida ordinaria y se la cubre con un apósito y por qué el moho y las telarañas curan los abcesos, me respondían:
– Así se ha hecho siempre.
De la misma forma el manipulador del cuchillo que cura tiene el derecho de practicar las ciento veintidós operaciones e incisiones que han sido descritas, y las ejecuta más o menos bien según su experiencia y habilidad; más o menos lentamente, ocasionando más o menos sufrimientos al enfermo; pero no puede hacer nada más porque sólo éstas han sido descritas.
Había gente que se adelgazaba y cuyo rostro se ponía pálido, pero el médico no podía descubrir enfermedad ni defecto. Y, sin embargo, estos enfermos recuperaban la salud si comían hígado crudo de las víctimas de los sacrificios pagando por él un precio elevado, pero nadie podía explicar el porqué; nadie se atrevía siquiera a preguntarlo. Otros tenían dolores de vientre, y sus manos y sus rostros se ponían ardientes; tomaban purgantes y calmantes, pero unos sanaban y otros morían sin que los médicos pudiesen decir de antemano lo que ocurriría. No estaba siquiera permitido preguntarse por qué. No tardé en darme cuenta de que hacía demasiadas preguntas, porque todos comenzaron a mirarme de soslayo y los camaradas entrados más tarde que yo pasaban delante de mí y me daban órdenes. Entonces fue cuando me quité mi vestidura blanca, me purifiqué y abandoné la Casa de la Vida, llevándome los dos brazaletes cuyo peso era de cuatro deben.
Cuando salí del templo en pleno día, cosa que no me había ocurrido desde hacía muchos años, me di inmediatamente cuenta de que Tebas había cambiado mucho durante mis estudios. Lo vi al seguir la Avenida de los Carneros y al cruzar las plazas de los mercados. Por doquier reinaba una nueva inquietud y la indumentaria de la gente era más lujosa y complicada y era ya imposible distinguir, por los pliegues del traje y la peluca, si era un hombre o una mujer. De las tabernas y las casas de placer salía la música de Siria y en las calles se oían constantemente nombres extranjeros; los sirios y los negros se mezclaban descaradamente con los egipcios. La opulencia y el poderío de Egipto eran infinitos y desde hacía siglos ningún enemigo había hollado el suelo del país, y los hombres llegados a la edad adulta ignoraban cuanto hiciese referencia a la guerra. Pero la gente, ¿era acaso más feliz? No lo creo, porque todas las miradas estaban inquietas, todo el mundo llevaba prisa, cada cual esperaba una mejora futura sin gozar del momento presente.
Andaba al azar por las calles de Tebas; iba solo y mi corazón estaba henchido de angustia y de dolor. Regresé a casa y vi que mi padre Senmut había envejecido; su espalda se había encorvado y sus ojos no podían ya distinguir los signos sobre el papel. Vi también que mi madre Kipa había envejecido, jadeaba al caminar y no hablaba más que de la tumba, porque con sus economías mi padre había comprado una tumba en la necrópolis situada al oeste del río. Yo la había visto, era de ladrillos con los muros adornados con las imágenes e inscripciones habituales. Estaba rodeada de millares de tumbas semejantes que los sacerdotes de Amón vendían muy caras a la gente respetable y económica y a fin de asegurarles la inmortalidad. Para complacer a mi madre, le había redactado un Libro de los Muertos
que sería enterrado en la tumba de mis padres a fin de que no se extraviasen en su largo viaje, y estaba escrito sin la menor falta, si bien no tenía imágenes pintadas como los que vendían en el templo de Amón.
Mi madre me dio de comer y mi padre me interrogó sobre mis estudios, pero no encontramos nada más que decirnos; mi casa me era extranjera y extranjera me era también la calle en que vivíamos. Y por esto mi corazón se acongojaba. Pero yo pensaba en el templo de Ptah y en Thotmés, que quería ser artista. Y me dije: «Tengo cuatro deben de plata en el bolsillo. Voy a ir a encontrar a mi amigo a fin de que nos divirtamos juntos bebiendo vino, puesto que no obtengo nunca respuesta a mis preguntas.»
Por esto me despedí de mis padres diciéndoles que debía regresar a la Casa de la Vida y a la caída de la tarde fui al templo de Ptah y pregunté al guardián por el alumno Thotmés. Entonces me enteré de que había sido expulsado de la escuela hacía mucho tiempo ya. Los alumnos a quienes me había dirigido y que tenían las manos manchadas de grasa, escupían en el suelo al pronunciar su nombre. Pero uno de ellos me habló:
– Si buscas a Thotmés lo hallarás en una taberna o en una casa de lenocinio.
Otro añadió:
– Si oyes a alguien que blasfeme de los dioses, Thotmés no estará lejos de allá.
Y un tercero dijo:
– Encontrarás a tu amigo Thotmés por todas partes donde se riña y se hiera.
De nuevo escupieron delante de mí porque había dicho que era amigo de Thotmés, pero creo que obraban así únicamente a causa de su dueño; porque en cuanto éste hubo dado media vuelta me dijeron que fuese a una taberna llamada «La jarra Siria».
Descubrí este antro en el límite del barrio de los pobres y el de los grandes, y su puerta estaba adornada con inscripciones en alabanza de las viñas de Amón y del vino del puerto. En el interior, las paredes estaban cubiertas de pinturas alegres en las que los babuinos acariciaban a las bailarinas y las cabras tocaban la flauta. En el suelo, los artistas sentados dibujaban con ardor y un anciano contemplaba tristemente su copa vacía delante de él.
– ¡Sinuhé, por el torno del alfarero! -gritó alguien que se levantó a saludarme alzando la mano en signo de gran amistad.
Reconocí a Thotmés, pese a que sus ropas estuviesen sucias y desgarradas; tenía los ojos inyectados en sangre y un chichón en la frente. Había adelgazado y envejecido y la comisura de sus labios estaba arrugada pese a que fuese joven todavía. Pero en sus ojos había todavía algo atractivo y ardiente cuando me miraba. Inclinó su cabeza hacia mí, hasta que nuestras mejillas se tocaron. Así reconocí que seguíamos siendo amigos.
– Mi corazón está henchido de dolor y todo es vanidad -le dije-. Por esto te he buscado, a fin de que regocijásemos juntos nuestros corazones con el vino, porque nadie me responde cuando pregunto «¿Por qué?». Pero Thotmés levantó su escasa vestidura para demostrarme que no tenía con qué comprar vino.
– Llevo en mis muñecas cuatro deben de plata -dije con orgullo. Pero Thotmés mostró mi cabeza afeitada que delataba que era un sacerdote de primer grado. Era lo único de que podía envanecerme. Y sentí despecho por no haber dejado crecer mis cabellos. Por esto le dije con impaciencia:
– Soy médico y no sacerdote. Creo haber leído en la puerta que tienen aquí también los vinos del puerto. Probémoslos, si son buenos.
Con estas palabras sacudí los brazaletes de mis brazos y el dueño acudió y se inclinó ante mí poniendo las manos a la altura de las rodillas.
– Tengo vinos de Sidón y de Biblos, cuyos sellos están todavía intactos y que han sido endulzados con mirra -dijo-. Ofrezco también vinos mezclados en copas de colores; suben a la cabeza como los suspiros de una mujer bonita y llenan de júbilo el corazón.
En vista de que el dueño seguía enumerando incansablemente las excelencias de su mercancía me volví hacia Thotmés, que encargó una mezcla de vinos. Un esclavo vino a echarnos agua sobre las manos y nos dejó un plato de granos de loto asados, sobre una mesita baja que puso delante de nosotros. El dueño depositó sobre ella las copas. Thotmés vertió una gota de vino por el suelo exclamando:
– ¡Por el divino alfarero! ¡Que el diablo se lleve a la escuela de bellas artes y todos sus maestros!
Entonces mencionó los nombres de los que más detestaba y yo seguí su ejemplo.
– ¡En nombre de Amón -dije-, que su barca se hunda eternamente, que la panza de sus sacerdotes se reviente y que la peste roa a los ignorantes maestros de la Casa de la Vida!
– No temas nada -me dijo Thotmés-. En esta taberna han escandalizado tanto los oídos de Amón que nadie hace ya caso. Aquí todos los clientes son gente perdida. No conseguiría siquiera ganar mi pan y mi cerveza si no se me hubiese ocurrido dibujar ilustraciones para los hijos de los ricos.
Me mostró un rollo de papiro cubierto de dibujos y no pude menos que reírme porque había dibujado una fortaleza defendida por un gato tembloroso contra unos ratones, había también un hipopótamo que cantaba en la cima de un árbol, mientras un pichón trepaba penosamente por una escalera apoyada contra el tronco.
Thotmés me miró y sus ojos pardos sonrieron. Enrolló de nuevo el papiro y dejó de reír porque me mostraba una imagen en la que un diminuto sacerdote calvo llevaba a un faraón como se lleva una víctima al suplicio. En otro, un faraón pequeño se inclinaba ante la inmensa estatua de Amón. Viendo mi sorpresa, me explicó:
– ¿No es acaso justo? También los padres se ríen de mis imágenes porque son disparatadas. Es tan ridículo que un ratón ataque a un gato, como que un sacerdote arrastre un faraón tirando de la correa. Pero los que saben comienzan a reflexionar. Sin embargo, no careceré de pan ni de cerveza hasta el día que los sacerdotes me hagan asesinar por sus guardianes en cualquier esquina. Les ha ocurrido ya a otros.
– Bebamos -dije yo entonces.
Y vaciamos nuestra copas, pero mi corazón no sintió ningún regocijo. -¿Es acaso un error preguntar «¿Por qué?»?-dije yo.
– Desde luego, es un error, porque el hombre que se atreve a preguntar por qué, no tiene ya hogar, ni techo, ni asilo en el país de Kemi. Todo debe permanecer inmutable, ya lo sabes. Yo temblaba de júbilo y de orgullo al entrar en la escuela de bellas artes, recuérdalo, Sinuhé. Era como un sediento al lado de una fuente. Como un hambriento que recibe un pan. Y he aprendido muchas cosas útiles. He aprendido a sostener un lápiz, a manejar un cincel, a moldear el modelo en cera antes de esculpirlo en la piedra, a pulir ésta, a combinar los guijarros de colores y a teñir el alabastro. Pero cuando quise ponerme a modelar lo que soñaba para el goce de mis ojos, un muro se levantó ante mi mirada y me hicieron amasar el barro para los demás. Porque ante todo existe la fórmula. El arte tiene su canon, como cada letra su tipo, y el que se aparta de ello está maldito. Por eso el que desdeña las fórmulas no llegará nunca a ser artista. Desde el principio de los tiempos está escrito cómo debe figurar un hombre sentado y un hombre de pie. Desde el principio de los tiempos está establecido cómo un caballo levanta las patas y cómo un buey arrastra su carreta. Desde el principio de los tiempos está prescrito cómo debe trabajar un artista, y quien no se sujete a ello será arrojado del templo, privado de piedra y de cincel. ¡Oh, Sinuhé, amigo mío, también yo he preguntado: «¿Por qué?»! ¡Con demasiada frecuencia lo pregunté! «¿Por qué?» Por este motivo estoy aquí, con este chichón en la frente.
Bebimos el vino, nuestro espíritu se aligeró y mi corazón experimentó un alivio como si hubiese reventado un absceso, porque no estaba yo solo. Y Thotmés prosiguió:
– Sinuhé, amigo mío, hemos nacido en una extraña época. Todo se mueve y cambia, como el barro en el torno del alfarero. Las modas cambian, las palabras y las costumbres también, y las gentes no creen ya en los dioses aunque los teman todavía. Sinuhé, amigo mío, hemos nacido probablemente en la decadencia de un mundo, porque el mundo es ya viejo, puesto que han transcurrido ya mil o dos mil años desde la construcción de las pirámides. Cuando pienso en ello, quisiera bajar la cabeza y llorar como un niño.
Pero no lloró, porque bebíamos vino mezclado en copas pintadas y cada vez que nos la llenaba el dueño se inclinaba poniendo las manos a la altura de las rodillas. Algunas veces acudía un esclavo a verternos agua sobre las manos. Mi corazón era ligero y rápido como una golondrina al principio de la primavera y sentía deseos de recitar poemas y abrazar el mundo entero. -Vamos a una casa de placer -dijo Thotmés, riéndose-. Vamos a escuchar música y ver bailarinas a fin de que nuestro corazón se regocije y no nos preguntemos más «¿Por qué?».
Entregué en pago uno de los brazaletes, recomendando al dueño que lo manejase con cautela porque estaba todavía húmedo de la orina de una mujer encinta. Esta idea me regocijó en gran manera y el patrón se rió también y me devolvió un buen puñado de monedas, de manera que pude darle una al esclavo. El dueño se inclinó ante mí y nos acompañó hasta la puerta rogándonos que no olvidásemos «La jarra Siria». Afirmó conocer también una serie de muchachas sin prejuicios que estarían encantadas de conocerme si iba a su encuentro con un barril de vino comprado en su casa. Pero Thotmés dijo que su abuelo se había ya acostado con aquellas mismas sirias que podrían llamarse abuelas más que hermanas. Tal era nuestro buen humor después de haber bebido. Rondamos por las calles.
La noche había llegado y aprendí a conocer bien Tebas, donde no había nunca noche, porque los barrios del placer estaban tan iluminados de día como de noche. Delante de las casas de placer ardían las antorchas y las lámparas brillaban en las esquinas sobre unas columnas. Los esclavos llevaban las literas y los gritos de los portadores se mezclaban a la música y al escándalo de los borrachos en los lupanares. Pasamos delante de la taberna de Kush en la que unos negros golpeaban con los puños o unas mazas de madera, unos tambores cuyo sordo redoble, se propagaba a lo lejos. De todas partes llegaba una música siria, ruidosa y primitiva, cuya extrañeza rompía el tímpano, pero cuyo ritmo cautivaba y enardecía.
Yo no había puesto todavía nunca los pies en una casa de placer, y estaba un poco intimidado, pero Thotmés me llevó a una, llamada «El Gato y la Uva». Era un local pequeño y limpio y nos instalamos sobre unas alfombras blandas; la iluminación era de un amarillo suave y unas muchachas muy bonitas con las manos teñidas de rojo llevaban el compás de las flautas e instrumentos de cuerda. Al final del número vinieron a sentarse a nuestro lado pidiéndonos vino, porque sus gargantas estaban secas como la paja. La música volvió a empezar y dos mujeres desnudas ejecutaron una danza complicada que seguí con el mayor interés. Como médico estaba ya acostumbrado a ver mujeres desnudas, pero sus pechos no saltaban ni sus vientres y sus nalgas se estremecían con tanta seducción.
La música me puso de nuevo melancólico sin que supiese por qué. Una linda muchacha puso su mano sobre la mía y se apoyó en mí, diciéndome que tenía ojos de sabio. Sus ojos no eran verdes como el agua del Nilo bajo el sol estival y sus vestiduras no eran de lino puro, pese a que descubriese su pecho. Por esto bebí vino sin el menor deseo de llamarla hermana ni pedirle que se divirtiese conmigo. El último recuerdo que tengo de este lugar es el puntapié que me dio un negro en las nalgas y el chichón que me hice al caerme en la calle. Me había ocurrido lo que me predijo mi madre Kipa. Yacía en el arroyo, sin una pieza de cobre en mi bolsillo, mis vestiduras laceradas. Thotmés me levantó y me condujo al embarcadero, donde pude apagar mi sed con agua del Nilo y lavarme el rostro y las manos.
Aquella mañana entré en la Casa de la Vida con los ojos hinchados, un chichón doloroso en la cabeza y sin el menor deseo de preguntar «¿Por qué?». Estaba de vigilancia en la sección de enfermos del oído y fui rápidamente a cambiarme. Pero mi maestro se cruzó conmigo en los corredores y me dirigió una mercurial que me sabía de memoria por haberla leído en los libros.
– ¿Qué va a ser de ti, que pasas las noches recorriendo lugares de mala nota y bebiendo sin medida? ¿Qué va a ser de ti, que frecuentas las casas de lenocinio y asustas a las gentes? ¿Qué va a ser de ti, que produces heridas y huyes ante los guardias?
Habiendo así cumplido con su deber, sonrió con satisfacción y llevándome a su estancia me ofreció una bebida destinada a purgarme. Me sentí mejor y comprendí que las casas de placer y el vino estaban autorizados a los alumnos de la Casa de la Vida, pero que debía renunciar a preguntar: «¿Por qué?»
Así fue como la pasión de Tebas se infiltró en mi sangre y comencé a preferir la noche al día, la luz temblorosa de las antorchas al sol, la música siria a los gemidos de los enfermos y los murmullos de las bellas meretrices a los enigmas de los textos amarillentos. Nadie tenía nada que decir con tal de que mi trabajo no sufriese por ello, que saliese bien de mis exámenes y no perdiese mi habilidad manual. Estaba tolerado a los iniciados, porque eran pocos los estudiantes que tenían medios de fundar un hogar durante sus estudios. Por esto mis maestros me dieron a entender que hacía bien en distraerme y buscar el regocijo de mi cuerpo. Pero no había tocado todavía a ninguna mujer, a pesar de que sabía ya que el seno femenino no quema como el fuego.
La época era inquieta y el gran faraón estaba enfermo. Vi su rostro demacrado cuando lo llevaron al templo para la fiesta de otoño, cubierto de oro y pedrería, inmóvil como una imagen, con la cabeza inclinada bajo el peso de la doble corona. Sufría, y los médicos eran incapaces de curarlo, tanto que la gente decía que su tiempo había pasado ya y que en breve el heredero le sucedería en el trono. Y, no obstante, este príncipe era un muchacho de mi edad.
En el templo de Amón los sacrificios y las plegarias se sucedían, pero Amón era incapaz de ayudar a su divino hijo, pese a que el faraón Amenhotep le hubiese elevado el templo más majestuoso de todos los tiempos. Se decía que el rey estaba enojado con los dioses de Egipto y que había mandado un emisario a su suegro, el rey de Mitanni, implorando el auxilio de la milagrosa Ishtar de Nínive. Lo cual era para Amón una tal afrenta que no se hablaba de ello más que en voz baja en todo el territorio del templo y en la Casa de la Vida.
Llegó en efecto la estatua de Ishtar y vi a los sacerdotes de barba rizada con sus extrañas tiaras y sus gruesos mantos de lana, pasearla sudando por la villa de Tebas al son de los instrumentos de metal y al sordo redoble de los tamboriles. Pero ni aun los dioses extranjeros pudieron, con gran júbilo de los sacerdotes, curar al faraón. En el momento en que empezó la crecida, el trepanador real fue llamado a palacio.
Durante mi estancia en la Casa de la Vida no había visto más que una sola vez a Ptahor, porque las trepanaciones son raras y no estaba lo suficientemente versado para seguir de cerca las operaciones y los cuidados de los especialistas. He aquí, pues, a Ptahor llamado a toda prisa a la Casa de la Vida. Se purificó cuidadosamente y tuve buen cuidado de hallarme cerca de él. Era calvo, su rostro estaba arrugado, sus mejillas pendían lacias y tristes a cada lado de su boca de viejo descontento. Me reconoció y, sonriendo, me dijo:
– ¿Eres tú, Sinuhé? ¿Estás verdaderamente tan versado, hijo de Senmut?
Me tendió una caja negra donde guardaba sus intrumentos y me ordenó que lo acompañase. Era para mí un honor inmerecido que incluso un médico real hubiera podido envidiarme, y me di cuenta de ello.
– Tengo que probar la seguridad de mis manos -dijo Ptahor-. Empezaremos trepanando por aquí dos cráneos a fin de ver cómo lo hago. Tenía los ojos cansados y sus manos temblaban un poco. Entramos en la sala de los incurables, los paralíticos y los heridos en la cabeza. Ptahor examinó algunos cráneos y eligió a un viejo para quien la muerte sería una liberación, y un robusto esclavo que no podía hablar ni mover los miembros a causa de una herida de piedra que había recibido durante una pelea. Se les dio un anestésico y fueron llevados a la sala de operaciones. Ptahor limpió él mismo sus instrumentos y los pasó por la llama.
Mi tarea consistió en afeitar la cabeza de los dos enfermos. Después de esto limpiamos la cabeza y la lavamos, untamos la piel con una pomada y Ptahor pudo ponerse al trabajo. Comenzó por hendir el cuero cabelludo del viejo y separarlo a los lados sin inquietarse ante la intensa hemorragia; después, con movimientos rápidos, perforó el hueso desnudo haciendo un agujero con el trépano y sacó un trozo de hueso. El viejo comenzó a jadear y su rostro se puso de color violeta.
– No veo ningún defecto en su cabeza -dijo Ptahor volviendo a colocar el hueso en su sitio y vendando la cabeza después de haberla recosido.
Después de lo cual el viejo entregó su alma.
– Mi mano tiembla un poco -dijo Ptahor-. ¿Alguien más joven que yo iría a buscarme una copa de vino?
Entre los espectadores se encontraban, además de los maestros de la Casa de la Vida, numerosos estudiantes que se preparaban para ser trepanadores. Una vez hubo bebido su vino, Ptahor se ocupó del esclavo que, sólidamente amarrado, lanzaba miradas enfurecidas, pese al estupefaciente que había tomado. Ptahor ordenó que lo atasen más sólidamente todavía y que colocasen su cabeza sobre un soporte especial a fin de que no pudiese moverse. Cortó el cuero cabelludo y esta vez evitó cuidadosamente la hemorragia. Las venas del borde de la herida fueron cauterizadas y la efusión de sangre fue parada por medio de medicamentos. Esto fue el trabajo de los demás médicos, porque Ptahor quería evitar cansarse las manos. En realidad, existía en la Casa de la Vida un hombre inculto cuya sola presencia bastaba para detener al instante una hemorragia, pero Ptahor quería hacer un curso y se reservaba el hombre para el faraón.
Después de haber limpiado el cráneo, Ptahor mostró a todos los asistentes el sitio donde el hueso había sido hundido. Utilizando el trépano, la sierra y las pinzas, levantó un trozo de hueso grande como la mano y mostró a todo el mundo cómo la sangre coagulada se había adherido a los pliegues blancos del cerebro. Con una prudencia extremada, retiró los coágulos de sangre uno a uno y una esquirla de hueso que había penetrado en el cerebro. La operación fue bastante larga, de manera que cada estudiante tuvo tiempo de mirar bien y grabar en su memoria el aspecto exterior de un cerebro vivo. En seguida Ptahor cerró el agujero con una placa de plata que se había preparado, entretanto, con el modelo del hueso retirado y la fijó con pequeños garfios. Después de haber recosido la piel del cráneo y cuidado la herida, dijo:
– Despertad a este hombre.
En efecto, casi había perdido el conocimiento.
Se desató al esclavo, le vertieron vino en la garganta y se le hizo respirar algunos medicamentos fuertes. Al cabo de un instante se sentó y empezó a lanzar maldiciones. Era un milagro increíble para el que no lo hubiese visto con sus propios ojos, porque antes de la operación el hombre no podía hablar ni mover sus miembros. Esta vez no tuve que preguntarme por qué, ya que Ptahor explicó que el hueso hundido y la sangre vertida en el cerebro habían producido aquellos síntomas visibles.
– Si no muere en el plazo de tres días podrá considerársele curado -dijo Ptahor-, y dentro de dos semanas podrá darle una paliza al hombre que le fracturó el cráneo. No creo que muera.
Después dio las gracias a todos los que habían asistido y mencionó incluso mi nombre, a pesar de que no hubiese hecho más que tenderle los instrumentos que necesitaba. Pero yo no había adivinado su intención al encargarme esta tarea; al confiarme su caja de ébano, me designaba para ser su ayudante en el palacio del faraón. Durante dos operaciones yo le había tendido los instrumentos; era, por consiguiente, un especialista que le haría mucho más servicio que cualquiera de los médicos reales al asistirlo en una trepanación. Por esto mi sorpresa fue grande cuando me dijo:
– Bien, henos ya dispuestos a trepanar el cráneo real, ¿no es verdad, Sinuhé?
Y así fue como con mi simple blusa de médico tuve el honor de subir al lado de Ptahor en la litera real. El hombre cuya presencia detenía la hemorragia tuvo que instalarse en uno de los brazos y los esclavos del faraón nos llevaron rápidamente con un paso tan igual que la litera no se balanceaba en lo más mínimo. En la ribera nos esperaba la barca real y se nos llevó a fuerza de remos; más parecía volar que deslizarse sobre la superficie del agua. Del desembarcadero nos llevaron rápidamente al palacio dorado, y yo no me sorprendí de aquella prisa porque por las calles de Tebas circulaban ya los soldados y los mercaderes llevando sus mercancías a los depósitos y se cerraban puertas y ventanas. Síntomas todos que indicaban que el faraón estaba próximo a morir.