Herbert estaba soñando.
No podía ser más que en sueños que pisó aquella tierra completamente negra. Todo a su alrededor era nocturno, sin luz. Sólo había estrellas en el cielo, pero eran estrellas muy raras, apenas sin brillo.
Caminaba y la falta de luz no parecía molestarle, era lo normal allí, que no hubiera sol ni movimiento. Descubrió, con asombro, que tampoco había árboles o animales, sólo suaves colinas de tierra desnuda y muchas rocas de mineral negro que pudo distinguir del resto del paisaje oscuro por un fulgor oleaginoso que las recorría.
– Es la tierra de la muerte, sin duda. Es lo malo de tener mucha imaginación -se dijo.
De repente el suelo comenzó a retumbar y esas sacudidas le recordaron el aterrizaje… la vibración, los golpes. Pero no era eso. Se volvió y vio, en el horizonte, un caballo inmenso, aún más negro que todo lo demás y a sus lomos una figura encapuchada que cubría el firmamento con un cuerpo lleno de filos amenazantes todos hechos de números.
– C-4, sin duda.
– Belos… ¿me recibes?
Herbert torció el gesto… ¿Belos?
– Belos… aquí Lowell… ¿me recibís…? Por Dios, contestad.
Y aquellas palabras fueron seguidas por un largo sonido de estática.
Herbert parpadeó. Lo rodeaba la oscuridad, una noche densa. Tenía los correajes desabrochados y yacía de costado, sobre un suelo duro e inclinado.
Casi delante suyo había una pantalla, desprendida de su soporte en la pared. Sólo tenía unas letras en verde sobre fondo negro «NO SIGNAL».
Se quitó la escafandra, no sin antes comprobar si había presión fuera. En seguida percibió un aire denso de aromas sobre los que se imponía el tufo del plástico quemado.
Alargó la mano enguantada y pulsó en el control de recepción hasta que la pantalla se sintonizó en el canal adecuado.
– ¿Belos?
Se formó la imagen de Lowell.
«Lowell, por supuesto» -pensó Herbert-. Lowell, en órbita aún y con aspecto muy preocupado.
Sacando la voz de no sabía donde, Herbert le contestó:
– Te escuchamos, Lowell. Parece que nos hemos estrellado después de todo.
De repente, la luz roja de emergencia inundó la cabina y mostró un caos de paneles desprendidos, cables sueltos, luces intermitentes, quemaduras y abolladuras. Dos de los asientos estaban aún ocupados por cuerpos que se movían lentamente. Otros dos intentaban mantenerse de pie dificultosamente ya que el suelo de la cabina estaba inclinado.
La luz roja lo hacía parecer todo mucho peor, un infierno confuso.
Herbert, mentalmente, anotó un reproche para los diseñadores que eligieron ese tipo de luz de emergencia. Psicológicamente hubiera sido más adecuada una luz amarilla o verde.
Herbert luchaba por ponerse en pie. Le dolía todo el cuerpo, lo imagina lleno de moratones, pero no parecía tener nada roto.
Sólo en ese momento reparó en un cuerpo tendido en el suelo, inmóvil y con la escafandra destrozada.
– ¿Estáis todos bien?
Era Lowell desde la Ares.
– No lo sé -dijo Herbert-, yo estoy bien, pero el choque ha sido terrible. De momento parece que la presión de la cabina es estable.
– ¿No hay heridos? ¿La nave mantiene su estabilidad?
– Hay… mucha confusión aquí… No puedo decirte más, Lowell; informaremos más adelante… déjanos un tiempo.
Sin más explicaciones Herbert cortó la conexión. Lowell no podía hacer nada por ellos ahora y lo primero era comprobar cual era su situación real.
Se acercó a Fidel, aún sujeto por las correas y con la cabeza apoyada en las manos. Le levantó la visera del casco y vio que estaba bien, sólo conmocionado y con una expresión de dolor en el rostro.
Desde el otro extremo, Susana se puso en pie y avanzó hacia Herbert, pero calculó mal la gravedad y la inclinación del casco y casi se derrumbó contra él.
– Hemos… chocado… accidente… -dijo.
Herbert la recogió antes de que cayera al suelo.
– No te preocupes por eso ahora, Susana. Descansa.
Con mucha delicadeza la dejó resbalar hasta el suelo, dónde ella se quedó con la mirada perdida, aún totalmente desorientada.
El otro astronauta que estaba en pie también dio unos pasos tambaleantes, pero se aguantaba mejor que Susana. Terminó de quitarse el casco. Era Baglioni, ágil y despierto aún después del impacto.
– Es increíble, estamos vivos.
– Baglioni -le dijo Herbert-, ¿puedes volver a dar potencia?
– Lo intentaré.
Casi sin transición tomó un destornillador, desmontó un panel en el techo y se puso a trastear en él murmurando para sí:
– Estamos vivos. Es increíble. Esta nave es una maravilla.
Herbert se movió hasta llegar al lado de Jenny. También parecía bien dentro de la escafandra. Su piel apenas tenía color y los ojos, muy grandes y negros, estaban muy abiertos. Reconoció a Herbert, y cuando este le sonrió se le llenaron de lágrimas.
Herbert le ayudó a quitarse la escafandra.
– Estoy bien, estoy bien… ¿y vosotros? ¿algún herido?
– El comandante está inconsciente. Parece grave. No quise moverlo.
Jenny se acercó a Vishniac. Yacía de costado, con la escafandra rota y una posición que recordaba a un muñeco desmadejado.
– Ayúdame, Herb.
Herbert se acercó inmediatamente y entre los dos le dieron la vuelta.
Tenía la escafandra rota y el rostro ensangrentado. Los ojos grises muy abiertos. Jenny le tomó el pulso en el cuello. Levantó la vista hacia Herbert y no fue necesario que dijera nada.
Ya no había prisa. La doctora Johnson se dejó caer en el suelo y se apoyó en un mamparo, tirada al lado del asiento del piloto. Habló en un susurro.
– Se ha roto el cuello. Qué dios se apiade de su alma.
En ese momento las luces rojas se apagaron y lucieron los focos habituales de la Belos. Bajo esa iluminación la crudeza del desastre era aún mayor. Resaltaban los colores, el negro de los chispazos eléctricos, los trozos de metal y plástico rotos y los restos de sangre, los arañazos y moratones en los rostros.
Bagglioni se volvió con una expresión de triunfo. Ensimismado en restaurar el fluido de energía, no había reparado en las palabras de Jenny.
– ¡Luz!
Todos le miraron de tal modo que terminó por entender lo que pasaba.