Los tres astronautas caminaban sobre la pedregosa superficie de Marte. El avance no era muy difícil sólo a veces tenían que esforzarse en subir y bajar lomas empinadas. La escasa gravedad hubiera debido ayudarles en el avance, pero para sus músculos, que habían pasado casi nueve meses en la menor gravedad artificial de la Ares, Marte era tan duro como la Tierra, si no más.
Al poco de iniciar el camino Herbert se entregó al viaje, a la sensación de avanzar por sendas desconocidas. Volvió la sensación que tan bien conocía, esa paz lenta que le gritaba, la misma que le había asaltado antes en la tundra helada siguiendo a las manadas de renos, o en el desierto de Australia, abrumado de calor y sed. Sólo que ahora era más intensa, proporcional a la aspereza insoportable de aquel Marte helado que le rodeaba a la distancia de un espesor de tela.
Herbert sonreía. Ya no había abatimiento. El mover una pierna, luego la otra, el sentir el peso hender el suave polvo marciano, y ver balancearse delante suyo a Fidel y Susana era todo el mundo, todo el universo. Eso y la cadena montañosa, el borde de esa herida inmensa que era el Valle Marineris.
Por el contrario, para Fidel aquel paseo era el alejarse de su propia vida, el último paso, el más doloroso, del camino que le había alejado de aquella soleada tarde de primavera, cuando el teléfono del estudio sonó y le trajo la noticia de que iba a ir a Marte.
Se movía por no quedarse atrás tan pronto. Ya no había interés… ¿O sí?
Sí, si lo había. No quería reconocerlo porque lo adivinaba monstruoso, pero existía y lo descubrió al advertir que no quitaba el ojo de las rocas, en las que su vista entrenada buscaba indicios de fósiles, irregularidades debidas al musgo, humedad, o colonias de hongos. Su mente de científico, la misma que le había traído hasta Marte, seguía trabajando incansable, al margen del dolor, de los recuerdos. Por un momento ardió de furia, luego se resignó, sabía que era su maldición, que su último aliento no sería para recordar el nombre de sus hijos sino para una hipótesis, un teorema, un enunciado.
Susana y Fidel caminaban al frente.
Herbert tenía una indicación en el casco, un pitido intermitente y un icono con el símbolo del Oxígeno molecular que parpadeaba en rojo reflejado en la superficie interior del cristal.
– Vamos a hacer un alto -dijo-. Necesito reemplazar una de las botellas.
Mientras Herbert manipulaba su equipo, Fidel se tambaleó y terminó por apoyarse en las rodillas. Luego movió la cabeza buscando una roca plana para sentarse. La encontró unos metros más allá y se dirigió a ella.
Susana lo interceptó sujetándolo del brazo y le miró a la escafandra. Debido a la protección contra los rayos ultravioletas, no le veía el rostro, sólo su reflejo.
– ¿Qué tal estás?
– Bien.
– No te sientes, te congelarías el trasero. La diferencia térmica entre el suelo y el aire marciano es de más de cien grados. Deberías recordarlo. Sólo las botas están preparadas con una capa aislante lo bastante gruesa como para resistirlo.
Fidel sentía que el planeta se le venía encima. Caminar y caminar sin descanso, sin tan siquiera el pequeño alivio de sentarse un momento a descansar… Caminar hasta la muerte. Sólo entonces podrían tumbarse y descansar.
Susana ayudó a Herbert a sustituir la carga de oxígeno. Fidel, apoyándose en una roca, miraba al horizonte y veía el Sol que comenzaba a tener un halo azulado alrededor, cayendo ya sobre la cadena montañosa en el horizonte.
– ¿Cuántas horas del luz nos quedan? -preguntó.
Herbert activó la nueva carga de oxígeno. El indicador en el casco le dijo que el nivel era de nuevo óptimo. Los filtros de carbón activo funcionaban correctamente y el circuito de calefacción también. Luego miró también al Sol. Por un breve instante recordó otro sol, otro momento, y pensó que ya esta muy lejos, que sus mandíbulas llegaban débiles hasta él.
– Por la posición… calculo que unas cuatro.
En las radios escuchaban la voz de Jenny, alta y clara.
– Exactamente cuatro y diez minutos, Herb.
– ¿A qué distancia estamos del borde del Valle?
– Ya habéis recorrido tres cuartas partes del camino.
Susana esperó un momento, por si había más comentarios. Al fin hizo una seña y continuaron andando.
El Sol parecía colgar del cielo, inmóvil, pero las sombras se iban alargando, la luz menguaba y el rojo intenso de las piedras se hacía marrón con tintes de un verde muy sucio y oscuro.
El caminar se volvía más difícil, tropezaban. La atmósfera de Marte era muy tenue, no había bruma y eso no les ayudaba a calcular bien las distancias; la roca a la que creían poder llegar en pocos pasos, tardaba una eternidad en acercarse; la cadena montañosa que parecía poder tocarse con la mano estaba aún muy lejos.
Herbert no había querido decirlo, pero posiblemente ni pudieran asomarse al Valle, ese reborde ínfimo que daba paso al abismo tendría setecientos metros de alto, imposible de sobrepasar en sus condiciones. A no ser que encontrasen un paso, no verían el fondo del Valle.
Miró de reojo su indicador de oxígeno y torció el gesto. Luego hizo un esfuerzo consciente por olvidarlo. Respiró hondo y abrió todos los sentidos al paisaje que lo rodeaba. Siguió avanzando.
Al fin llegaron a las cercanías del cañón y, efectivamente, las montañas eran demasiado altas para escalarlas, sólo que encontraron grietas abundantes en esa muralla formidable. Una de ellas era un estrecho desfiladero al final del cual se adivinaba luz. Encendieron los focos del traje y caminaron por él con cuidado de no desgarrarse los trajes con algún saliente afilado.
Al fin lograron salir. El paisaje se abrió de repente en una visión inmensa.
El terreno descendía abruptamente. Lo que antes era llanura irregular se convertía en una brusca y enorme hendidura que se descolgaba interminablemente. A derecha e izquierda gigantescas paredes rocosas se perdían en el horizonte. Al otro extremo, cruzando aquel valle colosal, se adivinaba otra escarpadura similar a la que ellos coronaban.
– ¿Habéis visto qué belleza? El Valle Marineris tiene más de 4.000 kilómetros de largo y, en su parte más profunda, casi 7.000 metros de profundidad. En comparación el Gran Cañón del Colorado tiene 900 kilómetros de largo y tan solo 1.800 metros de profundidad máxima. No hay nada igual en todo el Sistema Solar.
Susana ajustó los controles de su cámara.
– Fijaos en esos estratos -la pared rocosa les mostraba delicadas trazas, líneas horizontales de colores diversos, fallas y accidentes dentados que hendían el borde elevado del Valle-. No sé si la imagen de vídeo registrará estos colores tan sutiles… Es un lugar realmente hermoso.
Jenny les habló de nuevo a través de la radio.
– Se ve bastante bien Susana -dijo.
Luca se levantó desperezándose, había estado durmiendo en el saco y le habían despertado las voces de Jenny y Susana.
– ¿Ya han llegado al Valle? -preguntó en un susurro.
En la cabina de la Belos escuchaba la voz de Susana, entrecortada por el esfuerzo de andar.
– La belleza de este lugar es suficiente para hacer que olvides por qué estamos aquí… Es tan indómita, tan alienígena… Es imposible comparar esto con nada que exista en la Tierra… podría pensar que sólo por haber llegado hasta aquí ha valido la pena.
Fidel señaló con la mano.
– ¡Mirad allí!
En el fondo del valle había algo semejante a una nata espesa que bullera lentamente.
– ¿Qué crees que es? -preguntó Susana.
– Es niebla, muy densa -dijo Herbert.
– Niebla -Susana no dejaba de mirar aquella extraña formación nubosa-. ¿Vapor de agua?
– O anhídrido carbónico… ¿quién sabe? -dijo Fidel.
– Es vapor de agua -dijo Herbert-. El espectrómetro no dejó lugar a dudas.
– ¿Cómo puede mantenerse tan estable en esta atmósfera? -preguntó Susana.
– La presión atmosférica debe ser mucho mayor en el fondo del Valle -le explicó Herbert-. La atmósfera de Marte es muy diferente a la de la Tierra debido a la menor gravedad, es… esponjosa; en el espacio se extiende a gran altura, y en el fondo del Valle debe de estar muy comprimida, para los estándares marcianos, claro.
– Sí -musitó Fidel-. Ese es el tipo de cosas que hubiéramos tenido que investigar, si todo hubiera ido bien.
Herbert no podía apartar la vista de aquella niebla lechosa.
– Hay algo que quisiera someter a vuestro criterio -dijo-. Podríamos intentar descender hasta ese banco de nubes.
Fidel se volvió. Herbert le contempló moverse contra el fondo del cañón, pero era sólo un casco refulgente, sin rasgos. Tan solo la placa con el nombre le indicaba quien era.
– ¿Estás bromeando? Ese barranco tiene más de cinco kilómetros de profundidad.
– Sí, pero la gravedad de este mundo es un tercio la de la Tierra, no es tan difícil como parece ¿Qué opinas Susana?
Susana no había perdido ojo de la niebla ni de las escarpadas laderas que conducían hasta ella. Por un momento se relamió el labio, seco de tanto respirar jadeando, y calibró lo que podía significar aquella masa blanda y blancuzca.
– Bueno… estamos aquí… ¿no? Si hemos llegado tan lejos… ¿Por qué no bajar para echar un vistazo?
Rodrigo se apoyó contra una roca y dejó caer los brazos a un costado.
– Claro, ¿por qué no?
– Bueno, en marcha de nuevo. No tenemos tiempo que perder.
Fidel no se movió. «Tiempo que perder» -se dijo.
Vio avanzar primero a Susana y luego a Herbert, que, al notar que no los seguía, se volvió.
– ¿Qué sucede, Fidel? -le preguntó.
– ¿Tiempo que perder? ¿Eso intentaba ser un chiste? Porque sólo lo cansado que me siento me impide ponerme a llorar ahora mismo.
– Podemos sentarnos por aquí a esperar -dijo Herbert sin rastro de humor-. O podemos seguir andando.
– En nombre de Dios, Herb, ¿para qué? -quiso saber el exobiólogo.
– Mientras tengamos un objetivo estaremos vivos. Cuando nos sentemos a esperar, en ese preciso instante, habremos muerto.
– Pero, Herb… -musitó Fidel-. Es imposible que podamos llegar hasta ahí abajo y tú lo sabes.
– No, no lo sé. Sólo sé que el hombre es capaz de hacer las cosas más inverosímiles. ¿Sientes tu corazón, Fidel? Está latiendo, estás vivo, amigo.
– Conectado a un equipo de aire que dejará de funcionar de un momento a otro.
– Quizá sí o quizá no. Tuve un amigo que enfermó de leucemia. Estuvo trabajando hasta casi el último día, haciendo planes, organizando sus próximas vacaciones. Los humanos no podemos aceptar nuestra propia extinción, y cuando lo hacemos dejamos de ser humanos. Nos convertimos en un conjunto de órganos que funcionan mecánicamente. Siente la fuerza de tu espíritu, amigo, y obedece tu instinto… Ese que te dice que no puedes morir.
Herbert le tendió la mano a Fidel y añadió:
– Vamos.
Fidel tomó su mano enguantada, y luego abrazó al geólogo. Las dos escafandras chocaron en aquel abrazo lleno de emoción.
– Vamos a vivir, amigo -dijo Herbert, y Fidel escuchó claramente su voz a través de las dos escafandras que se tocaban-. Vamos a vivir.
A un par de pasos de distancia Susana contemplaba la escena, en silencio.
Luego, los tres emprendieron el descenso al Valle Marineris.
Baglioni cortó la conexión y habló con normalidad, mirando a Jenny:
– Un propósito loable… pero, lamentablemente, no tienen ninguna posibilidad. El aire no les llegará para alcanzar el fondo del Valle.
Jenny volvió la vista a los monitores. El inmenso paisaje oscilaba con el ritmo de la marcha. Luego clavó sus ojos en Luca.
– ¿Te has vuelto loco?
Luca sonrió sin despegar los labios, torciendo un poco el gesto. Era la misma sonrisa que Jenny le había visto ejercer durante todo el viaje, desde antes incluso. Jenny sabía qué significaba y no podía continuar mirándola. Disimuló un gesto de asco y fijó la vista en los monitores.
– No te preocupes, Jenny, he apagado el micrófono. Y, además: ellos ya lo saben.
La voz de Jenny fue contenida, de poco volumen, cuando contestó sin dejar de mirar los monitores.
– Lo saben, es cierto, por eso no es necesario que tú se lo recuerdes.
– ¿Acaso nuestra situación es mucho mejor?
– Tenemos una posibilidad de sobrevivir, ellos no.
– Sí, una pequeña posibilidad; ¿y por eso debemos de ser considerados?
Jenny se volvió de nuevo hacia Luca. Ya no intentaba disimular, mostraba los dientes al hablar y sus ojos, siempre muy abiertos, eran sólo una ranura en la que asoman las pupilas muy brillantes.
– ¿Sabes? Hace años conocí a un tipo como tú.
– ¿En serio?
– Sí, se creía el hombre más inteligente del mundo, pero era un idiota. Los hechos lo han demostrado.
El comentario no había borrado la sonrisa del rostro a Luca, pero ahora mostraba los dientes al sonreír.
– ¿Tu pareja?
– Así es.
– Te diré algo Jenny…
– Dime.
– Deberías de sentirte agradecida por haber encontrado compañía masculina.
Jenny le miró un largo rato antes de responderle. Sintió como las lágrimas se agolpaban en sus ojos, pero hizo un esfuerzo por no llorar y lo consiguió.
– Jódete, Luca -dijo entre dientes-. Jódete.