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Tras los primeros meses de estudio y las prácticas de seguridad aeronáutica básica, comenzaron con las pruebas de simulación.

Cada uno de ellos tenía asignadas tareas específicas en la Befos y el Ares. Cada una de esas tareas tenía que ser aprendida y evaluada hasta la saciedad. Al conocimiento teórico de los sistemas, seguiría una fase de evaluación computerizada, y la fase final de ensayo en simulador y en tanque de agua.

En el hangar 30 del JSC la NASA-ESA había construido una réplica exacta y perfectamente funcional de toda la nave Ares al completo, hasta el último tornillo, toda ella cableada y operativa. Era el mayor y más completo simulador jamás construido. Dentro de la nave la sensación de estar en el espacio profundo era completamente verídica. Lo único que faltaba era la escasez de peso.

Todos y cada uno de los astronautas odiaban aquel hangar y aún más al director de evaluación y entrenamiento, John Jiménez. Aquel sitio era el infierno, y John el diablo. Sentado en su consola, asistido por demonios menores, se ocupaba de preparar y activar anomalías de los sistemas, fallos, problemas que iban desde un módulo de computadora defectuoso a una descompresión explosiva que les arrojaba a una nada ficticia asfixia cuando todo el aire de la nave desaparecía bruscamente.

Indefectiblemente, tras un fallo catastrófico, la voz de John en los altavoces de cabina resonaba lúgubre y ligeramente irónica.

– Estás muerto amigo.

Para todos aquellas horas pasadas en el simulador eran una tortura. Sabían que no sólo se les evaluaba técnicamente, sino que también se verificaban estudios de presión psicológica. Tanto era así que hubo algunos que incluso se derrumbaron en medio de la prueba.

Jenny recordaba momentos allí dentro de tal intensidad que la sensación de encontrarse auténticamente en una emergencia de la cual dependía su vida se hacía real y se olvidaba totalmente que detrás de las paredes del Ares estaba el hangar y no el espacio profundo.

Para todos era así menos para Baglioni. En las muchas pruebas que había realizado no había muerto en ninguna. Todos sospechaban que John se lo había tomado como algo personal. Estar en el equipo Gamma a veces no era nada agradable. Sus sesiones de simulador siempre eran mucho más tumultuosas, caóticas y sorprendentes que las de los demás.

En una ocasión John programó una secuencia de averías que condujeron a la separación física de la sección rotatoria de la nave con gente abordo, algo prácticamente imposible. Baglioni, sin despeinarse demasiado, tuvo que reprogramar tres módulos de control de la Ares, obligar al piloto automático a actuar de un modo no ortodoxo, para que pudiese acoplarse de nuevo al giro de la sección desprendida. Hubo aplausos cuando salió del simulador, con el mismo gesto de siempre. Aquella maniobra no aparecía en el manual antes de ese día. Luego si fue incluida.

Y todas aquellas duras jornadas de entrenamiento terminaban, indefectiblemente, en el Sortie's.

El Sortie's era un bar tranquilo a medio camino del NASA-ESA Lyndon B. Johnson Space Center, y la ciudad de Houston, Texas. El JSC era uno de los dos grandes centros de entrenamiento y dirección de misiones del gigantesco conglomerado NASA-ESA. El otro, la central europea, estaba en Toulouse, y se ocupaba en esos momentos de entrenar las tripulaciones del asentamiento limar, el otro gran proyecto que la Agencia llevaba entre manos.

Afuera era media tarde y el sol del desierto brillaba aún con fuerza calcinando la carretera, pero dentro, como sucedía con casi todos los bares americanos, el aire acondicionado invitaba a abrigarse y la luz escaseaba. Sentados en un apartado, en unos sillones corridos y circulares, cuatro de los siete miembros del equipo Gamma -Jenny, Baglioni, Herbert y Fidel- permanecían en silencio. Había pasado casi un año desde su llegada a Houston, desde aquella conferencia de Vishniac.

Bruscamente Fidel levantó la mano e hizo un signo. El camarero volvió a poner una ronda completa de budweisers. Fidel bebió con mucha sed hasta casi agotar su cerveza.

Hizo chasquear la lengua antes de hablar:

– No es para tanto, chicos. Vamos animaos.

Herbert Sagan miró levemente a Fidel Rodrigo. Herbert aún se sentía abrumado por la presencia de aquel hombre un poco mayor que él, barbado y afable, pero uno de los mayores especialistas en el campo de la exobiología.

Pues sí, tienes razón. No tenemos aún pilotos asignados, pero eso no significa nada, somos el mejor grupo, con los resultados más altos.

Baglioni, miraba a unos y a otros con calma, sabía que esos buenos resultados eran exclusivamente gracias a él y disfrutaba de la sensación.

No hacía falta decirlo, todos comprendían que era cierto. Habían transcurrido muchas horas juntos, muchas horas de estudio y de simulador. Probando y aprendiendo rutinas de trabajo, siendo observados y evaluados. Se conocían mucho, sabían como reaccionaban, cuales eran sus capacidades.

Jenny recordaba lo impresionada que se había sentido, a su pesar, cuando vio a Baglioni trabajar en el modulo de simulación de la Belos.

Fidel terminó su botella y miró a Luca directamente.

– Bueno, quizás puedas convencerlos para que te dejen ir solo, Luca.

Todos rieron, menos Luca que siguió mirando a Fidel con su eterna sonrisa de medio lado, mientras permanecía muy quieto, con los brazos apoyados en el cuero del sofá.

– Ten por seguro que iría y volvería.

En ese momento una rubia de metro ochenta y espectaculares piernas entró en el bar. Luca levantó la vista y comenzó a incorporarse.

– Si me perdonáis, tengo cosas más interesantes que hacer que lamentarme delante de una botella de cerveza.

La rubia y Luca salieron por la puerta y todos escucharon el rugido del corvette de Luca quemando goma en el asfalto del parking.

– Es imbécil -dijo Jenny-¿quién se cree que es?

– Un genio -respondió Herbert-. Es un genio, insoportable, pero un genio. Bueno, yo también tengo que marcharme. Hay unos datos que tengo que comprobar.

– Siempre trabajando Herbert.

– No es trabajo Fidel, para mi al menos no. Es un placer.

Herbert se levantó y salió del bar no sin antes hacerles una seña con la mano y sonreírles. Fidel también hizo ademán de levantarse.

– Bueno, estoy cansado y hoy es el cumpleaños de Ricardo.

– El pequeño ¿no?

– Sí, el pequeño de edad y tamaño, pero el que da más trabajo de los tres. Es un trasto.

– Dale un beso de mi parte.

– Lo haré Jenny. Tu hija…

– Bien, la vi hace poco.

– Se hace duro ¿verdad?

– Bueno. Mi matrimonio fue una especie de lapsus muy agradable. Mi padre, yo y una base militar, ese es todo el ambiente familiar que he tenido. Supongo que no he aprendido a valorar lo que es una familia.

– Bueno, sabes dónde tienes una cuando quieras un rato de lapsus -Fidel sonrió mientras se levantaba- estamos ahí, los niños, Adela y yo.

Jenny sonrió y sus grandes ojos oscuros parecieron iluminarse y perder algo de la tristeza que siempre tenían.

– Gracias Fidel.

Jenny continuó mirando y sonriendo mientras Fidel se dirigía a la barra a pagar las cervezas, un pitido le hizo detenerse. Se llevó el móvil a la oreja y habló brevemente. Luego, con una sonrisa en el rostro, volvió a la mesa y se dirigió a Jenny, aún repantingada en el sofá.

– Ya tenemos pilotos. Mañana habrá un briefing de presentación.

– ¿Quiénes…?

– Vishniac, Lowell, y Sánchez.

– ¿Vishniac? Joder, eso es como un pasaporte a Marte.

– No creas Jenny, es el de más edad de todos los comandantes. Es un tema delicado. No creo que Vishniac a nuestro lado sea todo lo bueno que creemos.

– Bueno, no vendamos el oso antes de haberlo cazado. De momentos ya tenemos pilotos. Eso es lo que queríamos ¿no?

A la mañana siguiente el sol del desierto, justo en el horizonte, hacía brillar las superficies blanqueadas de los edificios del JSC. Los coches, con las luces aún encendidas, iban pasando los controles de seguridad y aparcando en la gigantesca explanada a la entrada. Una ingente cantidad de personas comenzaban repartirse por despachos y hangares dispuestos a iniciar el trabajo diario que exigía la misión a Marte.

El equipo Gamma ocupó una sala de reuniones en el edificio de control de misión. Los pilotos, un grupo ya formado y compacto, se sentaba enfrente del equipo Gamma a lo largo de una gran mesa de reuniones. Eran Susana Sánchez, una militar española de aspecto frágil pero de mirada decidida, Lowell un piloto inglés todo fibra y flema británica, y Vishniac, el veterano, siempre sin una arruga de más en el mono, todos los pelos de la cabeza cortados a la misma distancia y una expresión de acero.

– Bueno, parece que vamos a ser compañeros durante mucho tiempo… -comenzó a hablar Vishniac.

Todos se conocían, había dado tiempo a que en mayor o menor grado, todos los miembros del proyecto misión a Marte se conociesen. Jenny había hablado un par de veces con Susana, Lowell con Herbert, con quién compartían la afición de los viajes. Vishniac no se había relacionado prácticamente con casi nadie, igual que Luca, pero habían estado ahí, cerca, en múltiples ocasiones. No eran extraños, sin embargo tampoco eran aún un equipo.

– Con esta asignación se puede decir que está prácticamente concluida la primera fase del entrenamiento para el viaje del Ares. A partir de ahora esto va a ser una carrera contra reloj. Dentro de cuatro meses comenzaran a elevarse las partes del Ares. En otros nueve meses más estará todo en órbita. Un par de meses para ensamblaje y pruebas de acople y estaremos llegando a la ventana de inyección en órbita transmarciana con un mes de margen.

Herbert miraba a aquel hombre y leía la seguridad de que iría en el viaje, pasase lo que pasase. Él sentía algo así, pero no con la fría intensidad de aquella mirada. Se preguntó brevemente si habría algo detrás de aquellos ojos, si esa determinación de titanio habría terminado, tras muchos años de ejercerla, por comerse todo lo que pudiera haber habido en él de humano.

Lowell era mucho más normal. Parecía un hombre perfectamente competente, un inglés delgado y algo quisquilloso. Podría haber sido insoportable en su infinito amor por la precisión, pero le salvaba su ironía británica.

Susana era algo mucho más complejo. Tema un aspecto frágil, en nada compatible con sus aptitudes. Era una rubia delicada, no muy alta, ni con aspecto de resolución. Engañaba. Herbert la había visto actuar, cuando en el simulador apretaba la mandíbula y tomaba los mandos en una emergencia desaparecía esa sensación de desamparo como por ensalmo. Sólo así había podido llegar hasta allí, claro.

– Como decía tenemos mucho camino aún por delante. El entrenamiento ha ido bien, pero aún funcionamos aislados, cada uno en su campo. Y hay otros aspectos también a tener en cuenta y que en anteriores viajes espaciales no habían sido tan críticos.

Vishniac sonrió. Tenía captada la atención de todos, incluso de sus pilotos.

– El señor Kerrigan les terminará de explicar.

Vishniac dio una orden por su comunicador y la puerta de la sala se abrió. Entró un hombre joven, pequeño, delgado y con mucho pelo. Tenía las gafas, grandes y doradas, como colgadas de la nariz. Se sentó tras sonreír con amplitud.

– Buenos días. Soy el asesor psicológico de su grupo.

Hubo remover de cuerpos en las sillas.

– Tranquilos, no va a haber más test, ni nada por el estilo. Las pruebas de selección están terminadas y no tienen nada que ver con mi tarea. Mi trabajo es conseguir de ustedes un equipo indisoluble, cualquier cosa que eso signifique. Ya mucho esta hecho, ningún aspectos de su formación y de cómo han sido elegidos se ha dejado al azar. Como comprenderán, no hay otro modo de hacerlo. Van a pasar mucho tiempo juntos allá arriba, durante el viaje y después en Marte. Y tienen que colaborar y mantenerse con vida en circunstancias difíciles, en el profundo espacio y en la superficie de un planeta. Eso significa que la cohesión intergrupal debe ser inquebrantable…

«No va ser nada traumático, se lo aseguro».

Algún tiempo después Herbert comenzó a reírse. Las piernas le flojearon y se revolcó en el barro pegajoso de aquel pantano de Georgia. El resto de los componentes del grupo, totalmente empapados de lluvia, hartos de cargar las pesadas mochilas por kilómetros de terreno pegajoso buscando el puñetero punto base, le miraron con incredulidad. Aquellas misiones de cohesión grupal estaban empezando a ser un fastidio, pensaban todos. Ya habían recorrido el desierto, los Apalaches y la selva tropical cumpliendo las etapas que les habían marcado, y ahora Herbert enloquecía bruscamente.

Al final, Susana se acercó, un poco preocupada.

– ¿Te ocurre algo?

Herbert apenas podía articular palabra, no conseguía tranquilizarse lo suficiente como para coger aire y explicarse. Seguía riendo y riendo, mientras la lluvia caía como una metralla acuática sobre el bosque.

Luca se acercó a dónde Susana se había arrodillado y la siguió Jenny, a medias sacando el botiquín de la mochila. Herbert hizo un signo con las manos de tranquilidad. Pero seguía sin poder hablar. Al final pareció tranquilizarse un poco.

– ¿Os acor…? ja, ja. ¿os acordáis de… Kerrigan? Ja, ja.

– ¿Qué sucede Herbert? -Susana ya estaba medio sonriendo.

– Nada, nada… ja, ja,… dijo, dijo… «no va a ser nada traumático» dijo…, el tío… ja, ja, ja.

Primero Susana… luego Jenny, uno a uno todos fueron contagiándose de la hilaridad explosiva de Herbert. Poco a poco fueron doblándose y sucumbiendo a la gracia de la situación mientras la lluvia los calaba hasta los huesos. Sólo quedaron en pie, sonriendo pero sin dejarse atrapar por la ola de salvaje liberación. Vishniac y Luca. Se miraron durante un instante, la sonrisa torcida en el rostro, los ojos de hielo, luego miraron al grupo de aguerridos astronautas revolcándose en el barro y riendo como niños y no dijeron nada.

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