El juez estaba sentado en uno de los catres con la cabeza de su nieto en el regazo y le acariciaba la frente con movimientos suaves y rítmicos. Tommy dormía, gimiendo ligeramente como al borde de una pesadilla, pero su respiración era profunda y regular, aparentemente normal y muy distinta de como había sido antes, cuando Olivia los encerró y entonces el niño jadeaba con dificultad, asustando a su abuelo. Miró su reloj y vio que era avanzada la mañana y que habían transcurrido varias horas desde que echara una breve cabezada. Dejó que Tommy siguiera durmiendo, suponiendo que el descanso lo ayudaría a recuperarse. Ponte fuerte, pensó. Descansa y recupérate. Acarició uno de los moretones del niño que se había vuelto ya de un feo color, entre azul y morado. Le rozó suavemente un arañazo en la frente y deseó poder transferir todas las heridas y el dolor a su propio cuerpo.
Aun así tuvimos suerte, pensó. No tiene huesos rotos ni contusiones, ni heridas internas, hasta donde puedo ver. Tampoco heridas de bala, no sabía si porque Olivia tenía mala puntería o porque no había sido su intención darle. Le susurró:
– Estaremos bien; te recuperarás, no te preocupes.
Tommy parpadeó y abrió los ojos. Por un instante pareció aterrado y su abuelo lo abrazó con fuerza. Entonces el niño se espabiló y se sentó, mirando alrededor de una forma que animó al anciano, quien le sonrió, notando cómo la vitalidad del niño se le contagiaba también a él. Anoche pensé que lo habían matado, pero los niños son siempre más fuertes de lo que pensamos. Siempre saben más, ven más, debo esforzarme por recordarlo.
– ¿Cuánto tiempo llevo dormido? -preguntó Tommy.
– Casi dieciséis horas, ha sido una noche larga.
Tommy trató de estirarse pero se interrumpió a medio camino.
– ¡Auu! Abuelo, me duele.
– Lo sé, Tommy, pero pronto pasará, créeme. Te pegaron un poco, a mí también. -Se pasó los dedos por la maltratada frente.- Pero nada grave; estarás un poco magullado, pero dime si algo te duele mucho.
Tommy se frotó los brazos y las piernas, después se levantó despacio y las movió, como un animal desperezándose tras una larga siesta. Miró a su alrededor.
– Estoy bien. -Calló un momento.- Ya estamos aquí otra vez.
– Eso es -contestó el abuelo sintiéndose cada vez más animado-. Aquí estamos otra vez. Escucha, quiero que me digas una cosa. ¿Te duelen el estómago o la cabeza?
Tommy calló un momento como si estuviera haciendo un inventario.
– No, estoy bien.
– Eso esperaba -replicó su abuelo sonriendo-. Chico, me alegro de verte.
– Pensé que me iban a matar.
El juez se disponía a decir: Yo también, pero lo pensó mejor.
– No, nada de eso. Estaban muy enfadados y querían darte una lección, pero te necesitan y no van a hacerte nada, no te preocupes.
– Cuando dispararon…
– Sí, eso dio miedo, ¿eh?
– Casi lo consigo, hasta vi los árboles y el bosque por un minuto. Si hubiera podido salir por la ventana nunca me habrían atrapado.
– Creo que lo sabían.
– Afuera parecía gris y frío, como esos días en los que no tienes ganas de salir a jugar, por mucho que mamá y papá te lo digan. Pero yo quería salir, supongo que lo hice sin pensar.
– Hiciste bien.
– ¿Sabes, abuelo? Era como si todo le estuviera pasando a otra persona, como si no fuera yo el que saltaba y corría, sino alguien más fuerte y más rápido.
– No sé de nadie que pudiera ser más rápido y más fuerte que tú anoche, o más valiente.
– ¿En serio?
– Desde luego.
– De todas maneras, lo siento.
– ¿Por qué?
– Por dejarte solo.
El juez forzó una carcajada.
– Hiciste muy bien, los agarraste a todos desprevenidos. Fue el mejor ataque por sorpresa que he visto en mi vida. Les demostraste de qué estás hecho, Tommy, y que eres más fuerte que ellos. Y no lo olvides, me sentí muy orgulloso de ti. Mamá, papá y tus hermanas también lo estarán al saber que casi conseguiste escapar.
– ¿En serio?
– En serio.
Tommy apoyó la cabeza, en el pecho de su abuelo y preguntó:
– ¿Cuánto nos queda de estar aquí?
– No creo que mucho más.
– Espero que no.
Los dos se quedaron callados un momento. Luego Tommy vio una cuerda en la esquina de la habitación y miró a su abuelo.
– Te ataron.
– ¿Pero cómo…?
– Cuando se marcharon te desaté; me dijeron que no lo hiciera, así que seguramente se enfadarán cuando vengan a ver cómo estamos. No entiendo por qué no me ataron también a mí, creo que estaban tan confusos y asustados como nosotros. Quizás en el fondo querían que te desatara, no sé.
Tommy asintió. Se dio cuenta de que no entendía nada.
– ¿Por qué nos odian?
– Bueno, es posible que a Bill le haya caído una buena…
– Seguro -dijo Tommy sonriendo.
– Y el otro tipo, el bajito, parece estar siempre enfadado. No hacía más que pegarte, darte bofetadas en realidad, después de que te taparas la cabeza con las manos. De hecho, fue Bill quien lo separó.
Tommy asintió de nuevo.
– Seguro que odia a todo el mundo que ha tenido una vida mejor que la suya.
El juez dudó un momento y luego habló:
– ¿Y Olivia? Bueno, su resentimiento es infinito… ¿no crees?
Tommy asintió.
– ¿Por qué crees que se volvió así, abuelo?
– No lo sé, Tommy, ojalá lo supiera. -Se imaginó una docena de perfiles psicológicos posibles pero los descartó.
– Yo creo que todos crecemos con amor y odio, y toda clase de emociones dentro y, en algún momento, ella perdió todas las buenas y se quedó con las malas.
– Como el Grinch.
– Exactamente -dijo el juez con una carcajada.
Tommy sonrió:
– Nacido con un corazón dos tallas más pequeñas.
Su abuelo lo abrazó. Pasado un momento, Tommy se soltó.
– Creo que deberíamos trabajar en la pared -dijo con tono militar.
El juez asintió.
– Si te apetece.
El niño se frotó el brazo, donde empezaban a aparecer moretones.
– Sí -contestó y caminó hacia el lugar donde habían estado raspando el día anterior. Después se volvió y sonrió a su abuelo-. Puedo sentirlo, abuelo -dijo-. Está entrando aire. Pronto estaremos libres, abuelo, lo sé.
El anciano asintió y miró a su nieto mientras empezaba a raspar las juntas de los tablones. Luego se colocó a su lado y apoyó la espalda contra la pared. Cerró los ojos y descansó, repentinamente vencido por el agotamiento. La resistencia del niño le daba fuerzas y consuelo al mismo tiempo. Quería dormir, pero sabía que sería imposible, que tenía que mantener los ojos abiertos para proteger a Tommy en caso de que trataran de atarlo de nuevo. Parpadeó intentando combatir la fatiga. Entonces Tommy se volvió hacia él y le hizo un gesto.
– ¿Por qué no descansas un rato, abuelo? Estaré bien.
El anciano negó con la cabeza, pero se relajó. Cerró los ojos otra vez y recordó su juventud; hubo una ocasión en que se enfrentó al matón del vecindario. ¿Cuántos años tenía entonces? No se acordaba exactamente. Se veía a sí mismo, delgado y musculoso, siempre sucio y con la ropa desaseada, el eterno motivo de reproche de su madre. ¿Y cómo se llamaba aquel chico? Era un nombre típico de matón, como Butch o Biff o algo así. Se habían peleado en el patio después de clase. Era primavera y hacía buen tiempo: recordaba la brisa meciendo las ramas de los árboles y el sabor de la sangre y el polvo. Butch o Biff o como se llamara le había dado una buena paliza, tirándolo al suelo al menos una docena de veces, haciéndolo sangrar por la nariz y rompiéndole un diente. Le había pegado tanto que al final pareció sentir compasión. El juez recordaba las lágrimas que habían corrido por sus mejillas cuando aquel Butch o Biff le dio un último empujón y se marchó dejándolo tirado en el suelo.
Abrió los ojos y miró a su nieto. Sentía ganas de reír a carcajadas. Debe de llevarlo en los genes, pensó. Entonces repasó mentalmente los cientos de casos criminales que habían pasado por su juzgado. El problema era que la victoria o la derrota en un tribunal rara vez se correspondían con la vida real. Allí se manejaban diferentes grados de inocencia o culpabilidad, de éxito o de fracaso. El acusado de homicidio en primer grado era sentenciado al fin a segundo grado gracias a una buena defensa. Para él era una victoria, comparado a lo que podría haberse enfrentado, pero para la familia de las víctimas suponía un fracaso. Lo mismo ocurría con el conductor borracho absuelto de los cargos de homicidio involuntario porque el agente de policía se olvidó de leerle sus derechos antes de hacerle la prueba de alcoholemia; la justicia servía un culpable en bandeja pero después lo perdía por la negligencia de los que deben velar por ella. El detenido por asalto a la propiedad privada que sale libre porque su arma se descubrió durante un registro ilegal; la necesidad de observar las reglas estrictamente altera la realidad. Ése era el día a día en la sala del tribunal, distinciones y grados, una arena donde cada uno intenta defender su verdad particular, un lugar frío y sin corazón, lleno de cientos de pequeñas mentiras que conspiran juntas para constituir una gran verdad.
Miró a su alrededor y sus ojos se pasearon por la habitación donde estaban encerrados. Esto sí es verdad, pensó, nada que ver con las reconstrucciones de los hechos que escuchamos en el tribunal. Movió la cabeza. Todos esos años escuchando a testigos de todos esos horrores y nunca supe cómo era la realidad. Recordó la oleada de pánico que había sentido cuando Olivia levantó su arma y apuntó a la espalda de Tommy, y un sentimiento de culpa le encogió el estómago: debería haberme abalanzado sobre ella antes de que pudiera disparar, debería haber interceptado la bala. El corazón le dolió al pensar qué cerca había estado del abismo. Entonces se obligó a sobreponerse.
La próxima vez estaré preparado.
Me dejé derrotar, pensó. Me acostumbré a esta pequeña prisión, a pensar que alguien surgirá de la nada y nos rescatará. Pero ¿qué me ha pasado? Tommy tenía razón, somos soldados y ellos, el enemigo.
Miró a su nieto. Tienes toda la razón, tenemos que salvarnos nosotros mismos.
De repente izó la cabeza, había escuchado ruidos de pisadas en dirección a la puerta del ático. Se volvió hacia Tommy, pero éste ya estaba ocupado afanándose en disimular los restos del raspado en la pared.
Juntos se sentaron en un catre y esperaron a su visitante.
Megan condujo rápidamente por las afueras de la ciudad conteniendo la ira a duras penas. Ya lo hemos hecho y ahora, ¿dónde demonios están? ¿Por qué no llaman?
Agarró más fuerte el volante y tomó una curva, acelerando al salir y trasladando así su furia al motor del coche, forzándolo a una velocidad a la que nunca conducía. Apretó los dientes y escuchó el chirrido de las ruedas mientras entraba en otra curva. Recordó la pálida cara de Duncan cuando llegó a casa la noche anterior y el miedo que sintió al pensar por un momento que no lo había conseguido, y después al pensar que sí lo había hecho. Había dejado el maletín con el dinero en la mesa de la cocina y después, contado el botín con cuidado.
– Ya está -había dicho.
– No, no está, no lo estará hasta que hayamos recuperado a los dos Tommys.
Él había asentido y después añadido:
– Bueno, al menos estamos en ello.
Entonces ella le contó lo de la entrada en la casa y los destrozos en el dormitorio de las gemelas; habían pasado gran parte de la tarde arreglándolo mientras esperaban a Duncan. Éste había abrazado a las chicas, que ya estaban más tranquilas y les había dicho:
– Esto tiene que acabar.
Megan estaba de acuerdo, pero dudaba de cuándo sería posible. Sólo podía pensar en Olivia y su imaginación era como un campo de minas de emociones encontradas, sabía que Olivia había enviado a aquel matón al dormitorio de las gemelas. Era parte de su plan, trastornar la rutina de la familia, minar su seguridad y hacerlos sentirse completamente vulnerables en todo momento y lugar. Ése había sido el impulso político detrás del plan de asalto al banco en Lodi. Recordó a Olivia de pie, aleccionando a sus tropas mientras éstas se preparaban para el desastre que estaba por venir, arrogante y segura de sí misma.
A pesar suyo Megan sonrió: He oído ese discurso demasiadas veces, zorra, lo oí cada mañana, cada mediodía y cada noche en todos nuestros encuentros clandestinos, en todos los mítines. Ni siquiera te molestaste en cambiarlo un poco.
Casi se pasó la entrada al vertedero municipal y tuvo que girar bruscamente, tanto que por un momento pensó que iba a perder el control del coche mientras derrapaba por el suelo de grava. Pero logró enderezar el volante y condujo hasta allí. Había un pequeño cobertizo con un hombre mayor sentado dentro, fumando un cigarrillo y leyendo el National Enquirer. Saludó a Megan cuando vio que ésta llevaba el adhesivo identificativo en el parabrisas y no le prestó demasiada atención, lo cual le convenía. Llevó el coche lo más cerca que pudo del área de vertidos, cuyo hedor flotaba en el aire como una espesa nube. Respiró por la boca mientras estacionaba y salía del coche.
En el maletero llevaba tres bolsas de plástico verde; en una de ellas estaba todo lo que Duncan había usado durante el robo. En la segunda, la ropa que las gemelas habían encontrado en el suelo de su habitación. Megan había accedido inmediatamente a su deseo de tirar todo aquello que hubiera tocado el intruso. La tercera bolsa contenía basura normal que había repasado cuidadosamente para asegurarse de que no incluía nada, un sobre o un papel cualquiera, que pudiera relacionarse con ellos. Tomó las bolsas una por una y, tras cerciorarse de que estaban bien cerradas, las tiró a la montaña de basura. El esfuerzo la hizo jadear, pero estaba satisfecha de lo separadas que habían quedado unas de otras; entre los cientos de bolsas similares no se distinguían.
De acuerdo, se dijo restregándose las manos en el abrigo. Ahora de vuelta a casa y a esperar a Olivia.
No les había hablado a Duncan ni a las gemelas de sus investigaciones ya que no estaba muy segura de tener algo. Tras pasar dos horas repasando listados de viviendas en alquiler de los últimos meses había encontrado una docena de casas posibles. Una vez que las había señalado en un mapa no sabía muy bien qué hacer. Se negaba a considerar otras alternativas, quería convencerse de que Olivia propondría un encuentro para entregarles a los Tommys a cambio del dinero. Pero cuanto más se esforzaba en creerlo menos convencida estaba de que ocurriría.
Duncan la recibió en la puerta delantera y contestó a su pregunta antes de que tuviera tiempo de formularla.
– Nada todavía, ni una palabra.
– Maldita sea -contestó Megan-. ¿Qué crees que estarán esperando? -Miró su reloj y después al cielo.- Son más de las tres y media, casi las cuatro, falta poco para que se haga de noche. ¿Crees que estará esperando para hacer el intercambio de noche?
– No lo sé, probablemente lo que quiere es ponernos nerviosos durante un rato más; es una sádica y se divierte con esta espera.
– Es una mierda.
– Lo sé.
A Megan la asaltó un pensamiento extraño.
– ¿Crees que lo sabe? Quiero decir, ¿cómo puede saber que tienes el dinero, que estamos preparados?
– Me dijo que lo sabría; tal vez me espió desde fuera del banco y me vio salir anoche. Quizá sólo lo supone, pero en cualquier caso da igual. Hoy es la fecha que nos fijó, y la hemos cumplido.
Duncan empezó a caminar pensativo y Megan lo miraba.
– ¿Crees…? -empezó a decir.
– No lo sé.
– Quiero decir, tiene…
– ¿Qué? -la interrumpió Duncan-. ¿Cómo podemos saber lo que piensa hacer? Todo lo que sé es que arreglará alguna manera de que le entreguemos el dinero y entonces yo le exigiré que nos devuelva a los Tommys, eso es todo. ¡Hasta ahí llegan mis planes! Planear cómo robar el banco me llevó algún tiempo -dijo sarcástico-. Pero ahora que ya está, ¿qué más podemos hacer? ¡Sólo esperar!
Entró en la cocina y miró a su alrededor con expresión incómoda. Megan lo siguió.
– Perdona -dijo.
Duncan cerró los puños y después se relajó ligeramente.
– No pasa nada -dijo-. Es culpa mía.
Megan asintió y después preguntó bruscamente:
– ¿Qué hemos hecho?
Duncan pareció sorprendido.
– ¿Qué quieres decir?
– ¿Qué hemos hecho? ¿Lo hemos perdido todo?
Duncan asintió.
– Todo, y nada.
La miró y después rio.
– Es sólo dinero.
– ¿Qué quieres decir?
– Precisamente eso, que es sólo dinero. Lo devolveremos, o quizá yo tenga que ir a la cárcel, pero es sólo dinero. Ahí es donde Olivia se ha equivocado desde el principio; se cree que todavía nos importa. -Sonrió con tristeza y continuó hablando.- Pero dejemos que siga pensando que no somos más que dinero y coches y vacaciones y acciones y propiedades y fondos de pensiones. Eso hace las cosas más fáciles, ¿no crees? Recuperemos a los Tommys y después empezaremos de nuevo.
Megan asintió.
– De todas formas todo ha cambiado -prosiguió Duncan-. Me di cuenta cuando salía del banco. Ya no somos los mismos que en el 68, somos otras personas y si logramos reunir a la familia de nuevo, entonces creo que todo irá bien.
Megan asintió otra vez y Duncan la miró.
– ¿No me crees? -preguntó él.
Ella negó con la cabeza y él sonrió.
– No pasa nada, yo tampoco lo creo.
Se sentaron a la mesa de la cocina.
– Es curioso cómo soy capaz de soltar un discurso que nos hace sentirnos mejor y peor al mismo tiempo.
Duncan se tapó la cara con las manos como buscando esconderse y Megan recordó que solía hacer ese gesto cuando jugaba con las gemelas, y después con Tommy. Contuvo las lágrimas.
Duncan levantó la cabeza.
– Anoche fue como un sueño, solo en el banco y metiendo todo ese dinero en mi maletín.
Se recostó en la silla y miró al techo.
– Es como si algo se hubiera roto dentro de mí, partido en dos.
Calló un momento, como si reflexionara sobre lo que acababa de decir. Después añadió:
– Tengo la sensación de que debería hacer un discurso sobre el sacrificio y el deber y el amor y todo eso, pero me siento incapaz, sólo quiero que suene el teléfono.
Megan no contestó y los dos permanecieron sentados sin decir palabra, mirando de vez en cuando por la ventana, mientras, con la creciente oscuridad, se ensombrecían también sus esperanzas.
Olivia miró al juez y al niño y dijo:
– Les pediría disculpas y les diría que lamento haber tenido que recurrir a esto, pero no me creerían, así que no lo haré.
El juez la miró furioso. Tenía las manos y los tobillos atados y notaba que se le entumecían los músculos y las articulaciones. Tommy estaba junto a él atado de la misma forma.
Olivia les enseñó un rollo de cinta adhesiva.
– Podría taparte la boca con esto, juez.
– No será necesario -respondió éste deprisa, tal vez demasiado deprisa. Enseguida deseó no haber pronunciado esas palabras.
Olivia desenrolló un trozo de cinta, la cortó y la sostuvo en alto para que pudieran verla. Después se la colocó sobre su propia boca, sin llegar a pegarla, e hizo una mueca.
– Huele mal -dijo-. Y es pegajosa.
– Repito que no será necesario, esperaremos aquí en silencio.
Olivia sonrió.
– ¿Seguro? ¿Palabra de juez?
Éste asintió.
– ¿Y tú, Tommy? ¿Palabra de scout?
Tommy también asintió, pero se acercó más a su abuelo.
– De acuerdo -dijo Olivia-. ¿Ven cómo no soy tan mala después de todo?
– No me gustaría que alguno de los dos se atragantara y se asfixiara y encontrármelo muerto al volver. Y más cuando estamos tan cerca del final; sería una pena haber llegado hasta aquí y estropearlo, ¿no, juez?
Éste soltó un gruñido de asentimiento.
– Sobre todo tú, Tommy, no creas que me he olvidado de esos pequeños ataques que te dan. En la cárcel conocí a unas cuantas con complejo de conejo. Bonita expresión, ¿no? Expresa muy bien ese deseo irrefrenable de escapar.
Miró a Tommy.
– Nada de complejo de conejo, ¿eh?
– No -contestó éste-. Lo prometo.
Olivia sonrió.
– No te creo.
Siguió sonriendo.
– En cualquier caso, les aconsejo que no lo estropeen ahora. Piénsenlo, están a punto de salir de aquí.
– ¿Quiere decir que por fin le van a dar su maldito dinero y podremos irnos a casa?
– Más o menos, juez. Todavía me falta dar a Duncan unos cuantos sustos más y después echaremos el cierre. ¿Te alegra saberlo? ¿Y a ti, Tommy?
– Quiero irme a casa -contestó el niño.
La sonrisa falsa de Olivia se desvaneció.
– Pequeño cabrón, eso ya nos lo has dejado claro.
Tommy se estremeció, pero Olivia volvió a adoptar el tono de broma, consultando su reloj mientras decía:
– Bien, hora de irse. Ahora, chicos, quédense aquí quietos y tranquilos, nosotros volveremos dentro de un ratito para despedirnos. ¿De acuerdo?
El juez no contestó y Tommy se limitó a mirar a Olivia. No piensa hacer nada de lo que dice, pensó, y la fuerza de este convencimiento lo asombró. Abrió los ojos de par en par y miró a Olivia, quien le devolvió la mirada y por un momento pareció desconcertada por la intensidad de la expresión de los ojos del niño. Se dio la vuelta, bajó los escalones del ático y cerró de un portazo. Después echó el cerrojo y lo comprobó dos veces. Por un breve instante la invadió una furia desconocida al recordar la mirada esperanzada del juez. Lo he tenido dominado casi desde el principio, pensó, siempre anticipando lo que iba a decir o hacer. Pero no consigo engañar al niño. Esa inocencia que tiene es peligrosa.
Tomó una pequeña bolsa de lona del suelo y la abrió para comprobar su contenido: un revólver, unos prismáticos con visión nocturna y una brújula. Metió también el rollo de cinta adhesiva.
Luego miró a los dos hombres.
– ¿Armados y peligrosos? -preguntó.
Éstos sonrieron y la siguieron al frío del atardecer.
– Que empiece el espectáculo -dijo Olivia.
Cuando sonó el teléfono los dos sintieron una especie de descarga eléctrica y alargaron la mano hacia el aparato al mismo tiempo; después Megan retiró la suya y dejó que Duncan contestara. Éste se llevó el auricular a la oreja.
– ¿Sí?
– Hola, ¿Duncan? -dijo Olivia.
– Hola, Olivia.
– ¿Tienes el dinero?
– Sí.
– ¿Lo sabe alguien?
– No.
– No has sido tan tonto como para llamar a la policía, ¿no?
– Conoces la respuesta a esa pregunta.
– Bien, así me gusta, Duncan. Estamos preparados para el siguiente paso, para subir un nivel, por así decirlo. -Rio brevemente.
– Maldita sea, Olivia. Tengo el dinero, mucho, así que quiero que me devuelvas a mi hijo y al juez. Cuando sepa que están sanos y salvos te daré el dinero.
Olivia no dijo nada. Estaba de pie en un Burger King, junto al centro comercial que Duncan había visitado el día anterior. Ramón y Bill estaban sentados a una mesa cercana tomando café. Frente a Bill había restos de una hamburguesa.
– No me des órdenes, Duncan. Si haces lo que te digo los recuperarás, suponiendo que hayas conseguido reunir dinero suficiente.
– Escucha, es más de…
– Dejemos que sea una sorpresa -lo interrumpió Olivia.
– Estoy cansado de tus jueguitos, Olivia.
– ¿En serio? Pues yo no, y mi voto es el único que cuenta.
– Te lo advierto, Olivia, ¡has llevado las cosas demasiado lejos! -tan pronto como dijo estas palabras se dio cuenta de lo trilladas que sonaban y se sintió estúpido y desorientado. Olivia le respondió con una breve carcajada.
– ¡Qué duro! Pero me parece que no, y además, en este juego, Duncan, yo tengo los ases.
Ambos permanecieron callados unos segundos. Finalmente Duncan habló con una voz llena de la exasperación que le nublaba el entendimiento.
– De acuerdo. ¿Y ahora qué? -preguntó.
– Bien. Así está mejor. Mira tu reloj, Duncan.
– Son casi las cuatro.
– Afina más.
– Son las cuatro menos tres minutos.
– Bien -dijo-. Ahora llega la parte emocionante. ¿Conoces las cabinas de teléfono que hay fuera de la farmacia de Smith's en la calle East Pleasant? Deberías, allí es donde compras tus medicinas.
Duncan pensó un momento y después contestó:
– Sí, supongo.
– Genial, esto es igual que en la televisión. La tercera cabina desde la pared. Tienes que estar allí a las cuatro y cinco, y solito, recuerda. Adiós.
– ¿Qué?
– Más vale que te des prisa, hijo de puta, y que hagas lo que te he dicho. Exactamente lo que te he dicho, Duncan, o si no todo habrá terminado. Y antes de tiempo. ¿Te queda claro o necesitas que sea más explícita?
– No.
– Estupendo, Duncan. Ya malgastaste treinta segundos.
Olivia colgó el teléfono y se volvió hacia los dos hombres, que seguían en la mesa.
– Ya estamos -dijo-. Ya sale.
Duncan tiró el auricular y agarró el maletín con el dinero. Megan parecía asustada.
– ¿Qué?
– Tengo cinco minutos para llegar a una cabina de la ciudad.
Karen y Lauren habían entrado en la cocina justo cuando sonaba el teléfono.
– Iremos contigo -dijo Karen.
Sin darse cuenta estaban bloqueando la entrada de la cocina y Duncan las apartó para salir.
– No, no -insistía. Tomó el abrigo del perchero del vestíbulo de la entrada.
– Alguien debería ir contigo -empezó a decir Megan, pero él la interrumpió luchando por meter los brazos por las mangas del abrigo.
– No, no. Iré yo solo.
– Entonces te seguiremos -dijo Karen-. En el coche.
– ¡No! -gritó Duncan-. ¡Yo solo! Me ha dicho que vaya solo.
– Pero ¿y qué hacemos nosotras? -gimió Megan.
– ¡No lo sé! Esperen aquí. Por Dios, déjenme paso -dijo mientras salía a toda prisa.
Las tres se quedaron mirándolo mientras se metía en el coche y salía disparado hacia la carretera.
– ¿Dios! -dijo Megan mientras veía derrapar las ruedas-. ¡Dios! ¿Qué hemos hecho?
– ¿Qué pasa, mamá? -preguntó Karen.
– No lo sé, no lo sé.
Se volvió hacia las gemelas y esbozó una sonrisa de ánimo que sabía no les haría ningún efecto. Entraron en la casa y se prepararon para esperar. Megan sentía ganas de decir muchas cosas, pero calló al darse cuenta de que no serían más que tonterías. Por un horrible instante se preguntó si volvería a ver a alguno de los tres, después se obligó a dejar de lado ese pensamiento, que la enfermaba. Aceptó agradecida la taza de té que le tendía Lauren tratando de que el calor que desprendía combatiera el frío interior que empezaba a atenazarla.
Duncan no miró su reloj, pero sabía que probablemente llegaba tarde. Estacionó junto a la parada de autobús rogando que ningún policía lo viera mientras corría por la acera. Cuando se acercaba a la cabina oyó el timbre del teléfono y se lanzó hacia él descolgando el auricular.
– ¡Sí!
– ¡Eh, Duncan! Bien hecho -dijo Olivia-. No pensé que lo lograrías.
Ella y los dos hombres habían entrado en el centro comercial, donde había numerosos teléfonos públicos, que previamente habían localizado.
– Y ahora, ¿qué? -preguntó Duncan-. ¡Maldita sea!
– Estás impaciente, ¿eh?
– Quiero a mi hijo.
– De acuerdo. Al otro lado de la ciudad, frente al Stop and Shop, donde Megan hace la compra. Tienes ocho minutos. Pero, Duncan…
– ¿Sí?
– Primero mira debajo del teléfono y toma lo que hay ahí.
Colgó y miró su reloj.
Duncan palpó debajo del teléfono y encontró algo pegado. Lo arrancó, era una brújula. Se la metió en el bolsillo y corrió al coche. Sin pensar en nada más que en su hijo, arrancó a toda velocidad. Pasó un semáforo en amarillo y se adelantó a un coche por la derecha provocando que su conductor tocara el claxon, indignado. Mientras entraba en el estacionamiento de la tienda de comestibles sentía la frente bañada en sudor. Vio la cabina de teléfono y pisó el freno. Salió del coche y corrió hacia ella. Las luces de la tienda hacían que el exterior pareciera gris y solitario.
El teléfono estaba en silencio.
Miró su reloj. Siete minutos, pensó. Estoy seguro de no haber tardado más que siete minutos. Miró el segundero hasta que llegó al ocho y levantó la mano para descolgar el teléfono.
Pero éste no sonó.
Colgó con mano temblorosa.
Suena, maldita sea, pensó.
Pero nada.
El pánico lo invadió y sentía su corazón latir apresurado. Miró a su alrededor desesperado, tratando de averiguar si se había confundido de teléfono. No veía ningún otro. Miró su reloj fijamente.
Nueve minutos.
Dios mío. ¿Qué pasa?
Era consciente del frío y de la creciente oscuridad. Tenía la sensación de que estaba atrapado en la última luz del día mientras Olivia lo acechaba desde las sombras. Miró alrededor, desesperado. La ciudad se le antojaba borrosa y deforme, como si la viera por primera vez.
Diez minutos.
Tommy, pensó angustiado.
Entonces sonó el teléfono. Lo descolgó y se lo llevó a la oreja.
– Eh, decidí darte algo de tiempo extra, pensando en el tráfico y todo eso – dijo Olivia en tono amable.
Duncan apretó los dientes.
– ¿Crees que te estamos vigilando, Duncan? ¿No te das cuenta de que desde algún lugar estamos controlándote? Ese es el propósito de este juego del perro y el gato. Tenemos que asegurarnos de que sabes cumplir órdenes. Hace dieciocho años no podías.
– ¿Ahora dónde?
– El almacén de repuestos agrícolas Harris, en la carretera nueve. Está a ocho kilómetros y sé que lo conoces, es donde compras las semillas y probablemente también el árbol de Navidad. Te gusta la jardinería ¿no? Así que ya sabes. ¡Ah! Tienes como seis minutos. El teléfono está justo al frente, pero eso ya lo sabes.
Corrió al coche.
Cuando vio el cartel anunciador de la tienda, aceleró y entró en el estacionamiento. Seis minutos, pensó, ya han pasado. Pisó los frenos y saltó del asiento del conductor, entonces se paró en seco y sintió que el corazón se le salía por la boca. Había una mujer usando el teléfono.
Corrió hacia ella, y ésta lo miró.
– Enseguida termino -dijo.
– Es una emergencia -replicó Duncan.
La mujer era de mediana edad y llevaba una campera.
– Escucha, mamá, tengo que colgar. Pasaré a recoger a los niños en cuanto termine aquí y haga la compra.
– Por favor -dijo Duncan mirando su reloj.
La mujer lo miró furiosa.
– Alguien necesita usar el teléfono. Llegaré lo antes que pueda.
Duncan alargó la mano hacia el auricular.
– ¡Cuelgue! -gritó.
– Sí, me acuerdo del brócoli -continuó hablando la mujer.
Duncan le quitó el teléfono y lo colgó de un golpe. La mujer retrocedió.
– ¡Debería llamar a la policía! -dijo-. ¡Es usted un maleducado!
Duncan le dio la espalda y la escuchó alejarse por el camino de grava. Miró el teléfono. Cuando éste sonó, lo descolgó, aliviado.
– ¿Olivia? No ha sido mi culpa, había alguien hablando. Lo siento.
Olivia rio.
– Por poco, matemático. No suponía que alguien pudiera usar ese teléfono. ¿A quién se le ocurre llamar desde ahí con el frío que hace? En fin, sigamos. ¿Cuánto se tarda en llegar a Lewerett?
– Veinte minutos.
– De acuerdo. De camino al centro de la ciudad hay un Seven Eleven, justo al lado de la estación de servicio, el teléfono está enfrente. Tienes veinte minutos.
Duncan condujo deprisa y en pocos segundos había salido de Greenfield y circulaba entre luces intermitentes y sombras de árboles desnudos contra el cielo. Encendió los faros, que pusieron un poco de luz en la creciente oscuridad pero se sentía solo y a la deriva, como en mar abierto. La carretera a Lewerett era secundaria y estaba llena de curvas, Duncan la había recorrido muchas veces, pero en esta ocasión le resultaba inquietantemente extraña. En un par de ocasiones estuvo a punto de salirse de la carretera; aunque giraba el volante éste parecía escapársele de las manos. Bajó la ventanilla y el coche se llenó de un aire gélido, pero aún sentía calor y tenía el cuello empapado en sudor. Sus manos en el volante le parecieron blancas y fantasmales.
Cuando por fin vio la estación de servicio y la tienda le quedaba un minuto de tiempo. Atajó por la zona de surtidores y estacionó frente a la cabina, después salió y corrió hacia el teléfono, esperando a ver qué sería lo siguiente, mientras tocaba la brújula que llevaba en el bolsillo e imaginaba que Olivia lo estaba observando.
El teléfono no sonó.
Estoy aquí, pensó, ya llegué.
El viaje le había aplacado un poco los nervios. Miró su reloj. De acuerdo, maldita sea. Estoy aquí.
El teléfono seguía sin sonar.
Esperó, como había hecho antes, pensando primero que Olivia estaba jugando otra vez con él, así que no se preocupó demasiado. Pero después, conforme transcurrían los minutos, crecía su ansiedad y fue pasando de la incomodidad a la preocupación, de ahí al miedo y por último al pánico total.
El teléfono seguía sin sonar y él no sabía qué hacer.
Igual que antes, miraba a su alrededor preguntándose si se habría equivocado de lugar. Recorrió el lugar con la mirada y vio una cabina solitaria situada junto a la carretera, a medio camino entre el estacionamiento de la tienda y la salida hacía la estación de servicio. Después miró el teléfono ante el que se encontraba y que seguía en silencio.
No, pensó, me dijo ésta. Miró el reloj y vio que pasaban ya cinco minutos de la hora estipulada. Se negaba a pensar en las posibles consecuencias, sabía que Olivia tramaba algo pero no estaba seguro de qué. Trató de imaginarlo pero tenía la mente en blanco.
De nuevo reparó en lo gris del atardecer, apenas se distinguía el cielo. Su aliento salía de su boca como humo.
Diez minutos. Miró de nuevo hacia el otro teléfono.
Dijo la estación de servicio.
Duncan la miró. Hubo un momento en que no pasaban ni coches ni camiones y el aire se tornó silencioso.
Se quedó inmóvil aguzando el oído.
Está sonando, pensó, y el miedo lo hizo sentirse mareado.
Se alejó de la puerta de la tienda y se dirigió hacia la cabina solitaria. Un coche pasó a su lado ahogando el sonido de la llamada, pero Duncan siguió caminando y, conforme se acercaba, el timbre sonaba más y más claro.
Caminó hacia el teléfono mientras volvía la cabeza hacia el situado junto a la tienda, presa de la indecisión.
Entonces apretó el paso. El timbrazo resonaba en sus oídos. Caminó aún más de prisa y a continuación echó a correr.
Entonces vio a uno de los empleados de la estación de servicio dirigirse a la cabina. ¡No!, pensó.
Corrió a toda velocidad por el estacionamiento y vio al empleado abrir la puerta de la cabina y descolgar el teléfono con expresión perpleja.
– ¡No! -gritó Duncan-. ¡No cuelgue!
Veía al hombre mirar el teléfono con cara de asombro.
– ¡Estoy aquí, maldita sea! Estoy aquí -gritó mientras seguía corriendo y agitando los brazos con desesperación.
El hombre se giró y miró a Duncan.
– ¡Eh! -dijo-. ¿Es usted Duncan?
– Sí.
– Pues tiene una llamada.
Duncan agarró el auricular.
– ¡Sí! ¡Sí! Estoy aquí -cerró la puerta de la cabina ante la mirada aún perpleja del empleado que, tras encogerse de hombros, se alejó.
– ¡Bien hecho, Duncan! No pensaba que esta vez lo conseguirías -hablaba con entusiasmo fingido-. En serio.
– ¡Dijiste el Seven Eleven!
– Tienes que ser un poco más flexible.
– ¡Dijiste allí y allí es donde fui!
– Duncan, Duncan, tranquilízate. Sólo quería saber si estabas dispuesto a jugar este juego -soltó una carcajada-. Llamé al otro teléfono durante un par de minutos, para comprobar si descubrías el juego.
Duncan respiró hondo tratando de serenarse, pero se dio cuenta de que era inútil. Tan sólo logró evitar que la voz le temblara.
– ¿Qué toca ahora? -preguntó.
– Más instrucciones. Sólo te las daré una vez, ¿de acuerdo?
– No… sí. Adelante.
– ¿Preparado?
Duncan volvió a respirar hondo.
– Sí.
Toma tu brújula y conduce cinco kilómetros en dirección norte y nueve al este. En la bifurcación, dos kilómetros al noreste, después detén el coche. Al oeste verás un prado: camina hasta que veas una marca. Después espera para las siguientes instrucciones. ¿Lo tienes?
– Repítemelas, por favor, Olivia.
– Duncan, Duncan, estoy tratando de ser justa pero me da la impresión de que no aprecias mis esfuerzos. -Rio cruelmente.- De acuerdo, te las repetiré: cinco kilómetros al norte, nueve al este y dos al noreste. Vamos, Duncan, ponte en marcha.
Colgó el teléfono y se volvió hacia Bill y Ramón:
– Igualito que un pulpo en un garaje; está perdido, desorientado, aterrorizado y sumiso, casi diría que hasta maduro. -Sonrió.- Misión cumplida, vámonos.
Los dos hombres estaban demasiado nerviosos como para hacer otra cosa que sonreír. Son débiles, pensó Olivia, y por un momento sintió asco. En cuanto huelen dinero se les sube a la cabeza, y eso es malo. Pero todavía los necesito, pensó. No mucho más, pero sí un poco. Salió a paso rápido del centro comercial seguida por los dos, que tenían que esforzarse por alcanzarla.
Duncan volvió a colocarse al volante y puso el cuentakilómetros en cero. Luego se pasó las manos por la cabeza, como para ahuyentar el mareo que sentía, la sensación de estar atrapado en un torbellino. El corazón le latía desbocado. Trató de calmarse y se repitió interiormente las instrucciones de Olivia como si fueran un mantra diabólico y sacó la brújula. La aguja bailó unos segundos y después se detuvo, y Duncan vio que podía ir hacia el norte por una carretera secundaria. Arrancó el motor, tomó aire con los dientes apretados por el frío y la tensión, y se puso en camino.
Enseguida estuvo de nuevo rodeado de campo. Condujo despacio mirando las casas de estilo colonial a ambos lados de la carretera. Todas eran de madera blanca erosionada por el tiempo y el clima, y los graneros daban la impresión de estar encorvados por el paso del tiempo y el peso de las labores. La tierra era de color marrón y los árboles parecían ennegrecidos, con sus ramas desnudas recortándose contra la última luz del atardecer. De pronto el mundo entero parecía un lugar primitivo y hostil. La carretera se hizo de grava y el coche empezó a derrapar en la superficie resbaladiza. Atravesaba prados y colinas desolados en los que sólo había alguna granja aislada.
Le fue fácil encontrar el primer sitio donde debía girar y prosiguió su camino, pendiente del cuentakilómetros. Encontró la bifurcación, comprobó la brújula y giró en dirección noreste. De pronto se sentía excitado y por un instante pensó que estaba a punto de ver a su hijo. Entonces decidió que era mejor no hacerse ilusiones y miró de nuevo el cuentakilómetros. Ya estaba llegando.
Detuvo el coche.
Apenas quedaba luz diurna y el suelo se cernía amenazador y cada vez más negro. Salió del coche e inspeccionó el prado que se extendía ante él. Había un seto y un pequeño y viejo muro de piedra que le llegaba hasta la cadera. Detrás, a menos de un kilómetro de distancia, empezaba el bosque. El prado se extendía como un manto de agua hasta la primera línea de árboles. Duncan se subió al murete de piedra e intentó divisar alguna marca.
Se esforzaba por mantener la mente despejada y concentrarse sólo en el maletín con el dinero y en su hijo. Caminó por el prado hundiéndose en el barro hasta los tobillos, pero sacó una pierna y continuó chapoteando en aquel terreno resbaladizo, notando como se le empapaban lentamente las zapatillas, después las medias y por último los pies. Había hielo en el prado y Duncan lo oía crujir a cada pisada.
Tropezó y se le cayó el maletín, pero se levantó y continuó avanzando.
¿Qué estoy buscando?, se preguntaba con los ojos abiertos de par en par y tratando de encontrar algún tipo de señal. Casi no había luz y con la oscuridad crecía también su desesperación.
Se volvió y miró hacia la carretera; se dio cuenta de que había recorrido ya la mitad del prado. Tiene que estar aquí, pensó mientras notaba que el frío de la noche lo inundaba por completo.
– ¿Dónde está? -preguntó en voz alta-. ¿Dónde?
Avanzó veinte metros más y entonces distinguió una estaca de madera con una raya naranja fluorescente pintada clavada en el suelo. Eso es, pensó, y echó a correr hacia ella.
Poco después se detuvo en seco. Miró la estaca y vio que no tenía ninguna señal, ningún mensaje escrito, nada que indicara que no era más que una estaca plantada en mitad de un prado. Se sintió confuso y consternado. Después respiró hondo. Los pies empapados le producían escalofríos y mientras temblaba sentía que el escaso calor de los rayos del sol desaparecía por completo en el cielo nublado.
Se decía a sí mismo: Me dijo que esperara aquí sus instrucciones. De acuerdo, Olivia, instrúyeme.
Lo rodeaba un gran silencio. Se inclinó hacia la estaca respirando despacio. ¿Qué me pasa?, se preguntó, pero era incapaz de controlar la oleada de malestar que lo invadía. Soy fuerte y estoy preparado, se decía, pero las palabras no lo consolaban. Las tinieblas que poco a poco lo envolvían lo hacían sentirse aun más aterrado y sus esperanzas se esfumaban. Apretó el maletín contra su pecho en un gesto infantil y se meció atrás y adelante tratando de entrar en calor y de imaginar qué podría haber pasado, qué pasaba y qué se suponía que tenía que hacer él. La cabeza se le llenó de imágenes de su hijo y el dolor se le hizo insoportable. Entonces rompió en sollozos, pero permaneció junto a la estaca al darse cuenta de que no tenía un plan alternativo, de que no sabía qué otra cosa podía hacer.
A poco más de cien metros de allí, oculta entre los árboles, Olivia observaba por sus prismáticos, llena de satisfacción y se estremecía, pero no de frío.
Bien, bien, Duncan. ¿Cuánto tiempo piensas esperar ahí parado, en mitad de ninguna parte? ¿Sólo unos minutos? ¿Cuánta paciencia te queda todavía? ¿Podrás aguantar el frío y el dolor tú solito? ¿Cuánto tiempo, Duncan? ¿Dieciocho años?, susurraba. Dieciocho años.
Siguió mirando y esperando.
Pasada una hora, Duncan se dio cuenta de que Olivia no iba a venir, pero se sentía incapaz de moverse. Esperó otra hora más hasta que tuvo los pies completamente entumecidos y sintió miedo de no ser capaz de encontrar el camino de vuelta al coche en aquella oscuridad espesa como la tinta.
Por fin se levantó y por un momento la cabeza le dio vueltas, como si estuviera borracho. Las lágrimas de sus mejillas se habían secado y sentía un inmenso vacío interior. La desesperación le impedía pensar y avanzó como un autómata por el prado hasta donde, confiaba, había dejado el coche. Era como si el tiempo que había dedicado a correr de un lado a otro de la ciudad fuera algo muy lejano, sucedido hacía años y no sólo unas pocas horas antes.
Resbaló y cayó de frente, y permaneció unos segundos con la cabeza hundida en el barro. Después se levantó e intentó limpiarse un poco, sentía sabor a sangre en el labio. Avanzó como pudo hasta el murete de piedra, que al principio le pareció una ola que se dirigía hacia él. Con el maletín fuertemente sujeto trepó sobre el muro y vio su coche a unos metros, en la carretera.
Mientras caminaba hacia él pensó en qué diría cuando llegara a casa. Abrió la puerta y se sentó al volante mientras continuaba pensando. Esto es típico de ella, ponerme a prueba, a ver cómo reacciono. Estaba tan furioso que no sentía ira, sólo un inmenso vacío.
Arrancó el coche y metió la marcha. No tenía ni idea de qué les diría a Megan y a las gemelas. Las ruedas del coche derraparon ligeramente mientras giraba y pensó: Lo que me faltaba, quedarme aquí tirado. Condujo despacio de vuelta a la carretera.
Se preguntaba si llamaría esa noche, o mañana, y trató de imaginar qué nuevo plan propondría, pero era incapaz de imaginar nada. Esta vez insistiré, pensó, exigiré el intercambio: los Tommys por el dinero. Tal vez ésa haya sido su intención desde el principio, pero lo dudo.
Redujo la velocidad conforme se aproximaba a la bifurcación y pensó en la decepción de Megan y en algo que pudiera decirle para disimular la desesperación que él mismo sentía. Se preguntó también qué pensarían Karen y Lauren; lo están pasando también fatal, se dijo, tengo que hacer algo para que se sientan mejor. Respiró despacio y comenzó a echarse a la izquierda, concentrándose en recordar el camino de vuelta a casa.
Entonces gritó.
Unos faros lo deslumbraron y tuvo que dar un volantazo para evitar chocar con un coche que había salido de la oscuridad como un espectro y se dirigía hacia él. Escuchó el sonido del motor y de las ruedas patinando en la grava mientras trataba de frenar. Por fin se detuvo con un fuerte chirrido.
Levantó la mano para protegerse de la luz y entonces notó que alguien le abría la puerta del coche. Se volvió y vio a Olivia, quien le puso un revólver en la cara y retiró el seguro con un chasquido que lo llenó de pánico.
– El dinero, Duncan, dámelo.
Él casi no podía hablar, al final graznó:
– Mi hijo…
– Dame el dinero, Duncan, o te mato aquí mismo.
– Quiero a mi hijo -repitió con voz temblorosa.
– ¡Mátalo! -dijo una voz salida de la oscuridad-. ¡Mata a ese cerdo ahora mismo!
Duncan agarró el maletín. La voz de Olivia sonaba perfectamente tranquila.
– Piensa, Duncan, sobreponte. Podrías morir aquí y entonces esto no tendría fin y ellos nunca volverían a casa. Puedes negarte y luchar, pero todo sería en vano. Dame el dinero y vive. Es tu única oportunidad, y la de tu hijo.
Entonces se oyó otra voz:
– ¡Vamos, Olivia, date prisa!
Duncan conocía esa voz. Era la de Bill Lewis y miró hacia la oscuridad tratando de verlo.
– ¡Mata a ese hijo de puta! -gritó la primera voz.
– Duncan, usa la cabeza -continuó Olivia con voz serena. No hizo ademán de tomar el maletín, pero lo señaló con la pistola-. Dámelo. ¿No ves que puedo quitártelo si quiero?
Duncan le entregó el maletín y Oliva lo dejó en el suelo detrás de ella y continuó empuñando el arma.
– Bien -dijo-. Buen chico, Duncan.
Después le quitó las llaves del contacto.
– Las dejaré cincuenta metros más adelante, en la carretera -dijo-. La señal será la luz de freno de mi coche. Estarán en el centro de la carretera, las encontrarás si buscas con cuidado.
– Tommy… -gimió Duncan.
– Contaré el dinero y me pondré en contacto. Estate tranquilo, Duncan, casi lo has conseguido. Nadie ha muerto todavía y nadie tiene por qué morir, piénsalo. Piénsalo muy bien, nadie tiene por qué morir… -Subrayó la palabra «tiene».- Pero podría -susurró.
Luego dio un paso atrás y agarró el maletín del suelo. Duncan casi se cayó del coche al tratar de sujetarla, pero Olivia se giró y le apuntó con la pistola en el pecho.
– Sígueme el juego, Duncan -dijo.
Éste se detuvo con las manos extendidas en un gesto de súplica pero también de desesperación. Olivia le dio la espalda bruscamente con una carcajada cruel y él la miró mientras se metía en el coche. Los faros que antes lo habían deslumbrado ahora se habían apagado, pero el motor rugió y Duncan retrocedió sobresaltado mientras el coche pasaba junto a él. Lo siguió con la mirada y lo vio detenerse a unos cincuenta metros.
Como le había dicho, se encendieron las luces de freno, que además le impedían identificar la matrícula o el modelo de coche. Después éste aceleró y se perdió en la oscuridad. Duncan echó a correr detrás de él, jadeando y atragantándose, pero pronto desapareció detrás de una curva. Duncan permaneció quieto un instante mirando la noche negra e infinita.
Y después, puesto que no tenía absolutamente otra cosa que hacer, se arrodilló y empezó a buscar las llaves.