Los rayos de luz de la aurora rasgaban la oscuridad del bosque como afiladas cuchillas. Había helado durante la noche y los campos y las hojas y ramas de los árboles estaban cubiertos por una fina capa de escarcha. Podían ver su aliento mientras avanzaban entre los árboles, como bocanadas de humo en un paisaje gris. Llevaban puestos los trajes de camuflaje que Megan había comprado el día anterior y sus siluetas se confundían con las sombras y los colores difusos del amanecer. Cada una de las gemelas llevaba una escopeta, Duncan, el rifle semiautomático y Megan se había metido la pistola en el cinturón junto con el cuchillo de caza. Avanzaban en fila india con Megan a la cabeza, después las gemelas y Duncan en último lugar. Caminaban despacio y en silencio, deteniéndose a cada momento a escuchar el vacío que los rodeaba y después reanudando la marcha cuidando de no hacer ruido con sus pisadas. Conforme atravesaban el bosque crecía su sensación de estar dejando atrás todo lo que habían conocido y amado hasta entonces, e internándose en un nuevo mundo: un lugar frío e inquietante.
Megan apartó de su camino unas zarzas y las sostuvo en alto para que pasara Lauren. Ésta hizo lo mismo con Karen, quien a su vez esperó a Duncan. Megan avanzó unos cuantos metros más y después esperó en cuclillas a que los demás se reunieran con ella. Cuando lo hicieron señaló a través de la pálida luz, rodeada de árboles, la silueta de la casa a unos cien metros de distancia. Luego hizo un gesto hacia el muro de piedra. Las gemelas asintieron y Duncan susurró:
– Acompáñalas y déjalas en sus puestos. Yo te esperaré un poco más adelante, desde donde pueda ver la casa. Estaré junto al muro, ¿de acuerdo?
Megan alargó la mano y tomó la de Duncan.
– No hagas ruido -dijo-. Sólo tardaré unos minutos.
Duncan se volvió hacia las gemelas y lo único que acertó a decir fue:
– Por favor. -Sentía que le temblaban los labios y confiaba en que fuera por el frío de la madrugada.
– No te preocupes, papá -susurró Karen en respuesta.
– Tú eres el que debe tener cuidado -añadió Lauren sonriendo. Después se acercó y lo besó en la mejilla.
A Duncan lo asaltaban un centenar de miedos y pensamientos. Trató de hablar, pero se interrumpió y, mirando a los ojos de las gemelas, las recordó cuando aún eran unas niñas indefensas a las que había que tomar en brazos y proteger.
– Dile a Tommy que lo estamos esperando -susurró Lauren.
– Y dile también que no vuelva a darnos tantos problemas -añadió Karen sonriendo.
Duncan asintió y se volvió hacia Megan. Sus ojos se encontraron y, por un instante, ambos se sintieron indefensos. Después Duncan consiguió esbozar una sonrisa que era casi invisible en la penumbra. Se volvió y miró a la casa.
– De acuerdo -dijo con voz queda pero firme-. Vamos por ellos.
Se arrastró entre los árboles. Megan esperó hasta que hubiera desaparecido y entonces hizo un gesto a las gemelas para que la siguieran. Se llevó un dedo a los labios para que estuvieran calladas y Karen susurró:
– Ya sabemos que tenemos que estar en silencio. ¡Vamos!
En pocos minutos habían rodeado el prado que estaba detrás de la casa y avanzaban paralelas a la parte trasera. El muro estaba en mal estado, algunas piedras se habían caído y cada pocos pasos tenían que ocultarse entre los árboles para evitar ser vistas. Avanzaban prácticamente en cuatro patas, de un árbol a otro, mientras Megan miraba constantemente en dirección a la casa para no desorientarse. Maldijo interiormente tratando de encontrar algún tipo de barricada, un hueco donde las gemelas pudieran esconderse y estar protegidas. De pronto sintió que le tocaban el hombro y se giró bruscamente.
Era Karen señalando hacia el bosque. Lauren también miraba en aquella dirección.
– ¿Qué? -preguntó Megan repentinamente asustada.
– ¡Mira! -dijo Lauren con voz de apremio.
– Es un coche -dijo Karen-. Ahí, detrás de esos árboles.
Megan escudriñó hacia donde le indicaban las gemelas y distinguió un brillo metálico bajo los rayos de sol de la mañana.
– Es verdad -dijo-. Vengan, sigamos.
Hizo ademán de continuar andando pero la mano de Karen la detuvo.
– ¿Qué? -preguntó.
– ¿No te das cuenta?
Megan miró otra vez y entonces comprendió.
– Es el coche del abuelo -dijo Lauren.
Megan se giró despacio y condujo a las gemelas a través del bosque y hasta el coche, que estaba estacionado en el borde de lo que había sido un camino de tierra. La hierba había crecido, cubriéndolo, pero aún se distinguía una senda de barro que atravesaba los árboles.
Lauren pasó la mano por el coche tocando los arañazos en la pintura.
– ¡Pobre abuelo! -dijo-. Estaba tan orgulloso de él. ¿Por qué lo habrán estacionado aquí?
– Para esconderlo, tonta -susurró Karen-. No iban a dejarlo donde alguien pudiera verlo.
– ¡Ah! -exclamó su hermana por toda respuesta.
Megan se fijó en las marcas del suelo que delataban por donde había maniobrado el coche; apuntaban hacia la carretera principal y la salida del bosque. Miró por la ventana y vio que las llaves estaban puestas y que había una bolsa en el asiento del pasajero. Por un momento consideró la posibilidad de abrir el coche e inspeccionar su interior, pero se dio cuenta de que no lo podría hacer en silencio.
– Creo -dijo en voz baja- que será mejor que lo vigilen.
– ¿Quedarnos aquí? -preguntó Karen.
– Desde aquí no veremos nada.
Megan se volvió en dirección a la casa.
– De acuerdo -dijo con un suspiro-. Allí, junto al último montón de piedras. Pero estén alertas, ¿de acuerdo? Y cubran también el coche.
Las gemelas asintieron con la cabeza y Megan pensó en lo ridículas que sonaban sus instrucciones, cubran el coche, y sintió ganas de reír. Como si alguno de nosotros supiera lo que estaba haciendo, pero ahuyentó este repentino ataque de sentido común y condujo a las gemelas hasta el lugar desde el que podían vigilar la casa. Las miró y se aseguró de que estuvieran bien ocultas detrás de las piedras.
– ¡La cabeza agachada! -las apremió en un susurro.
Entonces dirigió la vista hacia la casa de madera blanca. El prado escarchado parecía una ola de plata rompiéndose en la orilla y después retrocediendo, alejándose de donde estaban ellas.
– De acuerdo -dijo-. Esperen aquí, y nada de tonterías, ¿eh?
– Vamos, mamá, es hora de ponerse en marcha. Está amaneciendo y papá te espera.
– Nada de riesgos.
– Sí, mamá.
Quería decirles cuánto las quería pero pensó que les daría vergüenza, así que se lo dijo a sí misma: Las quiero a las dos, por favor, manténganse a salvo.
Después tragó saliva y, repentinamente paralizada, tuvo que ordenar a sus músculos que la obedecieran. Cerró los ojos durante un segundo y después se volvió arrastrándose como un reptil entre los árboles y los matorrales. No miró atrás ni una sola vez, pues sabía que, por muy valientes que supiera que eran, si se volvía a mirarlas no sería capaz de dejar a sus hijas allí, en medio del bosque, a tan escasa distancia del peligro y del mal.
Duncan estaba abrazado al muro esperando a que Megan hiciera su aparición entre las brumas de la mañana y vigilando la casa, atento a cualquier signo de actividad. Intentaba poner la mente en blanco, pues no quería pensar en lo que estaban a punto de hacer. Trató de segmentar su vida en los segundos que le llevaba tomar aire y a continuación expulsarlo. Cuando le pareció oír a un animal en el bosque se volvió y vio a Megan reptando hasta él.
– ¿Todo bien? -preguntó.
– Hemos encontrado el coche de mi padre escondido junto a un camino, cerca de donde dejé a las gemelas. -¿Estarán…? No sé… -Supongo que sí. Sí, seguro.
Megan miró a Duncan y por un instante su voluntad flaqueó. También él estaba atenazado por la duda. Ambos abrieron la boca para decir algo pero después callaron. Megan siguió avanzando y se abrazó a su marido, hundiendo la cabeza en su pecho. Permaneció un rato así, escuchando los latidos de su corazón, mientras él seguía su respiración. Pasado el momento, ambos tomaron fuerzas.
– Es la hora -dijo Duncan-. Si esperamos más alguno podría levantarse temprano y… -No se molestó en terminar la frase.
Megan se separó de él y miró hacia el cielo. A lo lejos aparecían ya rayos de luz violeta colándose entre la masa de nubes.
– El cielo rojo de la aurora -dijo.
– Aviso para marineros -dijo Duncan asintiendo-. Probablemente habrá tormenta. Quizás hasta nieve.
Megan se volvió y le apretó la mano.
– ¿Has estado pensando en Tommy?
– Un poco.
– Yo también. Vamos por él.
A pesar de su preocupación, Duncan forzó una sonrisa.
– Estoy preparado. Cuando tú digas.
Megan se asomó por encima del muro y tomó aire.
– Iré primero hasta el coche y de ahí al porche. Una vez que esté adentro cuenta hasta cinco y después corre hasta el coche y luego a la puerta. ¿De acuerdo?
Duncan quitó el seguro de su rifle e hizo deslizar el cargador hasta que dio un chasquido y giró la recámara.
– Haz tú lo mismo -susurró con firmeza.
Megan sacó la pistola y la cargó.
– ¿Preparada?
– Preparada.
– Te quiero. ¡Adelante!
Duncan se irguió y apoyó el rifle en el muro mientras Megan saltaba por encima de éste, sintiéndose como si se tirara a un pozo negro y desconocido. Todo lo que he sido, o creído o querido se reduce a este momento, pensó, y entonces se dio cuenta de que estaba corriendo agachada, el aire frío golpeándole las mejillas enrojecidas, sus pies apenas tocando el suelo. De pronto la distancia hasta la casa se le antojó inmensa, mayor de lo que nunca había imaginado, todo un mundo iluminado y sembrado de peligros. Apretó los dientes y siguió corriendo.
Ramón estaba tumbado en la cama mirando las sombras de la pared y pensando en el asesinato. Trataba de persuadirse a sí mismo: No es tan difícil; de alguna manera es igual que otros crímenes.
Cuando era joven existían unos ritos de iniciación en las bandas callejeras: un robo, una violación, un asesinato, dependía de la banda. En su vecindario no había habido grandes sucesos; el delito y el crimen se habían convertido en algo tan común que eran la norma antes que la excepción. Él no había odiado especialmente cometer delitos, sino la idea de que pudieran atraparlo. Este pensamiento le llenó de odio hacia los dos rehenes del ático. Son peligrosos, se dijo, son muy peligrosos y matarlos será mucho más fácil de lo que te imaginas. Sus ojos son como escopetas apuntando a tu pecho, sus voces, descargas eléctricas. Pueden hacer que te encierren para siempre. Pueden matarte igual que lo haría un policía.
Sentía la frente empapada en sudor. Una parte de él quería dormir pero la otra lo forzaba a permanecer despierto. Deseaba tener más horas por delante. Debo estar alerta, se dijo. Midió sus fuerzas y se dio cuenta de que tenía los ojos abiertos y enfocando poco a poco los objetos que lo rodeaban.
Recordó la cárcel y cómo después pasó a unirse al movimiento. Como en las bandas callejeras, también éste prescribía un rito de admisión. Pero los de las bandas siempre habían sido algo práctico. En cambio a los compañeros del movimiento les gustaban las acciones simbólicas, especialmente con bombas. Siempre había pensado que aquélla era una forma cobarde de matar, pero también entendía que era un método mucho más seguro. Así que eso es lo que había hecho, ayudar a poner una bomba en el lavabo de caballeros de un edificio gubernamental. No fue culpa suya que no explotara a la hora prevista.
Abandonó este recuerdo y pensó de nuevo en los dos prisioneros del ático y se los imaginó sentados en sus jergones, mirándolo. Entonces intentó imaginarlos muertos, cubiertos de sangre y heridas de bala. Los visualizó tirados en el suelo, sus cuerpos poniéndose rígidos. Se dio cuenta de que nunca había matado a nadie hasta entonces, aunque había presenciado asesinatos: la primera vez, durante una guerra entre bandas, cuando dos rivales se habían enfrentado a muerte en un callejón; la segunda vez en la cárcel, después de comer, cuando los prisioneros se dirigían a su tiempo de ejercicio en el patio y un informante había sido asesinado aprovechando la confusión que reinaba siempre cuando había traslado masivo de prisioneros. La última había sido cuando Olivia visitó a aquel antiguo guardia de seguridad en California. Recordaba la cara del hombre cuando se dio cuenta de lo que iba a pasarle: una combinación de pánico y furia. Se había resistido. No tenía ninguna oportunidad y lo sabía, pero había luchado, poniéndoselo más fácil a Olivia. Confiaba en que el juez y el niño hicieran lo mismo, así sería como matarlos en batalla.
Maldijo y sacó los pies de la cama. La tenue luz de la habitación iluminaba su paquete de cigarrillos en la vieja y desvencijada mesita. Estornudó mientras alargaba la mano para tomarlo. Maldita casa, vieja y fría. Maldita sea para siempre, no quiero volver a verla nunca.
Intentó distraerse pensando en países cálidos y se dio ánimos pensando: Hoy a mediodía estaré volando hacia el sur con un montón de dinero en el bolsillo y mirando su bolsa de lona, ya preparada. Se levantó, se puso los pantalones y los zapatos y un viejo buzo con capucha, que se subió a modo de bufanda. Prestó atención y percibió el sonido ahogado de los ronquidos de Bill en la habitación contigua. Cerró y abrió los puños varias veces; después fue hasta la mesita, tomó su revólver y se lo guardó en el cinturón. A partir de hoy, pensó, todo será diferente. Se imaginó calentito en la cama con Olivia y sintió un repentino entusiasmo. Juntos haremos cosas grandes. Por un instante sintió pena de Bill. No entiende nada, pensó. Después ahuyentó este pensamiento y lo sustituyó por una sensación a medio camino entre la envidia y la furia.
Salió al pasillo y levantó la vista hacia la puerta del ático. Podría hacerlo ahora, pensó, mientras Lewis duerme. Así lo agarraría por sorpresa, y a ellos también. Estaría hecho y ya no tendría remedio. Se dio cuenta de que tenía la pistola en la mano, aunque no recordaba haberla sacado. Bajó la vista y vio que le había quitado el seguro, aunque tampoco recordaba haber hecho eso. Mientras duermen sería más fácil, se dijo. Dio un paso en dirección al ático pero sintió que le flaqueaban las fuerzas. Primero un café, pensó, para que no me tiemble la mano, y volvió a enfundar el arma.
Las escaleras crujieron ligeramente cuando bajaba a la cocina y la casa parecía congelada, odiaba la forma en que el frío se colaba por cada resquicio y hacía las mañanas desagradables y silenciosas. En el sur, levantarse por la mañana era encontrarse con calor y ruidos agradables que no hacían sino aumentar durante el día. Tembló de nuevo mientras entraba en la cocina, abría el grifo del agua caliente al máximo y buscaba una taza de café que no estuviera demasiado sucia. Pronto encontró una que le resultó satisfactoria. Echó dos cucharadas de café instantáneo y la llenó del agua caliente del grifo. Dio un sorbo e hizo una mueca de disgusto, después se dio la vuelta y se recostó sobre la pileta tratando de calentarse las manos con el líquido caliente.
Cuando escuchó un ruido seco procedente de la parte delantera de la casa al principio se sintió confuso. ¿Qué fue eso?, pensó. No debería haber ningún ruido. No a esta hora ni aquí.
Entonces lo invadió el miedo. La mano le temblaba mientras dejaba la taza de café. Aguzó el oído tratando de escuchar algo más pero no oyó nada.
Ha sido algo, pensó. O no. Es esta vieja casa, que cruje por todas partes. O la policía tomando posiciones. El estómago se le encogió de la tensión mientras intentaba convencerse alternativamente de que había oído algo, o nada. Cuando bajó la vista se dio cuenta de que había desenfundado de nuevo el revólver y por un momento pensó en correr escaleras arriba y avisar a Olivia, pero luego decidió: Soy más fuerte que eso. ¿Para qué la necesito? ¿Para que compruebe un ruidito de nada que probablemente sea producto de mi imaginación? Sintió desprecio hacia sí mismo por estar tan nervioso y el reproche se mezcló con miedo.
Caminó con cuidado, pero deprisa, hasta la parte delantera de la casa y miró por la ventana. No se veía nada más que el jardín, brillante por la escarcha.
No ha sido nada, se dijo. Tienes falta de sueño. Esto está a punto de acabar y estás nervioso, por eso reaccionas por nada.
Sintió un escalofrío. Seguramente no ha sido nada, insistió para sí. Tal vez haya sido el viento. Sin embargo los árboles estaban quietos, sus ramas desnudas contra el cielo cubierto de nubes.
No quería abandonar el calor escaso de la casa, pero sabía que tenía que asegurarse. Giró despacio el pomo y abrió la puerta. Sintió un golpe de aire helado y se detuvo, dudando si salir.
Pero lo hizo.
Temblando de frío, y tal vez de miedo, salió despacio al porche con la pistola en la mano y mirando en todas direcciones.
Lauren miró hacia la parte trasera de la casa y preguntó:
– ¿Crees que estarán bien?
El silencio había empezado a minar su confianza y en los últimos minutos había tenido que ahuyentar de su pensamiento una docena de imágenes espeluznantes. Karen le pasó un brazo por los hombros.
– Desde luego -le contestó suavemente-. ¿Por qué no iban a estarlo?
– No hemos oído nada.
– Eso quiere decir que todo está saliendo según lo planeado.
– Ojalá oyéramos algo.
– ¿Estás asustada?
– Sí. ¿Tú no?
– Sólo un poco. Y enfadada, supongo.
– Sí. ¿Crees que Tommy y el abuelo…?
– Estarán bien, lo sé. Probablemente dormidos. Ya conoces a Tommy, en cuanto está cansado cae como un tronco. -Ojalá mamá estuviera aquí.
– Ya.
– Saben lo que hacen.
– Desde luego.
– Acércate un poco, tengo frío.
– No es el frío -contestó Karen, tan práctica como siempre. Pero de todas maneras se acercó a su hermana. Después miró su escopeta.
– ¿Cuando se ve un puntito rojo quiere decir que está puesto el seguro o no?
– No.
– ¡Ah! Bien.
Karen puso el seguro.
– ¿Por qué haces eso? -preguntó Lauren.
– Bueno, papá dijo…
– Dijo que tuviéramos cuidado, no que fuéramos estúpidas.
– ¿Qué quieres decir? -preguntó la hermana mayor, algo molesta.
– Pues que no creo que nos acordemos de quitar el seguro del arma si tenemos que usarla. Creo que debemos estar preparadas en caso de que tengamos que entrar a ayudarles.
– Nos han dicho que nos quedemos aquí.
– Sí, pero ¿tú qué crees?
Karen pensó durante un momento. Quería ser responsable y portarse bien, que sus padres estuvieran orgullosos de ella. Lauren la miró fijamente.
– Sé lo que estás pensando -susurró-. Y lo que nos han dicho, pero estamos aquí para ayudar. Es nuestro hermano.
Karen asintió.
– Supongo que tienes razón.
Ambas quitaron el seguro de sus escopetas y se inclinaron de nuevo sobre el muro mirando en dirección a la casa. -¿Lo notas? -preguntó Lauren de pronto.
– ¿Qué?
– No sé, es como si el viento soplara más fuerte o hubiera pasado una nube, algo así.
Karen asintió y sonrió.
– En el colegio no creerían lo que estamos haciendo.
Lauren casi rio.
– ¡Desde luego!
Pero ese pequeño instante de humor pronto se disipó en la quietud de la mañana y el silencio las envolvió una vez más y con él, un inquietante miedo a lo desconocido. Permanecían pegadas hombro con hombro vigilando la casa. Lauren tomó la mano de su hermana y fue como si una descarga eléctrica las recorriera a ambas; podían oír los latidos del corazón de la otra, sentir su aliento.
– Todo saldrá bien -dijo Lauren en voz baja.
– Lo sé, sólo que me gustaría que pasara algo.
Esperaron, combatiendo la angustia con la confianza.
Cuando Megan resbaló en el primer peldaño cubierto de hielo de las escaleras del porche la pistola se le cayó al suelo con un golpe seco. El ruido, que en sus oídos sonó como una explosión, la hizo detenerse en seco. En lugar de seguir hacia la puerta retrocedió y se ocultó esperando ver si alguien la había oído.
El crujido de la puerta abriéndose la puso en guardia. Se quedó inmóvil sosteniendo la pistola y tratando de pegarse al porche, de manera que no la vieran desde arriba.
No tenía ni idea de qué hacer.
Cuando oyó el crujido del primer peldaño, prácticamente encima de ella, empezó a temblar, pero aun así empuñó la pistola y continuó inmóvil. Esto no acaba aquí, pensó.
Luchó contra el miedo que amenazaba con paralizarle los brazos y todos sus músculos y articulaciones, conjurando la imagen de Tommy. El corazón se le aceleró y sintió que aumentaba la adrenalina. Ya voy, se dijo, voy a sacarte de aquí.
Oyó los pasos que se acercaban y se preparó.
Duncan la había visto resbalar, escuchado el golpe y maldijo por lo bajo. Él también esperó, los ojos fijos en Megan, que parecía un animal agazapado y temblando de miedo.
Cuando vio abrirse la puerta que daba al porche el corazón casi se le paralizó de miedo.
– Oh, Dios mío -susurró-. La oyeron.
Por un momento sintió que las fuerzas le fallaban y se sintió ligero, casi etéreo. Entonces vio a Gutiérrez en el porche.
– ¡Oh, Dios mío! -repitió-. ¡Megan, Megan, cuidado! -Su voz era apenas un susurro.
Vio el arma en la mano de Ramón y después que se dirigía, paso a paso, hacia donde estaba escondida su mujer. Trató de controlar el corazón, que amenazaba con salírsele del pecho. Pensó: No hay elección.
Quería tragar saliva pero tenía la boca completamente seca. De pronto tuvo un recuerdo fugaz: estaba en aquella calle, en Lodi, dudando, esperando junto a la furgoneta como al borde de un oscuro océano, temiendo ser engullido por sus aguas. Los años le gritaban que no esperara, que no dudara, arriesgándose a perderlo todo.
– No te muevas, Megan -susurró.
Inspiró profundamente y apoyó el rifle contra su mejilla. De pronto el mundo pareció encogerse, su visión atravesó el prado, pasó sobre la cabeza de su mujer y se centró en el pecho de Ramón Gutiérrez. Vio como éste daba otro paso y se detenía a escasos metros del borde del porche, donde estaba escondida Megan.
Soltó aire despacio.
– Lo siento -susurró.
La presión que sentía en su dedo apoyado en el gatillo le pareció inmensa, casi dolorosa. Apretó despacio y disparó. El estruendo pareció hacer añicos el aire como si fuera de porcelana.
Olivia estaba soñando con la cárcel. Estaba de nuevo en la celda de máxima seguridad, sólo que esta vez la puerta no cerraba bien y había podido abrirla. Sentía en sueños el frío pegajoso de los barrotes de acero y escuchaba el sonido áspero de la puerta cerrándose. Se había visto a sí misma salir al corredor, libre por fin de ir adonde quisiera, invadida de felicidad y sintiéndose ligera, como si tuviera alas en los pies. En el sueño se alejaba deprisa de la celda cuando escuchó un ruido atronador, y por una milésima de segundo pensó que había estallado una tormenta.
Entonces se despertó y se sentó en la cama ignorando el frío de la mañana y aguzando el oído.
– ¿Qué demonios ha sido eso? -preguntó en voz alta y aguda.
A su lado, Bill también se había despertado. En la tenue luz de la mañana su rostro aparecía pálido, casi translúcido. Tenía los ojos abiertos de par en par y su voz denotaba un ligero pánico.
– No lo sé. ¿Qué pudo ser? Estaba dormido.
– Sonó como un disparo.
– ¿Dónde está Ramón?
– Ni idea. ¿En su habitación?
– ¿Ramón? ¿Ramón? ¿Dónde diablos estás? -gritó Olivia.
No hubo respuesta y pensó: Subió y los está matando. Salió de la cama y se quedó de pie, desnuda, junto a ésta. Tendría que haber otro disparo, y gritos, alguna reacción. ¿Qué es todo esto?
– ¿Qué está haciendo? -preguntó Bill de pronto, en tono asustado-. ¿Está…? Mierda, ¿adónde fue? No lo entiendo, esto no era parte del plan -dijo mirando a Olivia con la cara desencajada. Después añadió-: El disparo no vino de arriba, sino de afuera. ¡Ramón!
Olivia estaba totalmente confundida y se gritaba órdenes a sí misma: ¡Piensa! ¡Haz algo! Entonces tomó una ametralladora que estaba apoyada en la mesita de luz y de pronto sintió una gran calma, maravillosa, casi infantil, como si estuviera de nuevo en el sueño. Tenía la sensación de que su cuerpo desnudo se ruborizaba y brillaba con un repentino calor.
– ¿Qué está pasando? -chilló Bill.
– Vamos -contestó Olivia con voz serena-. Esto está a punto de acabar.
Cruzó el cuarto de baño hasta la ventana y miró afuera, mientras Bill tropezaba detrás de ella luchando por ponerse los pantalones vaqueros entre maldiciones y pensó en lo estúpido, lo absurdo que resultaba todo aquello y rio en voz alta.
El ruido del disparo también arrancó al juez de un sueño. Estaba en una playa rodeado de sus nietos y jugando en la arena. El sol lo calentaba y parpadeaba por la luz mientras veía a Megan y a Duncan saltando las olas de un mar azul verdoso. Después se había girado y hablado a su mujer, que estaba sentada a su lado. «Pero… estás muerta», le había dicho, «y yo estoy solo». Ella le había sonreído negando con la cabeza y le había contestado: «Nadie muere realmente y nadie está verdaderamente solo». Sin embargo, al darse la vuelta de nuevo su familia había desaparecido y la playa era ahora de tierra roja de Tarawa y él era de nuevo un muchacho asustado. Escuchó un solo disparo sobre su cabeza y enterró la cara en la arena mientras la bala silbaba en el aire. Entonces se irguió y dijo, aún en sueños: «Eso ha sido real».
Se despertó y se giró inmediatamente hacia Tommy, que estaba sentado muy tieso en el catre.
– ¡Abuelo!
– ¡Tommy, ha llegado el momento! ¡Dios mío, vienen a buscarnos!
– ¡Abuelo! -repitió Tommy saltando a los brazos del juez.
Éste lo abrazó fuerte y luego lo soltó.
– ¡Rápido, Tommy! ¡Tenemos que ayudar!
Tommy tragó saliva y asintió. El juez saltó de la cama y tomó el muelle metálico.
– ¡Ahora! -dijo-. ¡Ayúdame!
Entonces escucharon un segundo disparo.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Hay que hacer lo que dijimos!
Se sentía lleno de energía y determinación, recordando cientos de momentos terroríficos en combate en los que, a pesar de la muerte y el horror que lo rodeaban, había actuado. Era como si sus músculos y sus huesos hubieran perdido años por arte de magia y se sentía lleno de la arrogancia de su juventud. Levantó uno de los catres y lo arrastró por la habitación hasta dejarlo caer con gran estrépito por las escaleras que conducían a la entrada del ático. Después corrió hacia el catre de Tommy.
– ¡Ahora el tuyo!
Hizo lo mismo, bloqueando así la puerta. Para entonces Tommy ya estaba vestido y golpeaba la parte de la pared que habían debilitado con el muelle de la cama. El juez corrió a su lado, tomó el muelle y aporreó con todas sus fuerzas uno de los tablones una y otra vez. Hubo un crujido y el primer tablón cedió como un hueso roto. El juez soltó un aullido cuando una astilla se le clavó en el pulgar, pero ignoró el dolor y siguió golpeando la capa de escayola, que pronto explotó en una nube de polvo. Siguió golpeando una, dos, tres veces. Entonces se detuvo para tomar aliento y escuchó a Tommy gritar:
– ¡Abuelo, lo hemos conseguido! ¡Puedo ver el cielo!
El juez apretó los dientes; todas sus dudas, el peso de la edad y la inseguridad se habían desvanecido. Siguió atacando la pared, golpeando y arrancando la escayola y la madera podrida con un grito de victoria.
El primer disparo de Duncan había acertado de pleno en el pecho de Ramón, como un tremendo puñetazo, haciéndolo caer de espaldas y chocar contra la puerta de la casa, donde pareció quedarse clavado. Se retorció como una marioneta espasmódica y a continuación se deslizó hasta quedarse sentado, casi relajado. Miró hacia el jardín aun sin ver nada y preguntándose qué había ocurrido. También se preguntaba por qué había dejado de sentir frío. Ése fue su último pensamiento antes de que una segunda bala le explotara en la cara.
Megan se levantó tras el segundo disparo y miró aterrada el cuerpo destrozado de Ramón cubierto de sangre y de sesos. Dio un paso atrás y sintió deseos de gritar. Duncan estaba de espaldas al muro de piedra. Durante un momento el silencio llenó de nuevo la gélida mañana.
Duncan sentía la garganta seca mientras miraba a su mujer, inmóvil. Después soltó un graznido:
– ¡Vamos, Megan, vamos! ¡Ahora!
Tropezó con una piedra del muro y se le cayó el rifle. Lo recogió y echó a correr gritando:
– ¡Vamos, Megan! ¡Ahora!
Ésta se volvió hacia él y lo miró mientras gesticulaba frenéticamente señalando la puerta de la casa. Sus miradas se cruzaron y él la vio asentir. Megan se volvió hacia el cadáver de Ramón y soltó un grito mezcla de rabia, miedo y determinación. Con el arma en la mano, subió las escaleras del porche y, tras pasar sobre el cuerpo de Ramón, entró en la casa.
– ¡Son ellos! -gritó Olivia, con un bramido que más parecía una carcajada.
– ¿Quiénes? -chilló Bill agarrando su pistola.
– ¿Quién crees? -replicó Olivia mientras quitaba el seguro a su arma, preparándola para disparar. Rompió el vidrio de la ventana con la culata y vio a Duncan corriendo en dirección a la casa.
– ¡Cubre la escalera! -gritó a Bill, quien no reaccionó.
– ¡Ahora, imbécil! ¡Antes de que se acerquen más!
Karen y Lauren escucharon los disparos atónitas.
En el silencio que siguió, a ambas las invadió una oleada de pánico, como cuando un coche patina sobre el asfalto mojado, fuera de control.
– ¡Oh, Dios mío! -susurró Lauren-. ¿Qué está pasando?
– No lo sé -contestó Karen-. No lo sé.
– ¡Estarán bien?
– No lo sé.
– ¿Qué hacemos?
– No lo sé.
– ¡Pero tenemos que hacer algo!
– ¿Qué?
– ¡No lo sé!
Víctimas del miedo y las ganas de salir corriendo, las dos siguieron paralizadas, incapaces de reaccionar.
Megan tropezó de nuevo al entrar en el vestíbulo y se dio de bruces con el suelo. El golpe la aturdió momentáneamente, pero no tardó en reaccionar y ponerse de rodillas empuñando la pistola, dispuesta a disparar al mínimo ruido o movimiento, fuera real o imaginado. Escuchaba su propia respiración, fuerte y áspera. Se levantó y se dirigió hacia las escaleras, que estaban justo enfrente.
Oyó pisadas procedentes del piso de arriba y se pegó contra la pared, la mirada fija en las escaleras. Levantó el arma y entonces vio la cara de Bill asomándose por la barandilla. Por una milésima de segundo ambos permanecieron inmóviles, y entonces Megan vio la pistola en la mano de Bill. Ambos gritaron algo incomprensible, Megan disparó una vez y se escondió detrás de una puerta mientras Bill también abría fuego. Ese instante de vacilación lo había situado en desventaja y sus balas estallaron contra la pared de escayola y madera, haciendo saltar nubes de polvo y esquirlas.
Una de éstas se clavó en el brazo de Megan, que dejó escapar un grito y retrocedió al ver la sangre que le corría por la manga. Una astilla de madera le sobresalía por la chaqueta. Gritó de dolor y se la arrancó mientras la sangre se deslizaba por los dedos de la mano. Entonces avanzó levantando la pistola y disparó varias veces al azar. El mundo a su alrededor pareció volar en mil pedazos.
Bill perdió el equilibrio mientras las balas chocaban en el techo sobre su cabeza y se protegió la cara con las manos. Disparó de nuevo, desesperado, sembrando de muerte el aire a su alrededor.
En el dormitorio, Olivia esperaba casi pacientemente a que Duncan llegara hasta la casa. Corría directamente hacia la puerta delantera, sin desviarse ni detenerse un instante. Le pareció que se movía en cámara lenta y por un momento incluso la sorprendió verlo allí. No pensé que tuvieras tantas agallas, matemático, pensó. Nunca supuse que lo intentarías. Y ahora eso te va a matar. Sentía una gran furia crecer dentro de ella enviando corrientes eléctricas a sus brazos, sus piernas y su corazón. El arma le quemaba en la mano, estaba deseando disparar. Y así lo hizo, al tiempo que gritaba insultos que se mezclaron con el estruendo de la ametralladora.
– ¡Muere! -rugió, pero la palabra salió de su garganta como un chillido agudo y gutural. El arma que tenía en la mano parecía poseída de idéntica furia, moviéndose y tirando de ella mientras intentaba apuntar en el blanco. Siguió disparando a Duncan, que corría con una mano levantada sobre la cabeza, como si pudiera protegerlo de los disparos. A través de la nube de pólvora podía ver como las balas se estrellaban en el suelo y levantaban una polvareda alrededor de Duncan. El olor acre a nitroglicerina le subía por la nariz.
– ¡Muere, cobarde! -gritó de nuevo.
Después se echó a reír cuando Duncan cayó al suelo como empujado por una gigantesca mano invisible y fue a parar directamente a su línea de fuego.
– ¡Ya te tengo, cerdo!
Apuntó cuidadosamente y apretó el gatillo. Cuando se dio cuenta de que la recámara estaba vacía soltó una maldición y se giró buscando un nuevo cargador.
Notó un dolor penetrante y masticó la tierra del lugar donde había resbalado y caído al suelo. Al principio no sabía si estaba muerto, bajó la vista y vio regueros de sangre corriéndole por las piernas. Ahora sí que me matará, pensó.
Pero entonces se dio cuenta de que había conseguido ponerse de pie. La puerta delantera parecía estar a kilómetros de distancia, inalcanzable. Se preguntó cuándo llegaría la siguiente ráfaga de balazos. ¿Qué estás esperando?, gritó interiormente. Entonces vio que el coche de los secuestradores estaba a sólo unos metros de donde se encontraba él, a la izquierda. Tomó su rifle y, asiéndolo por el cañón, se arrastró detrás del vehículo. Antes de que pudiera evaluar su situación, la segunda tanda de disparos rebotó en el metal de la carrocería, las balas chirriando y gimiendo como huérfanos desvalidos. El parabrisas estalló en mil pedazos y una lluvia de vidrio cayó sobre Duncan. Éste se agazapó aún más y examinó sus piernas. ¿Rotas?, se preguntó, ¿perdidas para siempre? Pensó en Tommy y en las gemelas, en Megan y en el juez. ¡Qué se le va a hacer!, decidió, tengo que seguir. Se puso de pie combatiendo las oleadas de dolor que le subían hasta los muslos, se tragó las lágrimas e hizo un esfuerzo sobrehumano para tranquilizarse. La cabeza le daba vueltas por la intensidad del dolor. Apretó los dientes y al pensar en su familia se sintió más fuerte. Agachó la cabeza y tomó aire.
Todavía no me has matado, pensó. Si hubiera tenido fuerzas se habría reído. Su mente bullía de ideas, órdenes, instrucciones. Sabía que no conseguiría llegar a la puerta delantera, pero en uno de los laterales estaría a cubierto, así que decidió ir en esa dirección.
Tomó aire de nuevo y se preguntó adónde se habría ido el dolor. Está ahí, en alguna parte, pensó. Escondido, aunque seguramente son imaginaciones mías. Sonrió.
Todavía no estoy muerto, Tommy, y voy por ti.
Consiguió ponerse de pie y apoyar el rifle en el hombro. Apuntó vagamente hacia la habitación desde donde sabía que Olivia le estaba disparando y abrió fuego: un tiro tras otro, lo más rápidamente que podía. A través de los ojos entrecerrados veía las balas estrellarse en el marco de la ventana y rompiendo los vidrios. Continuó disparando mientras se alejaba del coche hacia uno de los costados de la casa, donde estaría fuera de su línea de fuego, preguntándose por cuánto tiempo le responderían las piernas y asombrado de poder caminar siquiera.
Olivia reculó sorprendida cuando las balas de Duncan reventaron la ventana y se incrustaron en las paredes y el techo de la habitación cubriéndola de vidrios, polvo y escombros. Se sentó en el borde de la cama y se meció atrás y adelante, ilesa, pero abrumada por la ferocidad que dominaba la atmósfera. Llegó una nueva ráfaga de balas y entonces se sintió caer, hasta dar de bruces en el suelo con un golpe seco. Sabía que estaba herida, pero se levantó inmediatamente y saltó hasta la ventana justo a tiempo de ver a Duncan cojeando y arrastrando la pierna, pero todavía disparando hasta desaparecer tras la esquina de la casa. Sacó medio cuerpo por la ventana y disparó en su dirección mientras gritaba maldiciones.
Después se volvió. Sólo vinieron ellos dos, pensó. Oía disparos procedentes de la escalera y pensó en los cautivos en el ático.
Entonces cesó el ruido atronador del rifle automático, que fue sustituido por varios disparos secos de la pistola de Megan. Olivia bajó la vista y miró su bolsa de lona roja, llena de dinero. La cerró rápidamente y se la colgó del hombro. Cuando levantó la vista vio a Bill en el umbral.
– ¡Dame más munición! -gritó.
Le lanzó un cargador de cartuchos, que se cayó al suelo y tuvo que agacharse a recoger.
– ¡Mátalos! -susurró Olivia.
Bill se quedó mirándola con expresión interrogante.
– Sube al ático y mátalos -dijo en un tono de voz normal pero firme, como si estuviera regañando a un niño pequeño por algo que hizo mal.
Bill estaba con la boca abierta.
– ¡Mátalos! -gritó esta vez Olivia.
– Pero…
Empezó a chillar, su voz aguda como el alarido de una sirena.
– ¡Dije que los mates! ¡Mátalos! ¡A los dos! ¡Ahora, mierda!
Bill la miró unos instantes con los ojos abiertos de par en par, después asintió y se dio la vuelta, mientras Olivia seguía gritándole órdenes. Lo siguió hasta el rellano y después escaleras arriba, preparándose para repeler el ataque de Megan, mientras a su espalda Bill forcejeaba con el cerrojo del ático.
Megan estaba de rodillas detrás de la puerta que separaba el vestíbulo del cuarto de estar intentando cargar su pistola cuando escuchó los gritos de Olivia. Las palabras la paralizaron y electrificaron a un mismo tiempo, llenándola de una furia desesperada, propia de una leona herida. Se puso de pie y gritó con todas sus fuerzas.
– ¡No! -chilló-. ¡Tommy! -Presa de ira y dolor corrió escaleras arriba, ignorando todo peligro y pensando sólo en su hijo mientras disparaba en todas direcciones. La ferocidad de su ataque tomó a Olivia por sorpresa y disparó sin acertar en el blanco una sola vez, sus balas estrellándose en la pared alrededor de Megan, quien cayó al suelo por la fuerza de la explosión. Entonces se dio cuenta de que no tenía un segundo que perder y se puso en cuatro patas arrastrándose en dirección al primer peldaño de la escalera y preparándose para disparar otra vez.
Olivia seguía gritando: ¡Mátalos! ¡Mátalos! Una y otra vez. Se volvió hacia Bill, que seguía intentando abrir la puerta del ático.
– ¡Hay algo taponando la puerta! -gritó.
– ¡Dispara!
– ¿Qué?
Antes de que pudiera responderle, Olivia escuchó estrellarse una bala de Megan en la pared a escasos centímetros de su cabeza, arañándole la mejilla y arrancándole el lóbulo de la oreja. Cayó de espaldas como propulsada y sintiéndose mareada y completamente confusa. No puede haberme matado, pensó, en estado de shock. No es posible. Se llevó la mano a la cara y notó el tacto viscoso de la sangre manando entre carne desgarrada. Herida, pensó, me ha hecho una cicatriz. Gritó de nuevo y disparó en dirección a Megan, pero sus disparos no tuvieron ningún efecto, puesto que mientras apretaba el gatillo se desplomaba en el suelo del dormitorio.
El juez dio un último golpe al agujero en la pared y se volvió jadeando hacia Tommy.
– ¿Crees que puedes salir por ahí? -le preguntó.
– Sí, pero abuelo…
El juez asomó la cabeza y vio un retazo de bosque y arriba el cielo, extendiéndose hacia el infinito. Después se volvió a meter.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Sal y salta al tejado! ¡Sal ya!
Mientras el niño dudaba, escucharon a Olivia gritar sus siniestras órdenes a Bill. Las palabras parecieron reverberar en sus oídos.
– ¡Abuelo! -chilló Tommy.
– ¡Sal ya! ¡Ahora mismo!
– ¡Abuelo! -el niño asió la mano del juez, quien escuchó a Bill empujando la puerta y después como ésta se abría y chocaba con la barricada hecha con los catres.
– ¡Ahora, Tommy! ¡Por favor!
Levantó al niño y lo empujó con los pies por delante por el agujero. Por un instante pareció que no cabía, pero entonces logró pasar al otro lado. El juez veía sus manos asidas al borde del agujero mientras se preparaba para saltar al tejado.
– ¡Vamos, Tommy! ¡Vamos! -gritó. A su espalda oía a Lewis maldecir y empujar la puerta. Las manos de Tommy desaparecieron y entonces se escuchó un golpe seco: había aterrizado en el tejado. El juez se inclinó por el agujero para asegurarse de que el niño estaba sano y salvo y le gritó de nuevo.
– ¡Corre!
A continuación se volvió, tomó el muelle de metal y, entonando interiormente un grito de guerra, cargó contra la puerta levantando la barra metálica sobre la cabeza.
En el momento preciso en que se abalanzaba contra la barricada el mundo pareció estallar en mil pedazos. Lewis había disparado la ametralladora contra la puerta y astillas, balas, fragmentos de metal y plumas saltaron y silbaron una canción de muerte sobre su cabeza. Giró como atrapado en una galerna y cayó al suelo como sacudido por un fuerte viento. En ese momento supo que lo habían alcanzado una, dos veces, quizá cien. Su cuerpo no cesaba de enviarle mensajes, furioso por el insulto del metal candente que le desgarraba la piel. Sobrevino una oleada de dolor y confusión que amenazaba con dejarlo inconsciente pero se resistió: puedo respirar, pensó, aún no estoy muerto. Se irguió con gran esfuerzo y se inclinó hacia adelante tratando de bloquear la puerta con su cuerpo. Pero éste no tenía peso alguno y enseguida notó que lo apartaban bruscamente. -Huye, Tommy -susurró.
Aún estaba consciente pero un dolor sordo amenazaba con nublarle la razón. Levantó los ojos y vio a Lewis inclinado sobre él, extrañamente inmóvil.
– Lo siento -dijo-. Esto no tenía que haber pasado.
– Se ha escapado -contestó el juez-. Está a salvo.
Lewis parecía dudar.
– Yo no quería… -dijo-. Yo no habría…
El juez no le creyó. Se dio la vuelta y se dispuso a esperar la muerte.
Después de la descarga a ciegas de Olivia, Megan había conseguido subir las escaleras justo a tiempo de ver a su adversaria caer de espaldas en el dormitorio y, casi inmediatamente, a Bill desapareciendo detrás de una puerta. Entonces supo que era allí donde estaban y que tenía que entrar, consciente de que nada podría detenerla. Echó a correr pasando por delante del dormitorio, donde alcanzó a ver por el rabillo del ojo a Olivia de pie, desnuda y sangrando. Megan bramó como una valquiria furiosa entrando en batalla y se abalanzó hacia la entrada del ático, tropezando y cayendo al suelo. Vio a Lewis de pie a unos pasos de ella y empuñando una ametralladora, inmóvil igual que un colegial al que han sorprendido haciendo una travesura. A sus pies estaba el cuerpo del juez. Megan gritó y disparó.
La primera bala hizo saltar a Lewis y caer hasta quedar sentado. El pecho se le tiñó de sangre y miró a Megan con expresión de extrañeza, como si hubiera hecho algo inesperado.
Ésta disparó de nuevo y entonces Bill giró y se derrumbó hasta quedar como un bulto retorcido y amorfo en una esquina de la habitación, sus pupilas inertes fijas en el agujero de la pared.
– ¡Tommy! -gritó Megan-. ¡Tommy!
Vio que el juez intentaba incorporarse y gesticulaba en dirección al agujero.
– Fuera -dijo con voz ronca-. A salvo; lo conseguimos.
– ¡Papá!
– ¡Ve por él, maldita sea! -dijo el anciano en un susurro agónico y apenas audible-. ¡Déjame! ¡Ve por el niño!
Vio a Megan asentir y entonces cerró los ojos, satisfecho. No sabía si la muerte vendría a su encuentro o si, por el contrario, viviría, pero estaba henchido de orgullo mientras respiraba despacio y con dificultad, esperando lo que estuviera por llegar. Notaba los latidos de su corazón en el pecho y pensó: Es fuerte. Pensó también en todos los hombres jóvenes que habían combatido y caído en aquellas playas y llegó a la conclusión de que estarían orgullosos de él. Después pensó en su mujer: Lo conseguí, dijo para sí.
Y aguardó, tranquilo.
Olivia vio a Megan pasar como un rayo y apretó el gatillo sólo para darse cuenta de que una vez más se había quedado sin balas. Tomó la última munición de encima de la mesita y la bolsa de lona roja con el dinero. Escapar, se dijo, se acabó. Dio un paso vacilante hacia la puerta, después otro y tomó impulso. ¡Corre! ¡Escapa! Otro día lucharás. Sus pies desnudos caminaban ligeros, como alados. Salió del dormitorio y corrió por el pasillo dejando a Megan luchando frenéticamente con la puerta del ático. Se agarró a la barandilla y saltó escaleras abajo en dirección a la parte trasera de la casa. En el último peldaño estuvo a punto de resbalar en una alfombra y caer al suelo, pero logró recuperar el equilibrio. Corrió esquivando los muebles hacia la cocina y una vez allí se detuvo a recargar su arma. No sentía frío y su cuerpo entero palpitaba con el ardor de la batalla. Notó el gusto a sangre en los labios y al bajar la vista vio que ésta le corría a raudales por las mejillas, tiñendo sus pechos como pintura de guerra. Rugió, pero no de dolor ni de ira, sino de una especie de furia exultante y miró a su alrededor tratando de fijar en su memoria cada objeto. Adiós a todo esto, no necesito nada; soy libre. Recordó la ropa que la esperaba en el coche del juez y pensó: Escapa ahora. Por un instante imaginó que sería eternamente la pesadilla de Duncan y Megan, que nunca se librarían de ella y que permanecería escondida, preparando su regreso en el futuro.
– No podrán derrotarme -gritó a pleno pulmón.
Entonces se detuvo esperando una respuesta y cuando ésta no llegó se llenó de rabia y tuvo que controlarse para no subir de nuevo escaleras arriba y continuar luchando. Tardó unos instantes en sobreponerse: Ganarás más si huyes ahora, se dijo y soltó una carcajada, sonora y falsa, confiando en que Megan la oyera, antes de salir por la puerta trasera con la ametralladora en una mano y la bolsa del dinero en la otra, su mente rebosante de visiones de libertad.
Tommy se asía fuerte al tejado tratando de mantener el equilibrio en aquella superficie inclinada. La escarcha la había vuelto resbaladiza y le costaba trabajo avanzar. Escuchó las últimas ráfagas de disparos y comenzó a gatear hacia la ventana. El frío viento lo golpeaba y se forzó a no pensar en su abuelo, a no vacilar. Había oído los gritos de su madre y sabía que estaba allí, en algún lugar, esperándolo, así que combatió las lágrimas y la confusión que sentía y continuó deslizándose hasta el borde del tejado.
Megan se abrió camino hasta el rellano y escuchó los disparos de Olivia mientras escapaba. Los ignoró. Sólo podía pensar en Tommy, frenética por verlo y abrazarlo. Corrió hasta la ventana del dormitorio, que daba al tejado.
– ¡Tommy! -llamó.
Entonces lo vio, acuclillado en el borde como un pájaro, preparándose para saltar.
– ¡Tommy! -llamó de nuevo-. ¡Estoy aquí!
El niño se volvió al escuchar la voz de su madre y gritó:
– ¡Estoy aquí!
Megan vio la luz de felicidad que iluminaba los ojos de su hijo y tiró frenéticamente del picaporte de la ventana, que no cedía. Buscó una silla, la levantó y la estrelló contra el vidrio y la madera mientras seguía gritando con toda la fuerza de sus pulmones.
– ¡Estoy aquí, Tommy! ¡Estoy aquí!
El vidrio estalló en mil pedazos. Arrancó los que quedaban pegados al marco cortándose las manos, que empezaron a sangrar abundantemente. No les prestó atención, pues ninguna clase de dolor podría penetrar la emoción que sentía al ver a su hijo arrastrándose por el tejado hacia ella y alargó los brazos gritando con inmenso alivio:
– ¡Aquí, Tommy, aquí!
Y entonces vio a Olivia detrás del niño, de pie junto a la puerta trasera y mirándolo.
Un miedo negro la envolvió.
– ¡No! -gritó extendiendo los brazos hacia su hijo.
Mientras escapaba por la puerta trasera Olivia había oído las pisadas de Tommy arañando el tejado. El ruido la hizo detenerse y mirar atrás con curiosidad. Vio al niño prácticamente al mismo tiempo que Megan, a quien vio lanzar la silla por la ventana y alargar los brazos en dirección a su hijo. Retrocedió unos pasos para tener mejor ángulo para disparar, empuñó la ametralladora y apuntó cuidadosamente a las dos figuras del tejado.
Duncan se había arrastrado alrededor de la casa esforzándose por soportar el dolor. Se sentía como un perro herido demasiado estúpido y asustado para darse cuenta de que tenía las patas destrozadas y luchaba por escapar del dolor, muriendo en el intento.
Dos veces había estado a punto de desmayarse, de sucumbir al deseo de cerrar los ojos y dejarse llevar.
Cuando vio a Tommy en el tejado trató de llamarlo pero su voz apenas era audible. Avanzó con gran esfuerzo y consiguió gritar:
– ¡Tommy, estoy aquí!
Esta vez su voz sonó fuerte y firme, lo que lo sorprendió. Se sintió más animado y con energía para salir adelante, aunque las piernas le temblaban. Entonces se detuvo en seco, presa del pánico, al ver lo que estaba a punto de suceder:
– ¡No! ¡No! -gritó aterrado, mientras levantaba el rifle y disparaba en dirección a Olivia. Disparó una y otra vez mientras seguía gritando, ciego de cólera y dolor.
En el preciso instante en que Olivia se disponía a apretar el gatillo, el primero de los disparos de Duncan le pasó rozando la cabeza, el segundo silbando milímetros debajo de su nariz. Por un momento pensó que le había dado y estuvo a punto de caer de espaldas, disparando una ráfaga de metralla que se perdió en el aire. Gritó de ira y miedo y giró hasta quedar frente a él. Podía verlo estirado sobre el suelo, parcialmente oculto por la pared de la casa y apuntando con su rifle; sería difícil dispararle. Otra bala silbó sobre su cabeza.
Disparó en dirección a Duncan salpicando de metralla la tierra a su alrededor hasta que el cargador estuvo vacío. Tiró la ametralladora furiosa y tomó la bolsa roja, de donde sacó la pistola. Miró de nuevo hacia donde estaba Duncan y vio que casi la mayoría de sus balas se habían incrustado en la pared, justo por encima de su cabeza. Empezó a maldecir, frustrada y volvió la vista al tejado, donde Tommy acababa de llegar hasta Megan y le daba la mano. Los dos parecían moverse en cámara lenta y Olivia vaciló un instante. Entonces, cuando se preparaba para apuntar y disparar, comenzaron a moverse a la velocidad de un relámpago y antes de que pudiera reaccionar el niño había desaparecido del tejado y sólo se vieron sus pies pataleando un instante en el aire como un nadador saltando a un estanque antes de desvanecerse ante sus ojos.
Entonces sintió un gran vacío y giró en dirección a Duncan.
Debe de estar muerto, pensó. Se agachó y dio un paso en su dirección, pero entonces vio que su rifle se alzaba de nuevo, apuntándole. Bajó la cabeza rápidamente y la bala se incrustó en la pared.
Megan tiró de Tommy hacia sí con las fuerzas que le quedaban, gimiendo por el esfuerzo y una vez que éste estuvo adentro los dos cayeron de espaldas al suelo. Megan rodó rápidamente hasta cubrir el cuerpo del niño con el suyo y protegerlo así de nuevos disparos. Entonces lo oyó gruñir y empujarla hacia un lado. Ambos se sentaron y Megan lo abrazó con fuerza, dándose cuenta de que lloraba diciendo su nombre, abrumada por la alegría y el alivio que sentía. Notó las lágrimas de su hijo en la cara pero entonces éste la alejó suavemente de sí. Megan le tomó la cara con ambas manos, incapaz de hablar, sus labios temblando de felicidad.
Tommy se limpió las lágrimas y adoptó el aire de un niño mayor:
– Vamos, mamá. Estoy bien.
Megan asintió agradecida.
Duncan había visto a Tommy desaparecer tras la ventana en brazos de su madre y la sensación de alegría le hizo olvidar el dolor de las piernas. Lo conseguimos, pensó. Dios mío, lo hemos conseguido.
Entonces vio a Olivia, de pie frente a él. Había tirado la ametralladora y ahora empuñaba una pistola. Disparó en su dirección y la vio volverse y echar a correr, dándole la espalda. Inspiró hondo y se dispuso a apuntar de nuevo. Durante una milésima de segundo la espalda desnuda de Olivia bailó ante sus ojos, precisamente en su radio de alcance; apretó el gatillo pero no ocurrió nada. También él se había quedado sin munición.
Ya no importa, pensó. Lo conseguimos. Estamos todos vivos y lo conseguimos. Ganamos.
Rodó sobre su espalda y se incorporó hasta sentarse apoyado en la pared de la casa. Entonces tomó aire y se obligó a ponerse de pie ignorando el dolor que lo invadía. Levantó el arma haciendo una señal a Megan de que estaba bien, lo cual era dudoso y se miró las piernas ensangrentadas. Tienen solución, pensó, todo lo que se rompe puede arreglarse. Cerró los ojos y, reclinando la cabeza, se dispuso a descansar. No pensaba en el banco ni en el dinero ni en el pasado o el futuro. Se sentía completamente satisfecho y quería dormir. No se fijó siquiera hacia dónde iba Olivia.
Olivia corría. Desnuda, ensangrentada y con los cabellos al viento, sus largas piernas ganando terreno y dándose impulso con los brazos como un corredor a punto de alcanzar la meta, atravesó a toda velocidad el prado trasero de la casa en dirección al bosque. Sus pies descalzos levantaban pequeñas nubes de escarcha conforme avanzaba, ajena al frío y huyendo de los rayos de sol, hacia la oscuridad de los árboles, que le proporcionarían refugio y una vía de escape. En una mano llevaba la pistola, en la otra la bolsa con el dinero. Tenía la boca abierta de par en par e inhalaba grandes bocanadas de aire helado, que la llenaban de una fuerza salvaje: Soy libre, gritaba interiormente, y se veía ya en el coche, en el aeropuerto, volando hacia el sur, por siempre liberada. Se sentía triunfal y desafiante y ganó velocidad aprovechando la inclinación natural del terreno, sus pies descalzos resonando entre la tierra dura y el cielo gris.
Karen y Lauren habían visto a Tommy luchando por mantener el equilibrio en el tejado, después a Olivia apuntar en su dirección y por último de nuevo a Tommy entrar por la ventana y ponerse a salvo. Se prepararon para salir, pero entonces algo las hizo detenerse y ocultarse de nuevo tras la valla. Vieron a Olivia disparar su ametralladora contra su padre y habían gritado aterradas. Pero habían visto también que los disparos no lo habían alcanzado y que su padre, mientras Olivia corría hacia ellas, agitaba el arma en dirección adonde se encontraban Megan y Tommy.
Sus gritos se habían perdido en las sombras del bosque y entre los disparos intermitentes procedentes de la casa. Estaban confusas y asustadas, llorando.
– ¿Qué hacemos? -sollozó Lauren.
Vieron a Olivia acercarse a gran velocidad hacia ellas. Con las manchas de sangre que cubrían su cuerpo parecía un demonio dispuesto a atacarlas.
– ¡No lo sé! -gritó Karen.
Entonces, en ese preciso instante, ambas lo supieron. Juntas se levantaron, apoyaron las escopetas sobre el hombro y apuntaron cuidadosamente, tal y como las habían instruido sus padres.
Olivia vio a las dos muchachas surgir de la tierra como dos apariciones. Se sintió confusa, pero no aminoró la marcha y siguió corriendo hacia ellas levantando su pistola y apuntándoles. ¿Qué está pasando?, se preguntó frenética. Trató de detenerse y tranquilizarse lo suficiente como para apuntar y salvar su vida, pero un impulso extraño la obligaba a seguir corriendo.
Karen y Lauren no dijeron nada, pero ambas sintieron el mismo recuerdo eléctrico e indestructible, un sentimiento depositado en ellas muchos años atrás, cuando aún estaban en el vientre de su madre y eran la razón de que ésta escapara hacia una vida distinta. Sin mediar palabra dispararon a un tiempo, dos explosiones que reverberaron en el cielo invernal y cerraron para siempre la puerta a la infancia, la inocencia y los sueños de juventud.
Los disparos de las gemelas derribaron a Olivia, que cayó de espaldas al frío suelo. La bolsa con el dinero robado dos veces salió disparada por el impacto de los disparos y sintió cómo una fuerza poderosa le arrancaba la pistola de la mano. Veía el cielo girar sobre su cabeza y percibía su respiración áspera en su pecho roto. El frío de la tierra húmeda la envolvió como un abrazo no deseado y sintió un gran escalofrío. Recordó los ojos de su amante aquella mañana, cuando Emily la miró tirada en el suelo de aquella calle polvorienta y letal. Pero esto no es así, pensó, no ha sucedido. Lo he conseguido, soy libre.
Y entonces la marea de la muerte la engulló para siempre.
Los disparos de las gemelas rasgaron el aire gélido e hicieron saltar a Tommy de los brazos de su madre. Atravesó corriendo la habitación y escudriñó a través de los vidrios rotos de la ventana más allá del prado, hacia la línea del bosque. Al principio le costó distinguir las siluetas de sus hermanas, ya que sus trajes de camuflaje las confundían con los tonos grises y pardos de la vegetación. Pero enseguida sus ojos las identificaron: estaban inmóviles, como paralizadas por la fría luz de la mañana. Poco después parecieron volver a la vida y corrieron como dos cervatillos asustados a través del prado en dirección a la casa. Se fijó en que ninguna de las dos se volvía para ver el cuerpo que yacía desparramado en el suelo y oyó a su madre a sus espaldas mientras se abría paso entre los escombros de la habitación y hablaba consigo misma: Maldita sea, ¿dónde está el teléfono, el teléfono?, su voz con un timbre agudo que no le resultaba familiar.
– Tommy, ¿dónde está el teléfono? -gritó.
Éste apartó la vista de la ventana un momento y comprobó que Megan había localizado el aparato en una esquina, debajo de la mesita de noche y marcaba números a gran velocidad.
Volvió a la ventana y vio a Karen y a Lauren correr hacia la casa y abrazar a su padre, quien se inclinó y las saludó sin decir palabra. Ninguno lo veía, pero a Tommy no le importaba y, en su lugar, lo embargaba una poderosa sensación que no era capaz de poner en palabras, pero que lo llenaba por completo, como una corriente eléctrica que lo elevaba y le recordaba las mañanas de Navidad, cuando la excitación por ver los regalos lo hacía saltar de la cama. Vio como las gemelas se situaban junto a su padre y le ayudaban a caminar hacia la casa y en ese momento sintió deseos de volar hasta ellos y ayudar también.
Mientras tanto su madre había terminado de marcar y estaba dando una dirección y diciendo:
– Por favor, envíen ayuda inmediatamente. Ambulancias. Heridas de bala. Por favor, dense prisa.
Su tono de voz revelaba angustia y un poco de pánico, y al escuchar esas palabras algo horrible y oscuro penetró en el corazón de Tommy. Por un segundo todo el calor y la alegría se desvanecieron y dieron paso a una gran negrura. Se volvió bruscamente y salió corriendo de la habitación dejando atrás a su madre, que continuaba hablando por teléfono y alargó el brazo para detenerlo, pero después lo dejó pasar. «¡Por favor, dense prisa!», la escuchó decir Tommy, que siguió corriendo por el pasillo hasta el ático que había sido su prisión.
Se deslizó entre los escombros y empujó los catres, que seguían bloqueando la entrada parcialmente, y entonces avanzó a grandes zancadas, ajeno a todo lo que no fuera el terror que lo oprimía.
El juez había conseguido incorporarse hasta quedar sentado y estaba apoyado contra una pared, pero tenía los ojos cerrados y su respiración era débil y entrecortada. Cuando vio sus heridas, Tommy se sobresaltó; sentía deseos de abrazar a su abuelo, pero temía hacerle más daño, así que vaciló unos instantes antes de caer de rodillas junto al anciano. No se atrevía a tocarlo, pero tampoco se atrevía a no hacerlo. Los ojos del juez parpadearon ligeramente cuando escuchó a su nieto colocarse a su lado.
– ¿Abuelo?
– Estoy aquí, Tommy.
El niño respiró hondo para controlar su asustado corazón.
– No te mueras, por favor. Mamá ha llamado pidiendo ayuda y pronto vendrá alguien aquí. Te pondrás bien.
El juez no respondió al principio, pero cuando lo hizo su voz sonaba distante.
– Bueno -dijo al fin-. Lo conseguimos, ¿no es así?
– Sí.
– ¿Están todos…?
– A papá lo hirieron pero puede caminar. Mamá está bien y también han venido Karen y Lauren y las dos están bien.
– ¿Y…?
Tommy no contestó.
– Bien -replicó el anciano-. Tu madre acabó con uno antes de que él acabara conmigo.
Tommy siguió los ojos del juez, que señalaban hacia el cuerpo retorcido de Bill Lewis en una esquina y enseguida apartó la vista.
– No pasa nada -dijo el juez-. No hubo más remedio. -Un segundo después añadió:- Bueno, lo conseguimos, te dije que lo haríamos.
Esta vez la voz del anciano sonó más firme y Tommy se apresuró a preguntar:
– No te vas a morir, ¿verdad, abuelo?
El juez no contestó, pero Tommy vio que cerraba los ojos.
– Por favor, abre los ojos, abuelo -dijo. Era consciente de que estaba llorando y se secó las lágrimas en un gesto instintivo. Levantó un poco la voz y dijo en tono de orden.
– Por favor, abre los ojos.
El anciano parpadeó y miró a su nieto.
– Sólo quería descansar un momento -dijo.
– Por favor, sigue hablando conmigo.
– Soy fuerte -contestó el abuelo como si hablara con fantasmas-. Mucho más de lo que creían.
Tommy sonrió.
– No voy a dejar que te mueras, abuelo. ¿Te acuerdas de la adivinanza de los pies? Me dijiste que pensara en ella cuando tuviera miedo y que nos ayudaría, como un amuleto. Pues lo estoy haciendo ahora. De mañana a cuatro pies, a mediodía con dos y por la tarde con tres. Abuelo, no voy a dejar que te mueras.
El anciano cerró de nuevo los ojos y Tommy se inclinó hacia él, insistente:
– ¡Abuelo! Contesta la adivinanza. ¿Quién es?
El juez pareció espabilarse y dejó escapar una carcajada débil.
– El hombre.
Tommy alargó la mano y tomó la de su abuelo y por un instante el anciano sintió fluir por sus venas toda la juventud y el futuro del niño, como si sus heridas sanasen por el efecto milagroso de su inagotable vitalidad. Sintió una inmensa satisfacción.
– ¡No te dejaré! -exclamó el niño con fiereza.
– Lo sé -replicó el anciano.
– En serio, no lo digo por decir. No te voy a dejar.
– Lo sé.
Permanecieron callados unos segundos.
– Estoy cansado -dijo por fin el juez-. Estoy muy, muy cansado. Tres pies…
Tommy le estrechó la mano y el juez le devolvió el apretón. Y así, juntos, tal y como habían hecho la pasada semana, se dispusieron a esperar lo que fuera que estuviera por venir.